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Chile Milenario.pdf

1 2 3 Esta obra fue realizada con el auspicio de 4 Contenido Presentación Agrícola El Cerrito 7 Presentación Canal 13 9 Presentación Museo Chileno de Arte Precolombino 11 Prólogo Chile: Espacio, tiempo y memoria Héctor Soto Gandarillas 13 5 I El país del desierto extremo de la Tierra. El Norte Grande en la prehistoria José Berenguer Rodríguez 21 II La tierra donde el desierto lorece. El Norte Verde y su prehistoria Francisco Gallardo Ibáñez & Gloria Cabello Baettig 47 III La tierra de las cuatro estaciones. Prehistoria de la Zona Central Luis E. Cornejo Bustamante 61 IV La tierra de los lagos y los bosques. Los antepasados / antiku pu che Carlos Aldunate del Solar 77 V La tierra donde la cordillera se hunde en el mar. Culturas del extremo sur Francisco Mena Larrain 93 VI La tierra de Hotu a Matu’a. Rapa Nui, una arqueología de lo imposible José Miguel Ramírez Aliaga 107 VII Los grupos indígenas de Chile al momento de contacto con los europeos José Luis Martínez Cereceda & Pedro Mege Rosso 131 Lecturas sugeridas 146 Acerca de los autores 149 Jesús Ángeles Padilla 6 Agrícola El Cerrito, Pisco Elqui, Chile. Presentación Agrícola El Cerrito nació el año 1997 con el objetivo de producir uva de mesa, y exportarla a los más exigentes mercados del mundo, aprovechando las inmejorables condiciones que la naturaleza le otorgó al Valle del Elqui. Enclavado a 500 kilómetros al norte de la capital de Chile, Santiago, el Valle de Elqui es un lugar único en el mundo tanto por su geografía, pureza de sus aguas, clima y calidad de sus cielos. Quienes visitan la zona dan testimonio tanto de la misticidad del lugar como de la belleza palpable en cada sitio que nuestra vista es capaz de captar. Las localidades de Pisco Elqui, Montegrande y Paihuano son el epicentro de la producción de nuestro producto que cada año, entre los meses de diciembre y marzo, cosechamos para el disfrute de los paladares internacionales más exigentes. Esta publicación está realizada para dar a conocer la historia más desconocida de nuestro querido Chile: el Chile Milenario y, por otra parte, para que con quienes nos relacionamos se interesen en conocer un lugar único en el mundo desde donde nace una fruta pura, natural y producida bajo uno de los cielos más transparentes de nuestro planeta Tierra. 7 Canal 13 8 Canal 13 de Televisión, Chile. Presentación En sus 55 años de vida Canal 13 tiene una vasta y amplia trayectoria en la emisión de programas culturales y cientíicos que han producido gran impacto y un importante aporte a la sociedad. Ello ha permitido que los sectores más amplios de la población de nuestro país hayan tenido acceso a diversos conocimientos en forma entretenida, amable y eicaz. Nuestro objetivo de difusión ha estado siempre en la masividad por ser un medio de comunicación amplio que debe interpretar los gustos y necesidades de los grandes sectores de la ciudadanía. Siempre se ha realizado aquello cuidando los estándares éticos y valóricos de nuestra sociedad. El libro Chile Milenario es un estudio meticuloso del Chile más desconocido y pretérito. Ciertamente, la publicación es un valioso aporte a la difusión cultural de nuestro país y en el caso de Canal 13 su participación no termina aquí, sino que es el primer paso para desarrollar después en pantalla la divulgación masiva de contenidos de alto valor arqueológico y antropológico de un Chile originario que debe ser conocido y difundido. 9 Jesús Ángeles Padilla 10 Plaza Montt Varas. Al frente, el Museo Chileno de Arte Precolombino, antiguo Palacio de la Aduana. Presentación En poco más de cien años de investigación la arqueología ha demostrado que la historia de Chile es casi treinta veces más larga que los cinco siglos transcurridos desde la llegada de los españoles. Los artículos de este libro se concentran, precisamente, en esa historia larga, que es la de los arqueólogos y los antropólogos, no la de los historiadores. Una historia que, al empezar con los primeros grupos humanos llegados a una remota quebrada del desierto nortino, a la desembocadura de un esterito de Los Vilos, a la orilla de una laguna de Tagua Tagua hoy desaparecida, a los bordes de un riachuelo cerca de Puerto Montt, a un abrigo rocoso de la Patagonia o a una playa de Isla de Pascua, nos recuerda que todos los que han vivido o viven en el territorio chileno somos, de alguna manera, descendientes de inmigrantes, de gente venida de afuera. Precedidos por un prólogo que intenta dar una mirada contemporánea a la historia prehispánica de Chile y seguidos por un capítulo inal sobre nuestro mundo indígena actual, los capítulos centrales de este libro ofrecen una visión actualizada de la prehistoria chilena, que se enfoca en la multiplicidad de historias, logros y realizaciones de los pueblos y las culturas que crearon e hicieron suya esta loca geografía. Son relatos que evidencian una herencia cultural acumulada que es tan rica y potente como la que nos legaron los europeos a partir del siglo xvi. Una herencia plena de hallazgos y creaciones que revelan la originalidad y el talento de quienes nos precedieron en la ocupación de este Chile varias veces milenario. 11 11 12 Prólogo Chile: Espacio, tiempo y memoria Héctor Soto Gandarillas N Jarro antropomorfo, Arica. Colección MChAP 0009 (fotografía: N. Aguayo). o hay mayor oscuridad en los pueblos originarios que habitaron Chile que nuestra propia ignorancia. Como somos un país más bien frágil en términos de conciencia histórica, y como con frecuencia tenemos más aprecio por los reduccionismos mentales que por las verdades objetivas, nos gusta decir, por ejemplo, que somos un pueblo joven, aduciendo que la república recién cumplió doscientos años. Se nos olvidan, sin embargo, los cuatro siglos anteriores a la Independencia, como si la larga siesta colonial hubiese durado un suspiro y como si no hubiese sido precisamente durante ese período cuando en los hornos de la nacionalidad se fue cocinando nuestra identidad nacional a fuego lento. Eso no es todo: también nos olvidamos del saldo cultural, etnográico y genético que dejaron entre nosotros las múltiples expresiones culturales anteriores a la llegada de los españoles, tanto en la zona norte, donde sus huellas parecen más físicas, como en el territorio central y sureño, donde el legado se reconoce más en la conducta de la gente. Son manifestaciones de vida que ocupan distintas capas de tiempo, pero que —como prueba de su densidad— explican usos, formas de vida y creencias repartidas entre puntos geográicos relativamente distantes. Como quiera que sea, hubo un cierto orden en el mundo precolombino, incluso antes de las estructuras centralizadoras que trajo la invasión inka. ¿Es posible, cabe en la cabeza, que de un legado de esa magnitud no haya quedado absolutamente nada, que todo haya terminado evaporándose de manera parecida a lo que ocurrió con los numerosos lagos que regaron en otra época los desiertos del norte, antes que sus temperaturas de lagarto, sus colores minerales y sus horizontes marcianos la convirtieran en la zona más árida del planeta? La respuesta es negativa, por cierto. El pasado siempre queda y siempre pesa. William Faulker lo planteaba mejor: el problema del pasado es que ni siquiera ha pasado. La pregunta entonces no es si esa herencia cultural y genética remota sigue presente en el Chile de hoy, sino en qué forma gravita y sigue viva en la actualidad. “Las épocas viejas nunca desaparecen completamente —escribió Octavio Paz en El laberinto de la soledad— y todas las heridas, aun las más antiguas, manan sangre todavía”. Obviamente que hubo un Chile antes de Chile. Es una manera de decirlo, claro, porque desde luego no era un país. Tampoco una nación. Pero fue algo más que un puro paisaje. En las composiciones más remotas de nuestra larga y angosta faja las investigaciones actuales reconocen una región recorrida por grupos trashumantes y recolectores, por comunidades asentadas con distintos grados de diicultad en fundaciones y poblados dispersos. Unos llegaron antes, otros después. Algunos fueron destruidos, otros cooptados por invasores y hubo algunos que lograron subsistir más resguardados en su aislamiento. En nuestro territorio conviven tiempos, culturas, lenguas, etnias y credos que son distintos. De eso da testimonio un paisaje de sucesivas transformaciones donde sin embargo están inscritos diversos y muy tempranos testimonios de vida humana. De hecho, extraordinariamente tempranos. Cuando Jehová, según el Antiguo Testamento, le pidió a Abraham el sacriicio de su hijo, unos dos mil años antes de Cristo, momento que es —digámoslo— uno de los puntos más remotos de la historia, las últimas investigaciones están asegurando que hubo poblaciones que llevaban para ese entonces largo tiempo instaladas en territorio chileno. ¿Cuánto es largo tiempo? Miles y miles de años. Hay vestigios de vida humana que se remontan a unos trece mil años en zonas tanto del norte como del sur de Chile. Es un 13 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 14 Jarro-Pato: personaje antropomorfo, Diaguita. Colección MChAP 1640 (fotografía: N. Aguayo). horizonte temporal gigantesco, claro que sí, pero es lo que calcula la ciencia, por mucho que no haya calendario ni reloj en el mundo capaz de dimensionar semejantes eternidades. Tenemos ciertamente problemas de continuidad en nuestro imaginario nacional. No hay representación mental capaz de ensamblar en los continuos del tiempo y del espacio las sucesivas epopeyas de surgimiento y declinación de manifestaciones culturales o de vida gregaria de tan antigua data. Tenemos noticias de ellas por la inscripción que dejaron en una roca, los dibujos que quedaron en una cueva, los rastros encontrados en una garganta montañosa, los restos momiicados y conservados en parajes tan calcinados que terminaron momiicándolo todo. Sabemos, sin embargo, que cientos de generaciones sobrevivieron en el actual territorio chileno en condiciones que hoy nos parecen imposibles o lastimosas. Así y todo, esos mundos tienen que haber dado cabida en distintos momentos a la conciencia de una vida más o menos tranquila y más o menos feliz. Son demasiados siglos los que están en blanco. No todo tiene que haber sido cataclismo, depredación y violencia, que son las fracturas recurrentes que sospechamos en la convivencia de los hombres prehispánicos. Aun cuando para nuestra sensibilidad ecológica de maceteros sea difícil aceptarlo en la actualidad, es probable que para el hombre de la prehistoria las grandes amenazas provinieran, antes que de los demás hombres, de la geografía. En la noche de los tiempos es posible que la naturaleza se haya dado a entender no en los términos de un paraíso terrenal, sino como una fuerza destructiva expresada en la vehemencia del rayo, la fatalidad del diluvio, la furia de las tormentas, el rugido de los volcanes y la incontrolable crecida de los ríos. Las primeras comunidades vivieron además acechadas por el peligro de las ieras y especies ponzoñosas. Nos gusta pensar que en el mundo anterior a Darwin la ley del más fuerte fue, para la supervivencia de las especies, una sentencia terrible. La representación de la vida que nos hacemos de los tiempos primigenios nos remite, por malas o buenas razones, a un mundo de pura indefensión y terror. Es un mundo en general muy tensionado. Puede haber algo de verdad en esas imágenes. Pero también mucho de mentira. Porque de los puros momentos críticos de espanto y vulnerabilidad es Prólogo / H. Soto Fragmento de jarro antropomorfo, Llolleo. Colección MChAP 1600 (fotografía: N. Aguayo). más fácil sacar traumas que sacar energías para crecer y perdurar. Y de eso precisamente se trataba: de crecer y perdurar. Sea por medio de la construcción de un poblado, de la elaboración de un tiesto cerámico o de metal, del cultivo de una ladera o del acto previsor de acumular alimentos para las épocas de escasez, el hombre arcaico se la jugaba por la supervivencia y la prolongación de la especie. En esto no hemos cambiado tanto: a lo mejor sin tener gran conciencia histórica, nuestros más remotos antepasados también se la estaban jugando por un mañana mejor. Quizás el gran problema que tiene nuestra imaginación de la vida precolombina sea el reduccionismo. Un reduccionismo proclive al exceso y la ferocidad. Vemos al hombre prehistórico paralizado por las amenazas, castigado por los aluviones y las sequías, luchando contra las bestias salvajes, resistiendo a ciegas la enfermedad y defendiéndose con armas rudimentarias del robo de las tribus enemigas. Todo junto y todo al mismo tiempo. Desde luego que se trata de fantasía sobregirada y sombría. Lo más probable es que ninguna vida haya sido tan sucedida y golpeada. Lo más probable es que también haya habido espacio para la ternura, la iesta, la celebración e incluso el humor. Lo importante, en todo caso, es no perder de vista que no es la adversidad pura y dura, que por último es más o menos común a todas las comunidades prehistóricas del planeta, el rasgo que mejor identiica a las culturas que se asentaron bajo los cielos del norte, el centro, el sur de Chile o Rapa Nui. Lo que en realidad mandó —y sigue mandando ahora, aunque ya no con la misma fatalidad— es el paisaje. En muchos sentidos, fuimos y seguimos siendo lo que la geografía quiso que fuéramos y que seamos. Somos lo que la geografía da y lo que la geografía quita. Este es nuestro primer ADN. Esta es nuestra carga genética inicial, que en Chile por lo demás no es uniforme, atendida la amplia variedad de suelos y cielos que tenemos. En este sentido, hay tamarugos y algarrobos en el norte, hay palmas, arrayanes y peumos en el valle central, hay araucarias y alerces en el sur, que saben y dicen más de nosotros los chilenos de lo que saben y dicen hasta los más sabios de la comarca. 15 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 16 Flauta con rostro humano, PreMapuche. Colección MChAP 3745 (fotografía: N. Aguayo). Cántaro antropomorfo, Mapuche. Colección MChAP 1425 (fotografía: N. Aguayo). Puede ser una anticipada metáfora del país que con el correr de los siglos llegaríamos a ser que haya sido en el Norte Grande, donde el territorio es menos hospitalario y bastante más avaro en agua, alimento y fecundidad, donde se acuñaron las primeras imágenes de la vida dura y de la economía de la sobrevivencia que terminarían pasando al Chile contemporáneo. Quizás fue este rasgo el que terminó haciendo más historia entre nosotros. Chile no es un país de grandes bendiciones naturales. Los furores y los arrebatos con la plata, el salitre o el cobre fueron tales precisamente porque correspondieron a sueños efímeros, a excepciones, no a la regla general. Aquí las cosas cuestan bastante más que en otras latitudes. Hasta en aquello donde tenemos ventajas comparativas incontestables —en reservas mineras, en la riqueza pesquera, por ejemplo— la explotación es cara y difícil, trabajosa y arriesgada. No es cosa de estirar la mano o rasguñar la tierra para recoger el fruto o dar con los metales preciosos. No es cosa de decir quiero y puedo. En ninguna parte la geografía chilena es el jardín o el vergel que don Pedro de Valdivia le pintó con mentiras blancas en sus cartas al rey Carlos V. Esos escritos, que hoy podríamos considerar como la primera campaña de imagen país de nuestra historia, son textos apasionantes pero ilusorios. No es menor que el conquistador le haya mentido piadosamente al monarca, contándole una cosa por otra, sobre todo considerando que estas eran las bases del país que estaba empeñado en construir. ¿Qué se puede esperar de una nación basada en reportes engañosos y percepciones falsiicadas? Puede ser una licencia retórica explicar por la dureza geográica de este rincón de América, por este paisaje bueno para negarlo todo primero y conceder un poco después, el temple del carácter del chileno. Temple mezclado con un sentido atávico de la resignación, cabría agregar. Quizás haya algo de eso. En nuestro imaginario habitual, el nortino es un hombre impasible y de pocas palabras; un hombre que, precisamente por haber visto demasiado y por conocer el valor del tiempo milenario y la economía de la privación, preiere guardarse. El nortino hace buenas migas con el silencio y la soledad. En el Chile agrario de la zona central, en cambio, donde el inlujo colonizador del andaluz fue más directo, la gente se prodiga con facilidad en la elocuencia y es mucho más entusiasta, ligera y expansiva. Al sur del Biobío, por su parte, la tipología étnica vuelve a cambiar, principalmente porque ahí el mundo ancestral está más vivo que en ninguna otra parte del territorio, no solo por la presencia mapuche en la zona de la llamada Araucanía, sino también por la persistente resistencia que de este pueblo primero a la expansión del imperio inka, en seguida a la conquista española y mucho después a la propia república. Esto, que en su momento llamó la atención de don Alonso Ercilla en su exaltado poema épico que es La Araucana, describe un caso de resistencia cultural bien excepcional en el contexto de Hispanoamérica. No hay una experiencia ni de lejos parecida en toda la colonización española y tendría caracteres exclusivamente históricos o antropológicos si la etnia mapuche no fuera reivindicada en la actualidad por una fracción de la población que varía entre el millón y el millón quinientos mil chilenos. Esta circunstancia es la que instala el conlicto cultural entre los mayores desafíos políticos de la sociedad chilena y la que lo convierte en una oportunidad de rescate que, tras siglos de odiosidades e incomprensiones, al día de hoy sigue estando pendiente. Que el pueblo mapuche ya estaba muy asentado cuando llegaron los españoles en una zona algo más extensa que de lo que después pasó a llamarse La Araucanía es un hecho. Prólogo / H. Soto 17 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 18 Bout alikooli, bautizado como Boat Memory, joven kawashkar llevado a Londres por el capitán inglés Fitz Roy (grabado: Lizars Hamilton Smith 1851). Figura antropomorfa esqueletizada, Rapa Nui. Colección MChAP 3124 (fotografía: N. Aguayo). También lo es que la lengua mapuche, según los conquistadores, se hablaba entre el valle del Choapa y Chiloé. Eso sin embargo no implicaba dominio ni control político en la región. Pero sí inluencia en variadas comunidades asentadas en el valle central y la zona sur. Lo que no se sabe muy bien es desde cuándo. Las tesis que situaban los orígenes de la etnia mapuche en el lado argentino se han debilitado, porque las investigaciones más serias del último tiempo plantean que más bien habría sido al revés: de la presión resultante de la conquista, fueron muchas las comunidades y las tribus locales que habrían cruzado la cordillera, proyectando al otro lado formas de producción de alimentos, de organización comunitaria y de convivencia que habían articulado acá. Es posible que el trauma de la conquista, experimentado sobre todo desde un pueblo tan celoso como el mapuche de su autonomía e identidad, de sus prácticas, creencias y tradiciones, pueda ayudar a entender los bajos niveles de conianza interpersonal existentes en la sociedad chilena. Las relaciones de dominio y sumisión no son desde luego una tierra fértil para la conianza y la colaboración. En Chile esta variable, que se ha ido volviendo particularmente crítica en los últimos años, nunca ha dejado de estar presente. Somos por lo visto un pueblo proclive a la práctica de acumular rencores en la trastienda y hay quienes dicen que una de las pocas vías de descompresión del resentimiento ha sido desde la perspectiva histórica el humor. El humor del chileno es ocurrente, algo torvo y casi siempre “pata pesada”. Casi nunca es inocente y a menudo, como las lechas, lleva alguna dosis de veneno en la punta. Es difícil no atribuir estos rasgos a la génesis de la nación y a la historia de violencia oculta tras la construcción del Estado chileno. Precisamente a raíz de la resistencia al invasor, manifestada en una guerra interminable y en la sistemática destrucción de las ciudades que el conquistador fue levantando, Chile durante siglos fue un país muy militarizado y de frontera. Fue por lo mismo una sociedad donde el orden se impuso no espontáneamente sino a partir del sometimiento compulsivo de las poblaciones aborígenes y la dominación férrea ejercida por vanguardias señoriales. Obviamente que esto no fue gratis y se traduce en traumas que quedan en la conciencia. Son distintos los pueblos construidos por hombres libres e iguales de aquellos que resultan de relaciones marcadas por el sometimiento, el dominio y el vasallaje transmitido de generación en generación. A lo mejor un cronista como Joaquín Edwards Bello no estiraba demasiado la cuerda ni andaba del todo descaminado cuando asociaba el oscuro sentimiento de la frustración nacional, el lado B del chileno, el culto a lo feo, nuestras continuas fugas a la violencia, las disociaciones del vandalismo y la borrachera, los desafueros del recato y el gusto y, en general, el llamado imbunchismo como exaltación de lo pérido y lo monstruoso tan presente en nuestra historia, a formas de resistencia cultural que inconscientemente compensaban traumas atávicos relacionados con las experiencias de derrota, desprecio y humillación dentro de una sociedad ferozmente jerarquizada y desigual. La historia del encuentro del conquistador con otros pueblos que también contribuyeron a nuestra nacionalidad —con diaguitas y changos, con atacameños y picunches, con onas y rapanui— no necesariamente se reprodujo la matriz de lo ocurrido con los mapuches. Pero también hubo heridas y traumas. Nuestro mestizaje nunca fue gratis. Hay varios Chiles en Chile. Este territorio fue testigo de la articulación de distintas culturas y formas de vida que en general se fueron superponiendo unas a otras. El país actual es un gigantesco laboratorio de hibridación. No es fácil discernir en nuestros estados anímicos, en el habla, en nuestra gestualidad pero también en nuestras máscaras, supercherías y superticiones, en lo que nos exalta y nos deprime, qué viene de la oscuridad nocturna de los tiempos remotos y qué podemos atribuir a los tiempos nuevos; qué del Prólogo / H. Soto amanecer y qué del mediodía; qué pusieron los pueblos nativos y qué es lo que trajo el conquistador español; en in, qué creó la república y qué debe ser adjudicado ahora a los tráicos de la globalización. Una cosa es segura, eso sí: cuando hablamos y soñamos están hablando y soñando con nosotros muchas generaciones. No las conocimos, no las sospechamos, pero ellas de seguro sabrían reconocerse en más de algo en nosotros. Aun sin poder reivindicar abolengos culturales que remitan a la majestad de los aztecas, los mayas o los inkas, simplemente porque cada civilización y cada pueblo se organiza para responder a sus propios sueños y a las oportunidades históricas del espacio y el tiempo, y teniendo presente que la imaginación que unos pueblos invirtieron en construir pirámides otros pueden haberla aplicado en perfeccionar soisticadas tecnologías agrícolas o sanitarias, nuestra insularidad terminó dando un cierto resguardo al legado genético y cultural de los pueblos antiguos. El desierto, la cordillera y el mar, no murallas gigantescas. En el caso del Chile más conectado a las mesetas altiplánicas, por lo demás, el desierto operó como enorme cámara de conservación. Un medio ambiente más húmedo, más temperado en la media y menos drástico en las temperaturas extremas, y con suelos menos salobres, qué duda cabe, habría malogrado, si no la totalidad, gran parte del tesoro arqueológico precolombino aportado por esa región. La historiografía del siglo xix siempre dijo que Chile había logrado construir muy tarde su identidad nacional, y que fue solo con las dos enormes empresas bélicas de ese siglo cuando la noción de patria aguerrida, sufrida y victoriosa, se impuso a la conciencia más o menos fugitiva y acuosa que había dominado durante siglos a todas las sociedades hispanoamericanas como hijas de una misma Madre Patria. Habría sido solo con Yungay, con la heroica campaña de Tarapacá, con la conquista del Morro, que los chilenos habríamos adquirido conciencia plena de nuestro ser. Sin embargo, el concepto de identidad nacional no es estático. Tal como las personas escriben todos los días su propia biografía e identidad, también los países van incorporando a su prontuario nuevas deiniciones que los expresan y representan. Hace solo algunas décadas Chile se jactaba de su homogeneidad racial y buena parte de la población intentaba asimilarse a la mayoría ocultando sus ancestros indígenas. Hoy somos bastante más relajados en relación con estos temas. Sabemos que racialmente somos producto del mestizaje, que nuestra pretendida homogeneidad étnica nunca fue tal y en la actualidad son miles los chilenos que reivindican con orgullo su singularidad asociada a pueblos originarios. No es que estemos cambiando de identidad. Pero somos bastante más complejos de lo que hasta no hace mucho creíamos. Con la anexión del Chile precolombino a nuestra conciencia de país moderno y al mismo tiempo antiguo, con las conjeturas de lo que fuimos y con las verdades lo que somos, debiera ocurrir un proceso similar. Es mucho el tiempo que nos precede. Son miles de años y de una extraña manera ahí también estamos nosotros. Ya es hora de ir tomando más en serio ese pasado. Conozcámoslo. Y reconozcámonos. 19 20 21 22 I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer E n los más de mil kilómetros que separan a Arica del valle de Copiapó, el altiplano, el desierto y la costa del Norte Grande de Chile reúnen ambientes tan extremos y contrastados, como si estuvieran juntos los Himalayas, el desierto del Sahara y el mar de Bering. Es el desierto, sin embargo, su rasgo geográico más sobresaliente. Ningún otro lugar en el mundo es tan seco y desolado. Las lluvias son casi inexistentes y sus pocos ríos son simples riachuelos que apenas llegan al océano, cuando no desaparecen antes, evaporados en la atmósfera o tragados por este enorme territorio de rocas, arenas y sal. No obstante, la investigación arqueológica demuestra que la vida humana loreció allí desde hace casi trece mil años. Jamás la aridez fue un obstáculo insalvable para la gente que asentó en este territorio. Tampoco lo fue el que los recursos para la subsistencia estuvieran tan dispersos, y, a la vez, concentrados en tan pocos lugares. La clave para superar estas limitaciones fue la gran movilidad de los grupos para acceder a esos recursos y una intensa interacción social y económica entre las diversas comunidades que habitaron este territorio. 23 La boleadora fue una de las armas arrojadizas más efectivas para cazar camélidos salvajes (ilustración: J. Pérez de Arce). Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 24 En un comienzo, los habitantes de la costa se limitaban a recoger mariscos en las playas y roqueríos, y a capturar peces de orilla. Más adelante incorporarían el anzuelo y el sedal para alcanzar peces de profundidad (dibujos: A. Olave). LOS PRIMEROS NORTINOS A ines del Pleistoceno, el Norte Grande era algo diferente a lo que es hoy en día. El nivel del mar estaba muy por debajo del actual, por lo que la costa era muy distinta a la que conocemos. Las temperaturas eran más bajas y las lluvias en la cordillera eran mucho más frecuentes. Algunos salares eran entonces lagos rodeados de estepas, donde merodeaban manadas de caballos salvajes, megaterios y paleolamas. Es posible que algunos grupos humanos adaptados a este clima hayan vivido de la caza de esos grandes herbívoros hoy extinguidos, pero los restos de esos cazadores primordiales, conocidos en otras partes de Chile y América como Paleoindios, no han sido aún localizados aquí por los arqueólogos. Desde entonces y a través de gran parte del Holoceno, que es la edad geológica que sigue al Pleistoceno, se fue imponiendo gradualmente en el territorio nortino un clima más cálido y más árido. El largo período de ocupación humana que comenzó en esta época se conoce como Arcaico y se caracteriza por una economía de simple apropiación de los recursos de subsistencia, ya sea por medio de la caza, la pesca, la recolección o una combinación de estas actividades. En el altiplano de las regiones de Arica y Parinacota y de Tarapacá, las comunidades cordilleranas del Arcaico Temprano basaron su subsistencia en la caza de vicuñas, ciervos cordilleranos como la taruka (huemul nortino), y diversas especies de roedores y aves. Entre diez mil y ocho mil años atrás, pequeños grupos de cazadores-recolectores habitaban cuevas y abrigos rocosos, dispersos en la alta puna y en las quebradas adyacentes. Basuras dejadas por estos antiguos nortinos han sido encontradas en los sedimentos más profundos de abrigos rocosos localizados en las tierras altas de Arica, tales como Tojo-Tojones, Las Cuevas, Puxuma, Hakenasa y Patapatane. Esta gente no necesitaba alejarse mucho de sus campamentos para conseguir los recursos que hacían posible su subsistencia. Les bastaba subir a la alta puna en verano y descender a las quebradas vecinas en invierno. Por mucho tiempo, estos cazadores-recolectores hicieron esporádicas incursiones a la costa, pero solo comenzaron un persistente proceso de adaptación al litoral del Pacíico hacia el 6000 a.C. Se piensa que estos desplazamientos fueron estimulados por la variación del clima altiplánico hacia condiciones más cálidas y secas que las prevalecientes hasta ese entonces, que habría producido una disminución de los recursos en las tierras altas. La fase más temprana de esta etapa cultural, sin embargo, no ha sido aún registrada en el litoral del Pacíico, tal vez porque sus sitios arqueológicos se encuentran hoy bajo el mar. Varios asentamientos humanos de este período han sido descubiertos en algunos pisos ecológicos intermedios entre la puna y la costa. En Tiliviche, un pequeño oasis situado a unos 40 kilómetros al interior de Pisagua, grupos de cazadoresrecolectores habitaron el lugar entre los años 8000 y 4000 a. C. En los alrededores recolectaban raíces de totora y vainas de tamarugos y algarrobo, procesándolas mediante artefactos de molienda. Las basuras de Tiliviche contienen corontas y granos de maíz, indicando una temprana disponibilidad de esta planta, posiblemente domesticada en otra parte. Entre los desperdicios, los arqueólogos descubrieron también productos traídos del litoral, de modo que esos cazadores-recolectores perfectamente pueden haber sido oriundos de la costa. Inicialmente, la explotación del mar se limitaba únicamente a la recolección de mariscos en los roqueríos y a la captura de peces que se internaban en las pozas dejadas por la baja marea. Hacia el 4000 a. C., sin embargo, los grupos asentados en la costa habían desarrollado técnicas para capturar peces desde las profundidades. Utilizaban para ello ingeniosos anzuelos hechos de conchas de choro, provistos de pesas de piedra. Usaban también redes, chopes (instrumentos para desconchar moluscos) y una serie de objetos elaborados con ibras vegetales. A este período pertenecen sitios como Quiani, un basural localizado en una playa al sur de Arica y Camarones-14, un sitio habitacional y cementerio emplazados sobre una de las terrazas de la desembocadura del valle de Camarones. En los alrededores de este último sitio y a lo largo de varios milenios, diversas familias de pescadores cazaron lobos marinos, atraparon peces y recolectaron mariscos. Precisamente en este lugar los arqueólogos descubrieron las evidencias más antiguas de momiicación artiicial encontradas I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer 25 Estos dos personajes de Quiani, en Arica, llevan los atuendos característicos de ines de la época de Chinchorro (ilustración: J. Pérez de Arce). hasta ahora en el mundo. Esta vieja costumbre funeraria y la cultura que la practicaba se conocen como Chinchorro, ya que fue descubierta por primera vez en la playa ariqueña de ese nombre. Un posible antecedente es Acha, un sitio de más de ocho mil años de antigüedad localizado en el valle de Azapa, que aunque no presenta este tipo de momiicación, es considerado como los inicios de la tradición Chinchorro. A partir del 3500 a. C., esta soisticada práctica funeraria se extendía por el litoral del Pacíico desde Ilo, en Perú, hasta Iquique. El procedimiento de momiicación consistía en la extracción de los músculos y las vísceras del cadáver, que eran sustituidos por vegetales, plumas, trozos de cuero, vellones de lana y otros materiales. Luego, el cuerpo era cubierto con una capa de arcilla. Con pelo humano confeccionaban una peluca que colocaban en la cabeza del difunto. Esta práctica alcanzó sus versiones más complejas hacia el 3000 a. C. y comenzó a simpliicarse hacia el 2000 a. C., conservándose en su etapa terminal tan solo el uso de mascarillas de barro. De este último período perduran anzuelos hechos con espinas de cactus, arpones, cestería, mantas de lana y cuero de guanaco, entre otros objetos. Durante varios milenios la gente de Chinchorro había gozado de un ambiente marino particularmente rico, estable y predecible, pero hacia el 1000 a. C., cambios en esas condiciones condujeron a la desaparición de la distintiva economía marítima especializada que caracterizó a esa cultura. Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 26 A partir de un simple trozo de sílice, los habitantes de la costa tallaban cuchillos de hojas increíblemente delgadas, procedimiento que requería de una gran habilidad para evitar romperlos durante la manufactura (dibujos: A. Olave). Al norte de la ciudad de Antofagasta, en la quebrada de Las Conchas, los arqueólogos descubrieron un gran basural dejado por cazadores-recolectores marinos hace unos diez mil años. Entre los desperdicios, había abundantes conchas de moluscos, así como huesos de peces, lobos de mar, cetáceos, aves, roedores y unos cuantos guanacos. Las basuras incluían instrumentos de piedra para cazar animales y faenarlos, artefactos de molienda y puntas de proyectil hechas en arenisca. Había también unas curiosas piedras discoidales y poligonales, igualmente hechas en areniscas, que son muy parecidas a otras encontradas en Huentelauquén, un sitio del Norte Chico situado junto al río Choapa. La función de estos litos geométricos no ha podido ser clariicada, si bien su forma, el que se encuentren junto a extensos fogones, en cercanía a vertientes y que —al igual que otros instrumentos— hayan sido confeccionados en materiales deleznables, sugiere un propósito más ceremonial que utilitario. En el interior de la Región de Antofagasta, al este y sureste de la actual ciudad de Calama, grupos del período Arcaico Temprano, denominados Tuina, vivieron entre los años 10.000 y 7500 a. C., en cuevas como San Lorenzo, Chulqui y Tuina en las proximidades de aguadas y quebradas, cazando camélidos silvestres con dardos provistos de puntas triangulares. Los cazadores Tuina incursionaban también tanto hacia las orillas de las lagunas de la puna, como hacia los oasis y lugares próximos al salar de Atacama, intentando optimizar el acceso a diferentes recursos. Poco conocida es la siguiente etapa, que se extiende entre los años 7000 y 6000 a. C., y que coincide con una gran aridez en toda la región. Estos cazadores-recolectores ya no ocupaban únicamente las cuevas como lugares de habitación. Construían viviendas semisubterráneas con muros de piedra y planta circular, conformando pequeños campamentos al aire libre. El trabajo que supone construir estos recintos, así como su diseño tendiente a proteger a los moradores de las temperaturas extremas, sugieren cierta estabilidad de estos asentamientos o, al menos, que las viviendas eran reutilizadas periódicamente durante estadías relativamente largas. Uno de estos campamentos estuvo emplazado a unos 27 kilómetros al sur de San Pedro de Atacama, virtualmente en la orilla del salar de Atacama. Se trata de la vega de Tambillo, lugar que ha servido para dar nombre a la gente de esta etapa cultural. En primavera y verano, miembros de las comunidades Tambillo subían hasta la alta cordillera para cazar vicuñas, guanacos y suris (avestruces andinas), así como para proveerse de rocas volcánicas con las que manufacturaban cuchillos, perforadores, puntas de proyectil y otras herramientas. El resto del año, cazaban aves y roedores en las inmediaciones del salar. En morteros de piedra de cavidad cónica molían frutos que recolectaban en las arboledas de los oasis. Otros grupos Tambillo se concentraban al norte del salar, donde aluviones de lodo y piedras habían cerrado la quebrada de Puripica y formado una pequeña laguna. Con recursos concentrados en tan pocos lugares y en un período de extrema aridez, los cazadores aumentaron sus encuentros con los guanacos y las vicuñas que acudían también a esos I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer ambientes privilegiados. Esta coexistencia conduciría a comprender mejor los hábitos de los camélidos salvajes y, a la larga, a la domesticación de algunos ejemplares. El éxito de este nuevo estilo de vida del Arcaico es más claro después del 4000 a. C., cuando se multiplican los campamentos en torno a lagos, arroyos y oasis de pie de puna. Cuando esto ocurría en Antofagasta, los cazadoresrecolectores de la puna ariqueña mantenían diferentes circuitos de movilidad según los cambios de las estaciones del año. Uno de estos grupos se cobijó por un tiempo en la cueva de Patapatane hacia el 3000 a.C. Dejaron allí un fragmento de roca pintada con tres iguras humanas junto a algunos ejemplares de ullucu e isañó, tubérculos de altura que podrían estar documentando una temprana domesticación de estas plantas en algún lugar del altiplano. Entre los años 3000 y 1500 a.C., en pleno período Arcaico Tardío, grupos provenientes de sectores aledaños a la cordillera andina de la Región de Antofagasta empiezan a levantar sus campamentos base en alturas moderadas de las quebradas. Aprovechaban allí las vertientes y zonas húmedas, ricas en forraje, donde pululaban camélidos salvajes. Aprovechaban también los aloramientos rocosos para proveerse de materias primas con las que confeccionaban buriles, perforadores, raspadores y raederas. Para las cacerías con armas arrojadizas manufacturaban diversos tipos de puntas de proyectil, principalmente en forma de hojas de laurel. Confeccionaban también diferentes tipos de cuchillos para faenar a sus presas. En primavera y verano, organizaban grupos que subían a las zonas altas de la cordillera para cazar vicuñas y aprovisionarse de obsidiana. Descendían cuando se iniciaba el frío invierno altiplánico, que hace imposible la vida humana en la inclemente puna atacameña. En el intertanto, otros grupos bajaban a las vegas y lagunas del salar, y a los bosques de algarrobos y chañares de los oasis, que proporcionaban los frutos que integraban su dieta vegetal. Al igual que en la etapa de Tambillo, estos campamentos base eran aglomeraciones de recintos semisubterráneos con muros de piedra y planta circular. Ahora, sin embargo, había aumentado notablemente la cantidad de estos campamentos, los cuales estaban dotados de un mayor número de estructuras residenciales. Tanto en el confín sur como en el norte del salar de Atacama, los grupos Puripica-Tulán comienzan a amansar camélidos y a reunirlos en rebaños para proveerse de carne y lana en forma más segura. Se piensa que estos mismos grupos lograron desarrollar llamas para el transporte de carga. No obstante, su actividad principal continuaba siendo cazar camélidos silvestres y recolectar productos vegetales. A ines del tercer milenio a. C., las comunidades PuripicaTulán ocupaban casi todas las quebradas del interior de Antofagasta, alcanzando por el norte hasta los cursos medio y superior del río Loa, donde se les conoce como Chiu Chiu. Decenas de campamentos de estos cazadores-domesticadores de vida semisedentaria han sido encontrados en el oasis de este nombre. Unos 35 kilómetros al norte del oasis, en el valle del Alto Loa, emplazaban sus campamentos de verano junto a las vegas y a la orilla de pequeñas y efímeras lagunas formadas por represamientos del río producidos por grandes aluviones o erupciones volcánicas. Períodos de sequía, con dramática disminución de aves, pastos y vegetales, habían llevado a estos antiguos antofagastinos a intentar tanto la crianza de camélidos domésticos como el cultivo de algunas plantas comestibles, así como a moverse periódicamente hacia lugares distantes de sus bases residenciales en busca de los recursos que aseguraban su subsistencia. Precisamente, en Caleta Huelén, en la desembocadura del río Loa, los arqueólogos encontraron una aglomeración de casi un centenar de recintos semisubterráneos que son muy similares a los de Tulán, Puripica y Chiu Chiu. En años recientes, se ha incrementado el hallazgo de estos agrupamientos de estructuras habitacionales al borde del mar, en un tramo que abarca desde la península de Mejillones por el norte hasta Taltal por el sur. La presencia de obsidianas y plumas de aves cordilleranas en varios de estos tempranos asentamientos costeros y de conchas de moluscos del Pacíico en el interior, sugieren claramente la existencia de un tráico de bienes entre mar y cordillera, que con el tiempo se convertiría en una de las actividades más características de la región. Durante más de seis milenios, los primeros nortinos mantuvieron estilos de vida basados en el mero aprovechamiento de los recursos naturales. Paulatinamente, fueron adaptándose a las drásticas oscilaciones climáticas que experimentó el Norte Grande durante el Holoceno, sacando ventaja de las oportunidades brindadas por estas condiciones cambiantes. En las postrimerías de este largo proceso, los grupos arcaicos controlaban casi todos los nichos ecológicos apropiados para la vida humana, se hallaban experimentando con la domesticación de animales y plantas, y estaban adoptando un modo de vida cada vez más sedentario. ALDEANOS DEL DESIERTO Al comienzo del segundo milenio antes de nuestra Era, las poblaciones de cazadores-recolectores del Norte Grande habían incorporado a su dieta algunas plantas domesticadas. Aunque la presencia de estos cultivos no había modiicado grandemente su estilo de vida, esta innovación representaba el primer antecedente de un cambio económico que cristalizaría poco más tarde en una sólida producción de alimentos vegetales. El período que comenzaba es conocido por los arqueólogos como Formativo. Cambios producidos en las condiciones del mar, que se relacionan con fenómenos de El Niño cada vez más intensos y frecuentes, produjeron por aquel entonces el abandono de muchos sitios costeros. Básicamente, este fenómeno —que ocurre hasta el día de hoy— consiste en el ingreso de aguas marinas tropicales que provocan un alza en la temperatura del mar y cambios en la salinidad de las aguas. Su impacto se releja en la desaparición o el alejamiento de especies pelágicas (océanicas), la muerte de las aves marinas que viven de ellas, un aumento de especies de aguas cálidas y, en general, condiciones desfavorables para la supervivencia de la fauna marina local, con obvios efectos sobre las comunidades costeras. En el extremo norte, la gente que experimentó con mayor crudeza los cambios por el fenómeno de El Niño, pasó de 27 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 28 Los metates sirvieron para moler granos de maíz, vainas de algarrobo y otros productos vegetales y convertirlos en harina (ilustración: E. Osorio). momiicar artiicialmente a sus muertos en entierros colectivos, a celebrar rituales mortuorios menos complejos en entierros individuales. Se las arreglaron también para disponer de una base de sustento más amplia, que incluía productos hortícolas y de redes de intercambio más extensas. Se cree que fue por entonces que algunos grupos costeros “descubrieron” la productividad de los valles, trasladándose a los cursos medios de los ríos para convertirse en horticultores, aunque está claro que el desplazamiento ocasional de grupos costeros hacia el interior fue una práctica que comenzó con mucha anterioridad, como vimos en el caso de Tiliviche. Restos arqueológicos de algunos de estos primeros chacareros han sido encontrados a partir del 800 a. C. en el valle de Azapa, nombre que ha servido para denominarlos. Vivieron en sencillas habitaciones de totora emplazadas en torno a vertientes, subsistiendo del cultivo de zapallos, calabazas, achiras, ajíes, porotos, quinua y maíz. Recolectaban también vainas de algarrobo y obtenían diversos productos del mar mediante intercambios con los pescadores. La gente de Azapa estaba en posesión de una serie de nuevos adelantos. Elaboraban una cerámica monocroma cuya pasta contiene inclusiones vegetales y conocían los rudimentos de la metalurgia del cobre, dos innovaciones técnicas que, según algunos autores, acusan conexiones culturales con grupos aldeanos más avanzados radicados en el altiplano de Bolivia. Se sabe que estos individuos vestían cobertores púbicos, adornaban sus tobillos y muñecas con cintas de lana de las que colgaban cuentas de hueso y semillas, y cubrían sus cabezas con gruesas madejas de lana, a modo de turbantes, por lo que se les conoce genéricamente como “enturbantados”. En poco tiempo, el acceso a la lana producida por los pastores de las tierras altas llegó a ser un importante signo de prestigio entre los pescadores y los horticultores de tierras bajas. Así también, ofrendar el turbante en el momento del entierro se constituyó en el principal medio para ostentar la riqueza del difunto y su linaje. Mucha “gente de turbante” vivía en los alrededores del Morro de Arica. Eran principalmente pescadores, dueños de una elaborada tecnología para explotar los recursos marinos, incluyendo, quizás, algún tipo de embarcación que les permitía acceder a una fracción más amplia de océano hasta ese momento inexplotada. Al igual que sus vecinos de valle adentro, los del Morro utilizaban cerámica hecha con temperante vegetal, elaboraban canastos ornamentados con diseños geométricos y grababan a fuego las calabazas con diseños de aves y otros motivos. También hilaban lana de llama y confeccionaban textiles, combinando colores como el azul, el rojo y diversas tonalidades de café. Es con estas antiguas poblaciones de enturbantados cuando empieza a popularizarse en el Norte Grande la práctica de inhalar polvos psicoactivos por la nariz. Depositaban estas sustancias en conchas de bivalvos o en tabletas de madera especialmente talladas para ese efecto, inhalándolas mediante tubos hechos con huesos de aves, quizás como una manera de asociar simbólicamente esta práctica con el “vuelo” chamánico. Siempre en el valle de Azapa, alrededor del 500 a. C., un grupo de enturbantados vivió del cultivo de maíz, ají, mandioca, quinua, poroto y camote. Esta gente, denominada Alto Ramírez por los arqueólogos, explotaba los recursos del mar, cazaba La absorción de polvos alucinógenos por la nariz apareció primero en la costa del extremo norte de Chile, pero más tarde se extendió hacia los oasis del interior, aunque siguió siendo una práctica frecuente en el litoral (dibujo: A. Olave). I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer 29 El trueque de collares y otros abalorios entre diferentes pueblos fue común durante la prehistoria, como lo expresa esta escena entre pescadores de la costa de Arica y agricultores de valle adentro (ilustración: J. Pérez de Arce). animales terrestres con dardos arrojados mediante propulsores y cultivaba la tierra en pequeños huertos. Solían enterrar a sus muertos en montículos o túmulos formados por diversas capas de barro y ibras vegetales. Se piensa que las comunidades Alto Ramírez mantuvieron estrechas relaciones con sociedades del altiplano peruano-boliviano. Y en efecto, los diseños de cabezas humanas cortadas y otros motivos que decoran sus inos tejidos multicolores, son muy similares a los representados en la cerámica y las esculturas de piedra de la cultura Pukara, un complejo señorío que tuvo su centro político-religioso en el norte del lago Titicaca, en Bolivia. Otros autores, en cambio, piensan que la inluencia altiplánica no fue tan importante, sosteniendo que los logros de la sociedad Alto Ramírez son parte de un proceso casi enteramente autóctono del norte de Chile. Diversas comunidades de este tipo habitaron la costa y el interior de las regiones de Tarapacá y Antofagasta, dondequiera que hubiese suiciente agua para la vida humana y para el cultivo de plantas comestibles. Múltiples cementerios Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 30 Túlor, en San Pedro de Atacama, fue una de las varias aldeas con muros de barro que lorecieron en el desierto chileno a comienzos de nuestra era (ilustración: J. Pérez de Arce). de enturbantados, que fueron usados hasta bien avanzado el primer milenio de nuestra Era, han sido hallados en la quebrada de Camarones, Pisagua, quebrada de Tarapacá, Guatacondo, Quillagua, Calama, Quítor, desembocadura del río Loa y Cobija, entre varios otros lugares del desierto chileno. En la Región de Antofagasta, el comienzo del período Formativo está marcado por un aumento relativamente fuerte de la humedad y por el desarrollo de un modo de vida mixto, que combina la caza de animales salvajes, la recolección de plantas silvestres, el pastoreo de llamas y el cultivo de diferentes plantas comestibles. Algunas comunidades empiezan a fabricar vasijas de cerámica, a confeccionar tejidos con lana de llama y a elaborar adornos de metal, mientras la vida se torna gradualmente más sedentaria. A partir de este período se cuenta con llamas más corpulentas, especializadas en el transporte de cargas, que pasan a integrar las caravanas que atraviesan el desierto y la puna. Como ninguna de las zonas de la región es capaz de sustentar por sí sola sociedades más complejas, los cambios de una economía exclusivamente cazadora recolectora a otra productora de alimentos se logran ganando a la vez en sedentarización y en movilidad. La aparente contradicción se explica por la necesidad de conciliar una vida estable en los caseríos agrícolas, con el acceso a recursos complementarios localizados en diferentes elevaciones y a mucha distancia entre sí. La explotación de yacimientos de turquesa, así como de malaquita, crisocola y otros minerales de cobre para la manufactura de cuentas de abalorio, joyas colgantes e incrustaciones en madera o hueso, es una actividad iniciada en el período anterior. En el Formativo, sin embargo, estos artículos se integraron dentro de una loreciente economía de intercambio de bienes suntuarios, que imprimió nuevos sentidos al tráico con recuas de llamas. La demanda de estos artículos pequeños y valiosos se originó seguramente en rituales muy arraigados, donde las emergentes distinciones de estatus en la sociedad impregnaban a estos objetos de signiicados vitales para la reproducción social. Se ignora, exactamente, cómo se produce la transición desde las últimas comunidades arcaicas tipo Puripica-Tulán o Chiu Chiu a la siguiente etapa del desarrollo cultural. Sin embargo, hacia el 1200 a. C., y en coincidencia con un período de mayor humedad que se inicia, los arqueólogos han identiicado unos pocos asentamientos de este nuevo período en la quebrada de Tulán y en el pequeño oasis de Tilocalar. Se trata de aglomeraciones de recintos de piedra circundadas I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer por un muro, cubiertas por gruesas capas de basura, desechos originados en la manufactura de instrumentos de piedra, cenizas dejadas por los fogones de cocina y otros desperdicios cuya gran densidad acusa una vida más estable y sedentaria que en la etapa anterior. Pese a que la caza y la recolección siguen siendo importantes, la localización de estos asentamientos —tanto junto a los pastos de las quebradas como en los oasis de pie de puna— indica que la economía de los grupos Tilocalar combinaba la crianza de llamas con el cultivo de maíz, papas, quinua, calabazas y otros productos. En otras palabras, las antiguas comunidades Puripica-Tulán habían conseguido legar sus principales logros a las primeras sociedades formativas. El clímax de este proceso se encuentra en un sitio ceremonial construido por pastores casi al inal del salar de Atacama, en la pequeña quebrada de Tulán y que estuvo en actividad, aproximadamente, entre los años 1100 y 400 a. C. El piso original del sitio estaba a 1,80 metros de profundidad, rodeado por un muro ovalado sostenido por bloques verticales rematados con lajas horizontales. Muchas de las piedras de la construcción están grabadas y pintadas con cabezas de camélidos, camélidos atados y personajes cazando con dardos. Allí se encontraron fosos con ofrendas y los cuerpos de 26 recién nacidos, acompañados por recipientes de piedra grabados con camélidos humanizados, láminas de oro repujado con motivos tales como rostros humanos, serpientes y otros motivos. Los rituales asociados a este sitio incluyen semillas de cebil, sustancia alucinógena traída desde zonas trasandinas, indicando que las plantas visionarias desempeñaban un papel importante en la ideología que había detrás de las ceremonias. Fragmentos de cerámica elaborada con tiras de greda superpuestas (corrugada), así como de cerámica decorada con modelados e incisiones, presentes en Tilocalar, Poconche y otros sitios de ambos lados de la cordillera de los Andes, sugieren que estas comunidades agroganaderas interactuaban con gente de una amplia área, incluyendo comunidades de otros oasis antofagastinos, del altiplano meridional de Bolivia y del Noroeste Argentino. Además de los ya mencionados recipientes de piedra, el equipo material de las comunidades Tilocalar comprendía artefactos de cobre y oro, arcos y lechas, cestería y una sencilla cerámica gris pulida gruesa, que parece ser el antecedente más directo de la bella cerámica gris y negra bruñida que lorecerá en la región en las etapas siguientes. La etapa equivalente a Tilocalar ha sido reconocida en el río Loa hacia el 1000 a. C. Se trata de una extensa aldea con recintos semisubterráneos localizada en el oasis de Chiu Chiu. Los huesos de camélidos silvestres encontrados en sus basuras muestran que la caza de guanacos continuaba siendo una actividad importante, pero hay también huesos de dos diferentes tipos de camélidos domésticos: una llama pequeña, posiblemente proveedora de carne para el consumo y de lana para confeccionar textiles, y otra más robusta, probablemente empleada como bestia de carga para el tráico de caravanas. Entre los hallazgos de esta aldea destacan modestas artesanías tales como canastos y vasijas corrugadas, incisas y modeladas. A pesar de que las comunidades Tilocalar tenían sus asentamientos principales en los oasis de pie de puna, en el verano algunos grupos acostumbraban subir con sus rebaños a las quebradas y a la alta cordillera, para aprovechar así los nutritivos pastos que brotan con las lluvias estivales. Solían frecuentar las lagunas de altura, como Meniques y Miscanti, tal como lo habían hecho sus predecesores del período Arcaico. En estas incursiones, obtenían productos propios de esos ambientes altos, como obsidiana para manufacturar armas y herramientas, huevos y plumas de parinas (lamencos andinos), así como lana de vicuña, y pelo de vizcacha y chinchilla para confeccionar prendas de vestir, bolsas y otras piezas textiles. Mientras la cantidad de habitantes fue pequeña en la región, cada oasis, por diminuto que fuese, se prestó bien para que los pastores-chacareros de las quebradas cultivaran allí sus huertos y complementaran su menú de proteínas animales con los indispensables carbohidratos proporcionados por los productos vegetales. A la larga, empero, fueron los oasis más grandes y con mayor provisión de agua, como San Pedro de Atacama, Chiu Chiu y Toconao, los que presentaron mayores posibilidades para la agricultura de más amplia escala, para el crecimiento de la población y para el asentamiento estable en aldeas de mayor envergadura. Fue precisamente en esos oasis donde loreció la cultura San Pedro. La primera fase de esta cultura se conoce como Toconao (300 a. C. y 100 d. C.), porque es en ese oasis donde se encontraron por primera vez las ofrendas funerarias que la caracterizan. Destacan sus grandes vasijas rojo y negro pulidas, que incluyen vasos, botellas y grandes urnas decoradas con aplicaciones al pastillaje y rostros antropomorfos modelados. Notan los arqueólogos que la cerámica de esta fase tiene características muy heterogéneas, sin que pueda reconocerse un estilo propiamente local. En su mayoría, se trataría de piezas foráneas de diversa procedencia, probablemente obtenidas mediante intercambios por los individuos que manejaban estas transacciones con otros grupos y con el suyo propio. Es en el ayllu o parcialidad de Túlor donde se pueden conocer mejor los detalles de la vida diaria de la gente de esta fase del desarrollo atacameño. Túlor es una densa aldea de recintos de planta circular y muros de barro de forma abovedada, conectados por una ininidad de patios y pasadizos, situada casi al borde del salar de Atacama. A comienzos de la siguiente fase Séquitor (100-400 d. C.) había ya varias aldeas parecidas a la de Túlor en Coyo, Beter y otros ayllus de San Pedro de Atacama. Esta gente confeccionaba inas botellas decoradas en el cuello con rostros antropomorfos de estilo naturalista, escudillas, vasos y otras vasijas de paredes altas y delgadas, todas de color gris o rojo y con la supericie pulida. La mayor homogeneidad estilística de esta alfarería sugiere que la identidad étnica de estas comunidades se hallaba ahora más deinida. Los individuos de mayor estatus social acostumbraban fumar en grandes pipas de cerámica. Otros portaban uno o dos adornos de piedra insertados entre el labio inferior y el mentón (tembetás), así como collares de turquesa y otros abalorios. Unos pocos de ellos empezaban a aspirar polvos alucinógenos por la nariz, para lo cual empleaban tubos inhaladores, tabletas y otros instrumentos tallados en hueso o madera. Pronto la popularidad de los tubos y tabletas dejaría obsoleto el uso de pipas. 31 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 32 Las poblaciones Séquitor vivían del cultivo en pequeña escala del maíz, poroto, ají, zapallo y calabazas. En desconocimiento aún de técnicas de riego más complejas, continuaban privilegiando lugares cercanos al salar para emplazar sus aldeas, como ocurre en Túlor. Allí, el agua de los ríos y las quebradas podía inundar sus huertas, antes de evaporarse o desaparecer en el subsuelo. Palas y azadas, bellas cuentas de turquesa y malaquita, inas puntas de lechas triangulares con aletas y pedúnculos y otros instrumentos de piedra, así como fragmentos de cerámica gris pulida de Séquitor, han sido encontrados también en abrigos rocosos y campamentos al aire libre en la zona del río Loa. Estos pequeños asentamientos, localizados en lugares de mayor elevación que los oasis de pie de puna, indican que ahora la horticultura, la caza y el pastoreo en las quebradas intermedias desempeñaban un rol suplementario en la subsistencia de agricultores que ya estaban irmemente asentados en las aldeas de los principales oasis. En general, la presencia en los sitios habitacionales y cementerios de estilos cerámicos propios del Noroeste Argentino, como Condorhuasi, Vaquerías y Ciénaga, así como las pipas de cerámica, es una buena muestra de la amplitud de las conexiones culturales de las poblaciones Séquitor. El tráico con recuas de llamas es intenso en esta época. Restos de estos caravaneros se han encontrado en Calama asociados a grandes bolsas de cuero y canastas repletas con plumas de aves tropicales, conchas de moluscos marinos, quinua y papas del altiplano, así como productos agrícolas de los oasis atacameños. Uno de los poblados más importantes de esta etapa del desarrollo cultural del Norte Grande es Caserones, situado en la quebrada de Tarapacá. Consiste en numerosos recintos de planta rectangular, circundados por un muro defensivo. Caserones puede haber albergado hasta quinientas personas, lo que es mucho para los estándares demográicos de la época. En las cercanías, sus habitantes cultivaban maíz y quinua, recolectaban vainas de algarrobos y tamarugos, mantenían rebaños de llamas y cazaban animales silvestres. Desde esta Desde comienzos del primer milenio a. C., los llameros y sus recuas de llamas pasaron a ser un componente infaltable del paisaje del Norte Grande. En esta escena, la recua transita junto a los geoglifos de Cerro Sagrado, en el valle de Azapa (ilustración: J. Pérez de Arce). Trazado de un geoglifo en la quebrada de Guatacondo (ilustración: J. Pérez de Arce). I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer aldea, partían caravanas en expediciones de intercambio con San Pedro de Atacama, los valles de Arica, el altiplano boliviano y diversos puntos del desierto y la costa. Algo más al sur, en la quebrada de Guatacondo, los arqueólogos encontraron una extensa aldea de recintos de planta circular y muros de piedra y barro, dispuestos en torno a un patio central. Se trata de otra importante población de enturbantados, en este caso dedicada a la agricultura, pero situada casi en los márgenes mismos del desierto. Los recintos poseen bodegas cavadas en el piso de las viviendas, donde sus moradores guardaban productos como maíz, porotos y vainas de algarrobo para los meses de escasez. LAS RELACIONES CON EL LAGO SAGRADO Promediando el siglo vi de nuestra Era, la vida en aldea, la agricultura y el pastoreo habían alcanzado un importante grado de estabilidad en el Norte Grande. Hacía mucho que sus habitantes habían consolidado redes de intercambio articuladas por diferentes circuitos de caravanas que trasladaban bienes entre asentamientos de una vasta área de los Andes CentroSur, que comprendía los valles del sur del Perú, el altiplano de Bolivia, el Noroeste Argentino y la cuenca del lago Titicaca. En el funcionamiento de esta red, desempeñaban un rol crucial los intercambios a nivel de jefes conforme a mecanismos de reciprocidad. Los contactos y los traspasos de artículos a larga distancia se efectuaban a través de un encadenamiento de interacciones entre líderes de comunidades que habitaban los espacios intermedios. Existía así un dinámico sistema solidario de interacción social e intercambio económico, que proporcionaba diversos grados de prosperidad en casi todos los rincones del Norte Grande. Este es el momento en que empiezan a hacerse sentir las inluencias de la cultura de Tiwanaku. Entre 200 y 300 d. C., el eje del prestigio y el poder político-religioso en el altiplano de Perú y Bolivia se había trasladado desde el viejo señorío de Pukara, en el norte de la cuenca del Titicaca, a Tiwanaku, en la orilla sur de este enorme mar de agua dulce. La emergencia allí de este Estado, representa el más alto nivel de desarrollo social, económico y político alcanzado por una sociedad prehispánica en los Andes al sur del Cusco. Durante la segunda mitad del primer milenio de nuestra Era, la capital de Tiwanaku y sus varios asentamientos urbanos se convirtieron en el centro neurálgico de una de las sociedades más gravitantes en la compleja historia cultural de los Andes. La monumentalidad de sus pirámides, templos, palacios y esculturas de piedra tiene pocos parangones en el mundo andino. Sus tejidos, cestos, cerámicas, objetos de oro y plata, y una gran cantidad de otras inas artesanías, están entre los más eximios objetos de arte producidos por las antiguas culturas de América. Tiwanaku ejerció una importante inluencia cultural en el Norte Grande de Chile, pero esta inluencia fue diferente según las regiones. En Azapa, se manifestó a través de las comunidades conocidas como Cabuza. Estos agricultores de raigambre altiplánica trajeron nuevos instrumentos de labranza y técnicas de irrigación más complejas, que les sirvieron para Los gorros de cuatro puntas, las túnicas y las vasijas a los pies de los personajes caracterizan la época de inluencias de Tiwanaku en el valle de Azapa, Arica (ilustración: J. Pérez de Arce). cultivar maíz, camote, fréjol, quinua, zapallo, jícama, calabaza, coca y otros productos que complementaban los recursos propios del altiplano. Se piensa que la producción de las tierras bajas era llevada a los asentamientos de la cuenca del Titicaca vía caravanas de llamas. En el valle, los Cabuza habitaban sencillas viviendas de planta rectangular, cimientos de piedra y muros de caña y totora amarradas con sogas, que estaban emplazadas junto a los campos de cultivo. Enterraban a sus muertos en posición fetal o en cuclillas, envueltos en elaboradas túnicas de lana (unkus) liadas con cuerdas de totora, y acompañados de ofrendas mortuorias. Los difuntos portan gorros semiesféricos o de cuatro puntas, este último típico de Tiwanaku. Entre sus enseres destacan cucharas ceremoniales, vasos (keros) para beber chicha, diversas formas de tazones, escudillas y jarros de variados tamaños. Generalmente, la vajilla de esta gente presenta la supericie pintada de rojo y decorada con diseños en negro de espirales, líneas onduladas y triángulos formando columnas o motivos escalonados. Según algunos arqueólogos, la administración de estas colonias estaba a cargo de unos pocos funcionarios de Tiwanaku. Las tumbas de esta elite contienen básicamente la misma clase de objetos que el resto de la población, pero estos son notoriamente más inos y de mayor calidad. El estudio de los cuerpos de estos individuos revela que gozaron de mejores condiciones de vida que el resto de los habitantes del valle. Durante un tiempo, los Cabuza coexistieron con las últimas comunidades Alto Ramírez. Mantuvieron también relaciones 33 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 34 El oasis de San Pedro de Atacama fue una importante plaza de intercambio de productos provenientes de una amplia área de los Andes Centro Sur. Esta escena, con el volcán Licancabur al fondo, es de la época de inluencias de Tiwanaku (ilustración: J. Pérez de Arce). de intercambio con los pescadores de la costa, de quienes obtenían algas, pescados, mariscos y guano que transportaban al altiplano. A partir del siglo viii, compartieron pacíicamente el valle con los agricultores Maytas-Chiribaya. Los restos arqueológicos de estos últimos se distribuyen por la costa desde Ilo, en Perú, hasta los valles ariqueños, principalmente. Dentro del acervo cultural de estos agricultores destacan inos textiles, cucharas ceremoniales y keros tallados en madera. Aunque en esta época hay varios estilos de cerámica, el más característico es el estilo Maytas, que incluye jarros y vasos que combinan iguras triangulares escalonadas dispuestas en hileras verticales, pintadas en blanco y negro sobre fondo rojo. La forma de las vasijas y los textiles es, en general, parecida a los de Cabuza. No es clara, sin embargo, la relación de estos agricultores costeros con Tiwanaku. Puede tratarse de comunidades completamente autónomas, pero también es posible que hayan estado sujetas en un comienzo a Tiwanaku y que se hayan emancipado más tarde de su control. De hecho, algunos de estos individuos usaron el típico gorro de cuatro puntas, tocado que parece haber operado como emblema de ailiación tiwanakota. Las relaciones de Tiwanaku con San Pedro de Atacama, en cambio, fueron de una naturaleza muy distinta. Ciertos individuos que manejaban los hilos del intercambio en la inmensa red que se había ido formando en la región, habían acumulado prestigio y poder dentro de la sociedad local, entre otras cosas a través del acceso a bienes importados. Al parecer, los bienes más codiciados provenían de Aguada, en el Noroeste Argentino y, sobre todo, de Tiwanaku. Es el caso de vasos, hachas, diademas, placas y otros objetos de oro encontrados en algunos cementerios, así como inísimos unkus, cerámicas, canastos, hachas de bronce, vaso-retratos y otros artefactos tallados en hueso o madera, muchos de ellos elaborados en la capital del Estado altiplánico o en alguno de sus centros regionales. El consumo nasal de sustancias psicoactivas, que desde la fase Séquitor había venido arraigando entre los varones de más alto estatus de la sociedad atacameña, sirvió también para reforzar estas relaciones, ya que muchos de los implementos para el uso de estas sustancias estaban decorados con las imágenes más sagradas del arte y la ideología religiosa de Tiwanaku. El tipo más frecuente de equipo inhalatorio es una bolsa de lana que contiene una tableta de madera, un tubo de hueso o madera, una pequeña cuchara o espátula y una o dos bolsas de cuero para guardar los polvos psicotrópicos. El principal componente de estos polvos provenía de las I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer 35 La igura representa a un individuo absorbiendo polvos alucinógenos por la nariz. La piel de jaguar alude a la transformación que experimentan los sujetos cuando consumen estas sustancias y emprenden un “vuelo” chamánico (ilustración: E. Osorio). semillas del cebil, un árbol que crece desde aproximadamente Cochabamba (Bolivia) por el norte hasta Catamarca (Argentina) por el sur. Dada la gran incidencia de instrumentos inhalatorios en el oasis de San Pedro de Atacama, se cree que el tráico de estas semillas desde zonas trasandinas fue de considerable importancia durante esta época, al parecer con cargas de retorno de minerales de cobre, turquesa y otras piedras semipreciosas. Esta etapa de la cultura San Pedro, denominada Quítor, ocurre entre 400 y 700 d. C. y junto con la siguiente fase Coyo (700-950 d. C.) representan el lapso de más intensa vinculación con Tiwanaku y de mayor auge en toda la prehistoria atacameña. De hecho, se han encontrado objetos propios de este oasis en lugares tan distantes como la quebrada de Tarapacá en el norte, Salta en el Noroeste Argentino, Chiu Chiu, Conchi y el litoral del Pacíico, así como una probable colonia en Calahoyo, un lugar de la puna distante unos 300 kilómetros de San Pedro de Atacama. Durante la fase Quítor, la alfarería atacameña alcanzó su más alta expresión técnica y estética. Se trata de una cerámica negra con la supericie cuidadosamente bruñida, que incluye botellas con rostros antropomorfos estilizados en el cuello, vasos, cuencos, escudillas grabadas y una diversidad de otras formas de vasijas. Hacia el siglo viii, precisamente cuando las relaciones entre San Pedro y el Estado de Tiwanaku alcanzaron su máxima intensidad, esta tradición alfarera nativa comenzó a perder calidad, siendo reemplazada por una alfarería de factura más descuidada denominada “casi pulida”. Es la fase Coyo del desarrollo atacameño, que se extiende entre 700 y 950 d. C. Muchas de las mejores piezas de Tiwanaku arribaron al oasis justamente en este tiempo, aunque muy pocas llegaron a las comunidades del resto de la región. LA ÉPOCA DE LOS PUKARAS A partir del cambio de milenio y la caída de Tiwanaku, sobrevienen en los Andes cuatro siglos de extrema aridez, grandes movimientos de población y conlictos entre comunidades de diversos orígenes étnicos. Surgen en el altiplano peruano-boliviano numerosos reinos y señoríos independientes, en permanente lucha unos con otros. Acosados por las sequías —que alcanzan su clímax entre 1245 y 1310 d. C.— y siempre necesitados de productos no disponibles en el altiplano, estos reinos y señoríos ejercen Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 36 La guerra fue común en el desierto chileno durante la etapa tardía de su desarrollo cultural. La escena recrea una batalla en la que guerreros de San Pedro de Atacama deienden su posición desde el pukara de Quítor (ilustración: J. Pérez de Arce). presión sobre los espacios productivos del Norte Grande, implantando colonias en los diferentes pisos ecológicos escalonados entre el altiplano y el litoral del Pacíico. De preferencia, estas poblaciones ocupan las cabeceras de valles y quebradas del Norte Grande, controlando el suministro de agua para los regadíos. Por estas razones, las relaciones de los pueblos del altiplano con los del desierto alcanzan durante este período un alto nivel de hostilidad. La veintena de pukaras o fortalezas que se construyen al pie del altiplano, entre Arica y San Pedro de Atacama, así como el incremento de cascos, corazas, mazos y otros objetos de combate, son iel relejo de los conlictos que marcaron esta época post-Tiwanaku. Sobre la base del previo desarrollo Maytas-Chiribaya, emergió en los valles costeros y serranías del sur del Perú y del extremo norte de Chile la cultura Arica, una agrupación de comunidades agrícolas y pescadoras cuyas manifestaciones culturales se extienden desde Mollendo en Perú hasta el valle de Azapa en Chile. Su primera fase es San Miguel, que se reconoce por una alfarería de grandes cántaros globulares y jarras cilíndricas, decorados con iguras similares al estilo Maytas, así como diseños escalonados y medallones con iguras humanas y pájaros estilizados en rojo y negro sobre fondo blanco. Los textiles alcanzan en esta época una gran calidad técnica, incorporando diseños mucho más complejos que en el período anterior, aunque las formas textiles son básicamente las mismas. Por otra parte, mientras los keros de esta época son muy similares a los de Maytas-Chiribaya, las cucharas de madera cambian a formas más funcionales. La siguiente fase de la cultura Arica es Gentilar, cuya cerámica presenta más de cuarenta formas distintas, destacando las jarras globulares. Se decoran con iguras aserradas, escalonadas, cruces, círculos y medallones que contienen iguras humanas, monos y felinos, en blanco y negro sobre fondo rojo, a veces con la supericie de la vasija inamente bruñida. El resto de las artesanías no varía mucho con relación a San Miguel. Las viviendas de estas poblaciones son de planta circular con un patio exterior, construidas con muros de piedra y caña en la costa, y de piedra, madera y paja en la sierra. Algunas aldeas, principalmente en la sierra, presentan más de un millar de recintos e incluyen estrechas vías de circulación interna, bodegas, corrales para el ganado y, en ocasiones, muros defensivos. En San Pedro de Atacama, en tanto, ya no hay la variedad de objetos del período anterior. Las tumbas son tan pobres, que muchas veces no incluyen ni una sola vasija y, en ocasiones, carecen del más mínimo ajuar funerario. Los equipos para inhalar alucinógenos tienden rápidamente a desaparecer del oasis, al tiempo que aparecen en gran número en Calama, I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer 37 En el extremo norte de Chile, la industria textil alcanzó una de sus máximas expresiones, como lo muestra la indumentaria de estos dos personajes de la cultura Arica (ilustración: J. Pérez de Arce). Chiu Chiu, Lasana, Toconce y Caspana en la cuenca del río Loa, así como en la quebrada de Humahuaca, la puna de Jujuy y el valle Calchaquí en el Noroeste Argentino, todos lugares donde habían estado ausentes hasta ese momento. Es posible que la aparición de “gente de tabletas” en este enjambre de nuevos centros poblados, esté relejando la pérdida del liderazgo regional que ejerció San Pedro a lo largo de todo el período anterior. Los asentamientos adquieren gran envergadura, seña elocuente de que la población había crecido en forma considerable. En el oasis de San Pedro de Atacama deben haber proliferado asentamientos del tipo encontrado en el ayllu de Sólor, formado por grandes recintos habitacionales con muros de barro, planta rectangular y con enormes tinajas para el agua o la chicha dispuestas en un rincón de la habitación. Los moradores enterraban a sus muertos en el interior de los cuartos dentro de grandes vasijas de greda. Fieles a su tradición, los alfareros de la sociedad de San Pedro continúan manufacturando cerámicas de un solo color, pero ahora las revestían de un grueso engobe rojo y les daban formas más complejas. Una de las cerámicas más típicas de esta época es una escudilla alisada por fuera y pulida por dentro. Durante la fase Yaye (950-1200 d. C.), estas escudillas son negras en el interior y durante la siguiente fase Sólor (1200-1400 d. C.), Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 38 I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer cambian a café o gris. Escudillas como estas, así como grandes ollas y cántaros de supericie alisada, se hallan presentes en casi todo el desierto, desde Pica por el norte hasta Taltal por el sur, pasando por las cuencas del río Loa y del salar de Atacama, marcando muy precisamente los alcances de la esfera de interacción de la más tardía fase del desarrollo cultural atacameño en su etapa preinkaica. Incidentalmente, se sabe que los atacameños de esta época disputaron con los indios de Pica y Tarapacá el control de los algarrobales y las tierras de cultivo de Quillagua, un oasis que fue clave para el dominio del desierto central y donde debe haber estado una de las fronteras entre atacameños y tarapaqueños. Una distribución parecida a las escudillas recién referidas tienen los ganchos de madera para sujetar la carga transportada por las llamas, los cencerros de madera y las calabazas decoradas con diseños grabados a fuego. Los dos primeros artefactos son un buen indicio del intenso tráico de recuas de llamas que caracterizó a esta época. De acuerdo a lo que muestran los ajuares funerarios, hubo intercambios de productos con los indios de Tarapacá, Pica, Potosí, Sud Lípez y Copiapó. Además, las caravanas atacameñas descendían a la costa con los productos de sus oasis y quebradas, regresando a Calama, Chiu Chiu y San Pedro de Atacama con pescados y mariscos secos que obtenían de los pescadores changos del litoral. Lo propio hacían las caravanas de la gente de los oasis tarapaqueños. La escasez de objetos del Noroeste Argentino en las tumbas atacameñas, sugiere que las relaciones entre ambas áreas se habían reducido a un mínimo. Estilos alfareros de gran notoriedad en zonas trasandinas, como Santa María y Belén, están completamente ausentes en el salar de Atacama y el río Loa. No obstante, se encuentran con cierta regularidad en la región vasijas de estilo Yavi, manufacturadas por indios chichas de la quebrada de Humahuaca, con los cuales los atacameños mantuvieron una relación privilegiada hasta el momento de la llegada de los españoles. Una penetración de indios lípez, procedentes del altiplano sur de Bolivia, es evidente en el curso superior del río Salado, donde se mezclan con indios atacameños. Esta fase cultural es conocida como Toconce y se caracteriza por sitios habitacionales con densos conjuntos de cerámica local, entierros en abrigos rocosos, torreones altiplánicos de función ceremonial (chullpas) y selectos tiestos típicos de la región boliviana de Sud Lípez. En algún momento postrero del período Intermedio Tardío las comunidades de Toconce pasan a compartir con la gente local la aldea de Turi, que en el siguiente período será controlada por los inkas. BAJO EL IMPERIO DEL SOL La expansión de los inkas, en el siglo xv, empezó con la conquista militar de territorios y grupos étnicos circundantes al Cusco. Continuó con la anexión de amplias áreas a ambos lados de los Andes peruanos y, en poco más de un siglo, En oasis como Pica o la quebrada de Tarapacá, era frecuente el encuentro de personas de diferente origen y procedencia. Los tocados eran uno de los principales distintivos étnicos (ilustración: J. Pérez de Arce). 39 A ines del período prehispánico, el tráico de caravanas alcanzó su máxima intensidad. Las expediciones de intercambio de los llameros vinculaban asentamientos del desierto, el altiplano, las selvas orientales y el litoral del Pacíico (ilustración: J. Pérez de Arce). culminó con la conquista de un inmenso territorio que comprendía desde el sur de Colombia hasta Chile central. Con más de cinco mil kilómetros de longitud y una población calculada en unos diez millones de habitantes, el Tawantinsuyu fue el imperio prehispánico más extenso del continente. Su bien organizado aparato estatal movilizaba tropas, sacerdotes, funcionarios, personal de servicio y, muchas veces, comunidades enteras (mitimaes), a través de enormes distancias. En sus expediciones de conquista, el Inka ofrecía a los jefes indígenas locales (kurakas) someterse pacíicamente o por las armas. Si aceptaban, los colmaba de regalos, si no, los amenazaba con el arrasamiento total. Una vez producida la anexión, instauraba el culto solar y un régimen de gobierno basado en alianzas con los líderes nativos y en la redistribución de bienes y servicios. La riqueza obtenida era para el Estado, la religión y los gobernantes, estos últimos considerados hijos del Sol. En su cúspide, el Imperio Inka abarcaba cuatro grandes divisiones territoriales: Antisuyu, Condesuyu, Chinchaysuyu y Collasuyu. Por eso se le conocía como Tawantinsuyu o Imperio de las Cuatro Regiones. Chile, al igual que el sur del Perú, Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 40 Los inkas construyeron uno de los más vastos imperios de la antigüedad. Se piensa que correspondió al décimo emperador, Topa Inka Yupanqui, extender el dominio cusqueño hacia el Norte Grande, el Norte Chico y Chile central (ilustración: E. Osorio). El quipucamayoc era el funcionario inkaico a cargo de llevar las cuentas del Estado en las provincias del Tawantinsuyu. Varios de estos instrumentos de nudos y cuerdas (quipus) han sido encontrados en cementerios del valle de Lluta, Arica (ilustración: J. Pérez de Arce). Bolivia y Argentina, quedó comprendido en el Collasuyu, que correspondía a las provincias del sur del imperio. La mita era un sistema en que los individuos eran obligados a ofrecer por turno su trabajo al Estado Inka por algunas semanas o meses, regresando después a sus tareas habituales hasta ser requeridos para un nuevo turno. El Estado asumía la responsabilidad de aprovisionar a los mitayos de materias primas y herramientas, y, siguiendo la ancestral etiqueta de la reciprocidad andina, de proporcionarles alimentos y bebidas. La hospitalidad estatal a estos trabajadores rotativos era, así, un componente clave en las relaciones entre gobernantes y gobernados. Mediante este sistema, en el Norte Grande los inkas lograron intensiicar la extracción de los recursos del mar, la minería, la ganadería de camélidos y la industria artesanal, ampliar las áreas de cultivo e introducir nuevas técnicas para mejorar la productividad agrícola. En ocasiones, erradicaron a las poblaciones locales hacia otras partes, reemplazándolas con poblaciones traídas desde otras regiones (mitimaes). Y lo que es más notable: construyeron el Qhapaq Ñan, una extensa red de caminos, dotada de postas o tambos, tambillos y centros administrativos, que cruzaba el territorio entre Arica y Copiapó, interconectada por múltiples ramales transversales. Durante el siglo xv y las primeras décadas del siglo xvi, un grupo de origen altiplánico vivió en el valle de Azapa en un pequeño pero bien ordenado asentamiento formado por una treintena de casas de caña y totora. Se trata de la aldea inkaica de Pampa Alto Ramírez, localizada a unos ocho kilómetros de la actual ciudad de Arica. Sus casi dos centenares de habitantes se alimentaban con maíz, ají, porotos, zapallos, camote, achira, plantas silvestres y cuyes, complementando este menú con raciones de mariscos, algas marinas y pescados. Esta aldea ejempliica el tipo de asentamiento que los inkas establecieron en los valles bajos de esta región, cuyos habitantes estaban conectados con poblaciones vecinas, como aquellas enterradas en el cementerio costero de Playa Miller o, más al interior, como la aldea de Mollepampa en el valle de Lluta. Estas pequeñas “colonias” inkaicas trabajaban salando y secando pescados, y, en general, administrando la producción agrícola de los valles bajos, la explotación de los recursos marinos y la extracción de fertilizantes de las islas guaneras por parte de la población local. Seguramente, su misión era también organizar el transporte de estos artículos a lomo de llamas hacia los asentamientos inkaicos de la sierra y el altiplano. En realidad, la columna vertebral del control inkaico en la Región de Arica y Parinacota no estaba en la costa, sino en la sierra, por donde pasaba uno de los ejes del Qhapaq Ñan o camino inka. Piensan los arqueólogos que el centro provincial inkaico que controló toda esta región estuvo en Zapahuira, un asentamiento serrano situado en una posición estratégica para el tráico entre los valles costeros y las tierras altas. Poco antes de llegar a ese centro, las caravanas hacían escala en un conjunto de bodegas (qolqas) donde se almacenaban los productos que circulaban hacia o desde la costa, muchos de los cuales probablemente eran ocupados en los ritos de hospitalidad con que el Estado agasajaba a los mitayos. Zapahuira consistía en dos grandes complejos de I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer 41 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 42 ediicios, cada uno formado por una amplia plaza rectangular para acoger a la concurrencia, rodeada por grandes recintos rectangulares con techo a dos aguas (kallankas) donde se hospedaban los funcionarios y visitantes de más alto rango. En los casi 150 metros que separan a ambos complejos arquitectónicos, había habitaciones más rudimentarias de planta circular donde residía un personal de servicio al parecer casi enteramente integrado por gente de la zona. Si el principal interés de los inkas en Arica y Parinacota estuvo en la producción del mar, en la Región de Antofagasta estuvo en los recursos mineros. A principios del siglo xv, los inkas asumieron el control de las minas principales y establecieron dos grandes centros provinciales en las zonas más densamente pobladas, así como con mayor potencial agrícola y ganadero. La idea era utilizar la “cosecha de la región” y la milenaria experticia minera de los atacameños para producir minerales de cobre a gran escala. Uno de estos centros estuvo en Catarpe, a unos siete kilómetros de San Pedro de Atacama y cerca de la mina de San Bartolo. Es un gran asentamiento, con alrededor de doscientos recintos, incluyendo dos plazas para festines de hospitalidad estatal. Aparentemente, fue construido por los inkas desde sus cimientos y casi al lado de una aldea local. El otro centro provincial estuvo en Turi, a unos 90 kilómetros al oriente de Calama, una aldea con más de seiscientos recintos, la inmensa mayoría de los cuales fue ediicado con anterioridad al arribo de los cusqueños. En la parte más alta, donde la población local tenía uno de sus espacios más sagrados, construyeron una imponente kallanka en medio de una plaza también rectangular, seguramente para celebrar los consabidos ritos de hospitalidad estatal en retribución por las mitas. La enorme vega situada a los pies de Turi debe haber proporcionado suiciente forraje para los rebaños y recuas del Estado. Las quebradas de la zona y sus extensos campos de cultivo, en cambio, fueron transformadas en granjas estatales, como parece ser el caso de las aldeas de Toconce y Paniri. Unos 20 kilómetros al sureste de Turi, se encuentra Cerro Verde, donde funcionó el centro de producción inkaico más importante de esta zona de la región. Consta de una mina de cobre, un campamento minero, un complejo administrativo dotado de plazas rodeadas por recintos y, en un promontorio, una pequeña construcción de forma piramidal (ushnu), cuya forma parece imitar al Echao, uno de los cerros tutelares de la población local. El camino inka que pasa por uno de los costados del sector inkaico de Turi, proviene del altiplano boliviano, prosigue al sur pasando por Cerro Verde, Catarpe, el Tambo de Cámar y Peine, cruza los más de 400 kilómetros del Despoblado de Atacama y arriba al fértil valle de Copiapó. No siempre, sin embargo, los recursos mineros se hallaban tan cerca de la mano de obra, los campos de cultivo y los pastizales, como ocurrió en Turi, Cerro Verde, Toconce y Paniri. En el Alto Loa, por ejemplo, un valle extraordinariamente rico en minerales de cobre, los inkas se vieron obligados a movilizar contingentes de operarios por largas distancias y a ponerlos a trabajar en lugares muy desolados y en extremo inhóspitos. Es el caso de la mina de El Abra, distante unas tres jornadas de Lasana y Chiu Chiu, oasis desde donde debe haber provenido la mayor parte de la fuerza de trabajo, así como muchos de los suministros alimentarios. Allí, los mineros del Inka trabajaron extrayendo turquesa y óxidos de cobre para la industria de la lapidaria, moliendo a golpe de martillo el mineral, seleccionándolo por tamaños, acopiándolo en los campamentos y cargando las recuas de llamas para transportarlos a sus lugares de destino. Como en la ideología de los inkas las rocas estaban dotadas de vida y pertenecían a poderosas entidades del submundo, toda esta actividad productiva era objeto de cuidadosos rituales. Pequeñas plataformas ceremoniales y conchas de mullu (molusco originario de las costas del Ecuador) han sido encontradas en las cercanías de los puntos de extracción del mineral. No contentos con esto, unos 25 kilómetros al oriente de El Abra, casi al borde del cañón del río Loa, los inkas mandaron construir el sitio de Cerro Colorado, un adoratorio de valle para que los trabajadores rindieran culto a las montañas, que, en las creencias andinas, son las verdaderas dueñas de la riqueza mineral. Cerro Colorado consiste de varias construcciones menores y una gran plaza adosada a un aloramiento rocoso, donde el oiciante de la ceremonia se dirigía la multitud de trabajadores que participaban en las mitas. A un centenar de kilómetros al norte por el valle del Alto Loa, está la mina de Collahuasi, donde otro grupo de mineros, seguramente atacameño, trabajó para el Inka. Estos mitayos no solo laboraban para extraer minerales para la lapidaria, sino también para que metalurgistas tarapaqueños fundieran el mineral en hornos de piedra emplazados en lugares de alta exposición al viento. Hasta ahora, los arqueólogos solo han encontrado el campamento de los metalurgistas. Allí residían temporalmente estos mitayos, alojados en sencillas viviendas de muros de piedra. El núcleo administrativo inkaico del asentamiento es una construcción de tres patios alineados de norte a sur, rodeados por decenas de cuartos donde vivían los funcionarios a cargo del sitio y donde se almacenaban y preparaban los alimentos y bebidas con que se agasajaba a los operarios. A unos tres kilómetros de distancia pasaba un camino inka que venía desde el altiplano boliviano en dirección a las nacientes del río Loa y que conectaba a Collahuasi con un tambo o posada situado en la vecina localidad de Miño. Este tambo atendía el tráico corriente por el Alto Loa, pero servía también para alojar a viajeros importantes que pasaban la noche en las dos kallankas que hay en ese lugar. El destino de estos viajeros era un adoratorio de valle muy similar al de Cerro Colorado, con una kallanka y una plaza orientada a un promontorio rocoso y al volcán Miño, este último uno los principales cerros tutelares de las comunidades del Loa. Se piensa que a ese sitio eran conducidos los mitayos que trabajaban en Collahuasi, no se sabe si al inicio de sus turnos laborales o al inal de ellos. El enclave productivo multiétnico de Collahuasi y el adoratorio de Miño estaban localizados en otra de las disputadas fronteras entre atacameños y tarapaqueños, por lo que se supone que los inkas actuaron como mediadores para posibilitar el lujo de trabajadores de uno y otro I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer 43 El “sacriicador”, un personaje cuya imagen se repite a través de toda la historia y geografía de los Andes, aparece también en el arte rupestre del desierto chileno (dibujo: F. Maldonado; ilustración: E. Osorio). origen más allá de sus respectivos territorios étnicos. Un rol administrativo-ceremonial similar puede haber ejercido el elaborado sitio de Inkaguano, situado en el altiplano de la Región de Tarapacá, aunque no es claro aún si este sitio estuvo vinculado a labores mineras, metalúrgicas o de otra naturaleza. Al igual que los adoratorios de Cerro Colorado y Miño, el uso de Inkaguano parece haber sido esporádico. De modo semejante al adoratorio de Miño, da la impresión que operó como un lugar donde el Inka mediaba ocasionalmente entre grupos tarapaqueños, que tenían su centro en la gran instalación inkaica de San Lorenzo de Tarapacá, y gente de algún centro de similar envergadura localizado en pleno altiplano de Bolivia. En general, los inkas respetaban las creencias de los pueblos conquistados. No obstante, en muchas de las altas cumbres rindieron culto a sus propias deidades, quizás como una seña de la incorporación de estos territorios a su imperio. En las faldas y, más frecuentemente, en la cima de los principales cerros sagrados, construyeron recintos ceremoniales e hicieron grandes hogueras con maderos de queñoa y llareta. En ocasiones, realizaron sacriicios humanos (qhapaq uchas) y dejaron en ofrenda hojas de coca, igurillas de plata, plumas multicolores y inas prendas textiles en miniatura. El cerro Esmeralda cerca de Iquique y el volcán Llullaillaco en el Despoblado de Atacama, son, entre varios otros, ejemplos notables de este interés de los inkas por crear una geografía sagrada al servicio del Imperio. No se depositaba aún sobre el suelo el polvo levantado por el paso de las tropas del Inka, cuando las cabalgaduras de los españoles comienzan a hollar los caminos y senderos del desierto chileno. Se inicia entonces una etapa de expoliación y exterminio de las poblaciones aborígenes del Norte Grande de Chile que dura hasta nuestros días. Los escasos y preciados recursos hidrológicos del desierto más extremo de la tierra, tan celosamente cuidados, disputados y venerados por los antiguos nortinos durante casi trece milenios, son en la actualidad periódicamente contaminados y explotados hasta el agotamiento por la soberbia civilización moderna. Reconocimientos: La sección “Bajo el Imperio del Sol” se basa en datos y conclusiones de los proyectos Fondecyt 1010327, 1050276 y 1100905. Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino EL PODER DEL ARTE RUPESTRE 44 Se conoce como arte rupestre a las marcas o iguras trazadas por seres humanos sobre soportes rocosos. Son parte del arte rupestre las pinturas (pictografías) y los grabados (petroglifos) ejecutados sobre la supericie rocosa de cuevas, paredones y bloques aislados, así como los grandes geoglifos trazados en las laderas de los cerros y en las pampas, hechos por acumulación o despeje de las piedras de la supericie. A diferencia de otros elementos de la cultura visual de los antiguos pueblos del Norte Grande —como la cerámica, los textiles o los tallados en piedra, madera y hueso, en que las iguras no siempre coinciden con la fauna local—, la selección de imágenes en los sitios de arte rupestre es altamente congruente con los animales del medio circundante. Más del noventa por ciento de los diseños son iguras de camélidos, ya sea silvestres, como el guanaco y la vicuña, o domésticos, como la llama. La presencia de estas imágenes en hábitats naturales de estos animales, su recurrente cercanía a vegas y fuentes de agua permanente o en proximidad a rutas de tráico e intercambio y su contigüidad a depósitos arqueológicos cuyos contenidos demuestran diferentes utilizaciones de ellos por parte de comunidades humanas, revelan que esta imaginería no era una simple mistiicación ideológica de una fauna exótica a la región, sino el resultado de la preocupación de las poblaciones por un recurso local que desempeña un rol básico en su subsistencia. La ejecución y la manipulación de imágenes de camélidos en el arte rupestre, parece haber sido parte de una ideología de las antiguas poblaciones nortinas cuya inalidad era inluir simbólicamente en los factores —reales o imaginarios— que determinaban la disponibilidad de estos animales para la economía local o el éxito de sus expediciones de tráico con caravanas de llamas. Cualquiera sea lo que estas imágenes hayan signiicado para las sociedades que las crearon y usaron, su valor simbólico probablemente les confería el poder de aumentar los camélidos salvajes disponibles para el cazador, incrementar los rebaños de camélidos domésticos para el pastor y lograr éxito en los largos viajes de los caravaneros con sus llamas cargueras a través de la puna y el desierto nortino. El grabado fue una de las técnicas más usadas en la producción de arte rupestre (ilustración: J. Pérez de Arce). Los grabados, las pinturas y los pictograbados de Taira, en el valle del Alto Loa, constituyen una de las más altas expresiones artísticas de los pueblos prehispánicos de Chile. Las imágenes plasmadas en este alero rocoso habrían servido a los pastores para propiciar la multiplicación de los rebaños de llamas (ilustración: J. Pérez de Arce). I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer LOS CHANGOS Y SU ÉPICA En el siglo xvi, los europeos los describieron como “gente bruta”, “pobres” y “bárbaros” debido a la simpleza de la cultura que poseían. También fueron tildados de malolientes por su costumbre de beber sangre de lobo marino y untar sus cuerpos con aceite de lobo y grasa de ballena. Son los changos, últimos representantes de los pescadores y cazadores que, desde antes de los tiempos de la cultura Chinchorro, habitaron el árido litoral del Norte Grande de Chile. Hoy sabemos que los changos no eran un solo grupo étnico, sino poblaciones diferentes, especializadas en los diversos aspectos de la vida de mar. Conocidos en un principio como “uros pescadores”, “camanchacas” o “proanches”, desde mediados del siglo xvii empieza a llamárseles “changos”, apelativo que prevaleció hasta bien avanzado el siglo xx, no sin cierta connotación despectiva. Dueños de una gran capacidad para movilizarse a lo largo del litoral con sus balsas de madera, totora o cuero de lobos y dotados de una notable habilidad para aprovechar de manera integral y sustentable los recursos de unos de los mares más ricos del planeta, estos habitantes de las nieblas costeras tienen mucho que enseñarnos. Cuando en el presente han desaparecido tantas especies marinas por sobreexplotación y contaminación, es legítimo preguntarse quiénes son en realidad los primitivos y quiénes los civilizados. Los changos son, así, portadores de un relato, una gesta de innovación tecnológica y conquista del océano de más de diez mil años, pero también de un mensaje de respeto al medio ambiente con innegables ecos en el Chile contemporáneo. Su ejemplo nos enseña que simplicidad no es sinónimo de barbarie, sino de un equilibrio inteligente con el medio en que nos toca vivir. Los balseros changos llamaron poderosamente la atención de quienes visitaron las costas del norte de Chile. Diversos artistas dejaron plasmado este interés en una gran cantidad de ilustraciones (grabado: A. D’Orbigny, 1830 [detalle]). Changos arponeando una ballena jorobada desde sus balsas de cuero de lobo (dibujo: E. Osorio). 45 46 47 48 II. La tierra donde el desierto florece / F. Gallardo & G. Cabello CAZADORES DE MEGAFAUNA (11.000 - 9000 a. C.) A l concluir el Pleistoceno, que es una era geológica anterior a la nuestra, el clima de esta región nortina había variado desde un régimen frío y lluvioso a otro de aridez semejante al que impera en la actualidad. Los especialistas creen que este cambio estimuló la concentración de la fauna y la vegetación alrededor de ambientes privilegiados, como lagunas, esteros o áreas especialmente húmedas como el actual parque Fray Jorge en los Altos de Talinay (IV Región), un bosque de tipo valdiviano que aún se conserva gracias a la condensación de las neblinas costeras. En estas condiciones ambientales, unos trece mil años atrás, rebaños de megafauna, como mastodontes, caballos americanos, ciervos de los pantanos, milodones y paleolamas, abrevaban en las riberas de un estero al sur de la localidad de Los Vilos. Allí fueron presas fáciles de animales carnívoros y también del hombre, que por esa época iniciaba la colonización del territorio, en una avanzada procedente desde regiones septentrionales. 49 En la quebrada de Quereo se han encontrado evidencias de algunos de los primeros pobladores del territorio nacional (fotografía: F. Gallardo). Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino Se trataba de grupos de cazadores especializados que se desplazaban por estas regiones tras la captura de grandes mamíferos hoy desaparecidos. Las excavaciones arqueológicas en la estrecha quebrada de Quereo, revelaron la presencia de aparentes instrumentos de piedra y hueso junto a numerosos restos óseos de animales con huellas de corte que sugieren que el lugar sirvió para la caza y el faenado de estas grandes presas. Muy cerca han sido descubiertos otros contextos similares, como en la quebrada El Membrillo y el sitio Las Monedas, donde instrumentos de piedra han aparecido junto a fauna ahora extinta, principalmente caballo americano, milodón y paleolama. Particularmente interesante es un campamento de caza a orillas de una antigua laguna en quebrada Santa Julia, al norte de Los Vilos. Allí no solo se encontró una clara asociación de una punta de proyectil con restos de megafauna, sino también numerosos cuchillos y otros instrumentos de piedra y hueso que prueban que el lugar tuvo una intensa pero breve ocupación vinculada al procesamiento de las presas antes de llevarlas a un asentamiento posiblemente cercano. La presencia de artefactos en cristal de roca atestigua que estos grupos humanos se movilizaban hacia el interior de los valles en busca de estas materias primas. Aprovisionamiento que también se observa en las “puntas cola de pescado” recuperadas en el sitio Valiente, emplazado junto a una de las fuentes de cuarzo más explotadas de la zona en las cercanías del pueblito de Caimanes (estero Pupío, aluente del río Choapa). 50 LOS CAZADORES-RECOLECTORES DEL HOLOCENO (10.000 - 300 a. C.) Si las postrimerías del Pleistoceno estuvieron caracterizadas por un ambiente natural poblado por grandes mamíferos hoy extintos, el Holoceno o período actual inauguró condiciones naturales muy similares a las que imperan hoy en día. La costa ofrecía durante todo el año una variedad de recursos que, secos o ahumados, podían ser almacenados, proporcionando una estabilidad económica no comparable con la explotación de otros ambientes. Es por ello que, hace unos doce mil años atrás, las comunidades de cazadores-recolectores del Norte Chico o Norte Verde lograron desarrollar un estilo de vida especializado en la explotación de los recursos del mar, si bien realizaban continuas incursiones hacia el interior en busca de materias primas líticas para confeccionar sus instrumentos. Numerosos son los sitios identiicados en la franja costera entre Huentelauquén y Pichidangui, destacando los sectores Boca del Barco y Ñagué, donde se distinguen campamentos residenciales y otros orientados a tareas especíicas que incluyen también sepulturas, como las registradas en el sitio Los Rieles, al sur de Los Vilos. Cuando el clima se volvió más seco, hace unos nueve mil años, estas poblaciones ocuparon más frecuentemente las quebradas interiores, centrando su economía en la caza y la recolección terrestre, en combinación con la marina. En estos asentamientos, ligeramente más grandes que los de la fase anterior, es frecuente encontrar instrumentos líticos locales, como por ejemplo en Litos con formas geométricas de la cultura Huentelauquén. Colección MChAP/DSCY 3224 y 2409 (fotografía: N. Aguayo. Archivo MChAP). los sitios La Fundición, La Fortaleza, Cárcamo y El Pendiente en Combarbalá. Pero sin duda el más importante es el sitiotipo Huentelauquén, junto a la desembocadura del río Choapa. Se trata de un asentamiento de gran extensión, con sectores habitacionales, talleres líticos y entierros humanos que fue ocupado en múltiples ocasiones, posiblemente como lugar de reunión donde los grupos dispersos de la zona realizaban ritos que fortalecían su unidad social y cultural. En todos estos sitios es posible hallar grandes puntas de piedra con las que cazaban lobos marinos y diversos otros instrumentos cortantes que servían para carnear estos animales. Atrapaban también aves y recolectaban erizos, lapas, locos, chitones, machas, almejas, navajuelas y ostiones, entre muchas otras especies del mar. Finalmente, recogían las semillas de pastos de primavera y con ellas hacían harinas en sus instrumentos de molienda. Unos de los aspectos más sobresalientes en los sitios del complejo Huentelauquén —como se conoce a estas poblaciones— son unos objetos de piedra de forma triangular, poligonal o circular dentados. La función de estos exóticos artefactos es un enigma y, por el momento, no existe una respuesta convincente sobre su uso. Sabemos, sin embargo, que estos objetos se han encontrado hasta la Región de Antofagasta por el norte, sugiriendo una amplia circulación de quienes los produjeron a lo largo del litoral chileno. Desde el Holoceno Medio y hasta la aparición de la cerámica, priman los asentamientos a cielo abierto o bajo reparos rocosos. Una de las primeras ocupaciones humanas de esta fase prehistórica fue descubierta en un amplio refugio natural localizado en el valle del río Hurtado, no lejos del pueblo de Pichasca. Bajo su alero, un grupo de nativos vivió durante los meses de primavera y verano. El ambiente precordillerano de la zona favorecía la caza de guanacos y la recolección de semillas silvestres comestibles. Al interior de este abrigo rocoso, familias de cazadores se reunían junto al fuego para alimentarse. La ocasión se prestaba también para trabajar el cuero de los II. La tierra donde el desierto florece / F. Gallardo & G. Cabello Los vasos y las botellas de la cultura El Molle exhiben inas terminaciones. Colección MChAP/DSCY 1113 y 2295 (fotografía: N. Aguayo. Archivo MChAP). animales capturados y manufacturar los instrumentos de piedra que se necesitaban para la caza y el faenado de los animales. Estas y otras actividades permitieron la acumulación de basuras, entre las que se cuentan puntas de proyectil alargadas, cuchillos y raspadores de piedra, fragmentos de cestería, huesos de animales y artefactos para la molienda de semillas silvestres. El hallazgo de conchas del Pacíico en este sitio y otros dispersos por la región, hace pensar que estos antiguos grupos familiares se desplazaban por el valle hacia la costa, hábitat en el que pudieron obtener alimentos durante la estación invernal, época poco propicia para vivir tierra adentro. Entre el segundo y primer milenio antes de nuestra Era, en el litoral de Coquimbo, se han descubierto también numerosos basurales localizados en los alrededores de lagunas costeras. Predominan en ellos conchas, huesos y artefactos de piedra. Por lo general, se encuentran en las inmediaciones de “piedras tacitas” —rocas con múltiples cavidades— que pudieron servir para moler vegetales y pigmentos. Unos de los sitios más extensos se encuentra en Punta Teatinos, al norte de la bahía de Coquimbo. Allí habitaron pescadores de aspecto robusto y baja estatura, con una tecnología bien adaptada al ambiente marítimo. En el lugar, bajo una densa capa de basuras domésticas, aquellas antiguas familias de pescadores enterraron a sus muertos cubriéndolos con grandes piedras. LOS PRIMEROS AGRICULTORES Y PASTORES: CULTURA EL MOLLE (300 a. C. - 700 d. C.) Algunos cientos de años antes de nuestra Era, las comunidades del desierto semiárido incorporan nuevas tecnologías productivas. Conocen la agricultura, pastorean camélidos domésticos y mantienen intercambios con poblaciones del desierto de Atacama y el Noroeste Argentino. Es en esta época cuando dejan de depender exclusivamente de la caza y la recolección, que habían predominado en el período anterior. Los asentamientos de la gente de El Molle se distribuían principalmente en los valles, los interluvios y el litoral. Desde el río Copiapó hasta el Choapa, los numerosos sitios arqueológicos sugieren la presencia de grupos humanos de gran movilidad. Probablemente, esta lexible pauta de ocupación fue el resultado del manejo de ganado camélido. En verano, los rebaños debían ser trasladados desde los valles bajos hasta la cordillera, lo que permitía el acceso a los abundantes pastizales de altura. Estos circuitos de movilidad debieron girar en torno a las diversas aldeas del período, que en Carrizalillo Chico (interior de Copiapó) y La Centinela (cuenca del río Limarí) contienen hasta cien recintos habitacionales, mostrando con ello un grado de sedentarismo no comparable con el período precedente. Más aun, en los alrededores de estos núcleos residenciales esta gente desarrolló una agricultura del maíz, el poroto y el zapallo, para lo cual debieron preparar la tierra y canalizar el agua de riego. En Combarbalá y el Choapa en cambio, la alta movilidad parece haber estado vinculada más a una continuidad en la economía cazadora-recolectora, en la que solo existen pequeños campamentos habitacionales y asentamientos temporales de tarea sin arquitectura perdurable, y la agricultura sería de secano y a pequeña escala (poroto, quinua y madi). Estos primeros campesinos prehispánicos son también los primeros ceramistas en la historia del Norte Chico. Su alfarería fue dada a conocer por primera vez para la ciencia en la década del treinta del siglo pasado. Se encontró en varios cementerios vecinos al pequeño pueblo de El Molle, en el valle del río Elqui. Las sepulturas se reconocían en supericie por un ruedo de piedras. Bajo estas señalizaciones, se encontraban los restos del difunto junto a cerámica inamente elaborada y otros tantos objetos. Los vasos y jarros recobrados muestran supericies extraordinariamente pulidas y en ocasiones se observan delicadas decoraciones incisas. Algunos de los más bellos ejemplares imitan la forma de animales y calabazas. Entre los otros artefactos recuperados en las excavaciones arqueológicas, llama la atención un adorno labial llamado 51 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino Tembetá, adorno labial, sitio Las Chilcas, Combarbalá (fotografía: G. Cabello). Pipa en forma de “T” invertida. Colección MChAP/DSCY 2392 (fotografía: N. Aguayo. Archivo MChAP). 52 Pinza de cobre. Colección MChAP/DSCY 1817 (fotografía: N. Aguayo. Archivo MChAP). tembetá. Este objeto, que se inserta bajo el labio inferior mediante una perforación, puede ser cilíndrico, troncocónico, en forma de botón o de botella. Se recuperaron también pipas de piedra en forma de letra T invertida, con las que los indígenas fumaban algún vegetal con propiedades alucinógenas. Finalmente, se hallaron adornos e instrumentos de cobre que testiican conocimientos metalúrgicos. Este período prehistórico se caracteriza por su diversidad cultural. Las diferentes formas de sepultación, la variabilidad alfarera y los distintos tipos de tembetás detectados en la región, hacen sospechar que, pese a una raíz cultural común, cada valle tuvo su propia identidad. Por ejemplo, en el río Choapa, los entierros eran en fosas simples y la alfarería de tradición molle muestra decoraciones que la vinculan a aquella encontrada en Chile Central (Bato y Llolleo) y el Noroeste Argentino (Agrelo-Calingasta). Diferencias se observan también en el río Hurtado —uno de los aluentes del Limarí— donde los indígenas eran sepultados con una tierra ina y luego cubiertos por varias capas de piedras. La cerámica asociada a estos entierros se caracteriza por vasos altos, decorados con diseños rojos sobre fondo blanco y jarros de dos golletes unidos por un asa-puente. Este tipo de hallazgo contrasta poderosamente con las inhumaciones en montículos o túmulos y los toscos jarros globulares de base apuntada, descubiertos más al norte, en el valle del río Copiapó. Entre las formas rupestres que los arqueólogos asignan a la cultura El Molle destacan los tipos mascariformes o diseños en marco. En la quebrada El Encanto, es notable la recurrencia en la confección de estos rostros algo desigurados y en cuyas cabezas se aprecian tocados o peinados. Los de mayor tamaño y realizados mediante un grabado profundo serían más antiguos que los de surco supericial, que a veces incluso poseen cuerpo. Este tipo de diferencias también se ha registrado en grabados rupestres del río Choapa, donde estos tienden a ser más esquemáticos y geométricos hacia períodos más tardíos. La cultura El Molle se caracteriza por su alfarería inicial y aunque es la fase más temprana en el norte semiárido, en el río Choapa se observa una dinámica cultural diferente. En las tierras altas de este valle, las poblaciones con tradiciones alfarero tempranas habrían permanecido hasta el 1500 d. C., siendo contemporáneas con grupos diaguita que desarrollaban la agricultura en las amplias terrazas de los valles bajos del Elqui, Limarí y Choapa. LA CONSOLIDACIÓN AGRÍCOLA Y PASTORIL: CULTURA LAS ÁNIMAS (700 - 1000 d. C.) Mascariformes de El Encanto (fotografía: F. Gallardo). En los últimos tres siglos del primer milenio de nuestra Era, las poblaciones del Norte Chico incorporan un conjunto de nuevas pautas culturales. El estilo de vida de la gente de Las Ánimas presenta una serie de drásticos cambios con relación al de los primeros agropastores y ceramistas de la cultura El Molle. Estas comunidades habitaban de preferencia los valles y el litoral, desde el norte de Copiapó hasta el Limarí. Poseían una producción económica múltiple que conservaba los anteriores patrones de movilidad estacional. Cultivaban el maíz, mantenían II. La tierra donde el desierto florece / F. Gallardo & G. Cabello rebaños de llamas, recolectaban los frutos del algarrobo y el chañar, y explotaban activamente los recursos que proveía el mar. Los campesinos prehistóricos que dan vida a este momento, hilaban el suave pelo de sus camélidos domésticos, probablemente llamas, para confeccionar con su lana diversas prendas de su vestuario. Al igual que sus antecesoras de El Molle, las poblaciones de Las Ánimas eran hábiles metalurgistas; aros, placas y brazaletes adornaban sus cuerpos. En los sitios de Copiapó, en tanto, se registra un trabajo metalúrgico con moldes de fundición y pequeños lingotes alargados, en asociación a un amplio inventario de instrumentos que incluye azadas, azuelas, anzuelos, cinceles, hachas y manoplas. No menos importante era el trabajo en mineral de cobre y otras piedras semipreciosas que servía para la confección de cuentas y pendientes con formas de animales. En la Mina Las Turquesas, dentro del actual yacimiento El Salvador, se extraían ingentes volúmenes de mineral de cobre, evidenciando una gran explotación lapidaria. La cerámica de este período es singular y variada. En los sitios de Copiapó y Huasco los platos son acampanados y exhiben decoraciones, en negro sobre la pasta anaranjada o bien sobre un engobe rojo o crema, que dividen la pieza en cuatro campos; además de una variedad monocroma incisa de peril compuesto. En el Elqui y Limarí, en cambio, los pucos son hemisféricos, decorados con hierro oligisto, engobe y pintura blanca, roja y negra. Este proceso de cambio pudo ser el resultado de las intensas relaciones culturales de estas poblaciones con aquellas que habitaban las regiones vecinas. Muchos de los atributos culturales de este momento sobrepasan las fronteras del Norte Chico. De hecho, hoy es claro que poblaciones transandinas de la entidad cultural Aguada, ampliaron su radio de acción extendiendo su inluencia hasta el valle de Copiapó, donde dejaron su cerámica tanto en sitios habitacionales y cementerios, como en los yacimientos La Puerta y Tres Puentes. Otro ejemplo de cambio es el reemplazo de la pipa, como instrumento para el consumo ritual de alucinógenos, por recipientes de madera asociados a tubos para aspirar polvos psicoactivos. Se trata de artefactos muy populares entre las comunidades precolombinas del altiplano boliviano, el desierto de Atacama y el Noroeste Argentino. La integración entre comunidades de tan distintas regiones permitió el desarrollo de este complejo cultural, y repercutió profundamente sobre las formas sagradas de percibir la vida y la muerte. Investigaciones arqueológicas realizadas en las inmediaciones de la plaza de Coquimbo, han mostrado un novedoso ritual funerario. Aparentemente, la actividad ganadera estuvo estrechamente ligada a concepciones religiosas, pues casi la totalidad de los individuos sepultados en ese lugar estaban acompañados de una o más llamas, las que aparentemente fueron sacriicadas en el momento mismo de la inhumación. Sin duda existen importantes diferencias entre las expresiones culturales Ánimas de las regiones de Copiapó y Coquimbo. Mientras en esta última región solo se conocen cementerios y conchales, en aquella de más al norte existen extensas aldeas y asentamientos fortiicados. Distinciones Puco o plato de la cultura Las Ánimas (fotografía: Archivo MChAP). 53 Disco del Noroeste Argentino. Colección MChAP/DSCY 2122 (fotografía: N. Aguayo. Archivo MChAP). Vista del valle de Copiapó, sector donde se emplaza el sitio La Puerta (fotografía: F. Garrido). Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 54 Pinturas Ánimas de Finca de Chañaral (arriba) y quebrada Las Pinturas (izquierda) (fotografías: F. Gallardo). que también afectan al arte rupestre del norte de Copiapó, como Finca de Chañaral, Quebrada Las Pinturas y La Aguada de la Chinchilla. En ellas los artistas de la época utilizaron pigmentos rojos para representar personajes vestidos con túnicas decoradas con líneas onduladas y camélidos de cuerpo en forma de medialuna. Finalmente, a diferencia de lo que ocurre más al sur, las poblaciones de la cultura Las Ánimas habrían ocupado los valles de Copiapó y Huasco hasta el 1300 d. C. LOS SEÑORES DEL NORTE VERDE: CULTURA DIAGUITA (1000 - 1536 d. C.) Hacia el año 1000 de nuestra Era, se inicia un nuevo desarrollo cultural en el Norte Chico, cuyas comunidades habitan principalmente el litoral y los cursos medios de los valles de la región de Coquimbo. La identidad de la cultura Diaguita tiene sus raíces en la cultura Las Ánimas. De hecho, durante los primeros siglos, la cultura material Diaguita se diferencia poco de los estilos predominantes de su antecesora en esta región. II. La tierra donde el desierto florece / F. Gallardo & G. Cabello Las familias diaguitas vivían en pequeñas aldeas formadas por sencillas chozas de barro, madera y paja. Los miembros de estas unidades domésticas desarrollaban una intensa producción de alimentos alrededor de la agricultura y la ganadería de camélidos. Sin embargo, estas actividades no les impidieron continuar con la tradicional recolección de frutos silvestres y la caza de mamíferos y aves. El riego mediante canales permitía cultivos de alto rendimiento. En las chacras diaguitas se cosechaba abundante maíz, quinua, papas, porotos y zapallos. Estos productos rara vez faltaron en el hogar del campesino, quien también cultivaba el algodón para confeccionar textiles. El pastoreo de camélidos fue una tarea paralela que consumía parte del tiempo de las familias del Norte Verde. Casi todo el año los animales eran alimentados en los pastizales cercanos a los valles. Pero al acercarse el verano y retroceder la línea de nieves, los rebaños eran trasladados hasta los ricos pastos cordilleranos. Durante el día, debió ser frecuente ver a los pastores hilar la lana mientras cuidaban sus animales. La actividad pastoril proveía una fuente permanente de carne, que, secada al sol, les permitía hacer charqui, una ventajosa conserva prehistórica. Por medio de ella obtenían también lana para la confección de prendas de vestir y huesos para la manufactura de utensilios de uso diario. Por último, algunos de sus animales servían para transportar cargas livianas. Como en épocas anteriores, la costa semidesértica de la región —desde Taltal hasta el río Choapa— albergaba una población costera con tecnología especializada. Mamíferos marinos, peces y una variedad de fauna del litoral fueron incorporados en la dieta diaguita. Existen pruebas de que estos prehistóricos pescadores artesanales utilizaron para sus faenas de pesca balsas hechas de cueros de lobo marino inlados. Se trataba de embarcaciones resistentes y bien adaptadas el oleaje y corrientes marinas. Con ellas se internaban mar adentro, donde arponeaban atunes y ballenas. La cerámica fabricada por los alfareros diaguitas constituye un verdadero tesoro artístico. Jarros, platos y urnas muestran delicadas decoraciones en negro, rojo y blanco, muchas de las cuales están decoradas con iguras de personajes ricamente ataviados, además de aves, felinos y camélidos. Casi la totalidad de estos objetos también formaba parte del ajuar funerario de los numerosos cementerios encontrados en la región. Las sepulturas más comunes del período eran construidas mediante cinco grandes lajas, las cuales formaban una verdadera caja rectangular, con su correspondiente tapa. En el interior se depositaba al difunto junto con sus ropas, vajilla de cerámica, instrumentos musicales y otros utensilios. Entre estos últimos destacan aros, hachas, pinzas y cinceles de cobre, así como espátulas y cucharas de hueso inamente talladas con iguras de hombres y animales. La emergencia de este grupo cultural introdujo cambios en el arte rupestre. Diseños simétricos, escalonados y rostros similares a los de las vasijas diaguitas se han observado en grabados de El Encanto y otros sitios de Illapel y Chalinga, conigurando un nuevo paisaje visual en la región. Cazadores marinos en sus balsas de cueros de lobos marinos. Escultura lítica, sitio Altovalsol, valle de Elqui (fotografía: Archivo MChAP, cortesía Hamburgisches Museum für Völkerkunde). 55 Plato zoomorfo Diaguita, estilo Clásico. Colección MChAP/DSCY 2069 (fotografía: N. Aguayo. Archivo MChAP). Aros de plata Diaguita. Colección MChAP/DSCY 2485 y 2486 (fotografía: N. Aguayo. Archivo MChAP). Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino ÉPOCA DE CONQUISTAS 56 A ines del siglo xv, la apacible vida campesina de la sociedad Diaguita fue violentamente interrumpida. Desde entonces, vivieron bajo el dominio del Imperio Inka. Las fuentes históricas señalan que las tropas de Tupac Inca Yupanqui penetraron en la región conquistando cada uno de los valles en diferentes campañas. Penetraron por Copiapó, pero sus habitantes los resistieron violentamente. Luego los inkas establecieron una alianza con las poblaciones Diaguita del Elqui y del Limarí, con el in de conquistar los valles de Copiapó y Huasco. Hacia el año 1490, el Inka controlaba toda la región. Esto es evidente, si consideramos que al interior del valle de Copiapó los inkas levantaron un ushnu, que es una plataforma ceremonial en la que se sentaba el Inka u otro alto dignatario estatal para ejercer justicia, y que, de acuerdo a los documentos coloniales, habría servido también como un hito fronterizo del Imperio. Los intereses del conquistador quechua por el Norte Chico fueron múltiples. La fuerza de trabajo local, sus productos agrícolas, sus lanas y tejidos pasaron a engrosar las arcas imperiales. Uno de sus principales objetivos, sin embargo, fue asegurar el acceso a los recursos minerales. Bajo la administración de los inkas se explotaron intensamente minas de oro, plata, cobre y piedras semipreciosas. Un ejemplo de ello es el mineral de El Salvador, cuyas faenas extractivas se intensiican durante este período. Las actividades mineras estuvieron relacionadas con la elaboración de metales, tal como lo demuestra el centro Ushnu, plataforma ceremonial inkaica en Viña del Cerro, valle de Copiapó. Crisol para fundir metales (fotografía: F. Maldonado). metalúrgico de Viña del Cerro, al interior del valle de Copiapó. Allí, el mineral era sometido a altas temperaturas, mediante el uso de hornos abier tos, conocidos como huairas. El metal fundido era luego ver tido en crisoles y inalmente vaciado en moldes. II. La tierra donde el desierto florece / F. Gallardo & G. Cabello Aríbalo estilo Diaguita-Inka. Colección MChAP/DSCY 1100 (fotografía: Archivo MChAP). En un corto período de tiempo las poblaciones del Norte Chico pasaron a formar parte del orden inkaico. Con ello, no solo incorporaron nuevas prácticas culturales, sino también fueron absorbidos por la política colonial del Imperio. Existen evidencias del desplazamiento de poblaciones diaguitas hasta el corazón mismo de Chile Central. En el cerro La Cruz, en la ribera norte del curso medio del río Aconcagua, se ha localizado un sitio habitacional relacionado con actividades metalúrgicas, que presenta alfarería típica del período DiaguitaInka. Algo semejante ocurrió en los valles de Copiapó y Huasco, donde los Diaguita se habrían instalado para ejercer control sobre la metalurgia local. Esta agencia para el estado cusqueño se tradujo en prestigio para los Diaguita, pues sus vasijas exquisitamente decoradas han sido halladas a una enorme distancia junto al Camino del Inka en el despoblado de Atacama y el río Loa. Las ofrendas hechas en el ritual funerario también presentan modiicaciones respecto al período anterior. En esta época es usual encontrar piezas de cerámica que combinan patrones clásicos diaguitas con formas y diseños inkas. Con todo, aunque los artesanos locales produjeron nuevas formas alfareras, no perdieron su identidad cultural. Algo similar ocurre con la alfarería Ánimas del río Copiapó, cuyas modiicaciones decorativas darían paso a cuencos rojos con decoraciones en negro de camélidos, rostros triangulares, volutas entrecruzadas y dameros. Aparte de la fuerza política y militar del conquistador quechua, su religiosidad también ejerció inluencia sobre la gente local. En las altas cumbres de los volcanes Copiapó y Jotabeche (III Región) y los cerros Doña Ana y Las Tórtolas (IV Región), se han encontrado restos de santuarios inkaicos donde se adoraba y rendía tributo a Inti, el Sol. En el transcurso del ritual eran depositadas igurillas de plata y concha, ricamente vestidas y de evidente factura inka. Alfarería tardía de Copiapó, estilos Copiapó negro sobre rojo y Copiapó negro sobre rojo y ante. Colección MChAP/DSCY 2881 y 3300 (fotografía: N. Aguayo, Archivo MChAP). Cuando los españoles llegaron al Norte Chico, la población indígena de la región se distribuía culturalmente de acuerdo a los valles en que habitaba. Las crónicas mencionan cuatro diferentes lenguas, una para cada valle: Copiapó, Huasco, Elqui y Limarí. Al igual que en todo el Imperio Inka, las tierras de cultivo estaban bajo el control estatal. El trabajo agrícola se desempeñaba colectivamente y la producción era repartida entre las unidades familiares, el jefe o principal, el culto, el Inka, las viudas y huérfanos. Políticamente, cada valle estaba dividido en dos sectores: el alto y el bajo o costero. Cada uno tenía su jefe principal, quien gozaba de privilegios económicos y podía consumar casamientos múltiples hasta con doce mujeres. En esta época, el Norte Chico aparecía ante el observador como un universo social emergente y pleno de actividad. Sin embargo, los pueblos nativos decayeron rápidamente bajo la encomienda española, para desaparecer en poco tiempo. De su magníica historia precolombina, solo quedaron los restos, un patrimonio arqueológico y cultural al que debemos respeto y admiración. Agradecimientos: Compromete nuestra gratitud el arqueólogo Gastón Castillo, investigador del Museo Arqueológico de La Serena, quien generosamente puso a disposición manuscritos inéditos. Tales conceptos los hacemos extensivos a la arqueóloga Catherine Westfall, quien nos instruyó acerca de los avances relativos a la cultura Huentelauquén. Asimismo, agradecemos a Francisco Garrido por su fotografía. 57 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino BALSAS DE CUERO DE LOBOS MARINOS 58 de Vivar, el cronista que acompañaba a Pedro de Valdivia en su incursión hacia Chile a mediados del siglo xvi, escribió: Entre los muchos acontecimientos de la prehistoria del Norte Chico o Norte Verde, hay uno que sorprende por su magnitud territorial. Desde muy temprano, quizás desde el período de la cultura Huentelauquén (10.000 a. C.) hasta la época de la cultura Diaguita (1000 d. C.), los restos arqueológicos de estos pueblos se han encontrado distribuidos sobre un extenso segmento del litoral. Tal distribución es prueba indirecta de un intenso tráico marítimo, que sin duda debió ser efectuado mediante algún tipo de embarcación. Por fortuna, la navegación prehistórica es un tema del que poseemos abundante información. En El Médano, una quebrada de la cordillera de la costa, a unos 75 kilómetros al norte de Taltal, los indígenas pintaron sobre las rocas un sinnúmero de escenas en color rojo, que representan el arponeo y posterior arrastre de animales marinos desde balsas tripuladas por uno o más pescadores. Entre las especies reconocibles se observan cachalotes, ballenas, lobos marinos, peces-espada, peces-martillo y tortugas de gran tamaño. Una escultura de piedra que representa este tipo de embarcación fue encontrada en Altovalsol, en la Región de Coquimbo. Se trata de un navío de dos lotadores, en el que se observa a dos navegantes. Los especialistas piensan que esta obra escultórica correspondería al período Diaguita-Inka, y que se trataría de una balsa hecha con cueros de lobo marino cosidos e inlados. Los conquistadores españoles, observaron el uso de este tipo de embarcación desde Arica hasta Coquimbo. Gerónimo Balsas de cuero de lobo marino a mediados del siglo C. Gay, 1854, colección Biblioteca Nacional de Chile). xix (grabado: que en los días en que no hace aire andan los lobos marinos descuidados durmiendo, y llegan seguros los indios con sus balsas, y tíranle un arpón de cobre. Y por la herida se desangra y muere. Tráenlo a tierra y lo desollan. Son muy grandes... y no usan otra pesquería, sino matar lobos y comer carne y de los cueros hacen balsas para sí y para vender. Los restos de estas ingeniosas balsas de cuero de lobo marino o de sus remos de pala doble son escasos en el Norte Chico, donde la humedad reinante los deteriora irremediablemente. Sin embargo, se han registrado tubos de hueso que podrían servir para inlar las balsas (copunas). Más al norte, en la árida Región de Tarapacá, varios hallazgos indican que estas embarcaciones estaban en uso hacia el 1000 a 1200 d. C. Pese a esto, la hipótesis de mayor consenso entre los especialistas es aquella que sitúa el origen de estas balsas en pleno Norte Chico, donde los documentos históricos las registran ampliamente durante los siglos xviii y xix. En los años cincuenta del siglo pasado, todavía había pescadores que conocían de estas balsas, su uso y construcción. Durante una excursión, al litoral de Atacama, el arqueólogo Hans Niemeyer conoció a Roberto Álvarez, un pescador que hasta el año 1947 había utilizado estas embarcaciones en sus faenas pesqueras. Se trataba de un verdadero hallazgo, por lo cual Niemeyer encargó de inmediato la construcción de una de estas balsas. Sería la última balsa de cuero de lobos en surcar el litoral chileno. II. La tierra donde el desierto florece / F. Gallardo & G. Cabello ARTE DIAGUITA La cultura Diaguita, que habitó el Norte Chico entre los siglos x y xvi, es bien conocida por su cerámica de variadas formas y diversos colores. La decoración de estas piezas sorprende por su abigarramiento. Se trata de diseños en rojo, blanco y negro pintados en las paredes de vasijas, con los cuales alcanzaron una regularidad tecnológica sorprendente y una complejidad conceptual de la cual hoy solo podemos vislumbrar algunos de sus aspectos formales. La iconografía Diaguita, especialmente durante el período previo a los inkas (1475 d. C.), se caracteriza por dibujos geométricos que reproducen escasos patrones, aplicados principalmente en las paredes exteriores de las vasijas, generalmente en forma de bandas rectangulares. Dentro de este espacio, se reproducen únicamente motivos que, al no contar con ninguna referencia, llamaremos geométricos. Se trata, principalmente, de líneas, líneas con puntos, triángulos, escalonados, ganchos y espirales. Hay casos en que estas bandas dominan en los diseños pintados en platos y escudillas, pero también hay otros donde es posible identiicar diseños de tipo zoomorfo o antropomorfo, cuyos elementos sugieren la construcción de un cuerpo desplegado por cortes y desplazamientos de sus partes. Las bandas que sirven de soporte a los diseños presentan una ejemplar regularidad. Todas ellas están delimitadas por una línea negra y rellenas de color blanco. En algunos casos forman un rectángulo que cubre toda la pared de la pieza, mientras que en otros, en especial cuando están acompañados de rostros zoomorfos o antropomorfos, se distribuyen en cuatro campos. El interior de estos contiene diseños en color negro, aunque con algunos detalles menores en rojo. Estos forman coniguraciones cuyos patrones están presentes desde los orígenes de la cultura Diaguita, como el zigzag y las ondas, mientras que otros —las cadenas y algunos doble zigzag— solo aparecen durante el período más clásico de esta cultura. Es durante el período Diaguita-Inka cuando aparecen el reticulado y otros tipos de doble zigzag, además del predominio del fondo blanco sobre el cual se decora la pieza. Más allá de una primera apreciación de estos diseños, que puede inducir la sensación de uniformidad, es posible descubrir una enorme diversidad de manifestaciones. Cada coniguración está organizada por varios motivos, pintados de determinado color, repetidos y relacionados espacialmente de manera muy precisa. Sin duda, las posibilidades de combinación son innumerables, pues basta con alterar levemente la forma de un solo motivo, su color o su cantidad, para obtener una combinación sutilmente diferente. Prácticamente, no existen piezas con diseños iguales, aunque unas pocas fueron intencionalmente manufacturadas en parejas. En apariencia, el valor de las cerámicas de la cultura Diaguita residía en su carácter de pieza única, como si su destino y uso fuera el patrimonio de una acción individual. Transición 59 Clásico Diaguita-Inka Formas y decoraciones de platos diaguitas en el tiempo, estilos: Transición, Clásico y Diaguita-Inka. Colección MChAP 0074, 0077 y 0083 (fotografías: C. Mercado. Archivo MChAP). 60 61 62 III. La tierra de las cuatro estaciones / L. Cornejo LOS CAZADORES-RECOLECTORES A ines del siglo xix, durante la construcción de un canal para desaguar una antigua laguna cerca de San Vicente de Tagua Tagua, se encontraron accidentalmente y a mucha profundidad fragmentos de huesos fosilizados que, por su tamaño, debían corresponder a partes del esqueleto de varios mastodontes, variante sudamericana de los mamuts, ambos parientes cercanos de los actuales elefantes de África y Asia. Estos animales habitaron estos parajes hace muchos milenios y, junto con muchas otras grandes especies herbívoras, denominadas megafauna, como el caballo americano, el milodón y la paleolama, se extinguieron debido a cambios climáticos ocurridos en todo el mundo hacia 9000 años a. C., con motivo del in de la última glaciación. Sobre la base de este antecedente, a principio de los años sesenta y durante los años ochenta del siglo pasado, dos grupos de arqueólogos realizaron en ese mismo lugar excavaciones con la intención de probar una interesante hipótesis: la coexistencia entre estos animales extinguidos y los primeros seres humanos que habitaron el territorio. El resultado de las investigaciones Puntas de dardos confeccionadas en cuarzo cristalino, parte de un astil de dardo de maril con diseños geométricos y restos óseos de mastodonte del sitio Tagua Tagua (Colección Museo Nacional de Historia Natural, fotografía: F. Maldonado). 63 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino fue muy exitoso, ya que se logró demostrar dicha coexistencia, especialmente a través del hallazgo de algunas herramientas de piedra entre los huesos de dichos animales. Estos antiguos grupos humanos, que los arqueólogos han ubicado en un período cultural llamado Paleoindio, llegaron a este territorio entre 11.500 y 10.000 a. C., después de un largo proceso de migración. Esta había comenzado unos ocho mil años antes, cuando sus ancestros cruzaron el estrecho de Bering, en ese entonces un puente de tierra que unía los actuales territorios de Siberia y Alaska. Hoy es poco lo que sabemos sobre ellos, ya que en general se han encontrado muy escasos lugares que conserven sus evidencias. De hecho, en la Zona Central el hallazgo realizado en la laguna de Tagua Tagua representa el único donde la presencia de grupos paleoindios ha sido veriicada cientíicamente. Estas poblaciones debieron estar compuestas por pequeños grupos familiares que se desplazaban libremente por el territorio, obteniendo su sustento de una amplia gama de recursos animales y vegetales. No obstante, la caza de grandes animales hoy extinguidos es la actividad de subsistencia más conocida por los arqueólogos, ya que muchos de los sitios descubiertos en el continente corresponden a lugares de matanza y faenado de animales. Tagua Tagua es justamente uno de estos lugares. Las evidencias que ahí quedaron hablan de una playa de la antigua laguna, donde los cazadores acecharon y mataron mastodontes, caballos americanos y ciervos que acudían ahí a beber, entrampándolos en el borde pantanoso. Para este propósito los cazadores utilizaron grandes bloques de piedra que arrojaron a los animales y lanzas armadas con ilosas puntas de cuarzo cristalino inamente talladas. Una vez muer tos los animales, los faenaron en el mismo lugar, extrayéndoseles la carne, la grasa y algunos huesos, para lo cual utilizaron cuchillos y raederas talladas en piedra, así como piedras con ilos naturales cor tantes. Finalmente, los cazadores se llevaron las presas menos voluminosas a otro sitio, desconocido hasta ahora, pero que debió ser el campamento donde habitaba el resto de la familia. Ciertas herramientas utilizadas por estos hombres quedaron en el lugar, mezcladas con los huesos de los animales. Algunos de estos huesos presentan, además, claras huellas dejadas por los instrumentos utilizados para 64 Alero El Manzano 1 que presenta ocupaciones por más de once mil años en el Cajón del Maipo (fotografía: L. Cornejo). III. La tierra de las cuatro estaciones / L. Cornejo Puntas de dardos utilizados por cazadores del período Arcaico, previas al año 7000 a. C. (derecha) y posteriores (izquierda). (Colección MChAP, fotografías: F. Maldonado). cortar la carne y separar las distintas presas del animal. Son estas las evidencias que permiten a los arqueólogos airmar que en este lugar se habría veriicado una muy antigua ocupación humana, la cual ha sido fechada por el método del radiocarbono entre 11.500 y 8000 a. C. Aunque no sabemos mucho sobre otras actividades de subsistencia que realizaban estos grupos, tales como la recolección de especies vegetales o la caza de animales pequeños, es evidente que el modo de vida de estos cazadores estaba muy estrechamente relacionado con los grandes animales que constituían sus presas de caza. Por esta razón, la extinción de esta megafauna, producto de los grandes cambios ambientales que ocurren a ines de la última glaciación, provoca también profundas transformaciones en la cultura y vida de estos primeros conquistadores de la Zona Central. Quizás, paradojalmente, hacia el décimo milenio antes del presente, estos cazadores estaban contribuyendo a la extinción de los últimos mastodontes, caballos y otros animales, cazándolos en lugares como la antigua laguna de Tagua Tagua. Los grandes cambios climáticos que estaban en curso, hacían de esta una suerte de refugio para estos grandes herbívoros, ya que otras partes se habían tornado inhabitables para ellos. La extinción de la megafauna obligó a reorientar las actividades de los cazadores, estimulando profundos cambios sociales y culturales, todos los cuales han hecho a los arqueólogos deinir un nuevo período cultural, llamado Arcaico, que tendría su inicio alrededor del año 10.000 a..C. y que sería contemporáneo con los últimos paleoindios que todavía cazaban megafauna en lugares relictos como la mencionada laguna. A partir de esos momentos, comenzarán a ser más importantes para la alimentación y la obtención de materias primas otros animales que sobrevivieron al impacto de los cambios ecológicos o que, incluso, se vieron favorecidos por ellos. Estos animales, la mayor parte de los cuales ha subsistido hasta el presente, eran en general de menor tamaño y mayor movilidad que la megafauna. Entre los más apetecidos estaban el guanaco y el huemul, pero también zorros, pájaros y roedores. Huellas de estos cazadores arcaicos se pueden encontrar en refugios localizados entre rocas y cuevas en la cordillera andina, en lugares como Piuquenes en el río Aconcagua o El Manzano en el río Maipo, con fechas iniciales que oscilan entre 10.300 y 8600 años a. C. Este nuevo modo de vida de pequeños grupos nómadas que obtienen su sustento directamente de la naturaleza, durará poco más de diez mil años en este territorio. Durante ese lapso, no obstante, la cultura sufre una serie de importantes cambios, relacionados tanto con su subsistencia como con su tecnología y organización social. Algunos de estos cambios se pueden apreciar en sitios como los arriba señalados, los que fueron reiteradamente utilizados como campamentos habitacionales durante muchos milenios. Una situación similar ocurre en lugares como Cuchipuy, ubicado en el borde de la laguna de Tagua Tagua, donde se sepultaron difuntos a lo largo de casi toda la secuencia prehistórica. El trabajo de la piedra, tecnología fundamental para la confección de herramientas en un mundo donde aún no se conocían los metales, es uno de los aspectos que sufre transformaciones más drásticas a través del tiempo. Las grandes puntas talladas, que constituían la parte punzante de los dardos de los primeros tiempos, cambian a partir del séptimo milenio antes del presente. Sus formas se modiican y se reducen en tamaño, probablemente, como producto de cambios en la manera de usar esos proyectiles. También se introducen innovaciones en el diseño de otras herramientas de piedra, tales como cuchillos, raspadores y cepillos, para desempeñar funciones más especializadas. La economía parece ser uno de los motores de estos cambios, ya que en ella se comienza a gestar una de las innovaciones más signiicativas en estas sociedades. La creciente importancia que van adquiriendo los vegetales silvestres como recursos para la alimentación, se ve relejada en el signiicativo aumento de los implementos de molienda. En el cementerio de Cuchipuy, por ejemplo, muchos difuntos son enterrados juntos con morteros o manos de moler confeccionados en piedra. La modiicación de la economía de estas poblaciones es probable que conllevara la disminución en la movilidad característica de la vida nómada. Esto es particularmente notorio en el uso, por muchos milenios, de Cuchipuy como lugar de entierro de un número relativamente alto de personas. 65 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino En la costa se vive un proceso similar al de los valles del interior. Su antecedente más antiguo, hace unos 9200 años, se encuentra en Punta Curaumilla, unos treinta kilometros al sur de Valparaíso En este caso fue el mar el que ofreció los recursos para la subsistencia de estos grupos arcaicos, los cuales incluyeron en su dieta moluscos, peces, crustáceos y mamíferos marinos. Cazadores y recolectores como estos produjeron algunos de los basureros de conchas o conchales, tan comunes a lo largo de todas las playas y roqueríos del litoral central. Varios de los más extensos y comunes de estos sitios corresponden a grupos que los arqueólogos han denominado complejo Papudo. LOS PRIMEROS CERAMISTAS Y HORTICULTORES 66 En las postrimerías del último milenio antes de Cristo, se maniiestan en la Zona Central las primeras evidencias de uno de los cambios más notables ocurridos en muchas partes del mundo: el cultivo de plantas domesticadas y, por lo tanto, el tránsito hacia una subsistencia basada en la producción de alimentos y en el sedentarismo. Este proceso, que introducirá profundas modiicaciones en casi todos los aspectos de la cultura de algunas poblaciones, se desarrolla de manera muy lenta, pasando básicamente por tres estados: la experimentación, el cultivo en pequeña escala u horticultura y el cultivo en gran escala o agricultura. Paralelo a la revolución de los cultivos, e inclusive con fechas levemente anteriores a ella, en la Zona Central, como en muchas otras partes del planeta, surgen artesanías producto del dominio de complejas tecnologías. Una de estas artesanías y que mejor deine las diferencias entre distintas culturas prehistóricas, es la alfarería. En la Zona Central no hay por ahora claridad acerca del origen de estas tecnologías. Hasta el momento no se han encontrado restos que permitan ver la fase de experimentación en la domesticación de plantas, la que sí se ha documentado en territorios de más al norte. Igual cosa ocurre con la alfarería, ya que las cerámicas más antiguas, con fechas de alrededor del 860 a. C., localizadas en Punta Curaumilla, parecen estar ya desarrolladas, esto es, sin evidencias de un previo proceso de invención y experimentación en la región. A partir del 300 a. C., en la Zona Central se puede identiicar con claridad la presencia de grupos humanos horticultores y alfareros, los que han sido asignados por los arqueólogos al período Alfarero Temprano. No obstante, los cazadores y recolectores de tradición Arcaica nunca fueron desplazados del todo por la nueva cultura, ya que ese modo de vida se mantuvo vigente hasta tiempos históricos en territorios marginales, especialmente en regiones cordilleranas. En varios aspectos, esta nueva forma de vida no difería mucho en sus inicios de los antiguos cazadores-recolectores, ya que buena parte de su sustento venía de la caza y la recolección. A la vez, conservaban todavía algo del estilo nómada de sus antecesores. Los cultivos fueron tomando importancia a medida que pasaba el tiempo. Probablemente, el proceso comenzó con la producción de calabazas, que serían utilizadas principalmente como recipientes. Paisajes costeros con disponibilidad de agua dulce y acceso a la playa fueron recurrentemente utilizados por cazadores recolectores del complejo Papudo (fotografía: L. Cornejo). III. La tierra de las cuatro estaciones / L. Cornejo 67 Conjunto de vasijas del período Alfarero Temprano provenientes de los ajuares funerarios del cementerio El Mercurio, Vitacura, Santiago. Colección Depto. Antropología, FACSO, Universidad de Chile (fotografías: F. Maldonado). Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino Con posterioridad, se incorporaron plantas netamente alimenticias como la quinua, el poroto y el maíz. De manera sugerente, los cultivos estuvieron presentes en este territorio mucho antes de la transformación del modo de vida, ya que en asentamientos de grupos arcaicos de la alta cordillera andina se ha encontrado que la quinua cultivada ya era adquirida desde tierras trasandinas unos 1500 años a. C. En general, las poblaciones de este período exhiben una serie de características comunes, las que han sido especialmente documentadas en el territorio que se extiende entre los ríos Aconcagua y Cachapoal. Sin embargo, no fueron homogéneas desde el punto de vista cultural, coexistiendo y desarrollándose a través del tiempo distintos grupos con una ininidad de diferencias en detalles importantes de su cultura. Esta situación es propia del nivel de desarrollo en que se encontraban estos pueblos, el que se caracteriza por la falta de cualquier forma de poder o autoridad central y en el cual las familias independientes constituyen el principal núcleo social. Los estudios arqueológicos han permitido delimitar con alguna precisión algunos de estos grupos. Entre los años 200 a. C. y 100 d. C., los arqueólogos han encontrado los restos dejados por pequeñas comunidades alfareras, llamadas Comunidades Alfareras Iniciales. Es posible que sean descendientes directas de los cazadores del Arcaico, pero ya contaban con cerámicas muy sencillas y cultivaban especialmente quinua. Sin embargo, en ciertos aspectos, como la tecnología de fabricación de herramientas de piedra o la importancia de la caza, mantenían muchas de las características de sus antecesores. Es el caso de sitios como el excavado en los terrenos de la ENAP en Concón, o en el sitio Radio Estación Naval de la Quinta Normal, en Santiago. Entre 250 a. C. y 1000 d. C., se distingue otro grupo que los arqueólogos han llamado Bato. Sus restos se han encontrado especialmente en lugares como San Antonio, Paine y Colina. Se trata de pequeñas unidades familiares, cuyo modo de vida, si no fuera por la presencia de la tecnología alfarera y de muy escasos cultivos, tampoco se diferenciaba mucho de las antiguas poblaciones del período Arcaico. Este grupo acostumbraba enterrar a sus muertos en forma aislada, bajo el piso de sus habitaciones. Su único ajuar mortuorio eran 68 Tumba con un mortero de piedra como ajuar de la fase Comunidades Alfareras Iniciales en el sitio Liceo Lenka Franulic, Ñuñoa (fotografía: L. Cornejo). III. La tierra de las cuatro estaciones / L. Cornejo Tumba Llolleo del cementerio El Mercurio, Vitacura, Santiago (fotografía: F. Falabella). los tembetás, un adorno que en vida usaban insertado entre el labio inferior y el mentón, y collares hechos con cuentas de piedra. En ese escenario de mucha diversidad existió también Llolleo, sin duda una de las sociedades mejor conocidas de este período, levemente más tardía que las anteriores, con fechas que se extienden entre los años 150 y 1200 d. C. Este grupo se caracteriza por detentar una mayor densidad poblacional y por sitios habitacionales de mayores dimensiones. Sus restos se han encontrado en lugares como Algarrobo, Las Condes y Melipilla. Económicamente, estos grupos seguían siendo dependientes de la caza para la obtención de carne, aunque la presencia de cultivos, tales como la quinua y el maíz, eran sustanciales en su dieta. Al igual que los Bato, la gente Llolleo enterraba a sus muertos bajo el piso de sus viviendas, formando a veces pequeños cementerios, pero acompañados de un ajuar funerario mucho más variado y rico que en los casos anteriores, incluyendo recipientes de cerámica, adornos corporales, piedras horadadas e instrumentos de molienda. Los párvulos, por su parte, eran sepultados dentro de urnas de cerámica. Todas estas características sugieren que Llolleo fue una sociedad un poco más compleja que las otras de este período. El uso de deformaciones intencionales de la cabeza, una práctica muy común en la América precolombina y sin efectos 69 nocivos desde el punto de vista biológico, puede ser indicio del surgimiento de diferencias sociales más allá de las familiares. De hecho, es muy probable que sea en el seno de esta sociedad donde comienza la gran revolución que se desarrolla a inales del primer milenio de nuestra Era. LOS AGRICULTORES Hacia el año 900 d. C., es posible veriicar la presencia de un nuevo grupo. Los arqueólogos lo denominan Aconcagua y lo asignan al período Alfarero Intermedio Tardío. Esta gente se extendió rápidamente entre los ríos Aconcagua y Cachapoal, con una población más numerosa, aunque grupos Llolleo siguieron presentes en la zona al menos hasta el año 1200 d. C. Del mismo modo, algunos territorios montañosos siguieron poblados por cazadores recolectores, con los cuales los Aconcagua tuvieron intercambios. El origen de la población Aconcagua no es todavía suicientemente claro, aunque una hipótesis propone que esta cultura tuvo su origen en los horticultores Llolleo que la precedieron, no como producto de un lento proceso de evolución, sino como un cambio revolucionario que se opuso a la antigua forma de vida y que desarrolló otra que, en varios aspectos, es antagónica a la de sus antecesores. Este cambio súbito puede haber comenzado con la llegada de nuevas Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 70 Vasijas Aconcagua con la clásica decoración negro sobre salmón, incluyendo el diseño trinacrio (arriba). Colección MChAP 3102 y 1816 (fotografías: F. Maldonado). III. La tierra de las cuatro estaciones / L. Cornejo ideas y tecnologías, probablemente provenientes del norte, las cuales habrían sido tomadas y adaptadas rápidamente por una parte importante de la población. Esta puede ser la razón por lo cual muchos de los elementos culturales de Aconcagua exhiben una impronta que es reminiscente de tradiciones culturales como Ánimas en el Norte Chico o Condorhuasi en el Noroeste Argentino. La cultura Aconcagua tuvo su principal centro en el río Maipo, donde establecieron pequeños conjuntos habitacionales. Las viviendas eran construidas con barro, paja y coligüe; es el caso de las encontradas en la rinconada de Huechún o en la conluencia del estero El Manzano con el río Maipo. En esos caseríos convivían probablemente varias familias unidas por lazos de parentesco, dedicadas a producir una diversidad de cultivos —tales como la quinua, el poroto y, especialmente, el maíz—, criar guanacos amansados y, por supuesto, cazar y recolectar. Asentamientos ubicados en ciertos lugares tuvieron una especialización en la producción de determinados recursos: en la costa, estaban dedicados especialmente a la recolección de mariscos, mientras que en algunos lugares de la cordillera explotaban minas de cobre. Entre los sitios más importantes de la gente de Aconcagua están sus cementerios de túmulos. Estos constituían verdaderas necrópolis, que cumplían un importante rol social y religioso dentro de la comunidad. Se caracterizan por grandes concentraciones de tumbas construidas como montículos de tierra, con alturas que varían entre treinta centímetros y un par de metros. Bajo ellos los muertos, enterrados individual o colectivamente, eran acompañados de un ajuar compuesto de vasijas de cerámica, aros de cobre, collares y otras clases de objetos. Algunos de los más importantes se encuentran cerca de San Felipe y en Lampa. En algunas partes acostumbraban sepultar a los difuntos también bajo tierra, pero sin túmulos. Aparentemente, esta sociedad tuvo niveles de organización social que trascendían los lazos puramente familiares. Los individuos reconocían la existencia de una instancia social superior, a la cual pertenecían sin importar sus distintos orígenes familiares. Este auto reconocimiento como miembros de una misma sociedad o etnia era expresado tanto por la mantención de una serie de obligaciones y derechos entre los individuos, como por la existencia de una serie de símbolos que representaban a la sociedad. Destaca entre ellos un diseño, llamado por los arqueólogos “trinacrio”, que habitualmente pintaban en los platos de cerámica utilizados en la vida diaria y en el ajuar mortuorio. La decoración de la alfarería y la presencia de cementerios de túmulos permiten señalar que dentro de esta gran agrupación cultural existían diferencias, tal como la que se advierte entre las poblaciones de la cuenca del río Maipo y aquellas asentadas en la cuenca baja del río Aconcagua. Más aun, en la cuenca alta del río Aconcagua, si bien se reconocen algunos elementos culturales Aconcagua, pareció desarrollarse una población distinta, con más conexión con los Diaguita del Norte Chico. 71 Túmulos funerarios Aconcagua de la localidad de Santa Rosa, Los Andes (fotografía: L. Sanhueza). Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino En general, sin embargo, es casi imposible encontrar elementos de la cultura Aconcagua fuera de su territorio nuclear, salvo unos pocos fragmentos de alfarería recolectados en sitios precordilleranos de la Provincia de Cuyo, en Argentina. LA LLEGADA DE LOS CONQUISTADORES La autonomía política de la Zona Central tendría a mediados del siglo xv un cambio rotundo, a partir de la incorporación de este territorio y su gente al Imperio Inka o Tawantinsuyu, inaugurándose lo que los arqueólogos de la Zona Central denominan período Alfarero Tardío. Como en muchas otras partes de los Andes, este proceso ocurrió de manera bastante rápida y violenta, signiicando para las poblaciones Aconcagua la pérdida de su independencia política, así como una serie de cambios en su modo de vida. De acuerdo a las crónicas escritas por los españoles, la conquista de estos valles —incluidos en la parte sur del Imperio, denominado Collasuyu— se habría veriicado aproximadamente entre 1470 y 1493 d. C., durante el mandato en el Cusco de Topa Inka Yupanqui. De acuerdo a algunas fuentes, los inkas llegaron hasta las riberas del río Maule, lugar donde su ejército habría sido frenado por las poblaciones que habitaban más al sur. Sin embargo, las evidencias arqueológicas de este proceso expansivo no son del todo coincidentes con los relatos de los cronistas. Existe una serie de indicios que señalarían que los inkas arribaron a la Zona Central unos cincuenta a ochenta años antes de lo que indican las fuentes escritas. Por otra parte, los lugares efectivamente ocupados por representantes del Tawantinsuyu solo se extienden por el sur hasta el Cerro Grande de La Compañía, ubicado algunos kilómetros al norte de la ciudad de Rancagua. Se desconoce todavía cuáles fueron las razones que tuvo el Tawantinsuyu para expandir sus fronteras hasta estas regiones, localizadas a casi tres mil kilómetros de su capital. Entre las hipótesis que se han manejado se incluyen la necesidad constante de incrementar los recursos económicos para un imperio que tenía como principal política económica la distribución de los recursos; los intereses de cada nuevo gobernante inka, quien estaba obligado a forjar su propia riqueza, y la atracción que ejercían los recursos mineros de estos territorios. Sean cuales fueren las razones que trajeron hasta aquí al Tawantisuyu, el tipo de lugares donde asentaron indica que su presencia en la Zona Central estaba vinculada a intereses muy delimitados. A la vez, si bien se pueden encontrar ciertas evidencias que hablan de la estadía en estos territorios de personas venidas directamente del núcleo central del Imperio, aparentemente la mayor parte del trabajo de conquista, así como la posterior ocupación y administración, estuvo en manos de miembros de poblaciones que habían sido en su 72 Fragmento del camino del Inka aún visible en la cordillera del río Maipo, por el mismo que después Charles Darwin viajó de Santiago a Mendoza (Río Yeso) (fotografía: L. Cornejo). III. La tierra de las cuatro estaciones / L. Cornejo Vista aérea de las construcciones de la huaca inka de la cumbre del cerro Chena, San Bernardo (fotografía: L. Cornejo). momento también conquistadas por los inkas, especialmente los Diaguita de los valles del norte semiárido. Una de las principales huellas de esta ocupación fue la construcción de obras viales y arquitectónicas que hasta ese momento eran completamente desconocidas en estas tierras. Especial mención merece el Camino del Inka, red vial que saliendo desde el Cusco recorría todas las tierras bajo el mando del Inka reinante. Esta red permitía administrar en forma eiciente uno de los imperios más extensos del mundo, ya que por él viajaban rápidamente las noticias, se desplazaban los ejércitos y servía para el movimiento expedito de los recursos económicos. Este camino contaba con una serie de tambos o posadas, cuya función era prestar asistencia a los mensajeros y caravanas que circulaban entre los diversos puntos del Imperio. Las crónicas españolas hablan de que el Camino del Inka llegaba, al menos, hasta el Cerro Grande de La Compañía, muy probablemente el último bastión de la dominación inka en la Zona Central. Esta habría sido articulada desde un centro administrativo localizado en los márgenes del río Mapocho y cuyas evidencias han sido descubiertas bajo el ediicio de Museo Chileno de Arte Precolombino y la Catedral de Santiago, lo que ratiicaría que Pedro de Valdivia fundó esta ciudad sobre un importante emplazamiento inkaico. Se han localizado también algunos de los tambos que daban servicio al camino, que, entrando por Colina seguiría el trazado de las actuales calles Independencia y Bandera, para desde ahí dirigirse al sur. Generalmente, estos tambos consisten en una serie de recintos rectangulares con muros de piedra y accesos abiertos hacia un pequeño espacio central. Junto a una de estas instalaciones, ubicada cerca de las nacientes del río Maipo, se encuentra un topu, hito construido en piedras y que era utilizado por los inkas para deinir la frontera. Aparte de esta red vial, el dominio de los conquistadores cusqueños se aianzaba a merced de una serie de centros ceremoniales emplazados en las cimas de las colinas, desde donde era posible ver y controlar un amplio espacio. Algunas de estas guacas presentan muros que rodean un reducto localizado en la cumbre, donde se llevaban a cabo ceremonias como las de los solsticios. Los centros mejor conservados de la Zona Central están en cerro Chena, cerca de San Bernardo, y en el ya mencionado Cerro Grande de La Compañía. En el pasado, estos sitios fueron interpretados como pukaras o fortiicaciones emplazadas en lugares estratégicos. No obstante, nuevos estudios —que atienden al modelo de dominación Inka— concluyen que se trata de sitios ceremoniales. Como parte de dicha estrategia de dominación, los inkas implementaron una serie de ritos y ceremonias que eran parte importante de la religión estatal. Las evidencias más claras de esto son los santuarios que erigieron en algunas de las 73 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino DEL CACHAPOAL AL MAULE 74 Entre los ríos Cachapoal y Maule, el territorio arqueológicamente mejor conocido se encuentra en esta última cuenca. Aquí, los arqueólogos han encontrado y estudiado una serie de sitios que representan una tradición de cerca de cinco mil años de antigüedad. Durante los primeros milenios, pequeños grupos de cazadores-recolectores se asentaron en lugares como las cuevas de Quivolgo, cerca de Constitución, o en el cerro Las Conchas, en la localidad de Reloca. Posteriormente, hacia 200 a. C., hacen su aparición en esta región los primeros grupos que, basados todavía en el modo de vida anterior, cuentan ya con cerámicas entre sus utensilios. Restos de su presencia se encuentran en lugares como Santos del Mar, cerca de Reloca, en las dunas de Quivolgo y en Pelluhue. Por causas que se desconocen, solo promediando el segundo milenio de nuestra Era, estas poblaciones de raigambre costera comienzan a asentarse en forma más permanente en el interior, especialmente en la cordillera, hacia donde acuden en busca de obsidiana, un vidrio volcánico altamente apreciado para la confección de herramientas ilosas. Esta ina materia prima será parte de un importante circuito de tráico que llegará, incluso, a tierras tan lejanas como Mendoza. cumbres más elevadas de la cordillera andina. Entre otros ritos, en ellos se realizaron sacriicios de personas en honor a Inti, el Sol. En la cumbre del cerro El Plomo, frente a Santiago, fue encontrado el cuerpo de un niño que, después de haber sido embriagado con chicha, fue sepultado vivo junto con algunas ofrendas dentro de una cámara construida en el piso de una plataforma. Igual ceremonia se practicó cerca de la cumbre del cerro Aconcagua, la máxima elevación de los Andes. El Tawantinsuyu trajo también a estas tierras diversos cambios en materia económica. La utilización del camélido doméstico, especialmente la llama, como animal de lana, carne y carga, fue tal vez una de las innovaciones más signiicativas, ya que todas las evidencias disponibles en la actualidad indican que, con anterioridad al arribo de los inkas, solo existía la caza o captura y amansamiento de guanacos silvestres. Asimismo, la agricultura experimenta un importante impulso con la llegada de técnicas mucho más soisticadas, tales como mejores sistemas de riego e incluso nuevos cultivos. El impacto de la dominación inka sobre la población local de raigambre Aconcagua, se dejó sentir en distintos ámbitos de su vida. En primer lugar, tuvieron que interactuar directamente con una nueva población, la que si bien pudo haber sido escasa, se encontraba en una situación ventajosa, Escudilla Diaguita que muestra la presencia de inluencias inka en su decoración. Colección MChAP/DSCY 2958 (fotografía: N. Aguayo. Archivo MChAP). como fuente de nuevas ideas y costumbres. La alfarería, que anteriormente había constituido un importante medio de expresión de la identidad de la sociedad Aconcagua, incorporó una serie de rasgos propios de las culturas Inka y Diaguita, proceso que supone la aceptación por parte de la población local de elementos foráneos. A juzgar por la rapidez con que ocurrió, este proceso debió ser forzado por la dominación ejercida por el Tawantinsuyu. Por lo demás, las poblaciones locales debieron pagar impuestos al Estado, en la forma de bienes, especialmente minerales, y por medio del tributo en mano de obra para los proyectos públicos emprendidos por los cusqueños. La presencia de este Estado expansivo provocó la aparición de estructuras sociales y políticas completamente nuevas. Se instauraron autoridades que ostentaban un poder sobre la sociedad nunca antes conocido, representadas tanto por los administradores de los intereses inkas en la región, como por personajes locales que, si bien existían previamente, ahora adquirieron un mayor protagonismo. A la vez, estas diferencias sociopolíticas debieron conllevar disparidades económicas y de jerarquía entre distintos segmentos de la sociedad. Toda esta situación, sin embargo, sufriría un abrupto inal con la llegada de nuevos conquistadores. Desde el III. La tierra de las cuatro estaciones / L. Cornejo Cántaro maka de estilo inkaico pero de manufactura y algunos diseños Diaguita y plato con diseños Inka y Diaguita manufacturado en la Zona Central. Colección MChAP/DSCY 2970 y 2955 (fotografías: N. Aguayo. Archivo MChAP). otro lado del mundo y después de haber sometido a los aztecas y apoderarse de la capital del Tawantinsuyu, los españoles vienen para deinir un nuevo mundo: uno en el cual las culturas autóctonas de la Zona Central y del resto de América ya no tendrían cabida. Los indígenas se convierten en mano de obra esclava para la instalación en estas tierras de una nueva sociedad colonial, que implantará los valores, usos y costumbres de la civilización cristiana. En este contexto, una cantidad importante de los descendientes de la cultura Aconcagua es rápidamente asimilada en la nueva cultura mestiza que se forma en torno a la actual ciudad de Santiago. Muchos de los nativos perecen en los primeros años de dominación europea, como consecuencia de los maltratos y abusos a que son sometidos por el nuevo régimen y por el contagio de enfermedades hasta ese entonces desconocidas en América, como la tuberculosis. Este genocidio cultural y racial fue tan intenso que la Zona Central y el Norte Chico son, desde principios del siglo xx, los únicos territorios donde no existe población indígena en Chile. En estos grandes valles se ha perdido irremediablemente la riqueza cultural proveniente de una tradición de casi quince mil años de antigüedad. Las descripciones de las poblaciones nativas, por parte de los primeros europeos que arribaron a la Zona Central en las expediciones de Diego de Almagro y Pedro de Valdivia, enfatizaron un aspecto de su cultura que difícilmente puede ser estudiado por la arqueología: el idioma. De acuerdo a las primeras crónicas, en la Zona Central se hablaba la misma lengua que en los territorios de más al sur: el mapudungun, la lengua de los mapuches. Es decir, más allá de las diferencias que se observan en otros planos de la cultura, pueblos como los Aconcagua, los mapuches y los que vivían en la cuenca del río Maule tenían entre sí algún tipo de parentesco cultural. Puede que este vínculo se deba a un origen común, pero también es posible que obedezca a una interacción cultural entre ellos. Con todo, no hay todavía una explicación concluyente para esta interrogante. Estas mismas evidencias permiten reairmar las diferencias que son visibles con relación a las culturas de más al norte, especialmente el territorio de la cultura Diaguita, donde se hablaba una lengua completamente distinta. 75 76 77 78 IV. La tierra de los lagos y los bosques / C. Aldunate E n las tierras de Huilío, cerca del río Toltén, una anciana machi ha salido de su ruka antes del alba para ir a la cancha sagrada donde se efectuará el nguillatún, la gran rogativa que su comunidad celebra una vez cada cuatro años. Aún es de noche y en el mes de octubre hace un frío penetrante. Una leve llovizna cae sobre la tierra húmeda, produciendo una niebla a través de la cual apenas se puede percibir el accidentado paisaje. La anciana camina rápidamente pero con diicultad, intentando sortear los charcos del sendero. Tiene que ayudarse con su bastón y en ocasiones recrimina a sus dos jóvenes ayudantes que tratan de seguirla. Está preocupada, debe llegar a la cancha antes que despunte el alba para iniciar la ceremonia que durará dos días completos. La machi tiene 90 años y no sabe si sus fuerzas la acompañarán. Pero el cacique y el nillatufe, especialista en rogativas de Huilío, han convocado a esta reunión y ella tiene que cumplir con su deber. Algo le dice que este será su último nguillatún. Al subir la última colina alcanzan a observar en el bajo la cancha con su altar, donde se encuentran el poste sagrado y un Mujeres mapuches ataviadas de acuerdo a la evolución del arte de la platería. De izquierda a derecha, se representan los siglos xviii, xix y xx (ilustración: J. Pérez de Arce). 79 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 80 enorme toro atado a un tronco. A través de la niebla, perciben también las pequeñas fogatas de las familias que pernoctaron allí, esperando la gran ocasión. Está toda la comunidad reunida en un momento de gran intimidad, pues todavía no comienzan a llegar los invitados. Reciben a su machi con respeto y cariño y le ofrecen un caldo caliente. Ella lo rechaza. Debe iniciar pronto el rito de la primera mañana, el rito del alba. Se ha vestido con el kepam que tejió junto a su madre para su matrimonio, sobre el cual ha prendido las joyas de plata recibidas como dote de su madre y de la madre de su madre. Sobre el pañuelo colorido, que se ha amarrado como un turbante, se ha puesto un penacho de plumas que le trajeron de Temuco. Se sienta en una silla que han colocado junto al altar, por respeto a su edad, y fuma con impaciencia. Ordena que su kultrún, el tambor que la ha acompañado desde hace sesenta años, sea colocado cerca del fuego para que su piel se tensione y arranque un bello tañido. Cuando observa que detrás de la niebla comienza a aparecer el resplandor del alba, iluminando la tierra de los nevados volcanes del este, se yergue bruscamente y de modo autoritario pide a una asistente que le pase el kultrún; pone en su mano derecha un aderezo de cascabeles y se dirige hacia esa luz, hacia el lugar sagrado del este, el puel mapu, la tierra azul de los antepasados, más allá de los volcanes. Cierra sus ojos y rodeada del silencio solemne de la comunidad lanza un grito, seguido por un vigoroso redoble de kultrún. Entonces inicia el canto sincopado del pillantún, que invoca a los antepasados. Ellos, los muertos de la comunidad, los padres de los padres y los padres de sus padres, pu laku, los abuelos, han ascendido al sol en forma de aves y moran en el puel mapu. Ellos, los que velan por su pueblo, lo protegerán de la sequía, de enfermedades, multiplicarán las ovejas y los ganados, las cosechas y los granos. Protegerán a su linaje. La comunidad debe acordarse siempre de esta vinculación sagrada con los kuiiche, antiguos caciques, antiguas machis del linaje. Deben conservar las costumbres, las vestimentas, el idioma ancestral, todo lo que se les ha dado. De esto dependerá su destino. De pronto su cántico cambia de tono y ritmo. Golpea enérgicamente el tambor y se convierte en guerrera. Invoca a los antiguos kona o mocetones, a los valientes tokis ancestrales, a los antiguos guerreros para que protejan y deiendan a su pueblo de los engaños y las desventuras a que han estado sometidos durante siglos. En la gran ceremonia de rogativa mapuche, al recordar a sus antepasados por medio del pillantún de la machi, la comunidad de Huilío venera a gentes cuyas vidas se pierden en el tiempo: a los cazadores y recolectores milenarios que poblaron esta región y las pampas argentinas, a los primeros ceramistas y horticultores de Pitrén, a los ancestrales pueblos de El Vergel, que enterraban sus muer tos en vasijas de barro. Sin proponérselo, recuerdan también a los invasores españoles y a los winkas chilenos con los que se han mezclado por siglos. Con estos ritos, los mapuches evocan a antepasados que desconocen, pero a los cuales se sienten vitalmente unidos. La arqueología nos permite viajar al pasado mediante los restos materiales e indagar sobre los antepasados y los orígenes de este pueblo. El Lelfun mapu o valle central tiene un excelente potencial agrícola. Trigales entre las comunas de Galvarino y Cholchol (fotografía: C. Aldunate). IV. La tierra de los lagos y los bosques / C. Aldunate EL MEDIO AMBIENTE El territorio que se extiende al sur del río Biobío se caracteriza por extensos bosques, con especies caducifolias que, al perder las hojas en invierno, permiten la insolación del suelo, posibilitando el crecimiento de un rico sotobosque, con gran cantidad de hongos, gramíneas y especies arbustivas con frutos comestibles. Antiguamente, este bosque dominaba todo el territorio entre la costa y la cordillera, hasta el río Toltén, donde paulatinamente se transformaba en el bosque valdiviano, impenetrable, muy húmedo y siempre verde, poco favorable para el establecimiento del hombre. El bosque caducifolio, sin embargo, avanzaba por el valle central al sur del Toltén, hasta el Maullín, protegido por las cordilleras de los Andes y de la Costa, produciendo condiciones locales atractivas para la ocupación humana, en especial en ambientes lacustres. Hoy este paisaje está profundamente alterado por el talaje de los bosques, como consecuencia, primero, de actividades agrícolas y ganaderas y, luego, por la industria forestal. Las sociedades humanas que ocuparon esta especial zona del país se adaptaron desde épocas muy tempranas a este medio ambiente que les entregaba diversas especies de plantas y árboles de excelente calidad, inagotable riqueza de materias primas para la industria, a la vez que importantes recursos silvestres alimenticios y medicinales, que hacían posible vivir en este ambiente de recolección y caza durante todo el año. En la costa de esta región, la presencia del océano Pacíico, al igual que en todo nuestro extenso litoral, produjo condiciones favorables para la permanencia de grupos humanos que aprovecharon y se especializaron en la caza de mamíferos marinos, pesca y recolección de algas y mariscos. MONTE VERDE, LOS PRIMEROS DESCUBRIDORES Durante el Pleistoceno, al inalizar la última glaciación, unas pocas familias se establecieron en Monte Verde, cerca de la actual ciudad de Puerto Montt, hace unos trece mil años. El paisaje y el clima de este lugar eran diferentes a los actuales. Tupidos bosques dominaban el territorio y llegaban hasta los glaciares que se descolgaban de las nevadas cumbres andinas. Los recursos alimentarios incluían, además de la actual fauna y bosque laurifolio, especies hoy desaparecidas. Por ello y por su especial antigüedad, los arqueólogos han caliicado a Monte Verde como un sitio correspondiente a los primeros pueblos que colonizaron América. La gente de Monte Verde vivió en un ambiente boscoso, aprovechando los abundantes recursos madereros para hacer sus habitaciones, que techaban con cueros de animales. Los restos de sus fogatas demuestran que se alimentaban de especies animales hoy extinguidas, entre ellas el mastodonte, un elefante que cazaban con lanzas provistas de rudimentarias puntas de piedra. También recolectaban plantas comestibles y medicinales de la región, las que preparaban en morteros de madera. Existen conjeturas para señalar que ya desde esta ocupación inicial del territorio el hombre usaba el fuego para despejar el impenetrable bosque y poder establecer sus asentamientos. Esta práctica se haría evidente después en el Vista del Lafken mapu o litoral marino, en Alepué (“lugar distante” en lengua mapuche [fotografía: C. Aldunate]). 81 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino LOS ANIMALES QUE EL HOMBRE ENCONTRÓ EN AMÉRICA 82 IV. La tierra de los lagos y los bosques / C. Aldunate Arcaico y en las sucesivas etapas prehistóricas e históricas de ocupación de estas tierras. El sitio arqueológico de MonteVerde tiene una de las fechas más tempranas de nuestro continente y evidencia la gran antigüedad de la presencia humana en América. Sus fechas radiocarbónicas de 12.500 años antes de hoy, demuestran que en esta época ya existían pequeños grupos humanos viviendo perfectamente adaptados en el sur de Chile. Si aceptamos que los primeros americanos fueron los que cruzaron de Asia a América por el estrecho de Bering, ¿cuánto demoraron en llegar de Alaska a esta remota región? Esta y otras interrogantes demuestran lo poco que sabemos sobre el período de las primeras ocupaciones humanas del continente americano. La escasez de evidencias arqueológicas, siempre fragmentarias y por tanto discutibles, contribuye a la actual diicultad de conocer más acerca del proceso del descubrimiento del Nuevo Mundo por el hombre y explicar sus diferentes adaptaciones, sistemas de vida, creencias y costumbres. LOS CAZADORES Y RECOLECTORES DEL ARCAICO Hace unos siete mil años que el paisaje, el clima y las especies animales son más o menos similares a las actuales. Los glaciares se retiraron poco a poco hasta su actual nivel, dejando en nuestro territorio grandes lagunas y lagos al pie de la cordillera de los Andes y entre la cordillera de la Costa y el mar. Como consecuencia de estas alteraciones, la temperatura media subió y el ciclo climático dio origen a una estación fría, húmeda y lluviosa, seguida de otra más seca y cálida, lo que provocó la expansión de los bosques y posibilitó nuevos y diferentes espacios para la ocupación humana. En América se conoce como Arcaico a este período en que los grupos humanos se aclimatan a las nuevas condiciones ecológicas y, para su subsistencia, realizan actividades de caza y recolección de productos vegetales o de pesca, caza y recolección marina en el litoral. Los sitios arqueológicos pertenecientes a esta época son, en general, pequeños campamentos donde vivían reducidos grupos familiares en cuevas, abrigos rocosos, lugares protegidos de las inclemencias del tiempo y cercanos a los recursos naturales que explotaban. En ellos, los arqueólogos encuentran pocas evidencias: restos de fogones, herramientas de piedra para labores de caza o recolección, semillas, residuos de plantas silvestres que consumían, etcétera. En escasos sitios se han encontrado evidencias de talleres líticos, donde preparaban sus herramientas y en otros aun menos frecuentes, evidencias de enterratorios humanos. Estos yacimientos han demostrado que, poco a poco, en el largo período de siete milenios, el hombre fue ocupando los diferentes espacios en la costa, el valle central y la precordillera de los Andes. Este proceso paulatino revela que las sociedades fueron adaptándose de manera cada vez más exitosa a los distintos ecosistemas, conociendo y explotando sus recursos, resultando de ello un crecimiento poblacional. En el litoral, estos grupos ocuparon variados ambientes costeros para la caza de 83 Inapire mapu o tierra cercana a las nieves. Al fondo, el volcán Llaima (fotografía: F. Maldonado). Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 84 Jarro o metawe, cultura Pitrén, siglo vii. Colección MChAP 1481 (fotografía: F. Maldonado). Mortero antropomorfo. Colección MChAP 2414 (fotografía: F. Maldonado). lobos marinos, la pesca y la recolección de mariscos y algas, así como también para obtener los recursos de recolección de los bosques de la costa. También tempranamente fueron ocupados los ambientes lacustres y faldeos de la cordillera andina, donde existía —además del bosque templado, con su sotobosque pleno de bayas, frutas y hongos— el recurso inigualable de los frutos del pewén o araucaria y los rebaños de guanacos que pastaban en las veranadas altoandinas. Los ambientes de la llanura central —en esa época cubierta de bosques— al parecer fueron colonizados con posterioridad. También a ines del Arcaico se han encontrado evidencias de estas ocupaciones en la isla Mocha, lo que permite especular acerca de la práctica de la navegación en estas tierras, en fechas tan tempranas como el 1500 a. C. Los estudios sobre cazadores-recolectores en otras partes del mundo han sugerido que estos grupos se mueven con mucha facilidad de un lugar a otro, aprovechando diferentes ambientes en épocas distintas. Por ello, son muy lexibles en la manera cómo utilizan los diferentes ecosistemas y desarrollan estrategias de subsistencia variables, dependiendo de los recursos que les interesan. Es muy probable que estas características sean aplicables a los cazadores-recolectores del centro-sur de Chile. De hecho, en sus campamentos se han encontrado restos que provienen de lugares muy alejados. Es frecuente el hallazgo de restos marinos del Pacíico en los sitios precordilleranos y los contactos con grupos del occidente de los Andes, demostrando que, desde esta temprana época, la cordillera no fue un obstáculo, sino más bien un lugar de paso y contacto entre las sociedades de ambas vertientes. Si aceptamos estos postulados, esta parte de la historia humana en el centro-sur de Chile estaría caracterizada por el conocimiento y la apropiación del territorio y el desarrollo de diferentes adaptaciones en los diversos ambientes de la costa, el valle central, los lagos precordilleranos y la vertiente occidental de los Andes. Hasta hace poco más de un siglo, grupos de cazadores continuaban desplazándose a lo largo de la cordillera de los Andes, persiguiendo manadas de guanacos y ciervos andinos, recolectando los frutos del pewén y pasando de un lado de los Andes al otro. Estos últimos cazadores mantenían un modo de vida muy similar al de sus remotos antepasados del Arcaico. IV. La tierra de los lagos y los bosques / C. Aldunate Recipiente antropomorfo: igura masculina. Cultura Pitrén. Colección MChAP 1885 (fotografía: F. Maldonado). Figura antropomorfa bifronte. Colección MChAP 1923 (fotografía: F. Maldonado). CERAMISTAS DE PITRÉN A partir de los primeros siglos de nuestra era, en todo el vasto territorio que se extiende entre los ríos Biobío y Bueno, entre la costa y la cordillera, se encuentran restos de un pueblo que conocía muy bien la elaboración de la cerámica. Hay algunas piezas de gran delicadeza, con tratamientos de la supericie muy elaborados. Decoraban las vasijas con un engobe y, usando un peculiar método, pintaban el ceramio con líneas, trazando dibujos o dejando huellas de las hojas con que ahumaban las piezas, para después pulirlas con esmero. Este procedimiento, llamado “pintura resistente” también fue utilizado por sociedades de Chile Central y el Norte Chico en esta misma época. En los cementerios Pitrén se han encontrado ofrendas de estos ceramios: en algunos casos simples cántaros o vasijas asimétricas con un asa puente; otras veces tienen modelados en forma de hombres o animales, tales como patos, ranas o sapos. A este pueblo se le ha dado el nombre de Pitrén, un sitio ubicado en las riberas del lago Calafquén, donde se identiicó por primera vez este complejo cultural. La buena adaptación de estos grupos a los diferentes ambientes costeros, 85 Pipas de piedra, o quitra, siglos x-xviii. Colección MChAP 1602, 1344 y 1630 (fotografías: F. Maldonado). Jarro asa-puente zoomorfo con pintura negativa, cultura Pitrén. Colección MChAP 2490 (fotografía: F. Maldonado). Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 86 lacustres, vallunos y cordilleranos, indica que se encontraban largamente aincados en este territorio, sugiriendo que Pitrén tiene raíces muy profundas en las tradiciones de cazadoresrecolectores más tempranas. Los sitios identiicados como Pitrén son muy heterogéneos y abarcan todo este extenso territorio, desde la cordillera hasta el mar Pacíico, alcanzando también la precordillera trasandina. Hay sitios o campamentos abiertos, aleros y cementerios en todos estos lugares. Dentro de ellos se distinguen concentraciones de diferente naturaleza: en la región lacustre chilena y argentina y en el valle medio del Cautín. Las actuales investigaciones demuestran que las zonas lacustres son concentraciones pequeñas de poblaciones, en tanto que en el valle de Cautín se encuentran grandes ocupaciones con cementerios mucho más densos, que demuestran aglutinamientos mayores con sitios ceremoniales y funerarios importantes. Es probable que la gente de Pitrén recibiera innovaciones venidas del norte, tales como la cerámica y probablemente algunos conocimientos de cultivos, posiblemente quinua, y maíz y sobre todo la papa, que tiene antecedentes genéticos en estas latitudes. De hecho en algunos sitios lacustres se han encontrado evidencias de maíz y quinua, cuyos cultivos deben haber sido sembrados en pequeños huertos de temporada, para lo cual era necesario despejar el bosque mediante roces a fuego. La localización de los cementerios, sin embargo, hace pensar que la rica potencialidad de bosque caducifolio como recurso alimentario, además de la caza y la pesca terrestre y marítima en la costa, continuaron siendo las actividades económicas fundamentales de los pueblos Pitrén. Pitrén representa un importante momento en la historia de esta región. Por una parte, porque comienzan a producirse en esta época procesos culturales que demuestran etapas muy iniciales de la llegada de innovaciones culturales provenientes seguramente del norte de Chile. Por otra, se trata de una sociedad que está en transición entre dos etapas culturales radicalmente diferentes: aquella en que el hombre vive a expensas de lo que la naturaleza le provee, cazando y recolectando sus alimentos, y otra en que inicia la producción de alimentos mediante la horticultura. En la prehistoria americana se acostumbra llamar a la etapa de producción de alimentos como período Agroalfarero, pues en la mayoría de los casos la agricultura aparece asociada a la aparición de la cerámica. Si bien en Pitrén encontramos un desarrollo notable de la alfarería, no hay testimonios de tecnologías agrícolas de importancia, como son la rotación de cultivos, los trabajos de irrigación, la fertilización de los suelos, etcétera. Al parecer, esta sociedad solo cultivaba pequeños huertos de temporada en tierras que despejaba del bosque mediante el fuego, trasladando su asentamiento cuando se agotaba la potencialidad del suelo. Este sistema de trabajo —llamado horticultura— es utilizado hasta el día de hoy por muchos pueblos amazónicos. Es posible que la actividad hortícola representara para la gente de Pitrén solo un complemento de los recursos proporcionados por la recolección y la caza, actividades que siguieron desempeñando Ilustración de un entierro El Vergel, siglos Molina). xi-xvi (Instituto Juan Ignacio un papel protagónico en la subsistencia de estos grupos humanos. Mientras a inicios del segundo milenio de nuestra Era las sociedades que habitaban en la costa y los valles al norte del río Toltén experimentan transformaciones sociales y culturales de envergadura, al sur de este río y en la zona precordillerana, Pitrén continúa vigente hasta la invasión hispana. EL PUEBLO DE LAS URNAS: EL VERGEL A comienzos del segundo milenio de nuestra Era, entre los ríos Biobío y Toltén, especialmente en los valles de Angol, aparecen restos arqueológicos de un pueblo profundamente diferente a Pitrén. Esta región, la más septentrional de este territorio, tiene características muy propias, como su clima benigno, acentuado aquí por la presencia de la cordillera de la Costa, que adquiere elevaciones considerables. La cordillera de Nahuelbuta produce un efecto de biombo climático que da al valle central condiciones de especial continentalidad, mayor sequedad y temperaturas más altas. En esta zona, dominaba el bosque caducifolio que permitía en épocas de otoñoinvierno una mayor insolación del suelo y el crecimiento de abundantes arbustos con bayas y frutos comestibles y numerosas especies de hongos, algunos de gran tamaño, IV. La tierra de los lagos y los bosques / C. Aldunate Urnas funerarias El Vergel. 87 también comestibles. Los bosques de esta región han sido talados y reemplazados por plantaciones de cereales y de pinos para celulosa. Ellos han sido considerados agrícolamente los más ricos del sur y han producido las mejores cosechas trigueras del país en el siglo pasado. Precisamente en las cercanías de Angol, en la localidad de El Vergel, se han encontrado numerosas tumbas de una sociedad que enterraba a sus muer tos en grandes cántaros o urnas de cerámica, pocas veces decoradas con pintura blanca y roja. Las ofrendas funerarias consistían en cántaros de cerámica, al menos uno pequeño, también decorado y de una forma muy característica, con un asapuente que une el cuello de la vasija con su cuerpo. Debido a la humedad y la acidez de los suelos, han desaparecido el resto de las ofrendas, en especial los atuendos de los difuntos. Solo en condiciones muy excepcionales se han podido rescatar fragmentos de textiles, aros y alileres de cobre y una cuchara de madera. Tal es el caso de Alboyanco, cuyos terrenos pantanosos impidieron la descomposición de los restos orgánicos. Los cementerios de la gente de El Vergel nunca contienen más de dos o tres tumbas, lo que hace pensar que pertenecen a núcleos familiares pequeños que vivían en caseríos. La localización de los restos de esta sociedad, siempre cercanos a los ríos, indica que preferían estos lugares para usarlos en la irrigación de sus huertos, haciendo pequeñas obras de Jarro asimétrico El Vergel. Colección MChAP (fotografía: F. Maldonado). Cántaro bicromo, estilo Valdivia, siglos xvii-xix. Colección MChAP 3067 (fotografía: F. Maldonado). Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 88 Cántaro antropomorfo. Colección MChAP 1425 (fotografía: F. Maldonado). IV. La tierra de los lagos y los bosques / C. Aldunate regadío. Al parecer, los grupos El Vergel permanecían un largo tiempo ocupando las mismas tierras, lo que indica un mayor grado de sedentarización de sus asentamientos. Hoy, por medio de las investigaciones arqueológicas de estos últimos años, conocemos mucho más de esta sociedad, antes identiicada solo sobre la base de los cementerios mencionados. Hay numerosos sitios habitacionales correspondientes a este pueblo en la costa de Arauco e incluso en las islas Santa María y Mocha. Del estudio de estos sitios se desprende que esta sociedad continuaba practicando la recolección terrestre y marina, probablemente como su fundamental medio de subsistencia, pero que también incluían en su dieta quinua, probablemente cultivada en pequeños huertos. Los primeros conquistadores señalaban que en la isla Mocha se cultivaban maíz, papas y porotos, seguramente en estos mismos huertos. Un descubrimiento de inusual importancia en esta isla han sido los restos de gallinas cuyos antecedentes genéticos se emparentan con las gallinas polinesias, lo que ha despertado conjeturas acerca de posibles migraciones transpacíicas. También en la Mocha se ha acreditado el trabajo metalúrgico de cobre por reducción de metales, lo que indica un primer esbozo de esta actividad en la zona, cercano al siglo xii, que se complementa con el hallazgo de aros de este metal en cementerios vergelenses. Los primeros viajeros señalan que en la isla Mocha no solamente se cultivaban productos agrícolas, sino que se disponía también de rebaños de camélidos. Estos datos, conirmados en las investigaciones arqueológicas, traen a colación el tema del tipo de ganadería practicada por los vergelenses, que consistiría probablemente en el amansamiento de camélidos salvajes o guanacos. También, las investigaciones en ambientes isleños como la Mocha, Santa María y Quiriquina exigen explicar algo acerca de la navegación marina, que probablemente se realizaba en balsas, hechas de “maguey” (probablemente una Puya), donde “llevan sus bastimentos y pasan sus ganados”, como lo anota el Padre Rosales en el siglo xvii. Muchas de estas innovaciones son propias de la historia del desarrollo cultural de los pueblos andinos. Probablemente, El Vergel representó una etapa importante en la “andinización” de las sociedades del sur de Chile, proceso que habría quedado trunco debido a la conquista española. De hecho, en algunos asentamientos El Vergel ha quedado demostrado empíricamente que los individuos con que se relacionaron los conquistadores hispanos eran de esta iliación cultural. No hay dudas de que El Vergel tiene hondas raíces en la anterior sociedad Pitrén, a la que termina por absorber. Con todo, mientras El Vergel se establece en la zona meridional del centro-sur de Chile, entre el Biobío y el Toltén, al sur de este río, en el sector de los lagos precordilleranos y cordilleranos, Pitrén subsiste hasta la conquista hispana. ALBOYANCO En la localidad de Alboyanco, cerca de Angol, campesinos encontraron una gran urna de cerámica perteneciente a la gente de El Vergel. En su interior, había el esqueleto casi completo de un individuo, que conservaba todo su pelo, ordenado en una especie de moño y trenzas enredadas con ibras textiles. Junto al cuerpo se encontraron varios fragmentos de tejidos y una cuchara de madera, además de un pequeño cántaro asimétrico, característico de este complejo funerario. Este hallazgo, que es único en la región, por la extraordinaria conservación de restos tan frágiles como son las osamentas humanas, los tejidos y la madera, signiica un notable aporte al conocimiento de este momento cultural del sur de Chile. Grupo familiar El Vergel (ilustración: J. Pérez de Arce). El análisis de los materiales comprobó que se trataba del entierro de una niña de alrededor de 16 años de edad, cuya estatura no se pudo determinar. Es posible que haya padecido de anemia. Sus huesos presentan deformaciones que son típicas en personas que cargan frecuentemente grandes pesos sobre la espalda. En el caso de la muchacha, las anomalías son especialmente notorias en su hombro derecho. El análisis comprobó además, que a menudo se sentaba sobre sus talones, probablemente para realizar actividades textiles o de cocina. Los tejidos son de dos tipos muy diferentes, que nos dan información sobre el traje de la difunta. Se trata de uno grueso de color ocre, que probablemente sirvió de vestido y otro mucho más ino, angosto y decorado con delgadas líneas color café rojizo, pardo oscuro y ocre, que es evidentemente una faja. Las técnicas de confección de estos tejidos son muy similares a las de los tejidos de los Andes Centrales, comunes en épocas anteriores a nuestra Era. Tales tecnologías desaparecen de allí a comienzos del primer milenio, pero se conservan en ciertos lugares del norte de Chile, el noroeste de Argentina y entre los actuales mapuches. Uno de los tejidos parece estar hecho de pelo de llama, lo que indicaría la posibilidad de que este camélido ya había sido domesticado en la región. La termoluminiscencia, un procedimiento de la física atómica que permite determinar la época de fabricación de la cerámica, fechó el hallazgo entre los años 1300 y 1350 d. C. Así trabaja la arqueología. Un análisis minucioso de cada uno de los restos de un hallazgo puede dar valiosas claves acerca de un momento de la vida del ser humano, aunque este haya vivido en tan remota época. 89 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 90 Araucaria (Araucaria araucana), conífera nativa (fotografía: F. Maldonado). PUEBLOS CORDILLERANOS De acuerdo a las noticias que nos entregan los primeros documentos de los españoles que visitaron la región, habitaban aquí diversos grupos de indígenas, a los que denominan, de norte a sur, chiquillanes, pehuenches, puelches y poyas. Todos ellos subsistían de la caza de guanacos y ciervos andinos, así como de la recolección de frutos y productos vegetales. Es muy probable que estos grupos hayan estado estrechamente emparentados con los habitantes de las pampas argentinas, los aonikenk de la Patagonia y los selk’nam de Tierra del Fuego, con los cuales compartían la antigua tradición de los cazadores andinos del Arcaico. Entre estos pueblos, los más conocidos son los pehuenches, que se especializaron en la caza del guanaco y en la recolección del niliu, que es el fruto del pewén o araucaria. Estas semillas se consumían cocidas, deshidratadas, molidas en forma de harina y fermentadas en bebidas. Se conservaban por largos meses en depósitos subterráneos que eran inundados por el agua. Clava cefalomorfa. Colección MChAP 3114 (fotografía: F. Maldonado). LOS AUCAS DE CHILE A comienzos del siglo xvi, mientras los conquistadores españoles entraban en los dominios del Inka, tropas del gobernante cusqueño Huayna Capac, que avanzaban hacia el sur, se encontraron con un pueblo que les opuso tenaz resistencia. Este pueblo colocó un límite al dominio inkaico, que no logró pasar más allá del río Cachapoal. Las incursiones guerreras del Inka probablemente llegaron hasta el río Biobío, pero no doblegaron la resistencia de esta sociedad, a la que IV. La tierra de los lagos y los bosques / C. Aldunate 91 Clava atípica. Colección MChAP 1120 (fotografía: F. Maldonado) Toki-kura, hacha de piedra, pectoral del jefe guerrero. Colección MChAP 1372 y 1370 (fotografías: F. Maldonado) por sus virtudes guerreras y espíritu belicoso pusieron el nombre de purumaucas o indios aucas de Chile. Fueron estos mismos aucas o araucanos los que, algunas décadas más tarde, pusieron freno a la conquista hispana, mataron a Pedro de Valdivia, el conquistador de Chile, y destruyeron las siete ciudades fundadas por los españoles al sur del Biobío, ijando un límite al sur del cual conservaron su autonomía por espacio de casi trescientos años. Hoy llamamos mapuche a este pueblo, puesto que ellos se dan esta denominación. Son los descendientes de los primeros habitantes de América, de los cazadores y recolectores que posteriormente colonizaron la costa, el valle y la cordillera de esta región, de los pueblos de Pitrén y El Vergel. Además, incorporaron elementos étnicos y culturales de los indígenas cordilleranos y transcordilleranos, con los que mantuvieron estrechos contactos. Por otra parte, la larga relación que mantuvieron con el mundo colonial y después con el Chile republicano, les dejó también herencias importantes de mestizaje. Son ellos los antiku pu che, los antepasados de los actuales mapuches invocados por la machi de Huilío. 92 93 94 V. La tierra donde la cordillera se hunde en el mar / F. Mena E l oleaje golpeaba con furia las rocas, danzando al unísono con los negros nubarrones abrazados de las cumbres. Esa noche llovió mucho, y el joven Darwin agradece en su diario haberla pasado protegido en una bahía boscosa en la que el bergantín Beagle había recalado, atraído en parte su capitán por un bullicioso grupo de indígenas que le habían saludado a gritos, corriendo por las orillas escarpadas mientras la nave avanzaba junto a la costa. Se trataba de cuatro hombres corpulentos cubiertos por capas de piel de guanaco, cuyas mujeres y niños se mantuvieron escondidos en el bosque, a prudente distancia. Pertenecían a los indios haush del extremo oriental de la Isla Grande de Tierra del Fuego, que, aunque orientados fundamentalmente a la caza terrestre, visitaban a menudo las costas, donde recolectaban moluscos y cazaban ocasionalmente algún lobo marino. A medida que la nave avanzaba hacia el poniente, Darwin fue tomando contacto con otros grupos indígenas mejor adaptados a la vida costera e incluso dueños de avanzadas técnicas de navegación en el laberinto de canales y archipiélagos 95 Mapa del Estrecho de Magallanes que incluye el paso de Le Maire, 1635 (grabado: G. Blaeuw, 1670, colección Biblioteca Nacional de Chile). Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino Piedra pulida circular o “lito discoidal” de Cueva Fell, Magallanes. Colección Museo Regional de Magallanes (fotografía: F. Maldonado). 96 Patagones del sur, siglo xix (grabado en Fitz Roy, 1833). donde la cordillera se hunde en el mar: los canoeros yámana o yaganes. De vez en cuando —luego de días navegando en medio del silencio de estas inmensidades insulares, jalonadas por el furor de las tormentas y la fugaz apertura de un paisaje de bosques y enormes nevados— se topaban con una canoa de cortezas, el fuego encendido en su interior, conducida por una mujer mientras los hombres acechaban por pesca arpón en mano. Con sus espaldas apenas cubiertas por una corta piel de nutria o foca, estos grupos dependían fundamentalmente de la pesca y caza costeras (aves y mamíferos marinos) y solo acampaban en tierra irme cuando era necesario proveerse de leña o agua fresca, o bien, cuando varaba una ballena, hecho que motivaba la reunión de varios grupos vecinos. El impacto de estos primeros encuentros parece haber hecho alorar en Darwin las emociones moldeadas por la cultura victoriana: el “cientíico objetivo” —respetuoso de la diversidad de la naturaleza y reticente a imponer en ella juicios clasiicatorios— describe a los fueguinos como “innobles y asquerosos salvajes”, apenas capaces de lenguaje articulado, más distantes del hombre civilizado que el animal silvestre del domesticado. De allí a ver en ellos la “prehistoria congelada”, verdaderos “fósiles vivientes” representativos de un antiguo estado de la humanidad, hay apenas un paso. Darwin sabía que estos indígenas habían tenido esporádicos contactos con “la civilización occidental” desde hacía ya más de dos siglos. De hecho, traía como compañeros de navegación a tres yámanas llevados a Inglaterra en un viaje anterior por el capitán Fitz Roy y de cuyas cualidades e inteligencia hace frecuente mención en su diario. Quizás sea injusto decir, entonces, que Darwin Yámanas (fotografía: C. Wellington Furlong, 1907). V. La tierra donde la cordillera se hunde en el mar / F. Mena considerara a todos los fueguinos iguales, sobrevivientes del Paleolítico o eslabones entre el animal y la humanidad moderna, pero es innegable que esta noción es la que dominó la especulación intelectual hasta hace pocos años y es aún hoy la imagen más común en la imaginación popular. El que en estas latitudes no se haya desarrollado la cerámica, la agricultura o la arquitectura compleja, no signiica que los pueblos que habitaron el extremo sur hayan permanecido estancados en la más remota prehistoria, inmutables e imperturbables en su aislamiento, mientras que en el resto de Chile se sucedían diferentes invenciones, estilos cerámicos y hasta imperios. Es muy probable que este sistema de vida canoero no haya existido siquiera cuando los primeros seres humanos llegaron a Patagonia. Lejos de representar un “fósil viviente” —un vestigio de la edad de piedra, inalterado desde los primeros tiempos de la humanidad— la tradición canoera pareciera ser, entonces, un desarrollo relativamente “nuevo”, radicalmente diferente del modo de vida de los cazadores del interior, que sí tiene antecedentes remotos en el pasado humano del extremo sur. Los hombres que encontró Darwin en 1832 pueden adscribirse, en general, a la cultura yámana y, como tal, quizás tenían tantas diferencias como semejanzas con los más antiguos pueblos canoeros de la zona que recién estamos comenzando a conocer. Después de todo, es esperable que estas sociedades relativamente aisladas y basadas en la caza y la recolección en un ambiente más bien hostil, mantengan muchos rasgos tradicionales que marcan una continuidad directa con sus antepasados. La prehistoria de Patagonia es tan prolongada como la de otras regiones del país y durante todo este tiempo hubo cambios como para hablar de una secuencia de diferentes culturas. Los antiguos habitantes de estas regiones no eran ni selk’nam, ni yámanas, ni alacalufes o kawashkar. Si muchas de las características de su cultura se parecían a las de sus sucesores miles de años más tarde, es tal vez porque les eran adaptativas y eicientes. Después de todo, el cambio cultural no es necesariamente bueno y no todas las culturas viven en la innovación frenética que caracteriza a la nuestra. Tal conservadurismo no releja falta de inteligencia y no niega que hubo muchos cambios creativos a lo largo de la prehistoria, aunque no afectaran mayormente el sistema de vida y no se relejen tan claramente en los materiales arqueológicos que han llegado a nosotros. LOS HOMBRES DEL ALBA La larga aventura del hombre patagónico no se inicia, como hemos dicho, en las costas húmedas y boscosas del Pacíico, sino en los territorios más secos de estepas y bosques abiertos hacia el oriente. Por el momento, las huellas más antiguas de presencia humana en el extremo sur de Chile corresponden a restos de fogones y huesos de animales comidos hace unos once mil años por un grupo de cazadores y caminantes de la estepa que paraban de vez en cuando en Cueva Fell, un pequeño alero rocoso a orillas del río Chico, Gancho de estólica en hueso de guanaco, cueva Baño Nuevo, Aysén (fotografía: F. Maldonado). unos doscientos kilómetros al noreste de la actual ciudad de Punta Arenas. Aunque esta es una fecha antigua y discutible a la luz de la actual tecnología de datación y otros criterios de cautela que recomiendan ser escépticos con respecto a esta y otras ocupaciones, el hecho mismo de que haya varias fechas de aproximadamente esta antigüedad, sugiere que es muy posible que haya habido incursiones exploratorias que dejaron evidencias ambiguas previas a que se reconozca un patrón claro y aceptado por todos hace unos diez mil años (o unos doce mil si se consideran fechas calibradas). Estos primeros ocupantes de Patagonia cazaban algunos animales que se extinguieron a ines de las glaciaciones —como el caballo americano y, quizás, el milodón— pero su existencia dependía básicamente del guanaco, y la vida de estos grupos paleoindios no debe haber sido demasiado diferente a la de los selk’nam históricos que vivieron en las planicies interiores de Tierra del Fuego. Eso sí, no conocían el arco ni aprovechaban los recursos costeros, como hacían los hombres con que se encontró el joven Darwin. Usaban dardos propulsados con estólicas y rematados con delicadas puntas talladas en piedra que los arqueólogos llamamos “cola de pescado”, por la forma de su base. Estas mismas puntas de dardo se han encontrado en varios otros sitios de esa época en la región, aunque no en todos, quizás porque no eran demasiado abundantes y se tenía especial cuidado en no perderlas en cualquier parte. Estos primeros patagónicos eran bastante móviles y, como no había demasiados grupos humanos por entonces, se desplazaban con facilidad cientos y miles de kilómetros, aprovechando tanto ambientes de bosque abierto, como los que rodean Cueva del Medio y Cueva del Milodón, como el espacio estepario de la región de Pali Aike y el norte de la Tierra del Fuego, que por entonces estaba aún unida al continente. 97 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino No sabemos nada del mundo social y espiritual de estos grupos paleoindios, aparte de que eran altamente móviles y organizados en grupos de a lo más quince o veinticinco parientes. A falta de arcos y lecha, que permiten el acecho solitario, la cacería era imposible sin una especial coordinación, quizás mediante rodeos, arrinconamientos y señales distantes. En ese momento, debió pesar el prestigio y la autoridad de la persona más hábil y criteriosa, pero no había jefes permanentes ni hereditarios. Al anochecer, en torno a la fogata y rodeados por la soledad más profunda imaginable —el viento, las estrellas, quizás el rugir de un tigre dientes de sable en la distancia— los mitos y las anécdotas debieron ser más que cuentos entretenidos: eran una manera de ordenar el cosmos, de explicarse la existencia y de reasegurarse en la unidad de un grupo humano con un destino e historia propios. Aunque no tenían instrumentos musicales que dejaran evidencia material de estas ceremonias, el Hain o Klóketen de los selk’nam y otros ricos y soisticados rituales de los pueblos posteriores, muy posiblemente herederos de esta tradición, permiten imaginar sin mayor diicultad cantos, palmadas y lacónicas danzas. Quizás se pintaran el cuerpo en ocasión de ciertas iestas y ritos especiales, aunque no se han hallado terrones de pigmentos ni nada que conirme esta especulación. Entre los poquísimos objetos de estos antiguos hombres y mujeres que han llegado hasta nosotros, hallamos, sin embargo, algunos 98 Pinturas rupestres de cueva Río Pedregoso, Aysén (fotografía: S. Barahona, 2015). que muy probablemente relejan antiguas creencias y prácticas rituales. Las piedras pulidas circulares, por ejemplo, no tienen huellas de desgaste que sugieran su uso para moler, ni restos de grasa que delaten su uso como sobador de pieles. Sus terminaciones son más inas y regulares que lo necesario para cumplir cualquier función doméstica, pero no tenemos idea de cómo pudieron usarse en caso de que sean objetos rituales, tal como ocurre —por lo demás— con otras piezas comparables de Huentelauquén, en el Norte Chico y otros sitios antiguos de América. Otro atisbo de este mundo simbólico lo ofrecen las pinturas rupestres, aunque esta tradición se originó en lo que es hoy el norte de la provincia argentina de Santa Cruz y parece no haber sido demasiado importante en Patagonia meridional en estos momentos. Por esa misma época o algo más tarde, llegaron los primeros grupos humanos al pie de la cordillera en lo que es hoy la Región de Aysén, casi mil kilómetros más al norte. Aunque recién se ha comenzado a investigar este período en la región, se han hecho importantes avances como los de Baño Nuevo y El Chueco y algunos hallazgos sugerentes de ocupaciones al aire libre, Otro campo de investigación especialmente activo en este momento es el de los registros paleoambientales y la geomorfología de esa época. A la luz de estos antecedentes, pareciera que los antecesores de los grupos paleoindios que llegaron al extremo V. La tierra donde la cordillera se hunde en el mar / F. Mena Arpón con punta en forma de orejas de zorro de Canoeros Antiguos, Magallanes. Colección Museo Arqueológico de La Serena (fotografía: F. Maldonado). austral de Chile pasaron (o más bien “vivieron”, puesto que se desplazaron gradualmente, sin siquiera saberlo) más al oriente, en lo que son hoy las mesetas y cañadones de la Patagonia argentina o la costa atlántica, la que entonces, con el nivel del mar mucho más bajo, debió extenderse unos cien kilómetros más al este. Los primeros grupos humanos que recorrieron las pampas de Aysén, en el extremo occidental de las estepas centro-patagónicas, ni siquiera encontraron caballos americanos ni milodones, que allí ya se habían extinguido hacía cientos o miles de años. Quizás traían consigo la costumbre y habilidad de pintar en las paredes rocosas de aleros y cuevas, pero no podemos airmar que pintaran negativos de manos o escenas de guanacos, como las documentadas más al sureste en el río Pinturas u otros valles en el actual territorio argentino. Es probable que ocuparan estos sitios de manera estacional o ni siquiera todos los años, en el marco de incursiones por parte de grupos humanos que se instalaban más regularmente en aquellos territorios, donde se aprovisionaron, por ejemplo, de obsidiana los ocupantes tempranos de la Cueva Baño Nuevo, al noreste de Coyhaique. Unos ocho mil o nueve mil años atrás, mientras los primeros grupos humanos llegaban a los pies de la cordillera en las pampas ayseninas, una antigua lengua glaciar, que casi cortaba el continente en el extremo sur, terminó por inundarse, dando origen al estrecho de Magallanes, que unió ambos océanos y dividió a los antecesores de los selk’nam y aonikenk. Los grupos humanos del extremo sur, que en un principio eran una sola cultura, comenzaron a diferenciarse. Tanto las sociedades del norte del Estrecho (actual Patagonia meridional) como las del sur (actual Tierra del Fuego), sin embargo, continuaron siendo cazadores especializados en el guanaco y otros animales de las estepas. Algunas diferencias menores relejan simplemente diferentes ambientes, por ejemplo, ausencia de caza del ñandú en Tierra del Fuego, donde al parecer esta ave se extinguió tempranamente. Pero las principales características distintivas entre ambas sociedades se dieron en el terreno del mito, el rito y el ornato corporal. Si bien las diferencias ambientales y las barreras geográicas jugaron, sin duda, un rol importante en la proliferación de diferentes culturas patagónicas a partir de un mismo grupo humano inicial, las relaciones sociales impulsaron todo un universo simbólico que se tradujo en la diversidad de costumbres que encontraron los europeos en el área. AMPLIANDO HORIZONTES Uno de los períodos más dinámicos de cambio se dio hace unos seis mil a cinco mil años, en aparente asociación con algunos fenómenos ambientales. Aunque es muy probable que estos fenómenos no estén relacionados, y que ni siquiera sean tan “contemporáneos” como lo sugiere nuestro limitado conocimiento arqueológico, es inevitable notar que es entonces cuando tenemos las primeras evidencias de un modo de vida canoero y de una ocupación regular de los bosques montanos, a la vez que se sienten más fuertemente algunos elementos originarios de más al norte. Si hay alguna tendencia general que subyace a todos estos fenómenos, sugiriendo algún tipo de relación más allá que la simple “coincidencia”, es el alza de la temperatura ambiental hasta superar incluso los valores actuales. Es probable que esta tendencia haya comenzado más tarde a medida que se avanza hacia el sur, pero quizás lo más discutible de tratar este período (llamado “Optimum climático” o “Altithermal”) como compartido por todas las regiones en donde se dieron cambios culturales de importancia, es que existieron grandes diferencias en relación con otras características climáticas. En Tierra del Fuego, por ejemplo, el aumento de temperatura se correspondió con mayores precipitaciones y el consecuente avance del bosque sobre la estepa, mientras que en la zona sur de los canales, junto al calor sobrevino una gran aridez. 99 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 100 Colgante aonikenk, Magallanes. Colección Roehrs (fotografía: F. Maldonado). Algunos estudiosos han planteado que la emergencia de los canoeros en el extremo sur está relacionada precisamente con las nuevas condiciones boscosas en la costa, que se tradujeron en una disminución de alimentos terrestres como el guanaco, junto con una mayor disponibilidad de madera para fabricar canoas, arpones y otros elementos básicos para la explotación de alimentos costeros. Creen que los grupos humanos de la zona —descendientes de grupos paleoindios y adaptados por milenios a la caza terrestre— habrían comenzado entonces a cazar aves y lobos marinos y a depender cada vez más de la recolección de moluscos y la pesca, hasta dar origen a una forma de vida radicalmente nueva, representada históricamente por yámanas y kawashkar. Conforme a esta interpretación, la emergencia del modo de vida canoero habría sido efectivamente una “ampliación de horizontes” para los tradicionales cazadores terrestres, descendientes de los ocupantes de Cueva Fell o del sitio Tres Arroyos. Sin embargo, no podemos descartar la posibilidad de que los canoeros representen en realidad una población adaptada tradicionalmente a la vida marina a lo largo de la costa del Pacíico, y que las huellas de su antiguo paso por Chiloé y los archipiélagos del norte de la Patagonia estén aún por descubrirse. Esta es todavía una “zona ignota” para la arqueología, con condiciones muy difíciles para la investigación de terreno (lluvias permanentes, densa vegetación que obstaculiza la visibilidad y hasta la movilidad en el terreno) y la preservación de evidencias arqueológicas (frecuentes y reiterados sismos y maremotos). Es muy posible que futuras investigaciones revelen que los pueblos canoeros, en lugar de representar un desarrollo revolucionario en algunos lugares del extremo sur patagónico donde las planicies esteparias casi llegan al mar, sean el desarrollo lógico de un modo de vida existente por milenios en las costas del Pacíico. No sabemos, por lo tanto, si esta “ampliación de horizontes” de los canoeros representa un cambio total de la cultura, la adopción de sistemas de navegación más eicientes y regulares o, simplemente, la llegada de nuevas poblaciones y la aparición en el registro arqueológico de contextos y materiales antes desconocidos en el área. Sea como sea, hasta hace unos seis mil años todos los grupos humanos en el extremo sur de América eran cazadoresrecolectores terrestres. A partir de entonces, sin embargo, se hace imposible hablar de la prehistoria de Patagonia sin reconocer la existencia de al menos dos modos de vida muy diferentes: los cazadores terrestres de las estepas orientales y los canoeros del litoral occidental. También se hace imposible no reconocer diferencias al interior de cada una de estas grandes tradiciones, como las detectadas el siglo pasado entre los grupos aonikenk al sur y otros pueblos tehuelches al norte del río Santa Cruz. Puesto que los idiomas no dejan huellas materiales, no podemos airmar que hayan surgido entonces las diferencias dialectales observadas entre ambas poblaciones. Sin embargo, el hecho de que en el sector norte haya disminuido la importancia del uso de puntas de proyectil o que se hayan realizado allí pinturas rupestres sin comparación con las de más al sur, permite referirnos, a partir de unos seis mil a cinco mil años atrás, a diferentes tradiciones dentro de lo que antes fuera un solo grupo indiferenciado de cazadores terrestres de las estepas orientales, al norte del Estrecho. No es que la población indígena de Patagonia oriental hubiera aumentado tanto como para que se deinieran territorios propios de cada grupo, o que el río Santa Cruz haya constituido una “barrera infranqueable”, comparable a la representada unos dos mil a tres mil años antes por la apertura del Estrecho, pero la misma dinámica social, el hecho de mantener relaciones más frecuentes y alianzas matrimoniales con los vecinos más inmediatos, debió promover la divergencia simbólica y el desarrollo de la identidad de un grupo regional por oposición a otros. FORTALECIENDO DIFERENCIAS Llama la atención la vitalidad y la soisticación de estas nuevas culturas o modos de vida, como si el pleno desarrollo de un modo de vida canoero a partir de las antiguas prácticas de caza terrestre (o, alternativamente, la llegada de grupos costeros de más al norte a este universo de islas y canales) hubiera “gatillado” un momento de auge y juego experimental con los nuevos recursos y tecnologías. Estos Canoeros Antiguos preferían cazar lobos marinos que recolectar moluscos, para lo cual elaboraron puntas de arpón bastante más soisticadas y más inamente decoradas que las que encontraron los navegantes V. La tierra donde la cordillera se hunde en el mar / F. Mena europeos de hace algunos siglos. Es probable, incluso, que en algunos sectores privilegiados de la costa patagónica se hayan establecido por entonces campamentos mayores y más permanentes que los observados históricamente. Por su parte, el arte rupestre tuvo por esa misma época un vigoroso desarrollo en la precordillera de la Patagonia Central, más o menos al mismo tiempo en que comenzaban a ocuparse regularmente los valles cordilleranos aledaños en la actual Región de Aysén, dos mil a tres mil años después de que los primeros cazadores ocuparan la zona de “pampas” o estepas orientales, como las pinturas plasmadas en la cueva de Baño Nuevo. En el extremo sur de la Patagonia, esta tradición artística no tuvo nunca un gran desarrollo. Menos aún en el sector occidental (actual territorio chileno), donde solo se conocen algunas pinturas simples de rayas y puntos, aparentemente no tan antiguas como las de Patagonia Central y quizás derivadas de aquellas. Hasta hace muy poco no se conocía ninguna expresión de este tipo en el litoral y se creía que no existían, pero el hallazgo de un sitio ha llevado a algunos a interpretar esto como simple desconocimiento y no como ausencia, planteando incluso que las pinturas de Última Esperanza pueden relejar estas inluencias o el encuentro de ellas con las provenientes del interior. En Tierra del Fuego no hay evidencia alguna de pinturas rupestres y es muy posible que tampoco se hayan hecho en Magallanes, cuando ambos territorios estaban unidos, pese a que el arte rupestre era ya una costumbre bien establecida en los cañadones precordilleranos de la Patagonia Central argentina. Muy cerca de estas regiones, el valle aysenino del río Ibáñez abunda en aleros y paredones rocosos pintados. Quizás por ser un valle cordillerano, fundamentalmente boscoso y relativamente fuera de la vista y del acceso directo desde las pampas orientales, este valle fue ocupado por primera vez por el hombre en una época en que la temperatura comenzaba a bajar a valores similares a los actuales, aunque todavía primaban condiciones de aridez. Portadores de una rica tradición de arte rupestre, estos grupos debieron ir, en un principio, en busca de madera para sus toldos o de pieles de guanacos recién nacidos para fabricar capas inas y lexibles. Quizás lo hicieran únicamente en verano, época en que nacían estos “chulengos” y en que el calor y la sequedad de los cañadones esteparios se hacía desagradable, pero desarrollaron rápidamente un sistema eiciente de caza del huemul y en el tiempo otras peculiaridades. Cuesta creer que hayan sido indiferentes a este paisaje, tan distinto al de las planicies de coirones y viento que imperaba en el este, y aunque nunca explotaron la pesca o desarrollaron la navegación en este mundo de agua, manteniendo fuertes lazos con las estepas orientales (como relejan el uso de rocas de ese origen), es muy probable que hayan llegado a desarrollar un sentido de identidad, con movilidad restringida al valle. 101 Pinturas rupestres de Alero Manos de Cerro Castillo, río Ibáñez, Aysén (fotografía: C. Viviani, 1994). Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 102 V. La tierra donde la cordillera se hunde en el mar / F. Mena Punta de proyectil y raspador de varios sitios de río Ibáñez (fotografías: F. Maldonado). Boleadora erizada, procedencia desconocida, Tierra del Fuego. Colección Universidad de Magallanes (fotografía: F. Maldonado). Tanto el arte rupestre como el uso de boleadoras —arma que también fue muy usada en esta época en gran parte de Patagonia— eran prácticas conocidas en el área desde más antiguo, pero no con igual énfasis y características. Reconocer la existencia de importantes cambios en la prehistoria no signiica, por lo tanto, negar la continuidad característica de la experiencia humana en el extremo sur. TRADICIÓN Y CAMBIO Curiosamente, el período entre 2500 a. C. y 1500 d. C. es el menos conocido en la Patagonia chilena. Quizás por lo llamativo, los hallazgos más antiguos han invitado a su investigación arqueológica, mientras, por otro lado, sabemos mucho de los últimos pueblos indígenas a través de los relatos de navegantes, exploradores e incluso de algunos investigadores sistemáticos. Sabemos poco, en cambio, sobre lo que pasó entre el primer reavance glacial —que puso in al período caluroso del Hypsithermal, sin imponer condiciones para nada comparables con las “edades glaciales” del Pleistoceno— y la llegada de los primeros europeos a la zona. Aparentemente, no hubo en este período cambios tan drásticos como los que sucedieron en el período anterior, a pesar de que debieron introducirse elementos tecnológicos importantes, como el arco y la lecha. Teóricamente, la adopción de estas nuevas herramientas pudo cambiar los modos de organización social, en la medida en que se hace más fácil, por ejemplo, cazar solo, sin necesidad de coordinación grupal. Empero, no hay evidencias materiales que permitan discutir el tema. La arqueología nos informa más bien de un largo período de consolidación de los diferentes modos de vida regionales recurriendo, paradójicamente, a una misma idea: la creación de redes de asentamientos especializados y complementarios. Hasta ahora, la mayoría de los grupos se organizaba en pequeñas familias nómadas que hacían más o menos lo mismo en sus diferentes campamentos. Estos últimos milenios antes del viaje de Magallanes, sin embargo, vieron desarrollarse un modo de vida basado en diferentes asentamientos ocupados por parcialidades de un grupo familiar mayor: parapetos ocupados por algunos días en verano por grupos exclusivamente masculinos en pos de pieles de “chulengos”, pequeños conchales visitados a ines del invierno en la costa atlántica, campamentos más estables donde permanecían niños, mujeres y viejos gran parte del año. El arte rupestre se mantuvo, pero sin la vitalidad de antes. Los instrumentos de piedra siguieron respondiendo a formas semejantes, aunque por lo general eran más pequeños. Quizás sea simplemente que lo más antiguo deja menos huellas, pero pareciera que, a juzgar por el aumento de sitios, en este período efectivamente se incrementó la población y se incorporaron a la alimentación recursos más pequeños y seguros, como bayas y hongos en Tierra del Fuego o moluscos en los archipiélagos. Por esa época, la lengua y otros rasgos culturales mapuche comenzaban a imponerse entre los cazadoresrecolectores de la Patagonia y es probable que la cerámica tenga relación con la emergencia de campamentos más grandes y sedentarios. Sin embargo, por llamativa que sea para los arqueólogos, la cerámica no parece haber sido una innovación tan importante aquí. Todos los fragmentos hallados en Alero Entrada Baker podrían provenir de la fractura de apenas dos ollas y los escasos fragmentos que se han hallado en el valle del río Ibáñez o el Cisnes sugieren lo 103 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino mismo. Lo que realmente impulsó la difusión de estos rasgos en Patagonia fue la adopción del caballo europeo en el siglo xviii como medio de transporte, ayuda en la caza, foco de la vida ceremonial y, en algunos casos, incluso como alimento. Solo entonces pudieron hacerse más frecuentes los viajes a través de la Patagonia, los contactos y hasta los matrimonios entre personas originarias del extremo sur, la Araucanía o las pampas vecinas a Buenos Aires. Durante el siglo xix, las planicies y los cañadones de Patagonia oriental eran el dominio de los llamados “tehuelches”, cazadores que habían adoptado el caballo y muchos elementos de usanza mapuche. Los selk’nam y los pueblos canoeros mantuvieron su identidad hasta principios del siglo xx, amparados por las distancias, las barreras geográicas y las inclemencias climáticas. Al sur del río Santa Cruz, se reconoce una parcialidad aonikenk más o menos bien deinida y en Flechas “Yan”, selk’nam. Vidrio, tendón y madera. Colección Museo Maggiorino Borgatello (fotografía: F. Maldonado). 104 Escaramuza de expedición de Van Noort con nativos del Estrecho de Magallanes, ca. 1600 (colección Biblioteca Nacional de Chile). V. La tierra donde la cordillera se hunde en el mar / F. Mena Los complejos incisos en estos arpones contribuían a la eiciencia en la caza del lobo marino. Wulaia, isla Navarino y Túnel, isla de Tierra del Fuego (fotografía: N. Piwonka). Diademas de plumas selk’nam. Colección Museo Maggiorino Borgatello (fotografías: N. Piwonka). algunos documentos se llama chehuache’kéne o téushenk a los indios de la región cordillerana de Aysén y Chiloé continental. Es probable que en sectores relativamente aislados, tanto la distancia de los centros de innovación como las peculiaridades del medio ambiente, hayan permitido reconocer grupos indígenas un tanto diferentes, pero el caballo y otros rasgos mapuches impusieron un carácter cultural común a toda la Patagonia oriental. Casi cuarenta años después del viaje de Darwin, otro inglés, George C. Musters, recorrería este territorio desde Punta Arenas a Carmen de Patagones en compañía de un grupo de indígenas que, aunque predominantemente asociados con la cultura aonikenk, incluía a personas asociadas a otros grupos tehuelches o hijos y nietos de matrimonios mixtos de mapuches y tehuelches. Todos ellos poseían un amplio conocimiento del enorme territorio patagónico, incluyendo los lagos y los bosques cordilleranos de Aysén y Chiloé continental, a donde incursionaron varias veces a lo largo de su recorrido con Musters. Junto a estos indígenas, que ya bebían alcohol, fumaban tabaco y jugaban cartas, cabalgaba un oicial de la marina inglesa, vestido con la tradicional capa de cuero de guanaco, usando sus hierbas curativas y cazando guanacos con boleadoras, tal como hacen todavía hoy los gauchos del sur de Argentina. Después de la canoa, quizás el artefacto que mejor representa el modo de vida de los pueblos de los archipiélagos patagónicos es la punta de arpón de hueso. Pese a su aparente simplicidad, estas puntas relejan una gran soisticación en las técnicas de caza de lobos de mar. Engastadas en la punta de un pesado mango de madera, se desprendían al incrustarse en el animal, de manera que la herida se agravaba cuando el lobo huía nadando, arrastrando el peso del mango que lotaba en la supericie. Tanto los kawashkar históricos de la zona de Puerto Edén como los canoeros antiguos del canal de Beagle, separados por más de cuatro mil años y seiscientos kilómetros de distancia, usaban arpones de punta desprendible para cazar lobos marinos. A pesar de que en algunas zonas la importancia de la caza de mamíferos marinos decreció a través del tiempo en favor de un mayor énfasis en la explotación de moluscos, huemules o aves marinas, el lobo marino fue siempre una de las principales fuentes de alimento, puesto que ninguno de estos grupos usaba anzuelos y la pesca tenía una mínima importancia. Algunos de estos arpones fueron fabricados, precisamente, en hueso de este mamífero marino, lo que revela que su eiciencia no dependía solo de factores mecánicos y que debe haber habido en torno a ellos un rico mundo de creencias y símbolos. Por eso mismo, los arpones son un buen relejo de las particulares identidades de cada grupo. Mientras algunos canoeros usaban de preferencia arpones de una barba, otros empleaban arpones con series de barbas que daban a su borde un aspecto aserrado. Curiosamente, muchos de los arpones más soisticados –por ejemplo aquellos con base en cruz para el enganche al mango, con dos barbas paralelas similares a “orejas de zorro”– son los más antiguos. La paulatina disminución de los lobos marinos, a causa de la caza indiscriminada por cazadores profesionales de pieles que venían de Estados Unidos y Europa, explica en parte el que los arpones se hayan simpliicado a lo largo del tiempo, aunque ello releja también un debilitamiento del propio orgullo e identidad de los grupos. 105 106 107 108 VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez A GALÁPAGOS POLINESIA RAPA NUI OCÉANO PACÍFICO pesar de los avances en el conocimiento cientíico hechos hasta ahora, Rapa Nui sigue rodeada de misterios. La pregunta más habitual es cómo se movieron los moai, esas iguras que llegaron a los diez metros de altura y más de ochenta toneladas de peso, pero ni siquiera se conoce con precisión el lugar de origen de sus colonizadores, cuándo llegaron y dónde están sus primeras huellas en la isla. Sin embargo, la pregunta más relevante es porqué llegaron a construir tantos monumentos megalíticos, en el escenario menos propicio. Al parecer, ahí mismo está la respuesta. Curiosamente, la singularidad de Rapa Nui se expresa en un ícono que hoy es universal: la igura del moai. El problema es que los moai no dejan ver la isla. Entonces, para comprender lo singular de la cultura rapanui, es necesario identiicar lo que tiene de universal. Desde luego, el surgimiento de una cultura compleja y la transición a una civilización neolítica tienen ingredientes comunes en todo el mundo, por eso de que la humanidad es una sola. Entre esos ingredientes básicos se cuentan la producción agrícola y la acumulación de excedentes. El aumento Ahu Tongariki desde el mar. Al fondo, Rano Raraku, la fábrica de moai (fotografía: N. Aguayo) 109 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino Complejo Ceremonial de Tahai, al norte de Hanga Roa (fotografía: N. Aguayo). 110 Moai abandonados en la cantera de Rano Raraku (fotografía: J. M. Ramírez). de la producción permitió el aumento de la población y, así, las divisiones sociales, el surgimiento de especialistas, nuevos conocimientos y tecnologías, todo ello bajo el manto de una ideología que permitiera justiicar un orden social no igualitario, a partir de jefes que descendían directamente de los dioses. La tradición oral rapanui habla de la llegada de un Ariki, líder de un clan altamente estratiicado, a la cabeza de una migración organizada desde una isla tropical que estaba sufriendo el embate periódico de devastadores maremotos. Los primeros exploradores que llegaron casualmente a una isla que llamaron “Te Pito o te Kainga” la encontraron llena de árboles pero casi vacía de los alimentos necesarios para la subsistencia. Sin embargo, contaba en abundancia con una materia prima de gran interés: la obsidiana. En los primeros años de la colonización, debieron realizar muchos viajes de ida y vuelta para trasladar su propio paisaje, plantas y animales. En particular, la base económica de toda la pirámide sociopolítica e ideológica: una variedad de tubérculos, como el kumara (camote). A partir del centro del triángulo polinesio, en torno al archipiélago de Tahiti, los exploradores llegaron hasta Hawaii en el norte, Rapa Nui en el este y Nueva Zelanda en el suroeste, hacia los últimos siglos del primer milenio de nuestra Era. Se estima que las islas Marquesas, Mangareva y Pitcairn estuvieron involucradas en el avance de los polinesios hasta Rapa Nui. En esa fase de exploración inicial algunos pasaron de largo, hasta el sur de Chile. Ahora existe la evidencia concreta de su presencia entre los mapuches prehispánicos del centrosur de Chile. Solo el continente podía detenerlos, no una isla minúscula en medio de la nada. La singularidad de Rapa Nui es que en esas condiciones de aislamiento, en la fragilidad de una pequeña isla de clima subtropical, desarrollaron una sociedad cada vez más compleja, con expresiones megalíticas excepcionales. En la base de la pirámide social estaban los agricultores y en la cumbre, los jefes de origen divino, la aristocracia, los sacerdotes astrónomos, los especialistas y los jefes de los clanes. A lo largo de unos siete siglos, los clanes desarrollaron hasta el límite una expresión física y simbólica que importaron desde su tierra de origen: las estatuas de piedra que encarnaban el mana de los ancestros, cada vez más grandes en la medida que aumentaba su capacidad productiva, al mismo tiempo VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez La colonización del Pacíico (mapa: J. M. Ramírez). que aumentaba la competencia por recursos cada vez más escasos. Los cientos de plataformas y estatuas que instalaron en el borde costero limitaban el acceso a los recursos del mar, en tanto la gente común debía dedicarse a la agricultura, bajo el control de la elite. La incertidumbre sobre la capacidad de mantener la producción y el control en un ecosistema frágil e inestable, frente al crecimiento de la población, habría sido la causa última de esa desbocada carrera megalítica. La idea tradicional hace responsable del colapso del megalitismo a ese modelo de sociedad, y el “caso Rapa Nui” se utiliza como paradigma del colapso ecológico del planeta, pero el problema es mucho más complejo. Es efectivo que hacia ines del siglo xvii desaparecieron los bosques, y con ello la arquitectura monumental, la construcción de canoas y las cremaciones, pero eso no signiicó el colapso de la sociedad rapanui. La aristocracia tradicional perdió su prestigio, pero fue el momento de los guerreros. En verdad, el abandono de los moai no está asociado a un colapso cultural ni demográico. Los isleños supieron del impacto de la desaparición del bosque mucho antes del supuesto colapso, y tomaron medidas para sostener la productividad del suelo. En un extraordinario cambio adaptativo, en medio de conlictos periódicos, fueron capaces de sostener un nuevo orden social, político e ideológico, con una producción de recursos alimentarios suiciente para sostener a miles de habitantes. Esa capacidad de adaptación y sobrevivencia es la mejor muestra de la vitalidad de la sociedad rapanui, que muy pronto sufriría el impacto de la esclavitud y las epidemias. A partir de los 110 sobrevivientes que se registraron en el año 1877, y a pesar de los múltiples impactos de la modernidad, la actual sociedad rapanui se reconoce orgullosa en ese pasado, y las nuevas generaciones representan la continuidad de su cultura, que se renueva permanentemente mientras esté viva. POBLAMIENTO DEL PACÍFICO La colonización de la última frontera en el planeta requirió de los mejores navegantes de la historia. No fue un proceso fácil, y requirió mucho tiempo desarrollar los conocimientos y la tecnología necesarios para enfrentar tal desafío. El acercamiento hacia el Pacíico sur comenzó en el sudeste asiático hace más de cuarenta mil años, avanzando a saltos entre archipiélagos que requerían de la navegación en distancias cortas. Esto, con excepción de Australia, cuyos colonizadores debieron cruzar una amplia extensión de océano. Gradualmente, pequeños grupos fueron avanzando a través de los archipiélagos que rodean Papúa Nueva Guinea hacia el sureste, hace unos diez mil años. Cinco mil años después, en las islas Bismarck y en las Salomón se estaba logrando el dominio de la horticultura, con el manejo de 111 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 112 Anakena panorámica. En el centro, el ahu Nau Nau. Los cocoteros llegaron desde Tahiti en el año 1960 (fotografía: N. Aguayo). VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez especies como taro, plátanos y caña de azúcar, junto a nuevas tecnologías en artefactos de obsidiana, en especial adornos, anzuelos y azuelas de concha. No se conocen asentamientos permanentes de esa época, sino pequeñas ocupaciones intermitentes en sitios al interior de las islas. El área entre Nueva Guinea y Tonga-Samoa, llamada Melanesia por el color oscuro de la piel de sus habitantes, experimentó la presencia de una variedad de grupos de gran movilidad que se aislaron en cientos de espacios autosuicientes, resultando así una alta heterogeneidad cultural y biológica. Esta es una de las áreas lingüísticas más complejas del planeta. Se reconocen dos grandes grupos de lenguas: las más antiguas, llamadas no-austronésicas o papúas, se concentran actualmente en Nueva Guinea, e incluyen al menos doce familias lingüísticas diferentes, con cientos de lenguas mutuamente ininteligibles. Sobre esa base, unos dos mil años antes de nuestra Era, nuevas oleadas de población procedentes de Taiwán trajeron las lenguas llamadas austronésicas. Eran portadoras de una tradición cerámica que se conoce como “Lapita”, por el nombre de un sitio arqueológico en Nueva Caledonia. Hacia el 1500 a. C., se produjo una catástrofe natural que sirvió como marcador cronológico para este notable cambio cultural. Después de la erupción del monte Witori, que devastó parte de las islas Bismarck, llegaron grupos que se mezclaron con los antiguos habitantes aportando una cerámica ricamente decorada, junto a un aumento y especialización del intercambio de obsidiana. Estos grupos Lapita ocuparon terrazas costeras y tenían una economía mucho más diversiicada, que incluía plantas y animales del sudeste asiático. Ellos introdujeron en el Pacíico animales domésticos como el cerdo, el perro y la gallina, junto a variadas estrategias de pesca con instrumentos soisticados. Eran navegantes capaces de recorrer cientos de kilómetros en alta mar, transportando cantidades de cerámica, obsidiana y otras materias primas, así como adornos y una gran variedad de artefactos. Los datos más recientes indican que se trató de un proceso de colonización complejo y bastante rápido, con distintas oleadas desde el sudeste asiático, a través del extenso territorio que se conoce como Melanesia. En su expansión hacia el este, hacia el 1000 a. C. los grupos Lapita llegaron hasta Tonga y Samoa, donde formaron las bases de la cultura polinesia. A partir de ese estímulo se desarrolló una tradición distintiva en la tierra ancestral que los polinesios llaman “Havaiki”, en el archipiélago de Tahiti. A partir de ese núcleo, llegaron hasta Hawaii en el norte, Rapa Nui en el este y Aotearoa (Nueva Zelanda) en el suroeste. A pesar de las enormes distancias que separan los extremos del triángulo polinesio, todos esos pueblos comparten una historia común, un “tronco protopolinesio”, un tipo físico muy homogéneo, ancestros fundadores, un panteón de dioses con características humanas, conceptos ideológicos como el mana o poder sobrenatural, el tapu o lo prohibido, jefes hereditarios, monumentos megalíticos y artefactos de piedra pulida como los toki, que se dispersaron en grandes redes de intercambio. La extraordinaria tecnología marítima y el conocimiento sistemático del mar y de los fenómenos celestes, dieron a los Cerámica Lapita. Los motivos geométricos se imprimían con sellos sobre la greda blanda, antes de la cocción. Los polinesios no siguieron la tradición cerámica, en gran parte por la falta de arcillas apropiadas. 113 polinesios una capacidad única para colonizar cientos de islas separadas por enormes distancias. La invención de la canoa de doble casco y una vela móvil les dio la capacidad para navegar en contra de los vientos predominantes. Esta estrategia les permitiría volver con seguridad y rapidez al punto de origen, si no encontraban tierra dentro del radio de su capacidad de navegación. No descubrieron esos miles de islas dejándose llevar por las corrientes y el azar, como a veces se ha dicho. Estaban explorando sistemáticamente el océano Pacíico en busca de nuevas tierras para colonizar, trasladando personas, así como las plantas y los animales necesarios para mantener su nivel de vida. El actual modelo de poblamiento humano del Pacíico muestra un proceso de gran dinamismo en torno al año 1000 d. C. En el lapso de unos doscientos años, fueron colonizados todos los archipiélagos del Pacíico, incluida una pequeña y aislada porción de tierra en el extremo sudoriental del triángulo polinesio: Rapa Nui. Luego de un período de colonización que perduró otros dos siglos, cesaron los viajes y los grupos se aislaron para desarrollar sus caracteres propios. Hasta la fecha, no se han encontrado evidencias de la presencia de navegantes de la América precolombina en ninguna isla de la Polinesia, pero es un hecho que llegaron dos plantas originarias de América del Sur, transportadas por el hombre: la calabaza y el camote. Las primeras evidencias del camote en la Polinesia se encontraron al sur de las islas Cook, hacia el año 1000 de nuestra Era. El hecho es que el camote o papa dulce se conoce en toda la Polinesia con nombres como kumara, Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 114 Costa sur desde el Poike. A la izquierda, el Motu (islote) Marotiri (fotografía: J. M. Ramírez). kumala, kumaka, kumá, probablemente derivados del nombre cañari (del golfo de Guayaquil) de este tubérculo: kumal. Hasta la fecha, la explicación más razonable de este fenómeno es que fueron navegantes polinesios quienes llegaron a América y volvieron a sus islas con camotes y calabazas. Efectivamente, los polinesios estaban explorando el Pacíico hacia el este y, en ese proceso, lo excepcional es que hayan encontrado una isla tan pequeña y aislada como Rapa Nui, en el eje de la circulación de las corrientes y los vientos del Pacíico sur. En cambio, bajo ciertas condiciones, habrían llegado a las costas de América. Recientemente algunos investigadores propusieron un posible contacto entre hawaianos y nativos chumash del sur de California, anterior al contacto europeo. La hipótesis de un contacto polinesio en el sur de Chile es mucho más antigua. Se han descrito elementos arqueológicos, lingüísticos, e incluso biológicos entre los mapuches prehispánicos, que podrían derivar de un contacto polinesio. Entre esos elementos, destaca un tipo de “clava” similar a un tipo de maza maori. Una docena de paralelismos lingüísticos resultan altamente sugerentes, en especial la palabra toki, nombre mapuche para las hachas de piedra pulida, mismo término ampliamente distribuido en la Polinesia para las azuelas de piedra. Además, los jefes guerreros mapuches, también llamados toki, usaban un símbolo de rango llamado toki-kura, manufacturado en piedra pulida, con un oriicio para ser colgado al cuello. Los maori de Nueva Zelanda utilizaban mazas de jade llamadas kura pounamu, así como los clásicos toki. Incluso, se han registrado leyendas polinesias sobre viajes a lejanas tierras hacia el oriente, hasta unas tierras frías que se vinculan al extremo sur de Chile. Estos y otros paralelismos no son pruebas concluyentes de un contacto, pero recientemente pudimos incorporar una evidencia incuestionable: huesos de gallina con ADN polinesio en contextos prehispánicos (1300-1400 d. C.), encontrados en un sitio arqueológico de Arauco. El ADN resultó idéntico al de gallinas de Tonga y Samoa, lo cual signiica que los exploradores que la trajeron hasta el sur de Chile llegaron directamente desde el extremo oeste de la Polinesia, no desde Rapa Nui. Probablemente, sus naves pasaron de largo más al sur de Rapa Nui, ayudadas por el fenómeno de El Niño, que invierte la dirección de los vientos predominantes, para soplar con fuerza hacia el sureste. Además, encontramos rasgos morfológicos polinesios en esqueletos humanos prehispánicos de la Isla Mocha. Esos rasgos fueron descritos por primera vez en 1903, pero solo recientemente pudimos comprobar su VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez Clava mapuche (Colección MChAP 1612) y una insignia ornitomorfa de las islas Chatham (Nueva Zelanda). Toki-kura mapuche y kura pounamu maori. presencia en contextos arqueológicos seguros. Esas evidencias hablan de intercambio genético y cultural en el largo plazo, a partir de la llegada de exploradores polinesios hace al menos mil años, hacia ines del período Alfarero Temprano. isla. Tiempo después, Hotu a Matu’a enfrentó y venció a sus vecinos, los Hanau e’epe o “gente fornida”, quienes se habían visto obligados a ocupar su territorio para escapar de las aguas. Según la leyenda, fue un sueño el que guió a ese grupo polinesio hacia el este, para colonizar una isla que llamaron Te Pito o te Kainga. Entonces, el espíritu de Haumaka viajó hacia el este y encontró esa octava tierra hacia el sol naciente. Luego, Hotu a Matu’a envió siete exploradores: Ira y Raparenga, hijos de Haumaka, y sus cinco primos, Ku’u Ku’u, Ringi Ringi, Nonoma, U’ure y Mako’i, hijos de Huatava. Recorrieron la isla siguiendo los nombres de los sitios señalados por el espíritu de Haumaka, plantaron uhi, reconocieron la playa de Hanga mori a one (Anakena) como el lugar de desembarque del ariki. Ku’u Ku’u queda mortalmente herido por una tortuga y es abandonado. En la costa de Hanga Roa, Ira envía a los demás a deslizarse en las olas, mientras instala dos pequeños moai de piedra que Hinariru le había entregado en Hiva, y le enseña a Mako’i el arte del kai kai, que incluye una larga lista de nombres de lugares. Algunos vuelven a Hiva después de cinco lunas, para informar del descubrimiento de la isla. Desde Hiva, el Ariki Hotu a Matu’a organiza la colonización del nuevo hogar. La leyenda habla de una migración cuidadosamente planiicada, encabezada por el ariki, su esposa Ava Reipua y la familia real, sacerdotes y sabios, especialistas en pesca, en la confección de canoas y de casas, y agricultores. Hotu a Matu’a embarca a un grupo de Hanau e’epe y los instala en el territorio de Poike, la península oriental de Rapa Nui. El manuscrito incluye listas completas de las distintas especies de plantas y animales que embarcaron para subsistir LA LEYENDA RAPANUI La tradición oral menciona la llegada del Ariki Hotu a Matu’a a la cabeza de una migración desde una tierra misteriosa hacia el oeste, llamada Hiva. La información es incompleta y algunos detalles resultan confusos, tales como la presencia de dos grupos, los Hanau e’epe y Hanau Momoko, interpretados erróneamente como orejas largas y orejas cortas. Thor Heyerdahl aprovechó esta confusión para sostener su obsesión: una migración de americanos (orejones) precolombinos que terminan imponiendo su civilización, esclavizando a los polinesios. Hasta ahora, todas las evidencias cientíicas descartan cualquier inluencia americana en Rapa Nui. Además, un texto escrito en rapanui de comienzos del siglo xx (las tradiciones de Pua Ara Hoa) entrega información mucho más abundante y consistente. Esta versión de la tradición se reiere tanto a conlictos entre jefes rivales como a catástrofes naturales que habrían obligado la migración de los Hanau momoko (gente delgada, “como lagartija”) desde Hiva, la mítica tierra ancestral, encabezados por el Ariki Hotu a Matu’a (Hotu, hijo de Matu’a). Los maremotos ya los estaban afectando desde tiempos de Ta’ana, abuelo de Hotu a Matu’a, quien había enviado a sus tres hijos en busca de una nueva tierra hacia el este. Un hechizo los habría convertido en los tres islotes que se encuentran en el vértice suroeste de la 115 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino LA TIERRA PROMETIDA: EL CONTEXTO AMBIENTAL 116 Mako’i, árbol introducido desde la tierra ancestral. en su nuevo hogar, prueba de que hubo viajes previos de reconocimiento. En la nueva tierra, el ariki distribuye las tierras de la isla entre sus hijos, sentando las bases de la organización sociopolítica que caracteriza la prehistoria rapanui. Con el tiempo, cada linaje ocupó terrenos claramente deinidos, protegidos por el mana o poder de los ancestros encarnados en iguras de piedra. Es muy probable que los colonizadores de Rapa Nui hayan seguido en contacto con la tierra ancestral por un tiempo, mientras tuvieran embarcaciones, navegantes capacitados y buenas razones para intentarlo. El centro ceremonial de la Polinesia central se encontraba en Raiatea, en el archipiélago de Tahiti, adonde concurrían periódicamente los distintos grupos polinesios. El Marae Taputapuatea era el centro del culto a Oro, uno de los dioses principales del panteón polinesio. La concurrencia de dignatarios rapanui a este “Vaticano de la Polinesia” se perdió en la memoria local, pero hay referencias de ello en las tradiciones de Tahiti. Además, los rapanui debieron comerciar una materia prima que encontraron en abundancia en su nueva tierra: la obsidiana. Rapa Nui es una isla volcánica joven en términos geológicos: comenzó a surgir desde el fondo oceánico hace unos tres millones de años, y la última actividad volcánica ocurrió hace unos tres mil años. La forma triangular de la isla se deinió en ese largo proceso, a partir de las grandes montañas que forman sus vértices: Poike al este, Rano Kau al sur y Maunga Terevaka al norte. Este último constituye la altura máxima de la isla, con 510 metros sobre el nivel del mar. El relieve volcánico se complementa con un paisaje de lomas que contrasta con los grandes acantilados litorales. No existe una plataforma litoral suicientemente amplia para permitir la formación de una barrera de coral, cuyo crecimiento está limitado por la temperatura del agua, más fría que en las islas del trópico. Las playas de arena coralina son escasas y de pequeño tamaño. Aparte de la famosa playa de Anakena, una de las mayores atracciones turísticas de la isla, la hermosa playa de Ovahe fue afectada recientemente por la erosión del acantilado, y varias otras han desaparecido. Dado su origen volcánico, en la isla se encuentra todo tipo de materias primas líticas: el durísimo basalto del grano más ino para confeccionar toki (picotas, azuelas, hachas), cuchillos y anzuelos, el basalto vesicular para la confección de paenga (cimientos de las casas y los muros de los ahu); una variedad de escorias que se utilizaron en el tallado de los pukao (sombreros de los moai); cenizas volcánicas como la toba de Rano Raraku, y la traquita del Poike, utilizadas para la confección de moai, y la obsidiana (mataa), un vidrio volcánico negro con el que se elaboró una variedad de artefactos: formones, cuchillos, perforadores, proyectiles y raspadores con pedúnculo para enmangar, y los ojos de los moai. La permeabilidad del suelo no permite la existencia de cursos de agua permanente, pero existen tres importantes lagunas que conservan las aguas lluvia en el fondo de los cráteres de Rano Kau, Rano Raraku y Rano Aroi. Desde esta última, en la cumbre del Maunga Terevaka, surge una quebrada que llega hasta Vaitea, en el centro de la isla. En el pasado, se construyeron canales, terrazas y estanques para el manejo de las aguas en el regadío. Antes de la llegada de los colonizadores polinesios, el suelo de la isla estaba cubierto por una densa vegetación subtropical, donde dominaba una palma similar a la palma de coquitos de Chile central, junto a una docena de árboles entre los que se contaba el majestuoso toi (Alphitonia zizyphoides), que alcanza hasta treinta metros de altura y que debió ser la materia prima ideal para construir embarcaciones, y trasladar moai. Entre las especies menores destacan el toromiro (Sophora toromiro), el naunau (Sandalum), el hau hau (Triumfetta semitriloba), el ngaoho (Caesalpinia major) y el marikuru (Sapindus saponaria). La totora se encontraba en abundancia en las tres lagunas. En suma, materias primas muy interesantes, pero escasa lora comestible. Los colonizadores polinesios debieron introducir las plantas y los animales necesarios para la subsistencia. El traslado de tal variedad de especies desde un medio tropical a uno subtropical VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez Makohe, pájaro fragata (fotografía: N. Aguayo). Petroglifo de gallo, en Te Pu Haka Nini Mako’i (fotografía: J. M. Ramírez). requirió de mucho tiempo y esfuerzo, en un proceso que dejó fuera plantas importantes como el árbol del pan y el cocotero, y animales como el cerdo y el perro. Sin embargo, fueron capaces de trasladar y adaptar exitosamente las plantas y los cultivos fundamentales para la subsistencia: una variedad de tubérculos, como el taro (Colocasia esculenta), el uhi (Dioscorea alata) y en especial el camote o kumara (Ipomoea batatas); unas siete variedades de plátanos (Musa sp.), calabaza (Lagenaria vulgaris) y caña de azúcar (Saccharum oficinarum), así como arbustos para distintos usos, como el mahute (Broussonetia papyrifera) utilizado en la confección de telas; el ti (Cordyiline terminalis) como alimento y para la producción de pigmentos colorantes; el pua (Curcuma longa) para pigmentos, y un árbol como el mako’i (Thespesia populnea), de gran importancia hasta la actualidad por la calidad de su madera. Entre los animales que les servían de alimento y que trasladaron desde su tierra ancestral, llegaron a la isla una especie de rata del Pacíico (Rattus exulans) y la gallina (Gallus gallus). Las gallinas llegaron a tener una posición privilegiada, con un papel preponderante en el ámbito social, político y religioso. Se las protegió en fortiicaciones especiales (hare moa) para evitar el robo por las noches, fueron el medio de intercambio por excelencia, el regalo más preciado y la ofrenda obligada en toda ceremonia, usándose también sus plumas blancas como adorno predilecto de muchos ornamentos corporales. La fauna terrestre autóctona no incluía mamíferos. Las aves migratorias eran abundantes, aunque no fueron de gran importancia en la dieta de los isleños, aparte de sus huevos. Se han identiicado restos de aves terrestres que desaparecieron muy poco tiempo después de la llegada de los primeros 117 Petroglifo de pez mitológico, Anakena (grabado: J. M. Ramírez). colonizadores humanos. Entre estas se cuentan dos variedades de pidén, dos de loro, un tipo de garza y una lechuza. Las aves migratorias, como el pájaro fragata (makohe; Fregata minor), el piquero (kena; Sula dactylatra), el ave del trópico de cola roja (tavake; Phaeton rubricauda) y otras, se pueden observar todavía, aunque en cantidad y variedad muy reducida, en los islotes frente al vértice suroeste de la isla. El famoso manutara (Sterna fuscata), tan importante en la historia rapanui, casi ha desaparecido. La fauna marina es escasa en comparación con otras islas del Pacíico sur, pero existe una variedad importante de peces y algunos mamíferos marinos que llegan ocasionalmente a la costa. La fauna marina de alta mar debió ser el principal alimento por un tiempo, hasta que se logró la adaptación de las especies vegetales introducidas. La pesca de especies menores resultaba relativamente accesible desde la costa, así como la recolección de algunos moluscos, algas, y crustáceos como la langosta y el rape rape (grillo de mar). La conclusión de este capítulo de la colonización humana de Rapa Nui es que el impacto en el paisaje fue de gran magnitud. Fue necesario abrir espacio para las nuevas plantas y los cultivos, cortando y quemando sectores de bosque. La extinción de especies nativas es una muestra de la fragilidad del ecosistema. Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 118 Tiki del Marae Upeke en la isla Hiva Ova, archipiélago de las Marquesas. Colección musée du quai Branly, París. Moai con rasgos marquesanos, Rano Raraku. Expedición cientíica noruega (1955-1956). LA INSTALACIÓN DE LA SOCIEDAD ANCESTRAL A partir de la llegada del Ariki Hotu a Matu’a, se deine un orden social encabezado por la familia real y la aristocracia religiosa que incluía a sabios y sacerdotes, seguidos por una variedad de especialistas artesanos y guerreros, pescadores y agricultores. En el nivel más bajo se encontraban los sirvientes y los enemigos vencidos destinados al sacriicio. La posición de la aristocracia se sustentaba en su origen divino, como descendientes de los dioses creadores. En la línea de los ariki de Rapa Nui, dentro del linaje Honga del clan Miru, el hijo primogénito estaba destinado a recibir el poder como líder religioso de la isla (Ariki Henua). Los ariki estaban investidos de un poder de origen sobrenatural, el mana, y protegidos por las normas del tapu, lo prohibido. Ese poder se concentraba en su cabeza, al punto que según la tradición nadie podía tocarlo, ni cortarle el pelo. El mana se podía expresar en forma positiva, al propiciar las siembras y las cosechas, o en forma negativa, provocando incluso la muerte. El control de la producción de alimentos se tradujo en una intensiicación de la producción agrícola, que constituyó la base de la subsistencia. Los alimentos del mar de mayor prestigio, como el atún y las tortugas, estaban reservados a la nobleza. Su obtención estaba a cargo de especialistas y se sometía a las restricciones del tapu durante varios meses al año. Grandes iestas y ceremonias eran ocasiones para la redistribución de alimentos, rasgo característico de las sociedades organizadas como “jefaturas”. La sociedad ancestral rapanui es el producto de un modelo ampliamente difundido en la Polinesia, en particular, en las islas Marquesas, Tahiti y Raivava’e, donde se encuentran los prototipos de los ahu y moai rapanui y, en particular, el modelo ideológico y sociopolítico que le da su especial carácter en el tiempo y el espacio. El desarrollo de este proceso en Rapa Nui debe entenderse en el marco de la interacción entre un tipo de sociedad y un medio ambiente especial. La producción de alimentos agrícolas aparece como fundamento para el desarrollo de sociedades complejas, en las que una estratiicación social no igualitaria se asocia a la ideología, al culto a los ancestros, al ritual y a las estructuras monumentales, y al conocimiento cientíico, así como al origen divino de los jefes y su poder sobrenatural, con la capacidad coercitiva para imponer reglas y prohibiciones, manteniendo e incrementando su prestigio a través de la redistribución generosa de los excedentes. En este proceso, y en otros lugares de la Polinesia, como Tonga y Hawaii, Nueva Zelanda y Tahiti, hubo sociedades que llegaron a extremos de reinamiento y complejidad, a partir del sostenimiento de una alta densidad de población, con soisticados sistemas de producción agrícola y construcciones monumentales de tipo religioso y defensivo. VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez Jefe junto a miembros de su familia (grabado: P. Loti, 1873). 119 La mayor o menor importancia de las personas en la pirámide social se estructuraba en función de su grado de cercanía con el ancestro más importante, lo que se complicaba en la medida que aumentaba la población y se subdividían o fusionaban las familias, linajes o clanes según las circunstancias históricas. En casos de conlicto, era común que algunas familias fueran acogidas por un grupo más poderoso. , Ko Tu u Aro Ko Te Mata Nui Miru Hamea Miru o Kao & Miru Rau Vai Miru o Toko te Rangi & Miru o Mata Ivi Miru , Ra á A la llegada de los europeos a la isla, había ocho clanes mayores y cuatro menores, organizados en dos grandes confederaciones que se dividían la isla en dos: los clanes asociados a los Miru, el linaje real, en la mitad noroeste de la isla (Mata Tu’u Aro), y aquellos que ocupaban la mitad sureste (Mata Tu’u Hotu Iti). ,Miru Ariki Tupahotu Rikiriki Ure o Hei (Nakúa) Ure o Moko Mae Hiti , Uira , Koro Orongo Miru , Koro Orongo Tupahotu Ngaruti Ngaure Marama Miru Marama Tupahotu Hau Moana Miru Ngatimo , , Ko Tu u Hotu, Iti Ko Te Mata Iti Hau Moana Tupahotu Motu Kao Kao Motu Iti Motu Nui Distribución de los clanes en la isla. Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 120 Los moai del Ahu Nau Nau con los ojos puestos, expresión viva del mana de los ancestros. EL ASENTAMIENTO Fundación de Hare Vaka frente al ahu Vai Uri, Tahai (fotografía: J. M. Ramírez). En este contexto, las construcciones monumentales (ahu) dedicadas al culto a los ancestros fundadores de cada linaje constituían la evidencia visible del nexo genealógico con un territorio. Al mismo tiempo legitimaban el dominio sobre los territorios y hacían referencia permanente al mana de los ancestros encarnados en cada imagen, que eran el rostro vivo (aringa ora) de algún antepasado claramente identiicado. Los centros de ese poder político y religioso se ubicaron de preferencia en la costa, para controlar territorios independientes y autónomos que se proyectaban hacia el interior de la isla. Los límites eran marcados por acumulaciones de piedras (pipi horeko) y su transgresión normalmente constituía una grave falta. Se han descrito algunos moai aislados en el interior de la isla, que también habrían servido como marcadores territoriales. Cerca de los ahu se instalaban las personas de alto rango y los sacerdotes, ocupando casas en forma de botes invertidos (hare vaka). Unas desproporcionadas fundaciones de basalto pulido (paenga) sostenían una estructura muy ligera, con un esqueleto de ramas y cubierta de hojas y pasto, de unos diez metros de largo por dos metros de ancho, aunque se encuentran casas de hasta cuarenta metros de largo. Una VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez Ngarua, almohada de piedra, con grabados similares a rongo rongo. Colección Museo Fonck, Viña del Mar. Crematorio detrás del Ahu Akivi (fotografía: J. M. Ramírez). pequeña entrada en el centro de la estructura permitía el acceso a un espacio estrecho, oscuro y sin ventilación. En el interior no había muebles, pero utilizaban bolones de basalto a modo de almohadas (ngarua). Los sueños deben haber tenido un signiicado especial, dado que algunas de esas almohadas presentan diseños simbólicos grabados con inas incisiones. Las escasas pertenencias colgaban de la estructura. La supericie del suelo se cubría con esteras de ibras vegetales (moenga). A veces, en el frente, había una terraza (taupea) en forma de media luna, pavimentada con pesados bolones (poro) traídos del borde costero. En el interior de la isla se ubicaban las familias reunidas en torno al hombre más importante (tangata honui), generalmente los ancianos que hacían de cabeza de los linajes. Estas familias formaban pequeños asentamientos permanentes o semipermanentes, junto a los campos de cultivo. Las habitaciones eran menos elaboradas y, aparte de estructuras elípticas, se encuentran casas de planta rectangular (hare kau kau) y circular (hare oka). La arquitectura doméstica se completaba con los fogones subterráneos delimitados por bloques labrados de basalto (umu pae) y, en tiempos tardíos, con refugios para las gallinas (hare moa) y estructuras circulares para proteger las plantas (manavai). Probablemente, existieron zonas de acceso común para la explotación de algunos recursos, como canteras o bosques con características especiales. El control de algunos de esos recursos por parte de diferentes grupos debió sustentarse en la mantención de normas de reciprocidad e intercambio. EL ESPLENDOR DEL MEGALITISMO, LA “FASE AHU-MOAI” (1000-1680 d. C.) Los ahu Las plataformas ceremoniales tienen su origen en el marae de la Polinesia central, una simple estructura rectangular demarcada por una hilera de bloques de basalto. Estaban destinados al culto de una serie de dioses, así como a los ancestros más relevantes de cada linaje, representados por simples losas verticales de piedra o coral, así como por eigies de madera. En Rapa Nui, las primeras estatuas antropomorfas se parecían al modelo polinesio (islas Australes, Marquesas, Tahiti), más pequeñas y de tipo más naturalista. El interior de las plataformas estaba constituido por un relleno de piedras de distintos tamaños, perfectamente encajadas y apisonadas. En Rapa Nui, se incorporaron plataformas inclinadas en el frente (tahua), con pavimento de bolones (poro) y extensiones laterales. El muro posterior, normalmente más elevado, llegó a tener bloques de basalto pulido a modo de enchape. Las actividades ceremoniales se desarrollaban en una plaza al frente del ahu. Detrás de la plataforma se encontraban los crematorios. Desde esas plataformas, los ancestros proyectaban su mana sobre sus descendientes y su territorio. La mayoría de los ahu se construyó a lo largo de la costa, en tanto la aristocracia controlaba el acceso a los recursos más importantes del mar, que era tapu para la gente común. Con el tiempo, se 121 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino Ahu Huri A Urenga, orientado a la salida del sol en el solsticio de invierno (fotografía: N. Aguayo). 122 construyeron más de trescientos ahu en todo el perímetro de la isla, de manera que conformaban una barrera simbólica para la propia población. Los moai dando la espalda al mar resaltaban con mayor fuerza el aislamiento. Se construyeron unos treinta ahu en el interior de la isla, vinculados a grupos sin acceso a la costa o a propósitos especíicos. Entre esas funciones especiales, se cuenta la astronomía. Una docena de ahu fueron orientados según la posición del sol en los solsticios o equinoccios, y probablemente respecto de constelaciones importantes en la cosmogonía rapanui. A lo largo de los siglos, los grupos más poderosos remodelaron y ampliaron las plataformas, instalando moai cada vez más grandes y estilizados. Los antiguos moai quedaban enterrados en el relleno de la nueva ampliación, pero algunas veces los cuerpos completos o fragmentados fueron incorporados en los nuevos muros. Naturalmente, la ampliación de los ahu dependía de la capacidad productiva del grupo, aquellos con terrenos de mayor tamaño y mayor población. Algunos de los ahu fueron decorados con signos adicionales del poder de su linaje, con frisos de escoria roja y pavimentos de bolones cubiertos de coral blanco. Del mismo modo, ciertos moai fueron coronados con unos cilindros de escoria roja (pukao), máximo símbolo de poder y santidad. El Ahu Tongariki, frente a Rano Raraku, llegó a convertirse en el mayor monumento megalítico de toda Polinesia. La plataforma central de 96 metros de largo llegó a soportar 15 moai que medían entre seis y ocho metros de altura. Las extensiones laterales le dieron un largo total de 160 metros. Ahu Tongariki (fotografía: N. Aguayo). VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez Los moai Las imágenes de los ancestros eran el eje central del orden político e ideológico en Rapa Nui. Los primeros moai eran muy similares al modelo polinesio; pequeños, con cabezas trapezoidales, ojos redondos, orejas cortas, y con las manos cruzadas sobre el pecho. Con el tiempo, la estilización de las enormes iguras llevaría a los moai de Rapa Nui a un estilo completamente distinto, aunque siempre se reconocen diferencias individuales. Al comienzo, probaron distintas materias primas, como la traquita del Poike (22), la escoria roja (18), incluso el basalto (10), pero en los faldeos del volcán Rano Raraku encontraron la materia prima ideal: la toba lapilli. Esta ceniza volcánica de menor densidad que la traquita, pero más dura que la escoria, era accesible al tallado con picotas y azuelas de basalto (toki). A lo largo del período de esplendor megalítico, que duró unos seis siglos, tallaron unos mil moai. Unos cuatrocientos quedaron abandonados en la cantera de Rano Raraku, en distintas etapas de tallado, otros cien fueron abandonados durante el traslado, y unos 164 llegaron a levantarse sobre algún ahu. Los moai terminados varían en tamaño entre dos y diez metros de altura, pero en un caso los talladores dejaron abandonado en la cantera un gigante de más de veintiún metros, que habría llegado a pesar unas 270 toneladas, muy lejos de cualquier posibilidad de traslado. Alguna razón muy poderosa los llevó a ese extremo, algo como un intento desesperado por mantener el poder. Sobre el Ahu Hanga Tetenga se encuentra Rano Raraku. Cantera interior (fotografía: N. Aguayo). 123 Rano Raraku. Cantera exterior, con el gigante a la derecha (fotografía: N. Aguayo). Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino Ahu arcaico en el Poike, abandonado hacia el 1400 d. C. Los bloques pulidos del muro frontal alternan traquita blanca y basalto negro, mientras el muro posterior es curvo, compuesto por bloques toscamente labrados. No se observan evidencias de algún moai (fotografía: N. Aguayo). 124 un moai de diez metros de altura, quebrado y sin los ojos, lo que indica que se cayó en el último impulso para alcanzar la posición vertical. En el Ahu Te Pito Kura se instaló un moai de tamaño similar, y la tradición dice que fue el último en ser derribado, por el año 1840. La fábrica de moai muestra todas las etapas del tallado. Aún se encuentran en el suelo miles de herramientas (toki) y millones de lascas derivadas de la renovación de los ilos, de manera que no hay misterio sobre cómo se tallaron. Lo que cuesta comprender es porqué tallaron esas iguras en las laderas de un cerro abrupto, incluyendo los detalles más delicados, en vez de cortar bloques para deslizarlos sin mayores complicaciones hasta un lugar seguro y cómodo, para allí terminarlos. Tampoco está resuelto por completo el problema del traslado. Probablemente usaron distintas técnicas a lo largo del tiempo, en función del tamaño y el peso de las estatuas, pero con seguridad debieron usar muchos maderos y fuertes cuerdas. Según la tradición, “los moai caminaban”. El traslado en posición vertical es una alternativa viable para las estatuas pequeñas, pero debieron proteger la base con alguna estructura de troncos para no dañar la frágil toba. Con mayor razón debieron utilizar una base de troncos si el traslado se hacía en posición horizontal. Esto siempre va a ser materia de especulaciones, pero una explicación seria debe considerar otro dato importante: la forma en que construyeron los caminos de los moai. Cuatro ramales salen desde la base de la cantera, por la costa y atravesando la isla. Miden entre 1,5 y 20 kilómetros de largo. En algunas partes bajas fueron pavimentados, pero lo más llamativo es que no tenían una supericie plana, sino cóncava, y presentan oriicios a los costados donde deben haber plantado postes. Estos detalles sugieren el empleo de trineos, postes y palancas de madera dura como el Toi y muchas cuerdas de Hau Hau. Al momento de consagrarse la imagen sobre el ahu, con la postura de los ojos de coral y obsidiana, los moai se transformaban en el “rostro vivo” de un ancestro en particular. El mana que proyectaban sobre sus descendientes y su territorio era la garantía del éxito y la supervivencia del grupo. De los 164 moai erigidos alrededor de la isla, 58 fueron coronados con pukao, confeccionados en la cantera de Puna Pau. La técnica involucrada en el proceso de instalación de esos cilindros de piedra de más de diez toneladas a diez metros de altura es uno de los mayores logros de los antiguos ingenieros de Rapa Nui. CRISIS Y READAPTACIÓN, LA “FASE HURI MOAI” (1680-1868 d. C.) El mitológico año 1680 se utiliza normalmente para marcar el inicio de la “decadencia” o “colapso” de la cultura rapanui, un proceso que se asocia al abandono del megalitismo, la destrucción de los ahu y los moai, la guerra y el canibalismo, supuestamente derivados de la destrucción intencional del ecosistema. La fecha se relaciona con la leyenda de la “batalla del Poike”. Según la tradición, los Hanau E’epe se refugiaron en la península del Poike para defenderse de sus enemigos Hanau Momoko. Estaban protegidos por una trinchera a lo largo de la base del cerro, llena de material combustible. En un momento fueron sorprendidos por los Hanau Momoko, y fueron casi completamente exterminados en esa misma fosa, conocida como “Te umu o te Hanau E’epe” (“el curanto de los Hanau E’epe”). La arqueología no pudo conirmar la leyenda, porque no se trata de una trinchera defensiva, sino de una serie de fosas alineadas pero separadas, sin material combustible ni restos humanos en el interior. La mejor interpretación alternativa es que sirviera algún propósito agrícola. VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez Ahu Vinapu. La semejanza con los muros inkaicos es supericial: en la isla son el enchape que adorna un relleno de escombros perfectamente estabilizado (fotografía: J. M. Ramírez). Jardines de piedra. Los taro se alimentan de la humedad acumulada (fotografía: N. Aguayo). Sin embargo, los datos antracológicos (es decir, la identiicación de vegetales a través de sus restos carbonizados) muestran la casi completa desaparición del bosque hacia la segunda mitad del siglo xvii. Esta evidencia parece sostener la teoría del desastre ambiental como causa del colapso cultural, aunque el tema es mucho más complejo. De hecho, el “caso rapanui” se ha utilizado como modelo para la actual amenaza de colapso ambiental de todo el planeta. Rapa Nui aparece como el ejemplo máximo del “ecocidio” provocado por la ambición humana, causa última del colapso de las civilizaciones. La competencia por el poder y la subsiguiente sobreexplotación de un ecosistema limitado y frágil parece ser la causa obvia del hambre, las guerras intertribales, el colapso del orden social, la destrucción y la muerte. Efectivamente, la pérdida de los antiguos bosques estuvo asociada a la sobreexplotación, pero también pudo haber otros factores involucrados, como las sequías u otras causas. El caso es que los cambios que se produjeron en la sociedad rapanui no se pueden caliicar como decadencia, y menos aún se puede decir que provocasen un colapso demográico. Casualmente, la primera evidencia de que algo distinto ocurrió en la isla proviene del Poike. Los antiguos agricultores se dedicaron a una agricultura intensiva en la península, y para ello debieron cortar los árboles, pero el suelo arcilloso fue rápidamente lavado por las lluvias y la pérdida del suelo agrícola los obligó a abandonar ese territorio hacia el 1400 d. C., mucho antes del supuesto colapso. Mientras tanto, en el resto de la isla, se impulsó una producción intensiva de alimentos en un suelo distinto. Importantes extensiones de terreno fueron cubiertas con pequeñas piedras volcánicas para conservar la humedad (mulching), donde era factible plantar camote y taro, y se realizaron pozos entre las piedras para la plantación de ñame o uhi. Con el objeto de proteger plantas como plátanos y caña de azúcar del fuerte viento, construyeron estructuras circulares con muros de piedra (manavai). Existen miles de sitios y estructuras asociadas a la agricultura, con terrazas, canales, reservorios de agua, jardines de piedra y manavai dispersos en casi toda la isla, lo que demuestra un enorme esfuerzo para sostener la producción de alimentos agrícolas. En verdad, el esfuerzo involucrado en los jardines de piedra fue mayor al desplegado en los monumentos religiosos. Más aun, la evidencia muestra el desarrollo de complejas soluciones políticas, ideológicas y técnicas, lo que revela una notable capacidad de adaptación y supervivencia. El proceso no fue fácil. A lo largo de poco más de un siglo, se hicieron caer todos los moai de la isla. La remoción y destrucción de los ojos de coral muestra la desconexión simbólica entre los ancestros y los territorios. Los ahu se transformaron, ocultando su forma original, y se construyeron cámaras (avanga) en su interior para recibir los huesos blanqueados de los muertos. El impacto de la antigua práctica de las cremaciones en la pérdida del bosque no ha sido evaluado en su real dimensión, como tampoco el impacto social y psicológico del cambio adaptativo que fue necesario al agotarse el combustible. El esfuerzo por mantener el antiguo orden a través de una mayor exigencia sobre la población y los recursos, debió provocar tensiones dramáticas. Los enfrentamientos entre grupos rivales hicieron necesario habilitar cientos de cavernas como refugios temporales (ana kionga). La tradición habla de enfrentamientos bastante sangrientos pero de corta duración, en los que la venganza es el principal ingrediente del 125 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino RONGO RONGO: LA ESCRITURA SAGRADA 126 En las tablillas de madera de Rapa Nui, los signos se ordenan en bandas horizontales ligeramente cóncavas, y se grababan con dientes de tiburón o esquirlas de obsidiana. En cada línea los signos están invertidos Uno de los últimos misterios de Rapa Nui es el origen y respecto de la línea anterior, de manera que la lectura desciframiento de la escritura rongo rongo. se iniciaba en la línea inferior, de izquierda a derecha, y En el año 1864, el misionero Eugenio Eyraud fue el primer al llegar al inal de la línea, se daba vuelta la tablilla sobre occidental en observar una “tablilla parlante” (kohau rongo el mismo plano, para continuar la lectura sobre la línea rongo), colgando en el interior de las casas bote. Se conservan inmediatamente superior. unas veinticinco de esas tablillas en museos de todo el mundo. Los signos son marcadamente convencionales, entre los Solamente tres de ellas se encuentran en Chile (Museo que se puede identiicar iguras antropomorfas, aves, hombresNacional de Historia Natural), pero ninguna en Rapa Nui. pájaro, aves con dos cabezas, vulvas, manos, pies, peces, La leyenda de Hotu a Matu’a incluye entre los tortugas, jaibas, pulpos, diferentes tipos de plantas, utensilios, especialistas y sabios que lo acompañaron desde Hiva a proyectiles de obsidiana, canoas, adornos pectorales, soles, los maori rongo rongo, quienes portaban 67 tablillas de lunas y estrellas, y una variedad de formas geométricas. En total, madera con unas inscripciones que contenían los antiguos unos ciento cincuenta elementos básicos formaban alrededor conocimientos sagrados y genealogías. En el manuscrito de mil quinientos a dos mil composiciones diferentes. Un de Pua Ara Hoa aparece un dato muy interesante: entre rasgo muy relevante de los signos antropomorfos es que los siete exploradores enviados por Hotu a Matu’a para muestran una variedad de posturas corporales, provenientes identiicar esa nueva tierra soñada por Haumaka, el menor seguramente de un lenguaje pantomímico, y de las manos, de ellos fue encargado de reproducir su recorrido, y escribe propio del lenguaje de gestos. los nombres de los lugares sobre un trozo de ibra vegetal. Estos signos y composiciones no constituyen una graEn 1770, cuando la expedición de González y Aedo mática en el sentido estricto de la palabra, sino ideogratoma posesión de la isla a nombre del Rey de España, vamas con múltiples signiicados, expresados en un estilo rios jefes isleños irmaron una hoja de papel con signos que telegráico. Eran un verdadero rompecabezas, solo comaparecen en las tablillas, prensible para los iniciados como manutara y komari. en el conocimiento de las Algunos especialistas planclaves. Los especialistas lo tean que fue este hecho consideran algo más que histórico lo que estimuló la un recurso mnemotécniproducción de la escritura co para guiar la recitación rongo rongo sobre tablillas de los textos y lo clasiican de madera. En el año 1914, como un sistema ideográalgunos ancianos informaico, en etapa de transición ron a Katherine Routledge entre la escritura de imáque antiguamente se escrigenes y de sonidos. Con la bía sobre hojas de plátano, desaparición de los sabios y que el uso de la madera hacia mediados del siglo fue incorporado más tarxix, con motivo de las exdíamente. Se sabe que la pediciones esclavistas y las Tablilla de madera con escritura rongo rongo (detalle). producción y lectura de epidemias que redujeron los rongo rongo era tema la población a punto del exclusivo de algunos especialistas (Tangata Maori Rongo exterminio, la posibilidad de llegar al “desciframiento” de Rongo), miembros de la aristocracia. Los iniciados debían las tablillas se redujo al mínimo, a pesar de todo los intendar prueba de sus conocimientos cada año, recitando los tos realizados hasta la fecha. textos de las tablillas frente al Ariki Henua, en Anakena. De acuerdo con los estudios más coniables, las tablillas También en las islas Marquesas y en Mangareva existían registraban básicamente motivos religiosos de carácter estos especialistas en antiguas tradiciones y rituales, encaratemporal, siendo muy escasos los acontecimientos gados de recitar genealogías, enseñar las “leyendas” y dirigir políticos o los índices genealógicos. El registro escrito de los cantos y rituales. Aunque no se conserva la expresión carácter histórico se realizaba con otro tipo de escritura, física de los textos en tablillas de madera, esos especialistas llamada Ta’u. Algunas inscripciones harían referencia a se llamaban Tahuna O’ono y Taura Rongo Rongo. En las la procreación y la fecundidad, en especial el texto del islas Tuamotu, la palabra rongo hace referencia a los relatos extraordinario remo que se conserva en el Museo de de las hazañas de un héroe, contados por un especialista. Historia Natural de Santiago. VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez Mataa, lascas de obsidiana con ilos naturales con un pedúnculo para enmangar, de uso múltiple. El modelo del mataa se encuentra en las islas Chatham, donde también se llama mataa, y, en Pitcairn, donde se confeccionó en basalto. drama. Un eiciente instrumento de muerte se asocia a este período: el mataa. Hojas de ilosa obsidiana se enmangaban para convertirlas en lanzas o cuchillos. Otro instrumento de combate cuerpo a cuerpo eran las mazas de madera (ua, paoa), de larga tradición en toda la Polinesia. Una de las evidencias más claras de que la crisis signiicó la pérdida de prestigio de la antigua aristocracia, es que cientos o quizás miles de bloques de basalto pulido (paenga), que formaban las fundaciones de las casas asociadas a los sitios ceremoniales (hare paenga), fueron reutilizados en los muros de las cámaras funerarias (avanga) y cuevas de refugio (ana kionga), en la construcción de los hornos subterráneos (umu pae) y, ocasionalmente, en los muros de los manavai y los hare moa. Un ejemplo extraordinario de esto lo constituye el estanque construido en la quebrada de Ava Ranga Uka A Toroke Hau, que baja desde la cumbre del Maunga Terevaka hacia Vaitea, donde se realizó una gran obra de ingeniería hidráulica. En efecto, la revolución afectó mayormente al antiguo orden aristocrático, pero la sociedad rapanui siguió funcionando y produciendo una cantidad suiciente de alimentos para sostener la población y generar excedentes para mantener especialistas y producir las grandes iestas comunitarias. El mito del colapso global de la población y la sociedad hacia el 1680 d. C., asociado a la leyenda de la batalla del Poike, ya no tiene fundamento. EL CULTO AL HOMBRE PÁJARO En lo ideológico, estas adaptaciones tuvieron su expresión más notable en el culto a Make Make, el dios creador, y en la ceremonia del tangata manu, el Hombre Pájaro. El antiguo culto a los ancestros en los centros religiosos de cada familia se desplazó a la aldea ceremonial de Orongo, en el borde suroeste del Rano Kau. Ese fue el escenario de una competencia anual por el poder y de las ceremonias de la fertilidad. 127 Estanque para el agua (puna) en la quebrada Ava Ranga Uka A Toroke Hau, que baja de Rano (laguna) Aroi (fotografía: J. M. Ramírez). Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 128 Mata Ngarahu, Orongo. Al fondo, el Motu Nui. Tangata Manu, el Hombre Pájaro (fotografía: N. Aguayo). El hombre pájaro se transformó en el símbolo de poder de los guerreros (matato’a) que logró dominar como clase política en el período tardío del desarrollo cultural de Rapa Nui. La aldea de Orongo comenzó a funcionar como sitio ritual mucho antes, al menos desde el 1200 d. C., especialmente asociada a los ritos de iniciación de la pubertad. Desde ines del siglo xvii, y hasta el impacto exterior de la esclavitud y los misioneros católicos, la Aldea de Orongo sería el escenario de la competencia por el poder de Make Make, representado en el huevo del manutara (Sterna fuscata). Cada clan encargaba a un representante un esfuerzo extremo: bajar el acantilado de Orongo, nadar un kilómetro sobre un lotador de totora hasta el Motu Nui, y volver a salvo con el huevo intacto, para dar a su jefe el título de Tangata Manu. La iesta se iniciaba en Mataveri, a los pies de Rano Kau, con el acopio de cantidades suicientes de comida para todos los miembros de las familias participantes. Arriba, en la aldea, unas 53 casas de piedra estaban destinadas a alojar a los involucrados en el ritual. Los sacerdotes esperarían la noticia del ganador en el sector de Mata Ngarahu, en unos nichos construidos junto a un aloramiento de rocas grabadas con cientos de imágenes de tangata manu, máscaras de Make Make, y komari (vulvas), símbolo de la fertilidad. Una de las evidencias más claras de que la crisis no signiicó el colapso de la cultura, sino un cambio adaptativo tan espectacular como el esplendor megalítico anterior, es un moai de basalto que se encontraba en el interior de una de las VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez Make Make, el Dios creador (fotografía: N. Aguayo). 129 casas de Orongo. En el frente presenta los rasgos de un moai clásico, pero en la espalda tiene grabados todos los motivos que representan el nuevo orden ideológico: tangata manu, ao (remo doble, símbolo del poder) y komari. Este símbolo fundamental de la historia de Rapa Nui fue llevado a Inglaterra en 1868 y desde entonces se conoce en la isla como el moai Hoa Haka Nana Ia (“el amigo robado”). EPÍLOGO El 5 de abril de 1722, domingo de Pascua de Resurrección, navegantes holandeses pusieron a la isla en el mapa del mundo occidental, rompiendo un aislamiento de mil años. La sociedad rapanui sufrió un impacto mucho más profundo hacia 1864, con las expediciones esclavistas y las epidemias que en poco más de diez años redujeron la población a 110 sobrevivientes. La llegada de misioneros y comerciantes franceses desde Tahiti también dejaron una huella profunda y deinitiva en la isla. El 9 de septiembre de 1888, la isla se convierte en parte del territorio nacional, pero es muy pronto entregada en arriendo a una compañía explotadora inglesa, que la convierte en una estancia ganadera, dedicada a la producción de lana de oveja para la exportación. El Estado de Chile caduca ese contrato en 1953, y la isla queda bajo la tuición de la Armada, único nexo con el Estado por muchos años. En 1964, una revolución pacíica encabezada por uno de los primeros profesores isleños formado en el continente conducirá al reconocimiento de los isleños como Grabados en la espalda del moai Hoa Haka Nana Ia. verdaderos ciudadanos. La apertura al mundo exterior, centrada en los vestigios arqueológicos monumentales, comenzó a posicionar a la isla como uno de los atractivos turísticos más importantes del mundo. La cultura rapanui se ha venido renovando a pesar de todos los impactos del mundo exterior, en función del orgullo de una comunidad que logró sobreponerse gracias a su admirable capacidad de adaptación, permitiéndoles mantener vigente su identidad como cultura ancestral. 130 131 132 VII. Los grupos indígenas en Chile / J. L. Martínez & P. Mege A bordar el estudio de los distintos grupos indígenas que poblaban el actual territorio chileno al momento de su primer contacto con los españoles es una tarea tremendamente compleja. El instante de este encuentro no fue, sin embargo, igual para todos los grupos. Se produjo a principios del siglo xvi con las poblaciones del Norte Grande; a mediados del siglo xvii, con grupos al sur de Chiloé y a ines de ese siglo y principios del xviii, con los habitantes de la Patagonia y Tierra del Fuego. Por otra parte, cada vez resulta más evidente que muchos de los nombres con los que se identiicó a los distintos grupos no eran los que ellos mismos se daban. Correspondían a topónimos, como el caso de los tarapacá, o a denominaciones que otros les atribuían, como los purun aucas o promaucaes. A todo esto debemos agregar el que mucha de la información está muy deformada por los valores y esquemas culturales propios de quienes la registraron. Está inluenciada —muchas veces inconscientemente— por los intereses que guiaron su obtención, además de distorsionada por la traducción, desde las lenguas nativas, sin escritura, a los textos castellanos. Unku o túnica de guerra de los inkas. Colección MChAP/DSCY 2898 (fotografía: N. Aguayo). 133 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Preclombino 134 Changos en balsa de cuero de lobos en caleta El Cobre (grabado: R. A. Philippi, 1860). El avance de la investigación ha traído a la luz nuevos conocimientos que, lejos de aclarar el panorama de los diferentes grupos humanos que habitaban nuestro actual territorio, lo ha hecho aun más complejo. Por estos motivos y por razones de espacio, a continuación se procurará ofrecer un esbozo muy general sobre estas materias. Este necesariamente deberá polemizar con las simpliicaciones que se ofrecen en los textos escolares. PUEBLOS DEL NORTE GRANDE La mayoría de aquellos que poblaron estos territorios poseían sociedades altamente complejas y reinadas, tanto en lo social como en lo cultural. El ideal común a todos ellos era tener acceso a la mayor cantidad de recursos posibles. Esto dio origen a una forma de ocupar los territorios que es diferente a la que actualmente conocemos. Así, es muy difícil trazar una “frontera” o un límite entre cada uno de estos grupos. Se trata, esencialmente, de sociedades que ocupaban un territorio disperso y discontinuo, en el cual era muy común el desplazamiento de múltiples caravanas que viajaban, a veces cientos de kilómetros, solo por obtener algún producto muy apreciado, como una variedad de maíz, un pez con sabor especial, un fruto exótico o unas plumas hermosas. Los aymaras En el valle de Camarones, algunos kilómetros al sur de Arica, se interrumpe la cadena de valles que atraviesan el desierto, uniendo las tierras altas del altiplano con la costa. Destacan entre ellos los valles de Lluta, Azapa y Codpa, que se caracterizan por poseer cursos de agua más o menos permanentes, presentando distintos microclimas en la gradiente altitudinal. Así, un ocupante de esos territorios podía tener rebaños de llamas y alpacas pastando en el altiplano sobre los 4000 metros; sembrar quinua en terrenos entre los 4000 y 3500 metros; maíz, habas, papas y otras especies en tierras ubicadas entre los 2500 y los 3000 metros; algodón y ají en las tierras más bajas y, por último, tener acceso a los recursos marinos en la costa, todo ello sin salir de un mismo valle. Esto originó que, desde muy temprano, los grupos aymaras que habitaban en el altiplano —mucho más VII. Los grupos indígenas en Chile / J. L. Martínez & P. Mege 135 El puerto de Cobija a mediados del siglo grabado por Bichebois, Londres). escaso en recursos— empezaran a ocupar y explotar estos espacios. Así, sabemos que en el siglo xvi, en Arica, había grupos de colonos (mitimaes) lupacas, carangas y pacajes, todos ellos pertenecientes a grandes señoríos aymaras de la actual Bolivia. Aún no está claro qué pasaba en ese mismo momento con los habitantes locales. Parecen haber habitado más bien la zona de la costa y el curso bajo de los valles. Tampoco sabemos cómo se relacionaban estos con los grupos aymaras. Recientemente se ha sugerido que los aymaras se impusieron sobre la población local, dominándola. Lo cierto es que actualmente, los únicos habitantes indígenas de estos territorios son efectivamente aymaras. Estos eran fundamentalmente ganaderos y agricultores. A la llegada de los españoles, sus rebaños de llamas y alpacas se contaban por miles de cabezas en el altiplano. Habían logrado desarrollar reinados sistemas de conservación de alimentos. Hacia esa altiplanicie convergían caravanas de llamas cargadas de pescado seco, algas, algodón, ají y otras especies, enviadas por los colonos residentes en los valles costeros. Los grandes señoríos del altiplano estaban divididos en mitades (dualismo), cada una de las cuales enviaba su xix (ilustración de Touchard, propia gente a los valles de Arica. Como siempre, eran las unidades domésticas completas las que viajaban como colonos, con sus respectivos dirigentes étnicos o mallkus, reproduciendo en las tierras bajas su estructura social. Algunos documentos permiten postular que existía una compleja jerarquización, con distintos tipos de autoridades y grupos especializados productivamente (por ejemplo, pescadores, agricultores). En Arica convivía gente procedente del altiplano, de Tacna e Ilo, de la costa sur peruana, y de Tarapacá. Al sur de la quebrada de Camarones y hasta el río Loa se extiende el territorio de Tarapacá. Aquí los valles ya no alcanzan a llegar a la costa, desapareciendo en la pampa del Tamarugal o en el desierto que, en esa zona, llega prácticamente hasta la precordillera de los Andes. La mayoría de los estudiosos supone que los habitantes de estas quebradas hablaban aymara. No está claro, sin embargo, si se trataba de un grupo local autónomo o eran también parte de un señorío del altiplano, como los pacajes o carangas. Es muy posible que el nombre Tarapacá no sea propiamente el del grupo étnico. Lo poco que sabemos de ellos es que probablemente formaban una unidad que incluía, al menos, a Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino las poblaciones asentadas en las quebradas de Tarapacá, Pica y Guatacondo. Es muy posible que en ese territorio hubiesen tenido que compartir el acceso a algunos recursos con otros grupos procedentes del altiplano, como los lípez, o del río Loa, como los atacamas. Los atacamas La Región de Atacama está marcada por el desierto. Este penetra hacia el interior hasta aproximadamente los 2600 metros, interrumpido solo por el Loa, único río que logra cruzar esas tierras llegando hasta el mar. Un poco más al sur se encuentra el gran salar de Atacama, la puerta del desierto más árido del mundo. En este territorio convivían varios grupos. En la costa, los camanchacas o proanches (llamados más tarde changos) se dedicaban fundamentalmente a la pesca. Algunos documentos indican que los grupos de pescadores, ubicados en Cobija, Cerro Moreno y otras pequeñas caletas, estaban subordinados de alguna manera a los dirigentes étnicos de Atacama. Hacia el interior, en las orillas del río Loa y en los oasis ubicados al pie de la cordillera, habitaban grupos de agricultores y pastores que pertenecerían a otro grupo étnico, los atacamas o atacameños.Vivían también en estas tierras lípez del altiplano y grupos originarios de Tarapacá. Las poblaciones de pescadores hablaban un idioma propio, “muy áspero y que solo ellos entienden”, decía un cronista. Los atacameños, en tanto, hablaban una lengua propia, que parece ser el kunza. Es posible que el nombre de “atacama” sea una denominación impuesta por otros grupos (probablemente los cusqueños), por lo que hay investigadores que preieren llamarlos “likan antai”. El territorio de los atacamas habría estado dividido en dos partes: Atacama la Alta (el sector del Salar) y Atacama la Baja (el sector del río Loa). Se desconoce aún la organización social concreta a que esto habría dado origen. En sus actividades de subsistencia, los atacameños se movilizaban a grandes distancias —al igual que los aymaras— intentando lograr acceso a productos de tierras lejanas. Es así como sus caravanas habrían llegado hasta Lípez, incluso hasta Chichas (en la ver tiente oriental de los Andes y al actual noroeste argentino), lugares en los cuales algunos de ellos se deben haber quedado por largas temporadas. 136 Changos atracando en la orilla balsa de cuero de lobos (grabado siglo xix). VII. Los grupos indígenas en Chile / J.L. Martínez & P. Mege POBLACIONES DE LOS VALLES TRANSVERSALES Los diaguitas Con este nombre se han referido algunos estudiosos a las distintas poblaciones que ocupaban la región de los valles transversales, desde Copiapó al sur. El primero en darles este nombre fue el arqueólogo Ricardo Latcham, basándose en datos de ines del siglo xvi y del xvii, que mencionan a indios diaguitas en Coquimbo, así como supuestas similitudes entre estos y los diaguitas transandinos. Mucho se ha discutido acerca de si es o no correcto darles esta denominación. Por ahora, lo único que la avala son referencias documentales de inicios de la Colonia y datos toponímicos de la Región de Coquimbo. No está claro cuáles de los grupos indígenas entre Copiapó y Limarí eran realmente diaguitas. Según el cronista Gerónimo de Vivar, en cada uno de estos valles se hablaban lenguas distintas. Pero parecieran haber compartido ciertos principios de organización social, como el sistema de jefaturas duales, común a todos ellos. Al parecer, la ocupación principal de los diaguitas fue la agricultura y la ganadería, que complementaban con la caza, la recolección de frutos y la pesca. En la mayoría de los valles, la escasez de lluvias los había hecho desarrollar sistemas de regadío artiicial. Uno de los problemas que diiculta su estudio, además de la poca documentación conocida hasta ahora, es el impacto de la presencia inka que, a la llegada de los españoles, habría afectado fuertemente las formas de vida propias de esta población. LOS VALLES DE ACONCAGUA, MAPOCHO Y MAIPO Bajo dominio inkaico Cuando llegaron los españoles, estos valles estaban bajo control inkaico. Tanto en el valle de Aconcagua como el del Mapocho residían dignatarios cusqueños y poblaciones de colonos o mitimaes. La naturaleza de las relaciones entre la población local y la elite cusqueña puede verse también en el hecho de que algunos de los caciques locales, como 137 Indígenas del noroeste de Argentina, atacameños y aymaras en una operación de trueque (grabado: Bresson, 1875). Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 138 El Capitán Apo Camac Inka combatiendo contra los indios de Chile (según Guamán Poma de Ayala, 1980 [ca. 1615]). Michimalonko, habrían estado en el Cusco y dominaban la lengua quechua. Algunos estudiosos postulan que los cusqueños habrían introducido aquí algunas técnicas de regadío artiicial. De allí que, cuando llegaron los españoles, pudieron ver que las tierras agrícolas eran regadas a través de canales. El valle de Aconcagua, o de Chile, como era también conocido, debe haber tenido además un alto prestigio religioso entre los pueblos del Imperio inkaico. Se consideraba, por parte de los sacerdotes cusqueños, que una de las huacas o divinidades importantes para todo el Tawantinsuyu era el cerro Aconcagua. Aunque los habitantes de esta región hablaban el mapuche o mapudungun y poseían varios elementos culturales en común, su estructura social era diferente y tenía distintos niveles de complejidad. En el caso del valle de Aconcagua pareciera haber existido una sociedad estructurada en forma dual, con dos jefes que corresponderían a cada una de las mitades (alta y baja) del valle. En 1541, Tanjalonko dirigía “la mitad del valle a la mar”, en tanto Michimalonko lo hacía hasta la cordillera. El cronista Mariño de Lovera relata que vivían fundamentalmente en “aldehuelas y caseríos, sin haber pueblos formados”, que les eran más propicios para mantener el ganado y los cultivos. Para el valle del Mapocho no tenemos referencias a ninguna jefatura tan institucionalizada o extensa como el caso de Aconcagua. Podría tratarse, más bien, de varios pequeños jefes o lonkos, que controlaban áreas dispersas de este territorio. Al parecer, los pobladores del Mapocho habían desarrollado su propio sistema de acceso a recursos diferenciados. Algunos grupos ocupaban simultáneamente tierras agrícolas situadas en los faldeos de la cordillera y tierras más cercanas a la costa, lo que les permitía un margen de defensa ante las variaciones del clima. El cronista Vivar describe que esta era tierra muy fértil y que para mejorar las cosechas se usaba un sistema de quema y roza. Cada cierto tiempo se cortaba y quemaba todo lo que había en un predio, fertilizando así la tierra para nuevos sembrados. En las crónicas del siglo xvi se identiicó a los habitantes del Mapocho como picunches (gente del norte), por lo que esta denominación se popularizó para designar a estos habitantes. El problema es que este término alude fundamentalmente a una posición cardinal (el norte) y no a una identidad étnica propia. De modo que resulta incorrecto referirse a la población del valle del Mapocho con esta designación, por la sencilla razón de que picunches pueden ser todos aquellos que vivían al norte de cualquier grupo de más al sur. Según los cronistas, al sur del río Maipo habitaban los promaucaes o purun aucas. Este nombre les habría sido puesto por los conquistadores cusqueños, para referirse a su condición de “incivilizados”, de “lobos monteses”, como dijera un cronista. Es todavía mucho lo que se ignora sobre ellos: organización social y religiosa, economía, etcétera. Es muy probable que fueran grupos de cazadores recolectores con algún desarrollo de la horticultura, emparentados lingüísticamente con los VII. Los grupos indígenas en Chile / J. L. Martínez & P. Mege mapuches. Su sistema de vida pareciera haberse caracterizado por una gran movilidad, puesto que ocupaban estacionalmente tanto la cordillera como la costa. Los escasos registros documentales que se conocen sobre ellos se deben fundamentalmente a que ese territorio se constituyó en la segunda línea de defensa de los indígenas del valle central, una vez que los invasores europeos consolidaron su dominio en las cuencas de los ríos Aconcagua y Mapocho. Posteriormente se conocen datos aislados, producto de la apropiación de sus tierras por par te de los conquistadores. AL SUR DEL MAULE Los mapuches La penetración española asumió un carácter novedoso y excitante cuando traspasó los límites alcanzados por la ocupación inka. Se podría decir que las zonas dominadas por el Imperio inkaico eran relativamente familiares para las avanzadas españolas. Estas regiones habían sido “civilizadas” por los inkas y se habían hecho culturalmente comprensibles para la mentalidad de los conquistadores europeos. Era un orden que los españoles comprendían. Pero ¿qué pasaba más al sur, fuera del rígido orden del Tawantinsuyu? La fuerza de expansión imperial española no tenía límites, y la incertidumbre jamás los había detenido. 139 Mestizo con traje de torero. Santiago hacia 1800 (grabado: Choubard basado en dibujo de L. Massard [1833-1836]). Traje de la gente del pueblo (grabado: L. Choris, siglo xix). Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 140 Familia mapuche (grabado: C. Gay, 1854). VII. Los grupos indígenas en Chile / J. L. Martínez & P. Mege Recolección de piñones en la cordillera de Nahuelbuta (grabado: C. Gay, 1854, colección Biblioteca Nacional de Chile). El capitán Pedro de Valdivia sabía que se enfrentaba a lo desconocido, a hombres profundamente extraños, con culturas incomprensibles, bárbaras, de lenguas insondables. Los conquistadores del siglo xvi llamaron a estos hombres araucanos, los extranjeros, los que habitan más allá del dominio estatal inka. Pronto descubrieron que la supuesta homogeneidad cultural araucana era inexistente, pero que estas diferencias se generaban siempre dentro de los marcos de una unidad lingüística. Todos hablaban la lengua mapuche (araucano, moluche, etc.) con probables variaciones dialectales. Ingenuamente, los primeros cronistas dividieron a los araucanos en picunches (gente del norte), huilliches (gente del sur), lafkenches (gente de la costa), puelches (hombres del oriente), vuta-huilliches (hombres australes). También los identiicaron con los topónimos en que habitaban, reiriéndose, por ejemplo, a tucapeles y purenes. Se designaron tantos grupos mapuches como orientaciones cardinales, situaciones ecológicas o toponímicas había. Un observador que haya podido superar esta variada nomenclatura de los primeros conquistadores, descubriría que las denominaciones referidas solo corresponden a categorías relativas a referencias espaciales y no a diferentes grupos culturales. Sin embargo, también sería aventurado pensar que la gran población que se agrupa bajo la identidad de la lengua mapuche poseía una gran homogeneidad cultural a la llegada de los españoles. Muy por el contrario, presentaban diferencias culturales, marcadas en asociación a sus particulares ecosistemas, sin llegar a conformar extensos grupos como aquellos que los españoles designaron como picunches o huilliches. Al sumergirse con cautela en la Araucanía, los españoles, en un estado de excitación tal que les permitió generar una colosal mitología del araucano (piénsese solo en Alonso de Ercilla y su Araucana), se encontraron con pequeñas comunidades (rewes), compuestas por clanes (lof), que solo eventualmente se integraban en conglomerados mayores llamados aillarewes (nueve rewes). La jefatura de cada rewe estaba en manos de un lonko, cacique, y los aillarewes eran comandados en tiempos de paz por un ülmen, y en tiempos de guerra por un toki, cuyo símbolo de poder era un hacha colgada del cuello. Acostumbrados los españoles, en sus campañas de conquista, a enfrentarse a sociedades estatales de gran envergadura, en la Araucanía se encuentran con una estructura de caudillaje en asociación a una guerra de “escaramuzas” o guerrilla. Se ha pensado equivocadamente que el Imperio inkaico fue frenado en su avance por la indiscutida “bravura de los aborígenes de Chile”. Aparte del evidente placer que generaba la guerra en las mentes mapuches y el empeño que ponían en ella, lo que detuvo la penetración fue lo tardío de su realización y lo alejados que se encontraban del Cusco. ¿Valía la pena seguir adelante a tan alto costo y a un beneicio tan reducido? 141 Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino Inicialmente Pedro de Valdivia y sus hombres penetran a la Araucanía sin mayores diicultades, desplazando a los aborígenes. La maquinaria de guerra mapuche se hace insuperable cuando cambian dos de sus elementos constitutivos: el primero y fundamental es la adopción del caballo con sus armas y los aperos especialmente rediseñados por los mapuches para la guerra (corazas de cuero, monturas, estribos, lanzas de coligüe con puntas de metal, macanas, boleadoras, hondas, etc.), con sus respectivas estrategias ofensivas y defensivas de gran movilidad. El segundo lo constituyó un maravilloso trabajo de observación y evaluación de las capacidades y deiciencias de la maquinaria de guerra española. La crónica de Gerónimo de Vivar sobre la muerte de Valdivia nos ejempliica cómo los araucanos, inspirados en la impecable estrategia de Lautaro, aniquilan con una táctica armoniosa y limpia al conquistador y sus hombres. Los araucanos dominaron toda la gama de ecosistemas que habitaron desde el Maule hasta Chiloé, de cordillera a costa. Su economía era primordialmente de autoconsumo, basada en las fuerzas productivas de la familia amplia. Las principales actividades eran la horticultura, la caza y recolección. Descubrieron tempranamente los beneicios de una economía “abierta”, comerciando con los españoles. Los araucanos vendían ganado y los españoles metales. Los testimonios del contacto español-araucano nos muestran a dos culturas enfrentadas. En este complejo proceso de mutua repulsión e inlujo cultural el diálogo no fue fácil. El imperio más poderoso de la Tierra sobrevivía gracias a las energías que le proporcionaba la fuerza de su permanente expansión, y los mapuches, gracias a su determinación de no ser absorbidos. 142 AL SUR DE CHILOÉ Los chonos Ocupaban la totalidad del archipiélago de los Chonos hasta la península de Taitao. Era un pueblo trashumante que se movilizaba por estas desmembradas costas en sus embarcaciones. Su economía se basaba en la caza del lobo de mar, la pesca y la recolección de mariscos, así como también de especies vegetales. Poseían una organización de bandas, que son grupos familiares bajo la jefatura de un hombre. Los chonos son las primeras víctimas del genocidio en Chile, experimentando tempranamente la extinción (ines del siglo xviii) por efectos de la dominación mapuche y criolla, de los “hacheros” —brutales exterminadores— y por último, una rápida agonía en la misión jesuita de Chaulinec. El “espíritu” de Matan entre los selk’nam de Tierra del Fuego (fotografía: M. Gusinde, 1923). Los kawashkar, aonikenk, selk’nam y yámanas Las fogatas que observaban a la distancia, en la región de los canales del sur, siempre despertaron extravagantes imágenes en la mente de los navegantes. Llamaron por esta razón fueguinos a los naturales que las producían. Pero la simple vista de los habitantes de la Tierra del Fuego generó una enorme impresión en las mentes de los “civilizados”. VII. Los grupos indígenas en Chile / J. L. Martínez & P. Mege 143 Los “espíritus” del Hain entre los selk’nam (ilustración: J. Pérez de Arce, 1987). Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino 144 Espíritus de Kosmenk entre los selk’nam, ambientado en el Cerro de los Onas, Tierra del Fuego (ilustración: J. Pérez de Arce, 1987). VII. Los grupos indígenas en Chile / J. L. Martínez & P. Mege Pasaje de la ceremonia del Klóketen, rito de iniciación de los selk’nam (ilustración: J. Pérez de Arce, 1987). La primera sorpresa la provocaba su elocuente desnudez —que se hacía aún más sorprendente dado lo riguroso de las condiciones climáticas— seguida del descubrimiento de su elevada estatura y gruesa complexión, que contrastaba con la de sus vecinos nortinos. No sabían si se trataba realmente de hombres, y si por fortuna lo eran, por qué se encontraban en ese estado de “primitivismo” o de “degradación” cultural. El mismo Charles Darwin, que tan sensible se mostraba a la naturaleza de las cosas, al enfrentarse a ellos y suponerlos como sus antecesores dentro de su idea de evolución —como los hombres que permanecían obstinadamente en el primer eslabón de la humanidad— declaró en el siglo xix que preferiría descender de cualquier simio “heroico” que de estos primitivos hombres extremadamente salvajes. El posterior estudio de estas etnias descubrió en ellas formas culturales tan complejas y delicadas como ninguno de los viajeros que surcaron las australes costas de Chile lo imaginó. Los llamados inicialmente fueguinos y patagones, por sus descubridores europeos, corresponden fundamentalmente a culturas compuestas por bandas de cazadores recolectores nómadas, tanto pedestres como canoeras. Los pueblos pedestres están compuestos por los onas o selk’nam y los aonikenk o tehuelches. Ambos grupos eran principalmente cazadores de guanacos. Las armas más utilizadas fueron arco, lechas y lanzas. La actividad de la caza era necesariamente masculina. Las mujeres se dedicaban a actividades domésticas, como el cuidado de los niños y la preparación de alimentos, además de la recolección de raíces y frutos silvestres. Los grupos canoeros eran los yaganes o yámanas, que vivían permanentemente en sus canoas, asentándose en tierra solo en circunstancias de extremo peligro para navegar. El hombre era experto cazador con eicientes arpones. La mujer, excelente nadadora y buceadora, recolectaba todo tipo de variedades marinas, principalmente mariscos. La canoa concentraba toda la vida familiar, base de la organización yámana. El grado de perfección técnica de esta permitía incluso el traslado del fuego. Por último, los alacalufes o kawashkar combinaban técnicas de sobrevivencia canoeras y pedestres. Alcanzaron una gran eiciencia en el aprovechamiento del mar y de la costa, para satisfacer sus necesidades de habitación, alimentación y vestuario. Nota de los autores: Este artículo fue escrito en 1988 para el libro Los primeros americanos y sus descendientes. Santiago: Museo Chileno de Arte Precolombino / Editorial Antártica S. A. 145 Lecturas sugeridas 146 cAstillo, G. & i. kuzmAnic, 1979-1981. Registro de colecciones inéditas del Complejo Cultural El Molle. Boletín del Museo Arqueológico de La Serena 17: 122-231. cervellino, m., 1991. Minería prehispánica en la Región de Atacama. Copiapó: Ediciones Universitarias, Universidad de Atacama. AldunAte, c., 1989. Estadio alfarero en el sur de Chile (500 a ca. 1800 d. C.). 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Sus investigaciones en los Andes Centro-Sur tratan sobre prácticas psicotrópicas, artes visuales, interacciones interregionales, geografía sagrada y espacialidad en la cultura. II • Francisco Gallardo Ibáñez Arqueólogo (Universidad de Chile), investigador del Museo Chileno de Arte Precolombino (1994-2013) y actualmente del Centro Interdisciplinario de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR) de la PUC. Responsable de numerosos proyectos del Fondo Nacional de Ciencia y Tecnología (Fondecyt). Sus investigaciones y publicaciones versan sobre prehistoria de Chile, arte rupestre, arqueología social, antropología visual y arte precolombino. IV • Carlos Aldunate del Solar Abogado y arqueólogo (Universidad de Chile). Director del Museo Chileno de Arte Precolombino desde su fundación en 1981. Miembro de Número de la Academia Chilena de la Historia, Instituto de Chile. Presidente de la Corporación Patrimonio Cultural de Chile. Sus publicaciones se reieren a arqueología y etnografía de las tierras altas y la costa de Antofagasta y de la Araucanía. V • Francisco Mena Larrain Licenciado con mención en Arqueología y Prehistoria (Universidad de Chile). Doctor en Antropología (Universidad de California, Los Ángeles). Fue Subdirector del Museo Chileno de Arte Precolombino (1991-2009). Actualmente es investigador residente del Centro de Investigación en Ecosistemas de la Patagonia (CIEP) y Visitador Especial del Consejo de Monumentos Nacionales. Desarrolla investigación en arqueología del oriente de Aysén y otras áreas de la prehistoria regional. VI • José Miguel Ramírez Aliaga Arqueólogo (Universidad de Chile). Se ha desempeñado en el Museo Fonck de Viña del Mar (1981-1992); como Administrador del Parque Nacional Rapa Nui (1993-1999), y en el Centro de Estudios Rapa Nui, Universidad de Valparaíso, desde 2002. Después de 25 años de investigación, pudo comprobar el contacto de exploradores polinesios y mapuches en tiempos prehispánicos. • Gloria Cabello Baettig Arqueóloga (Universidad de Chile), Magíster en Museología y Conservación del Patrimonio (Universidad de Ginebra, Suiza) y Doctora © en Arqueología (Universidad de Buenos Aires, Argentina). Investigadora externa del Centro de Investigación del Hombre del Desier to (CIHDE). Sus investigaciones y publicaciones se orientan al ar te rupestre y arte precolombino. VII • José Luis Martínez Cereceda Profesor de Historia y Geografía (Universidad de Guayaquil), Magíster en Antropología (Pontiicia Universidad Católica del Perú) y Doctor en Antropología Social e Histórica (Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, París). Académico de la Universidad de Chile. Se ha dedicado en especial al conocimiento de las sociedades andinas, tanto prehispánicas como coloniales. III • Luis E. Cornejo Bustamante Arqueólogo (Universidad de Chile), con estudios de posgrado en la Universidad Nacional de Cuyo. Fue curador del Museo Chileno de Arte Precolombino (1984-2012). Actualmente es Director de la carrera de Arqueología de la Universidad Alberto Hurtado y consejero del Consejo de Monumentos Nacionales. Su investigación se ha concentrado en la Zona Central de Chile. • Pedro Mege Rosso Licenciado en Antropología Sociocultural (Universidad de Chile). Doctor © en Estudios Culturales Latinoamericanos (Universidad de Chile). Profesor Asistente de la Escuela de Antropología de la P. Universidad Católica de Chile. Director del Centro Interdisciplinario de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR) de la PUC. Ha desarrollado trabajos etnológicos y de la imagen entre los pueblos mapuche y aymara, así como en el campo de la antropología visual con relación a la fotografía étnica. 149 150 Producción ejecutiva Ricardo Ruiz de Viñaspre Puig Editor general José Berenguer Rodríguez Asesoría editorial Andrea Torres Vergara Arte, diseño y producción Engrama S.A. Manuel Arriaza Torres Freddy Sepúlveda Vásquez David Malhue Godoy Diseño de portada Tesis DG Juan José Neira Esta obra fue realizada con el auspicio de Diseño tipografía portada (Amster) Francisco Gálvez Pizarro Mapas digitales MapCity Fotografías Fernando Maldonado Nicolás Aguayo Francisco Gallardo Gloria Cabello Claudio Mercado Carlos Aldunate Francisco Garrido Luis Cornejo Fernanda Falabella Lorena Sanhueza Nicolás Piwonka Charles Wellington Furlong Francisco Mena C. Viviani José Miguel Ramírez Jesús Ángeles Padilla Soledad Barahona Martín Gusinde Hamburgisches Museum für Völkerkunde Museo Chileno de Arte Precolombino Canal 13 Biblioteca Nacional de Chile Ilustraciones José Pérez de Arce Eduardo Osorio Instituto Juan Ignacio Molina Dibujos Alex Olave Guamán Poma de Ayala Impresión Nuevamérica Impresores 151 152 Registro Propiedad Intelectual Inscripción Nº 271979 ISBN 978-956-243075-3 Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de portada, puede reproducirse o transmitirse por ningún medio, sin previa autorización del Editor. ••• “Chile Milenario” es una obra de carácter cultural y didáctico, sin ines comerciales. Su venta solo está permitida en la tienda del Museo Chileno de Arte Precolombino. ••• Santiago de Chile, diciembre de 2016. 153 154 155 156