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Esta obra fue realizada con el auspicio de
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Contenido
Presentación Agrícola El Cerrito
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Presentación Canal 13
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Presentación Museo Chileno de Arte Precolombino
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Prólogo
Chile: Espacio, tiempo y memoria
Héctor Soto Gandarillas
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I El país del desierto extremo de la Tierra. El Norte Grande en la prehistoria
José Berenguer Rodríguez
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II La tierra donde el desierto lorece. El Norte Verde y su prehistoria
Francisco Gallardo Ibáñez & Gloria Cabello Baettig
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III La tierra de las cuatro estaciones. Prehistoria de la Zona Central
Luis E. Cornejo Bustamante
61
IV La tierra de los lagos y los bosques. Los antepasados / antiku pu che
Carlos Aldunate del Solar
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V La tierra donde la cordillera se hunde en el mar. Culturas del extremo sur
Francisco Mena Larrain
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VI La tierra de Hotu a Matu’a. Rapa Nui, una arqueología de lo imposible
José Miguel Ramírez Aliaga
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VII Los grupos indígenas de Chile al momento de contacto con los europeos
José Luis Martínez Cereceda & Pedro Mege Rosso
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Lecturas sugeridas
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Acerca de los autores
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Jesús Ángeles Padilla
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Agrícola El Cerrito, Pisco Elqui, Chile.
Presentación
Agrícola El Cerrito nació el año 1997 con el objetivo de producir
uva de mesa, y exportarla a los más exigentes mercados del
mundo, aprovechando las inmejorables condiciones que la
naturaleza le otorgó al Valle del Elqui.
Enclavado a 500 kilómetros al norte de la capital de Chile,
Santiago, el Valle de Elqui es un lugar único en el mundo tanto
por su geografía, pureza de sus aguas, clima y calidad de sus
cielos.
Quienes visitan la zona dan testimonio tanto de la misticidad del
lugar como de la belleza palpable en cada sitio que nuestra vista
es capaz de captar.
Las localidades de Pisco Elqui, Montegrande y Paihuano son el
epicentro de la producción de nuestro producto que cada año,
entre los meses de diciembre y marzo, cosechamos para el disfrute
de los paladares internacionales más exigentes.
Esta publicación está realizada para dar a conocer la historia más
desconocida de nuestro querido Chile: el Chile Milenario y, por
otra parte, para que con quienes nos relacionamos se interesen en
conocer un lugar único en el mundo desde donde nace una fruta
pura, natural y producida bajo uno de los cielos más transparentes
de nuestro planeta Tierra.
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Canal 13
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Canal 13 de Televisión, Chile.
Presentación
En sus 55 años de vida Canal 13 tiene una vasta y amplia
trayectoria en la emisión de programas culturales y cientíicos
que han producido gran impacto y un importante aporte a la
sociedad.
Ello ha permitido que los sectores más amplios de la población
de nuestro país hayan tenido acceso a diversos conocimientos en
forma entretenida, amable y eicaz.
Nuestro objetivo de difusión ha estado siempre en la masividad
por ser un medio de comunicación amplio que debe interpretar
los gustos y necesidades de los grandes sectores de la ciudadanía.
Siempre se ha realizado aquello cuidando los estándares éticos y
valóricos de nuestra sociedad.
El libro Chile Milenario es un estudio meticuloso del Chile más
desconocido y pretérito. Ciertamente, la publicación es un valioso
aporte a la difusión cultural de nuestro país y en el caso de Canal
13 su participación no termina aquí, sino que es el primer paso
para desarrollar después en pantalla la divulgación masiva de
contenidos de alto valor arqueológico y antropológico de un
Chile originario que debe ser conocido y difundido.
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Jesús Ángeles Padilla
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Plaza Montt Varas. Al frente, el Museo Chileno de Arte Precolombino, antiguo Palacio de la Aduana.
Presentación
En poco más de cien años de investigación la arqueología ha
demostrado que la historia de Chile es casi treinta veces más
larga que los cinco siglos transcurridos desde la llegada de los
españoles. Los artículos de este libro se concentran, precisamente,
en esa historia larga, que es la de los arqueólogos y los antropólogos,
no la de los historiadores. Una historia que, al empezar con los
primeros grupos humanos llegados a una remota quebrada del
desierto nortino, a la desembocadura de un esterito de Los Vilos,
a la orilla de una laguna de Tagua Tagua hoy desaparecida, a los
bordes de un riachuelo cerca de Puerto Montt, a un abrigo rocoso
de la Patagonia o a una playa de Isla de Pascua, nos recuerda que
todos los que han vivido o viven en el territorio chileno somos, de
alguna manera, descendientes de inmigrantes, de gente venida
de afuera.
Precedidos por un prólogo que intenta dar una mirada
contemporánea a la historia prehispánica de Chile y seguidos
por un capítulo inal sobre nuestro mundo indígena actual, los
capítulos centrales de este libro ofrecen una visión actualizada de la
prehistoria chilena, que se enfoca en la multiplicidad de historias,
logros y realizaciones de los pueblos y las culturas que crearon e
hicieron suya esta loca geografía. Son relatos que evidencian una
herencia cultural acumulada que es tan rica y potente como la
que nos legaron los europeos a partir del siglo xvi. Una herencia
plena de hallazgos y creaciones que revelan la originalidad y el
talento de quienes nos precedieron en la ocupación de este Chile
varias veces milenario.
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11
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Prólogo
Chile: Espacio, tiempo y memoria
Héctor Soto Gandarillas
N
Jarro antropomorfo, Arica. Colección
MChAP 0009 (fotografía: N. Aguayo).
o hay mayor oscuridad en los pueblos originarios que habitaron Chile que nuestra
propia ignorancia. Como somos un país más bien frágil en términos de conciencia
histórica, y como con frecuencia tenemos más aprecio por los reduccionismos
mentales que por las verdades objetivas, nos gusta decir, por ejemplo, que somos un
pueblo joven, aduciendo que la república recién cumplió doscientos años. Se nos olvidan,
sin embargo, los cuatro siglos anteriores a la Independencia, como si la larga siesta colonial
hubiese durado un suspiro y como si no hubiese sido precisamente durante ese período
cuando en los hornos de la nacionalidad se fue cocinando nuestra identidad nacional
a fuego lento. Eso no es todo: también nos olvidamos del saldo cultural, etnográico y
genético que dejaron entre nosotros las múltiples expresiones culturales anteriores a la
llegada de los españoles, tanto en la zona norte, donde sus huellas parecen más físicas,
como en el territorio central y sureño, donde el legado se reconoce más en la conducta
de la gente. Son manifestaciones de vida que ocupan distintas capas de tiempo, pero que
—como prueba de su densidad— explican usos, formas de vida y creencias repartidas
entre puntos geográicos relativamente distantes. Como quiera que sea, hubo un cierto
orden en el mundo precolombino, incluso antes de las estructuras centralizadoras que
trajo la invasión inka.
¿Es posible, cabe en la cabeza, que de un legado de esa magnitud no haya quedado
absolutamente nada, que todo haya terminado evaporándose de manera parecida a lo
que ocurrió con los numerosos lagos que regaron en otra época los desiertos del norte,
antes que sus temperaturas de lagarto, sus colores minerales y sus horizontes marcianos la
convirtieran en la zona más árida del planeta?
La respuesta es negativa, por cierto. El pasado siempre queda y siempre pesa. William
Faulker lo planteaba mejor: el problema del pasado es que ni siquiera ha pasado. La
pregunta entonces no es si esa herencia cultural y genética remota sigue presente en el
Chile de hoy, sino en qué forma gravita y sigue viva en la actualidad. “Las épocas viejas
nunca desaparecen completamente —escribió Octavio Paz en El laberinto de la soledad— y
todas las heridas, aun las más antiguas, manan sangre todavía”.
Obviamente que hubo un Chile antes de Chile. Es una manera de decirlo, claro, porque
desde luego no era un país. Tampoco una nación. Pero fue algo más que un puro paisaje. En
las composiciones más remotas de nuestra larga y angosta faja las investigaciones actuales
reconocen una región recorrida por grupos trashumantes y recolectores, por comunidades
asentadas con distintos grados de diicultad en fundaciones y poblados dispersos. Unos
llegaron antes, otros después. Algunos fueron destruidos, otros cooptados por invasores
y hubo algunos que lograron subsistir más resguardados en su aislamiento. En nuestro
territorio conviven tiempos, culturas, lenguas, etnias y credos que son distintos. De eso
da testimonio un paisaje de sucesivas transformaciones donde sin embargo están inscritos
diversos y muy tempranos testimonios de vida humana. De hecho, extraordinariamente
tempranos. Cuando Jehová, según el Antiguo Testamento, le pidió a Abraham el sacriicio
de su hijo, unos dos mil años antes de Cristo, momento que es —digámoslo— uno de los
puntos más remotos de la historia, las últimas investigaciones están asegurando que hubo
poblaciones que llevaban para ese entonces largo tiempo instaladas en territorio chileno.
¿Cuánto es largo tiempo? Miles y miles de años. Hay vestigios de vida humana que se
remontan a unos trece mil años en zonas tanto del norte como del sur de Chile. Es un
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Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
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Jarro-Pato: personaje antropomorfo,
Diaguita. Colección MChAP 1640
(fotografía: N. Aguayo).
horizonte temporal gigantesco, claro que sí, pero es lo que calcula la ciencia, por mucho
que no haya calendario ni reloj en el mundo capaz de dimensionar semejantes eternidades.
Tenemos ciertamente problemas de continuidad en nuestro imaginario nacional. No
hay representación mental capaz de ensamblar en los continuos del tiempo y del espacio
las sucesivas epopeyas de surgimiento y declinación de manifestaciones culturales o
de vida gregaria de tan antigua data. Tenemos noticias de ellas por la inscripción que
dejaron en una roca, los dibujos que quedaron en una cueva, los rastros encontrados en
una garganta montañosa, los restos momiicados y conservados en parajes tan calcinados
que terminaron momiicándolo todo. Sabemos, sin embargo, que cientos de generaciones
sobrevivieron en el actual territorio chileno en condiciones que hoy nos parecen imposibles
o lastimosas. Así y todo, esos mundos tienen que haber dado cabida en distintos momentos
a la conciencia de una vida más o menos tranquila y más o menos feliz. Son demasiados
siglos los que están en blanco. No todo tiene que haber sido cataclismo, depredación y
violencia, que son las fracturas recurrentes que sospechamos en la convivencia de los
hombres prehispánicos.
Aun cuando para nuestra sensibilidad ecológica de maceteros sea difícil aceptarlo en
la actualidad, es probable que para el hombre de la prehistoria las grandes amenazas
provinieran, antes que de los demás hombres, de la geografía. En la noche de los tiempos
es posible que la naturaleza se haya dado a entender no en los términos de un paraíso
terrenal, sino como una fuerza destructiva expresada en la vehemencia del rayo, la
fatalidad del diluvio, la furia de las tormentas, el rugido de los volcanes y la incontrolable
crecida de los ríos. Las primeras comunidades vivieron además acechadas por el peligro
de las ieras y especies ponzoñosas. Nos gusta pensar que en el mundo anterior a Darwin
la ley del más fuerte fue, para la supervivencia de las especies, una sentencia terrible.
La representación de la vida que nos hacemos de los tiempos primigenios nos remite,
por malas o buenas razones, a un mundo de pura indefensión y terror. Es un mundo en
general muy tensionado. Puede haber algo de verdad en esas imágenes. Pero también
mucho de mentira. Porque de los puros momentos críticos de espanto y vulnerabilidad es
Prólogo / H. Soto
Fragmento de jarro antropomorfo,
Llolleo. Colección MChAP 1600
(fotografía: N. Aguayo).
más fácil sacar traumas que sacar energías para crecer y perdurar. Y de eso precisamente
se trataba: de crecer y perdurar. Sea por medio de la construcción de un poblado, de la
elaboración de un tiesto cerámico o de metal, del cultivo de una ladera o del acto previsor
de acumular alimentos para las épocas de escasez, el hombre arcaico se la jugaba por la
supervivencia y la prolongación de la especie. En esto no hemos cambiado tanto: a lo
mejor sin tener gran conciencia histórica, nuestros más remotos antepasados también se la
estaban jugando por un mañana mejor.
Quizás el gran problema que tiene nuestra imaginación de la vida precolombina sea
el reduccionismo. Un reduccionismo proclive al exceso y la ferocidad. Vemos al hombre
prehistórico paralizado por las amenazas, castigado por los aluviones y las sequías,
luchando contra las bestias salvajes, resistiendo a ciegas la enfermedad y defendiéndose
con armas rudimentarias del robo de las tribus enemigas. Todo junto y todo al mismo
tiempo. Desde luego que se trata de fantasía sobregirada y sombría. Lo más probable es
que ninguna vida haya sido tan sucedida y golpeada. Lo más probable es que también
haya habido espacio para la ternura, la iesta, la celebración e incluso el humor.
Lo importante, en todo caso, es no perder de vista que no es la adversidad pura y dura,
que por último es más o menos común a todas las comunidades prehistóricas del planeta, el
rasgo que mejor identiica a las culturas que se asentaron bajo los cielos del norte, el centro,
el sur de Chile o Rapa Nui. Lo que en realidad mandó —y sigue mandando ahora, aunque
ya no con la misma fatalidad— es el paisaje. En muchos sentidos, fuimos y seguimos
siendo lo que la geografía quiso que fuéramos y que seamos. Somos lo que la geografía
da y lo que la geografía quita. Este es nuestro primer ADN. Esta es nuestra carga genética
inicial, que en Chile por lo demás no es uniforme, atendida la amplia variedad de suelos y
cielos que tenemos. En este sentido, hay tamarugos y algarrobos en el norte, hay palmas,
arrayanes y peumos en el valle central, hay araucarias y alerces en el sur, que saben y dicen
más de nosotros los chilenos de lo que saben y dicen hasta los más sabios de la comarca.
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Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
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Flauta con rostro humano, PreMapuche. Colección MChAP 3745
(fotografía: N. Aguayo).
Cántaro antropomorfo, Mapuche.
Colección MChAP 1425 (fotografía:
N. Aguayo).
Puede ser una anticipada metáfora del país que con el correr de los siglos llegaríamos a
ser que haya sido en el Norte Grande, donde el territorio es menos hospitalario y bastante
más avaro en agua, alimento y fecundidad, donde se acuñaron las primeras imágenes
de la vida dura y de la economía de la sobrevivencia que terminarían pasando al Chile
contemporáneo. Quizás fue este rasgo el que terminó haciendo más historia entre nosotros.
Chile no es un país de grandes bendiciones naturales. Los furores y los arrebatos con
la plata, el salitre o el cobre fueron tales precisamente porque correspondieron a sueños
efímeros, a excepciones, no a la regla general. Aquí las cosas cuestan bastante más que
en otras latitudes. Hasta en aquello donde tenemos ventajas comparativas incontestables
—en reservas mineras, en la riqueza pesquera, por ejemplo— la explotación es cara y difícil,
trabajosa y arriesgada. No es cosa de estirar la mano o rasguñar la tierra para recoger el
fruto o dar con los metales preciosos. No es cosa de decir quiero y puedo. En ninguna parte
la geografía chilena es el jardín o el vergel que don Pedro de Valdivia le pintó con mentiras
blancas en sus cartas al rey Carlos V. Esos escritos, que hoy podríamos considerar como
la primera campaña de imagen país de nuestra historia, son textos apasionantes pero
ilusorios. No es menor que el conquistador le haya
mentido piadosamente al monarca, contándole
una cosa por otra, sobre todo considerando que
estas eran las bases del país que estaba empeñado
en construir. ¿Qué se puede esperar de una nación
basada en reportes engañosos y percepciones
falsiicadas?
Puede ser una licencia retórica explicar por la
dureza geográica de este rincón de América, por
este paisaje bueno para negarlo todo primero y
conceder un poco después, el temple del carácter del
chileno. Temple mezclado con un sentido atávico de
la resignación, cabría agregar. Quizás haya algo de
eso. En nuestro imaginario habitual, el nortino es un
hombre impasible y de pocas palabras; un hombre
que, precisamente por haber visto demasiado y por
conocer el valor del tiempo milenario y la economía
de la privación, preiere guardarse. El nortino hace
buenas migas con el silencio y la soledad. En el
Chile agrario de la zona central, en cambio, donde
el inlujo colonizador del andaluz fue más directo,
la gente se prodiga con facilidad en la elocuencia y
es mucho más entusiasta, ligera y expansiva. Al sur
del Biobío, por su parte, la tipología étnica vuelve
a cambiar, principalmente porque ahí el mundo
ancestral está más vivo que en ninguna otra parte
del territorio, no solo por la presencia mapuche en
la zona de la llamada Araucanía, sino también por
la persistente resistencia que de este pueblo primero
a la expansión del imperio inka, en seguida a la conquista española y mucho después a
la propia república. Esto, que en su momento llamó la atención de don Alonso Ercilla
en su exaltado poema épico que es La Araucana, describe un caso de resistencia cultural
bien excepcional en el contexto de Hispanoamérica. No hay una experiencia ni de lejos
parecida en toda la colonización española y tendría caracteres exclusivamente históricos
o antropológicos si la etnia mapuche no fuera reivindicada en la actualidad por una
fracción de la población que varía entre el millón y el millón quinientos mil chilenos. Esta
circunstancia es la que instala el conlicto cultural entre los mayores desafíos políticos de
la sociedad chilena y la que lo convierte en una oportunidad de rescate que, tras siglos de
odiosidades e incomprensiones, al día de hoy sigue estando pendiente.
Que el pueblo mapuche ya estaba muy asentado cuando llegaron los españoles en una
zona algo más extensa que de lo que después pasó a llamarse La Araucanía es un hecho.
Prólogo / H. Soto
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Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
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Bout alikooli, bautizado como Boat
Memory, joven kawashkar llevado
a Londres por el capitán inglés Fitz
Roy (grabado: Lizars Hamilton Smith
1851).
Figura antropomorfa esqueletizada,
Rapa Nui. Colección MChAP 3124
(fotografía: N. Aguayo).
También lo es que la lengua mapuche, según los conquistadores, se hablaba entre el valle
del Choapa y Chiloé. Eso sin embargo no implicaba dominio ni control político en la región.
Pero sí inluencia en variadas comunidades asentadas en el valle central y la zona sur. Lo
que no se sabe muy bien es desde cuándo. Las tesis que situaban los orígenes de la etnia
mapuche en el lado argentino se han debilitado, porque las investigaciones más serias
del último tiempo plantean que más bien habría sido al revés: de la presión resultante de
la conquista, fueron muchas las comunidades y las tribus locales que habrían cruzado la
cordillera, proyectando al otro lado formas de producción de alimentos, de organización
comunitaria y de convivencia que habían articulado acá.
Es posible que el trauma de la conquista, experimentado sobre todo desde un pueblo
tan celoso como el mapuche de su autonomía e identidad, de sus prácticas, creencias y
tradiciones, pueda ayudar a entender los bajos niveles de conianza interpersonal existentes
en la sociedad chilena. Las relaciones de dominio y sumisión no son desde luego una tierra
fértil para la conianza y la colaboración. En Chile esta variable, que se ha ido volviendo
particularmente crítica en los últimos años, nunca ha dejado de estar presente. Somos
por lo visto un pueblo proclive a la práctica de acumular rencores en la trastienda y hay
quienes dicen que una de las pocas vías de descompresión del resentimiento ha sido desde
la perspectiva histórica el humor. El humor del chileno es
ocurrente, algo torvo y casi siempre “pata pesada”. Casi
nunca es inocente y a menudo, como las lechas, lleva
alguna dosis de veneno en la punta.
Es difícil no atribuir estos rasgos a la génesis de la nación
y a la historia de violencia oculta tras la construcción del
Estado chileno. Precisamente a raíz de la resistencia al
invasor, manifestada en una guerra interminable y en la
sistemática destrucción de las ciudades que el conquistador
fue levantando, Chile durante siglos fue un país muy
militarizado y de frontera. Fue por lo mismo una sociedad
donde el orden se impuso no espontáneamente sino a partir
del sometimiento compulsivo de las poblaciones aborígenes
y la dominación férrea ejercida por vanguardias señoriales.
Obviamente que esto no fue gratis y se traduce en traumas
que quedan en la conciencia. Son distintos los pueblos
construidos por hombres libres e iguales de aquellos que
resultan de relaciones marcadas por el sometimiento,
el dominio y el vasallaje transmitido de generación en
generación. A lo mejor un cronista como Joaquín Edwards
Bello no estiraba demasiado la cuerda ni andaba del todo
descaminado cuando asociaba el oscuro sentimiento de la
frustración nacional, el lado B del chileno, el culto a lo feo,
nuestras continuas fugas a la violencia, las disociaciones del vandalismo y la borrachera, los
desafueros del recato y el gusto y, en general, el llamado imbunchismo como exaltación de
lo pérido y lo monstruoso tan presente en nuestra historia, a formas de resistencia cultural
que inconscientemente compensaban traumas atávicos relacionados con las experiencias
de derrota, desprecio y humillación dentro de una sociedad ferozmente jerarquizada y
desigual.
La historia del encuentro del conquistador con otros pueblos que también contribuyeron
a nuestra nacionalidad —con diaguitas y changos, con atacameños y picunches, con onas y
rapanui— no necesariamente se reprodujo la matriz de lo ocurrido con los mapuches. Pero
también hubo heridas y traumas. Nuestro mestizaje nunca fue gratis.
Hay varios Chiles en Chile. Este territorio fue testigo de la articulación de distintas
culturas y formas de vida que en general se fueron superponiendo unas a otras. El país
actual es un gigantesco laboratorio de hibridación. No es fácil discernir en nuestros
estados anímicos, en el habla, en nuestra gestualidad pero también en nuestras máscaras,
supercherías y superticiones, en lo que nos exalta y nos deprime, qué viene de la oscuridad
nocturna de los tiempos remotos y qué podemos atribuir a los tiempos nuevos; qué del
Prólogo / H. Soto
amanecer y qué del mediodía; qué pusieron los pueblos nativos
y qué es lo que trajo el conquistador español; en in, qué creó
la república y qué debe ser adjudicado ahora a los tráicos de
la globalización. Una cosa es segura, eso sí: cuando hablamos
y soñamos están hablando y soñando con nosotros muchas
generaciones. No las conocimos, no las sospechamos, pero ellas
de seguro sabrían reconocerse en más de algo en nosotros.
Aun sin poder reivindicar abolengos culturales que
remitan a la majestad de los aztecas, los mayas o los inkas,
simplemente porque cada civilización y cada pueblo se
organiza para responder a sus propios sueños y a las
oportunidades históricas del espacio y el tiempo, y teniendo
presente que la imaginación que unos pueblos invirtieron
en construir pirámides otros pueden haberla aplicado en
perfeccionar soisticadas tecnologías agrícolas o sanitarias,
nuestra insularidad terminó dando un cierto resguardo al
legado genético y cultural de los pueblos antiguos. El desierto,
la cordillera y el mar, no murallas gigantescas. En el caso del
Chile más conectado a las mesetas altiplánicas, por lo demás,
el desierto operó como enorme cámara de conservación. Un
medio ambiente más húmedo, más temperado en la media
y menos drástico en las temperaturas extremas, y con suelos
menos salobres, qué duda cabe, habría malogrado, si no la
totalidad, gran parte del tesoro arqueológico precolombino
aportado por esa región.
La historiografía del siglo xix siempre dijo que Chile había
logrado construir muy tarde su identidad nacional, y que fue
solo con las dos enormes empresas bélicas de ese siglo cuando la
noción de patria aguerrida, sufrida y victoriosa, se impuso a la
conciencia más o menos fugitiva y acuosa que había dominado
durante siglos a todas las sociedades hispanoamericanas como
hijas de una misma Madre Patria. Habría sido solo con Yungay,
con la heroica campaña de Tarapacá, con la conquista del
Morro, que los chilenos habríamos adquirido conciencia plena
de nuestro ser.
Sin embargo, el concepto de identidad nacional no es
estático. Tal como las personas escriben todos los días su propia
biografía e identidad, también los países van incorporando
a su prontuario nuevas deiniciones que los expresan y
representan. Hace solo algunas décadas Chile se jactaba de su
homogeneidad racial y buena parte de la población intentaba
asimilarse a la mayoría ocultando sus ancestros indígenas.
Hoy somos bastante más relajados en relación con estos temas.
Sabemos que racialmente somos producto del mestizaje, que
nuestra pretendida homogeneidad étnica nunca fue tal y en la
actualidad son miles los chilenos que reivindican con orgullo
su singularidad asociada a pueblos originarios. No es que
estemos cambiando de identidad. Pero somos bastante más
complejos de lo que hasta no hace mucho creíamos.
Con la anexión del Chile precolombino a nuestra conciencia
de país moderno y al mismo tiempo antiguo, con las
conjeturas de lo que fuimos y con las verdades lo que somos,
debiera ocurrir un proceso similar. Es mucho el tiempo que
nos precede. Son miles de años y de una extraña manera ahí
también estamos nosotros. Ya es hora de ir tomando más en
serio ese pasado. Conozcámoslo. Y reconozcámonos.
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I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer
E
n los más de mil kilómetros que separan
a Arica del valle de Copiapó, el altiplano,
el desierto y la costa del Norte Grande
de Chile reúnen ambientes tan extremos
y contrastados, como si estuvieran juntos
los Himalayas, el desierto del Sahara y el
mar de Bering. Es el desierto, sin embargo,
su rasgo geográico más sobresaliente.
Ningún otro lugar en el mundo es tan seco y desolado. Las
lluvias son casi inexistentes y sus pocos ríos son simples
riachuelos que apenas llegan al océano, cuando no desaparecen
antes, evaporados en la atmósfera o tragados por este enorme
territorio de rocas, arenas y sal. No obstante, la investigación
arqueológica demuestra que la vida humana loreció allí desde
hace casi trece mil años. Jamás la aridez fue un obstáculo insalvable para la gente que asentó en este territorio. Tampoco
lo fue el que los recursos para la subsistencia estuvieran tan
dispersos, y, a la vez, concentrados en tan pocos lugares. La
clave para superar estas limitaciones fue la gran movilidad
de los grupos para acceder a esos recursos y una intensa
interacción social y económica entre las diversas comunidades
que habitaron este territorio.
23
La boleadora fue una de las armas arrojadizas más efectivas para cazar
camélidos salvajes (ilustración: J. Pérez de Arce).
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
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En un comienzo, los habitantes de la costa se limitaban a recoger mariscos
en las playas y roqueríos, y a capturar peces de orilla. Más adelante
incorporarían el anzuelo y el sedal para alcanzar peces de profundidad
(dibujos: A. Olave).
LOS PRIMEROS NORTINOS
A ines del Pleistoceno, el Norte Grande era algo diferente a lo
que es hoy en día. El nivel del mar estaba muy por debajo del
actual, por lo que la costa era muy distinta a la que conocemos.
Las temperaturas eran más bajas y las lluvias en la cordillera
eran mucho más frecuentes. Algunos salares eran entonces
lagos rodeados de estepas, donde merodeaban manadas
de caballos salvajes, megaterios y paleolamas. Es posible que
algunos grupos humanos adaptados a este clima hayan vivido
de la caza de esos grandes herbívoros hoy extinguidos, pero
los restos de esos cazadores primordiales, conocidos en otras
partes de Chile y América como Paleoindios, no han sido aún
localizados aquí por los arqueólogos.
Desde entonces y a través de gran parte del Holoceno,
que es la edad geológica que sigue al Pleistoceno, se fue
imponiendo gradualmente en el territorio nortino un clima
más cálido y más árido. El largo período de ocupación humana
que comenzó en esta época se conoce como Arcaico y se
caracteriza por una economía de simple apropiación de los
recursos de subsistencia, ya sea por medio de la caza, la pesca,
la recolección o una combinación de estas actividades.
En el altiplano de las regiones de Arica y Parinacota y de
Tarapacá, las comunidades cordilleranas del Arcaico Temprano
basaron su subsistencia en la caza de vicuñas, ciervos
cordilleranos como la taruka (huemul nortino), y diversas
especies de roedores y aves. Entre diez mil y ocho mil años atrás,
pequeños grupos de cazadores-recolectores habitaban cuevas
y abrigos rocosos, dispersos en la alta puna y en las quebradas
adyacentes. Basuras dejadas por estos antiguos nortinos han
sido encontradas en los sedimentos más profundos de abrigos
rocosos localizados en las tierras altas de Arica, tales como
Tojo-Tojones, Las Cuevas, Puxuma, Hakenasa y Patapatane.
Esta gente no necesitaba alejarse mucho de sus campamentos
para conseguir los recursos que hacían posible su subsistencia.
Les bastaba subir a la alta puna en verano y descender a las
quebradas vecinas en invierno.
Por mucho tiempo, estos cazadores-recolectores hicieron
esporádicas incursiones a la costa, pero solo comenzaron
un persistente proceso de adaptación al litoral del Pacíico
hacia el 6000 a.C. Se piensa que estos desplazamientos
fueron estimulados por la variación del clima altiplánico hacia
condiciones más cálidas y secas que las prevalecientes hasta
ese entonces, que habría producido una disminución de los
recursos en las tierras altas. La fase más temprana de esta
etapa cultural, sin embargo, no ha sido aún registrada en el
litoral del Pacíico, tal vez porque sus sitios arqueológicos se
encuentran hoy bajo el mar.
Varios asentamientos humanos de este período han sido
descubiertos en algunos pisos ecológicos intermedios entre la
puna y la costa. En Tiliviche, un pequeño oasis situado a unos
40 kilómetros al interior de Pisagua, grupos de cazadoresrecolectores habitaron el lugar entre los años 8000 y 4000 a. C.
En los alrededores recolectaban raíces de totora y vainas de
tamarugos y algarrobo, procesándolas mediante artefactos
de molienda. Las basuras de Tiliviche contienen corontas y
granos de maíz, indicando una temprana disponibilidad de
esta planta, posiblemente domesticada en otra parte. Entre los
desperdicios, los arqueólogos descubrieron también productos
traídos del litoral, de modo que esos cazadores-recolectores
perfectamente pueden haber sido oriundos de la costa.
Inicialmente, la explotación del mar se limitaba únicamente
a la recolección de mariscos en los roqueríos y a la captura
de peces que se internaban en las pozas dejadas por la baja
marea. Hacia el 4000 a. C., sin embargo, los grupos asentados
en la costa habían desarrollado técnicas para capturar peces
desde las profundidades. Utilizaban para ello ingeniosos
anzuelos hechos de conchas de choro, provistos de pesas
de piedra. Usaban también redes, chopes (instrumentos para
desconchar moluscos) y una serie de objetos elaborados
con ibras vegetales. A este período pertenecen sitios como
Quiani, un basural localizado en una playa al sur de Arica y
Camarones-14, un sitio habitacional y cementerio emplazados
sobre una de las terrazas de la desembocadura del valle de
Camarones. En los alrededores de este último sitio y a lo largo
de varios milenios, diversas familias de pescadores cazaron
lobos marinos, atraparon peces y recolectaron mariscos.
Precisamente en este lugar los arqueólogos descubrieron las
evidencias más antiguas de momiicación artiicial encontradas
I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer
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Estos dos personajes de Quiani, en Arica, llevan los atuendos característicos
de ines de la época de Chinchorro (ilustración: J. Pérez de Arce).
hasta ahora en el mundo. Esta vieja costumbre funeraria y la
cultura que la practicaba se conocen como Chinchorro, ya
que fue descubierta por primera vez en la playa ariqueña
de ese nombre. Un posible antecedente es Acha, un sitio de
más de ocho mil años de antigüedad localizado en el valle de
Azapa, que aunque no presenta este tipo de momiicación,
es considerado como los inicios de la tradición Chinchorro.
A partir del 3500 a. C., esta soisticada práctica funeraria se
extendía por el litoral del Pacíico desde Ilo, en Perú, hasta
Iquique. El procedimiento de momiicación consistía en la
extracción de los músculos y las vísceras del cadáver, que eran
sustituidos por vegetales, plumas, trozos de cuero, vellones
de lana y otros materiales. Luego, el cuerpo era cubierto con
una capa de arcilla. Con pelo humano confeccionaban una
peluca que colocaban en la cabeza del difunto. Esta práctica
alcanzó sus versiones más complejas hacia el 3000 a. C. y
comenzó a simpliicarse hacia el 2000 a. C., conservándose
en su etapa terminal tan solo el uso de mascarillas de barro.
De este último período perduran anzuelos hechos con
espinas de cactus, arpones, cestería, mantas de lana y cuero
de guanaco, entre otros objetos. Durante varios milenios la
gente de Chinchorro había gozado de un ambiente marino
particularmente rico, estable y predecible, pero hacia el
1000 a. C., cambios en esas condiciones condujeron a la desaparición de la distintiva economía marítima especializada que
caracterizó a esa cultura.
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
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A partir de un simple trozo de sílice, los habitantes de la costa tallaban
cuchillos de hojas increíblemente delgadas, procedimiento que requería
de una gran habilidad para evitar romperlos durante la manufactura
(dibujos: A. Olave).
Al norte de la ciudad de Antofagasta, en la quebrada de
Las Conchas, los arqueólogos descubrieron un gran basural
dejado por cazadores-recolectores marinos hace unos diez
mil años. Entre los desperdicios, había abundantes conchas de
moluscos, así como huesos de peces, lobos de mar, cetáceos,
aves, roedores y unos cuantos guanacos. Las basuras incluían
instrumentos de piedra para cazar animales y faenarlos,
artefactos de molienda y puntas de proyectil hechas en
arenisca. Había también unas curiosas piedras discoidales y
poligonales, igualmente hechas en areniscas, que son muy
parecidas a otras encontradas en Huentelauquén, un sitio del
Norte Chico situado junto al río Choapa. La función de estos
litos geométricos no ha podido ser clariicada, si bien su forma,
el que se encuentren junto a extensos fogones, en cercanía a
vertientes y que —al igual que otros instrumentos— hayan
sido confeccionados en materiales deleznables, sugiere un
propósito más ceremonial que utilitario.
En el interior de la Región de Antofagasta, al este y sureste
de la actual ciudad de Calama, grupos del período Arcaico
Temprano, denominados Tuina, vivieron entre los años 10.000
y 7500 a. C., en cuevas como San Lorenzo, Chulqui y Tuina en
las proximidades de aguadas y quebradas, cazando camélidos
silvestres con dardos provistos de puntas triangulares. Los
cazadores Tuina incursionaban también tanto hacia las orillas
de las lagunas de la puna, como hacia los oasis y lugares
próximos al salar de Atacama, intentando optimizar el acceso
a diferentes recursos.
Poco conocida es la siguiente etapa, que se extiende
entre los años 7000 y 6000 a. C., y que coincide con una
gran aridez en toda la región. Estos cazadores-recolectores
ya no ocupaban únicamente las cuevas como lugares de
habitación. Construían viviendas semisubterráneas con
muros de piedra y planta circular, conformando pequeños
campamentos al aire libre. El trabajo que supone construir
estos recintos, así como su diseño tendiente a proteger a los
moradores de las temperaturas extremas, sugieren cierta
estabilidad de estos asentamientos o, al menos, que las
viviendas eran reutilizadas periódicamente durante estadías
relativamente largas. Uno de estos campamentos estuvo
emplazado a unos 27 kilómetros al sur de San Pedro de
Atacama, virtualmente en la orilla del salar de Atacama.
Se trata de la vega de Tambillo, lugar que ha servido para
dar nombre a la gente de esta etapa cultural. En primavera
y verano, miembros de las comunidades Tambillo subían
hasta la alta cordillera para cazar vicuñas, guanacos y
suris (avestruces andinas), así como para proveerse de
rocas volcánicas con las que manufacturaban cuchillos,
perforadores, puntas de proyectil y otras herramientas. El
resto del año, cazaban aves y roedores en las inmediaciones
del salar. En morteros de piedra de cavidad cónica molían
frutos que recolectaban en las arboledas de los oasis. Otros
grupos Tambillo se concentraban al norte del salar, donde
aluviones de lodo y piedras habían cerrado la quebrada
de Puripica y formado una pequeña laguna. Con recursos
concentrados en tan pocos lugares y en un período de
extrema aridez, los cazadores aumentaron sus encuentros
con los guanacos y las vicuñas que acudían también a esos
I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer
ambientes privilegiados. Esta coexistencia conduciría a
comprender mejor los hábitos de los camélidos salvajes y, a
la larga, a la domesticación de algunos ejemplares. El éxito de
este nuevo estilo de vida del Arcaico es más claro después
del 4000 a. C., cuando se multiplican los campamentos en
torno a lagos, arroyos y oasis de pie de puna.
Cuando esto ocurría en Antofagasta, los cazadoresrecolectores de la puna ariqueña mantenían diferentes
circuitos de movilidad según los cambios de las estaciones del
año. Uno de estos grupos se cobijó por un tiempo en la cueva
de Patapatane hacia el 3000 a.C. Dejaron allí un fragmento
de roca pintada con tres iguras humanas junto a algunos
ejemplares de ullucu e isañó, tubérculos de altura que podrían
estar documentando una temprana domesticación de estas
plantas en algún lugar del altiplano.
Entre los años 3000 y 1500 a.C., en pleno período
Arcaico Tardío, grupos provenientes de sectores aledaños
a la cordillera andina de la Región de Antofagasta empiezan
a levantar sus campamentos base en alturas moderadas
de las quebradas. Aprovechaban allí las vertientes y zonas
húmedas, ricas en forraje, donde pululaban camélidos salvajes.
Aprovechaban también los aloramientos rocosos para
proveerse de materias primas con las que confeccionaban
buriles, perforadores, raspadores y raederas. Para las cacerías
con armas arrojadizas manufacturaban diversos tipos de puntas
de proyectil, principalmente en forma de hojas de laurel.
Confeccionaban también diferentes tipos de cuchillos para
faenar a sus presas. En primavera y verano, organizaban grupos
que subían a las zonas altas de la cordillera para cazar vicuñas y
aprovisionarse de obsidiana. Descendían cuando se iniciaba el
frío invierno altiplánico, que hace imposible la vida humana en
la inclemente puna atacameña. En el intertanto, otros grupos
bajaban a las vegas y lagunas del salar, y a los bosques de
algarrobos y chañares de los oasis, que proporcionaban los
frutos que integraban su dieta vegetal. Al igual que en la etapa
de Tambillo, estos campamentos base eran aglomeraciones
de recintos semisubterráneos con muros de piedra y planta
circular. Ahora, sin embargo, había aumentado notablemente
la cantidad de estos campamentos, los cuales estaban dotados
de un mayor número de estructuras residenciales.
Tanto en el confín sur como en el norte del salar de Atacama,
los grupos Puripica-Tulán comienzan a amansar camélidos y a
reunirlos en rebaños para proveerse de carne y lana en forma
más segura. Se piensa que estos mismos grupos lograron
desarrollar llamas para el transporte de carga. No obstante, su
actividad principal continuaba siendo cazar camélidos silvestres
y recolectar productos vegetales.
A ines del tercer milenio a. C., las comunidades PuripicaTulán ocupaban casi todas las quebradas del interior de
Antofagasta, alcanzando por el norte hasta los cursos medio
y superior del río Loa, donde se les conoce como Chiu Chiu.
Decenas de campamentos de estos cazadores-domesticadores
de vida semisedentaria han sido encontrados en el oasis de
este nombre. Unos 35 kilómetros al norte del oasis, en el valle
del Alto Loa, emplazaban sus campamentos de verano junto a
las vegas y a la orilla de pequeñas y efímeras lagunas formadas
por represamientos del río producidos por grandes aluviones
o erupciones volcánicas. Períodos de sequía, con dramática
disminución de aves, pastos y vegetales, habían llevado a estos
antiguos antofagastinos a intentar tanto la crianza de camélidos
domésticos como el cultivo de algunas plantas comestibles,
así como a moverse periódicamente hacia lugares distantes
de sus bases residenciales en busca de los recursos que
aseguraban su subsistencia. Precisamente, en Caleta Huelén, en
la desembocadura del río Loa, los arqueólogos encontraron una
aglomeración de casi un centenar de recintos semisubterráneos
que son muy similares a los de Tulán, Puripica y Chiu Chiu.
En años recientes, se ha incrementado el hallazgo de estos
agrupamientos de estructuras habitacionales al borde del
mar, en un tramo que abarca desde la península de Mejillones
por el norte hasta Taltal por el sur. La presencia de obsidianas
y plumas de aves cordilleranas en varios de estos tempranos
asentamientos costeros y de conchas de moluscos del Pacíico
en el interior, sugieren claramente la existencia de un tráico de
bienes entre mar y cordillera, que con el tiempo se convertiría
en una de las actividades más características de la región.
Durante más de seis milenios, los primeros nortinos
mantuvieron estilos de vida basados en el mero aprovechamiento
de los recursos naturales. Paulatinamente, fueron adaptándose
a las drásticas oscilaciones climáticas que experimentó el
Norte Grande durante el Holoceno, sacando ventaja de las
oportunidades brindadas por estas condiciones cambiantes.
En las postrimerías de este largo proceso, los grupos arcaicos
controlaban casi todos los nichos ecológicos apropiados para la
vida humana, se hallaban experimentando con la domesticación
de animales y plantas, y estaban adoptando un modo de vida
cada vez más sedentario.
ALDEANOS DEL DESIERTO
Al comienzo del segundo milenio antes de nuestra Era, las
poblaciones de cazadores-recolectores del Norte Grande
habían incorporado a su dieta algunas plantas domesticadas.
Aunque la presencia de estos cultivos no había modiicado
grandemente su estilo de vida, esta innovación representaba el
primer antecedente de un cambio económico que cristalizaría
poco más tarde en una sólida producción de alimentos
vegetales. El período que comenzaba es conocido por los
arqueólogos como Formativo.
Cambios producidos en las condiciones del mar, que se
relacionan con fenómenos de El Niño cada vez más intensos
y frecuentes, produjeron por aquel entonces el abandono de
muchos sitios costeros. Básicamente, este fenómeno —que
ocurre hasta el día de hoy— consiste en el ingreso de aguas
marinas tropicales que provocan un alza en la temperatura
del mar y cambios en la salinidad de las aguas. Su impacto se
releja en la desaparición o el alejamiento de especies pelágicas
(océanicas), la muerte de las aves marinas que viven de ellas, un
aumento de especies de aguas cálidas y, en general, condiciones
desfavorables para la supervivencia de la fauna marina local,
con obvios efectos sobre las comunidades costeras.
En el extremo norte, la gente que experimentó con mayor
crudeza los cambios por el fenómeno de El Niño, pasó de
27
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
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Los metates sirvieron para moler granos de maíz, vainas de algarrobo y
otros productos vegetales y convertirlos en harina (ilustración: E. Osorio).
momiicar artiicialmente a sus muertos en entierros colectivos,
a celebrar rituales mortuorios menos complejos en entierros
individuales. Se las arreglaron también para disponer de una
base de sustento más amplia, que incluía productos hortícolas
y de redes de intercambio más extensas. Se cree que fue
por entonces que algunos grupos costeros “descubrieron” la
productividad de los valles, trasladándose a los cursos medios
de los ríos para convertirse en horticultores, aunque está claro
que el desplazamiento ocasional de grupos costeros hacia el
interior fue una práctica que comenzó con mucha anterioridad,
como vimos en el caso de Tiliviche.
Restos arqueológicos de algunos de estos primeros
chacareros han sido encontrados a partir del 800 a. C. en el
valle de Azapa, nombre que ha servido para denominarlos.
Vivieron en sencillas habitaciones de totora emplazadas
en torno a vertientes, subsistiendo del cultivo de zapallos,
calabazas, achiras, ajíes, porotos, quinua y maíz. Recolectaban
también vainas de algarrobo y obtenían diversos productos
del mar mediante intercambios con los pescadores. La
gente de Azapa estaba en posesión de una serie de nuevos
adelantos. Elaboraban una cerámica monocroma cuya pasta
contiene inclusiones vegetales y conocían los rudimentos de
la metalurgia del cobre, dos innovaciones técnicas que, según
algunos autores, acusan conexiones culturales con grupos
aldeanos más avanzados radicados en el altiplano de Bolivia.
Se sabe que estos individuos vestían cobertores púbicos,
adornaban sus tobillos y muñecas con cintas de lana de las que
colgaban cuentas de hueso y semillas, y cubrían sus cabezas
con gruesas madejas de lana, a modo de turbantes, por lo que
se les conoce genéricamente como “enturbantados”. En poco
tiempo, el acceso a la lana producida por los pastores de las
tierras altas llegó a ser un importante signo de prestigio entre
los pescadores y los horticultores de tierras bajas. Así también,
ofrendar el turbante en el momento del entierro se constituyó
en el principal medio para ostentar la riqueza del difunto y su
linaje.
Mucha “gente de turbante” vivía en los alrededores del
Morro de Arica. Eran principalmente pescadores, dueños
de una elaborada tecnología para explotar los recursos
marinos, incluyendo, quizás, algún tipo de embarcación que
les permitía acceder a una fracción más amplia de océano
hasta ese momento inexplotada. Al igual que sus vecinos de
valle adentro, los del Morro utilizaban cerámica hecha con
temperante vegetal, elaboraban canastos ornamentados con
diseños geométricos y grababan a fuego las calabazas con
diseños de aves y otros motivos. También hilaban lana de
llama y confeccionaban textiles, combinando colores como
el azul, el rojo y diversas tonalidades de café. Es con estas
antiguas poblaciones de enturbantados cuando empieza
a popularizarse en el Norte Grande la práctica de inhalar
polvos psicoactivos por la nariz. Depositaban estas sustancias
en conchas de bivalvos o en tabletas de madera especialmente
talladas para ese efecto, inhalándolas mediante tubos hechos
con huesos de aves, quizás como una manera de asociar
simbólicamente esta práctica con el “vuelo” chamánico.
Siempre en el valle de Azapa, alrededor del 500 a. C., un
grupo de enturbantados vivió del cultivo de maíz, ají, mandioca,
quinua, poroto y camote. Esta gente, denominada Alto Ramírez
por los arqueólogos, explotaba los recursos del mar, cazaba
La absorción de polvos alucinógenos por la nariz apareció primero en
la costa del extremo norte de Chile, pero más tarde se extendió hacia los
oasis del interior, aunque siguió siendo una práctica frecuente en el litoral
(dibujo: A. Olave).
I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer
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El trueque de collares y otros abalorios entre diferentes pueblos fue común
durante la prehistoria, como lo expresa esta escena entre pescadores de la
costa de Arica y agricultores de valle adentro (ilustración: J. Pérez de Arce).
animales terrestres con dardos arrojados mediante propulsores
y cultivaba la tierra en pequeños huertos. Solían enterrar a sus
muertos en montículos o túmulos formados por diversas capas
de barro y ibras vegetales. Se piensa que las comunidades Alto
Ramírez mantuvieron estrechas relaciones con sociedades del
altiplano peruano-boliviano. Y en efecto, los diseños de cabezas
humanas cortadas y otros motivos que decoran sus inos tejidos
multicolores, son muy similares a los representados en la cerámica
y las esculturas de piedra de la cultura Pukara, un complejo
señorío que tuvo su centro político-religioso en el norte del
lago Titicaca, en Bolivia. Otros autores, en cambio, piensan que la
inluencia altiplánica no fue tan importante, sosteniendo que los
logros de la sociedad Alto Ramírez son parte de un proceso casi
enteramente autóctono del norte de Chile.
Diversas comunidades de este tipo habitaron la costa
y el interior de las regiones de Tarapacá y Antofagasta,
dondequiera que hubiese suiciente agua para la vida humana
y para el cultivo de plantas comestibles. Múltiples cementerios
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
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Túlor, en San Pedro de Atacama, fue una de las varias aldeas con muros
de barro que lorecieron en el desierto chileno a comienzos de nuestra era
(ilustración: J. Pérez de Arce).
de enturbantados, que fueron usados hasta bien avanzado el
primer milenio de nuestra Era, han sido hallados en la quebrada
de Camarones, Pisagua, quebrada de Tarapacá, Guatacondo,
Quillagua, Calama, Quítor, desembocadura del río Loa y Cobija,
entre varios otros lugares del desierto chileno.
En la Región de Antofagasta, el comienzo del período
Formativo está marcado por un aumento relativamente fuerte
de la humedad y por el desarrollo de un modo de vida mixto, que
combina la caza de animales salvajes, la recolección de plantas
silvestres, el pastoreo de llamas y el cultivo de diferentes plantas
comestibles. Algunas comunidades empiezan a fabricar vasijas de
cerámica, a confeccionar tejidos con lana de llama y a elaborar
adornos de metal, mientras la vida se torna gradualmente más
sedentaria. A partir de este período se cuenta con llamas más
corpulentas, especializadas en el transporte de cargas, que pasan
a integrar las caravanas que atraviesan el desierto y la puna.
Como ninguna de las zonas de la región es capaz de sustentar por
sí sola sociedades más complejas, los cambios de una economía
exclusivamente cazadora recolectora a otra productora de
alimentos se logran ganando a la vez en sedentarización y en
movilidad. La aparente contradicción se explica por la necesidad
de conciliar una vida estable en los caseríos agrícolas, con el
acceso a recursos complementarios localizados en diferentes
elevaciones y a mucha distancia entre sí.
La explotación de yacimientos de turquesa, así como
de malaquita, crisocola y otros minerales de cobre para
la manufactura de cuentas de abalorio, joyas colgantes e
incrustaciones en madera o hueso, es una actividad iniciada
en el período anterior. En el Formativo, sin embargo, estos
artículos se integraron dentro de una loreciente economía
de intercambio de bienes suntuarios, que imprimió nuevos
sentidos al tráico con recuas de llamas. La demanda de
estos artículos pequeños y valiosos se originó seguramente
en rituales muy arraigados, donde las emergentes distinciones
de estatus en la sociedad impregnaban a estos objetos de
signiicados vitales para la reproducción social.
Se ignora, exactamente, cómo se produce la transición
desde las últimas comunidades arcaicas tipo Puripica-Tulán
o Chiu Chiu a la siguiente etapa del desarrollo cultural.
Sin embargo, hacia el 1200 a. C., y en coincidencia con un
período de mayor humedad que se inicia, los arqueólogos han
identiicado unos pocos asentamientos de este nuevo período
en la quebrada de Tulán y en el pequeño oasis de Tilocalar.
Se trata de aglomeraciones de recintos de piedra circundadas
I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer
por un muro, cubiertas por gruesas capas de basura, desechos
originados en la manufactura de instrumentos de piedra,
cenizas dejadas por los fogones de cocina y otros desperdicios
cuya gran densidad acusa una vida más estable y sedentaria que
en la etapa anterior. Pese a que la caza y la recolección siguen
siendo importantes, la localización de estos asentamientos
—tanto junto a los pastos de las quebradas como en los oasis
de pie de puna— indica que la economía de los grupos Tilocalar
combinaba la crianza de llamas con el cultivo de maíz, papas,
quinua, calabazas y otros productos. En otras palabras, las
antiguas comunidades Puripica-Tulán habían conseguido legar
sus principales logros a las primeras sociedades formativas.
El clímax de este proceso se encuentra en un sitio
ceremonial construido por pastores casi al inal del salar de
Atacama, en la pequeña quebrada de Tulán y que estuvo en
actividad, aproximadamente, entre los años 1100 y 400 a. C.
El piso original del sitio estaba a 1,80 metros de profundidad,
rodeado por un muro ovalado sostenido por bloques verticales
rematados con lajas horizontales. Muchas de las piedras de
la construcción están grabadas y pintadas con cabezas de
camélidos, camélidos atados y personajes cazando con dardos.
Allí se encontraron fosos con ofrendas y los cuerpos de
26 recién nacidos, acompañados por recipientes de piedra
grabados con camélidos humanizados, láminas de oro repujado
con motivos tales como rostros humanos, serpientes y otros
motivos. Los rituales asociados a este sitio incluyen semillas
de cebil, sustancia alucinógena traída desde zonas trasandinas,
indicando que las plantas visionarias desempeñaban un papel
importante en la ideología que había detrás de las ceremonias.
Fragmentos de cerámica elaborada con tiras de greda
superpuestas (corrugada), así como de cerámica decorada
con modelados e incisiones, presentes en Tilocalar, Poconche
y otros sitios de ambos lados de la cordillera de los Andes,
sugieren que estas comunidades agroganaderas interactuaban
con gente de una amplia área, incluyendo comunidades de
otros oasis antofagastinos, del altiplano meridional de Bolivia
y del Noroeste Argentino. Además de los ya mencionados
recipientes de piedra, el equipo material de las comunidades
Tilocalar comprendía artefactos de cobre y oro, arcos y lechas,
cestería y una sencilla cerámica gris pulida gruesa, que parece
ser el antecedente más directo de la bella cerámica gris y negra
bruñida que lorecerá en la región en las etapas siguientes.
La etapa equivalente a Tilocalar ha sido reconocida en
el río Loa hacia el 1000 a. C. Se trata de una extensa aldea
con recintos semisubterráneos localizada en el oasis de Chiu
Chiu. Los huesos de camélidos silvestres encontrados en sus
basuras muestran que la caza de guanacos continuaba siendo
una actividad importante, pero hay también huesos de dos
diferentes tipos de camélidos domésticos: una llama pequeña,
posiblemente proveedora de carne para el consumo y de lana
para confeccionar textiles, y otra más robusta, probablemente
empleada como bestia de carga para el tráico de caravanas.
Entre los hallazgos de esta aldea destacan modestas artesanías
tales como canastos y vasijas corrugadas, incisas y modeladas.
A pesar de que las comunidades Tilocalar tenían sus
asentamientos principales en los oasis de pie de puna, en el
verano algunos grupos acostumbraban subir con sus rebaños
a las quebradas y a la alta cordillera, para aprovechar así los
nutritivos pastos que brotan con las lluvias estivales. Solían
frecuentar las lagunas de altura, como Meniques y Miscanti,
tal como lo habían hecho sus predecesores del período
Arcaico. En estas incursiones, obtenían productos propios
de esos ambientes altos, como obsidiana para manufacturar
armas y herramientas, huevos y plumas de parinas (lamencos
andinos), así como lana de vicuña, y pelo de vizcacha y
chinchilla para confeccionar prendas de vestir, bolsas y otras
piezas textiles.
Mientras la cantidad de habitantes fue pequeña en la
región, cada oasis, por diminuto que fuese, se prestó bien para
que los pastores-chacareros de las quebradas cultivaran allí sus
huertos y complementaran su menú de proteínas animales
con los indispensables carbohidratos proporcionados por los
productos vegetales. A la larga, empero, fueron los oasis más
grandes y con mayor provisión de agua, como San Pedro de
Atacama, Chiu Chiu y Toconao, los que presentaron mayores
posibilidades para la agricultura de más amplia escala, para el
crecimiento de la población y para el asentamiento estable en
aldeas de mayor envergadura. Fue precisamente en esos oasis
donde loreció la cultura San Pedro.
La primera fase de esta cultura se conoce como Toconao
(300 a. C. y 100 d. C.), porque es en ese oasis donde se
encontraron por primera vez las ofrendas funerarias que la
caracterizan. Destacan sus grandes vasijas rojo y negro pulidas,
que incluyen vasos, botellas y grandes urnas decoradas con
aplicaciones al pastillaje y rostros antropomorfos modelados.
Notan los arqueólogos que la cerámica de esta fase tiene
características muy heterogéneas, sin que pueda reconocerse
un estilo propiamente local. En su mayoría, se trataría de piezas
foráneas de diversa procedencia, probablemente obtenidas
mediante intercambios por los individuos que manejaban
estas transacciones con otros grupos y con el suyo propio. Es
en el ayllu o parcialidad de Túlor donde se pueden conocer
mejor los detalles de la vida diaria de la gente de esta fase del
desarrollo atacameño. Túlor es una densa aldea de recintos
de planta circular y muros de barro de forma abovedada,
conectados por una ininidad de patios y pasadizos, situada
casi al borde del salar de Atacama.
A comienzos de la siguiente fase Séquitor (100-400 d. C.)
había ya varias aldeas parecidas a la de Túlor en Coyo, Beter y
otros ayllus de San Pedro de Atacama. Esta gente confeccionaba
inas botellas decoradas en el cuello con rostros antropomorfos
de estilo naturalista, escudillas, vasos y otras vasijas de paredes
altas y delgadas, todas de color gris o rojo y con la supericie
pulida. La mayor homogeneidad estilística de esta alfarería
sugiere que la identidad étnica de estas comunidades se hallaba
ahora más deinida. Los individuos de mayor estatus social
acostumbraban fumar en grandes pipas de cerámica. Otros
portaban uno o dos adornos de piedra insertados entre el
labio inferior y el mentón (tembetás), así como collares de
turquesa y otros abalorios. Unos pocos de ellos empezaban a
aspirar polvos alucinógenos por la nariz, para lo cual empleaban
tubos inhaladores, tabletas y otros instrumentos tallados en
hueso o madera. Pronto la popularidad de los tubos y tabletas
dejaría obsoleto el uso de pipas.
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Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
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Las poblaciones Séquitor vivían del cultivo en pequeña escala
del maíz, poroto, ají, zapallo y calabazas. En desconocimiento aún
de técnicas de riego más complejas, continuaban privilegiando
lugares cercanos al salar para emplazar sus aldeas, como ocurre
en Túlor. Allí, el agua de los ríos y las quebradas podía inundar
sus huertas, antes de evaporarse o desaparecer en el subsuelo.
Palas y azadas, bellas cuentas de turquesa y malaquita, inas
puntas de lechas triangulares con aletas y pedúnculos y otros
instrumentos de piedra, así como fragmentos de cerámica gris
pulida de Séquitor, han sido encontrados también en abrigos
rocosos y campamentos al aire libre en la zona del río Loa.
Estos pequeños asentamientos, localizados en lugares de mayor
elevación que los oasis de pie de puna, indican que ahora la
horticultura, la caza y el pastoreo en las quebradas intermedias
desempeñaban un rol suplementario en la subsistencia de
agricultores que ya estaban irmemente asentados en las aldeas
de los principales oasis. En general, la presencia en los sitios
habitacionales y cementerios de estilos cerámicos propios del
Noroeste Argentino, como Condorhuasi, Vaquerías y Ciénaga,
así como las pipas de cerámica, es una buena muestra de la
amplitud de las conexiones culturales de las poblaciones Séquitor.
El tráico con recuas de llamas es intenso en esta época.
Restos de estos caravaneros se han encontrado en Calama
asociados a grandes bolsas de cuero y canastas repletas con
plumas de aves tropicales, conchas de moluscos marinos,
quinua y papas del altiplano, así como productos agrícolas de
los oasis atacameños.
Uno de los poblados más importantes de esta etapa del
desarrollo cultural del Norte Grande es Caserones, situado
en la quebrada de Tarapacá. Consiste en numerosos recintos
de planta rectangular, circundados por un muro defensivo.
Caserones puede haber albergado hasta quinientas personas,
lo que es mucho para los estándares demográicos de la
época. En las cercanías, sus habitantes cultivaban maíz y quinua,
recolectaban vainas de algarrobos y tamarugos, mantenían
rebaños de llamas y cazaban animales silvestres. Desde esta
Desde comienzos del primer milenio a. C., los llameros y sus recuas de
llamas pasaron a ser un componente infaltable del paisaje del Norte Grande.
En esta escena, la recua transita junto a los geoglifos de Cerro Sagrado, en el
valle de Azapa (ilustración: J. Pérez de Arce).
Trazado de un geoglifo en la quebrada de Guatacondo (ilustración:
J. Pérez de Arce).
I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer
aldea, partían caravanas en expediciones de intercambio con
San Pedro de Atacama, los valles de Arica, el altiplano boliviano
y diversos puntos del desierto y la costa. Algo más al sur, en la
quebrada de Guatacondo, los arqueólogos encontraron una
extensa aldea de recintos de planta circular y muros de piedra
y barro, dispuestos en torno a un patio central. Se trata de
otra importante población de enturbantados, en este caso
dedicada a la agricultura, pero situada casi en los márgenes
mismos del desierto. Los recintos poseen bodegas cavadas
en el piso de las viviendas, donde sus moradores guardaban
productos como maíz, porotos y vainas de algarrobo para los
meses de escasez.
LAS RELACIONES CON EL LAGO SAGRADO
Promediando el siglo vi de nuestra Era, la vida en aldea, la
agricultura y el pastoreo habían alcanzado un importante
grado de estabilidad en el Norte Grande. Hacía mucho que sus
habitantes habían consolidado redes de intercambio articuladas
por diferentes circuitos de caravanas que trasladaban bienes
entre asentamientos de una vasta área de los Andes CentroSur, que comprendía los valles del sur del Perú, el altiplano de
Bolivia, el Noroeste Argentino y la cuenca del lago Titicaca. En
el funcionamiento de esta red, desempeñaban un rol crucial
los intercambios a nivel de jefes conforme a mecanismos de
reciprocidad. Los contactos y los traspasos de artículos a larga
distancia se efectuaban a través de un encadenamiento de
interacciones entre líderes de comunidades que habitaban
los espacios intermedios. Existía así un dinámico sistema
solidario de interacción social e intercambio económico, que
proporcionaba diversos grados de prosperidad en casi todos
los rincones del Norte Grande.
Este es el momento en que empiezan a hacerse sentir las
inluencias de la cultura de Tiwanaku. Entre 200 y 300 d. C.,
el eje del prestigio y el poder político-religioso en el altiplano
de Perú y Bolivia se había trasladado desde el viejo señorío de
Pukara, en el norte de la cuenca del Titicaca, a Tiwanaku, en la
orilla sur de este enorme mar de agua dulce. La emergencia allí
de este Estado, representa el más alto nivel de desarrollo social,
económico y político alcanzado por una sociedad prehispánica
en los Andes al sur del Cusco. Durante la segunda mitad del
primer milenio de nuestra Era, la capital de Tiwanaku y sus varios
asentamientos urbanos se convirtieron en el centro neurálgico
de una de las sociedades más gravitantes en la compleja historia
cultural de los Andes. La monumentalidad de sus pirámides,
templos, palacios y esculturas de piedra tiene pocos parangones
en el mundo andino. Sus tejidos, cestos, cerámicas, objetos
de oro y plata, y una gran cantidad de otras inas artesanías,
están entre los más eximios objetos de arte producidos por las
antiguas culturas de América.
Tiwanaku ejerció una importante inluencia cultural en el
Norte Grande de Chile, pero esta inluencia fue diferente
según las regiones. En Azapa, se manifestó a través de las
comunidades conocidas como Cabuza. Estos agricultores de
raigambre altiplánica trajeron nuevos instrumentos de labranza
y técnicas de irrigación más complejas, que les sirvieron para
Los gorros de cuatro puntas, las túnicas y las vasijas a los pies de los
personajes caracterizan la época de inluencias de Tiwanaku en el valle de
Azapa, Arica (ilustración: J. Pérez de Arce).
cultivar maíz, camote, fréjol, quinua, zapallo, jícama, calabaza, coca
y otros productos que complementaban los recursos propios
del altiplano. Se piensa que la producción de las tierras bajas
era llevada a los asentamientos de la cuenca del Titicaca vía
caravanas de llamas. En el valle, los Cabuza habitaban sencillas
viviendas de planta rectangular, cimientos de piedra y muros de
caña y totora amarradas con sogas, que estaban emplazadas
junto a los campos de cultivo. Enterraban a sus muertos en
posición fetal o en cuclillas, envueltos en elaboradas túnicas de
lana (unkus) liadas con cuerdas de totora, y acompañados de
ofrendas mortuorias. Los difuntos portan gorros semiesféricos
o de cuatro puntas, este último típico de Tiwanaku. Entre sus
enseres destacan cucharas ceremoniales, vasos (keros) para
beber chicha, diversas formas de tazones, escudillas y jarros
de variados tamaños. Generalmente, la vajilla de esta gente
presenta la supericie pintada de rojo y decorada con diseños
en negro de espirales, líneas onduladas y triángulos formando
columnas o motivos escalonados. Según algunos arqueólogos,
la administración de estas colonias estaba a cargo de unos
pocos funcionarios de Tiwanaku. Las tumbas de esta elite
contienen básicamente la misma clase de objetos que el resto
de la población, pero estos son notoriamente más inos y de
mayor calidad. El estudio de los cuerpos de estos individuos
revela que gozaron de mejores condiciones de vida que el
resto de los habitantes del valle.
Durante un tiempo, los Cabuza coexistieron con las últimas
comunidades Alto Ramírez. Mantuvieron también relaciones
33
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
34
El oasis de San Pedro de Atacama fue una importante plaza de intercambio
de productos provenientes de una amplia área de los Andes Centro Sur.
Esta escena, con el volcán Licancabur al fondo, es de la época de inluencias
de Tiwanaku (ilustración: J. Pérez de Arce).
de intercambio con los pescadores de la costa, de quienes
obtenían algas, pescados, mariscos y guano que transportaban
al altiplano. A partir del siglo viii, compartieron pacíicamente
el valle con los agricultores Maytas-Chiribaya. Los restos
arqueológicos de estos últimos se distribuyen por la costa desde
Ilo, en Perú, hasta los valles ariqueños, principalmente. Dentro
del acervo cultural de estos agricultores destacan inos textiles,
cucharas ceremoniales y keros tallados en madera. Aunque en
esta época hay varios estilos de cerámica, el más característico
es el estilo Maytas, que incluye jarros y vasos que combinan
iguras triangulares escalonadas dispuestas en hileras verticales,
pintadas en blanco y negro sobre fondo rojo. La forma de las
vasijas y los textiles es, en general, parecida a los de Cabuza. No
es clara, sin embargo, la relación de estos agricultores costeros
con Tiwanaku. Puede tratarse de comunidades completamente
autónomas, pero también es posible que hayan estado sujetas
en un comienzo a Tiwanaku y que se hayan emancipado más
tarde de su control. De hecho, algunos de estos individuos
usaron el típico gorro de cuatro puntas, tocado que parece
haber operado como emblema de ailiación tiwanakota.
Las relaciones de Tiwanaku con San Pedro de Atacama,
en cambio, fueron de una naturaleza muy distinta. Ciertos
individuos que manejaban los hilos del intercambio en la
inmensa red que se había ido formando en la región, habían
acumulado prestigio y poder dentro de la sociedad local, entre
otras cosas a través del acceso a bienes importados. Al parecer,
los bienes más codiciados provenían de Aguada, en el Noroeste
Argentino y, sobre todo, de Tiwanaku. Es el caso de vasos, hachas,
diademas, placas y otros objetos de oro encontrados en algunos
cementerios, así como inísimos unkus, cerámicas, canastos,
hachas de bronce, vaso-retratos y otros artefactos tallados
en hueso o madera, muchos de ellos elaborados en la capital
del Estado altiplánico o en alguno de sus centros regionales.
El consumo nasal de sustancias psicoactivas, que desde la fase
Séquitor había venido arraigando entre los varones de más alto
estatus de la sociedad atacameña, sirvió también para reforzar
estas relaciones, ya que muchos de los implementos para el uso
de estas sustancias estaban decorados con las imágenes más
sagradas del arte y la ideología religiosa de Tiwanaku.
El tipo más frecuente de equipo inhalatorio es una bolsa
de lana que contiene una tableta de madera, un tubo de
hueso o madera, una pequeña cuchara o espátula y una o
dos bolsas de cuero para guardar los polvos psicotrópicos.
El principal componente de estos polvos provenía de las
I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer
35
La igura representa a un individuo absorbiendo polvos alucinógenos por
la nariz. La piel de jaguar alude a la transformación que experimentan
los sujetos cuando consumen estas sustancias y emprenden un “vuelo”
chamánico (ilustración: E. Osorio).
semillas del cebil, un árbol que crece desde aproximadamente
Cochabamba (Bolivia) por el norte hasta Catamarca
(Argentina) por el sur. Dada la gran incidencia de instrumentos
inhalatorios en el oasis de San Pedro de Atacama, se cree que
el tráico de estas semillas desde zonas trasandinas fue de
considerable importancia durante esta época, al parecer con
cargas de retorno de minerales de cobre, turquesa y otras
piedras semipreciosas.
Esta etapa de la cultura San Pedro, denominada Quítor,
ocurre entre 400 y 700 d. C. y junto con la siguiente fase
Coyo (700-950 d. C.) representan el lapso de más intensa
vinculación con Tiwanaku y de mayor auge en toda la
prehistoria atacameña. De hecho, se han encontrado objetos
propios de este oasis en lugares tan distantes como la quebrada
de Tarapacá en el norte, Salta en el Noroeste Argentino, Chiu
Chiu, Conchi y el litoral del Pacíico, así como una probable
colonia en Calahoyo, un lugar de la puna distante unos 300
kilómetros de San Pedro de Atacama. Durante la fase Quítor,
la alfarería atacameña alcanzó su más alta expresión técnica
y estética. Se trata de una cerámica negra con la supericie
cuidadosamente bruñida, que incluye botellas con rostros
antropomorfos estilizados en el cuello, vasos, cuencos,
escudillas grabadas y una diversidad de otras formas de vasijas.
Hacia el siglo viii, precisamente cuando las relaciones entre
San Pedro y el Estado de Tiwanaku alcanzaron su máxima
intensidad, esta tradición alfarera nativa comenzó a perder
calidad, siendo reemplazada por una alfarería de factura más
descuidada denominada “casi pulida”. Es la fase Coyo del
desarrollo atacameño, que se extiende entre 700 y 950 d. C.
Muchas de las mejores piezas de Tiwanaku arribaron al oasis
justamente en este tiempo, aunque muy pocas llegaron a las
comunidades del resto de la región.
LA ÉPOCA DE LOS PUKARAS
A partir del cambio de milenio y la caída de Tiwanaku,
sobrevienen en los Andes cuatro siglos de extrema aridez,
grandes movimientos de población y conlictos entre
comunidades de diversos orígenes étnicos. Surgen en el
altiplano peruano-boliviano numerosos reinos y señoríos
independientes, en permanente lucha unos con otros.
Acosados por las sequías —que alcanzan su clímax entre
1245 y 1310 d. C.— y siempre necesitados de productos
no disponibles en el altiplano, estos reinos y señoríos ejercen
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
36
La guerra fue común en el desierto chileno durante la etapa tardía de su
desarrollo cultural. La escena recrea una batalla en la que guerreros de
San Pedro de Atacama deienden su posición desde el pukara de Quítor
(ilustración: J. Pérez de Arce).
presión sobre los espacios productivos del Norte Grande,
implantando colonias en los diferentes pisos ecológicos
escalonados entre el altiplano y el litoral del Pacíico. De
preferencia, estas poblaciones ocupan las cabeceras de valles
y quebradas del Norte Grande, controlando el suministro de
agua para los regadíos. Por estas razones, las relaciones de los
pueblos del altiplano con los del desierto alcanzan durante
este período un alto nivel de hostilidad. La veintena de pukaras
o fortalezas que se construyen al pie del altiplano, entre Arica
y San Pedro de Atacama, así como el incremento de cascos,
corazas, mazos y otros objetos de combate, son iel relejo de
los conlictos que marcaron esta época post-Tiwanaku.
Sobre la base del previo desarrollo Maytas-Chiribaya,
emergió en los valles costeros y serranías del sur del
Perú y del extremo norte de Chile la cultura Arica, una
agrupación de comunidades agrícolas y pescadoras cuyas
manifestaciones culturales se extienden desde Mollendo en
Perú hasta el valle de Azapa en Chile. Su primera fase es
San Miguel, que se reconoce por una alfarería de grandes
cántaros globulares y jarras cilíndricas, decorados con iguras
similares al estilo Maytas, así como diseños escalonados
y medallones con iguras humanas y pájaros estilizados en
rojo y negro sobre fondo blanco. Los textiles alcanzan en
esta época una gran calidad técnica, incorporando diseños
mucho más complejos que en el período anterior, aunque
las formas textiles son básicamente las mismas. Por otra
parte, mientras los keros de esta época son muy similares a
los de Maytas-Chiribaya, las cucharas de madera cambian a
formas más funcionales. La siguiente fase de la cultura Arica
es Gentilar, cuya cerámica presenta más de cuarenta formas
distintas, destacando las jarras globulares. Se decoran con
iguras aserradas, escalonadas, cruces, círculos y medallones
que contienen iguras humanas, monos y felinos, en blanco y
negro sobre fondo rojo, a veces con la supericie de la vasija
inamente bruñida. El resto de las artesanías no varía mucho
con relación a San Miguel. Las viviendas de estas poblaciones
son de planta circular con un patio exterior, construidas con
muros de piedra y caña en la costa, y de piedra, madera y
paja en la sierra. Algunas aldeas, principalmente en la sierra,
presentan más de un millar de recintos e incluyen estrechas
vías de circulación interna, bodegas, corrales para el ganado y,
en ocasiones, muros defensivos.
En San Pedro de Atacama, en tanto, ya no hay la variedad
de objetos del período anterior. Las tumbas son tan pobres,
que muchas veces no incluyen ni una sola vasija y, en ocasiones,
carecen del más mínimo ajuar funerario. Los equipos para
inhalar alucinógenos tienden rápidamente a desaparecer del
oasis, al tiempo que aparecen en gran número en Calama,
I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer
37
En el extremo norte de Chile, la industria textil alcanzó una de sus máximas
expresiones, como lo muestra la indumentaria de estos dos personajes de la
cultura Arica (ilustración: J. Pérez de Arce).
Chiu Chiu, Lasana, Toconce y Caspana en la cuenca del río
Loa, así como en la quebrada de Humahuaca, la puna de Jujuy
y el valle Calchaquí en el Noroeste Argentino, todos lugares
donde habían estado ausentes hasta ese momento. Es posible
que la aparición de “gente de tabletas” en este enjambre
de nuevos centros poblados, esté relejando la pérdida del
liderazgo regional que ejerció San Pedro a lo largo de todo el
período anterior.
Los asentamientos adquieren gran envergadura, seña
elocuente de que la población había crecido en forma
considerable. En el oasis de San Pedro de Atacama deben
haber proliferado asentamientos del tipo encontrado en el
ayllu de Sólor, formado por grandes recintos habitacionales con
muros de barro, planta rectangular y con enormes tinajas para
el agua o la chicha dispuestas en un rincón de la habitación.
Los moradores enterraban a sus muertos en el interior de los
cuartos dentro de grandes vasijas de greda.
Fieles a su tradición, los alfareros de la sociedad de San
Pedro continúan manufacturando cerámicas de un solo color,
pero ahora las revestían de un grueso engobe rojo y les daban
formas más complejas. Una de las cerámicas más típicas de esta
época es una escudilla alisada por fuera y pulida por dentro.
Durante la fase Yaye (950-1200 d. C.), estas escudillas son negras
en el interior y durante la siguiente fase Sólor (1200-1400 d. C.),
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
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I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer
cambian a café o gris. Escudillas como estas, así como grandes ollas
y cántaros de supericie alisada, se hallan presentes en casi todo
el desierto, desde Pica por el norte hasta Taltal por el sur, pasando
por las cuencas del río Loa y del salar de Atacama, marcando
muy precisamente los alcances de la esfera de interacción de la
más tardía fase del desarrollo cultural atacameño en su etapa
preinkaica. Incidentalmente, se sabe que los atacameños de esta
época disputaron con los indios de Pica y Tarapacá el control de
los algarrobales y las tierras de cultivo de Quillagua, un oasis que
fue clave para el dominio del desierto central y donde debe haber
estado una de las fronteras entre atacameños y tarapaqueños.
Una distribución parecida a las escudillas recién referidas
tienen los ganchos de madera para sujetar la carga transportada
por las llamas, los cencerros de madera y las calabazas decoradas
con diseños grabados a fuego. Los dos primeros artefactos
son un buen indicio del intenso tráico de recuas de llamas
que caracterizó a esta época. De acuerdo a lo que muestran
los ajuares funerarios, hubo intercambios de productos con
los indios de Tarapacá, Pica, Potosí, Sud Lípez y Copiapó.
Además, las caravanas atacameñas descendían a la costa con los
productos de sus oasis y quebradas, regresando a Calama, Chiu
Chiu y San Pedro de Atacama con pescados y mariscos secos
que obtenían de los pescadores changos del litoral. Lo propio
hacían las caravanas de la gente de los oasis tarapaqueños.
La escasez de objetos del Noroeste Argentino en las
tumbas atacameñas, sugiere que las relaciones entre ambas
áreas se habían reducido a un mínimo. Estilos alfareros de gran
notoriedad en zonas trasandinas, como Santa María y Belén,
están completamente ausentes en el salar de Atacama y el río
Loa. No obstante, se encuentran con cierta regularidad en la
región vasijas de estilo Yavi, manufacturadas por indios chichas
de la quebrada de Humahuaca, con los cuales los atacameños
mantuvieron una relación privilegiada hasta el momento de la
llegada de los españoles.
Una penetración de indios lípez, procedentes del
altiplano sur de Bolivia, es evidente en el curso superior del
río Salado, donde se mezclan con indios atacameños. Esta
fase cultural es conocida como Toconce y se caracteriza
por sitios habitacionales con densos conjuntos de cerámica
local, entierros en abrigos rocosos, torreones altiplánicos de
función ceremonial (chullpas) y selectos tiestos típicos de la
región boliviana de Sud Lípez. En algún momento postrero
del período Intermedio Tardío las comunidades de Toconce
pasan a compartir con la gente local la aldea de Turi, que en el
siguiente período será controlada por los inkas.
BAJO EL IMPERIO DEL SOL
La expansión de los inkas, en el siglo xv, empezó con la
conquista militar de territorios y grupos étnicos circundantes
al Cusco. Continuó con la anexión de amplias áreas a ambos
lados de los Andes peruanos y, en poco más de un siglo,
En oasis como Pica o la quebrada de Tarapacá, era frecuente el encuentro
de personas de diferente origen y procedencia. Los tocados eran uno de los
principales distintivos étnicos (ilustración: J. Pérez de Arce).
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A ines del período prehispánico, el tráico de caravanas alcanzó su máxima
intensidad. Las expediciones de intercambio de los llameros vinculaban
asentamientos del desierto, el altiplano, las selvas orientales y el litoral del
Pacíico (ilustración: J. Pérez de Arce).
culminó con la conquista de un inmenso territorio que
comprendía desde el sur de Colombia hasta Chile central.
Con más de cinco mil kilómetros de longitud y una población
calculada en unos diez millones de habitantes, el Tawantinsuyu
fue el imperio prehispánico más extenso del continente.
Su bien organizado aparato estatal movilizaba tropas,
sacerdotes, funcionarios, personal de servicio y, muchas
veces, comunidades enteras (mitimaes), a través de enormes
distancias. En sus expediciones de conquista, el Inka ofrecía a
los jefes indígenas locales (kurakas) someterse pacíicamente
o por las armas. Si aceptaban, los colmaba de regalos, si no,
los amenazaba con el arrasamiento total. Una vez producida
la anexión, instauraba el culto solar y un régimen de gobierno
basado en alianzas con los líderes nativos y en la redistribución
de bienes y servicios. La riqueza obtenida era para el Estado,
la religión y los gobernantes, estos últimos considerados hijos
del Sol. En su cúspide, el Imperio Inka abarcaba cuatro grandes
divisiones territoriales: Antisuyu, Condesuyu, Chinchaysuyu y
Collasuyu. Por eso se le conocía como Tawantinsuyu o Imperio
de las Cuatro Regiones. Chile, al igual que el sur del Perú,
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
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Los inkas construyeron uno de los más vastos imperios de la antigüedad.
Se piensa que correspondió al décimo emperador, Topa Inka Yupanqui,
extender el dominio cusqueño hacia el Norte Grande, el Norte Chico y Chile
central (ilustración: E. Osorio).
El quipucamayoc era el funcionario inkaico a cargo de llevar las cuentas del
Estado en las provincias del Tawantinsuyu. Varios de estos instrumentos de
nudos y cuerdas (quipus) han sido encontrados en cementerios del valle de
Lluta, Arica (ilustración: J. Pérez de Arce).
Bolivia y Argentina, quedó comprendido en el Collasuyu, que
correspondía a las provincias del sur del imperio.
La mita era un sistema en que los individuos eran obligados
a ofrecer por turno su trabajo al Estado Inka por algunas
semanas o meses, regresando después a sus tareas habituales
hasta ser requeridos para un nuevo turno. El Estado asumía
la responsabilidad de aprovisionar a los mitayos de materias
primas y herramientas, y, siguiendo la ancestral etiqueta de la
reciprocidad andina, de proporcionarles alimentos y bebidas.
La hospitalidad estatal a estos trabajadores rotativos era, así,
un componente clave en las relaciones entre gobernantes y
gobernados. Mediante este sistema, en el Norte Grande los
inkas lograron intensiicar la extracción de los recursos del mar,
la minería, la ganadería de camélidos y la industria artesanal,
ampliar las áreas de cultivo e introducir nuevas técnicas para
mejorar la productividad agrícola. En ocasiones, erradicaron
a las poblaciones locales hacia otras partes, reemplazándolas
con poblaciones traídas desde otras regiones (mitimaes).
Y lo que es más notable: construyeron el Qhapaq Ñan, una
extensa red de caminos, dotada de postas o tambos, tambillos
y centros administrativos, que cruzaba el territorio entre Arica
y Copiapó, interconectada por múltiples ramales transversales.
Durante el siglo xv y las primeras décadas del siglo xvi, un
grupo de origen altiplánico vivió en el valle de Azapa en un
pequeño pero bien ordenado asentamiento formado por una
treintena de casas de caña y totora. Se trata de la aldea inkaica
de Pampa Alto Ramírez, localizada a unos ocho kilómetros de
la actual ciudad de Arica. Sus casi dos centenares de habitantes
se alimentaban con maíz, ají, porotos, zapallos, camote, achira,
plantas silvestres y cuyes, complementando este menú con
raciones de mariscos, algas marinas y pescados. Esta aldea
ejempliica el tipo de asentamiento que los inkas establecieron
en los valles bajos de esta región, cuyos habitantes estaban
conectados con poblaciones vecinas, como aquellas enterradas
en el cementerio costero de Playa Miller o, más al interior,
como la aldea de Mollepampa en el valle de Lluta. Estas
pequeñas “colonias” inkaicas trabajaban salando y secando
pescados, y, en general, administrando la producción agrícola
de los valles bajos, la explotación de los recursos marinos y la
extracción de fertilizantes de las islas guaneras por parte de la
población local. Seguramente, su misión era también organizar
el transporte de estos artículos a lomo de llamas hacia los
asentamientos inkaicos de la sierra y el altiplano.
En realidad, la columna vertebral del control inkaico en
la Región de Arica y Parinacota no estaba en la costa, sino
en la sierra, por donde pasaba uno de los ejes del Qhapaq
Ñan o camino inka. Piensan los arqueólogos que el centro
provincial inkaico que controló toda esta región estuvo en
Zapahuira, un asentamiento serrano situado en una posición
estratégica para el tráico entre los valles costeros y las
tierras altas. Poco antes de llegar a ese centro, las caravanas
hacían escala en un conjunto de bodegas (qolqas) donde se
almacenaban los productos que circulaban hacia o desde la
costa, muchos de los cuales probablemente eran ocupados
en los ritos de hospitalidad con que el Estado agasajaba a
los mitayos. Zapahuira consistía en dos grandes complejos de
I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer
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Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
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ediicios, cada uno formado por una amplia plaza rectangular
para acoger a la concurrencia, rodeada por grandes recintos
rectangulares con techo a dos aguas (kallankas) donde se
hospedaban los funcionarios y visitantes de más alto rango.
En los casi 150 metros que separan a ambos complejos
arquitectónicos, había habitaciones más rudimentarias de
planta circular donde residía un personal de servicio al parecer
casi enteramente integrado por gente de la zona.
Si el principal interés de los inkas en Arica y Parinacota
estuvo en la producción del mar, en la Región de Antofagasta
estuvo en los recursos mineros. A principios del siglo xv,
los inkas asumieron el control de las minas principales y
establecieron dos grandes centros provinciales en las zonas más
densamente pobladas, así como con mayor potencial agrícola
y ganadero. La idea era utilizar la “cosecha de la región” y la
milenaria experticia minera de los atacameños para producir
minerales de cobre a gran escala. Uno de estos centros estuvo
en Catarpe, a unos siete kilómetros de San Pedro de Atacama
y cerca de la mina de San Bartolo. Es un gran asentamiento,
con alrededor de doscientos recintos, incluyendo dos plazas
para festines de hospitalidad estatal. Aparentemente, fue
construido por los inkas desde sus cimientos y casi al lado
de una aldea local. El otro centro provincial estuvo en Turi,
a unos 90 kilómetros al oriente de Calama, una aldea con
más de seiscientos recintos, la inmensa mayoría de los cuales
fue ediicado con anterioridad al arribo de los cusqueños. En
la parte más alta, donde la población local tenía uno de sus
espacios más sagrados, construyeron una imponente kallanka
en medio de una plaza también rectangular, seguramente
para celebrar los consabidos ritos de hospitalidad estatal en
retribución por las mitas.
La enorme vega situada a los pies de Turi debe haber
proporcionado suiciente forraje para los rebaños y recuas del
Estado. Las quebradas de la zona y sus extensos campos de
cultivo, en cambio, fueron transformadas en granjas estatales,
como parece ser el caso de las aldeas de Toconce y Paniri.
Unos 20 kilómetros al sureste de Turi, se encuentra Cerro
Verde, donde funcionó el centro de producción inkaico más
importante de esta zona de la región. Consta de una mina
de cobre, un campamento minero, un complejo administrativo
dotado de plazas rodeadas por recintos y, en un promontorio,
una pequeña construcción de forma piramidal (ushnu), cuya
forma parece imitar al Echao, uno de los cerros tutelares de
la población local. El camino inka que pasa por uno de los
costados del sector inkaico de Turi, proviene del altiplano
boliviano, prosigue al sur pasando por Cerro Verde, Catarpe,
el Tambo de Cámar y Peine, cruza los más de 400 kilómetros
del Despoblado de Atacama y arriba al fértil valle de Copiapó.
No siempre, sin embargo, los recursos mineros se hallaban
tan cerca de la mano de obra, los campos de cultivo y los
pastizales, como ocurrió en Turi, Cerro Verde, Toconce y
Paniri. En el Alto Loa, por ejemplo, un valle extraordinariamente
rico en minerales de cobre, los inkas se vieron obligados a
movilizar contingentes de operarios por largas distancias y a
ponerlos a trabajar en lugares muy desolados y en extremo
inhóspitos. Es el caso de la mina de El Abra, distante unas
tres jornadas de Lasana y Chiu Chiu, oasis desde donde
debe haber provenido la mayor parte de la fuerza de trabajo,
así como muchos de los suministros alimentarios. Allí, los
mineros del Inka trabajaron extrayendo turquesa y óxidos de
cobre para la industria de la lapidaria, moliendo a golpe de
martillo el mineral, seleccionándolo por tamaños, acopiándolo
en los campamentos y cargando las recuas de llamas para
transportarlos a sus lugares de destino. Como en la ideología
de los inkas las rocas estaban dotadas de vida y pertenecían
a poderosas entidades del submundo, toda esta actividad
productiva era objeto de cuidadosos rituales. Pequeñas
plataformas ceremoniales y conchas de mullu (molusco
originario de las costas del Ecuador) han sido encontradas
en las cercanías de los puntos de extracción del mineral. No
contentos con esto, unos 25 kilómetros al oriente de El Abra,
casi al borde del cañón del río Loa, los inkas mandaron construir
el sitio de Cerro Colorado, un adoratorio de valle para que
los trabajadores rindieran culto a las montañas, que, en las
creencias andinas, son las verdaderas dueñas de la riqueza
mineral. Cerro Colorado consiste de varias construcciones
menores y una gran plaza adosada a un aloramiento rocoso,
donde el oiciante de la ceremonia se dirigía la multitud de
trabajadores que participaban en las mitas.
A un centenar de kilómetros al norte por el valle del Alto
Loa, está la mina de Collahuasi, donde otro grupo de mineros,
seguramente atacameño, trabajó para el Inka. Estos mitayos
no solo laboraban para extraer minerales para la lapidaria,
sino también para que metalurgistas tarapaqueños fundieran
el mineral en hornos de piedra emplazados en lugares de alta
exposición al viento. Hasta ahora, los arqueólogos solo han
encontrado el campamento de los metalurgistas. Allí residían
temporalmente estos mitayos, alojados en sencillas viviendas
de muros de piedra. El núcleo administrativo inkaico del
asentamiento es una construcción de tres patios alineados de
norte a sur, rodeados por decenas de cuartos donde vivían
los funcionarios a cargo del sitio y donde se almacenaban y
preparaban los alimentos y bebidas con que se agasajaba a
los operarios. A unos tres kilómetros de distancia pasaba un
camino inka que venía desde el altiplano boliviano en dirección
a las nacientes del río Loa y que conectaba a Collahuasi con
un tambo o posada situado en la vecina localidad de Miño.
Este tambo atendía el tráico corriente por el Alto Loa, pero
servía también para alojar a viajeros importantes que pasaban
la noche en las dos kallankas que hay en ese lugar. El destino
de estos viajeros era un adoratorio de valle muy similar al
de Cerro Colorado, con una kallanka y una plaza orientada
a un promontorio rocoso y al volcán Miño, este último uno
los principales cerros tutelares de las comunidades del Loa.
Se piensa que a ese sitio eran conducidos los mitayos que
trabajaban en Collahuasi, no se sabe si al inicio de sus turnos
laborales o al inal de ellos.
El enclave productivo multiétnico de Collahuasi y el
adoratorio de Miño estaban localizados en otra de las
disputadas fronteras entre atacameños y tarapaqueños, por
lo que se supone que los inkas actuaron como mediadores
para posibilitar el lujo de trabajadores de uno y otro
I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer
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El “sacriicador”, un personaje cuya imagen se repite a través de toda la
historia y geografía de los Andes, aparece también en el arte rupestre del
desierto chileno (dibujo: F. Maldonado; ilustración: E. Osorio).
origen más allá de sus respectivos territorios étnicos. Un
rol administrativo-ceremonial similar puede haber ejercido
el elaborado sitio de Inkaguano, situado en el altiplano de
la Región de Tarapacá, aunque no es claro aún si este sitio
estuvo vinculado a labores mineras, metalúrgicas o de otra
naturaleza. Al igual que los adoratorios de Cerro Colorado y
Miño, el uso de Inkaguano parece haber sido esporádico. De
modo semejante al adoratorio de Miño, da la impresión que
operó como un lugar donde el Inka mediaba ocasionalmente
entre grupos tarapaqueños, que tenían su centro en la gran
instalación inkaica de San Lorenzo de Tarapacá, y gente de
algún centro de similar envergadura localizado en pleno
altiplano de Bolivia.
En general, los inkas respetaban las creencias de los pueblos
conquistados. No obstante, en muchas de las altas cumbres
rindieron culto a sus propias deidades, quizás como una seña
de la incorporación de estos territorios a su imperio. En las
faldas y, más frecuentemente, en la cima de los principales
cerros sagrados, construyeron recintos ceremoniales e
hicieron grandes hogueras con maderos de queñoa y
llareta. En ocasiones, realizaron sacriicios humanos (qhapaq
uchas) y dejaron en ofrenda hojas de coca, igurillas de plata,
plumas multicolores y inas prendas textiles en miniatura. El
cerro Esmeralda cerca de Iquique y el volcán Llullaillaco en
el Despoblado de Atacama, son, entre varios otros, ejemplos
notables de este interés de los inkas por crear una geografía
sagrada al servicio del Imperio.
No se depositaba aún sobre el suelo el polvo levantado
por el paso de las tropas del Inka, cuando las cabalgaduras de
los españoles comienzan a hollar los caminos y senderos del
desierto chileno. Se inicia entonces una etapa de expoliación
y exterminio de las poblaciones aborígenes del Norte Grande
de Chile que dura hasta nuestros días. Los escasos y preciados
recursos hidrológicos del desierto más extremo de la tierra,
tan celosamente cuidados, disputados y venerados por
los antiguos nortinos durante casi trece milenios, son en la
actualidad periódicamente contaminados y explotados hasta
el agotamiento por la soberbia civilización moderna.
Reconocimientos:
La sección “Bajo el Imperio del Sol” se basa en datos y
conclusiones de los proyectos Fondecyt 1010327, 1050276
y 1100905.
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
EL PODER DEL ARTE RUPESTRE
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Se conoce como arte rupestre a las marcas o iguras
trazadas por seres humanos sobre soportes rocosos.
Son parte del arte rupestre las pinturas (pictografías) y
los grabados (petroglifos) ejecutados sobre la supericie
rocosa de cuevas, paredones y bloques aislados, así como
los grandes geoglifos trazados en las laderas de los cerros
y en las pampas, hechos por acumulación o despeje de las
piedras de la supericie.
A diferencia de otros elementos de la cultura visual de los
antiguos pueblos del Norte Grande —como la cerámica, los
textiles o los tallados en piedra, madera y hueso, en que las
iguras no siempre coinciden con la fauna local—, la selección
de imágenes en los sitios de arte rupestre es altamente
congruente con los animales del medio circundante. Más del
noventa por ciento de los diseños son iguras de camélidos,
ya sea silvestres, como el guanaco y la vicuña, o domésticos,
como la llama. La presencia de estas imágenes en hábitats
naturales de estos animales, su recurrente cercanía a vegas
y fuentes de agua permanente o en proximidad a rutas
de tráico e intercambio y su contigüidad a depósitos
arqueológicos cuyos contenidos demuestran diferentes
utilizaciones de ellos por parte de comunidades humanas,
revelan que esta imaginería no era una simple mistiicación
ideológica de una fauna exótica a la región, sino el resultado
de la preocupación de las poblaciones por un recurso local
que desempeña un rol básico en su subsistencia.
La ejecución y la manipulación de imágenes de camélidos
en el arte rupestre, parece haber sido parte de una ideología
de las antiguas poblaciones nortinas cuya inalidad era inluir
simbólicamente en los factores —reales o imaginarios—
que determinaban la disponibilidad de estos animales para
la economía local o el éxito de sus expediciones de tráico
con caravanas de llamas.
Cualquiera sea lo que estas imágenes hayan signiicado
para las sociedades que las crearon y usaron, su valor
simbólico probablemente les confería el poder de aumentar
los camélidos salvajes disponibles para el cazador, incrementar
los rebaños de camélidos domésticos para el pastor y lograr
éxito en los largos viajes de los caravaneros con sus llamas
cargueras a través de la puna y el desierto nortino.
El grabado fue una de las técnicas más usadas en la producción de arte
rupestre (ilustración: J. Pérez de Arce).
Los grabados, las pinturas y los
pictograbados de Taira, en el valle
del Alto Loa, constituyen una de las
más altas expresiones artísticas de los
pueblos prehispánicos de Chile. Las
imágenes plasmadas en este alero
rocoso habrían servido a los pastores
para propiciar la multiplicación de
los rebaños de llamas (ilustración:
J. Pérez de Arce).
I. El país del desierto extremo de la Tierra / J. Berenguer
LOS CHANGOS Y SU ÉPICA
En el siglo xvi, los europeos los describieron como
“gente bruta”, “pobres” y “bárbaros” debido a la simpleza
de la cultura que poseían. También fueron tildados de
malolientes por su costumbre de beber sangre de lobo
marino y untar sus cuerpos con aceite de lobo y grasa
de ballena. Son los changos, últimos representantes de los
pescadores y cazadores que, desde antes de los tiempos
de la cultura Chinchorro, habitaron el árido litoral del
Norte Grande de Chile.
Hoy sabemos que los changos no eran un solo grupo
étnico, sino poblaciones diferentes, especializadas en
los diversos aspectos de la vida de mar. Conocidos en
un principio como “uros pescadores”, “camanchacas”
o “proanches”, desde mediados del siglo xvii empieza a
llamárseles “changos”, apelativo que prevaleció hasta bien
avanzado el siglo xx, no sin cierta connotación despectiva.
Dueños de una gran capacidad para movilizarse a lo
largo del litoral con sus balsas de madera, totora o cuero de
lobos y dotados de una notable habilidad para aprovechar
de manera integral y sustentable los recursos de unos de
los mares más ricos del planeta, estos habitantes de las
nieblas costeras tienen mucho que enseñarnos. Cuando
en el presente han desaparecido tantas especies marinas
por sobreexplotación y contaminación, es legítimo
preguntarse quiénes son en realidad los primitivos y
quiénes los civilizados.
Los changos son, así, portadores de un relato, una
gesta de innovación tecnológica y conquista del océano
de más de diez mil años, pero también de un mensaje de
respeto al medio ambiente con innegables ecos en el Chile
contemporáneo. Su ejemplo nos enseña que simplicidad
no es sinónimo de barbarie, sino de un equilibrio inteligente
con el medio en que nos toca vivir.
Los balseros changos llamaron poderosamente la atención de quienes
visitaron las costas del norte de Chile. Diversos artistas dejaron
plasmado este interés en una gran cantidad de ilustraciones (grabado:
A. D’Orbigny, 1830 [detalle]).
Changos arponeando una ballena jorobada desde sus balsas de cuero de
lobo (dibujo: E. Osorio).
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II. La tierra donde el desierto florece / F. Gallardo & G. Cabello
CAZADORES DE MEGAFAUNA
(11.000 - 9000 a. C.)
A
l concluir el Pleistoceno, que es una
era geológica anterior a la nuestra,
el clima de esta región nortina había
variado desde un régimen frío y
lluvioso a otro de aridez semejante
al que impera en la actualidad. Los
especialistas creen que este cambio
estimuló la concentración de la fauna
y la vegetación alrededor de ambientes privilegiados, como
lagunas, esteros o áreas especialmente húmedas como el
actual parque Fray Jorge en los Altos de Talinay (IV Región),
un bosque de tipo valdiviano que aún se conserva gracias a la
condensación de las neblinas costeras. En estas condiciones
ambientales, unos trece mil años atrás, rebaños de megafauna,
como mastodontes, caballos americanos, ciervos de los
pantanos, milodones y paleolamas, abrevaban en las riberas
de un estero al sur de la localidad de Los Vilos. Allí fueron
presas fáciles de animales carnívoros y también del hombre,
que por esa época iniciaba la colonización del territorio, en
una avanzada procedente desde regiones septentrionales.
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En la quebrada de Quereo se han encontrado evidencias de algunos de los primeros
pobladores del territorio nacional (fotografía: F. Gallardo).
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
Se trataba de grupos de cazadores especializados que se
desplazaban por estas regiones tras la captura de grandes
mamíferos hoy desaparecidos. Las excavaciones arqueológicas
en la estrecha quebrada de Quereo, revelaron la presencia de
aparentes instrumentos de piedra y hueso junto a numerosos
restos óseos de animales con huellas de corte que sugieren
que el lugar sirvió para la caza y el faenado de estas grandes
presas. Muy cerca han sido descubiertos otros contextos
similares, como en la quebrada El Membrillo y el sitio Las
Monedas, donde instrumentos de piedra han aparecido junto
a fauna ahora extinta, principalmente caballo americano,
milodón y paleolama.
Particularmente interesante es un campamento de caza a
orillas de una antigua laguna en quebrada Santa Julia, al norte
de Los Vilos. Allí no solo se encontró una clara asociación
de una punta de proyectil con restos de megafauna, sino
también numerosos cuchillos y otros instrumentos de piedra y
hueso que prueban que el lugar tuvo una intensa pero breve
ocupación vinculada al procesamiento de las presas antes de
llevarlas a un asentamiento posiblemente cercano. La presencia
de artefactos en cristal de roca atestigua que estos grupos
humanos se movilizaban hacia el interior de los valles en busca
de estas materias primas. Aprovisionamiento que también se
observa en las “puntas cola de pescado” recuperadas en el
sitio Valiente, emplazado junto a una de las fuentes de cuarzo
más explotadas de la zona en las cercanías del pueblito de
Caimanes (estero Pupío, aluente del río Choapa).
50
LOS CAZADORES-RECOLECTORES DEL
HOLOCENO (10.000 - 300 a. C.)
Si las postrimerías del Pleistoceno estuvieron caracterizadas
por un ambiente natural poblado por grandes mamíferos hoy
extintos, el Holoceno o período actual inauguró condiciones
naturales muy similares a las que imperan hoy en día. La costa
ofrecía durante todo el año una variedad de recursos que,
secos o ahumados, podían ser almacenados, proporcionando
una estabilidad económica no comparable con la explotación
de otros ambientes. Es por ello que, hace unos doce mil años
atrás, las comunidades de cazadores-recolectores del Norte
Chico o Norte Verde lograron desarrollar un estilo de vida
especializado en la explotación de los recursos del mar, si bien
realizaban continuas incursiones hacia el interior en busca de
materias primas líticas para confeccionar sus instrumentos.
Numerosos son los sitios identiicados en la franja costera
entre Huentelauquén y Pichidangui, destacando los sectores
Boca del Barco y Ñagué, donde se distinguen campamentos
residenciales y otros orientados a tareas especíicas que
incluyen también sepulturas, como las registradas en el sitio
Los Rieles, al sur de Los Vilos.
Cuando el clima se volvió más seco, hace unos nueve mil años,
estas poblaciones ocuparon más frecuentemente las quebradas
interiores, centrando su economía en la caza y la recolección
terrestre, en combinación con la marina. En estos asentamientos,
ligeramente más grandes que los de la fase anterior, es frecuente
encontrar instrumentos líticos locales, como por ejemplo en
Litos con formas geométricas de la cultura Huentelauquén. Colección
MChAP/DSCY 3224 y 2409 (fotografía: N. Aguayo. Archivo MChAP).
los sitios La Fundición, La Fortaleza, Cárcamo y El Pendiente
en Combarbalá. Pero sin duda el más importante es el sitiotipo Huentelauquén, junto a la desembocadura del río Choapa.
Se trata de un asentamiento de gran extensión, con sectores
habitacionales, talleres líticos y entierros humanos que fue
ocupado en múltiples ocasiones, posiblemente como lugar de
reunión donde los grupos dispersos de la zona realizaban ritos
que fortalecían su unidad social y cultural.
En todos estos sitios es posible hallar grandes puntas de
piedra con las que cazaban lobos marinos y diversos otros
instrumentos cortantes que servían para carnear estos animales.
Atrapaban también aves y recolectaban erizos, lapas, locos,
chitones, machas, almejas, navajuelas y ostiones, entre muchas
otras especies del mar. Finalmente, recogían las semillas de pastos
de primavera y con ellas hacían harinas en sus instrumentos
de molienda. Unos de los aspectos más sobresalientes en los
sitios del complejo Huentelauquén —como se conoce a estas
poblaciones— son unos objetos de piedra de forma triangular,
poligonal o circular dentados. La función de estos exóticos
artefactos es un enigma y, por el momento, no existe una
respuesta convincente sobre su uso. Sabemos, sin embargo, que
estos objetos se han encontrado hasta la Región de Antofagasta
por el norte, sugiriendo una amplia circulación de quienes los
produjeron a lo largo del litoral chileno.
Desde el Holoceno Medio y hasta la aparición de la
cerámica, priman los asentamientos a cielo abierto o bajo
reparos rocosos. Una de las primeras ocupaciones humanas
de esta fase prehistórica fue descubierta en un amplio refugio
natural localizado en el valle del río Hurtado, no lejos del pueblo
de Pichasca. Bajo su alero, un grupo de nativos vivió durante
los meses de primavera y verano. El ambiente precordillerano
de la zona favorecía la caza de guanacos y la recolección de
semillas silvestres comestibles. Al interior de este abrigo rocoso,
familias de cazadores se reunían junto al fuego para alimentarse.
La ocasión se prestaba también para trabajar el cuero de los
II. La tierra donde el desierto florece / F. Gallardo & G. Cabello
Los vasos y las botellas de la cultura El Molle exhiben inas terminaciones.
Colección MChAP/DSCY 1113 y 2295 (fotografía: N. Aguayo. Archivo
MChAP).
animales capturados y manufacturar los instrumentos de piedra
que se necesitaban para la caza y el faenado de los animales.
Estas y otras actividades permitieron la acumulación de basuras,
entre las que se cuentan puntas de proyectil alargadas, cuchillos
y raspadores de piedra, fragmentos de cestería, huesos de
animales y artefactos para la molienda de semillas silvestres. El
hallazgo de conchas del Pacíico en este sitio y otros dispersos
por la región, hace pensar que estos antiguos grupos familiares
se desplazaban por el valle hacia la costa, hábitat en el que
pudieron obtener alimentos durante la estación invernal, época
poco propicia para vivir tierra adentro.
Entre el segundo y primer milenio antes de nuestra Era, en
el litoral de Coquimbo, se han descubierto también numerosos
basurales localizados en los alrededores de lagunas costeras.
Predominan en ellos conchas, huesos y artefactos de piedra.
Por lo general, se encuentran en las inmediaciones de “piedras
tacitas” —rocas con múltiples cavidades— que pudieron
servir para moler vegetales y pigmentos. Unos de los sitios
más extensos se encuentra en Punta Teatinos, al norte de
la bahía de Coquimbo. Allí habitaron pescadores de aspecto
robusto y baja estatura, con una tecnología bien adaptada al
ambiente marítimo. En el lugar, bajo una densa capa de basuras
domésticas, aquellas antiguas familias de pescadores enterraron
a sus muertos cubriéndolos con grandes piedras.
LOS PRIMEROS AGRICULTORES Y PASTORES:
CULTURA EL MOLLE (300 a. C. - 700 d. C.)
Algunos cientos de años antes de nuestra Era, las comunidades
del desierto semiárido incorporan nuevas tecnologías
productivas. Conocen la agricultura, pastorean camélidos
domésticos y mantienen intercambios con poblaciones del
desierto de Atacama y el Noroeste Argentino. Es en esta
época cuando dejan de depender exclusivamente de la caza y
la recolección, que habían predominado en el período anterior.
Los asentamientos de la gente de El Molle se distribuían
principalmente en los valles, los interluvios y el litoral. Desde el
río Copiapó hasta el Choapa, los numerosos sitios arqueológicos
sugieren la presencia de grupos humanos de gran movilidad.
Probablemente, esta lexible pauta de ocupación fue el resultado
del manejo de ganado camélido. En verano, los rebaños debían
ser trasladados desde los valles bajos hasta la cordillera, lo que
permitía el acceso a los abundantes pastizales de altura. Estos
circuitos de movilidad debieron girar en torno a las diversas
aldeas del período, que en Carrizalillo Chico (interior de
Copiapó) y La Centinela (cuenca del río Limarí) contienen hasta
cien recintos habitacionales, mostrando con ello un grado de
sedentarismo no comparable con el período precedente. Más
aun, en los alrededores de estos núcleos residenciales esta gente
desarrolló una agricultura del maíz, el poroto y el zapallo, para
lo cual debieron preparar la tierra y canalizar el agua de riego.
En Combarbalá y el Choapa en cambio, la alta movilidad parece
haber estado vinculada más a una continuidad en la economía
cazadora-recolectora, en la que solo existen pequeños
campamentos habitacionales y asentamientos temporales de
tarea sin arquitectura perdurable, y la agricultura sería de secano
y a pequeña escala (poroto, quinua y madi).
Estos primeros campesinos prehispánicos son también
los primeros ceramistas en la historia del Norte Chico. Su
alfarería fue dada a conocer por primera vez para la ciencia en
la década del treinta del siglo pasado. Se encontró en varios
cementerios vecinos al pequeño pueblo de El Molle, en el valle
del río Elqui. Las sepulturas se reconocían en supericie por un
ruedo de piedras. Bajo estas señalizaciones, se encontraban
los restos del difunto junto a cerámica inamente elaborada y
otros tantos objetos. Los vasos y jarros recobrados muestran
supericies extraordinariamente pulidas y en ocasiones se
observan delicadas decoraciones incisas. Algunos de los más
bellos ejemplares imitan la forma de animales y calabazas.
Entre los otros artefactos recuperados en las excavaciones
arqueológicas, llama la atención un adorno labial llamado
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Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
Tembetá, adorno labial, sitio Las Chilcas, Combarbalá (fotografía: G. Cabello).
Pipa en forma de “T” invertida. Colección MChAP/DSCY 2392 (fotografía:
N. Aguayo. Archivo MChAP).
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Pinza de cobre. Colección MChAP/DSCY 1817 (fotografía: N. Aguayo.
Archivo MChAP).
tembetá. Este objeto, que se inserta bajo el labio inferior
mediante una perforación, puede ser cilíndrico, troncocónico,
en forma de botón o de botella. Se recuperaron también
pipas de piedra en forma de letra T invertida, con las que los
indígenas fumaban algún vegetal con propiedades alucinógenas.
Finalmente, se hallaron adornos e instrumentos de cobre que
testiican conocimientos metalúrgicos.
Este período prehistórico se caracteriza por su diversidad
cultural. Las diferentes formas de sepultación, la variabilidad
alfarera y los distintos tipos de tembetás detectados en la
región, hacen sospechar que, pese a una raíz cultural común,
cada valle tuvo su propia identidad.
Por ejemplo, en el río Choapa, los entierros eran en fosas
simples y la alfarería de tradición molle muestra decoraciones
que la vinculan a aquella encontrada en Chile Central (Bato
y Llolleo) y el Noroeste Argentino (Agrelo-Calingasta).
Diferencias se observan también en el río Hurtado —uno de
los aluentes del Limarí— donde los indígenas eran sepultados
con una tierra ina y luego cubiertos por varias capas de piedras.
La cerámica asociada a estos entierros se caracteriza por vasos
altos, decorados con diseños rojos sobre fondo blanco y jarros
de dos golletes unidos por un asa-puente. Este tipo de hallazgo
contrasta poderosamente con las inhumaciones en montículos
o túmulos y los toscos jarros globulares de base apuntada,
descubiertos más al norte, en el valle del río Copiapó.
Entre las formas rupestres que los arqueólogos asignan a
la cultura El Molle destacan los tipos mascariformes o diseños
en marco. En la quebrada El Encanto, es notable la recurrencia
en la confección de estos rostros algo desigurados y en cuyas
cabezas se aprecian tocados o peinados. Los de mayor tamaño
y realizados mediante un grabado profundo serían más antiguos
que los de surco supericial, que a veces incluso poseen cuerpo.
Este tipo de diferencias también se ha registrado en grabados
rupestres del río Choapa, donde estos tienden a ser más
esquemáticos y geométricos hacia períodos más tardíos.
La cultura El Molle se caracteriza por su alfarería inicial y
aunque es la fase más temprana en el norte semiárido, en
el río Choapa se observa una dinámica cultural diferente. En
las tierras altas de este valle, las poblaciones con tradiciones
alfarero tempranas habrían permanecido hasta el 1500 d. C.,
siendo contemporáneas con grupos diaguita que desarrollaban
la agricultura en las amplias terrazas de los valles bajos del
Elqui, Limarí y Choapa.
LA CONSOLIDACIÓN AGRÍCOLA Y PASTORIL:
CULTURA LAS ÁNIMAS (700 - 1000 d. C.)
Mascariformes de El Encanto (fotografía: F. Gallardo).
En los últimos tres siglos del primer milenio de nuestra Era,
las poblaciones del Norte Chico incorporan un conjunto de
nuevas pautas culturales. El estilo de vida de la gente de Las
Ánimas presenta una serie de drásticos cambios con relación al
de los primeros agropastores y ceramistas de la cultura El Molle.
Estas comunidades habitaban de preferencia los valles y el
litoral, desde el norte de Copiapó hasta el Limarí. Poseían una
producción económica múltiple que conservaba los anteriores
patrones de movilidad estacional. Cultivaban el maíz, mantenían
II. La tierra donde el desierto florece / F. Gallardo & G. Cabello
rebaños de llamas, recolectaban los frutos del algarrobo y el
chañar, y explotaban activamente los recursos que proveía el mar.
Los campesinos prehistóricos que dan vida a este
momento, hilaban el suave pelo de sus camélidos domésticos,
probablemente llamas, para confeccionar con su lana diversas
prendas de su vestuario. Al igual que sus antecesoras de El
Molle, las poblaciones de Las Ánimas eran hábiles metalurgistas;
aros, placas y brazaletes adornaban sus cuerpos. En los sitios
de Copiapó, en tanto, se registra un trabajo metalúrgico
con moldes de fundición y pequeños lingotes alargados,
en asociación a un amplio inventario de instrumentos que
incluye azadas, azuelas, anzuelos, cinceles, hachas y manoplas.
No menos importante era el trabajo en mineral de cobre y
otras piedras semipreciosas que servía para la confección de
cuentas y pendientes con formas de animales. En la Mina Las
Turquesas, dentro del actual yacimiento El Salvador, se extraían
ingentes volúmenes de mineral de cobre, evidenciando una
gran explotación lapidaria.
La cerámica de este período es singular y variada. En los
sitios de Copiapó y Huasco los platos son acampanados y
exhiben decoraciones, en negro sobre la pasta anaranjada o
bien sobre un engobe rojo o crema, que dividen la pieza en
cuatro campos; además de una variedad monocroma incisa
de peril compuesto. En el Elqui y Limarí, en cambio, los pucos
son hemisféricos, decorados con hierro oligisto, engobe y
pintura blanca, roja y negra.
Este proceso de cambio pudo ser el resultado de las
intensas relaciones culturales de estas poblaciones con aquellas
que habitaban las regiones vecinas. Muchos de los atributos
culturales de este momento sobrepasan las fronteras del Norte
Chico. De hecho, hoy es claro que poblaciones transandinas
de la entidad cultural Aguada, ampliaron su radio de acción
extendiendo su inluencia hasta el valle de Copiapó, donde
dejaron su cerámica tanto en sitios habitacionales y cementerios,
como en los yacimientos La Puerta y Tres Puentes.
Otro ejemplo de cambio es el reemplazo de la pipa, como
instrumento para el consumo ritual de alucinógenos, por
recipientes de madera asociados a tubos para aspirar polvos
psicoactivos. Se trata de artefactos muy populares entre las
comunidades precolombinas del altiplano boliviano, el desierto
de Atacama y el Noroeste Argentino.
La integración entre comunidades de tan distintas regiones
permitió el desarrollo de este complejo cultural, y repercutió
profundamente sobre las formas sagradas de percibir la vida
y la muerte. Investigaciones arqueológicas realizadas en
las inmediaciones de la plaza de Coquimbo, han mostrado
un novedoso ritual funerario. Aparentemente, la actividad
ganadera estuvo estrechamente ligada a concepciones
religiosas, pues casi la totalidad de los individuos sepultados
en ese lugar estaban acompañados de una o más llamas,
las que aparentemente fueron sacriicadas en el momento
mismo de la inhumación.
Sin duda existen importantes diferencias entre las
expresiones culturales Ánimas de las regiones de Copiapó y
Coquimbo. Mientras en esta última región solo se conocen
cementerios y conchales, en aquella de más al norte existen
extensas aldeas y asentamientos fortiicados. Distinciones
Puco o plato de la cultura Las Ánimas (fotografía: Archivo MChAP).
53
Disco del Noroeste Argentino. Colección MChAP/DSCY 2122 (fotografía:
N. Aguayo. Archivo MChAP).
Vista del valle de Copiapó, sector donde se emplaza el sitio La Puerta
(fotografía: F. Garrido).
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
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Pinturas Ánimas de Finca de Chañaral (arriba) y quebrada Las Pinturas
(izquierda) (fotografías: F. Gallardo).
que también afectan al arte rupestre del norte de Copiapó,
como Finca de Chañaral, Quebrada Las Pinturas y La Aguada
de la Chinchilla. En ellas los artistas de la época utilizaron
pigmentos rojos para representar personajes vestidos con
túnicas decoradas con líneas onduladas y camélidos de
cuerpo en forma de medialuna. Finalmente, a diferencia de
lo que ocurre más al sur, las poblaciones de la cultura Las
Ánimas habrían ocupado los valles de Copiapó y Huasco
hasta el 1300 d. C.
LOS SEÑORES DEL NORTE VERDE:
CULTURA DIAGUITA (1000 - 1536 d. C.)
Hacia el año 1000 de nuestra Era, se inicia un nuevo
desarrollo cultural en el Norte Chico, cuyas comunidades
habitan principalmente el litoral y los cursos medios de
los valles de la región de Coquimbo. La identidad de la
cultura Diaguita tiene sus raíces en la cultura Las Ánimas.
De hecho, durante los primeros siglos, la cultura material
Diaguita se diferencia poco de los estilos predominantes de
su antecesora en esta región.
II. La tierra donde el desierto florece / F. Gallardo & G. Cabello
Las familias diaguitas vivían en pequeñas aldeas formadas
por sencillas chozas de barro, madera y paja. Los miembros
de estas unidades domésticas desarrollaban una intensa
producción de alimentos alrededor de la agricultura y la
ganadería de camélidos. Sin embargo, estas actividades no les
impidieron continuar con la tradicional recolección de frutos
silvestres y la caza de mamíferos y aves.
El riego mediante canales permitía cultivos de alto
rendimiento. En las chacras diaguitas se cosechaba abundante
maíz, quinua, papas, porotos y zapallos. Estos productos rara
vez faltaron en el hogar del campesino, quien también cultivaba
el algodón para confeccionar textiles.
El pastoreo de camélidos fue una tarea paralela que
consumía parte del tiempo de las familias del Norte Verde.
Casi todo el año los animales eran alimentados en los pastizales
cercanos a los valles. Pero al acercarse el verano y retroceder
la línea de nieves, los rebaños eran trasladados hasta los ricos
pastos cordilleranos. Durante el día, debió ser frecuente ver a
los pastores hilar la lana mientras cuidaban sus animales.
La actividad pastoril proveía una fuente permanente de
carne, que, secada al sol, les permitía hacer charqui, una
ventajosa conserva prehistórica. Por medio de ella obtenían
también lana para la confección de prendas de vestir y
huesos para la manufactura de utensilios de uso diario. Por
último, algunos de sus animales servían para transportar
cargas livianas.
Como en épocas anteriores, la costa semidesértica de la
región —desde Taltal hasta el río Choapa— albergaba una
población costera con tecnología especializada. Mamíferos
marinos, peces y una variedad de fauna del litoral fueron
incorporados en la dieta diaguita. Existen pruebas de que estos
prehistóricos pescadores artesanales utilizaron para sus faenas
de pesca balsas hechas de cueros de lobo marino inlados.
Se trataba de embarcaciones resistentes y bien adaptadas
el oleaje y corrientes marinas. Con ellas se internaban mar
adentro, donde arponeaban atunes y ballenas.
La cerámica fabricada por los alfareros diaguitas constituye
un verdadero tesoro artístico. Jarros, platos y urnas muestran
delicadas decoraciones en negro, rojo y blanco, muchas de las
cuales están decoradas con iguras de personajes ricamente
ataviados, además de aves, felinos y camélidos. Casi la totalidad
de estos objetos también formaba parte del ajuar funerario
de los numerosos cementerios encontrados en la región.
Las sepulturas más comunes del período eran construidas
mediante cinco grandes lajas, las cuales formaban una verdadera
caja rectangular, con su correspondiente tapa. En el interior se
depositaba al difunto junto con sus ropas, vajilla de cerámica,
instrumentos musicales y otros utensilios. Entre estos últimos
destacan aros, hachas, pinzas y cinceles de cobre, así como
espátulas y cucharas de hueso inamente talladas con iguras
de hombres y animales.
La emergencia de este grupo cultural introdujo cambios
en el arte rupestre. Diseños simétricos, escalonados y rostros
similares a los de las vasijas diaguitas se han observado en
grabados de El Encanto y otros sitios de Illapel y Chalinga,
conigurando un nuevo paisaje visual en la región.
Cazadores marinos en sus balsas de cueros de lobos marinos. Escultura
lítica, sitio Altovalsol, valle de Elqui (fotografía: Archivo MChAP, cortesía
Hamburgisches Museum für Völkerkunde).
55
Plato zoomorfo Diaguita, estilo Clásico. Colección MChAP/DSCY 2069
(fotografía: N. Aguayo. Archivo MChAP).
Aros de plata Diaguita. Colección MChAP/DSCY 2485 y 2486 (fotografía:
N. Aguayo. Archivo MChAP).
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
ÉPOCA DE CONQUISTAS
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A ines del siglo xv, la apacible vida campesina de la sociedad
Diaguita fue violentamente interrumpida. Desde entonces,
vivieron bajo el dominio del Imperio Inka.
Las fuentes históricas señalan que las tropas de Tupac Inca
Yupanqui penetraron en la región conquistando cada uno de los
valles en diferentes campañas. Penetraron por Copiapó, pero
sus habitantes los resistieron violentamente. Luego los inkas
establecieron una alianza con las poblaciones Diaguita del Elqui
y del Limarí, con el in de conquistar los valles de Copiapó y
Huasco. Hacia el año 1490, el Inka controlaba toda la región. Esto
es evidente, si consideramos que al interior del valle de Copiapó
los inkas levantaron un ushnu, que es una plataforma ceremonial
en la que se sentaba el Inka u otro alto dignatario estatal para
ejercer justicia, y que, de acuerdo a los documentos coloniales,
habría servido también como un hito fronterizo del Imperio.
Los intereses del conquistador quechua por el Norte
Chico fueron múltiples. La fuerza de trabajo local, sus
productos agrícolas, sus lanas y tejidos pasaron a engrosar las
arcas imperiales. Uno de sus principales objetivos, sin embargo,
fue asegurar el acceso a los recursos minerales. Bajo la
administración de los inkas se explotaron intensamente minas
de oro, plata, cobre y piedras semipreciosas. Un ejemplo de
ello es el mineral de El Salvador, cuyas faenas extractivas se
intensiican durante este período.
Las actividades mineras estuvieron relacionadas con la
elaboración de metales, tal como lo demuestra el centro
Ushnu, plataforma ceremonial inkaica en Viña del Cerro, valle de Copiapó.
Crisol para fundir metales (fotografía: F. Maldonado).
metalúrgico de Viña del Cerro, al interior del valle de
Copiapó. Allí, el mineral era sometido a altas temperaturas,
mediante el uso de hornos abier tos, conocidos como
huairas. El metal fundido era luego ver tido en crisoles y
inalmente vaciado en moldes.
II. La tierra donde el desierto florece / F. Gallardo & G. Cabello
Aríbalo estilo Diaguita-Inka. Colección MChAP/DSCY 1100 (fotografía:
Archivo MChAP).
En un corto período de tiempo las poblaciones del Norte
Chico pasaron a formar parte del orden inkaico. Con ello, no
solo incorporaron nuevas prácticas culturales, sino también
fueron absorbidos por la política colonial del Imperio. Existen
evidencias del desplazamiento de poblaciones diaguitas hasta
el corazón mismo de Chile Central. En el cerro La Cruz, en
la ribera norte del curso medio del río Aconcagua, se ha
localizado un sitio habitacional relacionado con actividades
metalúrgicas, que presenta alfarería típica del período DiaguitaInka. Algo semejante ocurrió en los valles de Copiapó y
Huasco, donde los Diaguita se habrían instalado para ejercer
control sobre la metalurgia local. Esta agencia para el estado
cusqueño se tradujo en prestigio para los Diaguita, pues sus
vasijas exquisitamente decoradas han sido halladas a una
enorme distancia junto al Camino del Inka en el despoblado
de Atacama y el río Loa.
Las ofrendas hechas en el ritual funerario también presentan
modiicaciones respecto al período anterior. En esta época es
usual encontrar piezas de cerámica que combinan patrones
clásicos diaguitas con formas y diseños inkas. Con todo, aunque
los artesanos locales produjeron nuevas formas alfareras, no
perdieron su identidad cultural. Algo similar ocurre con la alfarería
Ánimas del río Copiapó, cuyas modiicaciones decorativas darían
paso a cuencos rojos con decoraciones en negro de camélidos,
rostros triangulares, volutas entrecruzadas y dameros.
Aparte de la fuerza política y militar del conquistador
quechua, su religiosidad también ejerció inluencia sobre la
gente local. En las altas cumbres de los volcanes Copiapó y
Jotabeche (III Región) y los cerros Doña Ana y Las Tórtolas
(IV Región), se han encontrado restos de santuarios inkaicos
donde se adoraba y rendía tributo a Inti, el Sol. En el transcurso
del ritual eran depositadas igurillas de plata y concha, ricamente
vestidas y de evidente factura inka.
Alfarería tardía de Copiapó, estilos Copiapó negro sobre rojo y Copiapó
negro sobre rojo y ante. Colección MChAP/DSCY 2881 y 3300 (fotografía:
N. Aguayo, Archivo MChAP).
Cuando los españoles llegaron al Norte Chico, la población
indígena de la región se distribuía culturalmente de acuerdo a los
valles en que habitaba. Las crónicas mencionan cuatro diferentes
lenguas, una para cada valle: Copiapó, Huasco, Elqui y Limarí.
Al igual que en todo el Imperio Inka, las tierras de
cultivo estaban bajo el control estatal. El trabajo agrícola se
desempeñaba colectivamente y la producción era repartida
entre las unidades familiares, el jefe o principal, el culto, el Inka,
las viudas y huérfanos. Políticamente, cada valle estaba dividido
en dos sectores: el alto y el bajo o costero. Cada uno tenía su
jefe principal, quien gozaba de privilegios económicos y podía
consumar casamientos múltiples hasta con doce mujeres.
En esta época, el Norte Chico aparecía ante el observador
como un universo social emergente y pleno de actividad. Sin
embargo, los pueblos nativos decayeron rápidamente bajo
la encomienda española, para desaparecer en poco tiempo.
De su magníica historia precolombina, solo quedaron los
restos, un patrimonio arqueológico y cultural al que debemos
respeto y admiración.
Agradecimientos:
Compromete nuestra gratitud el arqueólogo Gastón Castillo,
investigador del Museo Arqueológico de La Serena, quien
generosamente puso a disposición manuscritos inéditos. Tales
conceptos los hacemos extensivos a la arqueóloga Catherine
Westfall, quien nos instruyó acerca de los avances relativos a
la cultura Huentelauquén. Asimismo, agradecemos a Francisco
Garrido por su fotografía.
57
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
BALSAS DE CUERO DE LOBOS
MARINOS
58
de Vivar, el cronista que acompañaba a Pedro de Valdivia en
su incursión hacia Chile a mediados del siglo xvi, escribió:
Entre los muchos acontecimientos de la prehistoria del
Norte Chico o Norte Verde, hay uno que sorprende
por su magnitud territorial. Desde muy temprano, quizás
desde el período de la cultura Huentelauquén (10.000
a. C.) hasta la época de la cultura Diaguita (1000 d. C.), los
restos arqueológicos de estos pueblos se han encontrado
distribuidos sobre un extenso segmento del litoral. Tal
distribución es prueba indirecta de un intenso tráico
marítimo, que sin duda debió ser efectuado mediante
algún tipo de embarcación.
Por fortuna, la navegación prehistórica es un tema del
que poseemos abundante información. En El Médano, una
quebrada de la cordillera de la costa, a unos 75 kilómetros
al norte de Taltal, los indígenas pintaron sobre las rocas un
sinnúmero de escenas en color rojo, que representan el
arponeo y posterior arrastre de animales marinos desde
balsas tripuladas por uno o más pescadores. Entre las especies
reconocibles se observan cachalotes, ballenas, lobos marinos,
peces-espada, peces-martillo y tortugas de gran tamaño.
Una escultura de piedra que representa este tipo de
embarcación fue encontrada en Altovalsol, en la Región
de Coquimbo. Se trata de un navío de dos lotadores,
en el que se observa a dos navegantes. Los especialistas
piensan que esta obra escultórica correspondería al
período Diaguita-Inka, y que se trataría de una balsa
hecha con cueros de lobo marino cosidos e inlados. Los
conquistadores españoles, observaron el uso de este tipo
de embarcación desde Arica hasta Coquimbo. Gerónimo
Balsas de cuero de lobo marino a mediados del siglo
C. Gay, 1854, colección Biblioteca Nacional de Chile).
xix
(grabado:
que en los días en que no hace aire andan los lobos marinos
descuidados durmiendo, y llegan seguros los indios con sus
balsas, y tíranle un arpón de cobre. Y por la herida se desangra
y muere. Tráenlo a tierra y lo desollan. Son muy grandes... y no
usan otra pesquería, sino matar lobos y comer carne y de los
cueros hacen balsas para sí y para vender.
Los restos de estas ingeniosas balsas de cuero de lobo
marino o de sus remos de pala doble son escasos en el
Norte Chico, donde la humedad reinante los deteriora
irremediablemente. Sin embargo, se han registrado tubos
de hueso que podrían servir para inlar las balsas (copunas).
Más al norte, en la árida Región de Tarapacá, varios
hallazgos indican que estas embarcaciones estaban en uso
hacia el 1000 a 1200 d. C. Pese a esto, la hipótesis de
mayor consenso entre los especialistas es aquella que sitúa
el origen de estas balsas en pleno Norte Chico, donde los
documentos históricos las registran ampliamente durante
los siglos xviii y xix.
En los años cincuenta del siglo pasado, todavía
había pescadores que conocían de estas balsas, su
uso y construcción. Durante una excursión, al litoral
de Atacama, el arqueólogo Hans Niemeyer conoció a
Roberto Álvarez, un pescador que hasta el año 1947
había utilizado estas embarcaciones en sus faenas
pesqueras. Se trataba de un verdadero hallazgo, por lo
cual Niemeyer encargó de inmediato la construcción de
una de estas balsas. Sería la última balsa de cuero de
lobos en surcar el litoral chileno.
II. La tierra donde el desierto florece / F. Gallardo & G. Cabello
ARTE DIAGUITA
La cultura Diaguita, que habitó el Norte Chico entre los siglos
x y xvi, es bien conocida por su cerámica de variadas formas y
diversos colores. La decoración de estas piezas sorprende por
su abigarramiento. Se trata de diseños en rojo, blanco y negro
pintados en las paredes de vasijas, con los cuales alcanzaron
una regularidad tecnológica sorprendente y una complejidad
conceptual de la cual hoy solo podemos vislumbrar algunos
de sus aspectos formales.
La iconografía Diaguita, especialmente durante el período
previo a los inkas (1475 d. C.), se caracteriza por dibujos
geométricos que reproducen escasos patrones, aplicados
principalmente en las paredes exteriores de las vasijas,
generalmente en forma de bandas rectangulares. Dentro de
este espacio, se reproducen únicamente motivos que, al no
contar con ninguna referencia, llamaremos geométricos. Se
trata, principalmente, de líneas, líneas con puntos, triángulos,
escalonados, ganchos y espirales. Hay casos en que estas
bandas dominan en los diseños pintados en platos y escudillas,
pero también hay otros donde es posible identiicar diseños
de tipo zoomorfo o antropomorfo, cuyos elementos sugieren
la construcción de un cuerpo desplegado por cortes y
desplazamientos de sus partes.
Las bandas que sirven de soporte a los diseños presentan
una ejemplar regularidad. Todas ellas están delimitadas
por una línea negra y rellenas de color blanco. En algunos
casos forman un rectángulo que cubre toda la pared de
la pieza, mientras que en otros, en especial cuando están
acompañados de rostros zoomorfos o antropomorfos, se
distribuyen en cuatro campos. El interior de estos contiene
diseños en color negro, aunque con algunos detalles
menores en rojo. Estos forman coniguraciones cuyos
patrones están presentes desde los orígenes de la cultura
Diaguita, como el zigzag y las ondas, mientras que otros
—las cadenas y algunos doble zigzag— solo aparecen
durante el período más clásico de esta cultura. Es durante
el período Diaguita-Inka cuando aparecen el reticulado y
otros tipos de doble zigzag, además del predominio del
fondo blanco sobre el cual se decora la pieza.
Más allá de una primera apreciación de estos diseños,
que puede inducir la sensación de uniformidad, es posible
descubrir una enorme diversidad de manifestaciones. Cada
coniguración está organizada por varios motivos, pintados de
determinado color, repetidos y relacionados espacialmente
de manera muy precisa. Sin duda, las posibilidades de
combinación son innumerables, pues basta con alterar
levemente la forma de un solo motivo, su color o su
cantidad, para obtener una combinación sutilmente diferente.
Prácticamente, no existen piezas con diseños iguales, aunque
unas pocas fueron intencionalmente manufacturadas en
parejas. En apariencia, el valor de las cerámicas de la cultura
Diaguita residía en su carácter de pieza única, como si su
destino y uso fuera el patrimonio de una acción individual.
Transición
59
Clásico
Diaguita-Inka
Formas y decoraciones de platos diaguitas en el tiempo, estilos:
Transición, Clásico y Diaguita-Inka. Colección MChAP 0074, 0077 y
0083 (fotografías: C. Mercado. Archivo MChAP).
60
61
62
III. La tierra de las cuatro estaciones / L. Cornejo
LOS CAZADORES-RECOLECTORES
A
ines del siglo xix, durante la construcción de un canal para desaguar una
antigua laguna cerca de San Vicente
de Tagua Tagua, se encontraron
accidentalmente y a mucha profundidad
fragmentos de huesos fosilizados que,
por su tamaño, debían corresponder
a partes del esqueleto de varios
mastodontes, variante sudamericana de los mamuts, ambos
parientes cercanos de los actuales elefantes de África y Asia.
Estos animales habitaron estos parajes hace muchos milenios
y, junto con muchas otras grandes especies herbívoras,
denominadas megafauna, como el caballo americano, el
milodón y la paleolama, se extinguieron debido a cambios
climáticos ocurridos en todo el mundo hacia 9000 años a. C.,
con motivo del in de la última glaciación.
Sobre la base de este antecedente, a principio de los años
sesenta y durante los años ochenta del siglo pasado, dos grupos
de arqueólogos realizaron en ese mismo lugar excavaciones con
la intención de probar una interesante hipótesis: la coexistencia
entre estos animales extinguidos y los primeros seres humanos
que habitaron el territorio. El resultado de las investigaciones
Puntas de dardos confeccionadas en cuarzo cristalino, parte de un astil
de dardo de maril con diseños geométricos y restos óseos de mastodonte
del sitio Tagua Tagua (Colección Museo Nacional de Historia Natural,
fotografía: F. Maldonado).
63
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
fue muy exitoso, ya que se logró demostrar dicha coexistencia,
especialmente a través del hallazgo de algunas herramientas de
piedra entre los huesos de dichos animales.
Estos antiguos grupos humanos, que los arqueólogos han
ubicado en un período cultural llamado Paleoindio, llegaron
a este territorio entre 11.500 y 10.000 a. C., después de un
largo proceso de migración. Esta había comenzado unos ocho
mil años antes, cuando sus ancestros cruzaron el estrecho
de Bering, en ese entonces un puente de tierra que unía los
actuales territorios de Siberia y Alaska. Hoy es poco lo que
sabemos sobre ellos, ya que en general se han encontrado muy
escasos lugares que conserven sus evidencias. De hecho, en la
Zona Central el hallazgo realizado en la laguna de Tagua Tagua
representa el único donde la presencia de grupos paleoindios
ha sido veriicada cientíicamente.
Estas poblaciones debieron estar compuestas por
pequeños grupos familiares que se desplazaban libremente
por el territorio, obteniendo su sustento de una amplia gama
de recursos animales y vegetales. No obstante, la caza de
grandes animales hoy extinguidos es la actividad de subsistencia
más conocida por los arqueólogos, ya que muchos de los
sitios descubiertos en el continente corresponden a lugares
de matanza y faenado de animales.
Tagua Tagua es justamente uno de estos lugares. Las
evidencias que ahí quedaron hablan de una playa de la
antigua laguna, donde los cazadores acecharon y mataron
mastodontes, caballos americanos y ciervos que acudían
ahí a beber, entrampándolos en el borde pantanoso. Para
este propósito los cazadores utilizaron grandes bloques de
piedra que arrojaron a los animales y lanzas armadas con
ilosas puntas de cuarzo cristalino inamente talladas. Una
vez muer tos los animales, los faenaron en el mismo lugar,
extrayéndoseles la carne, la grasa y algunos huesos, para
lo cual utilizaron cuchillos y raederas talladas en piedra,
así como piedras con ilos naturales cor tantes. Finalmente,
los cazadores se llevaron las presas menos voluminosas a
otro sitio, desconocido hasta ahora, pero que debió ser el
campamento donde habitaba el resto de la familia.
Ciertas herramientas utilizadas por estos hombres
quedaron en el lugar, mezcladas con los huesos de los
animales. Algunos de estos huesos presentan, además,
claras huellas dejadas por los instrumentos utilizados para
64
Alero El Manzano 1 que presenta ocupaciones por más de once mil años en
el Cajón del Maipo (fotografía: L. Cornejo).
III. La tierra de las cuatro estaciones / L. Cornejo
Puntas de dardos utilizados por cazadores del período Arcaico, previas
al año 7000 a. C. (derecha) y posteriores (izquierda). (Colección MChAP,
fotografías: F. Maldonado).
cortar la carne y separar las distintas presas del animal. Son
estas las evidencias que permiten a los arqueólogos airmar
que en este lugar se habría veriicado una muy antigua
ocupación humana, la cual ha sido fechada por el método
del radiocarbono entre 11.500 y 8000 a. C.
Aunque no sabemos mucho sobre otras actividades
de subsistencia que realizaban estos grupos, tales como
la recolección de especies vegetales o la caza de animales
pequeños, es evidente que el modo de vida de estos cazadores
estaba muy estrechamente relacionado con los grandes
animales que constituían sus presas de caza. Por esta razón, la
extinción de esta megafauna, producto de los grandes cambios
ambientales que ocurren a ines de la última glaciación, provoca
también profundas transformaciones en la cultura y vida de
estos primeros conquistadores de la Zona Central. Quizás,
paradojalmente, hacia el décimo milenio antes del presente,
estos cazadores estaban contribuyendo a la extinción de los
últimos mastodontes, caballos y otros animales, cazándolos en
lugares como la antigua laguna de Tagua Tagua. Los grandes
cambios climáticos que estaban en curso, hacían de esta una
suerte de refugio para estos grandes herbívoros, ya que otras
partes se habían tornado inhabitables para ellos.
La extinción de la megafauna obligó a reorientar las
actividades de los cazadores, estimulando profundos
cambios sociales y culturales, todos los cuales han hecho a
los arqueólogos deinir un nuevo período cultural, llamado
Arcaico, que tendría su inicio alrededor del año 10.000 a..C.
y que sería contemporáneo con los últimos paleoindios
que todavía cazaban megafauna en lugares relictos como la
mencionada laguna. A partir de esos momentos, comenzarán
a ser más importantes para la alimentación y la obtención
de materias primas otros animales que sobrevivieron al
impacto de los cambios ecológicos o que, incluso, se vieron
favorecidos por ellos. Estos animales, la mayor parte de
los cuales ha subsistido hasta el presente, eran en general
de menor tamaño y mayor movilidad que la megafauna.
Entre los más apetecidos estaban el guanaco y el huemul,
pero también zorros, pájaros y roedores. Huellas de estos
cazadores arcaicos se pueden encontrar en refugios
localizados entre rocas y cuevas en la cordillera andina, en
lugares como Piuquenes en el río Aconcagua o El Manzano
en el río Maipo, con fechas iniciales que oscilan entre 10.300
y 8600 años a. C.
Este nuevo modo de vida de pequeños grupos nómadas
que obtienen su sustento directamente de la naturaleza, durará
poco más de diez mil años en este territorio. Durante ese
lapso, no obstante, la cultura sufre una serie de importantes
cambios, relacionados tanto con su subsistencia como con su
tecnología y organización social. Algunos de estos cambios
se pueden apreciar en sitios como los arriba señalados, los
que fueron reiteradamente utilizados como campamentos
habitacionales durante muchos milenios. Una situación similar
ocurre en lugares como Cuchipuy, ubicado en el borde de la
laguna de Tagua Tagua, donde se sepultaron difuntos a lo largo
de casi toda la secuencia prehistórica.
El trabajo de la piedra, tecnología fundamental para la
confección de herramientas en un mundo donde aún no
se conocían los metales, es uno de los aspectos que sufre
transformaciones más drásticas a través del tiempo. Las grandes
puntas talladas, que constituían la parte punzante de los dardos
de los primeros tiempos, cambian a partir del séptimo milenio
antes del presente. Sus formas se modiican y se reducen
en tamaño, probablemente, como producto de cambios en
la manera de usar esos proyectiles. También se introducen
innovaciones en el diseño de otras herramientas de piedra,
tales como cuchillos, raspadores y cepillos, para desempeñar
funciones más especializadas.
La economía parece ser uno de los motores de estos
cambios, ya que en ella se comienza a gestar una de las
innovaciones más signiicativas en estas sociedades. La creciente
importancia que van adquiriendo los vegetales silvestres como
recursos para la alimentación, se ve relejada en el signiicativo
aumento de los implementos de molienda. En el cementerio de
Cuchipuy, por ejemplo, muchos difuntos son enterrados juntos
con morteros o manos de moler confeccionados en piedra. La
modiicación de la economía de estas poblaciones es probable
que conllevara la disminución en la movilidad característica de
la vida nómada. Esto es particularmente notorio en el uso, por
muchos milenios, de Cuchipuy como lugar de entierro de un
número relativamente alto de personas.
65
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
En la costa se vive un proceso similar al de los valles del
interior. Su antecedente más antiguo, hace unos 9200 años,
se encuentra en Punta Curaumilla, unos treinta kilometros
al sur de Valparaíso En este caso fue el mar el que ofreció
los recursos para la subsistencia de estos grupos arcaicos, los
cuales incluyeron en su dieta moluscos, peces, crustáceos y
mamíferos marinos. Cazadores y recolectores como estos
produjeron algunos de los basureros de conchas o conchales,
tan comunes a lo largo de todas las playas y roqueríos del litoral
central. Varios de los más extensos y comunes de estos sitios
corresponden a grupos que los arqueólogos han denominado
complejo Papudo.
LOS PRIMEROS CERAMISTAS Y HORTICULTORES
66
En las postrimerías del último milenio antes de Cristo, se
maniiestan en la Zona Central las primeras evidencias
de uno de los cambios más notables ocurridos en muchas
partes del mundo: el cultivo de plantas domesticadas y,
por lo tanto, el tránsito hacia una subsistencia basada en la
producción de alimentos y en el sedentarismo. Este proceso,
que introducirá profundas modiicaciones en casi todos los
aspectos de la cultura de algunas poblaciones, se desarrolla de
manera muy lenta, pasando básicamente por tres estados: la
experimentación, el cultivo en pequeña escala u horticultura y
el cultivo en gran escala o agricultura. Paralelo a la revolución
de los cultivos, e inclusive con fechas levemente anteriores a
ella, en la Zona Central, como en muchas otras partes del
planeta, surgen artesanías producto del dominio de complejas
tecnologías. Una de estas artesanías y que mejor deine las
diferencias entre distintas culturas prehistóricas, es la alfarería.
En la Zona Central no hay por ahora claridad acerca del
origen de estas tecnologías. Hasta el momento no se han
encontrado restos que permitan ver la fase de experimentación
en la domesticación de plantas, la que sí se ha documentado
en territorios de más al norte. Igual cosa ocurre con la alfarería,
ya que las cerámicas más antiguas, con fechas de alrededor del
860 a. C., localizadas en Punta Curaumilla, parecen estar ya
desarrolladas, esto es, sin evidencias de un previo proceso de
invención y experimentación en la región.
A partir del 300 a. C., en la Zona Central se puede
identiicar con claridad la presencia de grupos humanos
horticultores y alfareros, los que han sido asignados por los
arqueólogos al período Alfarero Temprano. No obstante, los
cazadores y recolectores de tradición Arcaica nunca fueron
desplazados del todo por la nueva cultura, ya que ese modo de
vida se mantuvo vigente hasta tiempos históricos en territorios
marginales, especialmente en regiones cordilleranas.
En varios aspectos, esta nueva forma de vida no difería
mucho en sus inicios de los antiguos cazadores-recolectores,
ya que buena parte de su sustento venía de la caza y la
recolección. A la vez, conservaban todavía algo del estilo
nómada de sus antecesores. Los cultivos fueron tomando
importancia a medida que pasaba el tiempo. Probablemente,
el proceso comenzó con la producción de calabazas,
que serían utilizadas principalmente como recipientes.
Paisajes costeros con disponibilidad de agua dulce y acceso a la playa fueron recurrentemente
utilizados por cazadores recolectores del complejo Papudo (fotografía: L. Cornejo).
III. La tierra de las cuatro estaciones / L. Cornejo
67
Conjunto de vasijas del período Alfarero Temprano provenientes de los ajuares
funerarios del cementerio El Mercurio, Vitacura, Santiago. Colección Depto.
Antropología, FACSO, Universidad de Chile (fotografías: F. Maldonado).
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
Con posterioridad, se incorporaron plantas netamente
alimenticias como la quinua, el poroto y el maíz. De manera
sugerente, los cultivos estuvieron presentes en este territorio
mucho antes de la transformación del modo de vida, ya que en
asentamientos de grupos arcaicos de la alta cordillera andina
se ha encontrado que la quinua cultivada ya era adquirida
desde tierras trasandinas unos 1500 años a. C.
En general, las poblaciones de este período exhiben
una serie de características comunes, las que han sido
especialmente documentadas en el territorio que se extiende
entre los ríos Aconcagua y Cachapoal. Sin embargo, no fueron
homogéneas desde el punto de vista cultural, coexistiendo y
desarrollándose a través del tiempo distintos grupos con una
ininidad de diferencias en detalles importantes de su cultura.
Esta situación es propia del nivel de desarrollo en que se
encontraban estos pueblos, el que se caracteriza por la falta de
cualquier forma de poder o autoridad central y en el cual las
familias independientes constituyen el principal núcleo social.
Los estudios arqueológicos han permitido delimitar con alguna
precisión algunos de estos grupos.
Entre los años 200 a. C. y 100 d. C., los arqueólogos han
encontrado los restos dejados por pequeñas comunidades
alfareras, llamadas Comunidades Alfareras Iniciales. Es posible
que sean descendientes directas de los cazadores del Arcaico,
pero ya contaban con cerámicas muy sencillas y cultivaban
especialmente quinua. Sin embargo, en ciertos aspectos, como
la tecnología de fabricación de herramientas de piedra o la
importancia de la caza, mantenían muchas de las características
de sus antecesores. Es el caso de sitios como el excavado
en los terrenos de la ENAP en Concón, o en el sitio Radio
Estación Naval de la Quinta Normal, en Santiago.
Entre 250 a. C. y 1000 d. C., se distingue otro grupo que los
arqueólogos han llamado Bato. Sus restos se han encontrado
especialmente en lugares como San Antonio, Paine y Colina.
Se trata de pequeñas unidades familiares, cuyo modo de
vida, si no fuera por la presencia de la tecnología alfarera
y de muy escasos cultivos, tampoco se diferenciaba mucho
de las antiguas poblaciones del período Arcaico. Este grupo
acostumbraba enterrar a sus muertos en forma aislada, bajo
el piso de sus habitaciones. Su único ajuar mortuorio eran
68
Tumba con un mortero de piedra como ajuar de la fase Comunidades Alfareras
Iniciales en el sitio Liceo Lenka Franulic, Ñuñoa (fotografía: L. Cornejo).
III. La tierra de las cuatro estaciones / L. Cornejo
Tumba Llolleo del cementerio El Mercurio, Vitacura, Santiago (fotografía:
F. Falabella).
los tembetás, un adorno que en vida usaban insertado entre
el labio inferior y el mentón, y collares hechos con cuentas
de piedra.
En ese escenario de mucha diversidad existió también
Llolleo, sin duda una de las sociedades mejor conocidas
de este período, levemente más tardía que las anteriores,
con fechas que se extienden entre los años 150 y 1200
d. C. Este grupo se caracteriza por detentar una mayor
densidad poblacional y por sitios habitacionales de mayores
dimensiones. Sus restos se han encontrado en lugares como
Algarrobo, Las Condes y Melipilla.
Económicamente, estos grupos seguían siendo dependientes
de la caza para la obtención de carne, aunque la presencia
de cultivos, tales como la quinua y el maíz, eran sustanciales
en su dieta. Al igual que los Bato, la gente Llolleo enterraba
a sus muertos bajo el piso de sus viviendas, formando a
veces pequeños cementerios, pero acompañados de un ajuar
funerario mucho más variado y rico que en los casos anteriores,
incluyendo recipientes de cerámica, adornos corporales, piedras
horadadas e instrumentos de molienda. Los párvulos, por su
parte, eran sepultados dentro de urnas de cerámica.
Todas estas características sugieren que Llolleo fue una
sociedad un poco más compleja que las otras de este período.
El uso de deformaciones intencionales de la cabeza, una
práctica muy común en la América precolombina y sin efectos
69
nocivos desde el punto de vista biológico, puede ser indicio del
surgimiento de diferencias sociales más allá de las familiares. De
hecho, es muy probable que sea en el seno de esta sociedad
donde comienza la gran revolución que se desarrolla a inales
del primer milenio de nuestra Era.
LOS AGRICULTORES
Hacia el año 900 d. C., es posible veriicar la presencia de un
nuevo grupo. Los arqueólogos lo denominan Aconcagua y lo
asignan al período Alfarero Intermedio Tardío. Esta gente se
extendió rápidamente entre los ríos Aconcagua y Cachapoal, con
una población más numerosa, aunque grupos Llolleo siguieron
presentes en la zona al menos hasta el año 1200 d. C. Del mismo
modo, algunos territorios montañosos siguieron poblados por
cazadores recolectores, con los cuales los Aconcagua tuvieron
intercambios.
El origen de la población Aconcagua no es todavía
suicientemente claro, aunque una hipótesis propone que
esta cultura tuvo su origen en los horticultores Llolleo que
la precedieron, no como producto de un lento proceso de
evolución, sino como un cambio revolucionario que se opuso
a la antigua forma de vida y que desarrolló otra que, en varios
aspectos, es antagónica a la de sus antecesores. Este cambio
súbito puede haber comenzado con la llegada de nuevas
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
70
Vasijas Aconcagua con la clásica decoración negro sobre salmón, incluyendo el
diseño trinacrio (arriba). Colección MChAP 3102 y 1816 (fotografías: F. Maldonado).
III. La tierra de las cuatro estaciones / L. Cornejo
ideas y tecnologías, probablemente provenientes del norte,
las cuales habrían sido tomadas y adaptadas rápidamente por
una parte importante de la población. Esta puede ser la razón
por lo cual muchos de los elementos culturales de Aconcagua
exhiben una impronta que es reminiscente de tradiciones
culturales como Ánimas en el Norte Chico o Condorhuasi en
el Noroeste Argentino.
La cultura Aconcagua tuvo su principal centro en el río
Maipo, donde establecieron pequeños conjuntos habitacionales.
Las viviendas eran construidas con barro, paja y coligüe; es el
caso de las encontradas en la rinconada de Huechún o en la
conluencia del estero El Manzano con el río Maipo. En esos
caseríos convivían probablemente varias familias unidas por
lazos de parentesco, dedicadas a producir una diversidad de
cultivos —tales como la quinua, el poroto y, especialmente,
el maíz—, criar guanacos amansados y, por supuesto, cazar y
recolectar. Asentamientos ubicados en ciertos lugares tuvieron
una especialización en la producción de determinados recursos:
en la costa, estaban dedicados especialmente a la recolección
de mariscos, mientras que en algunos lugares de la cordillera
explotaban minas de cobre.
Entre los sitios más importantes de la gente de Aconcagua
están sus cementerios de túmulos. Estos constituían verdaderas necrópolis, que cumplían un importante rol social y
religioso dentro de la comunidad. Se caracterizan por grandes
concentraciones de tumbas construidas como montículos
de tierra, con alturas que varían entre treinta centímetros
y un par de metros. Bajo ellos los muertos, enterrados
individual o colectivamente, eran acompañados de un ajuar
compuesto de vasijas de cerámica, aros de cobre, collares
y otras clases de objetos. Algunos de los más importantes
se encuentran cerca de San Felipe y en Lampa. En algunas
partes acostumbraban sepultar a los difuntos también bajo
tierra, pero sin túmulos.
Aparentemente, esta sociedad tuvo niveles de organización
social que trascendían los lazos puramente familiares. Los
individuos reconocían la existencia de una instancia social
superior, a la cual pertenecían sin importar sus distintos
orígenes familiares. Este auto reconocimiento como miembros
de una misma sociedad o etnia era expresado tanto por la
mantención de una serie de obligaciones y derechos entre los
individuos, como por la existencia de una serie de símbolos
que representaban a la sociedad. Destaca entre ellos un diseño,
llamado por los arqueólogos “trinacrio”, que habitualmente
pintaban en los platos de cerámica utilizados en la vida diaria y
en el ajuar mortuorio.
La decoración de la alfarería y la presencia de cementerios de
túmulos permiten señalar que dentro de esta gran agrupación
cultural existían diferencias, tal como la que se advierte entre
las poblaciones de la cuenca del río Maipo y aquellas asentadas
en la cuenca baja del río Aconcagua. Más aun, en la cuenca alta
del río Aconcagua, si bien se reconocen algunos elementos
culturales Aconcagua, pareció desarrollarse una población
distinta, con más conexión con los Diaguita del Norte Chico.
71
Túmulos funerarios Aconcagua de la localidad de Santa Rosa, Los Andes
(fotografía: L. Sanhueza).
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
En general, sin embargo, es casi imposible encontrar elementos
de la cultura Aconcagua fuera de su territorio nuclear, salvo
unos pocos fragmentos de alfarería recolectados en sitios
precordilleranos de la Provincia de Cuyo, en Argentina.
LA LLEGADA DE LOS CONQUISTADORES
La autonomía política de la Zona Central tendría a mediados
del siglo xv un cambio rotundo, a partir de la incorporación
de este territorio y su gente al Imperio Inka o Tawantinsuyu,
inaugurándose lo que los arqueólogos de la Zona Central
denominan período Alfarero Tardío. Como en muchas otras
partes de los Andes, este proceso ocurrió de manera bastante
rápida y violenta, signiicando para las poblaciones Aconcagua
la pérdida de su independencia política, así como una serie de
cambios en su modo de vida.
De acuerdo a las crónicas escritas por los españoles,
la conquista de estos valles —incluidos en la parte sur
del Imperio, denominado Collasuyu— se habría veriicado
aproximadamente entre 1470 y 1493 d. C., durante el
mandato en el Cusco de Topa Inka Yupanqui. De acuerdo
a algunas fuentes, los inkas llegaron hasta las riberas del
río Maule, lugar donde su ejército habría sido frenado por
las poblaciones que habitaban más al sur. Sin embargo, las
evidencias arqueológicas de este proceso expansivo no son
del todo coincidentes con los relatos de los cronistas. Existe
una serie de indicios que señalarían que los inkas arribaron
a la Zona Central unos cincuenta a ochenta años antes de
lo que indican las fuentes escritas. Por otra parte, los lugares
efectivamente ocupados por representantes del Tawantinsuyu
solo se extienden por el sur hasta el Cerro Grande de La
Compañía, ubicado algunos kilómetros al norte de la ciudad
de Rancagua.
Se desconoce todavía cuáles fueron las razones que tuvo el
Tawantinsuyu para expandir sus fronteras hasta estas regiones,
localizadas a casi tres mil kilómetros de su capital. Entre las
hipótesis que se han manejado se incluyen la necesidad
constante de incrementar los recursos económicos para
un imperio que tenía como principal política económica
la distribución de los recursos; los intereses de cada nuevo
gobernante inka, quien estaba obligado a forjar su propia
riqueza, y la atracción que ejercían los recursos mineros de
estos territorios.
Sean cuales fueren las razones que trajeron hasta aquí al
Tawantisuyu, el tipo de lugares donde asentaron indica que
su presencia en la Zona Central estaba vinculada a intereses
muy delimitados. A la vez, si bien se pueden encontrar ciertas
evidencias que hablan de la estadía en estos territorios de
personas venidas directamente del núcleo central del Imperio,
aparentemente la mayor parte del trabajo de conquista, así
como la posterior ocupación y administración, estuvo en
manos de miembros de poblaciones que habían sido en su
72
Fragmento del camino del Inka aún visible en la cordillera del río Maipo, por
el mismo que después Charles Darwin viajó de Santiago a Mendoza (Río Yeso)
(fotografía: L. Cornejo).
III. La tierra de las cuatro estaciones / L. Cornejo
Vista aérea de las construcciones de la huaca inka de la cumbre del cerro
Chena, San Bernardo (fotografía: L. Cornejo).
momento también conquistadas por los inkas, especialmente
los Diaguita de los valles del norte semiárido.
Una de las principales huellas de esta ocupación fue la
construcción de obras viales y arquitectónicas que hasta
ese momento eran completamente desconocidas en estas
tierras. Especial mención merece el Camino del Inka, red vial
que saliendo desde el Cusco recorría todas las tierras bajo el
mando del Inka reinante. Esta red permitía administrar en forma
eiciente uno de los imperios más extensos del mundo, ya que
por él viajaban rápidamente las noticias, se desplazaban los
ejércitos y servía para el movimiento expedito de los recursos
económicos. Este camino contaba con una serie de tambos o
posadas, cuya función era prestar asistencia a los mensajeros y
caravanas que circulaban entre los diversos puntos del Imperio.
Las crónicas españolas hablan de que el Camino del Inka
llegaba, al menos, hasta el Cerro Grande de La Compañía,
muy probablemente el último bastión de la dominación inka
en la Zona Central. Esta habría sido articulada desde un centro
administrativo localizado en los márgenes del río Mapocho
y cuyas evidencias han sido descubiertas bajo el ediicio
de Museo Chileno de Arte Precolombino y la Catedral de
Santiago, lo que ratiicaría que Pedro de Valdivia fundó esta
ciudad sobre un importante emplazamiento inkaico. Se han
localizado también algunos de los tambos que daban servicio
al camino, que, entrando por Colina seguiría el trazado de
las actuales calles Independencia y Bandera, para desde ahí
dirigirse al sur. Generalmente, estos tambos consisten en
una serie de recintos rectangulares con muros de piedra y
accesos abiertos hacia un pequeño espacio central. Junto a
una de estas instalaciones, ubicada cerca de las nacientes del
río Maipo, se encuentra un topu, hito construido en piedras y
que era utilizado por los inkas para deinir la frontera.
Aparte de esta red vial, el dominio de los conquistadores
cusqueños se aianzaba a merced de una serie de centros
ceremoniales emplazados en las cimas de las colinas, desde
donde era posible ver y controlar un amplio espacio.
Algunas de estas guacas presentan muros que rodean un
reducto localizado en la cumbre, donde se llevaban a cabo
ceremonias como las de los solsticios. Los centros mejor
conservados de la Zona Central están en cerro Chena, cerca
de San Bernardo, y en el ya mencionado Cerro Grande de
La Compañía. En el pasado, estos sitios fueron interpretados
como pukaras o fortiicaciones emplazadas en lugares
estratégicos. No obstante, nuevos estudios —que atienden
al modelo de dominación Inka— concluyen que se trata de
sitios ceremoniales.
Como parte de dicha estrategia de dominación, los inkas
implementaron una serie de ritos y ceremonias que eran parte
importante de la religión estatal. Las evidencias más claras
de esto son los santuarios que erigieron en algunas de las
73
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
DEL CACHAPOAL AL MAULE
74
Entre los ríos Cachapoal y Maule, el territorio
arqueológicamente mejor conocido se encuentra
en esta última cuenca. Aquí, los arqueólogos han
encontrado y estudiado una serie de sitios que
representan una tradición de cerca de cinco mil
años de antigüedad. Durante los primeros milenios,
pequeños grupos de cazadores-recolectores se
asentaron en lugares como las cuevas de Quivolgo,
cerca de Constitución, o en el cerro Las Conchas,
en la localidad de Reloca. Posteriormente, hacia
200 a. C., hacen su aparición en esta región los
primeros grupos que, basados todavía en el modo
de vida anterior, cuentan ya con cerámicas entre sus
utensilios. Restos de su presencia se encuentran en
lugares como Santos del Mar, cerca de Reloca, en
las dunas de Quivolgo y en Pelluhue.
Por causas que se desconocen, solo promediando
el segundo milenio de nuestra Era, estas poblaciones
de raigambre costera comienzan a asentarse en
forma más permanente en el interior, especialmente
en la cordillera, hacia donde acuden en busca de
obsidiana, un vidrio volcánico altamente apreciado
para la confección de herramientas ilosas. Esta ina
materia prima será parte de un importante circuito
de tráico que llegará, incluso, a tierras tan lejanas
como Mendoza.
cumbres más elevadas de la cordillera andina. Entre otros ritos,
en ellos se realizaron sacriicios de personas en honor a Inti,
el Sol. En la cumbre del cerro El Plomo, frente a Santiago, fue
encontrado el cuerpo de un niño que, después de haber sido
embriagado con chicha, fue sepultado vivo junto con algunas
ofrendas dentro de una cámara construida en el piso de una
plataforma. Igual ceremonia se practicó cerca de la cumbre del
cerro Aconcagua, la máxima elevación de los Andes.
El Tawantinsuyu trajo también a estas tierras diversos
cambios en materia económica. La utilización del camélido
doméstico, especialmente la llama, como animal de lana, carne
y carga, fue tal vez una de las innovaciones más signiicativas,
ya que todas las evidencias disponibles en la actualidad indican
que, con anterioridad al arribo de los inkas, solo existía la caza
o captura y amansamiento de guanacos silvestres. Asimismo, la
agricultura experimenta un importante impulso con la llegada
de técnicas mucho más soisticadas, tales como mejores
sistemas de riego e incluso nuevos cultivos.
El impacto de la dominación inka sobre la población
local de raigambre Aconcagua, se dejó sentir en distintos
ámbitos de su vida. En primer lugar, tuvieron que interactuar
directamente con una nueva población, la que si bien pudo
haber sido escasa, se encontraba en una situación ventajosa,
Escudilla Diaguita que muestra la presencia de inluencias inka en su
decoración. Colección MChAP/DSCY 2958 (fotografía: N. Aguayo. Archivo
MChAP).
como fuente de nuevas ideas y costumbres. La alfarería, que
anteriormente había constituido un importante medio de
expresión de la identidad de la sociedad Aconcagua, incorporó
una serie de rasgos propios de las culturas Inka y Diaguita,
proceso que supone la aceptación por parte de la población
local de elementos foráneos. A juzgar por la rapidez con que
ocurrió, este proceso debió ser forzado por la dominación
ejercida por el Tawantinsuyu. Por lo demás, las poblaciones
locales debieron pagar impuestos al Estado, en la forma de
bienes, especialmente minerales, y por medio del tributo en
mano de obra para los proyectos públicos emprendidos por
los cusqueños.
La presencia de este Estado expansivo provocó la aparición
de estructuras sociales y políticas completamente nuevas. Se
instauraron autoridades que ostentaban un poder sobre la
sociedad nunca antes conocido, representadas tanto por los
administradores de los intereses inkas en la región, como por
personajes locales que, si bien existían previamente, ahora
adquirieron un mayor protagonismo. A la vez, estas diferencias
sociopolíticas debieron conllevar disparidades económicas y
de jerarquía entre distintos segmentos de la sociedad.
Toda esta situación, sin embargo, sufriría un abrupto
inal con la llegada de nuevos conquistadores. Desde el
III. La tierra de las cuatro estaciones / L. Cornejo
Cántaro maka de estilo inkaico pero de manufactura y algunos diseños
Diaguita y plato con diseños Inka y Diaguita manufacturado en la Zona
Central. Colección MChAP/DSCY 2970 y 2955 (fotografías: N. Aguayo.
Archivo MChAP).
otro lado del mundo y después de haber sometido a los
aztecas y apoderarse de la capital del Tawantinsuyu, los
españoles vienen para deinir un nuevo mundo: uno en el
cual las culturas autóctonas de la Zona Central y del resto de
América ya no tendrían cabida. Los indígenas se convierten
en mano de obra esclava para la instalación en estas tierras de
una nueva sociedad colonial, que implantará los valores, usos
y costumbres de la civilización cristiana. En este contexto,
una cantidad importante de los descendientes de la cultura
Aconcagua es rápidamente asimilada en la nueva cultura
mestiza que se forma en torno a la actual ciudad de Santiago.
Muchos de los nativos perecen en los primeros años de
dominación europea, como consecuencia de los maltratos y
abusos a que son sometidos por el nuevo régimen y por el
contagio de enfermedades hasta ese entonces desconocidas
en América, como la tuberculosis.
Este genocidio cultural y racial fue tan intenso que la
Zona Central y el Norte Chico son, desde principios del
siglo xx, los únicos territorios donde no existe población
indígena en Chile. En estos grandes valles se ha perdido
irremediablemente la riqueza cultural proveniente de una
tradición de casi quince mil años de antigüedad.
Las descripciones de las poblaciones nativas, por
parte de los primeros europeos que arribaron a
la Zona Central en las expediciones de Diego de
Almagro y Pedro de Valdivia, enfatizaron un aspecto
de su cultura que difícilmente puede ser estudiado
por la arqueología: el idioma.
De acuerdo a las primeras crónicas, en la Zona
Central se hablaba la misma lengua que en los
territorios de más al sur: el mapudungun, la lengua de
los mapuches. Es decir, más allá de las diferencias que
se observan en otros planos de la cultura, pueblos
como los Aconcagua, los mapuches y los que vivían
en la cuenca del río Maule tenían entre sí algún tipo
de parentesco cultural. Puede que este vínculo se
deba a un origen común, pero también es posible
que obedezca a una interacción cultural entre ellos.
Con todo, no hay todavía una explicación concluyente
para esta interrogante.
Estas mismas evidencias permiten reairmar
las diferencias que son visibles con relación a las
culturas de más al norte, especialmente el territorio
de la cultura Diaguita, donde se hablaba una lengua
completamente distinta.
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78
IV. La tierra de los lagos y los bosques / C. Aldunate
E
n las tierras de Huilío, cerca del río Toltén,
una anciana machi ha salido de su ruka antes
del alba para ir a la cancha sagrada donde
se efectuará el nguillatún, la gran rogativa
que su comunidad celebra una vez cada
cuatro años. Aún es de noche y en el mes
de octubre hace un frío penetrante. Una
leve llovizna cae sobre la tierra húmeda,
produciendo una niebla a través de la cual apenas se puede
percibir el accidentado paisaje. La anciana camina rápidamente
pero con diicultad, intentando sortear los charcos del sendero.
Tiene que ayudarse con su bastón y en ocasiones recrimina a sus
dos jóvenes ayudantes que tratan de seguirla. Está preocupada,
debe llegar a la cancha antes que despunte el alba para iniciar
la ceremonia que durará dos días completos. La machi tiene 90
años y no sabe si sus fuerzas la acompañarán. Pero el cacique y
el nillatufe, especialista en rogativas de Huilío, han convocado a
esta reunión y ella tiene que cumplir con su deber. Algo le dice
que este será su último nguillatún.
Al subir la última colina alcanzan a observar en el bajo la
cancha con su altar, donde se encuentran el poste sagrado y un
Mujeres mapuches ataviadas de acuerdo a la evolución del arte de la
platería. De izquierda a derecha, se representan los siglos xviii, xix y xx
(ilustración: J. Pérez de Arce).
79
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
80
enorme toro atado a un tronco. A través de la niebla, perciben
también las pequeñas fogatas de las familias que pernoctaron
allí, esperando la gran ocasión. Está toda la comunidad reunida
en un momento de gran intimidad, pues todavía no comienzan
a llegar los invitados. Reciben a su machi con respeto y cariño y
le ofrecen un caldo caliente. Ella lo rechaza. Debe iniciar pronto
el rito de la primera mañana, el rito del alba. Se ha vestido con
el kepam que tejió junto a su madre para su matrimonio, sobre
el cual ha prendido las joyas de plata recibidas como dote
de su madre y de la madre de su madre. Sobre el pañuelo
colorido, que se ha amarrado como un turbante, se ha puesto
un penacho de plumas que le trajeron de Temuco. Se sienta
en una silla que han colocado junto al altar, por respeto a su
edad, y fuma con impaciencia. Ordena que su kultrún, el tambor
que la ha acompañado desde hace sesenta años, sea colocado
cerca del fuego para que su piel se tensione y arranque un
bello tañido.
Cuando observa que detrás de la niebla comienza a
aparecer el resplandor del alba, iluminando la tierra de los
nevados volcanes del este, se yergue bruscamente y de modo
autoritario pide a una asistente que le pase el kultrún; pone
en su mano derecha un aderezo de cascabeles y se dirige
hacia esa luz, hacia el lugar sagrado del este, el puel mapu, la
tierra azul de los antepasados, más allá de los volcanes. Cierra
sus ojos y rodeada del silencio solemne de la comunidad
lanza un grito, seguido por un vigoroso redoble de kultrún.
Entonces inicia el canto sincopado del pillantún, que invoca a
los antepasados. Ellos, los muertos de la comunidad, los padres
de los padres y los padres de sus padres, pu laku, los abuelos,
han ascendido al sol en forma de aves y moran en el puel
mapu. Ellos, los que velan por su pueblo, lo protegerán de la
sequía, de enfermedades, multiplicarán las ovejas y los ganados,
las cosechas y los granos. Protegerán a su linaje. La comunidad
debe acordarse siempre de esta vinculación sagrada con los
kuiiche, antiguos caciques, antiguas machis del linaje. Deben
conservar las costumbres, las vestimentas, el idioma ancestral,
todo lo que se les ha dado. De esto dependerá su destino.
De pronto su cántico cambia de tono y ritmo. Golpea
enérgicamente el tambor y se convierte en guerrera. Invoca a
los antiguos kona o mocetones, a los valientes tokis ancestrales,
a los antiguos guerreros para que protejan y deiendan a su
pueblo de los engaños y las desventuras a que han estado
sometidos durante siglos.
En la gran ceremonia de rogativa mapuche, al recordar
a sus antepasados por medio del pillantún de la machi, la
comunidad de Huilío venera a gentes cuyas vidas se pierden
en el tiempo: a los cazadores y recolectores milenarios que
poblaron esta región y las pampas argentinas, a los primeros
ceramistas y horticultores de Pitrén, a los ancestrales
pueblos de El Vergel, que enterraban sus muer tos en
vasijas de barro. Sin proponérselo, recuerdan también a
los invasores españoles y a los winkas chilenos con los que
se han mezclado por siglos. Con estos ritos, los mapuches
evocan a antepasados que desconocen, pero a los cuales se
sienten vitalmente unidos.
La arqueología nos permite viajar al pasado mediante
los restos materiales e indagar sobre los antepasados y los
orígenes de este pueblo.
El Lelfun mapu o valle central tiene un excelente potencial agrícola. Trigales
entre las comunas de Galvarino y Cholchol (fotografía: C. Aldunate).
IV. La tierra de los lagos y los bosques / C. Aldunate
EL MEDIO AMBIENTE
El territorio que se extiende al sur del río Biobío se caracteriza
por extensos bosques, con especies caducifolias que, al
perder las hojas en invierno, permiten la insolación del suelo,
posibilitando el crecimiento de un rico sotobosque, con gran
cantidad de hongos, gramíneas y especies arbustivas con frutos
comestibles. Antiguamente, este bosque dominaba todo el
territorio entre la costa y la cordillera, hasta el río Toltén, donde
paulatinamente se transformaba en el bosque valdiviano,
impenetrable, muy húmedo y siempre verde, poco favorable
para el establecimiento del hombre. El bosque caducifolio,
sin embargo, avanzaba por el valle central al sur del Toltén,
hasta el Maullín, protegido por las cordilleras de los Andes y
de la Costa, produciendo condiciones locales atractivas para
la ocupación humana, en especial en ambientes lacustres. Hoy
este paisaje está profundamente alterado por el talaje de los
bosques, como consecuencia, primero, de actividades agrícolas
y ganaderas y, luego, por la industria forestal.
Las sociedades humanas que ocuparon esta especial zona
del país se adaptaron desde épocas muy tempranas a este
medio ambiente que les entregaba diversas especies de plantas
y árboles de excelente calidad, inagotable riqueza de materias
primas para la industria, a la vez que importantes recursos
silvestres alimenticios y medicinales, que hacían posible vivir
en este ambiente de recolección y caza durante todo el año.
En la costa de esta región, la presencia del océano Pacíico, al
igual que en todo nuestro extenso litoral, produjo condiciones
favorables para la permanencia de grupos humanos que
aprovecharon y se especializaron en la caza de mamíferos
marinos, pesca y recolección de algas y mariscos.
MONTE VERDE, LOS PRIMEROS DESCUBRIDORES
Durante el Pleistoceno, al inalizar la última glaciación, unas
pocas familias se establecieron en Monte Verde, cerca de la
actual ciudad de Puerto Montt, hace unos trece mil años. El
paisaje y el clima de este lugar eran diferentes a los actuales.
Tupidos bosques dominaban el territorio y llegaban hasta los
glaciares que se descolgaban de las nevadas cumbres andinas.
Los recursos alimentarios incluían, además de la actual fauna
y bosque laurifolio, especies hoy desaparecidas. Por ello y por
su especial antigüedad, los arqueólogos han caliicado a Monte
Verde como un sitio correspondiente a los primeros pueblos
que colonizaron América.
La gente de Monte Verde vivió en un ambiente boscoso,
aprovechando los abundantes recursos madereros para
hacer sus habitaciones, que techaban con cueros de animales.
Los restos de sus fogatas demuestran que se alimentaban de
especies animales hoy extinguidas, entre ellas el mastodonte,
un elefante que cazaban con lanzas provistas de rudimentarias
puntas de piedra. También recolectaban plantas comestibles
y medicinales de la región, las que preparaban en morteros
de madera.
Existen conjeturas para señalar que ya desde esta
ocupación inicial del territorio el hombre usaba el fuego
para despejar el impenetrable bosque y poder establecer sus
asentamientos. Esta práctica se haría evidente después en el
Vista del Lafken mapu o litoral marino, en Alepué (“lugar distante” en
lengua mapuche [fotografía: C. Aldunate]).
81
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
LOS ANIMALES QUE EL HOMBRE ENCONTRÓ EN AMÉRICA
82
IV. La tierra de los lagos y los bosques / C. Aldunate
Arcaico y en las sucesivas etapas prehistóricas e históricas de
ocupación de estas tierras.
El sitio arqueológico de MonteVerde tiene una de las fechas más
tempranas de nuestro continente y evidencia la gran antigüedad
de la presencia humana en América. Sus fechas radiocarbónicas
de 12.500 años antes de hoy, demuestran que en esta época
ya existían pequeños grupos humanos viviendo perfectamente
adaptados en el sur de Chile. Si aceptamos que los primeros
americanos fueron los que cruzaron de Asia a América por el
estrecho de Bering, ¿cuánto demoraron en llegar de Alaska a esta
remota región? Esta y otras interrogantes demuestran lo poco que
sabemos sobre el período de las primeras ocupaciones humanas
del continente americano. La escasez de evidencias arqueológicas,
siempre fragmentarias y por tanto discutibles, contribuye a la actual
diicultad de conocer más acerca del proceso del descubrimiento
del Nuevo Mundo por el hombre y explicar sus diferentes
adaptaciones, sistemas de vida, creencias y costumbres.
LOS CAZADORES Y RECOLECTORES DEL
ARCAICO
Hace unos siete mil años que el paisaje, el clima y las especies
animales son más o menos similares a las actuales. Los glaciares
se retiraron poco a poco hasta su actual nivel, dejando en
nuestro territorio grandes lagunas y lagos al pie de la cordillera
de los Andes y entre la cordillera de la Costa y el mar. Como
consecuencia de estas alteraciones, la temperatura media
subió y el ciclo climático dio origen a una estación fría, húmeda
y lluviosa, seguida de otra más seca y cálida, lo que provocó
la expansión de los bosques y posibilitó nuevos y diferentes
espacios para la ocupación humana.
En América se conoce como Arcaico a este período en
que los grupos humanos se aclimatan a las nuevas condiciones
ecológicas y, para su subsistencia, realizan actividades de caza
y recolección de productos vegetales o de pesca, caza y
recolección marina en el litoral.
Los sitios arqueológicos pertenecientes a esta época son, en
general, pequeños campamentos donde vivían reducidos grupos
familiares en cuevas, abrigos rocosos, lugares protegidos de las
inclemencias del tiempo y cercanos a los recursos naturales que
explotaban. En ellos, los arqueólogos encuentran pocas evidencias:
restos de fogones, herramientas de piedra para labores de caza o
recolección, semillas, residuos de plantas silvestres que consumían,
etcétera. En escasos sitios se han encontrado evidencias de
talleres líticos, donde preparaban sus herramientas y en otros
aun menos frecuentes, evidencias de enterratorios humanos.
Estos yacimientos han demostrado que, poco a poco, en el
largo período de siete milenios, el hombre fue ocupando los
diferentes espacios en la costa, el valle central y la precordillera
de los Andes. Este proceso paulatino revela que las sociedades
fueron adaptándose de manera cada vez más exitosa a los
distintos ecosistemas, conociendo y explotando sus recursos,
resultando de ello un crecimiento poblacional. En el litoral, estos
grupos ocuparon variados ambientes costeros para la caza de
83
Inapire mapu o tierra cercana a las nieves. Al fondo, el volcán Llaima
(fotografía: F. Maldonado).
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
84
Jarro o metawe, cultura Pitrén, siglo vii. Colección MChAP 1481 (fotografía:
F. Maldonado).
Mortero antropomorfo. Colección MChAP 2414 (fotografía: F. Maldonado).
lobos marinos, la pesca y la recolección de mariscos y algas, así
como también para obtener los recursos de recolección de los
bosques de la costa. También tempranamente fueron ocupados
los ambientes lacustres y faldeos de la cordillera andina, donde
existía —además del bosque templado, con su sotobosque
pleno de bayas, frutas y hongos— el recurso inigualable de los
frutos del pewén o araucaria y los rebaños de guanacos que
pastaban en las veranadas altoandinas. Los ambientes de la
llanura central —en esa época cubierta de bosques— al parecer
fueron colonizados con posterioridad.
También a ines del Arcaico se han encontrado evidencias
de estas ocupaciones en la isla Mocha, lo que permite especular
acerca de la práctica de la navegación en estas tierras, en fechas
tan tempranas como el 1500 a. C.
Los estudios sobre cazadores-recolectores en otras partes
del mundo han sugerido que estos grupos se mueven con
mucha facilidad de un lugar a otro, aprovechando diferentes
ambientes en épocas distintas.
Por ello, son muy lexibles en la manera cómo utilizan los
diferentes ecosistemas y desarrollan estrategias de subsistencia
variables, dependiendo de los recursos que les interesan. Es
muy probable que estas características sean aplicables a los
cazadores-recolectores del centro-sur de Chile. De hecho, en
sus campamentos se han encontrado restos que provienen de
lugares muy alejados. Es frecuente el hallazgo de restos marinos
del Pacíico en los sitios precordilleranos y los contactos con
grupos del occidente de los Andes, demostrando que, desde
esta temprana época, la cordillera no fue un obstáculo, sino
más bien un lugar de paso y contacto entre las sociedades de
ambas vertientes.
Si aceptamos estos postulados, esta parte de la historia
humana en el centro-sur de Chile estaría caracterizada por
el conocimiento y la apropiación del territorio y el desarrollo
de diferentes adaptaciones en los diversos ambientes de la
costa, el valle central, los lagos precordilleranos y la vertiente
occidental de los Andes.
Hasta hace poco más de un siglo, grupos de cazadores
continuaban desplazándose a lo largo de la cordillera de los
Andes, persiguiendo manadas de guanacos y ciervos andinos,
recolectando los frutos del pewén y pasando de un lado de los
Andes al otro. Estos últimos cazadores mantenían un modo de
vida muy similar al de sus remotos antepasados del Arcaico.
IV. La tierra de los lagos y los bosques / C. Aldunate
Recipiente antropomorfo: igura masculina. Cultura Pitrén. Colección
MChAP 1885 (fotografía: F. Maldonado).
Figura antropomorfa bifronte. Colección MChAP 1923 (fotografía: F. Maldonado).
CERAMISTAS DE PITRÉN
A partir de los primeros siglos de nuestra era, en todo el vasto
territorio que se extiende entre los ríos Biobío y Bueno, entre
la costa y la cordillera, se encuentran restos de un pueblo que
conocía muy bien la elaboración de la cerámica. Hay algunas
piezas de gran delicadeza, con tratamientos de la supericie muy
elaborados. Decoraban las vasijas con un engobe y, usando
un peculiar método, pintaban el ceramio con líneas, trazando
dibujos o dejando huellas de las hojas con que ahumaban las
piezas, para después pulirlas con esmero. Este procedimiento,
llamado “pintura resistente” también fue utilizado por sociedades
de Chile Central y el Norte Chico en esta misma época. En
los cementerios Pitrén se han encontrado ofrendas de estos
ceramios: en algunos casos simples cántaros o vasijas asimétricas
con un asa puente; otras veces tienen modelados en forma de
hombres o animales, tales como patos, ranas o sapos.
A este pueblo se le ha dado el nombre de Pitrén, un sitio
ubicado en las riberas del lago Calafquén, donde se identiicó
por primera vez este complejo cultural. La buena adaptación
de estos grupos a los diferentes ambientes costeros,
85
Pipas de piedra, o quitra, siglos x-xviii. Colección MChAP 1602, 1344 y 1630
(fotografías: F. Maldonado).
Jarro asa-puente zoomorfo con pintura negativa, cultura Pitrén. Colección
MChAP 2490 (fotografía: F. Maldonado).
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
86
lacustres, vallunos y cordilleranos, indica que se encontraban
largamente aincados en este territorio, sugiriendo que Pitrén
tiene raíces muy profundas en las tradiciones de cazadoresrecolectores más tempranas.
Los sitios identiicados como Pitrén son muy heterogéneos
y abarcan todo este extenso territorio, desde la cordillera
hasta el mar Pacíico, alcanzando también la precordillera
trasandina. Hay sitios o campamentos abiertos, aleros y
cementerios en todos estos lugares. Dentro de ellos se
distinguen concentraciones de diferente naturaleza: en la
región lacustre chilena y argentina y en el valle medio del
Cautín. Las actuales investigaciones demuestran que las zonas
lacustres son concentraciones pequeñas de poblaciones,
en tanto que en el valle de Cautín se encuentran grandes
ocupaciones con cementerios mucho más densos, que
demuestran aglutinamientos mayores con sitios ceremoniales
y funerarios importantes.
Es probable que la gente de Pitrén recibiera innovaciones
venidas del norte, tales como la cerámica y probablemente
algunos conocimientos de cultivos, posiblemente quinua, y
maíz y sobre todo la papa, que tiene antecedentes genéticos
en estas latitudes. De hecho en algunos sitios lacustres se han
encontrado evidencias de maíz y quinua, cuyos cultivos deben
haber sido sembrados en pequeños huertos de temporada,
para lo cual era necesario despejar el bosque mediante roces
a fuego. La localización de los cementerios, sin embargo, hace
pensar que la rica potencialidad de bosque caducifolio como
recurso alimentario, además de la caza y la pesca terrestre
y marítima en la costa, continuaron siendo las actividades
económicas fundamentales de los pueblos Pitrén.
Pitrén representa un importante momento en la historia de
esta región. Por una parte, porque comienzan a producirse en
esta época procesos culturales que demuestran etapas muy
iniciales de la llegada de innovaciones culturales provenientes
seguramente del norte de Chile. Por otra, se trata de una
sociedad que está en transición entre dos etapas culturales
radicalmente diferentes: aquella en que el hombre vive
a expensas de lo que la naturaleza le provee, cazando y
recolectando sus alimentos, y otra en que inicia la producción
de alimentos mediante la horticultura.
En la prehistoria americana se acostumbra llamar a la etapa
de producción de alimentos como período Agroalfarero, pues
en la mayoría de los casos la agricultura aparece asociada a
la aparición de la cerámica. Si bien en Pitrén encontramos
un desarrollo notable de la alfarería, no hay testimonios de
tecnologías agrícolas de importancia, como son la rotación de
cultivos, los trabajos de irrigación, la fertilización de los suelos,
etcétera. Al parecer, esta sociedad solo cultivaba pequeños
huertos de temporada en tierras que despejaba del bosque
mediante el fuego, trasladando su asentamiento cuando se
agotaba la potencialidad del suelo. Este sistema de trabajo
—llamado horticultura— es utilizado hasta el día de
hoy por muchos pueblos amazónicos. Es posible que la
actividad hortícola representara para la gente de Pitrén solo
un complemento de los recursos proporcionados por la
recolección y la caza, actividades que siguieron desempeñando
Ilustración de un entierro El Vergel, siglos
Molina).
xi-xvi
(Instituto Juan Ignacio
un papel protagónico en la subsistencia de estos grupos
humanos.
Mientras a inicios del segundo milenio de nuestra Era las
sociedades que habitaban en la costa y los valles al norte del
río Toltén experimentan transformaciones sociales y culturales
de envergadura, al sur de este río y en la zona precordillerana,
Pitrén continúa vigente hasta la invasión hispana.
EL PUEBLO DE LAS URNAS: EL VERGEL
A comienzos del segundo milenio de nuestra Era, entre los
ríos Biobío y Toltén, especialmente en los valles de Angol,
aparecen restos arqueológicos de un pueblo profundamente
diferente a Pitrén.
Esta región, la más septentrional de este territorio,
tiene características muy propias, como su clima benigno,
acentuado aquí por la presencia de la cordillera de la Costa,
que adquiere elevaciones considerables. La cordillera de
Nahuelbuta produce un efecto de biombo climático que da
al valle central condiciones de especial continentalidad, mayor
sequedad y temperaturas más altas. En esta zona, dominaba
el bosque caducifolio que permitía en épocas de otoñoinvierno una mayor insolación del suelo y el crecimiento
de abundantes arbustos con bayas y frutos comestibles y
numerosas especies de hongos, algunos de gran tamaño,
IV. La tierra de los lagos y los bosques / C. Aldunate
Urnas funerarias El Vergel.
87
también comestibles. Los bosques de esta región han sido
talados y reemplazados por plantaciones de cereales y de
pinos para celulosa. Ellos han sido considerados agrícolamente
los más ricos del sur y han producido las mejores cosechas
trigueras del país en el siglo pasado.
Precisamente en las cercanías de Angol, en la localidad
de El Vergel, se han encontrado numerosas tumbas de
una sociedad que enterraba a sus muer tos en grandes
cántaros o urnas de cerámica, pocas veces decoradas con
pintura blanca y roja. Las ofrendas funerarias consistían
en cántaros de cerámica, al menos uno pequeño, también
decorado y de una forma muy característica, con un asapuente que une el cuello de la vasija con su cuerpo. Debido
a la humedad y la acidez de los suelos, han desaparecido
el resto de las ofrendas, en especial los atuendos de los
difuntos. Solo en condiciones muy excepcionales se han
podido rescatar fragmentos de textiles, aros y alileres de
cobre y una cuchara de madera. Tal es el caso de Alboyanco,
cuyos terrenos pantanosos impidieron la descomposición
de los restos orgánicos.
Los cementerios de la gente de El Vergel nunca contienen
más de dos o tres tumbas, lo que hace pensar que pertenecen
a núcleos familiares pequeños que vivían en caseríos. La
localización de los restos de esta sociedad, siempre cercanos
a los ríos, indica que preferían estos lugares para usarlos en
la irrigación de sus huertos, haciendo pequeñas obras de
Jarro asimétrico El Vergel. Colección MChAP (fotografía: F. Maldonado).
Cántaro bicromo, estilo Valdivia, siglos xvii-xix. Colección MChAP 3067
(fotografía: F. Maldonado).
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
88
Cántaro antropomorfo. Colección MChAP 1425 (fotografía: F. Maldonado).
IV. La tierra de los lagos y los bosques / C. Aldunate
regadío. Al parecer, los grupos El Vergel permanecían
un largo tiempo ocupando las mismas tierras, lo que
indica un mayor grado de sedentarización de sus
asentamientos.
Hoy, por medio de las investigaciones arqueológicas
de estos últimos años, conocemos mucho más de
esta sociedad, antes identiicada solo sobre la base de
los cementerios mencionados. Hay numerosos sitios
habitacionales correspondientes a este pueblo en la
costa de Arauco e incluso en las islas Santa María y
Mocha. Del estudio de estos sitios se desprende que esta
sociedad continuaba practicando la recolección terrestre
y marina, probablemente como su fundamental medio
de subsistencia, pero que también incluían en su dieta
quinua, probablemente cultivada en pequeños huertos.
Los primeros conquistadores señalaban que en la isla
Mocha se cultivaban maíz, papas y porotos, seguramente
en estos mismos huertos. Un descubrimiento de inusual
importancia en esta isla han sido los restos de gallinas
cuyos antecedentes genéticos se emparentan con las
gallinas polinesias, lo que ha despertado conjeturas
acerca de posibles migraciones transpacíicas. También
en la Mocha se ha acreditado el trabajo metalúrgico de
cobre por reducción de metales, lo que indica un primer
esbozo de esta actividad en la zona, cercano al siglo xii,
que se complementa con el hallazgo de aros de este
metal en cementerios vergelenses.
Los primeros viajeros señalan que en la isla Mocha
no solamente se cultivaban productos agrícolas, sino
que se disponía también de rebaños de camélidos.
Estos datos, conirmados en las investigaciones
arqueológicas, traen a colación el tema del tipo de
ganadería practicada por los vergelenses, que consistiría
probablemente en el amansamiento de camélidos
salvajes o guanacos. También, las investigaciones en
ambientes isleños como la Mocha, Santa María y
Quiriquina exigen explicar algo acerca de la navegación
marina, que probablemente se realizaba en balsas,
hechas de “maguey” (probablemente una Puya),
donde “llevan sus bastimentos y pasan sus ganados”,
como lo anota el Padre Rosales en el siglo xvii.
Muchas de estas innovaciones son propias de la
historia del desarrollo cultural de los pueblos andinos.
Probablemente, El Vergel representó una etapa
importante en la “andinización” de las sociedades del sur
de Chile, proceso que habría quedado trunco debido a la
conquista española. De hecho, en algunos asentamientos
El Vergel ha quedado demostrado empíricamente que
los individuos con que se relacionaron los conquistadores
hispanos eran de esta iliación cultural.
No hay dudas de que El Vergel tiene hondas raíces en la
anterior sociedad Pitrén, a la que termina por absorber. Con
todo, mientras El Vergel se establece en la zona meridional
del centro-sur de Chile, entre el Biobío y el Toltén, al sur
de este río, en el sector de los lagos precordilleranos y
cordilleranos, Pitrén subsiste hasta la conquista hispana.
ALBOYANCO
En la localidad de Alboyanco, cerca de Angol, campesinos encontraron una gran urna de cerámica perteneciente a la gente
de El Vergel. En su interior, había el esqueleto casi completo de
un individuo, que conservaba todo su pelo, ordenado en una
especie de moño y trenzas enredadas con ibras textiles. Junto
al cuerpo se encontraron varios fragmentos de tejidos y una
cuchara de madera, además de un pequeño cántaro asimétrico, característico de este complejo funerario. Este hallazgo,
que es único en la región, por la extraordinaria conservación
de restos tan frágiles como son las osamentas humanas, los
tejidos y la madera, signiica un notable aporte al conocimiento
de este momento cultural del sur de Chile.
Grupo familiar El Vergel (ilustración: J. Pérez de Arce).
El análisis de los materiales comprobó que se trataba del
entierro de una niña de alrededor de 16 años de edad, cuya
estatura no se pudo determinar. Es posible que haya padecido de anemia. Sus huesos presentan deformaciones que son
típicas en personas que cargan frecuentemente grandes pesos
sobre la espalda. En el caso de la muchacha, las anomalías son
especialmente notorias en su hombro derecho. El análisis comprobó además, que a menudo se sentaba sobre sus talones,
probablemente para realizar actividades textiles o de cocina.
Los tejidos son de dos tipos muy diferentes, que nos dan
información sobre el traje de la difunta. Se trata de uno grueso
de color ocre, que probablemente sirvió de vestido y otro
mucho más ino, angosto y decorado con delgadas líneas color
café rojizo, pardo oscuro y ocre, que es evidentemente una
faja. Las técnicas de confección de estos tejidos son muy similares a las de los tejidos de los Andes Centrales, comunes en
épocas anteriores a nuestra Era. Tales tecnologías desaparecen
de allí a comienzos del primer milenio, pero se conservan en
ciertos lugares del norte de Chile, el noroeste de Argentina y
entre los actuales mapuches. Uno de los tejidos parece estar
hecho de pelo de llama, lo que indicaría la posibilidad de que
este camélido ya había sido domesticado en la región.
La termoluminiscencia, un procedimiento de la física
atómica que permite determinar la época de fabricación de
la cerámica, fechó el hallazgo entre los años 1300 y 1350 d. C.
Así trabaja la arqueología. Un análisis minucioso de cada
uno de los restos de un hallazgo puede dar valiosas claves
acerca de un momento de la vida del ser humano, aunque este
haya vivido en tan remota época.
89
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
90
Araucaria (Araucaria araucana), conífera nativa (fotografía: F. Maldonado).
PUEBLOS CORDILLERANOS
De acuerdo a las noticias que nos entregan los primeros
documentos de los españoles que visitaron la región,
habitaban aquí diversos grupos de indígenas, a los que
denominan, de norte a sur, chiquillanes, pehuenches,
puelches y poyas. Todos ellos subsistían de la caza de
guanacos y ciervos andinos, así como de la recolección de
frutos y productos vegetales. Es muy probable que estos
grupos hayan estado estrechamente emparentados con
los habitantes de las pampas argentinas, los aonikenk de
la Patagonia y los selk’nam de Tierra del Fuego, con los
cuales compartían la antigua tradición de los cazadores
andinos del Arcaico.
Entre estos pueblos, los más conocidos son los
pehuenches, que se especializaron en la caza del
guanaco y en la recolección del niliu, que es el fruto del
pewén o araucaria. Estas semillas se consumían cocidas,
deshidratadas, molidas en forma de harina y fermentadas
en bebidas. Se conservaban por largos meses en depósitos
subterráneos que eran inundados por el agua.
Clava cefalomorfa. Colección MChAP 3114 (fotografía: F. Maldonado).
LOS AUCAS DE CHILE
A comienzos del siglo xvi, mientras los conquistadores
españoles entraban en los dominios del Inka, tropas del
gobernante cusqueño Huayna Capac, que avanzaban hacia
el sur, se encontraron con un pueblo que les opuso tenaz
resistencia. Este pueblo colocó un límite al dominio inkaico,
que no logró pasar más allá del río Cachapoal. Las incursiones
guerreras del Inka probablemente llegaron hasta el río Biobío,
pero no doblegaron la resistencia de esta sociedad, a la que
IV. La tierra de los lagos y los bosques / C. Aldunate
91
Clava atípica. Colección MChAP 1120 (fotografía: F. Maldonado)
Toki-kura, hacha de piedra, pectoral del jefe guerrero. Colección MChAP
1372 y 1370 (fotografías: F. Maldonado)
por sus virtudes guerreras y espíritu belicoso pusieron el
nombre de purumaucas o indios aucas de Chile.
Fueron estos mismos aucas o araucanos los que, algunas
décadas más tarde, pusieron freno a la conquista hispana,
mataron a Pedro de Valdivia, el conquistador de Chile, y
destruyeron las siete ciudades fundadas por los españoles al
sur del Biobío, ijando un límite al sur del cual conservaron su
autonomía por espacio de casi trescientos años.
Hoy llamamos mapuche a este pueblo, puesto que ellos se
dan esta denominación. Son los descendientes de los primeros
habitantes de América, de los cazadores y recolectores que
posteriormente colonizaron la costa, el valle y la cordillera de esta
región, de los pueblos de Pitrén y El Vergel. Además, incorporaron
elementos étnicos y culturales de los indígenas cordilleranos y
transcordilleranos, con los que mantuvieron estrechos contactos.
Por otra parte, la larga relación que mantuvieron con el mundo
colonial y después con el Chile republicano, les dejó también
herencias importantes de mestizaje.
Son ellos los antiku pu che, los antepasados de los actuales
mapuches invocados por la machi de Huilío.
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93
94
V. La tierra donde la cordillera se hunde en el mar / F. Mena
E
l oleaje golpeaba con furia las rocas,
danzando al unísono con los negros
nubarrones abrazados de las cumbres.
Esa noche llovió mucho, y el joven
Darwin agradece en su diario haberla
pasado protegido en una bahía boscosa
en la que el bergantín Beagle había
recalado, atraído en parte su capitán por
un bullicioso grupo de indígenas que le habían saludado a
gritos, corriendo por las orillas escarpadas mientras la nave
avanzaba junto a la costa. Se trataba de cuatro hombres
corpulentos cubiertos por capas de piel de guanaco, cuyas
mujeres y niños se mantuvieron escondidos en el bosque,
a prudente distancia. Pertenecían a los indios haush del
extremo oriental de la Isla Grande de Tierra del Fuego, que,
aunque orientados fundamentalmente a la caza terrestre,
visitaban a menudo las costas, donde recolectaban moluscos
y cazaban ocasionalmente algún lobo marino.
A medida que la nave avanzaba hacia el poniente, Darwin
fue tomando contacto con otros grupos indígenas mejor
adaptados a la vida costera e incluso dueños de avanzadas
técnicas de navegación en el laberinto de canales y archipiélagos
95
Mapa del Estrecho de Magallanes que incluye el paso de Le Maire, 1635
(grabado: G. Blaeuw, 1670, colección Biblioteca Nacional de Chile).
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
Piedra pulida circular o “lito discoidal” de Cueva Fell, Magallanes. Colección
Museo Regional de Magallanes (fotografía: F. Maldonado).
96
Patagones del sur, siglo xix
(grabado en Fitz Roy, 1833).
donde la cordillera se hunde en el mar: los canoeros yámana
o yaganes. De vez en cuando —luego de días navegando en
medio del silencio de estas inmensidades insulares, jalonadas
por el furor de las tormentas y la fugaz apertura de un paisaje
de bosques y enormes nevados— se topaban con una canoa
de cortezas, el fuego encendido en su interior, conducida por
una mujer mientras los hombres acechaban por pesca arpón
en mano. Con sus espaldas apenas cubiertas por una corta piel
de nutria o foca, estos grupos dependían fundamentalmente
de la pesca y caza costeras (aves y mamíferos marinos) y solo
acampaban en tierra irme cuando era necesario proveerse de
leña o agua fresca, o bien, cuando varaba una ballena, hecho
que motivaba la reunión de varios grupos vecinos.
El impacto de estos primeros encuentros parece haber
hecho alorar en Darwin las emociones moldeadas por la
cultura victoriana: el “cientíico objetivo” —respetuoso de la
diversidad de la naturaleza y reticente a imponer en ella juicios
clasiicatorios— describe a los fueguinos como “innobles y
asquerosos salvajes”, apenas capaces de lenguaje articulado,
más distantes del hombre civilizado que el animal silvestre del
domesticado. De allí a ver en ellos la “prehistoria congelada”,
verdaderos “fósiles vivientes” representativos de un antiguo
estado de la humanidad, hay apenas un paso. Darwin sabía
que estos indígenas habían tenido esporádicos contactos con
“la civilización occidental” desde hacía ya más de dos siglos. De
hecho, traía como compañeros de navegación a tres yámanas
llevados a Inglaterra en un viaje anterior por el capitán Fitz Roy
y de cuyas cualidades e inteligencia hace frecuente mención
en su diario. Quizás sea injusto decir, entonces, que Darwin
Yámanas (fotografía: C. Wellington Furlong, 1907).
V. La tierra donde la cordillera se hunde en el mar / F. Mena
considerara a todos los fueguinos iguales, sobrevivientes
del Paleolítico o eslabones entre el animal y la humanidad
moderna, pero es innegable que esta noción es la que dominó
la especulación intelectual hasta hace pocos años y es aún hoy
la imagen más común en la imaginación popular.
El que en estas latitudes no se haya desarrollado la cerámica,
la agricultura o la arquitectura compleja, no signiica que los
pueblos que habitaron el extremo sur hayan permanecido
estancados en la más remota prehistoria, inmutables e
imperturbables en su aislamiento, mientras que en el resto
de Chile se sucedían diferentes invenciones, estilos cerámicos
y hasta imperios. Es muy probable que este sistema de vida
canoero no haya existido siquiera cuando los primeros seres
humanos llegaron a Patagonia. Lejos de representar un “fósil
viviente” —un vestigio de la edad de piedra, inalterado desde
los primeros tiempos de la humanidad— la tradición canoera
pareciera ser, entonces, un desarrollo relativamente “nuevo”,
radicalmente diferente del modo de vida de los cazadores
del interior, que sí tiene antecedentes remotos en el pasado
humano del extremo sur.
Los hombres que encontró Darwin en 1832 pueden
adscribirse, en general, a la cultura yámana y, como tal, quizás
tenían tantas diferencias como semejanzas con los más
antiguos pueblos canoeros de la zona que recién estamos
comenzando a conocer. Después de todo, es esperable que
estas sociedades relativamente aisladas y basadas en la caza
y la recolección en un ambiente más bien hostil, mantengan
muchos rasgos tradicionales que marcan una continuidad
directa con sus antepasados.
La prehistoria de Patagonia es tan prolongada como la
de otras regiones del país y durante todo este tiempo hubo
cambios como para hablar de una secuencia de diferentes
culturas. Los antiguos habitantes de estas regiones no eran
ni selk’nam, ni yámanas, ni alacalufes o kawashkar. Si muchas
de las características de su cultura se parecían a las de sus
sucesores miles de años más tarde, es tal vez porque les eran
adaptativas y eicientes. Después de todo, el cambio cultural
no es necesariamente bueno y no todas las culturas viven
en la innovación frenética que caracteriza a la nuestra. Tal
conservadurismo no releja falta de inteligencia y no niega que
hubo muchos cambios creativos a lo largo de la prehistoria,
aunque no afectaran mayormente el sistema de vida y no se
relejen tan claramente en los materiales arqueológicos que
han llegado a nosotros.
LOS HOMBRES DEL ALBA
La larga aventura del hombre patagónico no se inicia, como
hemos dicho, en las costas húmedas y boscosas del Pacíico,
sino en los territorios más secos de estepas y bosques
abiertos hacia el oriente. Por el momento, las huellas más
antiguas de presencia humana en el extremo sur de Chile
corresponden a restos de fogones y huesos de animales
comidos hace unos once mil años por un grupo de cazadores
y caminantes de la estepa que paraban de vez en cuando en
Cueva Fell, un pequeño alero rocoso a orillas del río Chico,
Gancho de estólica en hueso de guanaco, cueva Baño Nuevo, Aysén
(fotografía: F. Maldonado).
unos doscientos kilómetros al noreste de la actual ciudad de
Punta Arenas. Aunque esta es una fecha antigua y discutible
a la luz de la actual tecnología de datación y otros criterios
de cautela que recomiendan ser escépticos con respecto a
esta y otras ocupaciones, el hecho mismo de que haya varias
fechas de aproximadamente esta antigüedad, sugiere que es
muy posible que haya habido incursiones exploratorias que
dejaron evidencias ambiguas previas a que se reconozca un
patrón claro y aceptado por todos hace unos diez mil años (o
unos doce mil si se consideran fechas calibradas).
Estos primeros ocupantes de Patagonia cazaban algunos
animales que se extinguieron a ines de las glaciaciones —como
el caballo americano y, quizás, el milodón— pero su existencia
dependía básicamente del guanaco, y la vida de estos grupos
paleoindios no debe haber sido demasiado diferente a la de los
selk’nam históricos que vivieron en las planicies interiores de
Tierra del Fuego. Eso sí, no conocían el arco ni aprovechaban
los recursos costeros, como hacían los hombres con que se
encontró el joven Darwin. Usaban dardos propulsados con
estólicas y rematados con delicadas puntas talladas en piedra
que los arqueólogos llamamos “cola de pescado”, por la forma
de su base. Estas mismas puntas de dardo se han encontrado
en varios otros sitios de esa época en la región, aunque no en
todos, quizás porque no eran demasiado abundantes y se tenía
especial cuidado en no perderlas en cualquier parte. Estos
primeros patagónicos eran bastante móviles y, como no había
demasiados grupos humanos por entonces, se desplazaban
con facilidad cientos y miles de kilómetros, aprovechando tanto
ambientes de bosque abierto, como los que rodean Cueva del
Medio y Cueva del Milodón, como el espacio estepario de la
región de Pali Aike y el norte de la Tierra del Fuego, que por
entonces estaba aún unida al continente.
97
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
No sabemos nada del mundo social y espiritual de estos
grupos paleoindios, aparte de que eran altamente móviles
y organizados en grupos de a lo más quince o veinticinco
parientes. A falta de arcos y lecha, que permiten el acecho
solitario, la cacería era imposible sin una especial coordinación,
quizás mediante rodeos, arrinconamientos y señales distantes.
En ese momento, debió pesar el prestigio y la autoridad de la
persona más hábil y criteriosa, pero no había jefes permanentes
ni hereditarios. Al anochecer, en torno a la fogata y rodeados
por la soledad más profunda imaginable —el viento, las
estrellas, quizás el rugir de un tigre dientes de sable en la
distancia— los mitos y las anécdotas debieron ser más que
cuentos entretenidos: eran una manera de ordenar el cosmos,
de explicarse la existencia y de reasegurarse en la unidad de un
grupo humano con un destino e historia propios. Aunque no
tenían instrumentos musicales que dejaran evidencia material
de estas ceremonias, el Hain o Klóketen de los selk’nam y
otros ricos y soisticados rituales de los pueblos posteriores,
muy posiblemente herederos de esta tradición, permiten
imaginar sin mayor diicultad cantos, palmadas y lacónicas
danzas. Quizás se pintaran el cuerpo en ocasión de ciertas
iestas y ritos especiales, aunque no se han hallado terrones
de pigmentos ni nada que conirme esta especulación. Entre
los poquísimos objetos de estos antiguos hombres y mujeres
que han llegado hasta nosotros, hallamos, sin embargo, algunos
98
Pinturas rupestres de cueva Río Pedregoso, Aysén (fotografía: S. Barahona,
2015).
que muy probablemente relejan antiguas creencias y prácticas
rituales. Las piedras pulidas circulares, por ejemplo, no tienen
huellas de desgaste que sugieran su uso para moler, ni restos
de grasa que delaten su uso como sobador de pieles. Sus
terminaciones son más inas y regulares que lo necesario para
cumplir cualquier función doméstica, pero no tenemos idea de
cómo pudieron usarse en caso de que sean objetos rituales, tal
como ocurre —por lo demás— con otras piezas comparables
de Huentelauquén, en el Norte Chico y otros sitios antiguos
de América. Otro atisbo de este mundo simbólico lo ofrecen
las pinturas rupestres, aunque esta tradición se originó en lo
que es hoy el norte de la provincia argentina de Santa Cruz
y parece no haber sido demasiado importante en Patagonia
meridional en estos momentos.
Por esa misma época o algo más tarde, llegaron los primeros
grupos humanos al pie de la cordillera en lo que es hoy la
Región de Aysén, casi mil kilómetros más al norte. Aunque
recién se ha comenzado a investigar este período en la región,
se han hecho importantes avances como los de Baño Nuevo
y El Chueco y algunos hallazgos sugerentes de ocupaciones al
aire libre, Otro campo de investigación especialmente activo
en este momento es el de los registros paleoambientales y la
geomorfología de esa época.
A la luz de estos antecedentes, pareciera que los antecesores de los grupos paleoindios que llegaron al extremo
V. La tierra donde la cordillera se hunde en el mar / F. Mena
Arpón con punta en forma de orejas de zorro de Canoeros Antiguos,
Magallanes. Colección Museo Arqueológico de La Serena (fotografía:
F. Maldonado).
austral de Chile pasaron (o más bien “vivieron”, puesto que se
desplazaron gradualmente, sin siquiera saberlo) más al oriente,
en lo que son hoy las mesetas y cañadones de la Patagonia
argentina o la costa atlántica, la que entonces, con el nivel del
mar mucho más bajo, debió extenderse unos cien kilómetros
más al este. Los primeros grupos humanos que recorrieron
las pampas de Aysén, en el extremo occidental de las
estepas centro-patagónicas, ni siquiera encontraron caballos
americanos ni milodones, que allí ya se habían extinguido hacía
cientos o miles de años. Quizás traían consigo la costumbre y
habilidad de pintar en las paredes rocosas de aleros y cuevas,
pero no podemos airmar que pintaran negativos de manos o
escenas de guanacos, como las documentadas más al sureste
en el río Pinturas u otros valles en el actual territorio argentino.
Es probable que ocuparan estos sitios de manera estacional
o ni siquiera todos los años, en el marco de incursiones por
parte de grupos humanos que se instalaban más regularmente
en aquellos territorios, donde se aprovisionaron, por ejemplo,
de obsidiana los ocupantes tempranos de la Cueva Baño
Nuevo, al noreste de Coyhaique.
Unos ocho mil o nueve mil años atrás, mientras los primeros
grupos humanos llegaban a los pies de la cordillera en las
pampas ayseninas, una antigua lengua glaciar, que casi cortaba
el continente en el extremo sur, terminó por inundarse, dando
origen al estrecho de Magallanes, que unió ambos océanos y
dividió a los antecesores de los selk’nam y aonikenk. Los grupos
humanos del extremo sur, que en un principio eran una sola
cultura, comenzaron a diferenciarse. Tanto las sociedades del
norte del Estrecho (actual Patagonia meridional) como las del
sur (actual Tierra del Fuego), sin embargo, continuaron siendo
cazadores especializados en el guanaco y otros animales de
las estepas. Algunas diferencias menores relejan simplemente
diferentes ambientes, por ejemplo, ausencia de caza del ñandú
en Tierra del Fuego, donde al parecer esta ave se extinguió
tempranamente. Pero las principales características distintivas
entre ambas sociedades se dieron en el terreno del mito, el
rito y el ornato corporal. Si bien las diferencias ambientales y las
barreras geográicas jugaron, sin duda, un rol importante en la
proliferación de diferentes culturas patagónicas a partir de un
mismo grupo humano inicial, las relaciones sociales impulsaron
todo un universo simbólico que se tradujo en la diversidad de
costumbres que encontraron los europeos en el área.
AMPLIANDO HORIZONTES
Uno de los períodos más dinámicos de cambio se dio hace
unos seis mil a cinco mil años, en aparente asociación con
algunos fenómenos ambientales. Aunque es muy probable
que estos fenómenos no estén relacionados, y que ni siquiera
sean tan “contemporáneos” como lo sugiere nuestro limitado
conocimiento arqueológico, es inevitable notar que es
entonces cuando tenemos las primeras evidencias de un modo
de vida canoero y de una ocupación regular de los bosques
montanos, a la vez que se sienten más fuertemente algunos
elementos originarios de más al norte. Si hay alguna tendencia
general que subyace a todos estos fenómenos, sugiriendo
algún tipo de relación más allá que la simple “coincidencia”,
es el alza de la temperatura ambiental hasta superar incluso
los valores actuales. Es probable que esta tendencia haya
comenzado más tarde a medida que se avanza hacia el sur,
pero quizás lo más discutible de tratar este período (llamado
“Optimum climático” o “Altithermal”) como compartido por
todas las regiones en donde se dieron cambios culturales de
importancia, es que existieron grandes diferencias en relación
con otras características climáticas. En Tierra del Fuego, por
ejemplo, el aumento de temperatura se correspondió con
mayores precipitaciones y el consecuente avance del bosque
sobre la estepa, mientras que en la zona sur de los canales,
junto al calor sobrevino una gran aridez.
99
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
100
Colgante aonikenk, Magallanes. Colección Roehrs (fotografía: F. Maldonado).
Algunos estudiosos han planteado que la emergencia de los
canoeros en el extremo sur está relacionada precisamente con
las nuevas condiciones boscosas en la costa, que se tradujeron
en una disminución de alimentos terrestres como el guanaco,
junto con una mayor disponibilidad de madera para fabricar
canoas, arpones y otros elementos básicos para la explotación
de alimentos costeros. Creen que los grupos humanos de la
zona —descendientes de grupos paleoindios y adaptados por
milenios a la caza terrestre— habrían comenzado entonces
a cazar aves y lobos marinos y a depender cada vez más de
la recolección de moluscos y la pesca, hasta dar origen a una
forma de vida radicalmente nueva, representada históricamente
por yámanas y kawashkar. Conforme a esta interpretación, la
emergencia del modo de vida canoero habría sido efectivamente
una “ampliación de horizontes” para los tradicionales cazadores
terrestres, descendientes de los ocupantes de Cueva Fell o
del sitio Tres Arroyos. Sin embargo, no podemos descartar la
posibilidad de que los canoeros representen en realidad una
población adaptada tradicionalmente a la vida marina a lo largo
de la costa del Pacíico, y que las huellas de su antiguo paso
por Chiloé y los archipiélagos del norte de la Patagonia estén
aún por descubrirse. Esta es todavía una “zona ignota” para la
arqueología, con condiciones muy difíciles para la investigación de
terreno (lluvias permanentes, densa vegetación que obstaculiza
la visibilidad y hasta la movilidad en el terreno) y la preservación
de evidencias arqueológicas (frecuentes y reiterados sismos y
maremotos). Es muy posible que futuras investigaciones revelen
que los pueblos canoeros, en lugar de representar un desarrollo
revolucionario en algunos lugares del extremo sur patagónico
donde las planicies esteparias casi llegan al mar, sean el desarrollo
lógico de un modo de vida existente por milenios en las costas
del Pacíico. No sabemos, por lo tanto, si esta “ampliación de
horizontes” de los canoeros representa un cambio total de la
cultura, la adopción de sistemas de navegación más eicientes y
regulares o, simplemente, la llegada de nuevas poblaciones y la
aparición en el registro arqueológico de contextos y materiales
antes desconocidos en el área.
Sea como sea, hasta hace unos seis mil años todos los
grupos humanos en el extremo sur de América eran cazadoresrecolectores terrestres. A partir de entonces, sin embargo,
se hace imposible hablar de la prehistoria de Patagonia sin
reconocer la existencia de al menos dos modos de vida muy
diferentes: los cazadores terrestres de las estepas orientales y
los canoeros del litoral occidental. También se hace imposible
no reconocer diferencias al interior de cada una de estas
grandes tradiciones, como las detectadas el siglo pasado entre
los grupos aonikenk al sur y otros pueblos tehuelches al norte
del río Santa Cruz. Puesto que los idiomas no dejan huellas
materiales, no podemos airmar que hayan surgido entonces las
diferencias dialectales observadas entre ambas poblaciones. Sin
embargo, el hecho de que en el sector norte haya disminuido
la importancia del uso de puntas de proyectil o que se hayan
realizado allí pinturas rupestres sin comparación con las de más
al sur, permite referirnos, a partir de unos seis mil a cinco mil
años atrás, a diferentes tradiciones dentro de lo que antes fuera
un solo grupo indiferenciado de cazadores terrestres de las
estepas orientales, al norte del Estrecho. No es que la población
indígena de Patagonia oriental hubiera aumentado tanto como
para que se deinieran territorios propios de cada grupo, o que
el río Santa Cruz haya constituido una “barrera infranqueable”,
comparable a la representada unos dos mil a tres mil años antes
por la apertura del Estrecho, pero la misma dinámica social,
el hecho de mantener relaciones más frecuentes y alianzas
matrimoniales con los vecinos más inmediatos, debió promover
la divergencia simbólica y el desarrollo de la identidad de un
grupo regional por oposición a otros.
FORTALECIENDO DIFERENCIAS
Llama la atención la vitalidad y la soisticación de estas nuevas
culturas o modos de vida, como si el pleno desarrollo de un
modo de vida canoero a partir de las antiguas prácticas de caza
terrestre (o, alternativamente, la llegada de grupos costeros
de más al norte a este universo de islas y canales) hubiera
“gatillado” un momento de auge y juego experimental con
los nuevos recursos y tecnologías. Estos Canoeros Antiguos
preferían cazar lobos marinos que recolectar moluscos, para lo
cual elaboraron puntas de arpón bastante más soisticadas y más
inamente decoradas que las que encontraron los navegantes
V. La tierra donde la cordillera se hunde en el mar / F. Mena
europeos de hace algunos siglos. Es probable, incluso, que
en algunos sectores privilegiados de la costa patagónica se
hayan establecido por entonces campamentos mayores y más
permanentes que los observados históricamente.
Por su parte, el arte rupestre tuvo por esa misma época
un vigoroso desarrollo en la precordillera de la Patagonia
Central, más o menos al mismo tiempo en que comenzaban
a ocuparse regularmente los valles cordilleranos aledaños en
la actual Región de Aysén, dos mil a tres mil años después de
que los primeros cazadores ocuparan la zona de “pampas” o
estepas orientales, como las pinturas plasmadas en la cueva
de Baño Nuevo. En el extremo sur de la Patagonia, esta
tradición artística no tuvo nunca un gran desarrollo. Menos
aún en el sector occidental (actual territorio chileno), donde
solo se conocen algunas pinturas simples de rayas y puntos,
aparentemente no tan antiguas como las de Patagonia Central
y quizás derivadas de aquellas. Hasta hace muy poco no se
conocía ninguna expresión de este tipo en el litoral y se
creía que no existían, pero el hallazgo de un sitio ha llevado a
algunos a interpretar esto como simple desconocimiento y no
como ausencia, planteando incluso que las pinturas de Última
Esperanza pueden relejar estas inluencias o el encuentro de
ellas con las provenientes del interior. En Tierra del Fuego no
hay evidencia alguna de pinturas rupestres y es muy posible
que tampoco se hayan hecho en Magallanes, cuando ambos
territorios estaban unidos, pese a que el arte rupestre era ya una
costumbre bien establecida en los cañadones precordilleranos
de la Patagonia Central argentina.
Muy cerca de estas regiones, el valle aysenino del río Ibáñez
abunda en aleros y paredones rocosos pintados. Quizás por ser
un valle cordillerano, fundamentalmente boscoso y relativamente
fuera de la vista y del acceso directo desde las pampas orientales,
este valle fue ocupado por primera vez por el hombre en una
época en que la temperatura comenzaba a bajar a valores
similares a los actuales, aunque todavía primaban condiciones de
aridez. Portadores de una rica tradición de arte rupestre, estos
grupos debieron ir, en un principio, en busca de madera para
sus toldos o de pieles de guanacos recién nacidos para fabricar
capas inas y lexibles. Quizás lo hicieran únicamente en verano,
época en que nacían estos “chulengos” y en que el calor y la
sequedad de los cañadones esteparios se hacía desagradable,
pero desarrollaron rápidamente un sistema eiciente de caza
del huemul y en el tiempo otras peculiaridades. Cuesta creer
que hayan sido indiferentes a este paisaje, tan distinto al de las
planicies de coirones y viento que imperaba en el este, y aunque
nunca explotaron la pesca o desarrollaron la navegación en este
mundo de agua, manteniendo fuertes lazos con las estepas
orientales (como relejan el uso de rocas de ese origen), es
muy probable que hayan llegado a desarrollar un sentido de
identidad, con movilidad restringida al valle.
101
Pinturas rupestres de Alero Manos de Cerro Castillo, río Ibáñez, Aysén
(fotografía: C. Viviani, 1994).
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
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V. La tierra donde la cordillera se hunde en el mar / F. Mena
Punta de proyectil y raspador de varios sitios de río Ibáñez (fotografías:
F. Maldonado).
Boleadora erizada, procedencia desconocida, Tierra del Fuego. Colección
Universidad de Magallanes (fotografía: F. Maldonado).
Tanto el arte rupestre como el uso de boleadoras —arma
que también fue muy usada en esta época en gran parte de
Patagonia— eran prácticas conocidas en el área desde más
antiguo, pero no con igual énfasis y características. Reconocer
la existencia de importantes cambios en la prehistoria no
signiica, por lo tanto, negar la continuidad característica de la
experiencia humana en el extremo sur.
TRADICIÓN Y CAMBIO
Curiosamente, el período entre 2500 a. C. y 1500 d. C. es el
menos conocido en la Patagonia chilena. Quizás por lo llamativo,
los hallazgos más antiguos han invitado a su investigación
arqueológica, mientras, por otro lado, sabemos mucho de los
últimos pueblos indígenas a través de los relatos de navegantes,
exploradores e incluso de algunos investigadores sistemáticos.
Sabemos poco, en cambio, sobre lo que pasó entre el primer
reavance glacial —que puso in al período caluroso del
Hypsithermal, sin imponer condiciones para nada comparables
con las “edades glaciales” del Pleistoceno— y la llegada de los
primeros europeos a la zona.
Aparentemente, no hubo en este período cambios tan
drásticos como los que sucedieron en el período anterior, a
pesar de que debieron introducirse elementos tecnológicos
importantes, como el arco y la lecha. Teóricamente, la adopción de estas nuevas herramientas pudo cambiar los modos
de organización social, en la medida en que se hace más fácil,
por ejemplo, cazar solo, sin necesidad de coordinación grupal.
Empero, no hay evidencias materiales que permitan discutir el
tema. La arqueología nos informa más bien de un largo período
de consolidación de los diferentes modos de vida regionales
recurriendo, paradójicamente, a una misma idea: la creación
de redes de asentamientos especializados y complementarios.
Hasta ahora, la mayoría de los grupos se organizaba en
pequeñas familias nómadas que hacían más o menos lo mismo
en sus diferentes campamentos. Estos últimos milenios antes
del viaje de Magallanes, sin embargo, vieron desarrollarse
un modo de vida basado en diferentes asentamientos
ocupados por parcialidades de un grupo familiar mayor:
parapetos ocupados por algunos días en verano por grupos
exclusivamente masculinos en pos de pieles de “chulengos”,
pequeños conchales visitados a ines del invierno en la costa
atlántica, campamentos más estables donde permanecían
niños, mujeres y viejos gran parte del año. El arte rupestre se
mantuvo, pero sin la vitalidad de antes. Los instrumentos de
piedra siguieron respondiendo a formas semejantes, aunque
por lo general eran más pequeños. Quizás sea simplemente
que lo más antiguo deja menos huellas, pero pareciera que, a
juzgar por el aumento de sitios, en este período efectivamente
se incrementó la población y se incorporaron a la alimentación
recursos más pequeños y seguros, como bayas y hongos en
Tierra del Fuego o moluscos en los archipiélagos.
Por esa época, la lengua y otros rasgos culturales
mapuche comenzaban a imponerse entre los cazadoresrecolectores de la Patagonia y es probable que la cerámica
tenga relación con la emergencia de campamentos más
grandes y sedentarios. Sin embargo, por llamativa que sea
para los arqueólogos, la cerámica no parece haber sido
una innovación tan importante aquí. Todos los fragmentos
hallados en Alero Entrada Baker podrían provenir de la
fractura de apenas dos ollas y los escasos fragmentos que se
han hallado en el valle del río Ibáñez o el Cisnes sugieren lo
103
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
mismo. Lo que realmente impulsó la difusión de estos rasgos
en Patagonia fue la adopción del caballo europeo en el siglo
xviii como medio de transporte, ayuda en la caza, foco de la
vida ceremonial y, en algunos casos, incluso como alimento.
Solo entonces pudieron hacerse más frecuentes los viajes a
través de la Patagonia, los contactos y hasta los matrimonios
entre personas originarias del extremo sur, la Araucanía o las
pampas vecinas a Buenos Aires.
Durante el siglo xix, las planicies y los cañadones de
Patagonia oriental eran el dominio de los llamados “tehuelches”,
cazadores que habían adoptado el caballo y muchos
elementos de usanza mapuche. Los selk’nam y los pueblos
canoeros mantuvieron su identidad hasta principios del siglo
xx, amparados por las distancias, las barreras geográicas y las
inclemencias climáticas. Al sur del río Santa Cruz, se reconoce
una parcialidad aonikenk más o menos bien deinida y en
Flechas “Yan”, selk’nam. Vidrio, tendón y madera. Colección Museo Maggiorino
Borgatello (fotografía: F. Maldonado).
104
Escaramuza de expedición de Van Noort con nativos del Estrecho de
Magallanes, ca. 1600 (colección Biblioteca Nacional de Chile).
V. La tierra donde la cordillera se hunde en el mar / F. Mena
Los complejos incisos en estos arpones contribuían a la eiciencia
en la caza del lobo marino. Wulaia, isla Navarino y Túnel, isla de
Tierra del Fuego (fotografía: N. Piwonka).
Diademas de plumas selk’nam. Colección Museo Maggiorino Borgatello
(fotografías: N. Piwonka).
algunos documentos se llama chehuache’kéne o téushenk a los
indios de la región cordillerana de Aysén y Chiloé continental.
Es probable que en sectores relativamente aislados, tanto la
distancia de los centros de innovación como las peculiaridades
del medio ambiente, hayan permitido reconocer grupos
indígenas un tanto diferentes, pero el caballo y otros rasgos
mapuches impusieron un carácter cultural común a toda la
Patagonia oriental.
Casi cuarenta años después del viaje de Darwin, otro inglés,
George C. Musters, recorrería este territorio desde Punta
Arenas a Carmen de Patagones en compañía de un grupo
de indígenas que, aunque predominantemente asociados
con la cultura aonikenk, incluía a personas asociadas a otros
grupos tehuelches o hijos y nietos de matrimonios mixtos
de mapuches y tehuelches. Todos ellos poseían un amplio
conocimiento del enorme territorio patagónico, incluyendo
los lagos y los bosques cordilleranos de Aysén y Chiloé
continental, a donde incursionaron varias veces a lo largo
de su recorrido con Musters. Junto a estos indígenas, que ya
bebían alcohol, fumaban tabaco y jugaban cartas, cabalgaba
un oicial de la marina inglesa, vestido con la tradicional capa
de cuero de guanaco, usando sus hierbas curativas y cazando
guanacos con boleadoras, tal como hacen todavía hoy los
gauchos del sur de Argentina.
Después de la canoa, quizás el artefacto que mejor
representa el modo de vida de los pueblos de los
archipiélagos patagónicos es la punta de arpón de hueso.
Pese a su aparente simplicidad, estas puntas relejan una
gran soisticación en las técnicas de caza de lobos de mar.
Engastadas en la punta de un pesado mango de madera,
se desprendían al incrustarse en el animal, de manera
que la herida se agravaba cuando el lobo huía nadando,
arrastrando el peso del mango que lotaba en la supericie.
Tanto los kawashkar históricos de la zona de Puerto Edén
como los canoeros antiguos del canal de Beagle, separados
por más de cuatro mil años y seiscientos kilómetros de
distancia, usaban arpones de punta desprendible para
cazar lobos marinos.
A pesar de que en algunas zonas la importancia
de la caza de mamíferos marinos decreció a través del
tiempo en favor de un mayor énfasis en la explotación
de moluscos, huemules o aves marinas, el lobo marino
fue siempre una de las principales fuentes de alimento,
puesto que ninguno de estos grupos usaba anzuelos y la
pesca tenía una mínima importancia.
Algunos de estos arpones fueron fabricados,
precisamente, en hueso de este mamífero marino, lo que
revela que su eiciencia no dependía solo de factores
mecánicos y que debe haber habido en torno a ellos un
rico mundo de creencias y símbolos. Por eso mismo, los
arpones son un buen relejo de las particulares identidades
de cada grupo. Mientras algunos canoeros usaban de
preferencia arpones de una barba, otros empleaban
arpones con series de barbas que daban a su borde un
aspecto aserrado. Curiosamente, muchos de los arpones
más soisticados –por ejemplo aquellos con base en cruz
para el enganche al mango, con dos barbas paralelas
similares a “orejas de zorro”– son los más antiguos. La
paulatina disminución de los lobos marinos, a causa de la
caza indiscriminada por cazadores profesionales de pieles
que venían de Estados Unidos y Europa, explica en parte
el que los arpones se hayan simpliicado a lo largo del
tiempo, aunque ello releja también un debilitamiento del
propio orgullo e identidad de los grupos.
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VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez
A
GALÁPAGOS
POLINESIA
RAPA NUI
OCÉANO PACÍFICO
pesar de los avances en el conocimiento
cientíico hechos hasta ahora, Rapa Nui
sigue rodeada de misterios. La pregunta
más habitual es cómo se movieron los
moai, esas iguras que llegaron a los
diez metros de altura y más de ochenta
toneladas de peso, pero ni siquiera
se conoce con precisión el lugar de
origen de sus colonizadores, cuándo llegaron y dónde están
sus primeras huellas en la isla. Sin embargo, la pregunta más
relevante es porqué llegaron a construir tantos monumentos
megalíticos, en el escenario menos propicio. Al parecer, ahí
mismo está la respuesta.
Curiosamente, la singularidad de Rapa Nui se expresa en
un ícono que hoy es universal: la igura del moai. El problema
es que los moai no dejan ver la isla. Entonces, para comprender
lo singular de la cultura rapanui, es necesario identiicar lo que
tiene de universal.
Desde luego, el surgimiento de una cultura compleja y
la transición a una civilización neolítica tienen ingredientes
comunes en todo el mundo, por eso de que la humanidad es
una sola. Entre esos ingredientes básicos se cuentan la
producción agrícola y la acumulación de excedentes. El aumento
Ahu Tongariki desde el mar. Al fondo, Rano Raraku, la fábrica de moai (fotografía:
N. Aguayo)
109
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
Complejo Ceremonial de Tahai, al norte de Hanga Roa (fotografía: N. Aguayo).
110
Moai abandonados en la cantera de Rano Raraku (fotografía: J. M. Ramírez).
de la producción permitió el aumento de la población y, así,
las divisiones sociales, el surgimiento de especialistas, nuevos
conocimientos y tecnologías, todo ello bajo el manto de una
ideología que permitiera justiicar un orden social no igualitario,
a partir de jefes que descendían directamente de los dioses.
La tradición oral rapanui habla de la llegada de un Ariki, líder
de un clan altamente estratiicado, a la cabeza de una migración
organizada desde una isla tropical que estaba sufriendo el
embate periódico de devastadores maremotos.
Los primeros exploradores que llegaron casualmente a
una isla que llamaron “Te Pito o te Kainga” la encontraron llena
de árboles pero casi vacía de los alimentos necesarios para
la subsistencia. Sin embargo, contaba en abundancia con una
materia prima de gran interés: la obsidiana. En los primeros años
de la colonización, debieron realizar muchos viajes de ida y vuelta
para trasladar su propio paisaje, plantas y animales. En particular,
la base económica de toda la pirámide sociopolítica e ideológica:
una variedad de tubérculos, como el kumara (camote).
A partir del centro del triángulo polinesio, en torno al
archipiélago de Tahiti, los exploradores llegaron hasta Hawaii
en el norte, Rapa Nui en el este y Nueva Zelanda en el
suroeste, hacia los últimos siglos del primer milenio de nuestra
Era. Se estima que las islas Marquesas, Mangareva y Pitcairn
estuvieron involucradas en el avance de los polinesios hasta
Rapa Nui. En esa fase de exploración inicial algunos pasaron de
largo, hasta el sur de Chile. Ahora existe la evidencia concreta
de su presencia entre los mapuches prehispánicos del centrosur de Chile. Solo el continente podía detenerlos, no una isla
minúscula en medio de la nada.
La singularidad de Rapa Nui es que en esas condiciones
de aislamiento, en la fragilidad de una pequeña isla de clima
subtropical, desarrollaron una sociedad cada vez más compleja,
con expresiones megalíticas excepcionales. En la base de la
pirámide social estaban los agricultores y en la cumbre, los jefes
de origen divino, la aristocracia, los sacerdotes astrónomos, los
especialistas y los jefes de los clanes.
A lo largo de unos siete siglos, los clanes desarrollaron hasta
el límite una expresión física y simbólica que importaron desde
su tierra de origen: las estatuas de piedra que encarnaban el
mana de los ancestros, cada vez más grandes en la medida
que aumentaba su capacidad productiva, al mismo tiempo
VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez
La colonización del Pacíico (mapa: J. M. Ramírez).
que aumentaba la competencia por recursos cada vez más
escasos. Los cientos de plataformas y estatuas que instalaron
en el borde costero limitaban el acceso a los recursos del mar,
en tanto la gente común debía dedicarse a la agricultura, bajo
el control de la elite. La incertidumbre sobre la capacidad de
mantener la producción y el control en un ecosistema frágil e
inestable, frente al crecimiento de la población, habría sido la
causa última de esa desbocada carrera megalítica.
La idea tradicional hace responsable del colapso del
megalitismo a ese modelo de sociedad, y el “caso Rapa Nui”
se utiliza como paradigma del colapso ecológico del planeta,
pero el problema es mucho más complejo. Es efectivo que
hacia ines del siglo xvii desaparecieron los bosques, y con ello
la arquitectura monumental, la construcción de canoas y las
cremaciones, pero eso no signiicó el colapso de la sociedad
rapanui. La aristocracia tradicional perdió su prestigio, pero fue
el momento de los guerreros. En verdad, el abandono de los
moai no está asociado a un colapso cultural ni demográico.
Los isleños supieron del impacto de la desaparición
del bosque mucho antes del supuesto colapso, y tomaron
medidas para sostener la productividad del suelo. En un
extraordinario cambio adaptativo, en medio de conlictos
periódicos, fueron capaces de sostener un nuevo orden
social, político e ideológico, con una producción de recursos
alimentarios suiciente para sostener a miles de habitantes. Esa
capacidad de adaptación y sobrevivencia es la mejor muestra
de la vitalidad de la sociedad rapanui, que muy pronto sufriría
el impacto de la esclavitud y las epidemias. A partir de los 110
sobrevivientes que se registraron en el año 1877, y a pesar de
los múltiples impactos de la modernidad, la actual sociedad
rapanui se reconoce orgullosa en ese pasado, y las nuevas
generaciones representan la continuidad de su cultura, que se
renueva permanentemente mientras esté viva.
POBLAMIENTO DEL PACÍFICO
La colonización de la última frontera en el planeta requirió de
los mejores navegantes de la historia. No fue un proceso fácil,
y requirió mucho tiempo desarrollar los conocimientos y la
tecnología necesarios para enfrentar tal desafío.
El acercamiento hacia el Pacíico sur comenzó en el
sudeste asiático hace más de cuarenta mil años, avanzando
a saltos entre archipiélagos que requerían de la navegación
en distancias cortas. Esto, con excepción de Australia, cuyos
colonizadores debieron cruzar una amplia extensión de
océano. Gradualmente, pequeños grupos fueron avanzando
a través de los archipiélagos que rodean Papúa Nueva
Guinea hacia el sureste, hace unos diez mil años. Cinco mil
años después, en las islas Bismarck y en las Salomón se estaba
logrando el dominio de la horticultura, con el manejo de
111
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
112
Anakena panorámica. En el centro, el ahu Nau Nau. Los cocoteros llegaron
desde Tahiti en el año 1960 (fotografía: N. Aguayo).
VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez
especies como taro, plátanos y caña de azúcar, junto a nuevas
tecnologías en artefactos de obsidiana, en especial adornos,
anzuelos y azuelas de concha. No se conocen asentamientos
permanentes de esa época, sino pequeñas ocupaciones
intermitentes en sitios al interior de las islas.
El área entre Nueva Guinea y Tonga-Samoa, llamada
Melanesia por el color oscuro de la piel de sus habitantes,
experimentó la presencia de una variedad de grupos de gran
movilidad que se aislaron en cientos de espacios autosuicientes,
resultando así una alta heterogeneidad cultural y biológica. Esta
es una de las áreas lingüísticas más complejas del planeta. Se
reconocen dos grandes grupos de lenguas: las más antiguas,
llamadas no-austronésicas o papúas, se concentran actualmente
en Nueva Guinea, e incluyen al menos doce familias lingüísticas
diferentes, con cientos de lenguas mutuamente ininteligibles.
Sobre esa base, unos dos mil años antes de nuestra Era,
nuevas oleadas de población procedentes de Taiwán trajeron
las lenguas llamadas austronésicas. Eran portadoras de una
tradición cerámica que se conoce como “Lapita”, por el
nombre de un sitio arqueológico en Nueva Caledonia.
Hacia el 1500 a. C., se produjo una catástrofe natural que
sirvió como marcador cronológico para este notable cambio
cultural. Después de la erupción del monte Witori, que
devastó parte de las islas Bismarck, llegaron grupos que se
mezclaron con los antiguos habitantes aportando una cerámica
ricamente decorada, junto a un aumento y especialización del
intercambio de obsidiana.
Estos grupos Lapita ocuparon terrazas costeras y tenían
una economía mucho más diversiicada, que incluía plantas y
animales del sudeste asiático. Ellos introdujeron en el Pacíico
animales domésticos como el cerdo, el perro y la gallina, junto
a variadas estrategias de pesca con instrumentos soisticados.
Eran navegantes capaces de recorrer cientos de kilómetros en
alta mar, transportando cantidades de cerámica, obsidiana y
otras materias primas, así como adornos y una gran variedad
de artefactos. Los datos más recientes indican que se trató de
un proceso de colonización complejo y bastante rápido, con
distintas oleadas desde el sudeste asiático, a través del extenso
territorio que se conoce como Melanesia.
En su expansión hacia el este, hacia el 1000 a. C. los grupos
Lapita llegaron hasta Tonga y Samoa, donde formaron las bases
de la cultura polinesia. A partir de ese estímulo se desarrolló
una tradición distintiva en la tierra ancestral que los polinesios
llaman “Havaiki”, en el archipiélago de Tahiti. A partir de ese
núcleo, llegaron hasta Hawaii en el norte, Rapa Nui en el este
y Aotearoa (Nueva Zelanda) en el suroeste.
A pesar de las enormes distancias que separan los extremos
del triángulo polinesio, todos esos pueblos comparten una
historia común, un “tronco protopolinesio”, un tipo físico muy
homogéneo, ancestros fundadores, un panteón de dioses con
características humanas, conceptos ideológicos como el mana
o poder sobrenatural, el tapu o lo prohibido, jefes hereditarios,
monumentos megalíticos y artefactos de piedra pulida como
los toki, que se dispersaron en grandes redes de intercambio.
La extraordinaria tecnología marítima y el conocimiento
sistemático del mar y de los fenómenos celestes, dieron a los
Cerámica Lapita. Los motivos geométricos se imprimían con sellos sobre la
greda blanda, antes de la cocción. Los polinesios no siguieron la tradición
cerámica, en gran parte por la falta de arcillas apropiadas.
113
polinesios una capacidad única para colonizar cientos de islas
separadas por enormes distancias. La invención de la canoa de
doble casco y una vela móvil les dio la capacidad para navegar
en contra de los vientos predominantes. Esta estrategia les
permitiría volver con seguridad y rapidez al punto de origen,
si no encontraban tierra dentro del radio de su capacidad de
navegación. No descubrieron esos miles de islas dejándose llevar
por las corrientes y el azar, como a veces se ha dicho. Estaban
explorando sistemáticamente el océano Pacíico en busca de
nuevas tierras para colonizar, trasladando personas, así como las
plantas y los animales necesarios para mantener su nivel de vida.
El actual modelo de poblamiento humano del Pacíico
muestra un proceso de gran dinamismo en torno al año 1000
d. C. En el lapso de unos doscientos años, fueron colonizados
todos los archipiélagos del Pacíico, incluida una pequeña y
aislada porción de tierra en el extremo sudoriental del triángulo
polinesio: Rapa Nui. Luego de un período de colonización que
perduró otros dos siglos, cesaron los viajes y los grupos se
aislaron para desarrollar sus caracteres propios.
Hasta la fecha, no se han encontrado evidencias de la
presencia de navegantes de la América precolombina en ninguna
isla de la Polinesia, pero es un hecho que llegaron dos plantas
originarias de América del Sur, transportadas por el hombre:
la calabaza y el camote. Las primeras evidencias del camote en
la Polinesia se encontraron al sur de las islas Cook, hacia el año
1000 de nuestra Era. El hecho es que el camote o papa dulce
se conoce en toda la Polinesia con nombres como kumara,
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
114
Costa sur desde el Poike. A la izquierda, el Motu (islote) Marotiri (fotografía: J. M. Ramírez).
kumala, kumaka, kumá, probablemente derivados del nombre
cañari (del golfo de Guayaquil) de este tubérculo: kumal. Hasta
la fecha, la explicación más razonable de este fenómeno es
que fueron navegantes polinesios quienes llegaron a América y
volvieron a sus islas con camotes y calabazas.
Efectivamente, los polinesios estaban explorando el
Pacíico hacia el este y, en ese proceso, lo excepcional es que
hayan encontrado una isla tan pequeña y aislada como Rapa
Nui, en el eje de la circulación de las corrientes y los vientos
del Pacíico sur. En cambio, bajo ciertas condiciones, habrían
llegado a las costas de América.
Recientemente algunos investigadores propusieron un
posible contacto entre hawaianos y nativos chumash del sur
de California, anterior al contacto europeo. La hipótesis de un
contacto polinesio en el sur de Chile es mucho más antigua.
Se han descrito elementos arqueológicos, lingüísticos, e incluso
biológicos entre los mapuches prehispánicos, que podrían
derivar de un contacto polinesio. Entre esos elementos,
destaca un tipo de “clava” similar a un tipo de maza maori.
Una docena de paralelismos lingüísticos resultan altamente
sugerentes, en especial la palabra toki, nombre mapuche para
las hachas de piedra pulida, mismo término ampliamente
distribuido en la Polinesia para las azuelas de piedra. Además,
los jefes guerreros mapuches, también llamados toki, usaban
un símbolo de rango llamado toki-kura, manufacturado en
piedra pulida, con un oriicio para ser colgado al cuello. Los
maori de Nueva Zelanda utilizaban mazas de jade llamadas
kura pounamu, así como los clásicos toki. Incluso, se han
registrado leyendas polinesias sobre viajes a lejanas tierras
hacia el oriente, hasta unas tierras frías que se vinculan al
extremo sur de Chile.
Estos y otros paralelismos no son pruebas concluyentes
de un contacto, pero recientemente pudimos incorporar una
evidencia incuestionable: huesos de gallina con ADN polinesio
en contextos prehispánicos (1300-1400 d. C.), encontrados
en un sitio arqueológico de Arauco. El ADN resultó idéntico
al de gallinas de Tonga y Samoa, lo cual signiica que los
exploradores que la trajeron hasta el sur de Chile llegaron
directamente desde el extremo oeste de la Polinesia, no desde
Rapa Nui. Probablemente, sus naves pasaron de largo más al
sur de Rapa Nui, ayudadas por el fenómeno de El Niño, que
invierte la dirección de los vientos predominantes, para soplar
con fuerza hacia el sureste. Además, encontramos rasgos
morfológicos polinesios en esqueletos humanos prehispánicos
de la Isla Mocha. Esos rasgos fueron descritos por primera
vez en 1903, pero solo recientemente pudimos comprobar su
VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez
Clava mapuche (Colección MChAP 1612) y una insignia ornitomorfa de las
islas Chatham (Nueva Zelanda).
Toki-kura mapuche y kura pounamu maori.
presencia en contextos arqueológicos seguros. Esas evidencias
hablan de intercambio genético y cultural en el largo plazo, a
partir de la llegada de exploradores polinesios hace al menos
mil años, hacia ines del período Alfarero Temprano.
isla. Tiempo después, Hotu a Matu’a enfrentó y venció a sus
vecinos, los Hanau e’epe o “gente fornida”, quienes se habían
visto obligados a ocupar su territorio para escapar de las aguas.
Según la leyenda, fue un sueño el que guió a ese grupo
polinesio hacia el este, para colonizar una isla que llamaron Te
Pito o te Kainga. Entonces, el espíritu de Haumaka viajó hacia
el este y encontró esa octava tierra hacia el sol naciente. Luego,
Hotu a Matu’a envió siete exploradores: Ira y Raparenga,
hijos de Haumaka, y sus cinco primos, Ku’u Ku’u, Ringi Ringi,
Nonoma, U’ure y Mako’i, hijos de Huatava. Recorrieron la isla
siguiendo los nombres de los sitios señalados por el espíritu
de Haumaka, plantaron uhi, reconocieron la playa de Hanga
mori a one (Anakena) como el lugar de desembarque del ariki.
Ku’u Ku’u queda mortalmente herido por una tortuga y es
abandonado. En la costa de Hanga Roa, Ira envía a los demás
a deslizarse en las olas, mientras instala dos pequeños moai de
piedra que Hinariru le había entregado en Hiva, y le enseña a
Mako’i el arte del kai kai, que incluye una larga lista de nombres
de lugares. Algunos vuelven a Hiva después de cinco lunas,
para informar del descubrimiento de la isla.
Desde Hiva, el Ariki Hotu a Matu’a organiza la
colonización del nuevo hogar. La leyenda habla de una
migración cuidadosamente planiicada, encabezada por el
ariki, su esposa Ava Reipua y la familia real, sacerdotes y
sabios, especialistas en pesca, en la confección de canoas y
de casas, y agricultores. Hotu a Matu’a embarca a un grupo
de Hanau e’epe y los instala en el territorio de Poike, la
península oriental de Rapa Nui.
El manuscrito incluye listas completas de las distintas
especies de plantas y animales que embarcaron para subsistir
LA LEYENDA RAPANUI
La tradición oral menciona la llegada del Ariki Hotu a Matu’a
a la cabeza de una migración desde una tierra misteriosa
hacia el oeste, llamada Hiva. La información es incompleta y
algunos detalles resultan confusos, tales como la presencia de
dos grupos, los Hanau e’epe y Hanau Momoko, interpretados
erróneamente como orejas largas y orejas cortas. Thor
Heyerdahl aprovechó esta confusión para sostener su obsesión:
una migración de americanos (orejones) precolombinos
que terminan imponiendo su civilización, esclavizando a
los polinesios. Hasta ahora, todas las evidencias cientíicas
descartan cualquier inluencia americana en Rapa Nui.
Además, un texto escrito en rapanui de comienzos del
siglo xx (las tradiciones de Pua Ara Hoa) entrega información
mucho más abundante y consistente. Esta versión de la
tradición se reiere tanto a conlictos entre jefes rivales como
a catástrofes naturales que habrían obligado la migración de
los Hanau momoko (gente delgada, “como lagartija”) desde
Hiva, la mítica tierra ancestral, encabezados por el Ariki Hotu
a Matu’a (Hotu, hijo de Matu’a). Los maremotos ya los estaban
afectando desde tiempos de Ta’ana, abuelo de Hotu a Matu’a,
quien había enviado a sus tres hijos en busca de una nueva
tierra hacia el este. Un hechizo los habría convertido en los
tres islotes que se encuentran en el vértice suroeste de la
115
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
LA TIERRA PROMETIDA:
EL CONTEXTO AMBIENTAL
116
Mako’i, árbol introducido desde la tierra ancestral.
en su nuevo hogar, prueba de que hubo viajes previos de
reconocimiento. En la nueva tierra, el ariki distribuye las tierras
de la isla entre sus hijos, sentando las bases de la organización
sociopolítica que caracteriza la prehistoria rapanui. Con el
tiempo, cada linaje ocupó terrenos claramente deinidos,
protegidos por el mana o poder de los ancestros encarnados
en iguras de piedra.
Es muy probable que los colonizadores de Rapa Nui hayan
seguido en contacto con la tierra ancestral por un tiempo,
mientras tuvieran embarcaciones, navegantes capacitados
y buenas razones para intentarlo. El centro ceremonial
de la Polinesia central se encontraba en Raiatea, en el
archipiélago de Tahiti, adonde concurrían periódicamente
los distintos grupos polinesios. El Marae Taputapuatea era
el centro del culto a Oro, uno de los dioses principales del
panteón polinesio. La concurrencia de dignatarios rapanui
a este “Vaticano de la Polinesia” se perdió en la memoria
local, pero hay referencias de ello en las tradiciones de
Tahiti. Además, los rapanui debieron comerciar una materia
prima que encontraron en abundancia en su nueva tierra:
la obsidiana.
Rapa Nui es una isla volcánica joven en términos geológicos:
comenzó a surgir desde el fondo oceánico hace unos tres
millones de años, y la última actividad volcánica ocurrió hace
unos tres mil años. La forma triangular de la isla se deinió
en ese largo proceso, a partir de las grandes montañas que
forman sus vértices: Poike al este, Rano Kau al sur y Maunga
Terevaka al norte. Este último constituye la altura máxima de la
isla, con 510 metros sobre el nivel del mar. El relieve volcánico
se complementa con un paisaje de lomas que contrasta con
los grandes acantilados litorales. No existe una plataforma
litoral suicientemente amplia para permitir la formación de
una barrera de coral, cuyo crecimiento está limitado por la
temperatura del agua, más fría que en las islas del trópico. Las
playas de arena coralina son escasas y de pequeño tamaño.
Aparte de la famosa playa de Anakena, una de las mayores
atracciones turísticas de la isla, la hermosa playa de Ovahe fue
afectada recientemente por la erosión del acantilado, y varias
otras han desaparecido.
Dado su origen volcánico, en la isla se encuentra todo tipo
de materias primas líticas: el durísimo basalto del grano más
ino para confeccionar toki (picotas, azuelas, hachas), cuchillos
y anzuelos, el basalto vesicular para la confección de paenga
(cimientos de las casas y los muros de los ahu); una variedad de
escorias que se utilizaron en el tallado de los pukao (sombreros
de los moai); cenizas volcánicas como la toba de Rano Raraku,
y la traquita del Poike, utilizadas para la confección de moai,
y la obsidiana (mataa), un vidrio volcánico negro con el que
se elaboró una variedad de artefactos: formones, cuchillos,
perforadores, proyectiles y raspadores con pedúnculo para
enmangar, y los ojos de los moai.
La permeabilidad del suelo no permite la existencia de
cursos de agua permanente, pero existen tres importantes
lagunas que conservan las aguas lluvia en el fondo de los
cráteres de Rano Kau, Rano Raraku y Rano Aroi. Desde esta
última, en la cumbre del Maunga Terevaka, surge una quebrada
que llega hasta Vaitea, en el centro de la isla. En el pasado, se
construyeron canales, terrazas y estanques para el manejo de
las aguas en el regadío.
Antes de la llegada de los colonizadores polinesios, el suelo
de la isla estaba cubierto por una densa vegetación subtropical,
donde dominaba una palma similar a la palma de coquitos de
Chile central, junto a una docena de árboles entre los que se
contaba el majestuoso toi (Alphitonia zizyphoides), que alcanza
hasta treinta metros de altura y que debió ser la materia prima
ideal para construir embarcaciones, y trasladar moai. Entre las
especies menores destacan el toromiro (Sophora toromiro), el
naunau (Sandalum), el hau hau (Triumfetta semitriloba), el ngaoho
(Caesalpinia major) y el marikuru (Sapindus saponaria). La totora
se encontraba en abundancia en las tres lagunas. En suma, materias
primas muy interesantes, pero escasa lora comestible.
Los colonizadores polinesios debieron introducir las plantas
y los animales necesarios para la subsistencia. El traslado de tal
variedad de especies desde un medio tropical a uno subtropical
VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez
Makohe, pájaro fragata (fotografía: N. Aguayo).
Petroglifo de gallo, en Te Pu Haka Nini Mako’i (fotografía: J. M. Ramírez).
requirió de mucho tiempo y esfuerzo, en un proceso que dejó
fuera plantas importantes como el árbol del pan y el cocotero,
y animales como el cerdo y el perro.
Sin embargo, fueron capaces de trasladar y adaptar
exitosamente las plantas y los cultivos fundamentales para
la subsistencia: una variedad de tubérculos, como el taro
(Colocasia esculenta), el uhi (Dioscorea alata) y en especial el
camote o kumara (Ipomoea batatas); unas siete variedades
de plátanos (Musa sp.), calabaza (Lagenaria vulgaris) y caña
de azúcar (Saccharum oficinarum), así como arbustos para
distintos usos, como el mahute (Broussonetia papyrifera)
utilizado en la confección de telas; el ti (Cordyiline terminalis)
como alimento y para la producción de pigmentos colorantes;
el pua (Curcuma longa) para pigmentos, y un árbol como el
mako’i (Thespesia populnea), de gran importancia hasta la
actualidad por la calidad de su madera.
Entre los animales que les servían de alimento y que
trasladaron desde su tierra ancestral, llegaron a la isla una especie
de rata del Pacíico (Rattus exulans) y la gallina (Gallus gallus).
Las gallinas llegaron a tener una posición privilegiada, con un
papel preponderante en el ámbito social, político y religioso.
Se las protegió en fortiicaciones especiales (hare moa) para
evitar el robo por las noches, fueron el medio de intercambio
por excelencia, el regalo más preciado y la ofrenda obligada en
toda ceremonia, usándose también sus plumas blancas como
adorno predilecto de muchos ornamentos corporales.
La fauna terrestre autóctona no incluía mamíferos. Las
aves migratorias eran abundantes, aunque no fueron de gran
importancia en la dieta de los isleños, aparte de sus huevos. Se
han identiicado restos de aves terrestres que desaparecieron
muy poco tiempo después de la llegada de los primeros
117
Petroglifo de pez mitológico, Anakena (grabado: J. M. Ramírez).
colonizadores humanos. Entre estas se cuentan dos variedades
de pidén, dos de loro, un tipo de garza y una lechuza. Las aves
migratorias, como el pájaro fragata (makohe; Fregata minor), el
piquero (kena; Sula dactylatra), el ave del trópico de cola roja
(tavake; Phaeton rubricauda) y otras, se pueden observar todavía,
aunque en cantidad y variedad muy reducida, en los islotes frente
al vértice suroeste de la isla. El famoso manutara (Sterna fuscata),
tan importante en la historia rapanui, casi ha desaparecido.
La fauna marina es escasa en comparación con otras islas
del Pacíico sur, pero existe una variedad importante de peces
y algunos mamíferos marinos que llegan ocasionalmente a la
costa. La fauna marina de alta mar debió ser el principal alimento
por un tiempo, hasta que se logró la adaptación de las especies
vegetales introducidas. La pesca de especies menores resultaba
relativamente accesible desde la costa, así como la recolección
de algunos moluscos, algas, y crustáceos como la langosta y el
rape rape (grillo de mar).
La conclusión de este capítulo de la colonización humana
de Rapa Nui es que el impacto en el paisaje fue de gran
magnitud. Fue necesario abrir espacio para las nuevas plantas
y los cultivos, cortando y quemando sectores de bosque. La
extinción de especies nativas es una muestra de la fragilidad
del ecosistema.
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
118
Tiki del Marae Upeke en la isla Hiva Ova, archipiélago de las Marquesas.
Colección musée du quai Branly, París.
Moai con rasgos marquesanos, Rano Raraku. Expedición cientíica noruega
(1955-1956).
LA INSTALACIÓN DE LA SOCIEDAD ANCESTRAL
A partir de la llegada del Ariki Hotu a Matu’a, se deine un
orden social encabezado por la familia real y la aristocracia
religiosa que incluía a sabios y sacerdotes, seguidos por una
variedad de especialistas artesanos y guerreros, pescadores y
agricultores. En el nivel más bajo se encontraban los sirvientes
y los enemigos vencidos destinados al sacriicio.
La posición de la aristocracia se sustentaba en su origen
divino, como descendientes de los dioses creadores. En la línea
de los ariki de Rapa Nui, dentro del linaje Honga del clan Miru,
el hijo primogénito estaba destinado a recibir el poder como
líder religioso de la isla (Ariki Henua). Los ariki estaban investidos
de un poder de origen sobrenatural, el mana, y protegidos por
las normas del tapu, lo prohibido. Ese poder se concentraba en
su cabeza, al punto que según la tradición nadie podía tocarlo,
ni cortarle el pelo. El mana se podía expresar en forma positiva,
al propiciar las siembras y las cosechas, o en forma negativa,
provocando incluso la muerte.
El control de la producción de alimentos se tradujo en una
intensiicación de la producción agrícola, que constituyó la base de
la subsistencia. Los alimentos del mar de mayor prestigio, como el
atún y las tortugas, estaban reservados a la nobleza. Su obtención
estaba a cargo de especialistas y se sometía a las restricciones del
tapu durante varios meses al año. Grandes iestas y ceremonias
eran ocasiones para la redistribución de alimentos, rasgo
característico de las sociedades organizadas como “jefaturas”.
La sociedad ancestral rapanui es el producto de un modelo
ampliamente difundido en la Polinesia, en particular, en las
islas Marquesas, Tahiti y Raivava’e, donde se encuentran
los prototipos de los ahu y moai rapanui y, en particular,
el modelo ideológico y sociopolítico que le da su especial
carácter en el tiempo y el espacio. El desarrollo de este
proceso en Rapa Nui debe entenderse en el marco de la
interacción entre un tipo de sociedad y un medio ambiente
especial. La producción de alimentos agrícolas aparece como
fundamento para el desarrollo de sociedades complejas, en
las que una estratiicación social no igualitaria se asocia a la
ideología, al culto a los ancestros, al ritual y a las estructuras
monumentales, y al conocimiento cientíico, así como al
origen divino de los jefes y su poder sobrenatural, con la
capacidad coercitiva para imponer reglas y prohibiciones,
manteniendo e incrementando su prestigio a través de la
redistribución generosa de los excedentes.
En este proceso, y en otros lugares de la Polinesia, como
Tonga y Hawaii, Nueva Zelanda y Tahiti, hubo sociedades que
llegaron a extremos de reinamiento y complejidad, a partir
del sostenimiento de una alta densidad de población, con
soisticados sistemas de producción agrícola y construcciones
monumentales de tipo religioso y defensivo.
VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez
Jefe junto a miembros de su familia (grabado: P. Loti, 1873).
119
La mayor o menor importancia de las personas en la
pirámide social se estructuraba en función de su grado de
cercanía con el ancestro más importante, lo que se complicaba
en la medida que aumentaba la población y se subdividían o
fusionaban las familias, linajes o clanes según las circunstancias
históricas. En casos de conlicto, era común que algunas familias
fueran acogidas por un grupo más poderoso.
,
Ko Tu u Aro
Ko Te Mata Nui
Miru
Hamea
Miru o
Kao
&
Miru
Rau Vai
Miru o
Toko te Rangi
&
Miru o
Mata Ivi
Miru
,
Ra á
A la llegada de los europeos a la isla, había ocho clanes
mayores y cuatro menores, organizados en dos grandes
confederaciones que se dividían la isla en dos: los clanes
asociados a los Miru, el linaje real, en la mitad noroeste de la
isla (Mata Tu’u Aro), y aquellos que ocupaban la mitad sureste
(Mata Tu’u Hotu Iti).
,Miru
Ariki
Tupahotu
Rikiriki
Ure o Hei
(Nakúa)
Ure o
Moko
Mae
Hiti
,
Uira
,
Koro Orongo
Miru
,
Koro Orongo
Tupahotu
Ngaruti
Ngaure
Marama
Miru
Marama
Tupahotu
Hau Moana
Miru
Ngatimo
,
,
Ko Tu u Hotu, Iti
Ko Te Mata Iti
Hau
Moana
Tupahotu
Motu Kao Kao
Motu Iti
Motu Nui
Distribución de los clanes en la isla.
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
120
Los moai del Ahu Nau Nau con los ojos puestos, expresión viva del mana de
los ancestros.
EL ASENTAMIENTO
Fundación de Hare Vaka frente al ahu Vai Uri, Tahai (fotografía: J. M. Ramírez).
En este contexto, las construcciones monumentales (ahu)
dedicadas al culto a los ancestros fundadores de cada linaje
constituían la evidencia visible del nexo genealógico con un
territorio. Al mismo tiempo legitimaban el dominio sobre
los territorios y hacían referencia permanente al mana de
los ancestros encarnados en cada imagen, que eran el rostro
vivo (aringa ora) de algún antepasado claramente identiicado.
Los centros de ese poder político y religioso se ubicaron de
preferencia en la costa, para controlar territorios independientes
y autónomos que se proyectaban hacia el interior de la isla.
Los límites eran marcados por acumulaciones de piedras (pipi
horeko) y su transgresión normalmente constituía una grave
falta. Se han descrito algunos moai aislados en el interior
de la isla, que también habrían servido como marcadores
territoriales.
Cerca de los ahu se instalaban las personas de alto rango y
los sacerdotes, ocupando casas en forma de botes invertidos
(hare vaka). Unas desproporcionadas fundaciones de basalto
pulido (paenga) sostenían una estructura muy ligera, con un
esqueleto de ramas y cubierta de hojas y pasto, de unos
diez metros de largo por dos metros de ancho, aunque se
encuentran casas de hasta cuarenta metros de largo. Una
VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez
Ngarua, almohada de piedra, con grabados similares a rongo rongo. Colección
Museo Fonck, Viña del Mar.
Crematorio detrás del Ahu Akivi (fotografía: J. M. Ramírez).
pequeña entrada en el centro de la estructura permitía el
acceso a un espacio estrecho, oscuro y sin ventilación. En el
interior no había muebles, pero utilizaban bolones de basalto a
modo de almohadas (ngarua). Los sueños deben haber tenido
un signiicado especial, dado que algunas de esas almohadas
presentan diseños simbólicos grabados con inas incisiones. Las
escasas pertenencias colgaban de la estructura. La supericie
del suelo se cubría con esteras de ibras vegetales (moenga).
A veces, en el frente, había una terraza (taupea) en forma de
media luna, pavimentada con pesados bolones (poro) traídos
del borde costero.
En el interior de la isla se ubicaban las familias reunidas en
torno al hombre más importante (tangata honui), generalmente
los ancianos que hacían de cabeza de los linajes. Estas
familias formaban pequeños asentamientos permanentes o
semipermanentes, junto a los campos de cultivo. Las habitaciones
eran menos elaboradas y, aparte de estructuras elípticas, se
encuentran casas de planta rectangular (hare kau kau) y circular
(hare oka). La arquitectura doméstica se completaba con los
fogones subterráneos delimitados por bloques labrados de
basalto (umu pae) y, en tiempos tardíos, con refugios para las
gallinas (hare moa) y estructuras circulares para proteger las
plantas (manavai).
Probablemente, existieron zonas de acceso común para la
explotación de algunos recursos, como canteras o bosques
con características especiales. El control de algunos de esos
recursos por parte de diferentes grupos debió sustentarse en
la mantención de normas de reciprocidad e intercambio.
EL ESPLENDOR DEL MEGALITISMO,
LA “FASE AHU-MOAI” (1000-1680 d. C.)
Los ahu
Las plataformas ceremoniales tienen su origen en el marae de la
Polinesia central, una simple estructura rectangular demarcada
por una hilera de bloques de basalto. Estaban destinados al
culto de una serie de dioses, así como a los ancestros más
relevantes de cada linaje, representados por simples losas
verticales de piedra o coral, así como por eigies de madera.
En Rapa Nui, las primeras estatuas antropomorfas se parecían
al modelo polinesio (islas Australes, Marquesas, Tahiti), más
pequeñas y de tipo más naturalista.
El interior de las plataformas estaba constituido por un relleno
de piedras de distintos tamaños, perfectamente encajadas
y apisonadas. En Rapa Nui, se incorporaron plataformas
inclinadas en el frente (tahua), con pavimento de bolones
(poro) y extensiones laterales. El muro posterior, normalmente
más elevado, llegó a tener bloques de basalto pulido a modo de
enchape. Las actividades ceremoniales se desarrollaban en una
plaza al frente del ahu. Detrás de la plataforma se encontraban
los crematorios.
Desde esas plataformas, los ancestros proyectaban su mana
sobre sus descendientes y su territorio. La mayoría de los ahu
se construyó a lo largo de la costa, en tanto la aristocracia
controlaba el acceso a los recursos más importantes del
mar, que era tapu para la gente común. Con el tiempo, se
121
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
Ahu Huri A Urenga, orientado a la salida del sol en el solsticio de invierno
(fotografía: N. Aguayo).
122
construyeron más de trescientos ahu en todo el perímetro
de la isla, de manera que conformaban una barrera simbólica
para la propia población. Los moai dando la espalda al mar
resaltaban con mayor fuerza el aislamiento. Se construyeron
unos treinta ahu en el interior de la isla, vinculados a grupos
sin acceso a la costa o a propósitos especíicos. Entre esas
funciones especiales, se cuenta la astronomía. Una docena de
ahu fueron orientados según la posición del sol en los solsticios
o equinoccios, y probablemente respecto de constelaciones
importantes en la cosmogonía rapanui.
A lo largo de los siglos, los grupos más poderosos
remodelaron y ampliaron las plataformas, instalando moai
cada vez más grandes y estilizados. Los antiguos moai
quedaban enterrados en el relleno de la nueva ampliación,
pero algunas veces los cuerpos completos o fragmentados
fueron incorporados en los nuevos muros. Naturalmente, la
ampliación de los ahu dependía de la capacidad productiva
del grupo, aquellos con terrenos de mayor tamaño y mayor
población. Algunos de los ahu fueron decorados con signos
adicionales del poder de su linaje, con frisos de escoria roja y
pavimentos de bolones cubiertos de coral blanco. Del mismo
modo, ciertos moai fueron coronados con unos cilindros de
escoria roja (pukao), máximo símbolo de poder y santidad.
El Ahu Tongariki, frente a Rano Raraku, llegó a convertirse en
el mayor monumento megalítico de toda Polinesia. La plataforma
central de 96 metros de largo llegó a soportar 15 moai que
medían entre seis y ocho metros de altura. Las extensiones
laterales le dieron un largo total de 160 metros.
Ahu Tongariki (fotografía: N. Aguayo).
VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez
Los moai
Las imágenes de los ancestros eran el eje central del orden
político e ideológico en Rapa Nui. Los primeros moai eran
muy similares al modelo polinesio; pequeños, con cabezas
trapezoidales, ojos redondos, orejas cortas, y con las manos
cruzadas sobre el pecho. Con el tiempo, la estilización de
las enormes iguras llevaría a los moai de Rapa Nui a un
estilo completamente distinto, aunque siempre se reconocen
diferencias individuales.
Al comienzo, probaron distintas materias primas, como la
traquita del Poike (22), la escoria roja (18), incluso el basalto
(10), pero en los faldeos del volcán Rano Raraku encontraron
la materia prima ideal: la toba lapilli. Esta ceniza volcánica de
menor densidad que la traquita, pero más dura que la escoria,
era accesible al tallado con picotas y azuelas de basalto (toki).
A lo largo del período de esplendor megalítico, que duró unos
seis siglos, tallaron unos mil moai. Unos cuatrocientos quedaron
abandonados en la cantera de Rano Raraku, en distintas etapas
de tallado, otros cien fueron abandonados durante el traslado,
y unos 164 llegaron a levantarse sobre algún ahu.
Los moai terminados varían en tamaño entre dos y diez
metros de altura, pero en un caso los talladores dejaron
abandonado en la cantera un gigante de más de veintiún metros,
que habría llegado a pesar unas 270 toneladas, muy lejos de
cualquier posibilidad de traslado. Alguna razón muy poderosa
los llevó a ese extremo, algo como un intento desesperado por
mantener el poder. Sobre el Ahu Hanga Tetenga se encuentra
Rano Raraku. Cantera interior (fotografía: N. Aguayo).
123
Rano Raraku. Cantera exterior, con el gigante a la derecha (fotografía:
N. Aguayo).
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
Ahu arcaico en el Poike, abandonado hacia el 1400 d. C. Los bloques pulidos
del muro frontal alternan traquita blanca y basalto negro, mientras el muro
posterior es curvo, compuesto por bloques toscamente labrados. No se
observan evidencias de algún moai (fotografía: N. Aguayo).
124
un moai de diez metros de altura, quebrado y sin los ojos, lo
que indica que se cayó en el último impulso para alcanzar la
posición vertical. En el Ahu Te Pito Kura se instaló un moai
de tamaño similar, y la tradición dice que fue el último en ser
derribado, por el año 1840.
La fábrica de moai muestra todas las etapas del tallado. Aún
se encuentran en el suelo miles de herramientas (toki) y millones
de lascas derivadas de la renovación de los ilos, de manera
que no hay misterio sobre cómo se tallaron. Lo que cuesta
comprender es porqué tallaron esas iguras en las laderas de
un cerro abrupto, incluyendo los detalles más delicados, en vez
de cortar bloques para deslizarlos sin mayores complicaciones
hasta un lugar seguro y cómodo, para allí terminarlos.
Tampoco está resuelto por completo el problema del
traslado. Probablemente usaron distintas técnicas a lo largo
del tiempo, en función del tamaño y el peso de las estatuas,
pero con seguridad debieron usar muchos maderos y
fuertes cuerdas. Según la tradición, “los moai caminaban”. El
traslado en posición vertical es una alternativa viable para las
estatuas pequeñas, pero debieron proteger la base con alguna
estructura de troncos para no dañar la frágil toba. Con mayor
razón debieron utilizar una base de troncos si el traslado se
hacía en posición horizontal. Esto siempre va a ser materia de
especulaciones, pero una explicación seria debe considerar otro
dato importante: la forma en que construyeron los caminos de
los moai. Cuatro ramales salen desde la base de la cantera, por
la costa y atravesando la isla. Miden entre 1,5 y 20 kilómetros
de largo. En algunas partes bajas fueron pavimentados, pero
lo más llamativo es que no tenían una supericie plana, sino
cóncava, y presentan oriicios a los costados donde deben
haber plantado postes. Estos detalles sugieren el empleo
de trineos, postes y palancas de madera dura como el Toi y
muchas cuerdas de Hau Hau.
Al momento de consagrarse la imagen sobre el ahu,
con la postura de los ojos de coral y obsidiana, los moai se
transformaban en el “rostro vivo” de un ancestro en particular.
El mana que proyectaban sobre sus descendientes y su territorio
era la garantía del éxito y la supervivencia del grupo. De los
164 moai erigidos alrededor de la isla, 58 fueron coronados con
pukao, confeccionados en la cantera de Puna Pau. La técnica
involucrada en el proceso de instalación de esos cilindros de
piedra de más de diez toneladas a diez metros de altura es uno
de los mayores logros de los antiguos ingenieros de Rapa Nui.
CRISIS Y READAPTACIÓN, LA “FASE HURI
MOAI” (1680-1868 d. C.)
El mitológico año 1680 se utiliza normalmente para marcar el
inicio de la “decadencia” o “colapso” de la cultura rapanui, un
proceso que se asocia al abandono del megalitismo, la destrucción
de los ahu y los moai, la guerra y el canibalismo, supuestamente
derivados de la destrucción intencional del ecosistema. La fecha
se relaciona con la leyenda de la “batalla del Poike”. Según la
tradición, los Hanau E’epe se refugiaron en la península del Poike
para defenderse de sus enemigos Hanau Momoko. Estaban
protegidos por una trinchera a lo largo de la base del cerro, llena de
material combustible. En un momento fueron sorprendidos por
los Hanau Momoko, y fueron casi completamente exterminados
en esa misma fosa, conocida como “Te umu o te Hanau E’epe”
(“el curanto de los Hanau E’epe”).
La arqueología no pudo conirmar la leyenda, porque no
se trata de una trinchera defensiva, sino de una serie de fosas
alineadas pero separadas, sin material combustible ni restos
humanos en el interior. La mejor interpretación alternativa es
que sirviera algún propósito agrícola.
VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez
Ahu Vinapu. La semejanza con los muros inkaicos es supericial: en la isla son
el enchape que adorna un relleno de escombros perfectamente estabilizado
(fotografía: J. M. Ramírez).
Jardines de piedra. Los taro se alimentan de la humedad acumulada
(fotografía: N. Aguayo).
Sin embargo, los datos antracológicos (es decir, la
identiicación de vegetales a través de sus restos carbonizados)
muestran la casi completa desaparición del bosque hacia la
segunda mitad del siglo xvii. Esta evidencia parece sostener la
teoría del desastre ambiental como causa del colapso cultural,
aunque el tema es mucho más complejo. De hecho, el “caso
rapanui” se ha utilizado como modelo para la actual amenaza
de colapso ambiental de todo el planeta. Rapa Nui aparece
como el ejemplo máximo del “ecocidio” provocado por la
ambición humana, causa última del colapso de las civilizaciones.
La competencia por el poder y la subsiguiente sobreexplotación
de un ecosistema limitado y frágil parece ser la causa obvia
del hambre, las guerras intertribales, el colapso del orden
social, la destrucción y la muerte. Efectivamente, la pérdida de
los antiguos bosques estuvo asociada a la sobreexplotación,
pero también pudo haber otros factores involucrados, como
las sequías u otras causas. El caso es que los cambios que se
produjeron en la sociedad rapanui no se pueden caliicar como
decadencia, y menos aún se puede decir que provocasen un
colapso demográico.
Casualmente, la primera evidencia de que algo distinto
ocurrió en la isla proviene del Poike. Los antiguos agricultores
se dedicaron a una agricultura intensiva en la península, y para
ello debieron cortar los árboles, pero el suelo arcilloso fue
rápidamente lavado por las lluvias y la pérdida del suelo agrícola
los obligó a abandonar ese territorio hacia el 1400 d. C.,
mucho antes del supuesto colapso. Mientras tanto, en el resto
de la isla, se impulsó una producción intensiva de alimentos en
un suelo distinto. Importantes extensiones de terreno fueron
cubiertas con pequeñas piedras volcánicas para conservar la
humedad (mulching), donde era factible plantar camote y taro,
y se realizaron pozos entre las piedras para la plantación de
ñame o uhi.
Con el objeto de proteger plantas como plátanos y
caña de azúcar del fuerte viento, construyeron estructuras
circulares con muros de piedra (manavai). Existen miles de
sitios y estructuras asociadas a la agricultura, con terrazas,
canales, reservorios de agua, jardines de piedra y manavai
dispersos en casi toda la isla, lo que demuestra un enorme
esfuerzo para sostener la producción de alimentos agrícolas.
En verdad, el esfuerzo involucrado en los jardines de piedra
fue mayor al desplegado en los monumentos religiosos. Más
aun, la evidencia muestra el desarrollo de complejas soluciones
políticas, ideológicas y técnicas, lo que revela una notable
capacidad de adaptación y supervivencia.
El proceso no fue fácil. A lo largo de poco más de un
siglo, se hicieron caer todos los moai de la isla. La remoción
y destrucción de los ojos de coral muestra la desconexión
simbólica entre los ancestros y los territorios. Los ahu se
transformaron, ocultando su forma original, y se construyeron
cámaras (avanga) en su interior para recibir los huesos
blanqueados de los muertos. El impacto de la antigua práctica
de las cremaciones en la pérdida del bosque no ha sido
evaluado en su real dimensión, como tampoco el impacto
social y psicológico del cambio adaptativo que fue necesario al
agotarse el combustible.
El esfuerzo por mantener el antiguo orden a través de
una mayor exigencia sobre la población y los recursos, debió
provocar tensiones dramáticas. Los enfrentamientos entre
grupos rivales hicieron necesario habilitar cientos de cavernas
como refugios temporales (ana kionga). La tradición habla
de enfrentamientos bastante sangrientos pero de corta
duración, en los que la venganza es el principal ingrediente del
125
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
RONGO RONGO:
LA ESCRITURA SAGRADA
126
En las tablillas de madera de Rapa Nui, los signos se
ordenan en bandas horizontales ligeramente cóncavas,
y se grababan con dientes de tiburón o esquirlas de
obsidiana. En cada línea los signos están invertidos
Uno de los últimos misterios de Rapa Nui es el origen y
respecto de la línea anterior, de manera que la lectura
desciframiento de la escritura rongo rongo.
se iniciaba en la línea inferior, de izquierda a derecha, y
En el año 1864, el misionero Eugenio Eyraud fue el primer
al llegar al inal de la línea, se daba vuelta la tablilla sobre
occidental en observar una “tablilla parlante” (kohau rongo
el mismo plano, para continuar la lectura sobre la línea
rongo), colgando en el interior de las casas bote. Se conservan
inmediatamente superior.
unas veinticinco de esas tablillas en museos de todo el mundo.
Los signos son marcadamente convencionales, entre los
Solamente tres de ellas se encuentran en Chile (Museo
que se puede identiicar iguras antropomorfas, aves, hombresNacional de Historia Natural), pero ninguna en Rapa Nui.
pájaro, aves con dos cabezas, vulvas, manos, pies, peces,
La leyenda de Hotu a Matu’a incluye entre los
tortugas, jaibas, pulpos, diferentes tipos de plantas, utensilios,
especialistas y sabios que lo acompañaron desde Hiva a
proyectiles de obsidiana, canoas, adornos pectorales, soles,
los maori rongo rongo, quienes portaban 67 tablillas de
lunas y estrellas, y una variedad de formas geométricas. En total,
madera con unas inscripciones que contenían los antiguos
unos ciento cincuenta elementos básicos formaban alrededor
conocimientos sagrados y genealogías. En el manuscrito
de mil quinientos a dos mil composiciones diferentes. Un
de Pua Ara Hoa aparece un dato muy interesante: entre
rasgo muy relevante de los signos antropomorfos es que
los siete exploradores enviados por Hotu a Matu’a para
muestran una variedad de posturas corporales, provenientes
identiicar esa nueva tierra soñada por Haumaka, el menor
seguramente de un lenguaje pantomímico, y de las manos,
de ellos fue encargado de reproducir su recorrido, y escribe
propio del lenguaje de gestos.
los nombres de los lugares sobre un trozo de ibra vegetal.
Estos signos y composiciones no constituyen una graEn 1770, cuando la expedición de González y Aedo
mática en el sentido estricto de la palabra, sino ideogratoma posesión de la isla a nombre del Rey de España, vamas con múltiples signiicados, expresados en un estilo
rios jefes isleños irmaron una hoja de papel con signos que
telegráico. Eran un verdadero rompecabezas, solo comaparecen en las tablillas,
prensible para los iniciados
como manutara y komari.
en el conocimiento de las
Algunos especialistas planclaves. Los especialistas lo
tean que fue este hecho
consideran algo más que
histórico lo que estimuló la
un recurso mnemotécniproducción de la escritura
co para guiar la recitación
rongo rongo sobre tablillas
de los textos y lo clasiican
de madera. En el año 1914,
como un sistema ideográalgunos ancianos informaico, en etapa de transición
ron a Katherine Routledge
entre la escritura de imáque antiguamente se escrigenes y de sonidos. Con la
bía sobre hojas de plátano,
desaparición de los sabios
y que el uso de la madera
hacia mediados del siglo
fue incorporado más tarxix, con motivo de las exdíamente. Se sabe que la
pediciones esclavistas y las
Tablilla de madera con escritura rongo rongo (detalle).
producción y lectura de
epidemias que redujeron
los rongo rongo era tema
la población a punto del
exclusivo de algunos especialistas (Tangata Maori Rongo
exterminio, la posibilidad de llegar al “desciframiento” de
Rongo), miembros de la aristocracia. Los iniciados debían
las tablillas se redujo al mínimo, a pesar de todo los intendar prueba de sus conocimientos cada año, recitando los
tos realizados hasta la fecha.
textos de las tablillas frente al Ariki Henua, en Anakena.
De acuerdo con los estudios más coniables, las tablillas
También en las islas Marquesas y en Mangareva existían
registraban básicamente motivos religiosos de carácter
estos especialistas en antiguas tradiciones y rituales, encaratemporal, siendo muy escasos los acontecimientos
gados de recitar genealogías, enseñar las “leyendas” y dirigir
políticos o los índices genealógicos. El registro escrito de
los cantos y rituales. Aunque no se conserva la expresión
carácter histórico se realizaba con otro tipo de escritura,
física de los textos en tablillas de madera, esos especialistas
llamada Ta’u. Algunas inscripciones harían referencia a
se llamaban Tahuna O’ono y Taura Rongo Rongo. En las
la procreación y la fecundidad, en especial el texto del
islas Tuamotu, la palabra rongo hace referencia a los relatos
extraordinario remo que se conserva en el Museo de
de las hazañas de un héroe, contados por un especialista.
Historia Natural de Santiago.
VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez
Mataa, lascas de obsidiana con ilos naturales con un pedúnculo para enmangar,
de uso múltiple. El modelo del mataa se encuentra en las islas Chatham, donde
también se llama mataa, y, en Pitcairn, donde se confeccionó en basalto.
drama. Un eiciente instrumento de muerte se asocia a este
período: el mataa. Hojas de ilosa obsidiana se enmangaban
para convertirlas en lanzas o cuchillos. Otro instrumento de
combate cuerpo a cuerpo eran las mazas de madera (ua,
paoa), de larga tradición en toda la Polinesia.
Una de las evidencias más claras de que la crisis signiicó la
pérdida de prestigio de la antigua aristocracia, es que cientos
o quizás miles de bloques de basalto pulido (paenga), que
formaban las fundaciones de las casas asociadas a los sitios
ceremoniales (hare paenga), fueron reutilizados en los muros de
las cámaras funerarias (avanga) y cuevas de refugio (ana kionga),
en la construcción de los hornos subterráneos (umu pae) y,
ocasionalmente, en los muros de los manavai y los hare moa.
Un ejemplo extraordinario de esto lo constituye el estanque
construido en la quebrada de Ava Ranga Uka A Toroke Hau,
que baja desde la cumbre del Maunga Terevaka hacia Vaitea,
donde se realizó una gran obra de ingeniería hidráulica.
En efecto, la revolución afectó mayormente al antiguo orden
aristocrático, pero la sociedad rapanui siguió funcionando
y produciendo una cantidad suiciente de alimentos para
sostener la población y generar excedentes para mantener
especialistas y producir las grandes iestas comunitarias. El
mito del colapso global de la población y la sociedad hacia el
1680 d. C., asociado a la leyenda de la batalla del Poike, ya no
tiene fundamento.
EL CULTO AL HOMBRE PÁJARO
En lo ideológico, estas adaptaciones tuvieron su expresión
más notable en el culto a Make Make, el dios creador, y en
la ceremonia del tangata manu, el Hombre Pájaro. El antiguo
culto a los ancestros en los centros religiosos de cada familia se
desplazó a la aldea ceremonial de Orongo, en el borde suroeste
del Rano Kau. Ese fue el escenario de una competencia anual
por el poder y de las ceremonias de la fertilidad.
127
Estanque para el agua (puna) en la quebrada Ava Ranga Uka A Toroke Hau,
que baja de Rano (laguna) Aroi (fotografía: J. M. Ramírez).
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
128
Mata Ngarahu, Orongo. Al fondo, el Motu Nui.
Tangata Manu, el Hombre Pájaro (fotografía: N. Aguayo).
El hombre pájaro se transformó en el símbolo de poder
de los guerreros (matato’a) que logró dominar como clase
política en el período tardío del desarrollo cultural de Rapa
Nui. La aldea de Orongo comenzó a funcionar como sitio ritual
mucho antes, al menos desde el 1200 d. C., especialmente
asociada a los ritos de iniciación de la pubertad.
Desde ines del siglo xvii, y hasta el impacto exterior de
la esclavitud y los misioneros católicos, la Aldea de Orongo
sería el escenario de la competencia por el poder de Make
Make, representado en el huevo del manutara (Sterna
fuscata). Cada clan encargaba a un representante un esfuerzo
extremo: bajar el acantilado de Orongo, nadar un kilómetro
sobre un lotador de totora hasta el Motu Nui, y volver a
salvo con el huevo intacto, para dar a su jefe el título de
Tangata Manu.
La iesta se iniciaba en Mataveri, a los pies de Rano Kau, con
el acopio de cantidades suicientes de comida para todos los
miembros de las familias participantes. Arriba, en la aldea, unas
53 casas de piedra estaban destinadas a alojar a los involucrados
en el ritual. Los sacerdotes esperarían la noticia del ganador en
el sector de Mata Ngarahu, en unos nichos construidos junto
a un aloramiento de rocas grabadas con cientos de imágenes
de tangata manu, máscaras de Make Make, y komari (vulvas),
símbolo de la fertilidad.
Una de las evidencias más claras de que la crisis no
signiicó el colapso de la cultura, sino un cambio adaptativo
tan espectacular como el esplendor megalítico anterior, es un
moai de basalto que se encontraba en el interior de una de las
VI. La tierra de Hotu a Matu’a / J. M. Ramírez
Make Make, el Dios creador (fotografía: N. Aguayo).
129
casas de Orongo. En el frente presenta los rasgos de un moai
clásico, pero en la espalda tiene grabados todos los motivos
que representan el nuevo orden ideológico: tangata manu,
ao (remo doble, símbolo del poder) y komari. Este símbolo
fundamental de la historia de Rapa Nui fue llevado a Inglaterra
en 1868 y desde entonces se conoce en la isla como el moai
Hoa Haka Nana Ia (“el amigo robado”).
EPÍLOGO
El 5 de abril de 1722, domingo de Pascua de Resurrección,
navegantes holandeses pusieron a la isla en el mapa del
mundo occidental, rompiendo un aislamiento de mil años.
La sociedad rapanui sufrió un impacto mucho más profundo
hacia 1864, con las expediciones esclavistas y las epidemias
que en poco más de diez años redujeron la población a 110
sobrevivientes. La llegada de misioneros y comerciantes
franceses desde Tahiti también dejaron una huella profunda
y deinitiva en la isla. El 9 de septiembre de 1888, la isla
se convierte en parte del territorio nacional, pero es muy
pronto entregada en arriendo a una compañía explotadora
inglesa, que la convierte en una estancia ganadera, dedicada
a la producción de lana de oveja para la exportación. El
Estado de Chile caduca ese contrato en 1953, y la isla queda
bajo la tuición de la Armada, único nexo con el Estado por
muchos años. En 1964, una revolución pacíica encabezada
por uno de los primeros profesores isleños formado en el
continente conducirá al reconocimiento de los isleños como
Grabados en la espalda del moai Hoa Haka Nana Ia.
verdaderos ciudadanos. La apertura al mundo exterior,
centrada en los vestigios arqueológicos monumentales,
comenzó a posicionar a la isla como uno de los atractivos
turísticos más importantes del mundo. La cultura rapanui
se ha venido renovando a pesar de todos los impactos del
mundo exterior, en función del orgullo de una comunidad
que logró sobreponerse gracias a su admirable capacidad de
adaptación, permitiéndoles mantener vigente su identidad
como cultura ancestral.
130
131
132
VII. Los grupos indígenas en Chile / J. L. Martínez & P. Mege
A
bordar el estudio de los distintos
grupos indígenas que poblaban el actual
territorio chileno al momento de su
primer contacto con los españoles es
una tarea tremendamente compleja. El
instante de este encuentro no fue, sin
embargo, igual para todos los grupos. Se
produjo a principios del siglo xvi con las
poblaciones del Norte Grande; a mediados del siglo xvii, con
grupos al sur de Chiloé y a ines de ese siglo y principios del xviii,
con los habitantes de la Patagonia y Tierra del Fuego.
Por otra parte, cada vez resulta más evidente que muchos
de los nombres con los que se identiicó a los distintos grupos
no eran los que ellos mismos se daban. Correspondían a
topónimos, como el caso de los tarapacá, o a denominaciones
que otros les atribuían, como los purun aucas o promaucaes.
A todo esto debemos agregar el que mucha de la información
está muy deformada por los valores y esquemas culturales
propios de quienes la registraron. Está inluenciada —muchas
veces inconscientemente— por los intereses que guiaron su
obtención, además de distorsionada por la traducción, desde
las lenguas nativas, sin escritura, a los textos castellanos.
Unku o túnica de guerra de los inkas. Colección MChAP/DSCY 2898 (fotografía:
N. Aguayo).
133
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Preclombino
134
Changos en balsa de cuero de lobos en caleta El Cobre (grabado:
R. A. Philippi, 1860).
El avance de la investigación ha traído a la luz nuevos
conocimientos que, lejos de aclarar el panorama de los
diferentes grupos humanos que habitaban nuestro actual
territorio, lo ha hecho aun más complejo. Por estos motivos
y por razones de espacio, a continuación se procurará
ofrecer un esbozo muy general sobre estas materias. Este
necesariamente deberá polemizar con las simpliicaciones
que se ofrecen en los textos escolares.
PUEBLOS DEL NORTE GRANDE
La mayoría de aquellos que poblaron estos territorios poseían
sociedades altamente complejas y reinadas, tanto en lo social
como en lo cultural.
El ideal común a todos ellos era tener acceso a la mayor
cantidad de recursos posibles. Esto dio origen a una forma de
ocupar los territorios que es diferente a la que actualmente
conocemos. Así, es muy difícil trazar una “frontera” o un límite
entre cada uno de estos grupos. Se trata, esencialmente, de
sociedades que ocupaban un territorio disperso y discontinuo,
en el cual era muy común el desplazamiento de múltiples
caravanas que viajaban, a veces cientos de kilómetros, solo
por obtener algún producto muy apreciado, como una
variedad de maíz, un pez con sabor especial, un fruto exótico
o unas plumas hermosas.
Los aymaras
En el valle de Camarones, algunos kilómetros al sur de Arica,
se interrumpe la cadena de valles que atraviesan el desierto,
uniendo las tierras altas del altiplano con la costa. Destacan entre
ellos los valles de Lluta, Azapa y Codpa, que se caracterizan
por poseer cursos de agua más o menos permanentes,
presentando distintos microclimas en la gradiente altitudinal.
Así, un ocupante de esos territorios podía tener rebaños
de llamas y alpacas pastando en el altiplano sobre los 4000
metros; sembrar quinua en terrenos entre los 4000 y 3500
metros; maíz, habas, papas y otras especies en tierras ubicadas
entre los 2500 y los 3000 metros; algodón y ají en las tierras
más bajas y, por último, tener acceso a los recursos marinos
en la costa, todo ello sin salir de un mismo valle.
Esto originó que, desde muy temprano, los grupos
aymaras que habitaban en el altiplano —mucho más
VII. Los grupos indígenas en Chile / J. L. Martínez & P. Mege
135
El puerto de Cobija a mediados del siglo
grabado por Bichebois, Londres).
escaso en recursos— empezaran a ocupar y explotar estos
espacios. Así, sabemos que en el siglo xvi, en Arica, había
grupos de colonos (mitimaes) lupacas, carangas y pacajes,
todos ellos pertenecientes a grandes señoríos aymaras de
la actual Bolivia.
Aún no está claro qué pasaba en ese mismo momento
con los habitantes locales. Parecen haber habitado más bien
la zona de la costa y el curso bajo de los valles. Tampoco
sabemos cómo se relacionaban estos con los grupos
aymaras. Recientemente se ha sugerido que los aymaras se
impusieron sobre la población local, dominándola. Lo cierto
es que actualmente, los únicos habitantes indígenas de estos
territorios son efectivamente aymaras.
Estos eran fundamentalmente ganaderos y agricultores. A
la llegada de los españoles, sus rebaños de llamas y alpacas se
contaban por miles de cabezas en el altiplano. Habían logrado
desarrollar reinados sistemas de conservación de alimentos.
Hacia esa altiplanicie convergían caravanas de llamas cargadas
de pescado seco, algas, algodón, ají y otras especies, enviadas
por los colonos residentes en los valles costeros.
Los grandes señoríos del altiplano estaban divididos
en mitades (dualismo), cada una de las cuales enviaba su
xix
(ilustración de Touchard,
propia gente a los valles de Arica. Como siempre, eran
las unidades domésticas completas las que viajaban como
colonos, con sus respectivos dirigentes étnicos o mallkus,
reproduciendo en las tierras bajas su estructura social.
Algunos documentos permiten postular que existía una
compleja jerarquización, con distintos tipos de autoridades
y grupos especializados productivamente (por ejemplo,
pescadores, agricultores).
En Arica convivía gente procedente del altiplano, de Tacna
e Ilo, de la costa sur peruana, y de Tarapacá.
Al sur de la quebrada de Camarones y hasta el río Loa se
extiende el territorio de Tarapacá. Aquí los valles ya no alcanzan
a llegar a la costa, desapareciendo en la pampa del Tamarugal
o en el desierto que, en esa zona, llega prácticamente hasta
la precordillera de los Andes. La mayoría de los estudiosos
supone que los habitantes de estas quebradas hablaban
aymara. No está claro, sin embargo, si se trataba de un grupo
local autónomo o eran también parte de un señorío del
altiplano, como los pacajes o carangas.
Es muy posible que el nombre Tarapacá no sea propiamente
el del grupo étnico. Lo poco que sabemos de ellos es que
probablemente formaban una unidad que incluía, al menos, a
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
las poblaciones asentadas en las quebradas de Tarapacá, Pica
y Guatacondo. Es muy posible que en ese territorio hubiesen
tenido que compartir el acceso a algunos recursos con otros
grupos procedentes del altiplano, como los lípez, o del río
Loa, como los atacamas.
Los atacamas
La Región de Atacama está marcada por el desierto. Este
penetra hacia el interior hasta aproximadamente los 2600
metros, interrumpido solo por el Loa, único río que logra
cruzar esas tierras llegando hasta el mar. Un poco más al sur
se encuentra el gran salar de Atacama, la puerta del desierto
más árido del mundo.
En este territorio convivían varios grupos. En la costa, los
camanchacas o proanches (llamados más tarde changos) se
dedicaban fundamentalmente a la pesca. Algunos documentos
indican que los grupos de pescadores, ubicados en Cobija,
Cerro Moreno y otras pequeñas caletas, estaban subordinados
de alguna manera a los dirigentes étnicos de Atacama.
Hacia el interior, en las orillas del río Loa y en los oasis
ubicados al pie de la cordillera, habitaban grupos de agricultores
y pastores que pertenecerían a otro grupo étnico, los atacamas
o atacameños.Vivían también en estas tierras lípez del altiplano
y grupos originarios de Tarapacá.
Las poblaciones de pescadores hablaban un idioma propio,
“muy áspero y que solo ellos entienden”, decía un cronista. Los
atacameños, en tanto, hablaban una lengua propia, que parece
ser el kunza. Es posible que el nombre de “atacama” sea una
denominación impuesta por otros grupos (probablemente
los cusqueños), por lo que hay investigadores que preieren
llamarlos “likan antai”.
El territorio de los atacamas habría estado dividido en dos
partes: Atacama la Alta (el sector del Salar) y Atacama la Baja
(el sector del río Loa). Se desconoce aún la organización social
concreta a que esto habría dado origen.
En sus actividades de subsistencia, los atacameños
se movilizaban a grandes distancias —al igual que los
aymaras— intentando lograr acceso a productos de
tierras lejanas. Es así como sus caravanas habrían llegado
hasta Lípez, incluso hasta Chichas (en la ver tiente oriental
de los Andes y al actual noroeste argentino), lugares en
los cuales algunos de ellos se deben haber quedado por
largas temporadas.
136
Changos atracando en la orilla balsa de cuero de lobos (grabado siglo xix).
VII. Los grupos indígenas en Chile / J.L. Martínez & P. Mege
POBLACIONES DE LOS VALLES
TRANSVERSALES
Los diaguitas
Con este nombre se han referido algunos estudiosos a las
distintas poblaciones que ocupaban la región de los valles
transversales, desde Copiapó al sur. El primero en darles este
nombre fue el arqueólogo Ricardo Latcham, basándose en
datos de ines del siglo xvi y del xvii, que mencionan a indios
diaguitas en Coquimbo, así como supuestas similitudes entre
estos y los diaguitas transandinos. Mucho se ha discutido acerca
de si es o no correcto darles esta denominación. Por ahora, lo
único que la avala son referencias documentales de inicios de
la Colonia y datos toponímicos de la Región de Coquimbo.
No está claro cuáles de los grupos indígenas entre Copiapó
y Limarí eran realmente diaguitas. Según el cronista Gerónimo
de Vivar, en cada uno de estos valles se hablaban lenguas
distintas. Pero parecieran haber compartido ciertos principios
de organización social, como el sistema de jefaturas duales,
común a todos ellos. Al parecer, la ocupación principal de los
diaguitas fue la agricultura y la ganadería, que complementaban
con la caza, la recolección de frutos y la pesca. En la mayoría
de los valles, la escasez de lluvias los había hecho desarrollar
sistemas de regadío artiicial.
Uno de los problemas que diiculta su estudio, además de la
poca documentación conocida hasta ahora, es el impacto de la
presencia inka que, a la llegada de los españoles, habría afectado
fuertemente las formas de vida propias de esta población.
LOS VALLES DE ACONCAGUA,
MAPOCHO Y MAIPO
Bajo dominio inkaico
Cuando llegaron los españoles, estos valles estaban bajo
control inkaico. Tanto en el valle de Aconcagua como el del
Mapocho residían dignatarios cusqueños y poblaciones de
colonos o mitimaes. La naturaleza de las relaciones entre
la población local y la elite cusqueña puede verse también
en el hecho de que algunos de los caciques locales, como
137
Indígenas del noroeste de Argentina, atacameños y aymaras en una operación
de trueque (grabado: Bresson, 1875).
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
138
El Capitán Apo Camac Inka combatiendo contra los indios de Chile (según
Guamán Poma de Ayala, 1980 [ca. 1615]).
Michimalonko, habrían estado en el Cusco y dominaban la
lengua quechua.
Algunos estudiosos postulan que los cusqueños habrían
introducido aquí algunas técnicas de regadío artiicial. De allí
que, cuando llegaron los españoles, pudieron ver que las tierras
agrícolas eran regadas a través de canales.
El valle de Aconcagua, o de Chile, como era también
conocido, debe haber tenido además un alto prestigio religioso
entre los pueblos del Imperio inkaico. Se consideraba, por
parte de los sacerdotes cusqueños, que una de las huacas
o divinidades importantes para todo el Tawantinsuyu era el
cerro Aconcagua.
Aunque los habitantes de esta región hablaban el mapuche
o mapudungun y poseían varios elementos culturales en
común, su estructura social era diferente y tenía distintos
niveles de complejidad.
En el caso del valle de Aconcagua pareciera haber existido
una sociedad estructurada en forma dual, con dos jefes que
corresponderían a cada una de las mitades (alta y baja) del
valle. En 1541, Tanjalonko dirigía “la mitad del valle a la mar”,
en tanto Michimalonko lo hacía hasta la cordillera. El cronista
Mariño de Lovera relata que vivían fundamentalmente en
“aldehuelas y caseríos, sin haber pueblos formados”, que les
eran más propicios para mantener el ganado y los cultivos.
Para el valle del Mapocho no tenemos referencias a
ninguna jefatura tan institucionalizada o extensa como el
caso de Aconcagua. Podría tratarse, más bien, de varios
pequeños jefes o lonkos, que controlaban áreas dispersas
de este territorio. Al parecer, los pobladores del Mapocho
habían desarrollado su propio sistema de acceso a recursos
diferenciados. Algunos grupos ocupaban simultáneamente
tierras agrícolas situadas en los faldeos de la cordillera y tierras
más cercanas a la costa, lo que les permitía un margen de
defensa ante las variaciones del clima.
El cronista Vivar describe que esta era tierra muy fértil y que
para mejorar las cosechas se usaba un sistema de quema y roza.
Cada cierto tiempo se cortaba y quemaba todo lo que había
en un predio, fertilizando así la tierra para nuevos sembrados.
En las crónicas del siglo xvi se identiicó a los habitantes del
Mapocho como picunches (gente del norte), por lo que esta
denominación se popularizó para designar a estos habitantes. El
problema es que este término alude fundamentalmente a una
posición cardinal (el norte) y no a una identidad étnica propia.
De modo que resulta incorrecto referirse a la población del
valle del Mapocho con esta designación, por la sencilla razón
de que picunches pueden ser todos aquellos que vivían al
norte de cualquier grupo de más al sur.
Según los cronistas, al sur del río Maipo habitaban los
promaucaes o purun aucas. Este nombre les habría sido
puesto por los conquistadores cusqueños, para referirse a su
condición de “incivilizados”, de “lobos monteses”, como dijera
un cronista.
Es todavía mucho lo que se ignora sobre ellos: organización
social y religiosa, economía, etcétera. Es muy probable que
fueran grupos de cazadores recolectores con algún desarrollo
de la horticultura, emparentados lingüísticamente con los
VII. Los grupos indígenas en Chile / J. L. Martínez & P. Mege
mapuches. Su sistema de vida pareciera haberse caracterizado
por una gran movilidad, puesto que ocupaban estacionalmente
tanto la cordillera como la costa.
Los escasos registros documentales que se conocen
sobre ellos se deben fundamentalmente a que ese
territorio se constituyó en la segunda línea de defensa de
los indígenas del valle central, una vez que los invasores
europeos consolidaron su dominio en las cuencas de los
ríos Aconcagua y Mapocho. Posteriormente se conocen
datos aislados, producto de la apropiación de sus tierras
por par te de los conquistadores.
AL SUR DEL MAULE
Los mapuches
La penetración española asumió un carácter novedoso
y excitante cuando traspasó los límites alcanzados por la
ocupación inka. Se podría decir que las zonas dominadas
por el Imperio inkaico eran relativamente familiares para las
avanzadas españolas. Estas regiones habían sido “civilizadas”
por los inkas y se habían hecho culturalmente comprensibles
para la mentalidad de los conquistadores europeos. Era un
orden que los españoles comprendían. Pero ¿qué pasaba más
al sur, fuera del rígido orden del Tawantinsuyu? La fuerza de
expansión imperial española no tenía límites, y la incertidumbre
jamás los había detenido.
139
Mestizo con traje de torero. Santiago hacia 1800 (grabado: Choubard basado
en dibujo de L. Massard [1833-1836]).
Traje de la gente del pueblo (grabado: L. Choris, siglo xix).
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
140
Familia mapuche (grabado: C. Gay, 1854).
VII. Los grupos indígenas en Chile / J. L. Martínez & P. Mege
Recolección de piñones en la cordillera de Nahuelbuta (grabado: C. Gay, 1854,
colección Biblioteca Nacional de Chile).
El capitán Pedro de Valdivia sabía que se enfrentaba a
lo desconocido, a hombres profundamente extraños, con
culturas incomprensibles, bárbaras, de lenguas insondables. Los
conquistadores del siglo xvi llamaron a estos hombres araucanos,
los extranjeros, los que habitan más allá del dominio estatal inka.
Pronto descubrieron que la supuesta homogeneidad cultural
araucana era inexistente, pero que estas diferencias se generaban
siempre dentro de los marcos de una unidad lingüística. Todos
hablaban la lengua mapuche (araucano, moluche, etc.) con
probables variaciones dialectales. Ingenuamente, los primeros
cronistas dividieron a los araucanos en picunches (gente del
norte), huilliches (gente del sur), lafkenches (gente de la costa),
puelches (hombres del oriente), vuta-huilliches (hombres
australes). También los identiicaron con los topónimos
en que habitaban, reiriéndose, por ejemplo, a tucapeles
y purenes. Se designaron tantos grupos mapuches como
orientaciones cardinales, situaciones ecológicas o toponímicas
había. Un observador que haya podido superar esta variada
nomenclatura de los primeros conquistadores, descubriría que
las denominaciones referidas solo corresponden a categorías
relativas a referencias espaciales y no a diferentes grupos
culturales. Sin embargo, también sería aventurado pensar que
la gran población que se agrupa bajo la identidad de la lengua
mapuche poseía una gran homogeneidad cultural a la llegada
de los españoles. Muy por el contrario, presentaban diferencias
culturales, marcadas en asociación a sus particulares ecosistemas,
sin llegar a conformar extensos grupos como aquellos que los
españoles designaron como picunches o huilliches.
Al sumergirse con cautela en la Araucanía, los españoles,
en un estado de excitación tal que les permitió generar una
colosal mitología del araucano (piénsese solo en Alonso
de Ercilla y su Araucana), se encontraron con pequeñas
comunidades (rewes), compuestas por clanes (lof), que solo
eventualmente se integraban en conglomerados mayores
llamados aillarewes (nueve rewes). La jefatura de cada rewe
estaba en manos de un lonko, cacique, y los aillarewes eran
comandados en tiempos de paz por un ülmen, y en tiempos
de guerra por un toki, cuyo símbolo de poder era un hacha
colgada del cuello.
Acostumbrados los españoles, en sus campañas de conquista,
a enfrentarse a sociedades estatales de gran envergadura, en
la Araucanía se encuentran con una estructura de caudillaje
en asociación a una guerra de “escaramuzas” o guerrilla. Se ha
pensado equivocadamente que el Imperio inkaico fue frenado
en su avance por la indiscutida “bravura de los aborígenes de
Chile”. Aparte del evidente placer que generaba la guerra
en las mentes mapuches y el empeño que ponían en ella, lo
que detuvo la penetración fue lo tardío de su realización y lo
alejados que se encontraban del Cusco. ¿Valía la pena seguir
adelante a tan alto costo y a un beneicio tan reducido?
141
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
Inicialmente Pedro de Valdivia y sus hombres penetran
a la Araucanía sin mayores diicultades, desplazando a
los aborígenes. La maquinaria de guerra mapuche se
hace insuperable cuando cambian dos de sus elementos
constitutivos: el primero y fundamental es la adopción del
caballo con sus armas y los aperos especialmente rediseñados
por los mapuches para la guerra (corazas de cuero, monturas,
estribos, lanzas de coligüe con puntas de metal, macanas,
boleadoras, hondas, etc.), con sus respectivas estrategias
ofensivas y defensivas de gran movilidad. El segundo lo
constituyó un maravilloso trabajo de observación y evaluación
de las capacidades y deiciencias de la maquinaria de guerra
española. La crónica de Gerónimo de Vivar sobre la muerte
de Valdivia nos ejempliica cómo los araucanos, inspirados en
la impecable estrategia de Lautaro, aniquilan con una táctica
armoniosa y limpia al conquistador y sus hombres.
Los araucanos dominaron toda la gama de ecosistemas
que habitaron desde el Maule hasta Chiloé, de cordillera a
costa. Su economía era primordialmente de autoconsumo,
basada en las fuerzas productivas de la familia amplia.
Las principales actividades eran la horticultura, la caza y
recolección. Descubrieron tempranamente los beneicios de
una economía “abierta”, comerciando con los españoles. Los
araucanos vendían ganado y los españoles metales.
Los testimonios del contacto español-araucano nos muestran
a dos culturas enfrentadas. En este complejo proceso de mutua
repulsión e inlujo cultural el diálogo no fue fácil. El imperio más
poderoso de la Tierra sobrevivía gracias a las energías que le
proporcionaba la fuerza de su permanente expansión, y los
mapuches, gracias a su determinación de no ser absorbidos.
142
AL SUR DE CHILOÉ
Los chonos
Ocupaban la totalidad del archipiélago de los Chonos
hasta la península de Taitao. Era un pueblo trashumante
que se movilizaba por estas desmembradas costas en sus
embarcaciones. Su economía se basaba en la caza del lobo de
mar, la pesca y la recolección de mariscos, así como también
de especies vegetales. Poseían una organización de bandas,
que son grupos familiares bajo la jefatura de un hombre.
Los chonos son las primeras víctimas del genocidio en Chile,
experimentando tempranamente la extinción (ines del siglo
xviii) por efectos de la dominación mapuche y criolla, de los
“hacheros” —brutales exterminadores— y por último, una
rápida agonía en la misión jesuita de Chaulinec.
El “espíritu” de Matan entre los selk’nam de Tierra del Fuego (fotografía:
M. Gusinde, 1923).
Los kawashkar, aonikenk, selk’nam y yámanas
Las fogatas que observaban a la distancia, en la región de los
canales del sur, siempre despertaron extravagantes imágenes
en la mente de los navegantes. Llamaron por esta razón
fueguinos a los naturales que las producían. Pero la simple vista
de los habitantes de la Tierra del Fuego generó una enorme
impresión en las mentes de los “civilizados”.
VII. Los grupos indígenas en Chile / J. L. Martínez & P. Mege
143
Los “espíritus” del Hain entre los selk’nam (ilustración: J. Pérez de Arce, 1987).
Chile Milenario / Museo Chileno de Arte Precolombino
144
Espíritus de Kosmenk entre los selk’nam, ambientado en el Cerro de los
Onas, Tierra del Fuego (ilustración: J. Pérez de Arce, 1987).
VII. Los grupos indígenas en Chile / J. L. Martínez & P. Mege
Pasaje de la ceremonia del Klóketen, rito de iniciación de los selk’nam
(ilustración: J. Pérez de Arce, 1987).
La primera sorpresa la provocaba su elocuente desnudez
—que se hacía aún más sorprendente dado lo riguroso de
las condiciones climáticas— seguida del descubrimiento de su
elevada estatura y gruesa complexión, que contrastaba con
la de sus vecinos nortinos. No sabían si se trataba realmente
de hombres, y si por fortuna lo eran, por qué se encontraban
en ese estado de “primitivismo” o de “degradación” cultural.
El mismo Charles Darwin, que tan sensible se mostraba a la
naturaleza de las cosas, al enfrentarse a ellos y suponerlos
como sus antecesores dentro de su idea de evolución
—como los hombres que permanecían obstinadamente en el
primer eslabón de la humanidad— declaró en el siglo xix que
preferiría descender de cualquier simio “heroico” que de estos
primitivos hombres extremadamente salvajes. El posterior
estudio de estas etnias descubrió en ellas formas culturales
tan complejas y delicadas como ninguno de los viajeros que
surcaron las australes costas de Chile lo imaginó.
Los llamados inicialmente fueguinos y patagones, por sus
descubridores europeos, corresponden fundamentalmente a
culturas compuestas por bandas de cazadores recolectores
nómadas, tanto pedestres como canoeras.
Los pueblos pedestres están compuestos por los onas
o selk’nam y los aonikenk o tehuelches. Ambos grupos
eran principalmente cazadores de guanacos. Las armas más
utilizadas fueron arco, lechas y lanzas. La actividad de la caza
era necesariamente masculina. Las mujeres se dedicaban a
actividades domésticas, como el cuidado de los niños y la
preparación de alimentos, además de la recolección de raíces
y frutos silvestres.
Los grupos canoeros eran los yaganes o yámanas, que
vivían permanentemente en sus canoas, asentándose en
tierra solo en circunstancias de extremo peligro para navegar.
El hombre era experto cazador con eicientes arpones. La
mujer, excelente nadadora y buceadora, recolectaba todo
tipo de variedades marinas, principalmente mariscos. La canoa
concentraba toda la vida familiar, base de la organización
yámana. El grado de perfección técnica de esta permitía
incluso el traslado del fuego.
Por último, los alacalufes o kawashkar combinaban técnicas
de sobrevivencia canoeras y pedestres. Alcanzaron una gran
eiciencia en el aprovechamiento del mar y de la costa, para
satisfacer sus necesidades de habitación, alimentación y vestuario.
Nota de los autores:
Este artículo fue escrito en 1988 para el libro Los primeros
americanos y sus descendientes. Santiago: Museo Chileno de
Arte Precolombino / Editorial Antártica S. A.
145
Lecturas sugeridas
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Acerca de los autores
Prólogo
• Héctor Soto Gandarillas
Abogado por formación y periodista por oicio, ha ejercido
por décadas la crítica de cine y fue editor de las revistas Primer
Plano, Mundo Diners, Enfoques y Paula. En 1996 participó en
la fundación de revista Capital, de la cual fue editor y director
hasta el año 2008. En la actualidad es asesor de la dirección
del diario de La Tercera y columnista político. Panelista del
programa “Terapia chilensis” de radio Duna, también conduce
el espacio “Letras al aire” de radio Beethoven. Es autor del
libro Una vida crítica (Ediciones UDP, 2013).
I
• José Berenguer Rodríguez
Arqueólogo (Universidad de Chile). Doctor en Antropología
(University de Illinois, Urbana-Champaign). Es Curador Jefe del
Museo Chileno de Arte Precolombino desde 1981 y Editor
del Boletín de esta institución desde 1986. Sus investigaciones
en los Andes Centro-Sur tratan sobre prácticas psicotrópicas,
artes visuales, interacciones interregionales, geografía sagrada y
espacialidad en la cultura.
II
• Francisco Gallardo Ibáñez
Arqueólogo (Universidad de Chile), investigador del Museo
Chileno de Arte Precolombino (1994-2013) y actualmente del
Centro Interdisciplinario de Estudios Interculturales e Indígenas
(CIIR) de la PUC. Responsable de numerosos proyectos
del Fondo Nacional de Ciencia y Tecnología (Fondecyt). Sus
investigaciones y publicaciones versan sobre prehistoria de
Chile, arte rupestre, arqueología social, antropología visual y
arte precolombino.
IV
• Carlos Aldunate del Solar
Abogado y arqueólogo (Universidad de Chile). Director del
Museo Chileno de Arte Precolombino desde su fundación
en 1981. Miembro de Número de la Academia Chilena de
la Historia, Instituto de Chile. Presidente de la Corporación
Patrimonio Cultural de Chile. Sus publicaciones se reieren
a arqueología y etnografía de las tierras altas y la costa de
Antofagasta y de la Araucanía.
V
• Francisco Mena Larrain
Licenciado con mención en Arqueología y Prehistoria
(Universidad de Chile). Doctor en Antropología (Universidad
de California, Los Ángeles). Fue Subdirector del Museo
Chileno de Arte Precolombino (1991-2009). Actualmente
es investigador residente del Centro de Investigación en
Ecosistemas de la Patagonia (CIEP) y Visitador Especial del
Consejo de Monumentos Nacionales. Desarrolla investigación
en arqueología del oriente de Aysén y otras áreas de la
prehistoria regional.
VI
• José Miguel Ramírez Aliaga
Arqueólogo (Universidad de Chile). Se ha desempeñado
en el Museo Fonck de Viña del Mar (1981-1992); como
Administrador del Parque Nacional Rapa Nui (1993-1999), y
en el Centro de Estudios Rapa Nui, Universidad de Valparaíso,
desde 2002. Después de 25 años de investigación, pudo
comprobar el contacto de exploradores polinesios y mapuches
en tiempos prehispánicos.
• Gloria Cabello Baettig
Arqueóloga (Universidad de Chile), Magíster en Museología
y Conservación del Patrimonio (Universidad de Ginebra,
Suiza) y Doctora © en Arqueología (Universidad de Buenos
Aires, Argentina). Investigadora externa del Centro de
Investigación del Hombre del Desier to (CIHDE). Sus
investigaciones y publicaciones se orientan al ar te rupestre
y arte precolombino.
VII
• José Luis Martínez Cereceda
Profesor de Historia y Geografía (Universidad de Guayaquil),
Magíster en Antropología (Pontiicia Universidad Católica del
Perú) y Doctor en Antropología Social e Histórica (Escuela
de Altos Estudios en Ciencias Sociales, París). Académico
de la Universidad de Chile. Se ha dedicado en especial al
conocimiento de las sociedades andinas, tanto prehispánicas
como coloniales.
III
• Luis E. Cornejo Bustamante
Arqueólogo (Universidad de Chile), con estudios de posgrado
en la Universidad Nacional de Cuyo. Fue curador del Museo
Chileno de Arte Precolombino (1984-2012). Actualmente
es Director de la carrera de Arqueología de la Universidad
Alberto Hurtado y consejero del Consejo de Monumentos
Nacionales. Su investigación se ha concentrado en la Zona
Central de Chile.
• Pedro Mege Rosso
Licenciado en Antropología Sociocultural (Universidad de Chile).
Doctor © en Estudios Culturales Latinoamericanos (Universidad
de Chile). Profesor Asistente de la Escuela de Antropología
de la P. Universidad Católica de Chile. Director del Centro
Interdisciplinario de Estudios Interculturales e Indígenas (CIIR)
de la PUC. Ha desarrollado trabajos etnológicos y de la imagen
entre los pueblos mapuche y aymara, así como en el campo de
la antropología visual con relación a la fotografía étnica.
149
150
Producción ejecutiva
Ricardo Ruiz de Viñaspre Puig
Editor general
José Berenguer Rodríguez
Asesoría editorial
Andrea Torres Vergara
Arte, diseño y producción
Engrama S.A.
Manuel Arriaza Torres
Freddy Sepúlveda Vásquez
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Diseño de portada
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Diseño tipografía portada (Amster)
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Nicolás Aguayo
Francisco Gallardo
Gloria Cabello
Claudio Mercado
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Luis Cornejo
Fernanda Falabella
Lorena Sanhueza
Nicolás Piwonka
Charles Wellington Furlong
Francisco Mena
C. Viviani
José Miguel Ramírez
Jesús Ángeles Padilla
Soledad Barahona
Martín Gusinde
Hamburgisches Museum für Völkerkunde
Museo Chileno de Arte Precolombino
Canal 13
Biblioteca Nacional de Chile
Ilustraciones
José Pérez de Arce
Eduardo Osorio
Instituto Juan Ignacio Molina
Dibujos
Alex Olave
Guamán Poma de Ayala
Impresión
Nuevamérica Impresores
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Registro Propiedad Intelectual
Inscripción Nº 271979
ISBN 978-956-243075-3
Todos los derechos reservados. Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de portada,
puede reproducirse o transmitirse por ningún medio, sin previa autorización del Editor.
•••
“Chile Milenario” es una obra de carácter cultural y didáctico, sin ines comerciales.
Su venta solo está permitida en la tienda del Museo Chileno de Arte Precolombino.
•••
Santiago de Chile, diciembre de 2016.
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