Breve historia
contemporánea
de la Argentina
1916-2010
Luis Alberto Romero
Nueva edición revisada y actualizada
fondo
DE CULTURA
económica
Primera edición, 1994
Segunda edición ampliada, 2001
Tercera edición revisada y actualizada, 2012
Primera edición electrónica, 2012
Diseño de tapa: Juan Pablo Fernández
Fotografía del autor: © Rafael Calviño
D. R. © 2012, Fondo de Cultura Económica de Argentina, S.A.
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Acerca del autor
Luis
Alberto
Romero
es
investigador principal del Consejo
Nacional
de
Investigaciones
Científicas y Técnicas (CONICET) y
profesor de los posgrados de la
Universidad Torcuato Di Telia y de
la
Facultad
Latinoamericana
de
Ciencias Sociales (flacso). Ha sido
profesor titular de la Universidad
de
Buenos
Aires,
director
del
Centro de Estudios de Historia
Política de la Universidad Nacional de San Martín y director del
Programa Buenos Aires de Historia Política. Integra el Consejo de
Administración de la Universidad de San Andrés. Desde 1987 dirige
la colección Historia y Cultura. Colabora habitualmente en los
periódicos La Nación y Clarín.
Entre sus libros se cuentan: Sectores populares, cultura y política.
Buenos Aires en la entreguerra (con Leandro Gutiérrez, 1995);
Argentina. Una crónica total del siglo (2000); Buenos Aires.
Historia de cuatro siglos (con José Luis Romero; segunda edición,
2000); La crisis argentina. Una mirada al siglo xx (2003), y La
Argentina en la escuela. La idea de nación en los textos escolares
(2004).
Indice
Prefacio a la tercera edición
Prefacio
I. 1916
La construcción
Tensiones y transformaciones
II. Los gobiernos radicales, 1916-1930
Crisis social y nueva estabilidad
La economía en un mundo triangular
Difícil construcción de la democracia
La vuelta de Yrigoyen
III. La restauración conservadora, 1930-1943
Regeneración nacional o restauración constitucional
Intervención y cierre económico
La presencia británica
Un frente popular frustrado
La guerra y el “frente nacional”
IV. El gobierno de Perón, 1943-1955
La emergencia
Mercado interno y pleno empleo
El Estado peronista
Un conflicto cultural
Crisis y nueva política económica
Consolidación del autoritarismo
La caída
V. El empate, 1955-1966
Libertadores y desarrollistas
Crisis y nuevo intento constitucional
La economía entre la modernización y la crisis
Las masas de clase media
La universidad y la renovación cultural
La política y los límites de la modernización
VI. Dependencia o liberación, 1966-1976
El ensayo autoritario
La primavera de los pueblos
Militares en retirada
1973: un balance
La vuelta de Perón
VIL El Proceso, 1976-1983
El Estado terrorista
La economía imaginaria: inflación y especulación
La economía real: destrucción y concentración
Achicar el Estado y silenciar a la sociedad
La guerra de Malvinas y la crisis del régimen militar
La vuelta de la democracia
VIII. El impulso y su freno, 1983-1989
La ilusión democrática
La corporación militar y la sindical
El Plan Austral, la inflación y la crisis del Estado
La apelación a la civilidad
El fin de la ilusión
IX. La gran transformación, 1989-1999
Ajuste y reforma del Estado
La jefatura
Un país transformado
El fin del menemismo
X. Crisis y reconstrucción, 1999-2005
El gobierno de la Alianza
Protesta, crisis y final de la Alianza
El año de la crisis
La salida de la crisis
XI. Una nueva oportunidad, 2005-2010
La economía: la soja y los subsidios
El Estado y la caja
La sociedad: ganadores y perdedores
La política: los votos y el discurso
Epílogo
Bibliografía
índice de nombres
Prefacio a la tercera edición
CREO
que
una vez publicado, un libro debe ser para el autor un
caso cerrado: vive su vida, es leído, envejece; lo más que se puede
esperar es que lo haga con dignidad. Pero hay ocasiones -por cierto,
felices- en que el autor debe seguir ligado a su libro, sumarle nuevos
capítulos y asumir el riesgo de que se le transforme en una novela
por entregas. En este caso, me impulsa a hacerlo su amplia
utilización en cursos básicos, en los que estoy convencido de que la
historia debe prolongarse hasta el presente inmediato.
Este libro se publicó inicialmente en 1994. Aunque concluía en
1989, incluyó un primer balance de la gran transformación de los
años noventa. En 2000 agregué un capítulo sobre los años de
Menem, sin modificar el resto. Por entonces se tradujo al inglés y al
portugués, lo que aumentó los incentivos para volver a actualizarlo.
Para esta tercera edición he agregado dos capítulos, uno centrado en
la crisis de 2002 y los años inmediatamente anteriores y posteriores,
y el otro en los años de apogeo de Néstor Kirchner, hasta su muerte
en 2010.
Al agregar nuevos capítulos, se hacen más evidentes los
problemas de la unidad de criterio. Los años pasan y la perspectiva
del pasado cambia para todos. También para el historiador. Por eso
además de agregar un par de capítulos nuevos, revisé todo lo
posterior a 1976. Quizá debería haber reescrito todo el libro, pero
superaba mis fuerzas. Los cambios fueron menores en el capítulo
VII, sobre el Proceso, y en el VII, dedicado a los años de Alfonsín.
Fueron más sustanciales en el IX, sobre los años de Menem, que
encontré un poco farragoso, excesivamente adjetivado y algo
desenfocado. Pese a que me propuse ser consecuente con el estilo
sobrio, es posible que dentro de unos años encuentre esos
problemas presentes en los nuevos capítulos de esta edición. Creo
que es inevitable, cuando se trata algo muy próximo. Al mirar esta
época
reciente,
confieso
que
me
falta
la
ternura
y
la
condescendencia que me inspiran los períodos pasados, incluidos
ahora los años de Menem, y soy consciente de que ése estado de
ánimo no ayuda a entenderlo.
También
puedo
mirar
en
perspectiva,
y
con
algún
distanciamiento, mi propio texto. Como puede advertirse en la
Introducción a la primera edición, de 1994, el texto está fuertemente
marcado por los acontecimientos de 1983 y la experiencia
democrática que por entonces se inició. El libro se articuló en torno
al problema de la democracia y sus variantes. Por entonces creía que
en 1983 el país había encontrado el rumbo político adecuado:
democracia
institucional,
Estado
de
derecho,
pluralismo,
ciudadanía. En 2000, ya podía advertir cuánto se había alejado el
país de aquel rumbo, pero confiaba en que lo retomaría. Hoy, en
cambio, estoy convencido de que aquello fue una ilusión, una
especie de paréntesis o de recreo, y que la vieja Argentina política ha
renacido, ahora en condiciones sociales muy diferentes. De la
construcción democrática de entonces sólo está plenamente vigente
el sufragio. La empobrecida sociedad actual no es propicia para
generar ciudadanos. El discurso democrático es hoy uno entre
varios, y los discursos dominantes están casi en las antípodas. Hasta
los principios de los derechos humanos, piedra fundamental de
aquel experimento democrático, han sido reformulados en sentidos
diferentes.
En mi perspectiva actual, a mediados de la década de 1970 la
Argentina inició una gran transformación, y los problemas de la
democracia son insuficientes para explicarla. Creo que en el centro
de ese proceso, en el que aún vivimos, se encuentra el Estado. Las
modificaciones que introduje en el texto ya escrito se proponen
subrayarlo. Antes de los años setenta la Argentina tuvo un Estado
potente aunque colonizado por los intereses que lo explotaban.
Desde entonces, los sucesivos gobiernos -salvo el de Alfonsín, que
al respecto fue neutro- se han dedicado a desarmar el Estado,
inutilizar sus agencias e instrumentos de control, y dejarlo inerme
en manos de los gobiernos. En este aspecto, cada gobierno le ha
impreso a su acción un sentido diferente, pero he tratado de señalar
llamativas continuidades entre la política de Videla y Martínez de
Hoz y la de Menem y Cavallo.
También percibo una continuidad, más profunda, entre los años
de Menem y los de Kirchner. Ambos encontraron la forma de
manejarse con un Estado débil. Ambos hallaron también la fórmula
para extraer de una sociedad empobrecida los sufragios necesarios
para legitimar su poder. En ese sentido, creo que puede hablarse de
un “segundo peronismo”, comparable por su duración y carácter
sistemático con el de 1945-1955. Este segundo peronismo se
construyó desde 1983, alcanzó el poder en 1989 y mantiene su
vigencia hasta hoy.
Quiero
subrayar
un
cambio
menor
pero
completamente
deliberado. En la versión original de este libro, inicié el capítulo
dedicado a la última dictadura militar con un acápite que titulé “El
genocidio”. El uso de tal denominación correspondía a la visión del
problema que tenía en 1994. Más tarde aprendí que la calificación
era impropia -no había una cuestión de raza o etnia-, y que además
oscurecía la naturaleza política de la represión. De modo que lo
modifiqué por “El Estado terrorista”.
En la primera edición de este libro agradecí la revisión hecha
por dos colegas, Juan Carlos Korol y Ricardo Sidicaro. En la
segunda edición, agregué a Aníbal Viguera, que me ayudó a
orientarme en los por entonces enmarañados años noventa. En esta
ocasión extiendo el agradecimiento a dos lectores tan cuidadosos
como estrictos: Mario Gruskoin y Gabriel Palumbo. También a mi
hija Ana, ya historiadora, que durante varios años fue señalándome
aciertos e imperfecciones y, quizá sin proponérselo, me alentó a
mantener este texto ligado al presente.
30 de marzo de 2012
Prefacio
En ESTA EXPOSICIÓN sintética de la historia de la Argentina en el
siglo XX, no me he propuesto -como suele ser común en este tipo de
libros- ni probar una tesis ni tampoco encontrar aquella causa
única y eficiente de un destino nacional singular y poco afortunado;
sólo se trata de reconstruir la historia, compleja, contradictoria e
irreductible, de una sociedad que sin duda conoció épocas más
brillantes, que se encuentra hoy en uno de los puntos más bajos de
su decurso, pero cuyo futuro no está -confío- definitivamente
cerrado. Las cuestiones en torno a las cuales este texto se organiza preguntas
nacidas
de
nuestra
experiencia,
angustiada
y
desconcertada- son sólo algunas de las muchas posibles, y su
explicitación da cuenta del voluntario acotamiento que un intento
de este tipo requiere.
El primer interrogante se refiere al lugar que hoy existe en el
mundo para la Argentina -que tan seguramente se ubicó en él hace
sólo cien años- y a la organización económica factible para asegurar
a nuestra sociedad algunas metas mínimas como un cierto bienestar
general, un progreso razonable, una cierta racionalidad. Una
pregunta similar se hicieron Alberdi, Sarmiento y quienes hace casi
un siglo y medio trazaron el diseño de la Argentina moderna. Pero,
a diferencia de las circunstancias en que nuestros padres fundadores
la formularon, la respuesta no es hoy ni obvia ni evidente. La misma
pregunta se enuncia desde una perspectiva más modesta y a la vez
mucho menos ilusionada que hace ciento cincuenta años, pues hoy
un aurea mediocritas nos parece un destino más que apetecible.
El segundo interrogante se refiere a las características, las
funciones y los instrumentos que debe tener el Estado para
garantizar lo público, regular y racionalizar la economía, asegurar la
justicia y mejorar la equidad en la sociedad. Nuevamente, la
pregunta traduce, en un plano mucho más modesto, cuestiones que
nuestra sociedad discutió y resolvió de una cierta manera, hace
quizá medio siglo, proponiendo soluciones que hoy están agotadas
o que han sido deliberadamente descartadas, pero sin que otras las
hayan reemplazado.
El tercer interrogante se refiere al mundo de la cultura y a los
intelectuales, y a las condiciones que pueden estimular la existencia
de una creación y un pensamiento que sean a la vez críticos,
rigurosos y comprometidos, y que cumplan una tarea útil y
aprovechable
proponiendo
para
la
sociedad,
alternativas.
Así
explicando
ocurrió
en
la
la
realidad
Argentina
y
del
Centenario, en la efímera experiencia de la década de 1960 o en la
más breve aún del ilusionado retorno a la democracia, lo
suficientemente cercanas como para recordarnos que tal conjunción
no suele ser ni natural ni fácil.
Todo ello confluye en las dos cuestiones más angustiantes,
aquellas en las que más se advierte que nuestro país está hoy en una
encrucijada: la de la sociedad y la de la democracia. ¿Qué
posibilidades hay de salvar o reconstruir una sociedad abierta y
móvil, no segmentada en mundos aislados, relativamente igualitaria
y con oportunidades para todos, fundada en la competitividad pero
también en la solidaridad y la justicia? Todo ello constituyó el
legado, hoy mejor apreciado que nunca, que se fue construyendo a
lo largo del último siglo y medio, y cuyo impulso perdura hasta un
momento no demasiado lejano, ubicado quizá veinte años atrás,
cuando la tendencia comenzó a quebrarse y a invertir su sentido.
Sobre todo: ¿qué características debe tener el sistema político
para asegurar la democracia, y hacer de ella una práctica con algún
sentido social? En este caso, el pasado se nos muestra rico en
conflictos, pero no es fácil contabilizar en él demasiados logros, ni
siquiera en las épocas de vigencia formal de la democracia, en las
que pueden percibirse, in nuce, las prácticas que llevaron a la
destrucción de un sistema institucional nunca del todo maduro,
cuya construcción se nos aparece como la tarea de Sísifo. Quizá por
eso, el último interrogante es hoy el primero: cuál es el destino de
nuestro sistema republicano y de la tradición que lo alimenta.
Volvemos aquí a Sarmiento y a Alberdi, a una tarea que un poco
ingenuamente considerábamos realizada y cuyos frutos hoy parecen
frágiles y vulnerables.
Un libro guiado por tales preguntas es a la vez un trabajo de
historiador profesional y una reflexión personal sobre el presente.
No podría ser de otro modo: todo intento de reconstrucción
histórica parte de las necesidades, las dudas y los interrogantes del
presente, procurando que el rigor profesional equilibre la labilidad
de la opinión, pero sabiendo que habitualmente la ecuación se
desbalancea hacia este último extremo cuanto más cercano está el
tema a la experiencia de quien lo trata. En verdad, escribir este texto
me ha llevado, en buena parte, a alejarme de un estilo de trabajo
más habitual y a sumergirme en mi propia historia y en mi
experiencia de un pasado aún vivo.
Tuve una primera comprobación de esto al intentar aprovechar
los materiales usados hace veinte años -cuando, trabajando con
Alejandro Rofman, esbocé un esquema de la historia argentina-, y
descubrir que poco de ello me era útil hoy. Las preguntas de
entonces apuntaban a explicar las raíces de la dependencia y sus
efectos en las deformaciones de la economía y de la sociedad. Las
cuestiones relativas a la democracia y a la república no nos parecían
relevantes y, en general, la política aparecía apenas como un reflejo
de aquellas condiciones estructurales o, por el contrario, como el
lugar no condicionado donde, con voluntad y poder, tales
condiciones podían ser cambiadas, pues en la conciencia colectiva
de entonces la percepción de la dependencia se complementaba con
la búsqueda de algún tipo de liberación.
Se trata, me parece, de un buen ejemplo de lo que es un tópico
de nuestro oficio: la conciencia histórica guía el saber histórico; éste
puede controlarla, someterla a la prueba del rigor, pero no
ignorarla. En períodos anteriores, probablemente el eje de una
reconstrucción histórica de este tipo habría sido puesto en la justicia
social y la independencia económica; más atrás aún, en el progreso y
en la modernización social, o aun en la constitución del Estado y la
nación. Ciertamente, esas perspectivas no desaparecen para el
historiador, y están incorporadas a este relato como lo que en sus
tiempos fueron: aspiraciones, ideologías o utopías movilizadoras.
Los problemas a que se referían están también presentes en las
preguntas de hoy, pero el orden, los encadenamientos y los acentos
son diferentes, como lo atestiguan las preguntas que organizan este
texto, pues el mundo en que vivimos, cuyos rasgos definitivos
apenas vislumbramos, es radicalmente distinto no sólo del de hace
cien o cincuenta años, sino del de apenas veinte años atrás.
Suele decirse que quien escribe piensa implícita o explícitamente en
un lector. Empecé a escribir este texto pensando en mis colegas,
pero progresivamente me di cuenta de que mi lector implícito eran
mis hijos, y los de su edad, adolescentes y niños: los que casi no
tienen noticias de nuestro pasado reciente, ni siquiera de los
horrores más cercanos, pues nuestra sociedad cada vez cuida menos
de su memoria, quizá porque hoy padece de una gran dificultad
para proyectarse hacia el futuro. En varias partes del texto quise tan
sólo dejar un testimonio, quizás académicamente redundante pero
cívicamente necesario, pues sigo convencido de que sólo la
conciencia del pasado permite construir el futuro. En tiempos en
que al pesimismo de la razón se suma también el del corazón,
quiero seguir creyendo en la capacidad de los hombres para realizar
su historia, hacerse cargo de sus circunstancias y construir una
sociedad mejor.
Agradezco a Alejandro Katz su confianza en que pudiera escribir
este libro. A Juan Carlos Korol y Ricardo Sidicaro, su lectura atenta
y sus observaciones; sólo lamento no haber sabido aprovechar sus
sugerencias en todos los casos.
Cuando empecé a trabajar en este texto, le pedí a Leandro
Gutiérrez que cumpliera esa función de lector crítico, y me
prometía, como era habitual entre nosotros, un diálogo poco
complaciente y muy fecundo. Siento que no haya podido ser así,
pero estoy seguro de que mucho de su espíritu, agudo, hasta ácido,
pero enormemente cálido, está presente en estas páginas, pues con
nadie como con él -salvo con mi padre- he aprendido tanto de la
historia.
15 de octubre de 1993
I. 1916
El 12 DE OCTUBRE DE 1916, Hipólito Yrigoyen asumió la
presidencia de la Argentina. Fue una jornada excepcional: una
multitud ocupó la Plaza del Congreso y las calles adyacentes,
vitoreando a quien por primera vez había sido elegido por el voto
universal, secreto y obligatorio, según la nueva ley electoral,
sancionada en 1912 por iniciativa del presidente Sáenz Peña. Luego
de la ceremonia, la muchedumbre desató los caballos de la carroza
presidencial y la arrastró en triunfo hasta la Casa Rosada, sede del
Poder Ejecutivo.
Su victoria, si no abrumadora, había sido clara, e indicaba una
voluntad
ciudadana
mayoritaria.
Visto
desde
la
perspectiva
predominante por entonces, la plena vigencia de la Constitución,
médula del programa de la Unión Cívica Radical (UCR), el partido
triunfante, se coronaba con un régimen electoral democrático, que
colocaba al país a la vanguardia de las experiencias de ese tipo en el
mundo. La reforma política pacífica, que llegaba a tan feliz término,
se sustentaba en la profunda transformación de la economía y la
sociedad. A lo largo de cuatro décadas, y aprovechando una
asociación con Gran Bretaña que era vista como mutuamente
beneficiosa,
el
país
había
crecido
de
modo
espectacular,
multiplicando su riqueza. Los inmigrantes, atraídos para esa
transformación, fueron integrados con éxito en una sociedad
abierta, que ofreció abundantes oportunidades para todos, y si bien
no faltaron las tensiones y los enfrentamientos, éstos fueron
finalmente
asimilados
y
el
consenso
predominó
sobre
la
contestación. La decisión de Yrigoyen de modificar la tradicional
actitud represora del Estado, utilizando su poder para mediar entre
los distintos actores sociales y equilibrar así la balanza, parecía
cerrar la última arista conflictiva. En suma, la asunción de Yrigoyen
podía ser considerada, sin violentar demasiado los hechos, como la
culminación feliz del largo proceso de modernización emprendido
por la sociedad argentina desde mediados del siglo XIX.
Otra imagen era posible, y muchos de los contemporáneos
adhirieron a ella y actuaron en consecuencia. Yrigoyen semejaba
uno de aquellos caudillos bárbaros que se creía definitivamente
sepultados en 1880, y tras de él se adivinaba el gobierno de los
mediocres. La transición política hacia la democracia no era bien
vista, y quienes se sentían desplazados del poder manifestaban
escasa lealtad hacia el sistema institucional recientemente diseñado
y una añoranza de los tiempos en que gobernaban los mejores. Por
otra parte, la Primera Guerra Mundial, que había estallado en 1914,
permitía vislumbrar el fin del progreso fácil, crecientes dificultades
y un escenario económico mucho más complejo, en el que la
relación con Gran Bretaña no bastaría ya para asegurar la
prosperidad. Las tensiones sociales y políticas que empezaban a
recorrer el mundo en la última fase de la guerra, y que se
desencadenarían con su fin, también se anunciaban en la Argentina,
y alimentaban una visión dominada por el conflicto. La sociedad
estaba enferma, se decía; los responsables eran los cuerpos extraños,
y en última instancia la inmigración en su conjunto. Creció así una
actitud cada vez más intolerante, que de momento se expresó en un
nacionalismo chauvinista.
Ambas imágenes de la realidad, parciales y deformadas, estaban
presentes en 1916 y, cada una a su manera, eran producto de la gran
transformación producida a lo largo del medio siglo anterior. Por
mucho tiempo moldearon actitudes y conductas, modificadas por
nuevos datos de la realidad que, incluso, corrigieron o rectificaron la
imagen de la etapa de la expansión.
La construcción
En aquellas décadas previas a 1916, no tan lejanas como para que no
se recordara la aceleración de los cambios, la Argentina se embarcó
en lo que los contemporáneos llamaban el “progreso”. Los primeros
estímulos se percibieron desde mediados del siglo XIX, cuando en el
mundo comenzó la integración plena del mercado y la gran
expansión del capitalismo, pero sus efectos se vieron limitados por
diversas razones. La principal de ellas fue la deficiente organización
institucional, de modo que la tarea de consolidar el Estado fue
fundamental: hacia 1880, cuando asumió por primera vez la
presidencia el general Julio A. Roca, se había cumplido lo más
grueso, pero todavía se requirió mucho trabajo para completarla.
Lo primero fue asegurar la paz y el orden, y el efectivo control
sobre el territorio. Desde 1810, y a lo largo de siete décadas, las
guerras civiles habían sido casi endémicas: los poderes provinciales
habían luchado entre sí y contra Buenos Aires, incluso después de
1852. Desde 1862, el flamante Estado nacional, poco a poco -y con
escasa fortuna al principio-, fue dominando y subordinando a
quienes hasta entonces habían desafiado su poder, y aseguró para el
Ejército nacional el monopolio de la fuerza. Algunas cuestiones se
dirimieron durante la guerra del Paraguay (1865-1870), y otras
inmediatamente después, cuando sucesivamente fueron doblegadas
Entre Ríos -gran rival de Buenos Aires en la conformación del
nuevo Estado- y luego la propia provincia porteña -cuya rebelión
fue derrotada en 1880-, que debió aceptar la transformación de la
ciudad de Buenos Aires en Capital Federal. El Estado afirmó su
poder sobre los vastos territorios controlados por los indígenas: en
1879 se aseguró la frontera sur, arrinconando a las tribus en el
contrafuerte andino, y hacia 1911 se completó la ocupación de los
territorios de la frontera nordeste. Los límites territoriales del
Estado se definieron con claridad, y las cuestiones internas se
separaron de manera tajante de las exteriores, con las que
tradicionalmente se habían mezclado: la guerra del Paraguay
contribuyó a definir las fluctuantes fronteras de la Cuenca del Plata,
y la Conquista del Desierto, en 1879, aseguró la posesión de la
Patagonia, aunque los conflictos con Chile se mantuvieron vivos
hasta por lo menos 1902, y reaparecieron más tarde.
Desde 1880 se configuró un nuevo escenario institucional, cuyos
rasgos perduraron largamente. Apoyado en los triunfos militares, se
consolidó un centro de poder fuerte, cuyas bases jurídicas se
hallaban en la Constitución sancionada en 1853 y que, según las
palabras de Alberdi, debían cimentar “una monarquía vestida de
república”. Como ha mostrado Natalio Botana, se aseguraba allí un
fuerte poder presidencial, ejercido sin limitaciones en los vastos
territorios nacionales y fortalecido por las facultades de intervenir
las provincias y decretar el estado de sitio. Por otra parte, los
controles institucionales del Congreso, y sobre todo la exclusión de
la posibilidad de la reelección, aseguraban que ese poder no derivara
en tiranía. Quienes así lo concibieron tenían presente la larga
experiencia de las guerras civiles y la facilidad con que las elites se
dividían en luchas facciosas encarnizadas y estériles. En ese sentido,
los resultados colmaron las expectativas. Las facultades legales
fueron reforzadas por una práctica política en la que, desde el
vértice del poder, se controlaban simultáneamente los resortes
institucionales y los políticos. Se trataba de un mecanismo que, en
sus versiones extremas y menos prolijas, fue calificado de unicato,
pero que en rigor se empleó normalmente antes y después de 1916.
El Ejecutivo lo usó para disciplinar a los grupos provinciales, pero a
la vez reconoció a éstos un amplio margen de decisión en los
asuntos locales. El poder, que se había consolidado en torno de los
grupos dominantes del próspero Litoral -incluyendo a la muy
dinámica Córdoba-, encontró distintas formas de hacer participar
de la prosperidad a las elites del Interior, particularmente a las más
pobres, y asegurar así su respaldo a un orden político al que,
además, ya no podían enfrentar.
Aunque en 1880 estaban delineadas, en sus rasgos básicos, las
instituciones
del
Estado
-el
sistema
fiscal,
el
judicial,
el
administrativo-, en muchos casos eran apenas esbozos que debían
ser desarrollados. Escaso de instrumentos y medios para la
realización de muchas de las tareas más urgentes, como educar o
fomentar la inmigración, el Estado se asoció inicialmente con
sectores particulares, pero a medida que sus recursos aumentaron,
fue expandiendo sus propias instituciones, y llegó a adquirir
consistencia y solidez mucho antes que la sociedad. Ésta, en pleno
proceso de renovación y reconstitución, careció inicialmente de la
organización y de los núcleos capaces de limitar su avance.
Deliberada y sistemáticamente actuó el Estado para facilitar la
inserción de la Argentina en la economía mundial y adaptarse a un
papel y una función que -se pensaba- le cuadraba a la perfección.
Ese lugar implicaba una asociación estrecha con Gran Bretaña,
potencia que venía oficiando de metrópoli desde 1810. Limitados al
principio a lo comercial, esos vínculos se estrecharon luego de 1850,
por la gran expansión de la producción lanar -la primera
organizada
sobre
bases
definidamente
capitalistas-
contemporánea profundización de la industrialización de Gran
y
la
Bretaña, convertida ya en el taller del mundo. Se profundizaron las
relaciones comerciales y se anudaron las financieras, especialmente
por el sólido aporte británico al costo de la construcción del Estado.
Pero la verdadera maduración se produjo luego de 1880, en la era
del imperialismo. Por entonces, Gran Bretaña -dueña indiscutida
del mundo colonial- empezaba a afrontar la competencia de nuevos
rivales -Alemania primero, y luego Estados Unidos-, y el mundo
entero fue dividiéndose en áreas imperiales, formales o informales.
En el momento en que se consolidó la asociación con Gran Bretaña,
la metrópoli entraba en su madurez, ciertamente sólida, pero
también poco dinámica. Incapaz de afrontar la competencia
industrial, se refugió en su Imperio y sus monopolios, y optó por las
ganancias aseguradas por inversiones privilegiadas, de bajo riesgo y
alta rentabilidad.
En la Argentina, entre 1880 y 1913, el capital británico creció
casi veinte veces. A los rubros tradicionales -comercio, bancos,
préstamos al Estado-, se agregaron los préstamos hipotecarios sobre
las tierras, las inversiones en empresas públicas de servicios, como
tranvías o aguas corrientes, y sobre todo los ferrocarriles. Éstos
resultaron extraordinariamente rendidores: en condiciones por
cierto privilegiadas, las empresas británicas se aseguraron una
ganancia
que
garantizaba
el
Estado,
que
también
otorgaba
exenciones impositivas y tierras a los costados de las vías por
tenderse.
En etapas posteriores se subrayaron persistentemente estos
problemas, pero los contemporáneos vieron más bien en la
conexión angloargentina sus aspectos positivos: si los británicos
obtenían buenas ganancias por sus inversiones o la comercialización
de la producción local, dejaban un amplio campo de acción para los
empresarios locales, los grandes propietarios rurales, a quienes
quedaba reservada la participación mayor en una producción que
fue posibilitada por la infraestructura instalada por los británicos.
Los 2.500 km de vías existentes en 1880 se transformaron en 34 mil
en 1916, sólo un poco menos de los 40 mil que, en su momento
máximo, llegó a tener la red argentina. Algunas grandes líneas
troncales sirvieron para integrar el territorio y asegurar la presencia
del
Estado
en
sus
confines,
mientras
que
otras
cubrieron
densamente la pampa húmeda, lo que posibilitó -junto con el
sistema portuario- la expansión de la agricultura primero y de la
ganadería después, cuando los mismos británicos instalaron el
sistema de frigoríficos.
Esa expansión requirió abundante mano de obra. El país había
venido recibiendo cantidades de inmigrantes en forma creciente a lo
largo del siglo, pero a partir de 1880 las cantidades crecieron
abruptamente. Desde el lado de Europa la emigración estaba
estimulada por un fuerte crecimiento demográfico, la crisis de las
economías agrarias tradicionales, la búsqueda de empleos y el
abaratamiento de los transportes; desde el país se decidió modificar
la política inmigratoria tradicional, cauta y selectiva, y fomentar
activamente la inmigración, con propaganda y pasajes subsidiados.
Pero ninguno de esos mecanismos hubiera sido efectivo si,
simultáneamente, no hubiera crecido la posibilidad de encontrar
trabajo. Los inmigrantes demostraron una gran flexibilidad y
adaptación a las condiciones del mercado de trabajo: en la década
de 1880 se concentraron en las grandes ciudades, en la construcción
de sus obras públicas y la remodelación urbana, pero desde
mediados de la década siguiente, al abrirse las posibilidades en la
agricultura, se volcaron masivamente al campo tanto quienes venían
para instalarse en forma definitiva como quienes viajaban cada año
para trabajar en las cosechas. Este fenómeno -posibilitado por la
baratura de los pasajes y por los salarios locales relativamente altosexplica en parte la fuerte diferencia entre los inmigrantes llegados y
los efectivamente radicados: entre 1880 y 1890 los arribados
superaron el millón, y los efectivamente radicados fueron unos 650
mil, cantidad notable para un país cuya población rondaba los dos
millones. En la década siguiente, luego de la crisis de 1890, se
atenuó la llegada, y los que retornaron fueron, año a año, más que
los que llegaban, pero el ritmo se restableció en la primera década
del siglo XX, cuando los saldos positivos superaron el millón.
La promoción activa de la inmigración fue sólo un aspecto del
conjunto de actividades que el Estado, lejos de la prescindencia del
supuesto “modelo liberal”, desarrolló para estimular el crecimiento
económico, solucionando los cuellos de botella y creando las
condiciones para el desenvolvimiento de los empresarios privados.
Particularmente, entre 1880 y 1890 esta acción fue intensa y
definida.
Las
inversiones
extranjeras
fueron
gestionadas
y
promovidas con amplias garantías, y el Estado asumió el riesgo en
las menos atractivas, para luego transferirlas a los privados cuando
el éxito estaba asegurado. En materia monetaria se aceptó y
estimuló la depreciación, en beneficio de los exportadores, y hasta
1890 al menos, a través de los bancos estatales, se manejó el crédito
con gran liberalidad. Sobre todo, el Estado se hizo cargo de lo que se
llamó la “Conquista del Desierto”, de la que resultó la incorporación
de vastas superficies de tierra apta para la explotación que fueron
transferidas en grandes extensiones y con un costo mínimo a
particulares poderosos y bien relacionados. Muchos de ellos ya eran
propietarios y otros lo fueron desde entonces, pero esta acción
estatal
resultó
decisiva
para
la
consolidación
de
la
clase
terrateniente. La tierra luego se compró y vendió ampliamente,
aunque su espectacular valorización hasta 1890 -debida al cálculo
de futuros beneficios asegurados por la expansión que se iniciabaredujo el círculo de posibles adquirentes.
Aunque beneficiarios de la generosidad del Estado -que por otra
parte ellos mismos controlaban-, los terratenientes de la pampa
húmeda manifestaron una gran capacidad para adecuarse a las
condiciones económicas y buscar el máximo posible de ganancias.
En el Litoral, donde escaseaba el ganado y la producción podía
trasladarse fácilmente por los ríos, se inclinaron por la agricultura;
allí donde la tierra era barata, optaron por la colonización, que la
valorizaba, pero cuando el valor aumentó prefirieron el sistema de
arrendamiento. En la provincia de Buenos Aires perduró la gran
propiedad indivisa y la explotación del lanar, hasta que la
instalación de los frigoríficos hizo rentable la explotación del
vacuno refinado con las razas inglesas y destinado a la exportación.
Entonces, las necesidades de praderas artificiales estimularon la
colonización agrícola: las tierras se destinaron alternativamente a
cereales, forrajes y pastoreo, por lo cual la agricultura se asoció
definitivamente con la ganadería.
Esta
combinación
resultaba
la
más
adecuada
para
las
condiciones específicas de entonces. La calidad de las praderas
aseguraba altos rendimientos con escasas inversiones; por otra
parte, las condiciones del mercado mundial, extremadamente
cambiantes
e
incontrolables
desde
este
lejano
sur,
hacían
conveniente mantener la flexibilidad para elegir, cada año, la opción
más rentable. Parecía más razonable mantener la tierra unida para
conservar todas las opciones y encarar explotaciones más bien
extensivas. Como ha propuesto Jorge F. Sábato, los empresarios se
habituaron a rotar por diversas actividades, buscando en cada caso
la crema de la ganancia, sin fijarse definitivamente en ninguna y
procurando no inmovilizar el capital: a las agropecuarias se
agregaron luego las inversiones urbanas -tierra, construcciones- e
incluso las industriales. Así, a partir de la tierra, se constituyó una
clase empresaria concentrada y no especializada, una oligarquía, que
desde la cúspide controlaba un conjunto amplio de actividades.
Esas condiciones estimularon también la conducta especulativa
de los chacareros. Los inmigrantes que durante la expansión
agrícola se convirtieron en arrendatarios y disponían de un capital
limitado prefirieron alquilar por tres años extensiones importantes
de tierra antes que adquirir definitivamente una parcela más
pequeña: especuladores trashumantes jugaron sus cartas a unos
años de trabajo intenso, con mínimas inversiones fijas, quizá
premiado con unas buenas cosechas, para volver a repetir la apuesta
en otro campo arrendado.
En esa primera etapa, este comportamiento altamente flexible
permitió aprovechar al máximo los estímulos externos y posibilitó
un
crecimiento
verdaderamente
espectacular.
Desde
1890,
la
expansión de la agricultura fue continua, y el campo se llenó de
chacareros y jornaleros. Entre 1892 y 1913, se quintuplicó la
producción de trigo, de la cual la mitad se exportaba. En ese lapso,
las exportaciones totales se multiplicaron cinco veces, mientras que
las importaciones lo hicieron en proporción algo menor. Al trigo se
agregaron el maíz y el lino, y entre los tres cubrieron la mitad de las
exportaciones; en el resto, junto a la lana, comenzó a ocupar una
parte cada vez más importante la carne, sobre todo a partir de 1900,
cuando los frigoríficos empezaron a exportar hacia Gran Bretaña
carne vacuna congelada o enlatada. Por entonces, el lanar había sido
desplazado de Buenos Aires hacia el sur, y lo reemplazaba el vacuno
mestizado con las razas británicas Shorthorn y Hereford. En
vísperas de la guerra, la Argentina era uno de los principales
exportadores mundiales de cereales y carne.
Si las ganancias de los socios extranjeros fueron elevadas -a
través de los ferrocarriles y los frigoríficos, del transporte marítimo,
de la comercialización o del financiamiento-, también lo fueron las
del Estado, provenientes fundamentalmente de impuestos a la
importación, y las de los terratenientes, quienes, dadas las ventajas
comparativas con respecto a otros productores del mundo, optaron
por destinar una porción importante de éstas al consumo. Ello
explica en parte la magnitud de los gastos realizados en las ciudades,
que unos y otros se ocuparon en embellecer imitando a las
metrópolis europeas, pero cuyo efecto multiplicador fue muy
importante. El Estado las dotó de los modernos servicios de higiene
o de transporte, así como de avenidas, plazas y un conjunto de
edificios públicos ostentosos y no siempre de buen gusto. Los
particulares construyeron residencias igualmente espectaculares,
palacios o petits hótels. El ingreso rural se difundió en la ciudad
multiplicando el empleo y generando a su vez nuevas necesidades
de comercios, servicios y finalmente de industrias, pues en conjunto
las ciudades, sumadas a los centros urbanos de las zonas agrícolas,
constituyeron un mercado atractivo. El sector industrial alcanzó
una dimensión significativa y ocupó a mucha gente. Algunos
grandes establecimientos, como los frigoríficos, los molinos y
algunas
fábricas
grandes,
elaboraban
sus
productos
para
la
exportación o el mercado interno. Otro grupo de establecimientos
importantes,
textiles
o
alimentarios,
suministraba
productos
elaborados con materia prima local, y un extenso universo de
talleres, generalmente de propiedad de inmigrantes afortunados,
completaba el abastecimiento del mercado interno. Este sector
industrial
creció
asociado
con
la
economía
agropecuaria,
expandiéndose y contrayéndose a su ritmo, y nutriéndose de
capitales
extranjeros,
aunque
a
través
de
los
bancos
los
terratenientes locales o quienes controlaban el comercio exterior
pudieron agregar la inversión industrial al conjunto de sus
opciones.
El grueso de estos cambios se produjo en el Litoral, ampliado
con la incorporación de Córdoba, y se acentuó la brecha secular con
el Interior, incapaz de incorporarse al mercado mundial. No
llegaron allí ni inversiones ni inmigrantes, aunque sí el ferrocarril,
que, en algunos casos, al romper el aislamiento de los mercados,
afectó algunas actividades locales. En cambio, hubo mayores gastos
realizados por el Estado nacional, que sostuvo en parte la
administración y la educación. Pero, sobre todo, pesaron el atraso
relativo y las diferencias cada vez más manifiestas entre la vida
agitada de las grandes ciudades del Litoral y la de las somnolientas
capitales provinciales.
Hubo algunas excepciones. En el norte santafesino, una empresa
inglesa, expansiva y depredadora a la vez, constituyó un verdadero
enclave para la explotación del quebracho. Pero las excepciones más
importantes se produjeron en Tucumán primero y en Mendoza
después, en torno a la producción de azúcar y de vino. Ambas
prosperaron
notablemente
para
abastecer
a
los
expansivos
mercados del Litoral, merced a la reserva de estos productos hecha
por el Estado, que los rodeó con una fuerte protección aduanera.
Fue el mismo Estado el que permitió el despegue inicial de esa
industria regional, construyendo los ferrocarriles y financiando las
inversiones de los primeros empresarios de ingenios y bodegas. En
ambos casos hubo razones de equilibrio político general, pero más
inmediatamente
pesaron
las
relaciones
que
importantes
empresarios de las nacientes industrias -Ernesto Tornquist en la
azucarera y Tiburcio Benegas en la vitivinícola- tenían en las más
altas esferas oficiales. La fisonomía de Tucumán, y sobre todo la de
Mendoza,
importantes
donde
la
expansión
contingentes
supuso
la
inmigratorios,
incorporación
se
de
modificaron
sustancialmente, quizá contra lo que hubieran indicado las normas
de la división internacional del trabajo -la azúcar tucumana siempre
fue mucho más cara que la que podía importarse desde Cuba-, pero
de acuerdo con la pauta de ganancia monopólica y de asociación
entre el Estado y los empresarios que caracterizó toda la expansión
finisecular.
En torno del Estado se conformó un importante sector de
especuladores, intermediarios y financistas cercanos al poder, que
medró en concesiones, préstamos, obras públicas, compras o ventas,
especialmente en la década de 1880, cuando el Estado inyectó de
forma masiva crédito a través de los bancos garantidos. Los
contemporáneos atribuyeron a esta fiebre especulativa la crisis de
1890, que frenó por una década el avance espectacular de la
economía. Pero las causas eran más profundas y resultaron
recurrentes. La estrecha vinculación de la economía argentina con la
internacional la sensibilizó a sus fluctuaciones cíclicas, como había
ocurrido en 1873. El fuerte endeudamiento convertía el servicio de
la deuda externa en una carga onerosa, solventada con nuevos
préstamos o con los saldos del comercio exterior, y ambas cosas se
reducían
drásticamente
en
los
momentos
de
crisis
cíclica,
generando un período más o menos prolongado de recesión. La
crisis
internacional
de
1890
tuvo
la
particularidad
de
desencadenarse en la Argentina y de arrastrar con ella a uno de los
más importantes inversores británicos: la banca Baring. En lo
inmediato, tuvo efectos catastróficos, sobre todo para los pequeños
ahorristas, pero al concluir con el ciclo especulativo urbano de la
década
de
1880
alentó
otras
actividades,
particularmente
la
agricultura, que empezó por entonces su expansión importante.
La inmigración masiva y el progreso económico remodelaron
profundamente a la sociedad argentina, y podría decirse que la
hicieron de nuevo. Los 1,8 millones de habitantes de 1869 se
convirtieron en 7,8 millones en 1914, y en ese mismo período la
población de la ciudad de Buenos Aires pasó de 180 mil habitantes a
1,5 millones. Dos de cada tres habitantes de la ciudad eran
extranjeros en 1895, y en 1914, cuando ya habían nacido de ellos
muchos hijos argentinos, todavía la mitad de la población de la
ciudad era extranjera. La mayoría fueron los italianos, primero del
norte y luego del sur, y los siguieron los españoles, y en menor
medida los franceses. Pero llegaron inmigrantes de todas partes,
aunque en contingentes pequeños, al punto que se pensó en Buenos
Aires como en una nueva Babel. Como señaló José Luis Romero, la
nuestra fue una sociedad aluvial, constituida por sedimentación, en
la
que
los
extranjeros
aparecían
en
todas
partes,
aunque
naturalmente no en la misma proporción.
Al Interior fueron pocos, con excepción de lugares como
Mendoza. En el Litoral, muchos se dirigieron al campo, y la mayoría
se instaló precariamente, como arrendatarios. Los chacareros y sus
familias fueron protagonistas de una sacrificada y azarosa empresa.
Quizá porque estaban dispuestos a prosperar en poco tiempo, a
sacrificarse y arriesgar su escaso capital en una apuesta muy fuerte,
prefirieron vivir en rudimentarios e inhóspitos ranchos, sin las
comodidades mínimas, prestos a abandonar el lugar cuando el
contrato vencía. Como todos los inmigrantes, se jugaron al ascenso
económico rápido, que algunos lograron y muchos no. A la larga,
los primeros, o sus hijos, se integraron a las clases medias en
constitución; los segundos probablemente marcharon a las ciudades
o se volvieron. Lo que es seguro es que unos y otros contribuyeron a
las
gruesas
ganancias
de
terratenientes
y
casas
comerciales
exportadoras, que se asociaban a los beneficios de los chacareros,
pero sin participar de sus riesgos.
Al principio la mayoría iba a las ciudades, pues allí estaba la más
amplia demanda de trabajadores. Las grandes ciudades, y en primer
lugar Buenos Aires, se llenaron de trabajadores, en su mayoría
extranjeros, pero también criollos. Sus ocupaciones eran muy
diversas y su condición laboral heterogénea: había jornaleros sin
calificación a la busca cada día de su conchabo, artesanos
calificados, vendedores ambulantes, sirvientes y también obreros de
las primeras fábricas. En cambio, muchas de sus experiencias eran
similares: vivían hacinados en los conventillos del centro de la
ciudad, próximos al puerto donde muchos trabajaban, o del barrio
de La Boca. Padecían difíciles condiciones cotidianas: la mala
vivienda,
el
costo del
alquiler,
los problemas sanitarios,
la
inestabilidad en los empleos y los bajos salarios, las epidemias y los
problemas de mortalidad infantil, todo lo cual conformaba un
cuadro muy duro, del que al principio muy pocos escapaban. Era
todavía una sociedad magmática y en formación. Los extranjeros
eran además extraños entre sí, pues ni siquiera los italianos -una
denominación en cierto modo abstracta, que englobaba orígenes
diversos-,
separados
por
los
diferentes
dialectos,
podían
comunicarse entre ellos. La integración de sus elementos diversos, la
constitución de redes y núcleos asociativos, y la definición de
identidades en ese mundo del trabajo fue un proceso lento.
Muchos de los inmigrantes, impulsados por el afán de “hacer la
América” y quizá volver ricos y respetables a la aldea de donde
habían salido miserables, concentraron sus esfuerzos en la aventura
del ascenso individual, o más exactamente familiar. Quienes no lo
lograron o fracasaron después de algún éxito inicial -y no volvieron
a la patria- permanecieron dentro del conjunto de los trabajadores,
renovado de manera permanente con los nuevos llegados. Fue entre
ellos donde más ampliamente se desarrollaron las formas de
solidaridad, estimuladas por los militantes contestatarios. Pero la
mayoría obtuvo al menos algún éxito dentro de la “aventura del
ascenso”. Éste consistía por lo general en llegar a tener la casa
propia y quizá un pequeño negocio o taller también propio. Sobre
todo, el camino pasaba por la educación de los hijos: la educación
primaria permitía superar la barrera idiomática que segregaba a los
padres; la secundaria abría las puertas al empleo público o al puesto
de maestra, dignos y bien remunerados. La universitaria y el título
de doctor eran la llave mágica que permitía ingresar a los círculos
cerrados de la sociedad constituida. Se trata sin duda de una imagen
con mucho de convencional, elaborada a partir de las experiencias
de los triunfadores, y que ignora la de los fracasados. Pero de
cualquier
modo,
estas
aventuras
del
ascenso
fueron
lo
suficientemente importantes como para plasmar una imagen mítica
de hondo arraigo y larga perduración, y para constituir las amplias
clases medias, urbanas y rurales, que caracterizaron de forma
definitiva nuestra sociedad.
En suma, lo que se constituyó fue una sociedad nueva, que
permaneció por bastante tiempo en formación, en la que los
extranjeros o sus hijos estuvieron presentes en todos los lugares, los
altos, los medios y los bajos. Fue abierta y flexible, con
oportunidades para todos. Fue también una sociedad escindida
doblemente: por una parte, el país modernizado se diferenció del
Interior tradicional; por otra, la nueva sociedad se mantuvo bastante
tiempo separada de las clases criollas tradicionales, y las clases altas,
un poco tradicionales pero en buena medida también nuevas,
procuraron afirmar sus diferencias respecto de la nueva sociedad.
Mientras en la nueva sociedad los inmigrantes se mezclaban sin
reticencias con los criollos y generaban formas de vida y de cultura
híbridas, las clases altas -capaces de acoger sin reticencias a los
extranjeros ricos o exitosos- se sentían tradicionales, afirmaban su
argentinidad y se creían las dueñas del país al que los inmigrantes
habían venido a trabajar. No todos sus miembros tenían riqueza
antigua, pues entre ellos había muchos advenedizos o rastacueros,
como se decía entonces, y ni siquiera todos tenían verdaderamente
riqueza. Algunos lo lograron con medios dudosos, gracias a los
favores del poder, y otros apenas podían conservar lo que llamaban
la “decencia”. Pero todos ellos, frente a la masa de extranjeros,
manifestaron una cierta voluntad de cerrarse, de recordar sus
antecedentes patricios, de ocuparse de los apellidos y la prosapia, y
quienes podían, de hacer gala de un lujo y una ostentación -que
quizá sus modelos europeos consideraran vulgares y chabacanosútiles para marcar las diferencias. Esa función cumplían los lugares
públicos donde mostrarse, como la Ópera, Palermo o la calle
Florida, y sobre todo el club, exclusivo y a la vez educador: el Jockey,
fundado por Carlos Pellegrini y Miguel Cañé para constituir una
aristocracia vasta y abierta, “que comprenda a todos los hombres
cultos y honorables”.
Esos mismos hombres se reservaron el manejo de la alta política.
Ésta fue una actividad de “notables”, provenientes de familias
tradicionales, decentes y educados, aunque no necesariamente ricos,
pues en la política abundaron los parvenus, que harían allí su
fortuna. El sistema institucional era perfectamente republicano aunque diseñado para mediatizar las decisiones más importantes y
alejarlas
algo
de
la
“voluntad
popular”-,
pero
las
prácticas
electorales de la época, y sobre todo la fuerte injerencia del gobierno
en cada uno de sus pasos, tendían a desalentar a quienes quisieran
participar en esa competencia. En la cúspide del sistema político, la
selección del personal pasaba por los acuerdos entre el presidente,
los gobernadores y otros notables de prestigio reconocido. En los
niveles más bajos, la competencia se daba entre caudillos electorales,
que
movilizaban
maquinarias
aguerridas,
capaces
-con
la
complicidad de la autoridad- de asaltar atrios y volcar padrones. El
sistema -estigmatizado luego por la oposición política- descansaba
sobre una escasa voluntad general de participación en las elecciones.
Alejada de los grandes procesos democratizadores de las sociedades
occidentales, la constitución de la ciudadanía fue aquí lenta y
trabajosa. Particularmente, pesó el escaso interés de los extranjeros
por nacionalizarse y participar de las elecciones, perdiendo algunos
privilegios y garantías inherentes a su condición de tales, y esta
situación inquietó incluso a los espíritus más lúcidos de la elite
dirigente, preocupados por asentar las bases consensúales del
régimen político.
Quizá la característica más notable y perdurable de ese régimen
haya
sido
la
falta
de
competencia
entre
partidos
políticos
alternativos y su estructuración en torno de un partido único, cuyo
jefe era el presidente de la república. El Partido Autonomista
Nacional era en realidad una federación de gobernadores, cabezas
de “situaciones” provinciales, y el presidente usaba sus atribuciones
institucionales para disciplinarlos, mezclando confusamente lo que
era propio del Estado con lo más específicamente político. Ausentes
los mecanismos de alternancia, raquíticos los espacios de discusión
pública amplia, los conflictos se negociaban en círculos reducidos,
entre la Casa Rosada y el Círculo de Armas, la redacción de un
diario y los pasillos del Congreso. El sistema era eficaz cuando se
trataba de diferencias en torno de convicciones comunes -como
ocurrió a lo largo de la década de 1880-, pero reveló sus debilidades
cuando las discrepancias se hicieron más serias, a partir de 1890.
Quedó claro entonces que en el régimen político no había lugar
para partes con intereses divergentes y legítimos, capaces de
discrepar y de acordar, y el unicato, que había contribuido a la
consolidación del régimen y a la eliminación de las antiguas
confrontaciones,
reveló
sus
limitaciones
para
canalizar
las
propuestas de cambio de una sociedad que se estaba constituyendo
y diversificando, y en la que se desarrollaban intereses variados y
contradictorios.
Moldear y organizar esa sociedad en formación, según sus
definidas convicciones acerca del progreso, y generar en ella el
consenso necesario para las vastas transformaciones que se estaban
desarrollando fue quizá la preocupación principal de la elite
dirigente. El panorama que se presentaba ante sus ojos era
ciertamente inquietante: una masa de extranjeros, desarraigados,
escasamente solidarios, sólo interesados en lucrar y en volver a su
terruño, despertaba la indignación de quienes, como Sarmiento,
habían visto otrora en la inmigración el gran instrumento del
progreso. Por otra parte, en el empeño de dar forma a esa masa,
apareció un conjunto de competidores importantes: la Iglesia en
primer lugar, aunque en el Río de la Plata su influencia era mucho
menor que en el resto de Hispanoamérica; las asociaciones de las
colectividades extranjeras, y particularmente la italiana, y luego los
grupos políticos contestatarios, sobre todo los anarquistas, que ya
esbozaban para los sectores populares un proyecto de sociedad
definidamente alternativo. Frente a ellos, ese Estado todavía débil
presentó combate y triunfó. En forma progresiva fue extendiendo su
larga mano -por cierto, visible- sobre la sociedad, tanto para
controlar su organización como para acelerar los cambios que
aseguraran el progreso buscado.
Las leyes de registro civil y de matrimonio civil, inspiradas en la
legislación europea más progresista, impusieron la presencia del
Estado en los actos más importantes de la vida de los hombres -el
nacimiento, el casamiento, la muerte-, hasta entonces regulados por
la Iglesia. Posteriormente, esa presencia del Estado se reforzaría en
la regulación de la higiene, del trabajo, y sobre todo con la ley de
servicio militar obligatorio, que, al llegar a la mayoría de edad,
colocaba a todos los hombres en situación de ser controlados,
disciplinados y argentinizados. Pero en la década de 1880 el gran
instrumento fue la educación primaria, y hacia ella se volcaron los
mayores esfuerzos. Ésta, según la Ley 1420 de 1884, fue laica,
gratuita y obligatoria. Desplazando tanto a la Iglesia como a las
colectividades, que habían avanzado mucho en este terreno, el
Estado asumió toda la responsabilidad: con la alfabetización
aseguraba la instrucción básica común para todos los habitantes, y a
la vez la integración y nacionalización de los niños hijos de
extranjeros, que si en sus hogares filiaban su pasado en alguna
región de Italia o España, aprendían en la escuela que éste se
remontaba a Rivadavia o a Belgrano.
Aunque la elite fue constitutivamente cosmopolita, crítica de la
herencia criolla o hispana y abierta a las influencias progresistas de
las metrópolis, tuvo a la vez una temprana preocupación por lo
nacional, tanto para afirmar su identidad en el país aluvional como
para integrar en ella a la masa extranjera. La elite patricia, que se
sentía consustanciada con la construcción de la patria, se ocupó de
dar forma a una versión de su historia, como lo hizo Bartolomé
Mitre, que era a la vez una autojustificación. Con las mismas
preocupaciones, discutieron sobre qué cosa era el arte, la música o
la lengua nacional. Sobre éstos y otros temas se hablaba tanto en los
círculos y en las tertulias privadas como en los periódicos y en sus
redacciones, quizás en la cátedra universitaria o en el Congreso.
Algunos incluso escribieron libros, que editaban en Europa. Si no
hubo muchos grandes creadores, en cambio constituyeron un grupo
de intelectuales que, sin especialización profesional, contribuyeron
muy eficazmente a moldear las ideas de su clase. Conocieron todas
las corrientes europeas, y de cada una de ellas hubo una versión
local: realismo, impresionismo, naturalismo... Pero la que más se
adecuó a su filosofía espontánea de la vida fue el positivismo, en su
versión spenceriana, por su valoración de la eficiencia y el
pragmatismo, del orden y el progreso, en todo adecuados a una
sociedad que por entonces -llegando al Centenario de la Revolución
de Mayo- se definía por su optimismo.
Tensiones y transformaciones
El Centenario de la Revolución de Mayo fue la ocasión que el país,
alegre y confiado, tuvo para celebrar sus logros recientes. La
asistencia de la infanta Isabel de Borbón, tía del rey de España, y del
presidente Montt de Chile indicaba que las hostilidades externas,
viejas o nuevas, pertenecían al pasado. Intelectuales, políticos y
periodistas,
como
Georges
Clemenceau,
Enrico
Ferri,
Adolfo
Posada o Jules Huret, dejaron, cada uno a su manera, testimonio del
espectacular desempeño de la república, al igual que el poeta Rubén
Darío, que escribió un Canto a la Argentina algo pomposo.
Atestiguando el carácter aluvial de nuestra sociedad, cada una de las
colectividades extranjeras honró al país y a sus espectaculares logros
con un monumento alusivo, cuya piedra fundamental se colocó
apresuradamente ese año. Pero el discurso oficial, vacío, hueco y
conformista, apenas alcanzaba a disimular la otra cara de esta
realidad: una huelga general, más virulenta aún que la del año
anterior -cuando coincidió con el asesinato del jefe de Policía a
manos de un anarquista-, amenazó frustrar los festejos, y una
bomba en el Teatro Colón puso en evidencia las tensiones y la
violencia, a la que desde la sociedad establecida se respondió con los
primeros episodios del terror blanco y con una draconiana ley de
defensa social.
Más allá de la pompa de la celebración, una honda preocupación
por el rumbo de la nación invadía los espíritus más reflexivos,
ganados por un pesimismo creciente. Utilizando los modelos de la
sociología positivista, y combinándolos con la historia y la
psicología social, se diagnosticó que la sociedad estaba enferma.
Retomando la tradición reflexiva de Sarmiento o de Alberdi,
aparecieron ensayos profundos, balances descarnados y propuestas,
como los que hicieron Joaquín V. González en El juicio del siglo,
Agustín Álvarez en Manual de patología política, Carlos Octavio
Bunge en Nuestra América, José María Ramos Mejía en Las
multitudes
argentinas
o
Ricardo
Rojas
en
La
restauración
nacionalista. Parte de los males se atribuían a la misma elite, su
conformismo fácil y su abandono de la tradición patricia y la
conciencia pública. Pero el punto central del cuestionamiento era el
cosmopolitismo de la sociedad argentina, inundada por la masiva
presencia de los inmigrantes y dirigida por quienes habían buscado
su inspiración en Europa. Todos los conflictos sociales y políticos,
todo cuestionamiento a la dirección de la elite tradicional, podían
ser atribuidos a los malos inmigrantes, a los cuerpos extraños, a los
extranjeros disolventes, incapaces de valorar lo que el país les había
ofrecido.
Pero más allá de estas manifestaciones extremas, preocupaba la
disolución de un ser nacional que algunos ubicaban en la sociedad
criolla previa al alud inmigratorio y otros, más extremos, filiaban
polémicamente en la ruptura con la tradición hispana. Si bien esta
última posición era cuestionada por quienes seguían asociando esta
tradición con la intolerancia y el atraso, en cualquier caso se dibujó
en la conciencia de la elite la imagen de unas masas torvas y oscuras,
desligadas de todo vínculo, peligrosas, que acechaban en las
sombras y que comenzaban a invadir los ámbitos hasta entonces
reservados a los hijos de la patria. En respuesta, algunos adhirieron
al elitismo aristocratizante que había puesto de moda el uruguayo
José Enrique Rodó con su Ariel. Otros buscaron la solución de cada
uno de los problemas en alguna de las fórmulas de la ingeniería
social, incluyendo las que había ensayado en Alemania el canciller
Bismarck. Pero la mayoría encontró la respuesta en una afirmación
polémica y retórica de la nacionalidad: la solución era subrayar la
propia raigambre criolla, argentinizar a esa masa extraña, y a la vez
disciplinarla. Desde principios de siglo, y sin duda inspirado en el
clima europeo de preguerra, empezó a predominar un nacionalismo
chauvinista, que José María Ramos Mejía, desde el Consejo
Nacional de Educación, intentó inculcar a los niños de la escuela
primaria en sus prácticas cotidianas, y que tuvo su apogeo en los
festejos de 1910, cuando las patotas de “niños bien” se complacían
en hostilizar a cualquier extranjero que demorara en descubrirse al
sonar las notas del Himno.
A partir de esta percepción de una enfermedad en la sociedad,
ratificada por la cotidiana emergencia de conflictos y tensiones de la
más variada índole, se dibujaron dos actitudes en la elite dirigente.
Algunos optaron por una conducta conciliadora, haciéndose cargo
de los reclamos de la sociedad y proponiendo reformas. Otros, en
cambio, mantuvieron una actitud intransigente, que apeló al Estado
para reprimir cualquier manifestación de descontento y, no
satisfechos por un apoyo que por otra parte no se retaceaba, se
organizaron para actuar por su propia cuenta.
Algunos motivos de preocupación se adivinaban en la marcha
de la economía, pese a que en los primeros años del siglo la
Argentina realizó lo más espectacular de su crecimiento. Un
renovado empuje migratorio hizo que en 1914 casi se alcanzaran los
ocho millones de habitantes, duplicando la cifra de 1895. El área
cultivada alcanzó el récord de 24 millones de hectáreas, y el país
llegó a ser el primer productor mundial de maíz y lino, y uno de los
primeros de lana, carne vacuna y trigo. Buenos Aires -que exhibía
orgullosa su subterráneo- se convirtió en la primera metrópoli
latinoamericana. Sin embargo, las crisis de 1907 y 1913, y después
de dos años de depresión motivados por la guerra de los Balcanes,
recordaban la vulnerabilidad de ese crecimiento. La relación externa
se estaba haciendo más compleja, tanto por la acrecida participación
de Francia y Alemania en el comercio y las inversiones como por la
presencia cada vez más agresiva de Estados Unidos en el área de los
servicios públicos y la electricidad, y sobre todo en los frigoríficos.
Su dominio de la técnica del chilled, o enfriado, le permitió ganar
posiciones en el mercado externo y, tras sucesivos acuerdos por las
cuotas de exportación, llegó a controlar las tres cuartas partes del
comercio de carnes con Gran Bretaña, aunque los ingleses siguieron
administrando el flete y los seguros. Eran los primeros anuncios de
una relación triangular, mucho más compleja que la anterior, que se
profundizó cuando la industria local empezó a demandar máquinas,
repuestos o petróleo, suministrados por Estados Unidos, o cuando
se popularizó el uso del automóvil, y que requirió un manejo de la
política económica bastante más delicado y preciso. Pero esos
problemas quedaron postergados por el mucho más acucioso
planteado por la Primera Guerra Mundial, que desorganizó los
circuitos comerciales y financieros, retrajo las nuevas inversiones,
provocó un fuerte encarecimiento de la subsistencia y dificultades
en muchas industrias, aunque benefició a aquellas actividades,
como la exportación de carne enlatada, destinadas al abastecimiento
de los beligerantes. Aun cuando se viera en esto el efecto de una
coyuntura breve y acotada a la duración del conflicto bélico, lo
cierto es que nadie convalidaría en 1916, al asumir el nuevo
presidente, el diagnóstico optimista y despreocupado de 1910.
Las mayores preocupaciones provenían de la emergencia de
tensiones
sociales,
de
demandas
y
requerimientos
diversos,
generalmente expresados de manera violenta, provenientes de los
diversos actores que se iban definiendo a medida que la sociedad se
estabilizaba y diversificaba. Las tensiones no surgieron del Interior
tradicional, de existencia aletargada, sino de las zonas dinámicas del
Litoral. En el ámbito rural, una primera manifestación notable fue la
de los chacareros de Santa Fe, protagonistas de la primera
expansión agrícola, entre quienes abundaban los propietarios. Se
combinó aquí una coyuntura económica crítica -derivada de la
crisis de 1890- y una decisión política del Estado, que por entonces
eliminó el derecho de los extranjeros a votar en las elecciones
municipales. En el mismo año se produjo la revolución de la Unión
Cívica, y en los siguientes los colonos incorporaron sus reclamos eliminación de un impuesto gravoso y derechos políticos en los
municipios- a los de los radicales. Colaboraron con ellos en la
revolución de Santa Fe de 1893, donde los “colonos en armas” especialmente los suizos- desempeñaron un papel importante, para
sufrir luego la represión gubernamental y los efectos de un clima
general adverso a los “gringos”.
El episodio siguiente, bastante posterior, estalló en 1912 y tuvo
por
actores
al
conjunto
de
los
arrendatarios
que
habían
protagonizado la notable expansión cerealera de la región del
Litoral, los esforzados chacareros que al frente de pequeñas
empresas familiares, y con enorme sacrificio, pudieron a veces
prosperar y consolidar su posición, aunque siempre atenazados por
presiones permanentes: la de los terratenientes, que ajustaban
periódicamente
sus
arriendos,
estimulados
por
la
creciente
demanda de tierras originada en un flujo migratorio permanente, y
la de los comercializadores, una cadena que empezaba en el
bolichero
del
lugar
y
terminaba
en
las
grandes
empresas
exportadoras, como Dreyfus o Bunge y Born. En épocas de buenos
precios, los chacareros podían mantener un aceptable equilibrio,
pero la caída de los precios internacionales en 1910 y 1911, en
épocas en que los arriendos se mantenían altos, hizo crítica la
situación. Por otra parte, los chacareros ya habían echado raíces en
el país, se habían nucleado y delineaban los que eran sus intereses.
Así, en 1912 realizaron una huelga, negándose a levantar la cosecha
a menos que los propietarios de tierras satisficieran ciertas
condiciones: contratos más largos, rebajas en los arriendos y otras
cosas, como el derecho a contratar libremente la maquinaria para la
cosecha o a criar animales domésticos. Tanto en el caso de los
colonos santafesinos como en el de los arrendatarios pampeanos
llama la atención el contraste entre la moderación de los reclamos -
que ni cuestionaban los aspectos básicos del sistema ni proponían
alianzas con los jornaleros rurales- y la violencia de la acción en el
caso de los colonos de Santa Fe, o la madurez organizativa de los
arrendatarios, que iniciaron un importante movimiento cooperativo
y constituyeron una entidad gremial: la Federación Agraria
Argentina. Desde entonces, quedaron constituidos como un actor,
que permanentemente reclamó y presionó a los terratenientes y a las
autoridades.
En las grandes ciudades -sobre todo Buenos Aires y Rosario-, la
definición de las identidades fue más compleja, y el resultado menos
unívoco, pero de consecuencias más espectaculares. Entre los
sectores populares, la heterogeneidad cultural y lingüística fue
superándose en la experiencia cotidiana de afrontar las duras
condiciones
de
vida,
que
estimularon
la
cooperación
y
la
constitución de todo tipo de asociaciones: mutuales, de resistencia,
gremiales, en torno de las cuales la sociedad popular comenzó a
tomar forma. Por otra parte, la convivencia permitía la espontánea
integración de las tradiciones culturales y el surgimiento de formas
híbridas pero de una vigorosa creatividad, como el tango, el sainete
o el lunfardo, donde confluían los elementos criollos y los muy
diversos aportados por la inmigración.
Sobre esta elaboración espontánea se propusieron influir tanto
la Iglesia como las grandes asociaciones de colectividades y sobre
todo el Estado, que combinó coacción con educación. Pero su gran
instrumento, la escuela pública, chocó en esta primera etapa con
una masa de trabajadores adultos, analfabetos, casi impermeables a
su mensaje. Esto dejó un ancho campo de acción para otro sector
alternativo,
proveniente
de
intelectuales
contestatarios,
y
particularmente de los anarquistas. Ellos encontraron el lenguaje
adecuado para dirigirse a una masa trabajadora dispersa, extranjera,
segregada,
que
para
actuar
en
conjunto
necesitaba
grandes
consignas movilizadoras, como la de deshacer la sociedad y volver a
rehacerla, justa y pura, sin patrones y sin Estado. La huelga general y
el levantamiento espontáneo eran los instrumentos imaginados para
integrar a esta masa laboral fragmentada, y para hacer más eficaz la
lucha por las reivindicaciones específicas de cada uno de los
gremios, que los anarquistas encauzaron eficazmente. Frente al
anarquismo, el Estado galvanizó su actitud represora, y la ley de
residencia de 1902 autorizaba incluso la expulsión de los más
díscolos. En un juego de desafíos recíprocos, la agitación social, que
comenzó hacia 1890, se agudizó hacia el 1900 y culminó con las
grandes huelgas de 1910, momento de apogeo de la agitación de
masas y del motín urbano -aunque la organización no alcanzó un
desarrollo similar-, y también de la represión.
Esta identidad, segregada y contestataria, motivo de la más seria
preocupación de las clases dirigentes, no fue la única que se
constituyó entre los trabajadores urbanos. Progresivamente se fue
dibujando un sector de obreros más calificados, en general con una
educación básica, decididos a afincarse en el país y en muchos casos
ya argentinos. Entre ellos, y también entre otros sectores populares
ya integrados a la sociedad urbana, encontraron su público los
socialistas, que a diferencia de los anarquistas ofrecían, con un
lenguaje más racional que emotivo, una mejora gradual de la
sociedad en la que las aspiraciones últimas resultarían el producto
de una serie de pequeñas reformas. Éstas debían lograrse en buena
medida por la vía parlamentaria, por lo que incitaban a los
trabajadores a que se nacionalizaran. Los socialistas obtuvieron
siempre buenos resultados electorales en las ciudades a partir de la
consagración en 1904 de Alfredo L. Palacios como diputado por
Buenos Aires. Sin embargo, no tuvieron éxito en encauzar las
reivindicaciones específicas de los trabajadores que, cuando no
siguieron a los anarquistas, prefirieron a los sindicalistas. Éstos
tuvieron particular predicamento entre los grandes gremios, como
los ferroviarios o los navales, y también entre los portuarios. Como
los socialistas, eran partidarios de las reformas graduales, pero se
desinteresaban de la lucha política y de los partidos, y centraban su
estrategia en la acción específicamente gremial. Unos y otros
contribuyeron -sobre todo después de 1910- a encauzar la
conflictividad hacia vías reformistas y a encontrar terrenos de
contacto y negociación con el Estado, donde pudo desenvolverse
una actitud más conciliadora, expresada en el proyecto de Código,
de inspiración bismarckiana, propuesto en 1904 por el ministro
Joaquín V. González y elaborado con la colaboración de los
dirigentes
políticos
más
progresistas,
y
en
la
creación
del
Departamento Nacional del Trabajo en 1907.
La actividad sindical constituyó en definitiva un actor de
presencia y reclamos permanentes. No alcanzaba sin embargo a
expresar otras inquietudes de la sociedad, y particularmente de
quienes preferían intentar el camino del ascenso antes que unir su
suerte a la del conjunto de los trabajadores. Se trataba de una opción
atractiva y relativamente realizable, en una sociedad que en su base
era abierta y fluida. El logro de una posición económica era una
aventura esencialmente individual, pero el reconocimiento social y
la posibilidad de acceder a los reductos que las clases tradicionales
mantenían cerrados era un problema colectivo, que se expresó en
términos políticos, aun cuando éstos no agotaran las cuestiones en
juego.
El sistema político diseñado por la elite, eficaz mientras la nueva
sociedad se mantenía pasiva, empezó a revelar sus debilidades
apenas nuevos actores hicieron oír sus voces. En 1890 se produjo
una primera fractura, pues una disidencia surgida dentro mismo de
los
sectores
tradicionales
-encabezada
por
la
juventud
universitaria- encontró insospechado eco en la sociedad, golpeada
por la crisis económica. Es significativo que los principales
dirigentes de los nuevos partidos -Leandro N. Alem, Hipólito
Yrigoyen, Juan B. Justo, Lisandro de la Torre- hayan luchado juntos
en el Parque. El golpe afectó al régimen político, profundamente
dividido, que durante tres o cuatro años zozobró, incapaz de
encontrar una respuesta adecuada a un desafío que progresivamente
se fue haciendo más definido. Hacia 1895, luego de un par de
revoluciones sofocadas, y por obra de Carlos Pellegrini, la “gran
muñeca” política del régimen, se recuperó el equilibrio, que
consolidó el general Roca cuando alcanzó en 1898 la presidencia
por segunda vez. Quedó sin embargo un residuo no reabsorbido: el
Partido Socialista, volcado hacia los trabajadores, y la UCR, un
movimiento cívico a la búsqueda de su público.
Pasada la agitación política, el radicalismo subsistió durante
unos años en estado de latencia. En 1905, intentó un levantamiento
revolucionario, cívico pero también militar, que fracasó como tal
aun cuando tuvo un enorme efecto propagandístico, sobre todo
porque estalló en momentos en que el régimen político otra vez se
veía aquejado por una profunda división, originada en la ruptura
ocasional entre sus dos cabezas, Roca y Pellegrini, pero que revelaba
discrepancias más hondas. Así, pese al fracaso revolucionario y a la
dura represión afrontada, la UCR comenzó a crecer, a conformar su
red de comités y a incorporar a sectores sociales nuevos, que hacían
sus primeras experiencias políticas: jóvenes profesionales, médicos,
abogados, comerciantes, empresarios, y en las zonas rurales muchos
chacareros, todos los cuales integraban el mundo de quienes habían
recorrido
con
éxito
los
primeros
tramos
del
ascenso,
pero
encontraban cerradas las puertas para el ejercicio pleno de una
ciudadanía que tenía, junto con su dimensión específicamente
política, otra que implicaba el reconocimiento social.
El programa del radicalismo -centrado en la plena vigencia de la
Constitución, la pureza del sufragio y una cierta moralización de la
función pública- expresaba esos intereses comunes, limitados pero
precisos. Aplicando los principios preconizados, la UCR, al igual que
el Partido Socialista, tuvo una Carta Orgánica y una Convención,
aunque siempre se respetó la preeminencia de los dirigentes
históricos, la mayoría nacidos a la vida política en 1890 en el
Parque. Sobre todo, tuvo un arma poderosa para enfrentar lo que
con éxito denominaron “el régimen”, que era “falaz y descreído”: “la
causa” se definía por su intransigencia, es decir, la negativa a
cualquier tipo de transacción o acuerdo, traducida en la abstención
electoral. La UCR se negaba así al eventual establecimiento de un
sistema
de
partidos
que
se
alternaran
y
compartieran
las
responsabilidades, e identificándose con la Nación, exigía la
remoción total de un régimen que, a su vez, se había constituido
sobre la base del unicato. Ciertamente, la abstención electoral quizá la más clara expresión de la incapacidad del régimen político
para dar lugar a los reclamos de la sociedad- facilitó al principio su
gestión a los gobernantes, pero a la larga la condena moral resultó
cada vez más efectiva.
Las tensiones que recorrían la sociedad, que expresaban su
creciente complejidad, y la cantidad de voces legítimas que
buscaban manifestarse resultaban más violentas y amenazantes de
lo que intrínsecamente eran, por la escasa capacidad de los
gobiernos
para
darles
cabida
y
encontrar
los
espacios
de
negociación adecuados. Desafiados por la forma extrema de sus
manifestaciones, muchos dirigentes optaron por una respuesta
dura: acusar a minorías extrañas, desconocer, reprimir, y también
mantener y salvaguardar los privilegios. Esta actitud tomó el
presidente Manuel J. Quintana, que sucedió a Roca y reprimió el
levantamiento radical de 1905. Esa postura se hizo cada vez menos
sostenible, no sólo por la magnitud de la impugnación global, sino
por las dudas de los dirigentes y la creciente conciencia de su
ilegitimidad, que derivaron en divisiones y debilitaron su posición,
lo que permitió el avance de quienes se inclinaban por la reforma. El
pasaje de Pellegrini a ese bando, al fin de la segunda presidencia de
Roca, fue decisivo, lo mismo que la determinación del presidente
Figueroa Alcorta, que asumió en 1906, de usar todos los
instrumentos del poder para desmontar la maquinaria armada por
Roca y posibilitar en 1910 la elección de Roque Sáenz Peña. Las
peores armas del viejo régimen fueron puestas al servicio de una
transformación que, al hacerse cargo de los argumentos del
radicalismo, pretendía volver más transparente la vida política
incorporando al conjunto de la población nativa a la práctica
electoral. La propuesta del sufragio secreto, según el padrón militar,
tendía a evitar cualquier injerencia del gobierno en los comicios,
mientras que el carácter obligatorio del sufragio -que Sáenz Peña
tradujo en el enfático imperativo de “¡Quiera el pueblo votar!”apuntaba a incorporar a la ciudadanía a una masa de gente que, pese
a
la
prédica
de
radicales
y
socialistas,
no
manifestaba
espontáneamente mayor interés en hacerlo.
Por otra parte, la reforma electoral establecía la representación
de mayorías y minorías, según la proporción de dos a uno. Quienes
diseñaron el proyecto estaban absolutamente convencidos de que
los partidos que representaran los intereses tradicionales ganarían
sin problema las mayorías, y que la representación minoritaria
quedaría para los nuevos partidos -sobre todo la UCR y quizás el
Partido Socialista-, que de ese modo quedarían incorporados y
compartirían las responsabilidades. Tal convicción se fúndaba en la
simultánea decisión del grupo reformista de modificar sus propias
prácticas políticas, desplazar las maquinarias electorales que hasta
entonces habían operado -representadas arquetípicamente en el
mítico Cayetano Ganghi, un caudillo de la Capital portador de una
valija repleta de libretas cívicas- e incorporar a la contienda política
en cada lugar a figuras de la suficiente envergadura social e
intelectual como para atraer a sus electores en forma espontánea y
sin necesidad de trampas. Se trataba, en suma, de erradicar la
política criolla y constituir un partido de “notables”, favorecido sin
duda por la obligatoriedad del sufragio, que ayudaría a romper el
aparato de caudillos hasta entonces dominante.
Aprobada la ley en 1912, las primeras elecciones depararon una
fuerte sorpresa para quienes habían diseñado la reforma: si bien los
partidos tradicionales ganaron en muchas provincias -donde los
gobiernos encontraron la forma de seguir ejerciendo su presión-,
los radicales se impusieron en Santa Fe y en la Capital, donde los
socialistas obtuvieron el segundo lugar. La perspectiva del triunfo
arrastró a mucha gente al radicalismo, que en esos años se convirtió
en un partido masivo, constituyó su red de comités y de caudillos y
se empapó de muchos de los mecanismos de la política criolla.
Hipólito Yrigoyen, un misterioso dirigente que nunca hablaba en
público, pero incansable en la tarea de recibir a los hombres de su
partido, se convirtió en un líder de dimensión nacional. Para
enfrentarlo, los grupos tradicionales, que ya empezaban a ser
denominados
conservadores,
intentaron
organizar
un
partido
orgánico, de dimensión nacional como el radical, sobre la base de
los distintos grupos o “situaciones” provinciales. Lisandro de la
Torre -fundador de un partido “nuevo”, la Liga del Sur de Santa
Fe- fue el candidato de lo que emblemáticamente se llamó el
Partido Demócrata Progresista. Pero el éxito del proyecto era cada
vez
más
dudoso,
y
muchos
dirigentes,
encabezados
por
el
gobernador de Buenos Aires Marcelino Ugarte, reticentes al
proyecto de la reforma política, y mucho más ante un dirigente
profundamente liberal como De la Torre, prefirieron plantear su
propia alternativa. Divididos los conservadores, los radicales -que
también afrontaban sus propias divisiones- se impusieron de forma
ajustada, en una elección que, en 1916, inauguraba una etapa
institucional y social sustancialmente novedosa.
II. Los gobiernos radicales
, 1916-1930
HIPÓLITO YRIGOYEN fue presidente entre 1916 y 1922, año en que
lo sucedió Marcelo T. de Alvear. En 1928, fue reelegido Yrigoyen,
para ser depuesto por un alzamiento militar el 6 de septiembre de
1930. Pasarían 59 años antes de que un presidente electo
transmitiera el mando a su sucesor, de modo que esos 12 años, en
que
las
instituciones
democráticas
comenzaron
a
funcionar
regularmente, resultaron a la larga un período excepcional.
Aunque los dos eran radicales, y habían compartido las largas
luchas del partido, ambos presidentes eran muy diferentes entre sí, y
más
diferentes
aún
fueron
las
imágenes
que
de
ellos
se
construyeron. La de Yrigoyen fue contradictoria desde el principio:
para unos, era quien -todo probidad y rectitud- venía a develar el
ignominioso régimen y a iniciar la regeneración; hubo incluso
quienes lo vieron como una suerte de santón laico. Para otros, era el
caudillo ignorante y demagogo, expresión de los peores vicios de la
democracia. Alvear en cambio fue identificado, para bien o para
mal, con los grandes presidentes del viejo régimen, y su política se
asimiló con los vicios o virtudes de aquél. Tan disímiles como
fueran sus estilos personales, uno y otro debieron afrontar
problemas parecidos, y sobre todo el doble desafío de poner en pie
las flamantes instituciones democráticas y conducir, por los nuevos
canales de representación y negociación, las demandas de reforma
de la sociedad, que el radicalismo de alguna manera había asumido.
Esa orientación reformista no era exclusiva de la Argentina: en
Uruguay la había encarnado desde 1904 el presidente Batlle y
Ordóñez, así como desde 1920 lo haría Arturo Alessandri en Chile.
En México, con alternativas mucho más dramáticas, la revolución
estallada en 1910 y consolidada en 1917 había emprendido
igualmente una profunda transformación del Estado y la sociedad,
mientras que otros movimientos reformistas, como la peruana
Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), aunque no
llegaron a triunfar, conmovieron a algunos de los regímenes
oligárquicos o dictatoriales que en general predominaban en
América Latina. En todos los casos, los reclamos de participación
política se relacionaban con mejoras en la situación de los distintos
sectores sociales. Ese mandato y esa voluntad reformista, que sin
duda caracterizaron al radicalismo, y que habían surgido en el
proceso de expansión previa, se desarrollaron en circunstancias
marcadamente distintas e infinitamente más complejas que aquellas
que
ambos
imaginaron.
La
Primera
Guerra
Mundial,
particularmente, modificó todos los datos de la realidad: la
economía, la sociedad, la política o la cultura. Enfrentado con una
situación nueva, no resultaba claro si el radicalismo tenía respuestas
o, siquiera, si estaba preparado para imaginarlas.
La guerra misma constituyó un desafío y un problema difícil de
resolver. Inicialmente Yrigoyen mantuvo la política de Victorino de
la Plaza, su antecesor: la “neutralidad benévola” hacia los aliados
suponía
continuar
con
el
abastecimiento
de
los
clientes
tradicionales, y además concederles créditos para financiar sus
compras. En 1917, Alemania inició, con sus temibles submarinos, el
ataque contra los buques comerciales neutrales, empujando a la
guerra a Estados Unidos, que pretendió arrastrar consigo a los
países
latinoamericanos.
tradicionalmente
las
La
Argentina
apelaciones
del
había
resistido
panamericanismo,
una
doctrina que suponía la identidad de intereses entre Estados Unidos
y sus vecinos americanos; pero el hundimiento de tres barcos
mercantes por los alemanes movilizó una amplia corriente de
opinión a favor de la ruptura, que era impulsada por los
estadounidenses y entusiastamente apoyada por los diarios La
Nación y La Prensa. Las opiniones se dividieron de un modo
singular: el Ejército -cuya formación profesional era germanatenía simpatías por Alemania, mientras que la Marina se alineaba
por
Gran
Bretaña.
La
oposición
conservadora
era
predominantemente rupturista, al igual que la mayoría de los
socialistas, aunque en abril de 1917 se produjo entre ellos una
escisión que, siguiendo a la Unión Soviética, adhirió al neutralismo.
Los radicales estaban muy divididos en torno a esta cuestión, que
prefiguraba
futuras
fracturas,
y
dirigentes
destacados
como
Leopoldo Meló o Alvear se manifestaron a favor de Inglaterra y
Francia,
mientras
Yrigoyen,
casi
tozudamente,
defendió
una
neutralidad que, si no lo enemistaba con los aliados europeos, lo
distanciaba de Estados Unidos. Yrigoyen tuvo varias actitudes de
hostilidad hacia ese país: en 1919 ordenó que una nave de guerra
saludara el pabellón de la República Dominicana, ocupada por los
marines estadounidenses, y en 1920 se opuso al diseño que el
presidente Wilson había hecho de la Liga de las Naciones. También,
había proclamado el 12 de octubre -aniversario del viaje de Colóncomo Día de la Raza, oponiendo al panamericanismo la imagen de
una Hispanoamérica que excluía a los vecinos anglosajones.
Fue una decisión de fuerte valor simbólico, que entroncaba en
una sensibilidad social difusa en sus formas, pero hondamente
arraigada.
El
sentimiento
antiestadounidense
había
venido
creciendo desde 1898, cuando la guerra de Cuba inauguró la fase
fuerte de su expansionismo, y conducía por oposición a la
postulación de algún tipo de identidad latinoamericana. En esta
actitud los motivos tradicionales se mezclaban con los más
avanzados y progresistas. José Enrique Rodó, un escritor de
profunda influencia, había identificado en Ariel a Estados Unidos
con
el
materialismo,
contraponiéndolo
al
espiritualismo
hispanoamericano. Yrigoyen se unió a quienes -poniendo distancia
del cosmopolitismo dominante- encontraban esa identidad en la
común
raíz
filibusterismo
hispana,
mientras
depredador
de
los
que
otros
yanquis
distinguieron
del
más
el
tolerable
imperialismo, discreto y civilizador, de los británicos. En otros
ámbitos, el sentimiento antiestadounidense se vinculó con las ideas
socialistas, como en el caso de Manuel Ugarte, que en 1924 escribió
La patria grande. La postulación de una unidad latinoamericana
militante contra el agresor fue reforzada por la Revolución
Mexicana: en 1922, con motivo de la visita del mexicano José
Vasconcelos, José Ingenieros y otros intelectuales progresistas
impulsaron una Unión Latinoamericana, que recogía los motivos
del antiimperialismo también presentes en otro movimiento de
dimensión latinoamericana: la Reforma Universitaria.
Crisis social y nueva estabilidad
En esta dimensión fuertemente simbólica y declarativa, el gobierno
radical pudo dar respuestas originales y acordes con las nuevas
expectativas, pero no ocurrió lo mismo cuando debió enfrentar
problemas más concretos, como los que suscitó en la sociedad la
Primera Guerra Mundial. Las condiciones sociales, que ya eran
complicadas en el momento de su estallido, se agravaron luego por
las dificultades del comercio exterior y de la retracción de los
capitales: en las ciudades se sintió la inflación, el retraso de los
salarios reales -los de los empleados públicos incluso sufrieron
rebajas-
y
la
fuerte
desocupación.
La
guerra
perjudicó
las
exportaciones de cereales, y particularmente las de maíz, y en las
zonas rurales agravó la situación ya deteriorada de los chacareros y
también la de los jornaleros. Se conformó así un clima de
conflictividad que se mantuvo más o menos latente mientras las
condiciones fueron muy adversas para los trabajadores, pero que
empezó a manifestarse plenamente desde 1917, apenas comenzaron
a notarse en la economía signos de reactivación. Se inició entonces
un ciclo breve pero violento de confrontación social que alcanzó su
momento culminante en 1919 y se prolongó hasta 1922 o 1923. Esa
ola de convulsiones se desarrollaba de manera parecida en todo el
mundo occidental, recogiendo los ecos, primero, de la revolución
soviética de 1917 y, luego, de los movimientos revolucionarios que
estallaron, apenas terminó la guerra, en Alemania, Italia y Hungría.
La impresión de que la revolución mundial era inminente operó en
cierta medida como ejemplo para los trabajadores, pero mucho más
lo hizo como revulsivo para las clases propietarias. La revolución se
mezcló con la contrarrevolución, y entre ambas hirieron de muerte
a las democracias liberales: en medio de la crisis de valores desatada
en la posguerra, éstas fueron ampliamente cuestionadas por
distintos tipos de ideologías y de movimientos políticos, que iban
desde las dictaduras lisas y llanas -como la establecida en España en
1923 por el general Primo de Rivera- hasta los nuevos experimentos
autoritarios de base plebiscitaria, como el iniciado en Italia en 1922
por Benito Mussolini, cuyas formas novedosas ejercieron una
verdadera fascinación.
Las huelgas comenzaron a multiplicarse en las ciudades a lo
largo de 1917 y 1918, impulsadas sobre todo por los grandes
gremios del transporte, la Federación Obrera Marítima y la
Federación Obrera Ferrocarrilera, cuya fuerza se incrementaba por
su capacidad de obstaculizar o paralizar el embarque de las
cosechas, un recurso que usaron y dosificaron con prudencia.
Conducidos por el grupo de los sindicalistas, que dirigían la
Federación Obrera Regional Argentina (FORA) del IX Congreso
(para distinguirla de la FORA del V, anarquista), tuvieron éxito en
buena medida por la nueva actitud del gobierno, que abandonó la
política de represión lisa y llana y obligó a las compañías marítimas
y ferroviarias a aceptar su arbitraje. Coincidieron así una actitud
sindical que combinaba la confrontación y la negociación y otra del
gobierno que, mediante el simple recurso de no apelar a la represión
armada, creaba un nuevo equilibrio y se colocaba en posición de
árbitro entre las partes. Los éxitos iniciales fortalecieron la posición
de la FORA sindicalista, cuyos afiliados aumentaron notablemente
en los años siguientes, y que impuso su estrategia de confrontación
limitada. No obstante, la predisposición negociadora del gobierno
no se manifestó en todos los casos y -según ha señalado David
Rock- parecía dirigirse especialmente a los trabajadores de la
Capital -potenciales votantes de la Unión Cívica Radical (UCR), en
un distrito en el que ésta dirimía una dura confrontación con los
socialistas-, pero no se extendía ni hacia los sindicatos con mayoría
de extranjeros ni a los trabajadores de las provincia de Buenos
Aires. Así, la huelga de los frigoríficos de 1918 fue enfrentada con
los tradicionales métodos de represión, despidos y rompehuelgas,
que también se aplicaron en 1918 a los ferroviarios, cuando su
acción traspasó los límites de la prudencia y amenazó el vital
embarque de la cosecha.
Tanto los sindicalistas como el gobierno transitaban por una
zona de equilibrio muy estrecha, que la propia dinámica del
conflicto terminó por clausurar a lo largo de 1919, cuando la ola
huelguística llegó a su culminación. En enero, con motivo de una
huelga en un establecimiento metalúrgico del barrio obrero de
Nueva Pompeya, se produjo una serie de incidentes violentos entre
los huelguistas y la Policía, que abandonó la pasividad y reprimió
con ferocidad. Hubo muertos de ambas partes, y pronto la violencia
se generalizó. Una sucesión de breves revueltas no articuladas,
espontáneas y sin objetivos precisos hizo que durante una semana la
ciudad fuera tierra de nadie, hasta que el Ejército encaró una
represión en regla. Contó con la colaboración de grupos de civiles
armados, organizados desde el Círculo Naval, que se dedicaron a
perseguir a judíos y catalanes, que identificaban con “maximalistas”
y anarquistas. Todavía por entonces el gobierno pudo apelar a sus
contactos con los socialistas y los dirigentes de la FORA para acordar
el fin de la huelga inicial de Vasena, así como para negociar el cese
del largo y pacífico conflicto que simultáneamente mantenía el
gremio marítimo.
La Semana Trágica -así se la llamó- galvanizó a los trabajadores
de la ciudad y de todo el país. Lejos de disminuir, el número y la
intensidad de las huelgas aumentaron a lo largo de 1919: infinidad
de
movimientos
agremiados,
fueron
pertenecientes
protagonizados
a
las
más
por
trabajadores
variadas
no
actividades
industriales y de servicios, entre quienes la consigna de la huelga
general ayudaba a la identificación y unificación. Estos movimientos
coincidieron con un nuevo pico de las movilizaciones rurales. Los
chacareros, que, dirigidos por la Federación Agraria Argentina,
mantenían desde 1912 sus reivindicaciones por las condiciones de
los contratos, encararon nuevas huelgas, empujados por las difíciles
condiciones creadas por la guerra. Su movilización coincidió con la
de los jornaleros de los campos y de los pueblos rurales,
generalmente
movilizados
por
los
anarquistas,
aunque
los
chacareros procuraron diferenciarse de ellos con claridad. Pese a
que los radicales habían simpatizado con ellos en 1912, el gobierno
fue poco sensible a sus reclamos, y en 1919, acusando a los
“maximalistas”, encaró una fuerte represión.
El año 1919 marcó una inflexión en la política gubernamental
hacia estos movimientos de protesta. Hasta entonces, una actitud
algo benévola y tolerante, acompañada de la no utilización de los
recursos clásicos de la represión -el envío de tropas, los despidos, la
contratación de rompehuelgas- había bastado para ampliar el
espacio de manifestación de la conflictividad acumulada y para
equilibrar la balanza, hasta entonces sistemáticamente favorable a
los patrones. Es probable que en la acción de Yrigoyen se
combinaran, junto con mucho de cálculo político, una actitud más
sensible a los problemas sociales y una idea del papel arbitral que
debía asumir el Estado, y quizás él mismo. Pero esa nueva actitud
estuvo lejos de materializarse en instrumentos institucionales, pese a
la manifiesta voluntad negociadora de las direcciones sindicales. Los
avances realizados a principios de siglo, cuando se creó el
Departamento de Trabajo o se propuso el Código del Trabajo, no se
continuaron, y el Poder Ejecutivo no supo idear mecanismos más
originales que la recurrencia -igual que en 1850- a la acción arbitral
del jefe de Policía, responsable desde tiempo inmemorial de los
problemas laborales. Tampoco el Congreso asumió que debía
intervenir en los conflictos urbanos, considerándolos una mera
cuestión policial, aunque sí lo hizo con los chacareros: en 1921
sancionó una ley de arrendamientos que tenía en cuenta la mayoría
de sus reclamos acerca de los contratos, y que sin duda contribuyó junto con un retorno de la prosperidad agrícola- a acallar los
reclamos de quienes, cada vez más, se definían como pequeños
empresarios rurales.
Luego de la experiencia de 1919, y fuertemente presionado por
unos
sectores
gobierno
propietarios
abandonó
sus
reconstituidos
veleidades
y
reformistas
galvanizados,
y
retomó
mecanismos clásicos de la represión, ahora con la colaboración de la
el
los
Liga Patriótica, que en 1921 alcanzaron incluso a la Federación
Marítima, el sindicato con el que Yrigoyen estableció vínculos más
fuertes y durables. Por entonces, y por diferentes razones, la ola
huelguística se había atenuado en las grandes ciudades, aunque
perduraba en zonas más alejadas y menos visibles: en el enclave
quebrachero que La Forestal había establecido en el norte de Santa
Fe, en el similar de Las Palmas en el Chaco Austral o en las zonas
rurales
de
la
Patagonia.
En
esos
lugares,
los
anónimos
e
impredecibles efectos de la coyuntura económica internacional,
traducidos por empresas voraces e incontroladas en acciones
concretas en perjuicio de los trabajadores, hicieron estallar entre
1919 y 1921 fuertes movimientos huelguísticos. El gobierno
autorizó a que fueran sometidos mediante sangrientos ejercicios de
represión militar que alcanzaron justa celebridad, como en el caso
de la Patagonia.
La experiencia de 1919 tuvo profundos efectos entre los sectores
propietarios. Derrotados en 1916, conservaron inicialmente mucho
poder
institucional
-que
Yrigoyen
fue
minando
en
forma
paulatina- y todo su poder social, pero estaban a la defensiva, sin
ideas ni estrategia para hacer frente a un proceso político y social
que les desagradaba pero que sabían legitimado por la democracia.
En 1919, los fantasmas de la revolución social los despertaron
bruscamente: la Liga Patriótica Argentina, fundada en las calientes
jornadas de enero, fue la primera expresión de su reacción.
Confluyeron en ella los grupos más diversos: la Asociación del
Trabajo
-una
institución
patronal
que
suministraba
obreros
rompehuelgas-, los clubes de elite, como el Jockey, los círculos
militares -la Liga se organizó en el Círculo Naval- o los
representantes
de
las
empresas
extranjeras.
Conservadores
y
radicales coincidieron y se mezclaron en los tramos iniciales -su
presidente, Manuel Carlés, fluctuó durante su vida entre ambos
partidos- y el Estado le prestó un equívoco apoyo a través de la
Policía. Lo más notable fue la capacidad que la Liga demostró en ese
annus mirabilis para movilizar vastos contingentes de la sociedad,
reclutados en sus sectores medios, para la defensa del orden y la
propiedad y la reivindicación chauvinista del patriotismo y la
nacionalidad, amenazada por la infiltración extranjera. También fue
notable su capacidad para organizar gran número de “brigadas”,
que asumían la tarea de imponer el orden a palos -luego fueron
muy activas en el medio rural-, y para presionar al gobierno, que
probablemente tuvo muy en cuenta la magnitud de las fuerzas
polarizadas en torno de la Liga cuando a lo largo de 1919 imprimió
un giro, sutil pero decisivo, a su política social.
La derecha tenía un nuevo impulso y un argumento decisivo,
aunque todavía impreciso, contra la democracia: voluntaria o
involuntariamente, Yrigoyen era sospechoso de subvertir el orden.
Desde entonces, cobraron forma una serie de tendencias ideológicas
y políticas que circulaban ampliamente en el mundo de la
contrarrevolución. La Liga aportó los motivos del orden y la patria.
Los católicos combinaron el pensamiento social -capaz de competir
con la izquierda- con el integrismo antiliberal, que empezó a
difundirse a través de los Cursos de Cultura Católica y cristalizó
más tarde en la revísta Criterio, fundada en 1928. Jóvenes
intelectuales, como los hermanos Irazusta, difundieron las ideas de
Maurras, y Leopoldo Lugones proclamó la llegada de “la hora de la
espada”. Sin duda había discordancias en estas voces, y no menores
-Lugones
preocupaba
era
a
declaradamente
su
auditorio,
anticristiano-,
que
pero
probablemente
esto
no
no
tomaba
demasiado en serio mucho de lo que oía pero recogía en todas ellas
un mensaje común: el rechazo a la movilización social y la crítica a
la democracia liberal.
La llegada al gobierno de Alvear, en 1922, tranquilizó en parte a
las clases propietarias. La mayoría volvió a confiar en las bondades
de la democracia liberal y patricia, pero el nuevo discurso siguió
operando en ámbitos marginales. Mientras tanto, fueron otras
poderosas instituciones las encargadas de dar progresivamente
fuerza al nuevo movimiento, unificar sus acciones, dotarlas de
legitimidad, y también reclutar sostenedores más allá de los propios
sectores
propietarios.
La
Liga
Patriótica
se
dedicó
al
“humanitarismo práctico”, organizando escuelas para obreras y
movilizando a las “señoritas” de la alta sociedad. Mucho más
importante fue la acción de la Iglesia, que en 1919, en el pico de la
crisis, organizó la Gran Colecta Nacional, destinada a movilizar a
los ricos e impresionar a los pobres. Ese año, fueron unificadas
todas las instituciones católicas que actuaban en la sociedad -con
tendencias y propuestas diversas- dentro de la Unión Popular
Católica Argentina, un ejército laico comandado unificadamente
por los obispos y los curas párrocos, quienes organizaron una
guerra en regla contra el socialismo, compitiendo palmo a palmo en
la creación de bibliotecas, dispensarios, conferencias y obras de
fomento y caridad, tareas éstas en las que los activistas reclutados en
los altos círculos sociales adquirían la conciencia de su alta misión
redentora. Sintomáticamente, la Iglesia -cada vez más reacia a las
instituciones democráticas- clausuraba la posibilidad de crear un
partido político. El Ejército, por último, que había sido organizado
desde principios de siglo sobre bases estrictamente profesionales,
empezó a interesarse en la marcha de los asuntos políticos, quizá
molesto por la forma en que Yrigoyen lo empleaba para abrir o
cerrar la válvula del control social, y quizá también preocupado por
el uso que el presidente hacía de criterios políticos en el manejo de
la institución. Lo cierto es que la desconfianza a Yrigoyen fue
creando las condiciones para hacerlo receptivo a las críticas más
generales al sistema democrático, que con fuerza creciente se
escuchaban en la sociedad.
El antiliberalismo que nutría todas estas manifestaciones resultó
eficaz como arma de choque, como discurso unificador y como
bandera de combate. Pero la reconstitución de la derecha política no
se agotó en esto. No escapaba a nadie que no podía volverse a 1912,
que el mundo había cambiado mucho desde la Gran Guerra, y que
era necesario volver a discutir cuál era el lugar de la Argentina, qué
papel debía cumplir el Estado en los conflictos sociales, cómo
podían articularse los distintos intereses propietarios, y muchas
cuestiones más, acerca de las cuales el gobierno de Yrigoyen no
parecía demasiado urgido en aportar soluciones novedosas. La Liga
Patriótica organizó congresos donde representantes de los más
diversos sectores discutieron sobre todo esto, y también lo hicieron
a través de las publicaciones del Museo Social Argentino o en la
Revista de Economía Argentina, que Alejandro Bunge fundó en
1918. Una Argentina distinta requería ideas nuevas, y en ese sentido
la discusión fue intensa. Es posible, incluso, que en ese clima
algunos jóvenes militantes del Partido Socialista -con una sólida
formación de raigambre marxista en cuestiones económicas y
sociales- pensaran que los marcos del partido eran demasiado
estrechos.
¿Hasta qué punto eran justificados los terrores de la derecha? La
ola de huelgas, que culminó entre 1917 y 1921, había sido
formidable, pero no estaba guiada por un propósito explícito de
subversión del orden, sino que expresaba, de manera ciertamente
violenta, la magnitud de los reclamos acumulados durante un largo
período de dificultades de la Argentina hasta entonces opulenta. Por
otra parte, entre quienes podían presentarse como conductores de
ese
movimiento,
los
que
propiciaban
dicha
subversión
-los
anarquistas, y luego los comunistas- sólo tenían una influencia
marginal e ínfima. Las direcciones y orientaciones más fuertes
correspondían a la corriente de los “sindicalistas” y a los socialistas,
y ambos bregaban tanto por reformas limitadas en un orden social
que aceptaban en sus rasgos básicos como, sobre todo, por
encontrar los mecanismos y los ámbitos de negociación de los
conflictos. Los sindicalistas, reacios a la acción política partidaria,
apostaron a la negociación entre los sindicatos y el Estado, un
camino que ya había sido propuesto desde el Estado antes de 1916 y
que,
retomado
convulsión
de
por
Yrigoyen,
1919,
aunque
debió
ser
abandonado
ciertamente
se
mantuvo
en
la
como
tendencia, para reaparecer en forma espectacular al fin de la
Segunda Guerra Mundial.
El Partido Socialista -fundado en 1896 y de una fuerza electoral
considerable en la Capital- también estaba lejos de posturas de
ruptura. De acuerdo con lo que eran las líneas dominantes en
Europa,
el
socialismo
era
visto
como
la
coronación
y
el
perfeccionamiento de la democracia liberal, como la última
instancia de una modernización que debía remover obstáculos
tradicionales. Entre ellos, los socialistas subrayaban lo que llamaban
la “política criolla”, en la que englobaban, junto al conservadurismo
tradicional, al radicalismo, al que se opusieron con fuerza. El
Partido Socialista tuvo escasa capacidad para arraigar en los
movimientos
sociales
de
protesta:
algunos
éxitos
entre
los
chacareros de la Federación Agraria no compensaron su escasísimo
peso entre los gremialistas, que aunque votaran a los socialistas
preferían seguir a los sindicalistas. El socialismo apostó todas sus
cartas a las elecciones, y reunió en la Capital un importante caudal
de votos, con el que compitió exitosamente con los radicales, pero a
costa de diluir lo que quizás hubieran sido reclamos específicos de
los trabajadores dentro de un conjunto más amplio de demandas,
que incluía a los sectores medios. Esto dejaba libre un espacio a su
izquierda, por el que compitieron diversos grupos, sobre todo luego
del remezón de la guerra y la revolución soviética. Pacifistas,
partidarios de la Tercera Internacional y de la Unión Soviética
confluyeron finalmente en el Partido Comunista, que durante los
años veinte tuvo escasísimo peso, aunque cosechó muchas simpatías
entre los intelectuales. Pero otras tendencias progresistas, de alguna
manera
emparentadas
con
el
leninismo,
emergieron
en
el
antiimperialismo de esa época y en el pensamiento de la Reforma
Universitaria.
Los socialistas apostaron a la acción legislativa y a la posibilidad
de crear en el Congreso un ámbito de representación. Pero había en
el partido una incapacidad casi constitutiva para establecer alianzas
o acuerdos y, aunque impulsaron algunas reformas legislativas, no
lograron dar forma a una fuerza política vigorosa, capaz de
equilibrar a la derecha reconstituida o, siquiera, de precisar los
puntos centrales del conflicto que se avecinaba. Su otra apuesta fue
-a largo plazo- la ilustración de la clase obrera que, según suponían,
se esclarecería en el contacto con la ciencia. De ahí su intensa acción
educadora, a través de centros, bibliotecas, conferencias, grupos
teatrales y corales y la Sociedad Luz. La difusión de ciertas prácticas
en los grandes centros urbanos atestigua adecuadamente los
cambios que -superada la crisis social- estaban experimentando los
trabajadores y la sociedad toda.
El fin de la lucha gremial intensa, la reducción de la
sindicalización y el debilitamiento de la Unión Sindical Argentina
dan testimonio de la atenuación de los conflictos sociales. La Unión
Ferroviaria, fundada en 1922 y convertida en cabeza indiscutida del
sindicalismo, expresó el nuevo tono de la acción gremial: un
sindicato
fuertemente integrado, dirigido en forma férrea y
centralizada, negoció de manera sistemática y orgánica con las
autoridades, descartó la huelga como instrumento y obtuvo éxitos
sustanciales. Por su parte, el Estado manifestó la voluntad de
avanzar en una legislación social -sancionada en su mayoría
durante la presidencia de Alvear- que suponía a la vez el pleno
reconocimiento
del
actor
gremial:
propuesta
de
regímenes
jubilatorios para empleados de comercio y ferroviarios, regulación
del trabajo de mujeres y niños y establecimiento del Io de Mayo convertido en un conciliador Día del Trabajo- como feriado
nacional.
Más allá de las coyunturas y de las revulsiones, la sociedad
argentina
venía
experimentando
cambios
profundos,
que
maduraron luego de la guerra y que explican este apaciguamiento.
Aunque luego del conflicto se reanudó la inmigración, la población
ya se había nacionalizado sustancialmente. Los hijos argentinos
ocuparon el lugar de los padres extranjeros, las asociaciones de base
étnica empezaron a retroceder frente a otras en las que la gente, sin
distinción de origen, se agrupaba para actividades específicas, y la
“cuestión nacional”, que tanto preocupó en el Centenario, empezó a
desdibujarse. La acción sistemática de la escuela pública había
generado una sociedad fuertemente alfabetizada, y con ella un
público lector nuevo, quizá no demasiado entrenado pero ávido de
materiales. Crecieron los grandes diarios, con linotipos y rotativas;
en 1913, Crítica, que respondía a ese nuevo público, y a la vez lo
moldeaba, revolucionó las formas periodísticas, y otra vez lo hizo
desde 1928 El Mundo. Las variadas necesidades de información y
entretenimiento fúeron satisfechas por los magazines, que siguieron
la huella de Caras y Caretas y culminaron en Leoplán, o un amplio
espectro de revistas especializadas, como El Gráfico, Billiken, Tit Bis
o El Hogar. En los años siguientes a la guerra hicieron furor las
novelas semanales -un género entre sentimental y tenuemente
erótico-, mientras que las necesidades culturales o políticas más
elaboradas eran satisfechas, primero, por las ediciones españolas de
Sempere y, luego, por las bibliotecas de Claridad o Tor. En una
sociedad ávida de leer, estas publicaciones eran vehículo eficaz de
diversos mensajes culturales y políticos, que circulaban también por
las bibliotecas populares o las conferencias. Muchos leían para
entretenerse.
Otros
buscaban
capacitarse
para
aprovechar
las
múltiples oportunidades laborales nuevas, pero otros muchos lo
hacían para apropiarse de un caudal cultural -tan variado que
incluía desde Platón hasta Fedor Dostoievski- que hasta entonces
había sido patrimonio de la elite y de las clases más establecidas.
La expansión de la cultura letrada formó parte del proceso de
movilidad social propio de una sociedad que era esencialmente
expansiva y de oportunidades. Fruto de ella eran esos vastos
sectores
medios,
en
cuyos
miembros
podían
advertirse
los
resultados de una exitosa aventura del ascenso: los chacareros
establecidos, que se identificaban como pequeños empresarios
rurales, o los pequeños comerciantes o industriales urbanos, de
entre
quienes
surgían
algunos
grandes
nombres
o
fortunas
importantes. Junto a ellos, una nube de empleados, profesionales,
maestras o doctores, pues ese título siguió siendo la culminación, en
la segunda o quizá la tercera generación, de esta carrera en la que la
fortuna no podía separarse del prestigio.
Quizá
por
eso
la
universidad
constituyó
un
problema
importante para esta sociedad en expansión, y la Reforma
Universitaria -un movimiento que estalló en Córdoba en 1918 y se
expandió por el país y por toda América Latina- fue una expresión
de
esta
transformación.
Las
universidades,
cuyo
propósito
dominante se basaba en formar profesionales, eran por entonces
socialmente
elitistas
y
académicamente
escolásticas.
Muchos
jóvenes estudiantes quisieron abrir sus puertas, participar en su
dirección, remover las viejas camarillas profesorales, instaurar
criterios de excelencia académica y de actualización científica, y
vincular la universidad con los problemas de la sociedad. La
agitación estudiantil fue muy intensa y coincidió con lo más duro de
la crisis social, entre 1918 y 1922, al punto que muchos pensaron
que era una expresión más de aquélla. Otros advirtieron que se
trataba de un reclamo tolerable. Los reformistas recibieron el
importante apoyo de Yrigoyen, lograron en muchos casos que se
incorporaran
representantes
estudiantiles
al
gobierno
de
las
universidades, que se desplazara a algunos de los profesores más
tradicionales y que se introdujeran nuevos contenidos y prácticas.
También elaboraron un programa de largo plazo, que desde
entonces sirvió de bandera a la actividad política estudiantil, un
espacio que a partir de ese momento sirvió de antesala para la
política mayor. El reformismo universitario fue, más que una teoría,
un sentimiento, expresión de un movimiento de apertura social e
intelectual que servía de aglutinante a las ideologías más diversas,
desde el marxismo hasta el idealismo, pero que se nutrió sobre todo
del antiimperialismo latinoamericano, todavía difuso, y de la misma
Revolución Rusa, con su apelación a las masas. Se vinculó con otras
vertientes latinoamericanas, creando una suerte de hermandad
estudiantil, e inyectó un torrente nuevo y vital en los movimientos
políticos progresistas.
Pero además, expresaba algunas tendencias hacia las que la
nueva sociedad era particularmente sensible. A pesar de que,
avanzando en la década de 1920, los movimientos sociales
contestatarios estaban en declinación, y de que la fuerte movilidad
social desalentaba los enfrentamientos de clase por entonces
dominantes en Europa, hubo en esta sociedad una fuerte corriente
reformista.
Confluyeron
en
ella
diversas
experiencias
de
cooperación y cambio -desde la de los chacareros aglutinados en
sus cooperativas hasta las de las sociedades de fomento en los
nuevos barrios urbanos- que se alimentaron con las corrientes del
pensamiento social y progresista de Europa y dieron el tono a una
actitud reflexiva y crítica acerca de la sociedad y sus problemas. Esta
actitud se fue plasmando en una cierta idea de la justicia social,
probablemente alimentada a su vez desde fuentes ideológicas más
tradicionales -como la de la Iglesia- pero igualmente preocupadas
por la necesidad de adaptar las instituciones a una sociedad en
cambio. Se trataba de una idea aún imprecisa, que no alcanzó a
concretarse en una representación política eficaz, pero que circulaba
también en el mundo de los trabajadores. Ellos mismos, influidos
por la movilidad social y por las imágenes que ella creaba, se
identificaban cada vez en menor medida con aquel sector segregado
de la sociedad que, a principios de siglo, inquietaba a los
intelectuales. No era fácil distinguir, fuera del trabajo, a un obrero
ferroviario de un empleado, o a su hija de una maestra. En las
grandes ciudades, y en las áreas rurales prósperas, se estaba
constituyendo una sociedad más caracterizada por la continuidad
que por los cortes profundos.
La aspiración al ascenso individual y a la reforma social fue sólo
un aspecto de esa nueva cultura que caracterizaba a estos sectores
populares, entre trabajadores y medios. Los cambios en las formas
de vida estaban modelando nuevas ideas y actitudes, que resultaron
perdurables. El acceso a la vivienda propia cambió la idea del hogar
y ubicó a la mujer -liberada de la obligación de trabajar- en el
centro de la familia, que pronto se reuniría en torno del aparato de
radio. Por un movimiento complementario, las hijas aspiraron a
trabajar, en una tienda o en una oficina, a estudiar, y también a una
creciente libertad sexual. Una cierta holgura económica y la
progresiva reducción de la jornada de trabajo -que además del
domingo empezó a incluir el “sábado inglés”- aumentaron el
tiempo libre disponible. Ello explica el éxito de bibliotecas,
conferencias y lecturas, pero también el desarrollo de una gama
muy variada de ofertas para llenarlo.
El teatro había llegado a su apogeo ya hacia 1910. En las
ciudades las salas se multiplicaron, tanto en el centro como en los
barrios, y los grandes actores, como Florencio Parravicini, fueron
quizá las primeras figuras que gozaron de una popularidad
indiscutida. Después de la guerra, los gustos se deslizaron del
tradicional sainete a la nueva revista, con “bataclanas” y con
canciones. El tango fue definitivamente aceptado por la sociedad y
despojado de los rastros de su origen prostibulario. El tangocanción y el fonógrafo hicieron la popularidad de los cantantes,
mientras las partituras, junto con los infaltables pianos, lo afincaron
en las casas de clase media. Por entonces se cimentó la popularidad
de Enrique Delfino, Enrique Santos Discépolo y Carlos Gardel,
quien sin embargo sólo alcanzó su consagración popular en la
década siguiente, a través de las películas que filmó en el extranjero.
El cine -mudo hasta 1929- ejerció una fuerte atracción; las salas
proliferaron en las ciudades y la cultura popular que se estaba
acuñando, quizá marcadamente criolla, se nutrió de algunos nuevos
elementos universales.
Así, los nuevos medios de comunicación multiplicaban su
influencia sobre las formas de vida y sobre las actitudes y los valores
de esta sociedad expansiva. También operaron sobre la sensibilidad
deportiva, asociada desde principios de siglo con una actitud
vitalista y con las concepciones higiénicas y el placer por el ejercicio
y el aire libre, que desde la elite se habían ido difundiendo en la
sociedad. La creación de clubes deportivos fue una de las formas
características del impulso asociacionista general. Progresivamente,
algunas de sus actividades se transformaron en espectáculos
masivos, que los medios de comunicación proyectaban desde su
ámbito local originario hacia todo el país. En 1931, se constituyó la
Liga Profesional de Fútbol, y de la mano de la radio y la prensa
escrita, los clubes de fútbol porteños agregaron un nuevo elemento
de identificación nacional, quizá tan fuerte como los símbolos
patrios o la figura de Hipólito Yrigoyen. La tendencia a la
homogeneización
de
la
sociedad,
en
torno
de
una
cultura
compartida por sectores sociales diversos, se acompañó de un
proceso igualmente significativo de diferenciación de funciones.
Una de sus manifestaciones fue la constitución de un mundo
intelectual y artístico que, aunque estuvo impulsado por la creciente
demanda
cultural
de
la
sociedad,
definió
una
forma
de
funcionamiento que le era propia. Como ha puntualizado David
Viñas, a diferencia de los “gentlemen-escritores” de fines de siglo,
los artistas y los escritores se sintieron profesionales, y algunos lo
fueron plenamente. Tuvieron sus propios ámbitos de reunión cafés, redacciones, galerías y revistas- y sus propios criterios para
consagrar el mérito o abominar de la mediocridad. Desde 1924
Buenos Aires tuvo una “vanguardia”, iconoclasta y combativa: ese
año Pettoruti trajo el cubismo, Ernest Ansermet introdujo la música
impresionista y se fundó la revista Martín Fierro, que en torno de la
estética ultraísta núcleo a muchos de los nuevos escritores, ansiosos
de criticar a los viejos. Otros muchos abrazaron la consigna del
compromiso social y la utopía del comunismo, y entre ambos
grupos -identificados con Florida y Boedo- se entabló una aguda
polémica. Los puntos de coincidencia y los intercambios eran
probablemente más que los de oposición, pero lo cierto es que los
intelectuales empezaron a practicar por entonces un nuevo estilo de
discusión, en el que la realidad local resultaba inseparable de la de
Europa, Estados Unidos y la propia Unión Soviética, quizá más
idealizada que conocida.
La economía en un mundo triangular
Con la Primera Guerra Mundial -mucho más que con la crisis de
1930- terminó una etapa de la economía argentina: la del
crecimiento relativamente fácil, sobre rumbos claros. Desde 1914 se
ingresa en un mundo más complejo, de manejo más delicado y en el
que el futuro era relativamente incierto, al punto de predominar las
dudas y el pesimismo, que sólo en algunos círculos se transformaba
en desafío para la búsqueda de nuevas soluciones.
La guerra puso de manifiesto en forma aguda un viejo mal: la
vulnerabilidad de la economía argentina, cuyos nervios motores
eran las exportaciones, el ingreso de capitales, de mano de obra, y la
expansión de la frontera agraria. La guerra afectó tanto las
cantidades como los precios de las exportaciones, e inició una
tendencia a la declinación de los términos del intercambio. Las
exportaciones agrícolas sufrieron primero el problema de la falta de
transportes, pero, acabado el conflicto, se planteó otro más grave y
definitivo: el exceso de oferta en todo el mundo y la existencia de
excedentes agrícolas permanentes, que impulsó a cada gobierno a
proteger a sus agricultores. Más profunda fue la caída de las
exportaciones ganaderas luego de 1921. Durante la guerra hubo
repatriación de capitales, pero al finalizar ésta fue evidente que los
tiempos del flujo fácil y automático habían terminado, pues los
inversores de Gran Bretaña y los demás países europeos no estaban
ya en condiciones de alimentarlo. Su lugar fue ocupado por los
banqueros estadounidenses, como Morgan, que también estaban
comprometidos con los préstamos a Europa, de modo que el flujo
estuvo condicionado a la situación económica general. El país
experimentó con violencia los efectos de la coyuntura europea: vivió
una fuerte crisis entre 1913 y 1917, se recuperó entre ese año y 1921,
especialmente porque regularizó su comercio de guerra, sufrió entre
1921 y 1924 el sacudón de la reconversión de posguerra, y conoció
un período de tranquilidad durante los “años dorados”, hasta 1929,
que sin embargo bastó para dar el tono general al período.
La principal novedad fue la fuerte presencia de Estados Unidos
que, aquí como en otras partes del mundo, ocupó los espacios
dejados libres por los países europeos, en mayor o menor medida
derrotados en la guerra. La expansión económica de Estados Unidos
en la década de 1920 se manifestó en primer lugar en un fuerte
impulso exportador de automóviles, camiones y neumáticos -para
los que la Argentina se convirtió en uno de sus principales clientes-,
fonógrafos y radios, maquinaria agrícola y maquinaria industrial.
Para asegurar su presencia en un mercado tentador, y saltar por
sobre
eventuales
barreras
arancelarias,
las
grandes
empresas
industriales -General Motors, General Electric, Colgate, entre
otras- realizaron aquí inversiones significativas, que al principio se
destinaron sólo a armar localmente las piezas importadas. También
avanzaron sobre las empresas de servicios públicos -electricidad y
tranvías- como propietarias y como proveedoras, en particular de
los Ferrocarriles del Estado, los únicos que por entonces crecieron.
A diferencia de las inversiones británicas, y salvo en el caso de la
maquinaria agrícola, las estadounidenses no contribuían a generar
exportaciones, y con ellas divisas. Como, por otra parte, las
posibilidades
Estados
de
Unidos
colocar
eran
nuestros
remotas
productos
-pese
a
tradicionales
algunas
en
expectativas
iniciales-, esta nueva relación creaba un fúerte desequilibrio en la
balanza de pagos, que se convirtió en un problema insoluble.
Por otro lado, la vieja relación “especial” con Gran Bretaña se
sostenía sobre bases mínimas: las compras británicas de cereales y
carne, que pagaban con los beneficios obtenidos por la venta de
material ferroviario, carbón, textiles, y con las ganancias que daban
los ferrocarriles y otras empresas de servicios. Sus insuficiencias
eran cada vez más evidentes: los suministros eran caros, Gran
Bretaña no podía satisfacer las nuevas demandas del consumo y el
capital británico era incapaz de promover las transformaciones que
impulsaba el estadounidense. Pero, a la vez, la Argentina carecía de
compradores alternativos, particularmente para la carne, sobre todo
después
de
1921.
Hostilizados
de
modo
creciente
por
los
estadounidenses -que ya antes de la guerra los habían desplazado de
los frigoríficos-, los británicos podían presionar sobre el gobierno
argentino con volcar sus compras a los países del Commonwealth,
una alternativa por otra parte reclamada por quienes querían
introducir a Gran Bretaña en el nuevo mundo del proteccionismo.
En suma, como ha subrayado Arturo O’Connell, la Argentina
era parte de un triángulo económico mundial, sin haber podido
equilibrar
las
diferentes
relaciones.
Manejarse
entre
las
dos
potencias requería un arte del que el gobierno de Yrigoyen pareció
escaso, mientras que el de Alvear fue, al respecto, más imaginativo y
sutil, aunque tampoco encontró la solución a los problemas de
fondo, que probablemente no la tenían. Pero además, se requería un
arte especial para enfrentar las situaciones de crisis, cuando los
conflictos entre las partes se exacerbaban y las pérdidas se
descargaban en los actores más débiles: los productores locales, o
quienes trabajaban para ellos. Desde 1912 se había conocido este
tipo de tensiones en la agricultura; desde 1921 se manifestaron en
un punto mucho más sensible y que afectaba a intereses más
poderosos: la ganadería.
Gracias a las ventas de carne enlatada, los años finales de la
guerra fueron excelentes, y beneficiaron no sólo a los ganaderos de
la zona central, sino a los de las zonas marginales, y hasta a quienes
criaban ganado criollo. La situación cambió bruscamente a fines de
1920, cuando los gobiernos europeos, que habían estado haciendo
stock, cortaron sus compras, y los precios y volúmenes se
derrumbaron.
Las
mayores
pérdidas
fueron
sufridas
por
los
ganaderos de las zonas más distantes, mientras que quienes poseían
las tierras de invernada y suministraban el ganado fino para ser
enfriado -y para el que se conservó una cuota- lograron sortear en
parte las dificultades. La crisis -que terminó de definir la
diferenciación entre criadores e invernadores- desató conflictos que
en épocas de bonanza se disimulaban, frente a los cuales el gobierno
de Yrigoyen reaccionó tarde y mal. En 1923, por presión de los
criadores y con el respaldo del presidente Alvear, el Congreso
sancionó un conjunto de leyes que los protegían, en desmedro tanto
de los consumidores locales como de los frigoríficos. La oposición
de éstos y de sus voceros políticos -los socialistas- fue de escasa
significación,
demoledora:
pero
la
resistencia
interrumpieron
sus
de
los
compras
frigoríficos
y
en
pocos
resultó
meses
obligaron al gobierno a suspender las leyes sancionadas.
El episodio probó el enorme poder de los frigoríficos, y de los
grandes ganaderos directamente asociados con ellos, que resultó
confirmado poco después. En los primeros años de la posguerra los
ganaderos
se
ilusionaron
con la posibilidad
de colocar sus
productos en Estados Unidos -lo que hubiera solucionado al menos
en parte el problema de la balanza desfavorable-, pero a fines de
1926 el gobierno de aquel país, con el argumento del peligro de la
fiebre
aftosa,
decidió
prohibir
cualquier
importación
de
la
Argentina. Gran Bretaña esgrimió una amenaza similar, logrando
de los aterrorizados hacendados la aceptación de que la vuelta al
bilateralismo era la única solución, para ellos y para el país. La
Sociedad Rural invitó ahora a restringir en general la presencia
estadounidense en la economía, y lanzó la consigna de “comprar a
quien nos compra”, lo que implicaba defender las importaciones y
las inversiones británicas y hacer pagar sus costos al conjunto de la
sociedad.
Las cuestiones relacionadas con la agricultura despertaban
menos preocupaciones, pese a que, como consecuencia de la crisis
ganadera, hubo un notable vuelco hacia esa actividad. La frontera
agropecuaria pampeana se estabilizó en 50 millones de hectáreas; la
agricultura creció en ella enormemente, así como su papel en las
exportaciones. Se inició entonces un largo período de estabilidad,
una suerte de meseta sin el crecimiento espectacular previo, pero
también sin los problemas y el estancamiento posteriores a 1940. La
expansión se proyectó en esos años hacia las zonas no pampeanas,
en las que el gobierno, impulsado por el ministro Le Bretón, encaró
una vigorosa empresa de colonización que absorbió los excedentes
de población rural pampeana, así como nuevos contingentes
migratorios. De esta manera, entraron en producción la zona
frutícola del valle del Río Negro, la yerbatera de Misiones y, sobre
todo, la región algodonera del corazón del Chaco, que habría de
tener importancia decisiva en el futuro crecimiento de la industria
textil.
Los observadores no se engañaban acerca de esta calma, pues
para todos estaban visibles los límites que suponía tanto un
mercado mundial cada vez más difícil como el fin de las ventajas
comparativas naturales, por el cierre de la frontera agropecuaria y el
encarecimiento de la tierra. A eso se sumaba la escasez de
inversiones, salvo en la mecanización de la cosecha, que solucionó el
problema de la reducción en la mano de obra disponible, sobre todo
por la desaparición progresiva de los migrantes “golondrinas”. La
pauta de conducta que hacía preferible mantener la liquidez del
capital y oscilar entre distintas posibilidades de inversión, acuñada
en la etapa anterior y amplificada por la diversificación de la
economía -que hasta entonces había impulsado eficazmente el
crecimiento-,
dejó
de
cumplir
esa
función
en
las
nuevas
condiciones del mercado mundial. Tulio Halperin Donghi señaló
esa conciencia incipiente de los males y, a la vez, la escasa
propensión a hacer algo para enfrentarlos de parte de una sociedad
que, en cambio, empezaba a interesarse en la cuestión industrial.
La guerra había tenido efectos fuertemente negativos sobre la
industria que se había constituido en la época de la gran expansión
agropecuaria: dependiente en buena medida de materias primas o
combustibles importados, no pudo aprovechar las condiciones
naturales de protección creadas por el conflicto. Pero apenas éste
concluyó, comenzó una sostenida expansión, que se prolongó hasta
1930, caracterizada por la diversificación de la producción, que
alcanzó así a nuevas zonas del consumo. Los contemporáneos
atribuyeron en buena medida estos cambios a la elevación de los
aforos
aduaneros,
establecida
por
Alvear
en
1923,
pero
probablemente fueron las ya citadas inversiones estadounidenses el
principal factor de esa expansión, que alentó también a inversores
locales. Entre otros casos similares, Bunge y Born, la principal casa
exportadora de granos, instaló por esos años la fábrica de pinturas
Alba, y en la década siguiente, la textil Grafa. En buena medida, las
nuevas industrias se equiparon con maquinaria estadounidense.
Mientras Estados Unidos trataba de conquistar simultáneamente un
mercado apetecible y parte de las divisas generadas por las
exportaciones a Gran Bretaña, los sectores propietarios locales
comenzaron a deslizarse hacia una actividad que parecía más
dinámica que las tradicionales. Por entonces, el tema de la industria
empezó a instalarse en el debate, y constituyó el eje del discurso del
más lúcido buceador de la economía argentina de entonces,
Alejandro Bunge, inspirador de la reforma arancelaria de Alvear. Es
posible, como ha planteado Javier Villanueva, que en escala limitada
tal reforma apuntara a alentar -mediante alguna traba al comerciolas inversiones estadounidenses, sin aumentar los conflictos con
Gran Bretaña, preocupada tanto por el destino de las divisas como
por la creciente competencia en algunos rubros de su antiguo
negocio, y particularmente los textiles. De este modo, la incipiente
corriente industrialista agregó un nuevo elemento al debate central
sobre las relaciones entre nuestro país y sus dos metrópolis, y, de
momento al menos, quienes vislumbraban en el crecimiento
industrial el camino del futuro carecieron de peso para imponer sus
convicciones. La propia Unión Industrial se sumó al grupo de los
partidarios de “comprar a quien nos compra”, una fórmula que, por
otra parte, había sido acuñada por el embajador británico.
Ni la cuestión agraria ni la industrial estaban en el centro de la
preocupación de los gobernantes, mucho más angustiados por los
problemas presupuestarios. La guerra había puesto en evidencia la
precariedad del financiamiento del Estado, apoyado básicamente en
los ingresos de Aduana y en los impuestos indirectos, y respaldado
por
los
sucesivos
préstamos
externos.
Todo
ello
se
redujo
fuertemente en los dos períodos de crisis, y coincidió con el
advenimiento de la administración radical, que por diferentes
motivos debía encarar gastos crecientes. El gobierno de Yrigoyen
necesitó primero recursos para su política social y luego para la
amplia
distribución
de
empleos
públicos,
que
constituyó
su
principal arma política en los últimos años. Desde 1922, Alvear
empezó con una política fiscal ortodoxa y redujo fuertemente los
gastos hasta que, por necesidades de la lucha interna con el
yrigoyenismo, debió apelar -aunque con más moderación- a la
misma distribución de puestos que su antecesor, quien cuando
volvió al poder, en 1928, hizo uso generoso de ese recurso. En
ambos casos, los gastos del Estado aumentaron respecto de épocas
anteriores, pero sobre todo su composición difirió sustancialmente,
reduciéndose la parte de inversiones en beneficio de los gastos de
administración, donde los empleados públicos tenían un peso
fuerte.
En cualquier caso, era claro que el Estado debía buscar otra
forma de financiar sus gastos. Inspirándose en reformas similares
emprendidas en Francia e Inglaterra, Yrigoyen propuso en 1918 un
impuesto a los ingresos personales. El Congreso prácticamente no lo
trató entonces, ni en 1924, cuando Alvear insistió en la idea. En
cambio, hubo un amplio debate en aquellos círculos donde se
estaban discutiendo las cuestiones del futuro y Alejandro Bunge,
entusiasta sostenedor de la idea, le consagró un amplio espacio en la
Revista de Economía Argentina. Se trató de una discusión elevada y
principista, donde se analizaban las cuestiones de libertad, equidad
y justicia social que por entonces se debatían en Europa. Es posible
que allí se generara el consenso que luego llevó a su rápida
aprobación en 1931, luego ya de la crisis y de la caída de Yrigoyen.
Pero por entonces las razones del bloqueo parlamentario fueron
más pedestres: los opositores se negaban a cualquier legislación que
diera al presidente más recursos que, según suponían, se volcarían
en menesteres electorales.
Difícil construcción de la democracia
El frustrado debate fiscal ejemplifica las dificultades para constituir
un sistema democrático eficiente, en el que las propuestas pudieran
discutirse
racionalmente
y
donde
los
distintos
poderes
se
contrapesaran en forma adecuada. La reforma electoral de 1912
proponía a la vez ampliar la ciudadanía, garantizar su expresión y
asegurar el respeto de las minorías y el control de la gestión. En
ninguno de estos aspectos los resultados fueron automáticos, o
siquiera satisfactorios. Respecto de la participación electoral, la
masa de inmigrantes siguió sin nacionalizarse, de modo que los
varones adultos que no votaban eran tantos o más que los que
podían hacerlo; esta cuestión sólo se resolvió de manera natural,
con el tiempo y el fin de la inmigración. Pero incluso entre los
posibles votantes la participación no fue masiva: en 1912 -quizá por
efecto de la novedad- alcanzó el 68% en todo el país, pero en
seguida cayó a algo más del 50%, tocando fondo en 1924, con el
40%; sólo en 1928 -con la elección plebiscitada de Yrigoyenrepuntó espectacularmente, con valores que desde entonces se
mantuvieron, en torno al 80 por ciento.
Concedida, antes que conseguida, la ciudadanía se constituyó
lentamente en la sociedad. Las múltiples y diversas asociaciones de
fines específicos que la cubrieron -desde las fomentistas urbanas
hasta las cooperativas rurales- contribuyeron a la gestación de
experiencias primarias de participación directa y al desarrollo de las
habilidades que, por otra parte, la política requería: hablar y
escuchar, convencer, ser convencido y, sobre todo, acordar.
También contribuyeron a otra experiencia importante: la gestión
ante las autoridades, la mediación entre las demandas de la sociedad
y el poder político. Funciones similares cumplieron los comités o
centros creados por los partidos políticos, que fueron cubriendo
densamente a la sociedad a medida que la práctica electoral se
convertía en rutina. En buena medida funcionaban al viejo estilo: un
caudillo repartía favores -tanto mayores cuanto más directa fuera
su conexión con las autoridades- y esperaba así poder influir en el
voto de los beneficiados. Los radicales, naturalmente, pudieron
expandir, gracias al apoyo oficial, esta red clientelar que de todos
modos ya habían constituido en el llano. El propio gobierno utilizó
los comités para desarrollar algunas políticas sociales masivas, que
aunque tenían claras finalidades electorales apuntaban a una nueva
concepción de los derechos ciudadanos: la carne barata, o carne
“radical”, y también el pan o los alquileres. En cierto modo -sobre
todo entre los socialistas-, apuntaban a la educación y a la
integración del ciudadano y su familia en una red de sociabilidad
integral: capacitación, entretenimiento, cultura... Pero en todos los
casos contribuyeron a desarrollar las capacidades políticas. En ese
ambiente se formó el nuevo ciudadano, educado y consciente de sus
derechos y de sus obligaciones, y de manera progresiva se fue
revelando la dimensión política de todas las actividades, de modo
que gradualmente la brecha entre la sociedad y el Estado se fue
cerrando.
El crecimiento de los partidos da la medida del arraigo de la
nueva democracia. La Unión Cívica Radical fue el único que alcanzó
la dimensión del moderno partido nacional y de masas. Templado
en una larga oposición, y constituido para enfrentarse al régimen,
pudo funcionar eficazmente aun lejos del poder. Basado en una
extensa red de comités locales, se organizó escalonadamente hasta
llegar a su Convención y su Comité Nacional; una carta orgánica
fundamentaba su organización, y su doctrina era, ni más ni menos,
la de la Constitución, como gustaba de subrayar Yrigoyen. Pero
además el partido demostró una preocupación muy moderna por
adecuar sus ofertas a las cambiantes demandas de la gente. Quizá la
expresión más acabada de su modernidad fue su capacidad para
suministrar una identidad política nacional, la primera y la más
arraigada, en un país cuyos signos identificadores comunes eran
todavía escasos. Pero esa modernidad se asentaba en elementos muy
tradicionales: toda la compleja organización institucional pesaba
poco frente al liderazgo de Yrigoyen, y en la identificación de sus
seguidores, el partido se fundía con su figura. Caudillo silencioso y
recatado, que se mostraba poco y que jamás hablaba en público,
empezó luego a estimular una suerte de culto a su persona: el país se
llenó de sus retratos, de medallones, de mates con su imagen, en los
que la gente identificó al presidente con un apóstol o un mesías.
El Partido Socialista también tenía una organización formal y
cuerpos orgánicos, y además tenía un programa, pero carecía de
dimensión nacional, pues aunque logró algún arraigo en Mendoza,
Tucumán o Buenos Aires, casi toda su fuerza estaba concentrada en
la Capital. Allí, gracias a la penetración de su red de centros, y a su
éxito en ofrecer una alternativa de control al gobierno, compitió
palmo a palmo con el radicalismo y lo venció a menudo. El Partido
Demócrata Progresista, por su parte, arraigó entre los chacareros
del sur de Santa Fe y de Córdoba, así como en la ciudad de Rosario;
junto con los temas agrarios desarrolló los de la limpieza electoral, y
tuvo un cierto peso en la Capital. Los partidos de derecha sólo se
constituyeron en el nivel provincial; aunque el Partido Conservador
de la provincia de Buenos Aires ejerció un liderazgo reconocido, y
pudieron ponerse de acuerdo para las elecciones presidenciales, no
se llegó a estructurar una fuerza nacional estable, quizá porque
tradicionalmente esto se había logrado a través de la autoridad
presidencial.
En las elecciones nacionales, la UCR obtuvo algo menos de la
mitad de los votos, aunque en 1928, cuando Yrigoyen fue
plebiscitado,
se
acercó
al
60%.
Los
conservadores
reunidos
obtuvieron entre el 15 y el 20% y los socialistas entre el 5 y el 10%,
con excepción de 1924 -el año de la mayor abstención- en que
ascendieron al 14%. Los demócratas progresistas tuvieron una
evolución similar, aunque con cifras algo menores. Así, la UCR fue
en realidad el único partido nacional, y sólo enfrentó oposiciones,
fuertes pero locales, en cada una de las provincias, incluyendo
grupos escindidos de su tronco, como el bloquismo sanjuanino o el
lencinismo mendocino.
La participación, finalmente, arraigó y se canalizó a través de los
partidos, como lo testimonian las cifras de 1928 y la intensa
politización previa de toda la sociedad, que al fin estaba haciendo
uso de la democracia. Pero, en cambio, el delicado mecanismo
institucional, que también es propio de las democracias, no llegó a
constituirse plenamente, y la responsabilidad les cupo a todos los
actores.
La reforma electoral preveía un papel importante para las
minorías, de control del Ejecutivo desde el Congreso. Esa relación,
que de algún modo podía remitirse a las prácticas institucionales
anteriores, se mezclaba con otra nueva, que debía aprenderse, entre
el presidente y la oposición. Si bien las relaciones del gobierno con
los sectores tradicionales no fueron malas al comienzo -cinco de los
nuevos ministros eran socios de la Sociedad Rural-, las que
mantuvo con la oposición política fueron desde el principio
difíciles. Yrigoyen comenzó su gobierno con un Parlamento hostil,
al igual que la mayoría de los gobiernos provinciales, y buena parte
de su estrategia se dirigió a aumentar su escueto poder. Para ganar
las
elecciones,
usó
ampliamente
el
presupuesto
del
Estado,
repartiendo empleos públicos entre sus “punteros”, aunque en
Buenos Aires la competencia con los socialistas lo llevó a emplear
métodos más modernos. En 1918 logró obtener la mayoría en la
Cámara de Diputados, pero la clave seguía pasando por el control
de los gobiernos provinciales, decisivos a la hora de votar. No vaciló
en intervenir las provincias desafectas, organizando luego elecciones
en las que triunfaban sus candidatos, y así su poder aumentó
considerablemente, aunque nunca logró afirmarse en el Senado, y
tropezó con dificultades imprevistas en Diputados, donde los
legisladores opositores empezaron a encontrar aliados en muchos
radicales que no aceptaban los métodos del presidente.
Yrigoyen planteó un conflicto con el Congreso desde el primer
día de su mandato, cuando descartó la tradicional ceremonia de la
lectura del mensaje, y envió una breve comunicación, que leyó un
secretario. Simbólicamente, desvalorizaba al Congreso y desconocía
su autoridad, del mismo modo en que lo hizo todas las veces que
aquél, por la vía de la interpelación, intentó controlar sus actos: el
presidente y sus ministros no sólo no asistieron, sino que le negaron
injerencia en los actos del Ejecutivo. Este cortocircuito institucional
fue más evidente aún con las intervenciones federales. Durante los
seis años, se sancionaron 19, y sólo Santa Fe nunca fue intervenida.
Sólo en cuatro ocasiones se solicitó una ley parlamentaria para
intervenir provincias administradas por radicales, en las que había
que terciar en conflictos internos. En 15 ocasiones se hizo por
decreto, ignorando al Congreso, para eliminar gobiernos adversos y
“dar vuelta” situaciones provinciales. El método, en nada diferente
al de Juárez Celman o Figueroa Alcorta, fue exitoso: en 1922 el
oficialismo sólo perdió en dos provincias.
Si Yrigoyen reiteraba prácticas muy arraigadas, que otros
retomarían luego, su justificación era novedosa: el presidente debía
cumplir un mandato y una misión, la “reparación”, para la que
había sido plebiscitado, y eso lo colocaba por encima de los
mecanismos institucionales. Quizá por eso el “apóstol” empezó a ser
deificado por sus seguidores. Más allá del contenido de esa
reparación,
lo
cierto
difícilmente
pudieron
es
que
arraigar
los
en
mecanismos
ese
clima
de
democráticos
permanente
avasallamiento autoritario.
Es curioso que quienes se convirtieran en custodios de la pureza
institucional fueran aquellos que, en otras ocasiones antes y
después, manifestaron escaso aprecio por dichos mecanismos. Lo
cierto es que tanto conservadores como radicales disidentes encabezados por el hábil Vicente Gallo- se hicieron fuertes en la
defensa del orden institucional, y lo hicieron enconadamente, junto
con socialistas y demoprogresistas, y hasta salieron a la calle, en el
agitado año 1918, para reclamar por sus fueros. De ese modo,
mientras el radicalismo y su caudillo hacían una contribución
sustancial a la incorporación ciudadana a la vida política -en un
estilo tradicional y moderno a la vez-, fallaban no sólo en el
afianzamiento, sino en la puesta en valor ante la ciudadanía del
sistema institucional democrático.
Como Sáenz Peña, Alvear se benefició de la máquina montada,
que en 1922 lo eligió canónicamente y con escasa oposición. Es
posible que su elección por Yrigoyen apuntara a limar asperezas con
unos sectores opositores cuya gravitación reconocía. Pero Alvear
avanzó mucho más en ese camino. En su gabinete sólo se sentó un
yrigoyenista, el ministro de Obras Públicas. Limitó la creación de
nuevos empleos públicos y aceptó las funciones de control que
institucionalmente le correspondían al Parlamento, cuyas relaciones
cultivó
con cuidado. Sobre
todo, no dispuso intervenciones
federales por decreto. El aparato partidario reaccionó en primer
término, pues la distribución de pequeños empleos públicos era la
principal herramienta de los caudillos locales: el “popular” Yrigoyen
fue contrapuesto al “oligárquico” Alvear. Pero además Alvear se fue
apoyando en quienes en distintas ocasiones se habían opuesto a
Yrigoyen o habían cuestionado sus métodos, y los seguidores del
viejo caudillo pronto formaron una corriente cada vez más hostil al
gobierno. A fines de 1923, Alvear pareció inclinarse decididamente
por el grupo opositor, al nombrar ministro del Interior a Vicente
Gallo, quien junto con Leopoldo Meló encabezaba la corriente
denominada
profundizó:
antipersonalista.
en
1924,
La
presentaron
división
listas
del
radicalismo
separadas,
y
se
pronto
constituyeron dos partidos diferentes. La disputa verbal fue muy
intensa: unos eran “genuflexos”, por su obediencia incondicional al
jefe, y otros, “contubernistas”, según una nueva y afortunada
palabra, que calificaba los acuerdos entre los antipersonalistas,
conservadores y socialistas. El ministro Gallo quiso recurrir a los
viejos y probados métodos para desplazar a los yrigoyenistas: dar
empleos a los partidarios e intervenir gobiernos provinciales
adversos, pero Alvear no quiso abandonar hasta tal punto sus
principios. En julio de 1925, fracasó en el Congreso un proyecto de
intervención a Buenos Aires, que era clave para la estrategia de
Gallo, y éste renunció al ministerio.
Desde entonces Alvear quedó en el medio del fuego cruzado
entre antipersonalistas -que sólo pudieron arraigar firmemente en
Santa Fe- y los yrigoyenistas, que hicieron una elección muy buena
en 1926 y ganaron posiciones en un Congreso convertido en ámbito
de combate de las dos facciones. La polarización fue extrema, y al
grupo antiyrigoyenista se sumaron sectores provinciales disidentes,
como el lencinismo mendocino o el cantonismo sanjuanino, de
fuerte estilo populista, sólo unidos con sus socios por el odio al jefe
radical.
La
derecha
conservadora
estaba
por
entonces
totalmente
volcada a impedir el retorno de Yrigoyen, en quien veía encarnados
los peores vicios de la democracia: ya lo presentaban como el
agitador social, ya como el caudillo autoritario, ya simplemente
como la expresión de la chusma tosca e incompetente. Tal imagen
era expuesta, con diversos matices, por La Nación o La Prensa y,
para un público más popular, por Crítica, convertida en centro de la
campaña antiyrigoyenista. De momento, su oposición no suponía
un cuestionamiento del régimen político, pues estaban decididos a
jugar la carta electoral, reuniendo en un gran frente a toda fuerza
hostil al caudillo, que incluía al grupo de socialistas que, encabezado
por Antonio de Tomaso y Federico Pinedo, acababa de separarse del
viejo partido para formar el Partido Socialista Independiente.
A diferencia de 1916, la derecha política estaba segura de sus
objetivos y del apoyo que tenía entre las clases propietarias, pero
empezaba a manifestarse una ambigüedad acerca de los medios: si la
carta electoral fallaba -empezaba a pensarse-, habría que jugar otra
que, de una u otra manera, terminara con un régimen democrático
que no aseguraba la elección de los mejores. En favor de esa postura
actuaban distintos grupos políticos e ideológicos que, aunque
minoritarios, habían contribuido a la nueva galvanización de la
derecha. Desde La Nueva República, fundada en 1927, los jóvenes
maurrasianos, como los hermanos Rodolfo y Julio Irazusta o
Ernesto
Palacio,
descargaban
sus
baterías
contra
el
sufragio
universal y la democracia oscura, que debía ser reemplazada por la
segura dirección de un jefe, rodeado de una elite y legitimado
plebiscitariamente. Pronto, la Liga Republicana que formaron salió
a la calle, aun cuando quedó claro que eran incapaces de revivir las
movilizaciones de 1919. Una “marcha sobre Roma” era impensable,
de modo que los ojos se volvieron hacia las Fuerzas Armadas, a las
que Leopoldo Lugones ya había apelado en 1924, en unas
conferencias que el Ejército editó para consumo de sus oficiales, y
que La Nación ya había difundido en aquella ocasión. La adhesión
manifiesta del general José Félix Uriburu, que acababa de pasar a
retiro, permitía sin duda alentar esperanzas de un golpe militar
regenerador, y ésa era la oferta que desde los grupos nacionalistas se
hacía a una elite todavía indecisa entre la vieja república liberal y las
promesas de la nueva república nacionalista.
Las expectativas de los nacionalistas con las Fuerzas Armadas
eran exageradas, máxime cuando no había una crisis social que
justificara,
como
en
1919,
la
revisión
de
los
principios
institucionales en los que habían sido sólidamente educadas. Si las
Fuerzas Armadas experimentaron malestares varios durante el
gobierno de Yrigoyen, todo se solucionó en el período siguiente.
Bajo la conducción del general Justo, ministro de Guerra, se habían
reequipado adecuadamente, y grandes edificios junto con grandes
maniobras le habían dado al Ejército una buena visibilidad social. El
presidente Alvear se mostraba sensible a los planteos del grupo de
los ingenieros militares, preocupados desde la Primera Guerra
Mundial por la cuestión de las “dependencias críticas”. En 1927, se
creó la Fábrica Militar de Aviones, y desde 1922 un militar, Enrique
Mosconi, presidía Yacimientos Petrolíferos Fiscales (ypf), creado
por Yrigoyen cuando su período ya expiraba. Bajo la dirección de
Mosconi -que al igual que Justo era ingeniero militar- la empresa se
expandió en la explotación y, gracias a la construcción de su
refinería en La Plata, avanzó en el mercado interno, poblando el
país con sus característicos surtidores. Pero simultáneamente, y al
calor de la expansión del automóvil, también crecieron las grandes
empresas privadas: la británica Shell y la estadounidense Standard
Oil, que actuaba en Salta, de modo que la competencia empezó a
convertir el petróleo en un tema de discusión pública.
Las Fuerzas Armadas, y particularmente el Ejército, estaban
ocupando un lugar cada vez más importante en el Estado, y en la
medida en que definían intereses propios, se convertían en un actor
político de consideración. También ellas estaban asediadas por
propuestas diversas: la relación de sus oficiales con la derecha liberal
tradicional era estrecha, así como era sólido el profesionalismo
inculcado por el general Justo, pero también eran estrechas sus
vinculaciones con la Liga Patriótica, y fuerte la interpelación que
llegaba desde los nuevos ideólogos nacionalistas. La vuelta al
gobierno de Yrigoyen reactualizó viejos resquemores -por su
tendencia a manejar los ascensos con los criterios del comité- y sin
duda
polarizó
a
los
oficiales,
como
al
país
todo.
Pero
significativamente, en las elecciones del Círculo Militar de 1929 se
impuso la lista del general Mosconi, contra otra simpatizante con la
oposición. Quien se perfilaba como la cabeza natural de ella, el
general Uriburu, dirigía sus acciones desde el Jockey Club, y en
realidad carecía de sólido arraigo en un Ejército cuya conducta era
todavía un enigma.
LA VUELTA DE YRIGOYEN
Desde 1926 la opinión se polarizó en torno de la vuelta de Yrigoyen,
y la discusión se propagó a todos los ámbitos de la sociedad. El
yrigoyenismo, impulsado por una camada de nuevos dirigentes,
desarrolló ampliamente su red de comités y fortaleció la imagen
mítica del caudillo. Aunque tradicionalmente Yrigoyen se había
negado
a
identificar
su
“causa
regeneradora”
con
cualquier
programa definido de manera explícita, en esta ocasión utilizó,
junto con la consigna de derrotar al “contubernio”, la bandera de la
nacionalización del petróleo. Se trataba de una situación curiosa,
pues durante su primera presidencia el tema no le había preocupado
mucho, mientras que los mayores avances en esa línea debían
atribuirse, sin duda, a la administración de Alvear. Pero -como
empezaba a descubrirse- en la democracia de masas las consignas
son eficaces por la cantidad de motivos ideológicos que logran
reunir. En los años anteriores, el problema petrolero se había
instalado en la discusión pública, y la presencia extranjera era
asociada con su manifestación más agresiva: la estadounidense de la
Standard Oil. La bandera de la nacionalización coincidía con la
prédica de los sectores militares preocupados por asegurar la
autarquía del país respecto de los recursos estratégicos, se vinculaba
con la nueva y fuerte hostilidad de los sectores terratenientes hacia
Estados Unidos, a partir del conflicto de las carnes, y enraizaba
finalmente en un sentimiento antiestadounidense de más larga data,
que
asociaba
unívocamente
la
metrópoli
del
norte
con
el
“imperialismo”. Pero sobre todo, da la impresión de que de alguna
manera el petróleo aparecía como la panacea que aseguraría la
vuelta a la prosperidad, una fuente de rentas tan abundante que con
ellas podría asegurarse a la vez el bienestar de los sectores
propietarios, del Estado y de la sociedad que, de un modo u otro,
obtenía sus recursos de ambos. Es difícil saber cuánto influyó esta
bandera -ciertamente moderna- en la campaña y cuánto una
adhesión mucho más personal al viejo caudillo. Lo cierto es que su
victoria de 1928 fue triplemente notable: por la cantidad de gente
que participó, por los votos que recibió Yrigoyen, que rondaron el
60%, y por haber sido obtenida casi desde el llano, sin la bendición
presidencial.
El proyecto de nacionalización, aprobado por la Cámara de
Diputados, se detuvo en el Senado, y hasta tanto lograra resolver la
cuestión, Yrigoyen se dedicó a otra que afectaba más directamente
sus relaciones con los sectores propietarios. Invitada por el
presidente, vino al país una misión comercial británica, encabezada
por
lord
D’Abernon.
concesiones
comerciales
El
acuerdo
a
los
firmado
estableció
británicos,
fuertes
asegurándoles
el
suministro de materiales a los ferrocarriles del Estado, así como un
arancel preferencial a la seda artificial, a cambio de la garantía de
que seguirían comprando la carne argentina. Este tratado, que
suponía importantes concesiones sin un beneficio claro, muestra a
Yrigoyen solidarizado con la corriente, fuerte entre la elite, de
robustecer las relaciones bilaterales con Gran Bretaña, en desmedro
de las nuevas con Estados Unidos.
Pero esta coincidencia no bastaba frente a la exacerbación del
conflicto
político.
Lanzado
a
conquistar
el
último
baluarte
independiente -el Senado-, el gobierno apeló a los clásicos
mecanismos: amplio reparto de puestos públicos -con lo cual
saldaba su deuda con el aparato partidario, fiel durante los años de
abstinencia- e intervención a gobiernos provinciales adversos: esta
vez le tocó a Santa Fe, baluarte antipersonalista, a Corrientes, y
sobre todo a Mendoza y a San Juan, donde se desató un largo
conflicto institucional acerca de la aprobación de los diplomas de
los senadores ya electos. En esas provincias, donde ya se habían
registrado episodios de violencia, se agregó uno nuevo: el asesinato
de Carlos Washington Lencinas, el caudillo mendocino, en un acto
en el que la intervención federal apareció comprometida.
Es probable que la oposición, abrumada por los resultados
electorales, ya hubiera desesperado de desalojar a Yrigoyen por
métodos institucionales, y no apreciara en su real significación las
consecuencias inmediatas de la crisis económica mundial, estallada
en octubre de 1929. La caída de las exportaciones y el retiro de los
fondos estadounidenses afectaron a las empresas ferroviarias y
marítimas, vinculadas con el comercio exterior, y también al
gobierno. La fuerte inflación, las reducciones de sueldos y los
despidos se reflejaron inmediatamente en los resultados electorales:
en marzo de 1930, y con el apoyo de la oposición toda, los socialistas
independientes derrotaron en la Capital tanto a los radicales como a
los socialistas, y en otros puntos el gobierno también retrocedió. Sin
embargo, a esa altura todas las voces de la oposición, desde Crítica a
la Liga Republicana o los estudiantes universitarios reformistas,
clamaban por la caída del gobierno. La senilidad atribuida al
presidente y su incapacidad para dar respuestas rápidas a la crisis,
así como la pública lucha por su sucesión -entre el vicepresidente
Enrique Martínez y el ministro de Interior, Elpidio González-,
daban un nuevo y contundente argumento a los opositores.
Las discusiones giraban acerca de si se buscaría una solución
institucional o si se apelaría a una intervención militar; si con el
nuevo gobierno se intentaría una reinstitucionalización según los
moldes tradicionales o si había llegado la ocasión de la nueva
república, inspirada en alguno de los modelos que por entonces
ofrecía Europa. Probablemente la elite oscilara entre ambas
soluciones, una alentada por los dirigentes políticos y por el grupo
de militares que seguía al general Justo y otra por los ideólogos
nacionalistas que rodeaban al general Uriburu. Sólo cuando ambos
jefes se pusieron de acuerdo, pudo producirse el golpe de Estado, el
6 de septiembre de 1930. La resistencia de las instituciones fúe casi
nula -el día anterior, Yrigoyen había pedido licencia en su cargo-,
pero también las fúerzas movilizadas por los sublevados fueron
escasas, y su grueso estaba constituido por los bisoños cadetes del
Colegio Militar. Igualmente escasa fue la movilización a favor del
presidente caído, que poco antes casi había sido plebiscitado.
La indiferencia con que fue acogido el fin de una experiencia
institucional sin duda importante obliga a una reflexión acerca de
su consistencia. En buena medida, el proceso de democratización
completó la larga etapa de apertura y expansión de la sociedad
iniciada cinco décadas atrás y aparecía como su coronación natural:
la incorporación creciente de sectores sociales cada vez más vastos a
los beneficios de la sociedad establecida que más allá de la crisis de
1917-1921 caracteriza a este período supuso finalmente una
ampliación de la ciudadanía, inducida al principio desde el Estado
pero finalmente asumida por la sociedad, como lo testimonia el
espectacular aumento de la participación hacia el final del período.
Pero a la vez era necesario traducir institucionalmente ese
proceso, poner en marcha las prácticas requeridas y arraigarlas de
tal modo que su ejercicio resultara natural, y aquí los gobiernos
radicales no lograron avanzar lo suficiente como para que esas
instituciones aparecieran para la sociedad como un valor que debía
ser
defendido.
Podría
decirse
que
el
radicalismo
no
logró
desprenderse de las prácticas corrientes en el viejo régimen aquéllas estigmatizadas con una expresión muy gráfica: el unicatoy subordinó el desarrollo de las nuevas prácticas a las exigencias de
la antigua costumbre. Por su parte, una oposición a menudo
facciosa hizo poco por hacer semejar la enconada lucha política a un
diálogo constructivo entre gobierno y oposición, e hizo mucho
menos por defender a ultranza unas instituciones de las que las
clases propietarias desconfiaron desde el principio.
El balance no estaría completo si no se agregara que democracia
y radicalismo advinieron en el preciso momento en que las
circunstancias propicias para su florecimiento cambiaban en forma
brusca, por más que la sociedad tardara en percatarse de ello. La
Primera Guerra Mundial modificó sustancialmente los datos del
funcionamiento de nuestra economía, puso en cuestión el lugar que
el país ocupaba en el mundo y desató una serie de conflictos
internos, que en ocasiones se manifestaron con violencia. Quien
gobernara el país no podía conformarse con las antiguas fórmulas y
debía
inventar
respuestas
imaginativas.
Si
además
pretendía
gobernarlo democráticamente, tenía que encontrar las formas
institucionales de resolución de los conflictos, ampliando los
espacios de representación y de discusión, así como los mecanismos
estatales de regulación, y en ambos aspectos el déficit de las
administraciones radicales fue grande. Estas cuestiones, tanto o más
que las vinculadas con la democracia institucional, dominaron el
período siguiente.
, 1930-1943
III. La restauración conservadora
El 6 DE SEPTIEMBRE DE 1930, el general José Félix Uriburu asumió
como presidente provisional y el 20 de febrero de 1932 transfirió el
mando al general Agustín P. Justo, que había sido electo, junto con
el doctor Julio A. Roca, en noviembre del año anterior. En el ínterin,
el gobierno provisional había realizado una elección de gobernador
en la provincia de Buenos Aires, el 5 de abril de 1931, en la que
triunfó el candidato radical Honorio Pueyrredón, y que fue anulada.
El episodio muestra la incertidumbre en que se debatió el gobierno
provisional,
vacilante
entre
la
“regeneración
nacional”
o
la
restauración constitucional.
Regeneración nacional o restauración constitucional
La incertidumbre era común a todos los sectores que habían
concurrido a derribar el gobierno de Yrigoyen y a interrumpir la
continuidad institucional. Ciertamente coincidían en este primer
objetivo, y se solidarizaban con el gobierno cuando perseguía a los
dirigentes radicales, dejaba cesantes a los empleados públicos
nombrados por el gobierno derribado o investigaba fantasiosas
corrupciones. La mayoría también apoyaba la política de mano dura
adoptada con el movimiento social: la intervención en los puertos
para desarmar allí el control sindical, las deportaciones de dirigentes
anarquistas o comunistas -perseguidos por la nueva Sección
Especial de la Policía-, y hasta el fusilamiento del “anarquista
expropiador” Severino di Giovanni. Pero en rigor -y a diferencia de
1919-, en 1930 la movilización social era escasa, la Depresión
paralizaba la contestación, y las direcciones sindicales, escasamente
identificadas con la institucionalidad democrática, habían hecho
poco para defenderla. Éste no había sido el objetivo desencadenante
de la revolución, como tampoco lo fue la crisis económica mundial,
ausente del debate y cuyas vastas consecuencias parecían no
advertirse todavía. Para sus protagonistas, la revolución se había
hecho contra los vicios atribuidos a la democracia, pero una vez
depuesto Yrigoyen, no había acuerdo sobre qué hacer, y las clases
propietarias, así como el Ejército, que de forma paulatina se iba
constituyendo en un nuevo actor político, vacilaban entre diversas
propuestas.
La más vocinglera era la de los nacionalistas, que rápidamente
tomaron la iniciativa. Su voz había sido muy eficaz como ariete
contra el radicalismo, por el talento polémico de sus voceros, por su
capacidad para articular discursos diversos, que apelaban a distintas
sensibilidades, así como para expresar y legitimar lo que para otros
era inconfesable: un elitismo autoritario del que se enorgullecían.
También los fortalecía el suceso que en todo el mundo estaban
teniendo este tipo de propuestas, que inspiraban tanto a regímenes
autoritarios muy tradicionales cuanto a novísimas y por entonces
exitosas experiencias, como la de Benito Mussolini en Italia.
Finalmente, podían contar con algún respaldo, limitado pero
importante, del poder. En el gabinete de Uriburu, compuesto por
conservadores de viejo estilo, los apoyaba el ministro del Interior,
Matías Sánchez Sorondo, un conservador tradicional como
Uriburu, que simpatizaba con estas nuevas formas de autoritarismo;
también lo hacían algunos oficiales del entorno presidencial y otros
altos funcionarios, como el interventor en Córdoba, el escritor y
ensayista
Carlos
rehabilitación
Ibarguren,
de
Juan
uno
de
los
iniciadores
Manuel
de
Rosas.
Los
de
la
militantes
nacionalistas, en cambio, sólo ocuparon algunos cargos de menor
importancia en distintos gobiernos provinciales.
Uriburu hizo todo lo posible por apoyarlos. Habló en distintos
foros, principalmente militares, abominando de la democracia,
reclamando una reforma institucional de fondo y predicando las
ventajas del corporativismo y la representación funcional. Pero su
poder y su habilidad política eran escasos. Paradójicamente, jugó
todas
sus
cartas
a
una
elección,
confiando
en
un
triunfo
plebiscitario en Buenos Aires, y la derrota del 5 de abril
prácticamente lo convirtió en un cadáver político. Fracasada su
apelación a la sociedad, intentó sin embargo una segunda baza con
el Ejército, al que quiso movilizar mediante la Legión Cívica, una
escuadra civil organizada por oficiales, que debía ser la vanguardia
de la revolución
anunciada pero
que no pudo superar la
intrascendencia.
Los nacionalistas eran mucho más eficaces para golpear que
para construir, y esta participación marginal en el poder más los
estorbaba
que
los
beneficiaba.
Progresivamente
se
fueron
distanciando del gobierno, a medida que crecía la influencia de
quienes rodeaban a Justo y la alternativa institucional, a la cual sin
embargo terminaron apoyando. Por entonces habían acabado de
conformar su discurso, que pronto emplearon tanto para combatir
la solución triunfante como para apelar, con energía creciente, al
Ejército. Los temas tradicionales contra la democracia se habían
integrado
con
un
vigoroso
anticomunismo
y
un
ataque
liberalismo, fuente primigenia de los males denunciados. En una
al
operación muy típica de la época, redujeron todos sus enemigos a
uno: las altas finanzas y la explotación internacional se fundían con
los
comunistas,
nacional,
y
los
también
extranjeros
los
causantes
judíos,
unidos
de
en
la
disgregación
una
siniestra
confabulación. Reclamaban por la vuelta a una sociedad jerárquica,
como la colonial, no contaminada por el liberalismo, organizada
por un Estado corporativo y cimentada por un catolicismo integral.
Si mucho de esto podía identificarse con el fascismo, carecían de la
vocación y capacidad plebiscitaria de aquél; más bien, reclamaban la
constitución de una nueva minoría dirigente, nacional y no
enajenada al extranjero, que confiaban encontrar entre los militares.
Fracasada la alternativa de Uriburu, el Ejército se convirtió en su
objetivo principal.
Mientras los nacionalistas proponían un camino reaccionario
pero novedoso, el grueso de la clase política optaba por la defensa de
las instituciones constitucionales, pero señalando que éstas no
habían estado nunca supeditadas a las formas más crudas de la
democracia. Por el contrario, existía en el pasado una amplia
experiencia acerca de cómo resolver la cuestión electoral y formas,
no necesariamente groseras, de mediatizar la voluntad popular. Esta
alternativa, que salvaba los principios del liberalismo, fue reclamada
desde la sociedad, fue defendida vigorosamente por los principales
órganos de opinión, como La Nación o Crítica, y fue asumida por
los partidos políticos que habían constituido la oposición a
Yrigoyen. Mientras los socialistas y los demoprogresistas pasaron de
nuevo a la oposición, los partidos que en 1928 habían apoyado la
candidatura de Leopoldo Meló oscilaron entre enfrentar los
proyectos autoritarios y corporativistas de Uriburu y utilizar para
una eventual elección el apoyo del gobierno, sin duda indispensable
para derrotar a los radicales. Las diferencias tácticas los dividieron
profundamente. El primer grupo que se constituyó, la Federación
Nacional
Democrática,
definidamente
liberal
y
enérgicamente
opuesto a Uriburu, fue fracturado por el Partido Conservador de la
provincia de Buenos Aires, menos hostil a la política presidencial;
pero su derrota el 5 de abril -que clausuró a la vez los proyectos de
regeneración y la ilusión de vencer a los radicales en elecciones
limpias- creó las condiciones para un reagrupamiento de las
fuerzas, en torno de la ya perfilada candidatura del general Justo. El
sector
más
consistente
de
la
coalición
eran
los
grupos
conservadores, que constituyeron el Partido Demócrata Nacional,
una coalición heterogénea de partidos provinciales que incluía
desde los más tradicionales de Buenos Aires hasta los más liberales
de
Córdoba
o
Mendoza.
El
radicalismo
antipersonalista,
su
competidor en el frente en formación, se había desgranado luego de
que muchos retornaran al viejo tronco, dirigido ahora por Alvear. El
Partido Socialista Independiente sólo podía ofrecer una base sólida
en la Capital, y también un grupo calificado de dirigentes. Este
conglomerado se unió tras la figura del general Justo, pero sin
superar sus diferencias, al punto de que lo apoyaron con dos
candidatos a vicepresidente distintos.
Justo -pieza central en esta alianza- podía presentarse como un
militar con vocación civil, pero sobre todo como quien contaba con
el respaldo del Ejército. Desde el 6 de septiembre libró una guerra
sorda con Uriburu por el control de los mandos principales, y salió
triunfante. Su más fiel sostén, el coronel Manuel A. Rodríguez, no
sólo mandaba Campo de Mayo, sino que fue electo presidente del
Círculo Militar, lo que atestiguaba el estado de ánimo predominante
en la institución. Los oficiales eran reclamados por diferentes
grupos de activistas: los radicales, embarcados en conspiraciones,
los nacionalistas, igualmente activos, y los adeptos a Justo, que
unían
las
banderas
del
constitucionalismo
con
las
del
profesionalismo; pero en el grueso de ellos predominaba todavía la
desconfianza
hacia
la
política
y
una
postura
básicamente
profesional, que inclinó la balanza en favor de Justo.
La mayor dificultad estaba en los radicales, que habían resurgido
como el ave Fénix luego de la victoria de abril de 1931 y del retorno
de Marcelo T. de Alvear, quien, con la bendición de Yrigoyen,
reunificó el partido. Tampoco entre los radicales estaban claras las
opciones, pues muchos apostaban a la carta electoral y otros a
derribar al gobierno provisional, con un movimiento cívico-militar.
Los numerosos oficiales radicales conspiraron, y el gobierno utilizó
las conspiraciones para desarmar a su más temible opositor político.
En julio de 1931, estalló en Corrientes una revolución, encabezada
por el coronel Pomar, que fue rápidamente sofocada permitiendo al
gobierno detener o deportar a la plana mayor del partido. Pese a
ello, la Convención proclamó la candidatura presidencial de Alvear,
que el gobierno vetó aduciendo de modo especioso a la vez razones
constitucionales y de seguridad. Los radicales volvieron entonces a
su antigua táctica de la abstención, sin abandonar los intentos de
conspiración, y dejaron el campo libre a la candidatura de Justo, que
incluso pudo presentarse como un término medio entre la dictadura
de Uriburu y el extremismo subversivo de Alvear.
En la elección de noviembre de 1931, sólo lo enfrentó una
coalición del Partido Socialista y el Demócrata Progresista, que
proponían a dos prestigiosos dirigentes: Lisandro de la Torre y
Nicolás
Repetto.
Aunque
eventualmente
podía
capitalizar
la
oposición al gobierno, tenía la debilidad de la escasa organización
partidaria fuera de la Capital y de Santa Fe, así como el conocido
antirradicalismo de sus candidatos. En noviembre de 1931, y en una
elección no totalmente escandalosa, la fórmula encabezada por
Justo obtuvo un triunfo que tampoco fue aplastante y permitió que
la oposición ganara el gobierno de una provincia y una respetable
representación parlamentaria.
Las formas institucionales estaban salvadas y la revolución
parecía haber encontrado un puerto seguro. En el Congreso hubo
un oficialismo y una oposición, que se desempeñó prolijamente y
fue reconocida como tal, quizá porque unos y otros sabían que no
competían realmente por el poder. La abstención radical pesaría
luego, pero por el momento constituía una ventaja, pese al llamado
de atención que pudo significar el multitudinario acompañamiento
popular al funeral de Hipólito Yrigoyen, muerto en julio de 1933.
Organizar el oficialismo no fue una tarea sencilla. Justo procuró
equilibrar la participación de las distintas fuerzas en su gobierno,
aunque fue notoria su reticencia hacia los partidos conservadores,
que sin embargo constituían su más sólida base. Sólo uno de sus
ministros -el de Obras Públicas, Alvarado- provenía de esas filas,
aunque otros dos -el canciller Carlos Saavedra Lamas y el ministro
de Hacienda, Horacio Hueyo- de alguna manera pertenecían a ese
tronco. Los antipersonalistas tuvieron dos ministerios -Leopoldo
Meló en Interior y el santafesino Simón de Iriondo en Educación y
Justicia- y los socialistas independientes, uno: Antonio de Tomaso,
uno de los políticos más respetados por Justo, y el único de origen
plebeyo, fue ministro de Agricultura.
Pese a que el Partido Socialista Independiente pronto declinó
electoralmente y se disolvió, sus dirigentes, y en particular De
Tomaso y Federico Pinedo, cumplieron un papel fundamental en la
estructuración de la alianza y en la formación de lo que se llamó la
Concordancia
parlamentaria,
así
como
en
el
diseño
de
las
principales políticas del gobierno. Los partidos oficialistas ganaron
las elecciones utilizando técnicas muy conocidas, sobre las que
había una vasta experiencia acumulada, que combinaban el apoyo
de la autoridad -en particular, los comisarios- con el sistema del
caudillismo, y explotaban las múltiples colusiones entre ambos.
Mientras los radicales mantuvieron su abstención, la aplicación de
estos mecanismos sirvió principalmente para dirimir los conflictos
en el seno del oficialismo, pero desde 1935 se usó para bloquear el
camino al partido conducido por Alvear. La ciudad de Buenos Aires
-más expuesta a la opinión pública- se vio libre de ellos, y siempre
ganó allí la oposición; en la provincia de Buenos Aires, en cambio,
se practicaron las formas más groseras del fraude, que un
gobernador, Manuel A. Fresco, calificó de patriótico, diciendo lo
que seguramente muchos pensaban. Quizá sea significativa la
estigmatización por la sociedad de estas prácticas, en el fondo muy
tradicionales, que revela hasta qué punto la cultura democrática
había empezado a arraigar en la sociedad.
Intervención y cierre económico
La eficacia del gobierno debía quedar demostrada, ante la sociedad
en general y en particular ante las clases propietarias, por su
capacidad
para
enfrentar
la
difícil
situación
económica.
La
Depresión, que se venía manifestando desde 1928, persistió hasta
1932, golpeando duramente a lo que -pese a los cambios de la
década anterior- era hasta entonces una economía abierta. Cesó el
flujo de capitales, que tradicionalmente la había alimentado, y
muchos incluso retornaron a sus lugares de origen. Los precios
internacionales de los productos agrícolas cayeron fuertemente mucho más aún que en la crisis de 1919-1922- y, aunque el
volumen de las exportaciones no descendió, los ingresos del sector
agrario y de la economía toda se contrajeron mucho. Como el
gobierno optó por mantener el servicio de la deuda externa, mucho
más gravosa por la disminución de los recursos corrientes, debieron
reducirse en forma drástica tanto las importaciones como los gastos
del Estado, cuyo déficit pasó a convertirse en un problema grave.
Por otra parte, el dislocamiento de la economía internacional, ya
anunciado en la década anterior, era cada vez mayor. En la crisis, los
países centrales utilizaron su poder de compra para defender sus
mercados, asegurar el pago de las deudas y proteger las inversiones.
Gran Bretaña se refugió en el proteccionismo comercial y
constituyó un “área” de la libra, defendida por el control de
cambios, primero, y por la inconvertibilidad de la moneda, después.
Idéntico camino tomaron Alemania y Francia, y por último Estados
Unidos, que en 1933 declaró la inconvertibilidad del dólar. Era un
mundo distinto, que requería una política económica nueva e
imaginativa. La adoptada inicialmente -por Uriburu y por Justo al
principio de su gobierno- se había limitado a las medidas reactivas
clásicas, y sólo incursionó tímidamente por nuevos caminos; a
mediados de 1933, con la designación de Pinedo como ministro de
Hacienda-con quien colaboró Raúl Prebisch-, se avanzó por un
rumbo más novedoso, delineándose dos tendencias que habrían de
perdurar largamente: la creciente intervención del Estado y el cierre
progresivo de la economía. También otra, menos duradera pero de
mayor trascendencia en lo inmediato: el reforzamiento de la
relación con Gran Bretaña.
A fines de 1931 -poco antes de que Justo sucediera a Uriburuse estableció el impuesto a los réditos, según un antiguo proyecto de
Yrigoyen, sistemáticamente vetado hasta entonces, pero que en el
nuevo clima de la crisis -y en manos de un gobierno confiable- fúe
aceptado sin discusión por los sectores propietarios. Las finanzas
públicas dejaron de depender exclusivamente de los impuestos a las
importaciones o de préstamos externos. Sumado a la drástica
reducción inicial de gastos, hacia 1933 el gobierno había logrado
equilibrar su presupuesto.
También de 1931 fúe el establecimiento del control de cambios,
mediante el cual el gobierno centralizaba la compra y venta de
divisas. En principio fúe una medida para enfrentar la crisis y
asegurar la disponibilidad para el pago de la deuda externa, pero
pronto se vio que constituía un poderoso instrumento de política
económica: desde el gobierno podían establecerse prioridades para
el uso de divisas, y esto era una cuestión que preocupaba no sólo a
los distintos sectores internos, sino, particularmente, a los dos
grandes aspirantes externos a disponer de ellas: Gran Bretaña y
Estados Unidos. En noviembre de 1933, una sustancial reforma
estableció dos mercados de cambio; uno, regulado por el Estado,
administraba
las
divisas
provenientes
de
las
exportaciones
agropecuarias tradicionales, mientras que en el otro se compraban y
vendían libremente las originadas en préstamos recibidos o en
exportaciones no tradicionales, como las industriales. Para el
primero, la devaluación fue mínima, aunque se estableció una
diferencia del 20% entre el precio de compra y el de venta. El Estado
se hizo de una importante masa de recursos, y sobre todo pudo
decidir sobre su uso. Así estableció una serie de prioridades para
vender las divisas que controlaba: el servicio de la deuda externa era
la primera; luego, atender las importaciones esenciales, y en tercer
término, las remesas de las empresas de servicios públicos, como las
ferroviarias. En el segundo mercado se negociaban las escasas
divisas restantes, tanto para la importación de bienes de consumo
como para atender al equipamiento de las empresas.
Avanzando sobre el control de las finanzas, en 1935 se creó el
Banco Central, cuya función principal era regular las fluctuaciones
cíclicas de la masa monetaria, evitando tanto una excesiva holgura
como la escasez, así como controlar la actividad de los bancos
privados -que participaban de su Directorio-, sobre todo en el
manejo de sus créditos. El Instituto Movilizador de Inversiones
Bancarias asumió la liquidación ordenada de los bancos golpeados
por la crisis. También para atenuar los efectos de las crisis cíclicas y
defender a los productores locales, se comenzó a regular la
comercialización de la producción agropecuaria. Utilizando los
fondos provenientes del control de cambios, la Junta Nacional de
Granos aseguró un precio mínimo para los productores rurales,
evitándoles tener que vender en el peor momento. La Junta
Nacional de Carnes apuntó al mismo objetivo, aunque limitada al
escaso
sector
extranjeros.
El
del
mercado
sistema
se
que
escapaba
extendió
a
también
los
frigoríficos
a
productos
extrapampeanos, como el algodón y el vino.
Por ese camino, el Estado fue asumiendo funciones mayores en
la actividad económica, y pasó de la simple regulación de la crisis a
la definición de reglas de juego cada vez más amplias, según un
modelo que teorizó el economista británico John Maynard Keynes y
que empezaba a aplicarse en todo el mundo. A la vez, el conjunto de
la economía fue cerrándose en forma progresiva a un mundo donde
también se dibujaban, con nitidez creciente, áreas relativamente
cerradas. Era todavía una tendencia incipiente, impulsada por
factores coyunturales, pero que se fue afirmando progresivamente, y
estimuló modificaciones que finalmente la harían irreversible.
La más importante tuvo que ver con la industria, cuya
producción comenzó a crecer en el marco de la crisis, y siguió
haciéndolo luego de la recuperación de la segunda mitad de la
década. Con la prosperidad de las décadas anteriores se había
constituido en el país un mercado consumidor de importancia. El
cierre creciente de la economía, los aranceles y la escasez de divisas
creaban condiciones adecuadas para sustituir los bienes importados
por otros producidos localmente, sobre todo si la producción no
exigía una instalación fabril muy compleja o si ya existía una base
industrial que podía ser utilizada con mayor intensidad. Ésta se
había extendido en la década de 1920 y siguió expandiéndose, sobre
las mismas líneas, luego de 1930. Creció mucho el sector textil, pero
también la mayoría de las actividades volcadas al consumo:
alimentos, confecciones y productos químicos y metálicos diversos.
Los
grandes
capitales,
vinculados
hasta
entonces
en
forma
predominante a las actividades agropecuarias para la exportación,
acentuaron su orientación hacia la industria. El más importante
grupo exportador, Bunge y Born, que ya tenía otras industrias,
instaló en 1932 la empresa textil Grafa, precisamente en la rama por
entonces
más
dinámica.
Lo
mismo
hicieron
otros
grupos
económicos tradicionales, como Leng Roberts o Tornquist -que
combinaban actividades agropecuarias con otras, industriales o
financieras-,
y
también
nuevos
inversores
extranjeros:
significativamente, a mediados de la década de 1930, se instalaron
tres grandes empresas textiles estadonidenses, Anderson Clayton,
Jantzen y Sudamtex, y en seguida Ducilo, dedicada al hilado
sintético.
La sustitución de importaciones ofrecía el atractivo de un
mercado existente y cautivo, y una ganancia rápida. Una vez
satisfecho, era más conveniente pasar a otra rama, igualmente
insatisfecha, antes que profundizar la inversión en la anterior. A
esto concurrieron factores de distinto tipo. Como mostraron Jorge
Sábato y Jorge Schvarzer, la vieja dinámica de los sectores
propietarios, de diversificación en distintas actividades sin atarse
definitivamente a una, encontró en la industrialización sustitutiva
un nuevo campo, que se complementó posteriormente con la
inversión inmobiliaria. Por otra parte, la combinación de un
mercado cerrado y algunas pocas grandes empresas por cada rama o
actividad tornó poco relevante la presión por la mayor eficiencia o
el menor precio. Lo eran, en cambio, las reglas de juego que ponía el
Estado, ya fuera por la vía de los aranceles o del tipo de cambio. Así,
el crecimiento industrial abrió un nuevo campo de negociación
entre los sectores propietarios y el Estado.
Los cambios en el sector agropecuario fueron menos notables,
sobre
todo
en
la
región
pampeana.
La
ganadería
siguió
retrocediendo respecto de la agricultura, al igual que en la década
anterior. La producción agrícola no decayó, pese al derrumbe de los
precios, aunque la situación de los productores se deterioró
sensiblemente, en especial la de los más pequeños, y se fueron
delineando las condiciones del éxodo rural, visible luego del
comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Hasta entonces, las
exportaciones de maíz crecieron mucho en los años centrales de la
década -aprovechando un período de sequía en Estados Unidos-, lo
que influyó tanto en el equilibrio fiscal como en la relativa
prosperidad de la economía entre 1934 y 1937, al punto de que sus
efectos se manifestaron en el estímulo a la industria y la
construcción. El cambio más importante se produjo fuera del área
pampeana, donde crecieron algunos cultivos industriales orientados
al mercado interno, y muy en especial el del algodón, que desde
1930 se consumía casi íntegramente en el país. En todo el nordeste
se extendió la ocupación de nuevas tierras, iniciada en la década
anterior, y se constituyó un amplio sector de pequeños productores
dependientes de un sector comercial e industrializador muy
concentrado. También aquí el Estado intervino para regular la
comercialización.
En suma, la crisis y las respuestas de índole coyuntural habían
creado una serie de condiciones nuevas que hacían muy difícil el
retorno a la situación previa. Podía discutirse si el equilibrio y la
relativa prosperidad que se advertía hacia 1936 -y que se
manifestaba en una reactivación de la protesta sindical- debía
atribuirse a esos cambios o simplemente -como ha planteado
Arturo
O’Connell-
a
una
transitoria
prosperidad
de
las
exportaciones. Pero el cierre de la economía, la intervención del
Estado y un cierto crecimiento industrial parecían datos sobre los
que no se podía retornar.
La presencia británica
Estos cambios se fueron produciendo gradualmente, sin suscitar
grandes discusiones ni polarizaciones. En cambio, la cuestión de la
relación con Gran Bretaña -que se venía debatiendo desde la década
anterior- resultó mucho más controvertida. Presionada por el
avance de Estados Unidos, y en el marco de la crisis desatada en
1930, Gran Bretaña optó por reconcentrarse en su imperio,
fortalecer sus vínculos con las colonias y dominios y acotar en ellos
la presencia estadounidense. A la vez, en un contexto mundial de
restricciones
financieras,
se
propuso
defender
sus
antiguos
mercados y salvar sus ingresos provenientes de préstamos o
inversiones antiguas. No todos los objetivos eran compatibles, de
modo que al establecerse las prioridades había un margen
considerable para la negociación. En 1932, la Conferencia Imperial
de
Ottawa
inclinó
la
balanza
hacia
los
miembros
de
la
Commonwealth, quienes tendrían preferencia en las importaciones
británicas. Entre otras medidas, se decidió reducir en un tercio las
compras de carne congelada argentina, que podía reemplazarse por
la de Australia, y el 10% la enfriada, tomando para esto como base
las compras de 1932, ya muy bajas. Se trataba de un punto en
extremo sensible para la Argentina, quizá no tanto por su
importancia económica intrínseca como por la magnitud de los
intereses constituidos en torno de la exportación de carne:
productores, frigoríficos y empresas navieras eran capaces de
presionar fuertemente sobre el gobierno. A la vez, el gobierno
argentino poseía un arma también decisiva: la política arancelaria y
el control de cambios permitían discriminar las importaciones y
regular el monto de las divisas que sería utilizado para pagar el
servicio de la deuda británica, para seguir comprando sus productos
o para remitir las utilidades de sus empresas instaladas en la
Argentina. En un contexto de escasez de divisas, y con fuertes
demandas de los intereses comerciales estadounidenses, el punto se
convertía en sumamente importante para Gran Bretaña.
En 1933, una misión encabezada por el vicepresidente Julio A.
Roca negoció en Londres las condiciones para el mantenimiento de
la cuota argentina de carne. Ello era vital para asegurar la
credibilidad del gobierno entre los diversos sectores ligados a la
actividad pecuaria, y en este aspecto obtuvo un éxito relativo: se
mantendrían las condiciones de 1932, y se consultarían eventuales
reducciones posteriores que fueran necesarias. No logró gran cosa
en
su
segundo
objetivo:
aumentar
la
participación
de
los
productores locales en el control de las exportaciones, de modo de
negociar en mejores términos con los frigoríficos. El tratado,
firmado por Roca y el ministro británico Runciman, limitó al 15% el
cupo que podría ser manejado por frigoríficos nacionales, entre los
cuales se preveía que podría existir uno de tipo cooperativo, sin
fines de lucro. A cambio de eso, Gran Bretaña se aseguró de que la
totalidad de las libras generadas por este comercio se emplearían en
la propia Gran Bretaña: en el pago de la deuda, en la importación de
carbón, material ferroviario o textiles -para los que se establecía un
tratamiento arancelario preferencial-, y en la remisión de utilidades
de empresas británicas. A la vez, se estipulaba un “tratamiento
benévolo” para esas empresas, que estaban sometidas a múltiples
dificultades. Se trataba sin duda de una gran victoria para los
británicos:
a
cambio
del
mantenimiento
de
la
participación
argentina en el mercado de carnes -un negocio en el que los
empresarios británicos eran el socio principal-, se aseguraban el
cobro de los servicios de sus antiguas inversiones y el control de
partes significativas de un mercado interno amenazado. Los
estadounidenses, por su parte, discriminados con los aranceles y
con el uso de las divisas, retrocedieron en este mercado, aunque
luego
contraatacaron
realizando
inversiones
industriales
que
saltaban la barrera arancelaria. La tendencia al bilateralismo con
Gran Bretaña, insinuada en 1929 con el Tratado D’Abernon, quedó
ampliamente ratificada.
El
“tratamiento
benévolo”
apuntaba
a
reflotar
empresas
británicas en dificultades: las ferroviarias y las de transporte urbano.
Los ferrocarriles estaban atenazados por gastos fijos muy altos, una
reducción general de su actividad y la creciente competencia del
transporte automotor, estimulado por la sistemática construcción
de caminos iniciada en 1928 y mantenida con vigor por Justo. El
camión solía llevarse la parte más apetecible del negocio de carga, y
a la vez estimulaba las importaciones de automotores, repuestos y
neumáticos de origen estadounidense. El tratado aseguró a las
empresas que podrían enviar sus ganancias, pero éstas fueron
mínimas a lo largo de toda la década. Algo parecido ocurría con la
empresa Anglo de tranvías de Buenos Aires -propietaria también de
la primera línea de subterráneos-, víctima de la competencia de los
taxis colectivos, más rápidos y eficaces. El “tratamiento preferencial”
consistió en la creación de una Corporación de Transporte de la
Ciudad de Buenos Aires, que despertó la indignación general sin
lograr su objetivo: que los colectiveros se incorporaran a ella y
cesaran con su competencia. En ambos casos, se trataba de
empresas que habían dejado de ser rentables y que, por otra parte,
no habían hecho las inversiones necesarias para conservar su peso,
de modo que el “tratamiento preferencial” sólo buscaba aumentar
algunas ventajas monopólicas y dilatar su ineludible deterioro, para
el cual los directivos empezaron a trazar una nueva estrategia:
venderlas al Estado.
Pese a que los beneficios no eran parejos para todos los
involucrados, el tratado de Londres fue apoyado por los diversos
grupos propietarios: cuando se discutió en el Congreso, la oposición
más consistente fue la del Partido Socialista, preocupado por las
repercusiones que estos arreglos tendrían sobre los consumidores
locales. Sin embargo, casi de inmediato afloraron los conflictos
entre
los
distintos
intereses:
los
frigoríficos,
los
ganaderos
“invernadores”, que suministraban la carne para el enfriado y
habían conservado casi intacta su cuota en el mercado británico, y el
grueso de los “criadores”, que debían optar entre la exportación de
carne congelada de menor calidad, la venta a los invernadores o el
consumo interno. Los grandes invernadores, más estrechamente
vinculados con los frigoríficos, se expresaban a través de la Sociedad
Rural; los criadores organizaron la Confederación de Asociaciones
Rurales de Buenos Aires y La Pampa (CARBAP), vocero de sus
intereses sectoriales. En el acalorado debate, no se discutieron tanto
los términos del tratado como la forma en que los frigoríficos
habrían de manejar los precios internos, las ventajas relativas de
unos productores y otros, y la posibilidad de que los productores
participaran en su regulación a través de un frigorífico corporativo,
utilizando la cuota del 15% que el tratado les reservaba. En 1933 se
sancionó la ley que establecía una Junta Nacional de Carnes,
destinada a intervenir de manera limitada en la regulación del
mercado, y se disputó intensamente por la composición de su
directorio.
Dos
años
después
se
produjo
el
episodio
más
espectacular del debate.
En 1935, el senador por Santa Fe Lisandro de la Torre, que ya
había manifestado reservas ante el tratado de Londres, solicitó una
investigación sobre el comercio de las carnes en el país y las
actividades
de
los
frigoríficos.
Los
senadores
oficialistas
reconocieron la existencia de abusos importantes por parte de los
frigoríficos,
productores,
de
precios
prácticas
excesivamente
monopólicas,
bajos
evasión
pagados
de
a
impuestos
los
y
reluctancia ante la investigación. De la Torre fue más allá y unió el
ataque a los frigoríficos con una embestida muy fuerte contra el
gobierno. Propietario rural él mismo, y dirigente de una sociedad
rural santafesina, De la Torre había sido candidato presidencial en
1916 contra Yrigoyen y en 1932 contra Justo, y era por entonces la
figura destacada de la oposición parlamentaria de socialistas y
demoprogresistas. Denunció que los frigoríficos, protegidos por las
autoridades, no pagaban impuestos, ocultaban sus ganancias y
daban trato preferencial a algunos ganaderos influyentes, como el
propio ministro de Agricultura, Luis Duhau, que había sido
presidente de la Sociedad Rural. Fue una intervención espectacular,
que duró varios días, atrajo a la opinión pública y suscitó una
violenta respuesta de los ministros Duhau y Pinedo. En lo más
violento de una de las sesiones cayó asesinado el senador electo
Enzo Bordabehere, compañero de bancada de De la Torre, a quien
iba dirigido el disparo, a manos de un hombre de acción vinculado
con Duhau. El debate terminó abruptamente, sin resolución. El
gobierno perdió mucho ante la opinión y, sobre todo, comprobó
que la etapa más fácil de su gestión había terminado. En los años
siguientes, y con vistas a las elecciones presidenciales, la oposición
reconstituyó sus filas.
Aunque se apoyaba en los reclamos de un sector de ganaderos,
De la Torre había sabido dar una amplitud política mayor a su
reclamo, esgrimiendo un argumento capaz de polarizar, contra el
“imperialismo” y la “oligarquía”, una opinión sensibilizada por el
avance, en cierto modo grosero, de los intereses británicos. La
argumentación se reconocía en la tradición socialista y de izquierda
-en Manuel Ugarte o en Alfredo Palacios-, pero también en la de
otros intelectuales provenientes de las clases tradicionales y
movilizados por la crisis. En 1934 los hermanos Rodolfo y Julio
Irazusta -ganaderos entrerrianos y veteranos del nacionalismo
antirradical- publicaron un libro de impacto: La Argentina y el
imperialismo británico, en el que historiaban una relación que
juzgaban
perjudicial
desde
sus
comienzos,
allá
por
1810;
responsabilizaban tanto a los británicos como a la clase dirigente
local, encandilada por el liberalismo y ciega a los verdaderos
intereses nacionales. A ella contraponían la figura de Rosas,
expresión de los intereses auténticamente nacionales, y a la vez de
una
forma
de
gobierno
dictatorial
no
contaminada
por
el
liberalismo corruptor.
La reivindicación de la figura de Rosas ya había empezado en la
década anterior y se desarrolló intensamente en los años treinta,
tanto en medios historiográficos como políticos. Servía para
identificar a quienes eran movidos por el rechazo de la influencia
británica y también a los que veían al liberalismo como el principal
enemigo. Allí, confluyeron naturalmente el nacionalismo filofascista
y sobre todo las nuevas corrientes del catolicismo, para quienes
Rosas representaba no el antiimperialismo, sino la tradición hispana
de una sociedad autoritaria, jerárquica y católica, que contraponían
a
la
contemporánea,
corrompida
por
el
liberalismo,
el
protestantismo, el judaismo y el marxismo. El acercamiento de las
clases dirigentes y la Iglesia católica -manifiesto en las grandes
jornadas del Congreso Eucarístico de 1934- creó el espacio para la
expansión de estas ideas, que empezaban a revertir el tradicional
liberalismo de la sociedad argentina.
Un frente popular frustrado
Pese a sus éxitos en lo económico, el régimen presidido por Justo
fue visto -con intensidad creciente- como ilegítimo: fraudulento,
corrupto y ajeno a los intereses nacionales. Si hasta 1935 el gobierno
había avanzado sin grandes contratiempos, desde esa fecha se
hicieron evidentes los signos de una creciente movilización social y
política.
En julio, el prestigioso general Ramón Molina había elogiado en
forma pública la presidencia de Alvear, y poco después hizo un
reclamo por la vigencia de la soberanía popular y de elecciones
libres,
que
recibió
el
entusiasta
apoyo
de
la
Federación
Universitaria. Cuando en 1937 fue pasado a retiro, hubo una
importante manifestación de apoyo, en la que hablaron Alfredo
Palacios y el propio Alvear.
En octubre de 1935, los trabajadores de la construcción de
Buenos Aires, conducidos por dirigentes comunistas, iniciaron una
huelga que duró más de noventa días; en los barrios de la ciudad se
manifestó una amplia solidaridad y en enero la Confederación
General del Trabajo (CGT) realizó una huelga general de dos días -la
única de la década- al cabo de la cual los huelguistas obtuvieron la
satisfacción de una parte sustancial de sus demandas. El saldo más
importante fúe, quizá, la constitución de la Federación Obrera
Nacional de la Construcción, uno de los sindicatos más importantes
y combativos del país. En 1936 se efectuaron muchas huelgas, al
igual que en 1935 y 1937, coincidiendo probablemente con la
reactivación económica. En ese año, la CGT, cuya dirección se había
reconstituido con predominio de socialistas y comunistas, celebró el
Io de Mayo con un acto conjunto de los distintos partidos de
oposición; radicales, demoprogresistas, socialistas y comunistas
adhirieron a los reclamos de los trabajadores, fustigaron a los
“herederos del 6 de septiembre” y reclamaron por la libertad y la
democracia. Por primera vez en esa fecha, se cantó el Himno
Nacional, y Marcelo T. de Alvear fue elogiado como “un obrero
auténtico de la democracia nacional”.
En 1936, la Unión Cívica Radical (UCR), que el año anterior
había levantado la abstención electoral, triunfó en las elecciones de
diputados en algunos de los principales distritos -Capital, Santa Fe,
Mendoza, Córdoba- y alcanzó la mayoría en la Cámara de
Diputados; en Córdoba, además, triunfó su candidato a gobernador,
Amadeo Sabattini. Quizá para compensar, el gobierno intervino la
provincia de Santa Fe, gobernada por el demoprogresista Luciano
Molinas, y avaló el desembozado fraude con el que Manuel Fresco
ganó en la provincia de Buenos Aires. Un “manifiesto de las
derechas”, que redactó Pinedo, alertó contra el resurgimiento de las
“masas ciegas” y la turbia democracia, desplazada en 1930, y
justificó el “fraude patriótico”, que desde entonces el gobierno
utilizó sistemáticamente en favor de los partidos oficialistas, con la
única excepción de la Capital.
La reacción del gobierno se dirigió también hacia el nuevo
sindicalismo combativo: la ley de residencia fue aplicada en 1937
contra los principales dirigentes de la construcción, comunistas de
origen italiano deportados a la Italia fascista. A la vez, se aprobó en
el Senado una ley de represión del comunismo, que fue bloqueada
por los diputados. Para equilibrar el aglutinamiento de las fuerzas
que reclamaban por la democracia, Justo abrió un poco el juego a
los sectores nacionalistas que hasta entonces había relegado: así, el
gobernador Fresco pudo hacer fe pública de militancia fascista y los
oficiales nacionalistas, entusiasmados con los nuevos éxitos del
Tercer Reich, pudieron hacer campaña con libertad entre los
cuadros del Ejército. Se decía que el coronel Juan Bautista Molina,
acólito de Uriburu en la creación de la Legión Cívica, conspiraba
contra Justo, quien sin embargo lo promovió a general.
Las derechas habían convocado a un “frente nacional”, contra el
Frente Popular que se esbozaba. Las denominaciones no eran
caprichosas, pues los nuevos alineamientos y polarizaciones que se
estaban dando en el mundo influían en los conflictos locales,
alertaban fuerzas adormecidas, suministraban consignas y banderas,
definían a los indecisos y ayudaban a delinear potenciales alianzas.
En el campo de los opositores al gobierno fue muy importante el
cambio de posición del Partido Comunista, que en marzo de 1935,
adoptando rápidamente las nuevas orientaciones del Comintern,
había abrazado la consigna del Frente Popular. En los años
anteriores, con la consigna de “lucha de clase contra clase”, los
comunistas habían combatido por igual a los nazis y fascistas y a los
partidos socialdemócratas, a quienes estigmatizaban como los más
peligrosos enemigos del proletariado, pero desde 1935 se lanzaron a
impulsar la unidad de los “sectores democráticos” para enfrentar el
nazifascismo, sacrificando las consignas y prácticas que pudieran
irritar o atemorizar a los grupos progresistas y democráticos de la
burguesía. Con tal programa, en Francia y en España integraron,
junto con socialistas y partidos radicales de centro, sendos frentes
populares que ganaron las elecciones de 1936. Aunque la situación
local no era exactamente igual, el gobierno de la Concordancia fue
identificado con el enemigo universal, y el reclamo de un frente
popular y democrático sirvió para cerrar filas entre sus opositores.
Luego, la Guerra Civil española, cuyo impacto en la Argentina
fue enorme, sirvió para definir más claramente aún los campos. No
sólo se dividió la extensísima colectividad de españoles, sino la
sociedad argentina toda, y proliferaron colectas, comités de ayuda,
manifestaciones y peleas en cualquier ámbito compartido por
partidarios y adversarios de la República. En las derechas, la Guerra
Civil integró a conservadores autoritarios, nacionalistas, filofascistas
y católicos integristas en una común reacción contra el liberalismo
democrático. En el campo contrario, terminó de soldar el bloque de
solidaridades que iba desde el radicalismo hasta el comunismo,
pasando por socialistas, demoprogresistas, los estudiantes de la
Federación Universitaria, los dirigentes sindicales agrupados en la
CGT y un vasto sector de opinión independiente y progresista, que
también incluía figuras del liberalismo conservador. Salvo éstos,
probablemente eran los mismos que en 1931 habían apoyado la
Alianza Civil de De la Torre y Repetto; pero lo cierto es que la
España republicana, y la convicción de que las democracias se
aprestaban a dar una batalla final contra el fascismo, creaba un polo
de solidaridad e identificación mucho más atractivo y movilizador.
Una parte importante de ese arco se asentaba en el mundo
intelectual, cuya politización se acentuó en la segunda mitad de la
década. La Reforma Universitaria, con su ideología genéricamente
antiimperialista, democrática y popular, empezaba a penetrar en la
política: algunos de sus principales dirigentes se incorporaron a los
partidos -José Peco, al Radical; Alejandro Korn y Julio V. González,
al Socialista; Rodolfo Aráoz Alfaro, al Comunista- y otros tuvieron
militancia independiente, como Deodoro Roca y Saúl Taborda.
Similar combinación de lo académico y lo político, desde una
perspectiva progresista, se encuentra en el Colegio Libre de Estudios
Superiores -una suerte de universidad popular- fundado en 1930,
orientado tanto a los temas de alta cultura como a la discusión de las
cuestiones políticas, económicas y sociales. La misma combinación
se encuentra en la revista Claridad, dedicada al ensayo, la crítica y
los temas políticos, que fueron ocupando un espacio creciente.
Claridad, que además editaba diversas colecciones populares de
literatura y ensayo, reunió a muchos de los intelectuales y escritores
que habían militado en el grupo Boedo, y que habían definido una
opción por el “arte comprometido”; entre ellos, Leónidas Barletta
creó en 1931 el Teatro del Pueblo, donde por 20 centavos podía
verse a Ibsen, Andreiev o Arlt. Ese mismo año, los herederos de
Florida, partidarios de la renovación estética y de la “creación pura”,
se nuclearon en la revista Sur, fundada por Victoria Ocampo. Es
significativo que ambos grupos se alinearan -aunque con distinto
entusiasmo- en el bando de los defensores de la democracia.
La instalación de algunas editoriales creadas por emigrados
españoles -Losada, Emecé y Sudamericana, entre ellas- multiplicó
la actividad del mundo intelectual y artístico y dio trabajo a
escritores, traductores y críticos. Esta actividad se prolongaba
naturalmente fuera de los ámbitos intelectuales, en infinidad de
publicaciones populares y conferencias, por obra de un amplio
grupo de militantes de la cultura, que a menudo también lo eran de
la política, sobre todo a medida que el clima de polarización se iba
extendiendo. Había en todo este movimiento una tendencia fuerte
al análisis de los problemas de la sociedad, la crítica y la propuesta
de soluciones alternativas para cuestiones específicas: la educación,
la salud, la cuestión agraria, la condición de la mujer. Aunque en
muchos aparece la referencia a la Unión Soviética, se trata más bien
de un modelo de sociedad organizada racionalmente antes que de
una incitación a la toma violenta del poder. Lo que predomina es el
espíritu reformista y la convocatoria a todos quienes coinciden en la
aspiración al progreso, la libertad, la democracia y una sociedad más
justa.
Muchas de esas preocupaciones están presentes en la CGT,
máxima representación de los obreros organizados. Había nacido
en 1930, uniendo a los grupos sindicalistas y socialistas hasta
entonces separados. Sus primeros años fueron azarosos: la dura
represión
gubernamental,
aunque
dirigida
a
anarquistas
y
comunistas, disuadía de cualquier acción demasiado militante, que
por otra parte estaba lejos de las intenciones de los dirigentes,
predominantemente
“sindicalistas”;
la
fuerte
desocupación
provocada por la crisis restaba capacidad de movilización, pese a
que no faltaban motivos: los salarios cayeron mucho, y sólo en 1942
se recuperó el nivel de 1929.
Desde 1933, la recuperación económica y la reorientación
industrial empezaron a hacerse notar. La desocupación fue en forma
gradual
absorbida,
y
empezó
lentamente
el
movimiento
de
migrantes de las zonas rurales hacia los grandes centros urbanos,
atraídos por el nuevo empleo industrial. En Buenos Aires, hasta
mediados de la década, este crecimiento se radicó en los barrios
periféricos de la ciudad para ir luego engrosando progresivamente
el cinturón suburbano. Entre las organizaciones gremiales seguían
dominando los grandes sindicatos del transporte y los servicios: la
poderosa Unión Ferroviaria en primer lugar -verdadero ejemplo de
organización-, la Fraternidad, de los maquinistas de trenes, la
Unión Tranviaria, los municipales, los empleados de comercio. Pero
poco a poco fueron creciendo los grupos de trabajadores de las
nuevas industrias manufactureras o de la construcción; allí los
dirigentes comunistas tuvieron éxito en organizar sindicatos que
agruparan los antiguos oficios por ramas de industria: metalúrgicos,
textiles, madereros, alimentarios -entre los cuales dominaban los
trabajadores de la carne- y sobre todo obreros de la construcción.
Con más de cincuenta mil afiliados, la Federación Obrera Nacional
de la Construcción era hacia 1940 el segundo sindicato, detrás de la
Unión Ferroviaria, que rondaba los cien mil.
Adormecida en los años inmediatamente posteriores a la crisis,
la actividad sindical resurgió hacia 1934 y creció mucho en los años
siguientes hasta 1937, acompañando el ciclo económico. Los
dirigentes sindicales de entonces -comandados por los ferroviariosmantuvieron la tendencia gestada en la década anterior de deslindar
sus reclamos gremiales de los planteos políticos más generales, y
esto valió incluso para muchos que pertenecían al Partido Socialista.
Gradualmente obtuvieron algunas mejoras, pero concedidas en
forma parcial y aplicadas a regañadientes. Los ferroviarios pudieron
salvar sus empleos a pesar de la crisis, pero a costa de una reducción
salarial. Los empleados de comercio lograron una ley que establecía
la licencia por enfermedad y la indemnización por despido, pero fue
vetada por el presidente Justo en 1932, aunque luego fue
sancionada. La jornada de trabajo se redujo progresivamente, en
especial por la generalización paulatina del “sábado inglés”, y en
algunas actividades se instrumentaron sistemas de jubilación, pero
en ningún caso existieron las vacaciones pagas.
El Estado no ignoró ni los reclamos ni la importancia de este
actor social. El presidente Roberto M. Ortiz, que había sucedido a
Justo en 1938, no sólo mantuvo buenos contactos con los
ferroviarios, sino que procuró formarse entre ellos una base de
apoyo, interviniendo activamente en sus conflictos internos. El
gobernador Fresco fue más allá; siguiendo las prácticas del Estado
fascista italiano, declaró que su objetivo era armonizar el capital y el
trabajo. Al tiempo que reprimía con dureza a los comunistas,
legalizaba los sindicatos y utilizaba el poder arbitral del Estado para
proteger a los trabajadores. Más discretamente, el Departamento
Nacional del Trabajo -que realizó una notable tarea de recopilación
de información- fue extendiendo de manera gradual la práctica del
convenio colectivo y del arbitraje estatal; sus frutos se aprecian en la
cantidad de huelgas resueltas por algún tipo de transacción.
Entenderse directamente con uno de los actores principales de la
sociedad formaba parte de la estrategia general del Estado
intervencionista y dirigista y, a la vez, coincidía con la tendencia de
sus dirigentes a reducir el espacio de la política partidaria y de las
instituciones representativas, como el Congreso. Reconocer la
importancia del Estado y hacer de él su interlocutor principal
constituía también una tendencia muy fuerte entre los dirigentes
sindicales. Esta tendencia -denominada “sindicalista”- fue criticada
por quienes, desde los partidos políticos opositores, empezaron a
dar prioridad a los reclamos democráticos y al enfrentamiento
político con el gobierno, y presionaron para alinear en él a las
organizaciones sindicales. Un conflicto interno de la Unión
Ferroviaria condujo a fines de 1935 -en el marco de una agitación
sindical creciente- a una renovación radical de la conducción de la
CGT y a un peso mayor de los dirigentes gremiales firmemente
alineados con el Partido Socialista; a la vez, permitió el ingreso
progresivo a la conducción de los comunistas, cuya fuerza sindical
era creciente. Unos y otros impulsaron el acto del Io de Mayo de
1936, con la participación de los partidos políticos que debían
integrar el Frente Popular. Esa coincidencia no se repitió, y en 1939
incluso se separaron socialistas y comunistas, divididos cuando
Stalin pactó con Hitler. Por entonces, la agitación sindical estaba
mermando, y las dificultades del Frente Popular eran crecientes.
La pieza clave del frente era la UCR. El levantamiento de la
abstención electoral, en 1935, había sido impulsado por los sectores
más conciliadores del partido, que rodeaban a Marcelo T. de Alvear.
Con fuerte peso en la Cámara de Diputados y en el Concejo
Deliberante, el radicalismo contribuyó a mejorar la imagen de las
instituciones, cuya legitimidad se hallaba fuertemente cuestionada,
así como a convalidar algunas de las decisiones más controvertidas,
como la renovación de las concesiones eléctricas de la Capital, una
medida que, según probó una investigación posterior, aportó al
partido una generosa gratificación. Pero la vuelta a la lucha política
también aumentó las posibilidades de manifestación de los grupos
más avanzados del radicalismo, nutridos de jóvenes veteranos de la
militancia
universitaria
y
que
reivindicaban
una
tradición
yrigoyenista. Sabattini, en Córdoba, sostuvo un programa muy
innovador en lo social, y en la Capital los opositores a Alvear
constituyeron una tendencia fuerte, que criticó el electoralismo
conciliador de los dirigentes, mientras que el grupo Fuerza de
Orientación Radical de la Joven Argentina (FORJA), constituido en
1935, comenzó a definir una línea más preocupada por los
problemas nacionales. El propio Alvear oscilaba entre ambas
corrientes: jefe natural de los conciliadores, sus propuestas de 1937,
cuando compitió en la elección presidencial, recogían mucho del
discurso progresista y de izquierda afín con el esbozado Frente
Popular.
En esa ocasión, sólo lo acompañó formalmente el Partido
Comunista, pues el Socialista se hallaba en franca competencia con
el radical. Hasta 1936, los socialistas habían tenido una fuerte
representación parlamentaria, que se redujo drásticamente con el
retorno electoral de los radicales. Al mismo tiempo, mejoró su
situación en el campo gremial, con la nueva dirección de la CGT,
pero en 1937 sufrió la escisión de un grupo de militantes
disconformes con la anquilosada elite dirigente: muchos de quienes
por entonces integraron el Partido Socialista Obrero pasaron luego
al Partido Comunista, y este conflicto, profundizado en 1939 luego
de la firma del pacto nazi-soviético, complicó las alianzas de un
Frente Popular por entonces cada vez más problemático.
La consigna de la democratización, despojada de sus aristas más
radicalizadas,
resultó
tentadora
para
grupos
del
oficialismo,
preocupados por la legitimidad del régimen y espoleados por
disputas internas crecientes. En 1937, el presidente Justo pudo
imponer a sus partidarios la candidatura presidencial de Roberto M.
Ortiz, de origen radical antipersonalista como él, pero debió aceptar
para
la
vicepresidencia
conservadores
más
a
un
representante
tradicionales:
el
de
catamarqueño
los
grupos
Ramón
S.
Castillo. Para enfrentar la candidatura de Alvear se recurrió sin
disimulos
a
procedimientos
fraudulentos
que
-según Pinedo-
hacían “imposible catalogar esas elecciones entre las mejores ni
entre las regulares que ha habido en el país”. A Ortiz le resultó más
difícil
que
a
Justo
mantener
el
equilibrio
con los
grupos
conservadores de su partido, y menos aún con los nacionalistas,
fuertes en la calle y en el Ejército. A la vez, lo atrajo la posibilidad de
acercarse al radicalismo; con el apoyo de Alvear, Ortiz se propuso
depurar los mecanismos electorales y desplazar a los dirigentes
conservadores de sus principales bastiones. En febrero de 1940,
intervino la provincia de Catamarca -de donde provenía el
vicepresidente- y al mes siguiente hizo lo mismo con la de Buenos
Aires, cuando el gobernador Fresco se aprestaba a transferir el
mando a Alberto Barceló, el ejemplo más conspicuo del caudillismo
fraudulento y gansteril. Ese mes, los radicales triunfaron en las
elecciones de diputados y consolidaron su predominio en la
Cámara.
Pero cuando todo parecía conducir al triunfo de esta versión del
programa de la democratización, oficialista y de derecha, aunque
también apoyado al comienzo por el Partido Comunista, la
enfermedad del presidente Ortiz lo obligó en julio de 1940 a delegar
el mando en el vicepresidente Castillo. Aunque trató de resistirse a
su sino, finalmente debió renunciar en forma definitiva, luego de
presenciar cómo Castillo deshacía todo lo construido en pro de la
democratización. A fines de 1940, en las elecciones provinciales,
volvieron a usarse los peores métodos fraudulentos. En octubre de
1941, y probablemente por presión de los militares, Castillo disolvió
el Concejo Deliberante de la ciudad de Buenos Aires, sin despertar
con
esta
medida
mayores
resistencias.
Así,
el
intento
de
democratización iniciado en 1936 se desmoronaba a fines de 1940.
Este fracaso sin duda tenía que ver con el cambio de la coyuntura
internacional que lo había alimentando: los frentes populares
habían sido derrotados en España y en Francia, el nazismo
acumulaba triunfos militares contundentes en el inicio de la guerra,
la Unión Soviética desertaba del campo antinazi y la guerra
generaba alineamientos diferentes.
Sin embargo, la corriente que desde 1936 había hecho de la
democracia un punto de convergencia contra los herederos de
septiembre se había afirmado también en un proceso más específico
de la sociedad. La democracia, concedida en 1912, había arraigado
lenta y progresivamente en la sociedad. Una red de asociaciones de
distinto tipo, destinadas a canalizar hacia las autoridades los
reclamos de sus diferentes sectores, contribuyó a la vez a la
formación de los ciudadanos, al desarrollo de los hábitos y de las
prácticas de participación, al ejercicio de los derechos. La tarea
docente realizada por el amplio movimiento intelectual y político de
corte progresista y de izquierda contribuyó a moldear a los
“ciudadanos educados” característicos de esta década. Ciertamente
fue un proceso desigual, mucho más visible en las grandes ciudades
que en las zonas rurales, pero no por eso menos real, y capaz de
afirmarse pese a las restricciones que desde el Estado se pusieron a
la vida política partidaria, y a su desnaturalización por las prácticas
fraudulentas. Quizá los partidos no supieron canalizar y dar forma a
esa movilización democrática, encontrar el punto de acuerdo entre
ellos y adoptar una posición verdaderamente opositora. Quienes
debían enfrentar categóricamente al gobierno fraudulento optaron
por
las
transacciones,
descreimiento
ciudadano:
y
contribuyeron
las
banderas
a
de
un
la
progresivo
regeneración
democrática habían pasado a miembros del mismo régimen. Pero
en verdad, desde el Estado se contribuyó en mucho a esa
descalificación de los partidos políticos y del mismo sistema
representativo: mientras la política quedaba asociada con el fraude,
el Estado encaraba la negociación de las cuestiones de gobierno
directamente con los distintos actores de la sociedad -los sindicatos,
los empresarios, las Fuerzas Armadas, la Iglesia y hasta las
asociaciones civiles- ignorando al Congreso y a los partidos
políticos.
La guerra y el “frente nacional1
La guerra mundial que se desencadenó en septiembre de 1939
cambió gradualmente el panorama político, reacomodó a los
distintos grupos internos -sobre todo acercó posiciones entre los
radicales y algunos sectores conservadores- y planteó nuevas
opciones. Pero las diferentes alternativas no se superpusieron ni
recortaron en forma definida a los actores políticos, de modo que en
los años iniciales de la guerra los alineamientos fueron confusos y
contradictorios.
El primer impacto lo produjo sobre las relaciones comerciales y
económicas con Gran Bretaña y Estados Unidos. El progresivo
cierre de los mercados europeos -provocado por los triunfos
alemanes- redujo drásticamente las exportaciones agrícolas, pero en
cambio aumentaron mucho las ventas de carne a Gran Bretaña,
tanto enfriada como congelada. Como a la vez disminuyeron las
importaciones de origen británico, la Argentina empezó a tener con
el Reino Unido un importante saldo a su favor; en 1939, un acuerdo
entre el Banco Central y el Banco de Inglaterra estableció que las
libras permanecerían bloqueadas en Londres durante la contienda, y
que, concluida ésta, se aplicarían a saldar las deudas por compras de
productos británicos o a repatriar títulos de la deuda. Por otra parte,
aprovechando las dificultades en todo el comercio internacional, y
una suerte de “vacío de poder” regional, se empezaron a exportar a
países limítrofes productos industriales: las ventas de textiles,
confecciones, alimentos y bebidas, calzado y productos químicos
acentuaron el crecimiento industrial iniciado con la sustitución de
importaciones y el país empezó a tener saldos comerciales
favorables, incluso con Estados Unidos.
La novedosa situación confirmaba las expectativas de muchos:
los cambios creados por la crisis de 1930 se profundizaban y la
vuelta a la normalidad, es decir, a la situación existente antes de la
crisis, se hacía cada vez más remota. Entre los sectores empresarios
comenzaron a discutirse distintas alternativas, sin que se definieran
claramente ni intereses ni alineamientos fijos. Las exportaciones
tradicionales parecían tener pocas perspectivas en el largo plazo,
pasada la coyuntura de guerra que beneficiaba a los ganaderos, pero
en cambio las exportaciones industriales, y en general la expansión
de este sector, tuvieron perspectivas promisorias. En cualquier caso,
esas alternativas implicaban aumentar la intervención del Estado en
la regulación económica, y también un cierre mayor de la economía
local.
En noviembre de 1940, Pinedo, designado ministro de Hacienda
por Castillo, formuló una evaluación lúcida de este nuevo escenario
y una propuesta audaz y desprejuiciada. Su Plan de Reactivación
Económica proponía, como salida a las dificultades generadas por la
guerra, insistir en la compra de las cosechas por parte del Estado,
para sostener su precio, y a la vez estimular la construcción, pública
y privada, capaz de movilizar muchas otras actividades; sobre todo,
remarcaba la importancia de estimular la industria: si el comercio
exterior seguía siendo la “rueda maestra” de la economía, estas otras
actividades, “ruedas menores”, contribuirían al equilibrio general.
Pinedo advertía el problema de una economía excesivamente
cerrada en sí misma y proponía estimular las industrias “naturales”,
que elaboraran materias primas locales y pudieran exportar a los
países vecinos y a Estados Unidos. Por esa vía, a largo plazo, la
Argentina habría de solucionar un déficit comercial con el país del
Norte, que sin duda se haría más gravoso a medida que fuera
creciendo el sector industrial y aumentara la demanda de máquinas,
repuestos o combustibles.
Se trataba de una operación compleja, que modificaba los
términos de la relación triangular, proponiendo una vinculación
estrecha con Estados Unidos, e incluso apuntaba a una inserción
sustancialmente distinta de la Argentina en la economía mundial.
Requería de una firme orientación por parte del Estado y de un
desarrollo mayor de sus instrumentos de intervención. El Estado
debía movilizar el crédito privado, orientándolo hacia inversiones
de largo plazo, entre ellas las industriales. Las exportaciones de
productos
manufacturados
se
beneficiarían
con
sistemas
de
reintegros, leyes contra el dumping y una intensa promoción del
intercambio.
El proyecto fue aprobado por el Senado, con mayoría oficialista,
pero la Cámara de Diputados no lo trató. Como señaló J. J. Llach, su
fracaso fue político antes que económico. Los radicales, que eran la
mayoría y no tenían objeciones de fondo a la propuesta -incluso
retomaron
luego
partes
de
ésta-,
habían
decidido
bloquear
cualquier proyecto oficial como una forma de repudio a la nueva
orientación fraudulenta del gobierno de Castillo. Pinedo intentó
solucionar el problema entrevistándose con Alvear, pero no logró
convencer al jefe radical, e incluso debió renunciar por ello al
ministerio. El “bloque democrático”, que reclamaba un compromiso
diplomático más estrecho con Estados Unidos, no advirtió las
ventajas
de
este
plan,
que
suponía
la
clausura
del
férreo
bilateralismo con Gran Bretaña. Tal situación revela lo confusos que
por entonces eran los alineamientos.
La otra dimensión del triángulo -la diplomática- marchaba por
carriles diferentes. Desde 1932, con Roosevelt, Estados Unidos
había modificado sustancialmente su política exterior, al menos en
sus formas: la clásica del “garrote” fue reemplazada por la de la
“buena
vecindad”;
Estados
Unidos
aspiraba
a
estrechar
las
relaciones bilaterales, y en el marco del panamericanismo, a alinear
detrás de sí al “hemisferio”. Esto era particularmente difícil con la
Argentina: el comercio bilateral -vieja aspiración de los productores
rurales argentinos- estaba obstaculizado por la oposición del
llamado “farm block”, es decir, los intereses agrarios competidores
de la Argentina. La subordinación era también difícil de aceptar
para un país que todavía aspiraba a una posición independiente y
hasta hegemónica en el Cono Sur, y que tradicionalmente se había
opuesto a la dirección estadounidense, contraponiendo a la fórmula
“América para los americanos”, del presidente Monroe, la de
“América para la humanidad”, es decir, vinculada de manera
estrecha con Europa.
Los gobernantes de la década del treinta persistieron en ese
rumbo tradicional, y en las sucesivas conferencias panamericanas
hicieron todo lo posible para poner obstáculos al alineamiento. En
1936, en la celebrada en Buenos Aires -a la que concurrió
Roosevelt, transportado por un crucero de guerra-, una enmienda
de último momento impuesta por el canciller Saavedra Lamas
relativizó una declaración sobre consulta entre gobiernos en caso de
agresión extracontinental, en la que los estadounidenses habían
puesto mucho empeño; en 1938 el canciller José María Cantilo
desairó a sus colegas abandonando sorpresivamente la reunión de
Lima antes de la firma de la declaración final.
La neutralidad en caso de guerra europea también era una
tradición argentina. Su adopción en 1939 -una medida lógica, pues
permitía seguir comerciando con los tradicionales clientes- no fue
objetada por Estados Unidos, que propuso precisamente esa política
común en la reunión de Cancilleres de Panamá en 1939. Por
entonces, el gobierno de Ortiz procuraba acercarse a Estados
Unidos, en el contexto de su política democratizadora, y lo mismo
hizo el primer canciller de Castillo, Julio A. Roca, que acompañó la
gestión de Pinedo. Pero progresivamente la guerra se impuso en las
discusiones internas y empezó a revivir los agrupamientos de la
opinión que asociaban el apoyo a los aliados con la reivindicación
de la democracia y el ataque al gobierno. En junio de 1940 se
constituyó Acción Argentina, dedicada a denunciar las actividades
de los nazis en el país y la injerencia de la embajada alemana. En ella
participaron
radicales,
socialistas,
muchos
intelectuales
independientes y muchos conspicuos miembros de la oligarquía
conservadora. Acción Argentina se diferenciaba del antiguo Frente
Popular por la presencia de estos recientes conversos a los valores
de la democracia, lo que reflejaba las perplejidades y divisiones de
quienes
hasta
entonces
habían
apoyado
al
gobierno
de
la
Concordancia. También, por dos ausencias conspicuas: el Partido
Comunista, que a consecuencia del pacto Hitler-Stalin había optado
por denunciar por igual a ambos imperialismos, y el grupo de
radicales opositores a la conducción de Alvear, entre quienes
descollaban los militantes de FORJA, muy activos en denunciar, al
igual que los comunistas, el carácter interimperialista de la guerra.
El panorama cambió sustancialmente en la segunda mitad de
1941. En junio Hitler invadió la Unión Soviética y en diciembre los
japoneses atacaron a los estadounidenses; Estados Unidos entró en
la guerra y procuró forzar a los países americanos a acompañarlo.
En enero de 1942, se reunió en Río de Janeiro la Conferencia
Consultiva de Cancilleres, y nuevamente la oposición argentina
frustró los planes estadounidenses: la decisión de que todos los
países del hemisferio entraran en guerra fue cambiada por una
simple “recomendación” debido a la férrea oposición del canciller
argentino Enrique Ruiz Guiñazú, que había reemplazado a Roca.
Para Estados Unidos estaban en juego intereses específicos, pero
sobre todo una cuestión de prestigio, y respondió con fuertes
represalias: la Argentina fue excluida del programa de rearme de sus
aliados
en
la
guerra
-mientras
Brasil
era
particularmente
beneficiado- y los grupos democráticos, opositores al gobierno,
empezaron a recibir fuerte apoyo de la embajada.
El
frente
que
se
agrupaba
en
torno
de
las
consignas
democráticas y rupturistas empezó a crecer, engrosado ahora por
los
comunistas
-nuevamente
partidarios
de
combatir
al
nazifascismo- y por conspicuos conservadores, como Pinedo y el
general Justo, a quienes la opción entre el fascismo y la democracia
los llevaba a alinearse con sus antiguos adversarios. La Comisión de
Investigación de Actividades Antiargentinas, creada por la Cámara
de Diputados, se dedicó a denunciar la infiltración nazi, y en una
serie de actos públicos se proclamó simultáneamente la solidaridad
con Estados Unidos y la oposición al fraude. En esa caracterización
de amigos y enemigos, ciertamente simplificadora, predominaban
las necesidades retóricas y políticas. El gobierno de Castillo no
necesitaba simpatizar con los nazis -un adjetivo aplicado con
amplitud- para aferrarse a la neutralidad. Bastaba con mantener la
continuidad de una tradición política del Estado -otrora sostenida
por Yrigoyen- y sumarles alguna lealtad a los tradicionales socios
británicos, que veían con alarma cómo, con motivo de la guerra,
Estados Unidos avanzaba sobre sus últimos baluartes. Pero había
además una razón política clara: los rupturistas, que asumían la
bandera democrática, condenaban simultáneamente al gobierno
fraudulento; quienes se mantenían fieles a él -y resistían la
transacción
que
proponían
otros,
como
Pinedo
o
Justo-
encontraban en el neutralismo una buena bandera para cerrar filas y
enfrentar a sus enemigos. Éstos eran cada vez más entre los
políticos, por lo que Castillo optó por buscar apoyo entre los
militares.
Castillo seguía aquí la tradición de sus antecesores. Justo cultivó
a los militares, aumentó los efectivos bajo bandera, construyó
notables edificios, como el Ministerio de Guerra, que eclipsaba a la
mismísima Casa Rosada, pero a la vez se propuso despolitizar la
institución, acallar la discusión interna y mantener el equilibrio
entre las distintas facciones. Sobre todo, logró mantener el control
de los mandos superiores, lo que obligó a sus sucesores a apoyarse
en los hombres de Justo. Ortiz encontró un ministro fiel en el
general Márquez, quien fue derribado por un escándalo -sobre la
compra de tierras en El Palomar- que tenía como destinatario final
a su presidente. Castillo a su vez debió designar ministro de Guerra
a otro justista, el general Tonazzi, pero se dedicó a cultivar a los jefes
y a colocar progresivamente en los mandos a enemigos del
expresidente. Bajo su gobierno se crearon la Dirección General de
Fabricaciones Militares -cuyo primer director fue el coronel Savioy el Instituto Geográfico Militar, impulsando así el avance de las
Fuerzas Armadas sobre terrenos más amplios que los específicos.
Durante su gobierno, la presencia de los militares fue cada vez más
visible, así como la sensibilidad del presidente a las opiniones y
presiones de los jefes militares. Rápidamente, las Fuerzas Armadas
se constituyeron en un actor político.
Un elemento central del nuevo perfil militar fue el desarrollo de
una conciencia nacionalista. El terreno había sido preparado por el
nacionalismo uriburista, difundido por un grupo minoritario pero
activo, de dentro y fuera de la institución. Era éste un nacionalismo
tradicional, antiliberal, xenófobo y jerárquico. La guerra cambió las
preocupaciones.
Predominaba
en
el
Ejército,
tradicionalmente
influido por el germanismo, un neutralismo visceral. Pero además
veían que el equilibrio regional tradicional se alteraba por el apoyo
de Estados Unidos a Brasil y la exclusión de la Argentina de los
programas de rearme. La solución debía buscarse en el propio país,
y así la guerra estimuló preocupaciones de tipo económico, pues la
defensa requería de equipamiento industrial y éste, de insumos
básicos. Desde mediados de la década el Ejército había ido
montando distintas fábricas de armamentos. Desde 1941, y a través
de la Dirección de Fabricaciones Militares, se dedicó a promover
industrias, como la del acero, que juzgaban tan “natural” como la
alimentaria, e indispensable para garantizar la autarquía.
Los
militares
fueron
encadenando
las
preocupaciones
estratégicas con las institucionales y las políticas. La guerra
demandaba movilización industrial y ésta, a su vez, un Estado activo
y eficiente, capaz de unificar la voluntad nacional. Los ejemplos de
Italia y Alemania lo demostraban fehacientemente, y así lo repetían
los periódicos apoyados por la embajada alemana, como El Pampero
o Crisol. También era importante el papel del Estado en una
sociedad que seguramente sería acosada en la posguerra por agudos
conflictos: la reconstitución del Frente Popular, las banderas rojas
en los mítines obreros y la presencia en las calles del Partido
Comunista parecían signos ominosos de ese futuro, y para
enfrentarlo se requería orden y paz social. Ese ideal de Estado
legítimo y fuerte, capaz de capear las tormentas de la guerra y la
posguerra, poco se parecía al gobierno tambaleante y radicalmente
ilegítimo del doctor Castillo. Ya desde 1941 hubo militares que
empezaron a conspirar, mientras otros empujaban a Castillo por la
senda del autoritarismo. Desde diciembre de 1942, cuando renunció
el ministro Tonazzi, la deliberación se extendió en el Ejército.
Esa difusa pero pujante sensibilidad nacional no se limitaba al
Ejército. Más que de una idea definida y precisa, se trataba de un
conjunto de sentimientos, actitudes e ideas esbozados, presentes en
vastos sectores de la sociedad. Si de ellos no podía deducirse una
ideología en sentido estricto -pues cabían posiciones divergentes y
hasta antagónicas-, revelaron una gran capacidad, atribuible en
parte al empeño de los militantes de algunas de sus tendencias
parciales más definidas, para disolver antiguas polarizaciones y
crear otras. Así, cuando todo parecía conducir al triunfo del Frente
Popular, un “frente nacional” comenzó a dibujarse como
alternativa.
Las raíces de ese sentimiento nacional eran antiguas, pero en
tiempos más recientes las habían abonado las corrientes europeas
antiliberales, de Maurras a Mussolini, y con ellas había empalmado
una Iglesia católica fortalecida en el integrismo. Sobre esta base
había operado el nuevo nacionalismo, antibritánico. Al libro inicial
de
los
Irazusta
siguieron el
de
Scalabrini Ortiz
sobre los
ferrocarriles, y en general toda la prédica del grupo FORJA. En esta
nueva inflexión, los enemigos de la nacionalidad no eran ni los
inmigrantes, ni la “chusma democrática”, ni los “rojos”, sino Gran
Bretaña y la oligarquía “entreguista”. Este antiimperialismo resultó
un arma retórica y política formidable, capaz de convocar apoyos a
derecha e izquierda, como lo demostró en 1935 Lisandro de la
Torre: la consigna antiimperialista empezó a ser frecuente en los
discursos de políticos radicales o socialistas, como Alfredo Palacios,
de dirigentes sindicales y de intelectuales, que empezaron a encarar
desde esa perspectiva el análisis de los problemas nacionales y muy
particularmente los económicos.
En este campo, el nuevo nacionalismo compartía el terreno ya
trabajado por el reformismo progresista de izquierda, y ambos
podían coincidir en distintos foros. Con el nacionalismo tradicional
de derecha se encontraba en otro terreno: el del revisionismo
histórico, donde la condena a Gran Bretaña y sus agentes locales
derivaba en una reivindicación de la figura de Rosas hecha en
nombre de valores diversos y antitéticos, desde la emancipación
nacional hasta el integrismo católico. En esa plasticidad radicó
precisamente la capacidad de esta corriente para arraigar en una
sociedad
cuya
preocupación
por
los
temas
nacionales
se
manifestaba de muchas otras maneras. En la literatura -sobre todo
la difundida a través de publicaciones periódicas de amplia
circulación-
los
temas
rurales
o
camperos
solían
traer
la
contraposición entre el interior nacional y el litoral gringo, o entre
el mundo rural y criollo y el mundo urbano y extranjero. Los temas
históricos, donde la presencia del Restaurador era frecuente,
abundaban en los folletines, y también en exitosos radioteatros,
como Chispazos de tradición, ávidamente consumidos.
La preocupación por lo nacional se manifestó, finalmente, en
intelectuales
y
escritores.
Tres
notables
ensayos
expresaron
intuiciones profundas sobre el “ser nacional” y dieron el marco a
una amplia reflexión colectiva. En 1931, Raúl Scalabrini Ortiz
publicó El hombre que está solo y espera; el hombre de “Corrientes y
Esmeralda” amalgamaba las diferentes tradiciones de un país de
inmigración,
se
definía
por
sus
impulsos,
intuiciones
y
sentimientos, que anteponía a cualquier elaboración o cálculo
racional, y -recordando a Ortega y Gasset- construía con ellos una
imagen de sí mismo y de lo que podía llegar a ser, que juzgaba más
valiosa que su propia realidad. Para Eduardo Mallea, tal amalgama
era dudosa; observaba la crisis del sentido de argentinidad,
particularmente entre las elites, ganadas por la vida cómoda, el
facilismo y la apariencia, y renunciantes a la espiritualidad y las
preocupaciones más profundas sobre el destino de la comunidad.
En
Historia
de
una
pasión
argentina,
aparecida
en
1935,
contraponía esa “Argentina visible” a otra “invisible”, donde las
nuevas elites, por el momento ocultas, se estaban formando en una
“exaltación severa de la vida”. Ezequiel Martínez Estrada era más
radicalmente pesimista, y veía a la colectividad argentina presa de
un destino fatal, originado en la misma conquista. En Radiografía de
la pampa, que se publicó en 1933, señaló la escisión entre unas
multitudes anárquicas, que acumulaban el resentimiento originario
del
mestizo,
y
ciertas
elites
europeizantes
e
incapaces
de
comprender a esta sociedad y encarnar en ella un sistema de normas
y de principios sustentado en creencias colectivas. Estos esfuerzos
por develar la naturaleza del “ser argentino”, inquiriendo en clave
ontológica por los elementos singulares y esenciales de la sociedad y
la cultura, aunque entroncaban en preocupaciones comunes de todo
Occidente, eran sin duda la expresión intelectual de esta nueva
inquietud común por entender, defender o constituir lo “nacional”.
La fuerza de esta corriente nacional, que en el caso de la guerra
se inclinaba por el neutralismo, tardó en manifestarse. Por el
momento, el grupo de los partidarios de la ruptura con el Eje iba
ganando
nuevos
adeptos,
especialmente
entre
los
grupos
conservadores. Sin embargo, en pocos meses los principales
dirigentes del bloque democrático murieron: en marzo de 1942,
Alvear; en los meses siguientes, el expresidente Ortiz -con cuyo
hipotético retorno aún se especulaba- y el exvicepresidente Roca, y
en enero de 1943, Agustín P. Justo, quien se perfilaba como el más
firme candidato a encabezar una fórmula de acuerdo con los
radicales. Encontrar candidatos no era fácil, y a la vez la posible
victoria electoral parecía más que dudosa, a medida que el gobierno
retornaba sin empacho a las prácticas fraudulentas: a fines de 1941,
el conservador Rodolfo Moreno ganó en la provincia de Buenos
Aires y al año siguiente la Concordancia triunfó en las elecciones
legislativas. Poco antes, Castillo había clausurado el Concejo
Deliberante
y
establecido
el
estado
de
sitio,
e
ignoraba
ostensiblemente a la Cámara de Diputados. No obstante, la
Concordancia enfrentaba el grave problema de la elección de su
candidato. Castillo se inclinó finalmente por el senador Robustiano
Patrón Costas, poderoso empresario azucarero salteño y figura
destacada del Partido Demócrata Nacional, en una opción de
sentido discutido, que muchos interpretaron como un seguro
cambio de rumbo en la futura política exterior y que dividió aún
más a sus partidarios.
Las dos alianzas políticas, que se sentían débiles, empezaron a
cultivar a los jefes militares, esperando que las Fuerzas Armadas
ayudaran a desequilibrar una situación trabada y a fortalecer un
régimen institucional cada vez más débil. Cultivando a los militares,
Castillo contribuyó a debilitarlo aún más. Los radicales, por su
parte, se sumaron al nuevo juego y especularon con la candidatura
del nuevo ministro de Guerra, el general Pedro Pablo Ramírez. Por
su parte, los jefes militares discutieron casi abiertamente todas las
opciones, y aparecieron grupos golpistas de diversa índole y
tendencias, entre los cuales se destacó una logia, el Grupo de
Oficiales Unidos (GOU), que reunía a algunos coroneles y a otros
oficiales de menor graduación. Muchos apostaban a la ruptura del
orden institucional, sin que se perfilara el sujeto de la acción. Ésta
finalmente se desencadenó cuando Castillo pidió la renuncia al
ministro Ramírez. El 4 de junio de 1943, el Ejército depuso al
presidente e interrumpió por segunda vez el orden constitucional,
antes aun de haber definido el programa del golpe, y ni siquiera la
figura misma que lo encabezaría.
IV. El gobierno de Perón, 1943-1955
El GOBIERNO militar que asumió el 4 de junio de 1943 fue
encabezado sucesivamente por los generales Pedro Pablo Ramírez y
Edelmiro J. Farrell. El coronel Juan Domingo Perón, uno de sus
miembros más destacados, logró concitar un vasto movimiento
político en torno de su persona, que le permitió ganar las elecciones
de febrero de 1946, poco después de que su apoyo popular se
manifestara en una jornada por demás significativa, el 17 de octubre
de 1945. Perón completó su período de seis años y fue reelecto en
1951, para ser derrocado por un golpe militar en septiembre de
1955. En estos 12 años en que fue la figura central de la política, al
punto de dar su nombre al movimiento que lo apoyaba, Perón y el
peronismo imprimieron a la vida del país un giro sustancial y
perdurable.
La emergencia
La revolución del 4 de junio fue inicialmente encabezada por el
general Rawson, quien renunció antes de prestar juramento, y fue
reemplazado por el general Pedro Pablo Ramírez, ministro del
último gobierno constitucional. El episodio es expresivo de la
pluralidad de tendencias existentes en el grupo revolucionario y de
su indefinición acerca del rumbo a seguir, más allá de coincidir en la
convicción de que el orden constitucional estaba agotado y que la
proclamada candidatura de Patrón Costas no llenaría el vacío de
poder existente. El nuevo gobierno suscitó variadas expectativas
fuera de las Fuerzas Armadas, pues muchos concordaban con el
diagnóstico, y además esperaban algo del golpe, incluso los
radicales; sin embargo, se constituyó casi exclusivamente con
militares, y el centro de las discusiones y las decisiones estuvo en el
Ministerio de Guerra, controlado por un grupo de oficiales
organizado en una logia, el Grupo de Oficiales Unidos (GOU), en
torno del ministro de Guerra Farrell.
Los militares en el gobierno coincidían en la necesidad de acallar
la agitación política y la protesta social: proscribieron a los
comunistas,
persiguieron
a
los
sindicatos
e
intervinieron
la
Confederación General del Trabajo (CGT) -por entonces dividida-,
disolvieron Acción Argentina, que nucleaba a los partidarios de
romper relaciones con el Eje, y más tarde hicieron lo mismo con los
partidos políticos, intervinieron las universidades dejando cesante a
un vasto grupo de profesores de militancia opositora y finalmente
establecieron la obligatoriedad de la enseñanza religiosa en las
escuelas públicas. Contaron con la colaboración de un elenco de
nacionalistas y católicos integristas, algunos de antigua militancia
junto a Uriburu, quienes dieron el tono al régimen militar:
autoritario, antiliberal y mesiánico, obsesionado por la fundación de
un orden social nuevo y por evitar el caos del comunismo que,
según pensaban, sería la secuela inevitable de la posguerra. No le fue
difícil a la oposición democrática identificar al gobierno militar con
el nazismo.
Sin embargo, en el gobierno había, junto con algunos que
simpatizaban con Alemania, otros proaliados y muchos partidarios
de mantener la neutralidad que había practicado el gobierno de
Castillo, benevolente con Gran Bretaña. Por otra parte, en 1943 la
guerra estaba evolucionando de un modo tal que un alineamiento
con el Eje era impensable. De hecho, el acuerdo comercial con Gran
Bretaña se mantuvo. Estados Unidos, en cambio, atacó con fuerza
creciente a uno de los dos únicos gobiernos americanos renuentes a
acompañarlo en la guerra con el Eje, y además sospechoso de
apañar a los nazis. El Departamento de Estado emprendió una
cruzada contra los militares, desinteresándose de las repercusiones
internas de su acción e ignorando los gestos de acercamiento del
gobierno argentino. Esto permitió a los más acérrimos partidarios
de la neutralidad ganar posiciones, de modo que el conflicto se
desenvolvió en una escalada creciente: para Estados Unidos -como
ha subrayado C. Escudé- era una cuestión de prestigio y un
imperativo moral acabar con los militares, y para éstos, una cuestión
de principio no aceptar el diktat del Departamento de Estado. A
principios de 1944, luego de que Ramírez decidiera romper
relaciones con el Eje, fue desplazado por los oficiales más
decididamente
antiestadounidenses.
Aislado
en
lo
interno
y
también en lo externo, el gobierno se encontró metido en un
callejón sin salida. Ésta fue finalmente proporcionada por uno de
los oficiales que por entonces había ascendido en forma notable
dentro del gobierno: el coronel Juan Domingo Perón, uno de los
miembros más influyentes del GOU, secretario del ministro de
Guerra Farrell y luego ministro, cuando Farrell reemplazó a
Ramírez en la presidencia en febrero de 1944. Poco después, en
julio, y luego de desplazar a varios posibles competidores, Perón
llegó a ser vicepresidente y el alma verdadera del gobierno.
Perón sobresalía entre sus colegas por su capacidad profesional
y por la amplitud de sus miras políticas. Una estadía en Europa en
los años anteriores a la guerra le había hecho admirar los logros del
régimen
fascista
italiano,
así
como
comprobar
los
terribles
resultados de la Guerra Civil en España. La clarividencia y la
preocupación lo llevaron a ocuparse de un actor social poco tenido
en cuenta hasta entonces: el movimiento obrero. A cargo de la
Dirección Nacional del Trabajo -que poco después convirtió en
secretaría-, se dedicó a vincularse con los dirigentes sindicales.
Todos
fueron
convocados,
con
excepción
de
los
dirigentes
comunistas, quienes luego de un frustrado acercamiento inicial,
resultaron sistemáticamente perseguidos y erradicados de sus
posiciones. Al resto se los impulsó a organizarse y a presentar sus
demandas, que empezaron a ser satisfechas: además de dirimir
conflictos específicos, por la vía de contratos colectivos, que
supervisaba la Secretaría, se extendió el régimen de jubilaciones, de
vacaciones pagas, de accidentes de trabajo, se ajustaron las
categorías ocupacionales y, en general, se equilibraron las relaciones
entre obreros y patrones, incluso en la actividad misma de las
plantas. En muchos casos se trataba simplemente de aplicar
disposiciones legales ignoradas. La sanción del Estatuto del Peón
innovó en lo sustancial, pues extendió estos criterios al mundo
rural, introduciendo un elemento público en relaciones manejadas
hasta entonces en forma paternal y privada.
Desde la Secretaría de Trabajo, Perón expandía los mecanismos
del Estado árbitro, esbozados durante el gobierno de Yrigoyen y
apenas utilizados durante la década del treinta, con la excepción de
Fresco en la provincia de Buenos Aires, y a la vez estimulaba la
organización de los trabajadores, incentivaba sus reclamos y
presionaba para que éstos fueran satisfechos. La reacción de los
dirigentes sindicales fue al principio de duda y desconcierto. Desde
principios de siglo habían ido reconociendo el papel central del
Estado en las relaciones con los patrones y se habituaron a negociar
con él. Pero más recientemente, y ante gobiernos muy poco
interesados en desempeñar ese papel mediador, habían hecho un
acuerdo con los partidos políticos opositores, en el que los reclamos
sindicales se fundían con la demanda democrática, según las líneas
de los frentes populares. La tendencia original sindicalista, sin
embargo, no había desaparecido: en 1942, la CGT se dividió entre un
sector más afín a los partidos opositores, encabezado por los
comunistas y muchos de los dirigentes socialistas, y otro más
identificado con la vieja línea sindicalista, donde se alineaban los
gremios ferroviarios. La propuesta de Perón agudizó una discusión
ya existente entre los dirigentes sindicales: el Frente Popular perdía
atractivo, pero a la vez la polarización de la guerra lo revitalizaba; las
mejoras
ofrecidas
eran
demasiado
importantes
como
para
rechazarlas o enfrentar al gobierno, so pena de perder el apoyo de
los trabajadores. Los sindicalistas adoptaron lo que Juan Carlos
Torre llamó una estrategia oportunista: aceptaron el envite del
gobierno sin cerrar las puertas a la “oposición democrática”.
Tampoco las cerraba el propio Perón, dispuesto a hablar con
todos los sectores de la sociedad y la política, desde los radicales
hasta los dirigentes de las sociedades de fomento, y capaz de
sintonizar con cada uno el discurso adecuado, aunque dentro de
una constante apelación a “todos los argentinos”. A sus colegas
militares les señalaba los peligros que entrañaba la posguerra, la
amenaza de desórdenes sociales y la necesidad de un Estado fuerte
que interviniera en la sociedad y en la economía, y que a la vez
asegurara la autarquía económica. En el Consejo Nacional de
Posguerra que constituyó, insistió en la importancia de profundizar
las políticas de seguridad social, así como de asegurar la plena
ocupación y la protección del trabajo, ante la eventual crisis que
pudieran sufrir las industrias crecidas con la guerra. A los
empresarios les señaló la amenaza que entrañaban las masas obreras
desorganizadas y el peligro del comunismo, que se veía avanzar en
Europa. Ante unos y otros se presentaba como quien podía
canalizar esa efervescencia, si lograba para ello el poder necesario.
Pero los empresarios fueron desconfiando cada vez más del
“bombero piromaníaco” -según la feliz imagen de A. Rouquié- que
agregaba combustible a la caldera, hasta el límite de su estallido, y al
mismo tiempo controlaba la válvula de escape. Progresivamente, las
agrupaciones patronales fueron tomando distancia de Perón y de la
política de la secretaría, mientras éste en paralelo acentuaba su
identificación con los obreros, subrayaba su prédica anticapitalista y
desarrollaba ampliamente en su discurso los motivos de la justicia
social. A la vez, se fueron reduciendo las reticencias de los dirigentes
sindicales, quienes encontraban en los partidos democráticos un eco
y un interés mucho menor que el demostrado por el coronel Perón.
La oposición democrática, que para definir su propia identidad
había encontrado en el gobierno militar un enemigo mucho más
adecuado que el viejo régimen oligárquico, empezó a reconstituirse
a medida que el avizorado fin de la guerra hacía más difícil la
intransigencia del gobierno. La liberación de París, en agosto de
1944,
dio
pie
a
una
notable
manifestación
claramente
antigubernamental, y desde entonces un vigoroso movimiento
social ganó la calle y revitalizó los partidos políticos. El gobierno
mismo estaba en retirada: en marzo de 1945, y ante la inminencia
del fin del conflicto, aceptó el reclamo de Estados Unidos -donde
una nueva conducción en el Departamento de Estado prometía una
relación más fácil- y declaró la guerra al Eje, condición para ser
admitidos en las Naciones Unidas, que empezaban a constituirse. Al
mismo tiempo, y por iguales razones, liberalizó su política interna.
Los partidos opositores reclamaron la retirada lisa y llana de los
gobernantes y la entrega del poder a la Corte Suprema, último
vestigio de la legalidad republicana, y sellaron su acuerdo para las
elecciones que veían próximas: la Unión Democrática expresaría el
repudio de la civilidad a los militares y la total adhesión a los
principios de los vencedores en la guerra. El frente político, que
incluía a comunistas, socialistas y demoprogresistas, y contaba con
el apoyo implícito de los grupos conservadores, estaba animado por
los radicales, aunque un importante sector del partido, encabezado
por el cordobés Amadeo Sabattini, rechazó la estrategia “unionista”
y reclamó una postura intransigente y “nacional”, que apostaba a
algunos interlocutores en el Ejército, adversos a Perón. Esa posición
no prosperó, y la Unión Democrática fue definiendo su frente y sus
alianzas: en junio de 1945 un Manifiesto de la Industria y el
Comercio
repudiaba
la
legislación
social
del
gobierno.
En
septiembre de 1945, una multitudinaria Marcha de la Constitución
y de la Libertad terminó de sellar la alianza política, pero también
social, que excluía a la mayoría de los sectores obreros, otrora
animadores del Frente Popular.
El Ejército, presionado por la opinión pública y ganado por la
desconfianza al coronel sindicalista, forzó su renuncia el 8 de
octubre, pero no encontró una alternativa: el general Ávalos, nuevo
ministro de Guerra, y la oposición democrática especularon con
varias opciones, pero no pudieron definir ningún acuerdo. En
medio de esas vacilaciones un hecho novedoso volvió a cambiar el
equilibrio: una multitud se concentró el 17 de octubre en la Plaza de
Mayo reclamando por la libertad de Perón y su restitución a los
cargos que tenía. Los partidarios de Perón en el Ejército volvieron a
imponerse, el coronel habló a la multitud en la plaza y volvió al
centro del poder, ahora como candidato oficial a la presidencia.
Lo decisivo de la jornada de octubre no residió tanto en el
número de los congregados -quizás inferior al de la Marcha de la
Constitución y de la Libertad de septiembre- cuanto por su
composición, definidamente obrera. Su emergencia coronaba un
proceso hasta entonces callado de crecimiento, organización y
politización de la clase obrera. La industrialización había avanzado
sustantivamente durante la guerra, tanto para exportar a los países
vecinos cuanto para sustituir las importaciones, escasas por las
dificultades del comercio y también por el boicot estadounidense.
Lo cierto es que la ocupación industrial había crecido y que la masa
de trabajadores industriales había empezado a engrosar con
migrantes rurales, expulsados por la crisis agrícola. No fue un
crecimiento visible, pues a menudo se desarrolló en la periferia de
las grandes ciudades, como Rosario, La Plata o Buenos Aires, pero
sobre todo porque no se trataba de un actor social cuya presencia
fuera esperada, ni siquiera para un observador tan sagaz como
Ezequiel Martínez Estrada, que lo ignoró en su versión de 1940 de
La cabeza de Goliat. Pero allí estaban, cada vez más compactos en
torno de unos sindicatos de fuerza acrecida, cada vez más
entusiasmados con la política de Perón, y finalmente cada vez más
inquietos por su renuncia. En el marco de sus organizaciones, y
encabezados
por
sus
dirigentes,
quienes
todavía
no
habían
despejado todas sus dudas respecto del coronel, marcharon el 17 a la
Plaza de Mayo, el centro simbólico del poder, materializando un
reclamo que en primer lugar era político, pero que tenía profundas
consecuencias sociales. Decidieron la crisis en favor de Perón,
inauguraron una nueva forma de participación, a través de la
movilización, definieron una identidad y ganaron su ciudadanía
política, sellando al mismo tiempo con Perón un acuerdo que ya no
se rompería. Probablemente algunos de esos significados no fueron
evidentes desde un principio -muchos creyeron ver en ellos a los
sectores marginales de los trabajadores, la “chusma ignorante” o el
“lumpemproletariado”-
pero,
en
forma
paulatina
se
fueron
revelando, al tiempo que una imagen mítica y fundacional iba
recubriendo y ocultando la jornada de octubre real.
Con las elecciones a la vista, Perón y quienes lo apoyaban se
dedicaron a organizar su fuerza electoral. Los dirigentes sindicales,
fortalecidos por la movilización de octubre, decidieron crear un
partido político propio, el Laborista, inspirado en el que acababa de
triunfar en Inglaterra. Su organización aseguraba el predominio de
los dirigentes sindicales, y su programa recogía diversos motivos,
desde los más estrictamente socialistas hasta los vinculados con el
dirigismo económico y el Estado de bienestar. En el nuevo partido,
Perón era, nada más o nada menos, el primer afiliado y el candidato
presidencial, una posición todavía distante de la jefatura plena que
asumiría
luego.
Quizá
para
buscar
bases
de
sustentación
alternativas, o para recoger apoyos más amplios fuera del mundo
del trabajo, Perón promovió una escisión en el radicalismo, la
Unión Cívica Radical-Junta Renovadora, a la que se integraron unos
pocos dirigentes de prestigio, de entre quienes eligió a Jazmín
Hortensio Quijano -un anciano y pintoresco dirigente correntinopara acompañarlo en la fórmula. Las relaciones entre laboristas y
radicales renovadores fueron malas: aquéllos pretendían que el
coronel Domingo Mercante, que había secundado a Perón en la
Secretaría de Trabajo, lo acompañara en la fórmula, pero debieron
conformarse con colocarlo como candidato a gobernador de la
provincia de Buenos Aires. Apoyaron también a Perón muchos
dirigentes conservadores de segunda línea, y sobre todo lo
respaldaron el Ejército y la Iglesia, que en una pastoral recomendó,
con pocos eufemismos, votar por el candidato del gobierno que
había perseguido al comunismo y establecido la enseñanza religiosa.
La Unión Democrática incluyó a los partidos de izquierda, pero
-por la impugnación de los radicales intransigentes- excluyó a los
conservadores, que debieron resignarse a apoyarla desde fuera o
pasarse calladamente al bando de Perón, como hicieron muchos,
movidos por la vieja rivalidad con el radicalismo. Sus candidatos José P. Tamborini y Enrique Mosca- provenían del riñón de la
conducción alvearista del radicalismo. Su programa era socialmente
progresista -tanto quizá como el de Perón-, pero su impacto quedó
diluido por el entusiasta apoyo recibido de las organizaciones
patronales. Sin embargo, para sus dirigentes y para las masas que
esta coalición movilizaba, lo esencial pasaba por la defensa de la
democracia y la derrota del totalitarismo, que había sucedido y en
cierto modo prolongado al gobierno fraudulento. Así se había
pensado la política en los últimos diez años, con la segura
convicción de que, en elecciones libres, los adalides de la
democracia ganarían.
Pero el país había cambiado, en forma lenta y gradual quizás,
aunque el descubrimiento de esas transformaciones fue brusco y
espectacular. Perón asumió plenamente el discurso de la justicia
social, de la reforma justa y posible, a la que sólo se oponía el
egoísmo de unos pocos privilegiados. Estas actitudes sociales,
arraigadas en prácticas igual de consistentes, se venían elaborando
en los diez o veinte años anteriores, lo que explica el eco suscitado
por las palabras de Perón, que contrapuso la democracia formal de
sus adversarios a la democracia real de la justicia social, y dividió la
sociedad
entre
el
“pueblo”
y
la
“oligarquía”.
Un
segundo
componente de estos cambios, las actitudes nacionalistas, emergió
en forma brusca como respuesta a la intempestiva intervención en
la elección del embajador estadounidense Spruille Braden, quien,
reanudando el virulento ataque del Departamento de Estado contra
Perón,
acusado
públicamente
a
de
ser
un
la
Unión
agente
del
Democrática.
nazismo,
La
respaldó
respuesta
fúe
contundente: “Braden o Perón” agregó una segunda y decisiva
antinomia y terminó de configurar el bloque del nacionalismo
popular, capaz de enfrentar a lo que quedaba del Frente Popular.
El 24 de febrero triunfó Perón por alrededor de 300 mil votos de
ventaja, equivalentes a menos del 10% del electorado. Fue un
triunfo claro pero no abrumador. En las grandes ciudades, fue
evidente el enfrentamiento entre los grandes agrupamientos de
trabajadores y los de clases medias y altas, pero en el resto del país
las divisiones tuvieron un significado más tradicional, vinculado al
peso de ciertos caudillos, al apoyo de la Iglesia o a la decisión de
sectores conservadores de respaldar a Perón. Perón había ganado,
pero el peronismo estaba todavía por construirse.
Mercado interno y pleno empleo
El nuevo gobierno mantuvo la retórica antiestadounidense, que
elaboró luego en la doctrina de la “tercera posición”, distanciada
tanto
del
comunismo
como del
capitalismo, pero estableció
relaciones diplomáticas con la Unión Soviética, e hizo lo posible
para mejorar sus relaciones con Washington. Por presión de Perón,
y venciendo las reticencias de muchos antiguos nacionalistas que lo
habían acompañado, el Congreso aprobó en 1946 las Actas de
Chapultepec,
que
permitían
el
reingreso
a
la
comunidad
internacional, y al año siguiente el Tratado Interamericano de
Asistencia Recíproca, firmado en Río. En el mismo lugar donde,
cinco años antes, el país manifestara plenamente su independencia
diplomática, el canciller Juan Atilio Bramuglia se limitó en la
ocasión
a
plantear
diferencias
menores.
Pero
la
hostilidad
estadounidense, alimentada por viejas razones económicas -la
competencia de los granjeros- y motivos políticos más recientes, no
disminuyó, y Estados Unidos siguió dispuesto a hacer pagar a la
Argentina por su independencia durante la guerra. El boicot fue
sistemático. El bloqueo a armamentos e insumos vitales no pudo
mantenerse en la posguerra, salvo en algunos casos, pero el
comercio exterior era vulnerable. Las exportaciones industriales a
los países limítrofes, que habían crecido mucho durante la guerra,
empezaron a retroceder ante la competencia estadounidense. Las
exportaciones agrícolas a Europa -que entraba a la paz literalmente
hambrienta-
fueron
obstaculizadas
por
Estados
Unidos,
restringiendo los transportes o vendiendo a precios subsidiados. La
apetencia de los países maltrechos por la guerra era demasiado
grande para que esto impidiera las ventas, pero en rigor ninguno de
ellos poseía ni productos para intercambiar ni divisas convertibles
que el país pudiera usar para saldar sus compras en Estados Unidos,
de modo que en estos años excepcionales la Argentina cosechó
beneficios modestos. En 1948, se lanzó el Plan Marshall, pero
Estados Unidos prohibió que los dólares aportados a Europa se
usaran para importaciones de la Argentina. Ya desde 1949, las
economías europeas se recuperaron, Estados Unidos inundó el
mercado con cereales subsidiados y la participación argentina
disminuyó drásticamente. Para el gobierno quedaba la esperanza de
que una nueva guerra mundial restableciera la situación excepcional
de principios de los años cuarenta, y en verdad no faltaban indicios
en ese sentido, como la crisis de Berlín o la guerra de Corea, que
estalló en 1950. El acotamiento del conflicto y la rápida respuesta de
Estados Unidos para impedir una alteración del mercado mundial
acabaron con la última esperanza.
Gran Bretaña no aceptó las presiones estadounidenses para
restringir sus compras en la Argentina. Además de la carne, estaban
en juego las libras argentinas bloqueadas en Londres durante la
guerra y las inversiones británicas radicadas en el país. La magnitud
de las deudas británicas -la Argentina era sólo un acreedor menorhacía impensable el pago de las libras. La pésima situación de las
empresas ferroviarias, la descapitalización y obsolescencia y la
pérdida general de rentabilidad hacían conveniente para los
británicos desprenderse de ellas. Luego de una larga y compleja
negociación, se arregló la compra de los ferrocarriles por un valor
similar a las libras bloqueadas y un acuerdo sobre venta de carne,
que sería en lo sucesivo pagada en libras convertibles. Tras la
retórica nacionalista que envolvió esta operación -presentada como
parte del programa de independencia económica y celebrada con
una gran manifestación en la Plaza de Mayo- se trataba sin duda de
un éxito británico, frente a un país que no tenía mejor opción. La
crisis
financiera
británica
de
1947
y
el
abandono
de
la
convertibilidad de la libra acabaron con la única ventaja importante
obtenida.
Vender cereales fue cada vez más difícil y vender carne, cada vez
menos interesante. La consecuencia fue una reducción de la
producción agropecuaria -motivada también por otros aspectos de
la política económica- que se acompañó de un crecimiento
sustantivo de la parte destinada al consumo interno. El lugar en el
mundo que tradicionalmente tenía la Argentina, como productor
privilegiado
de
bienes
agropecuarios,
fue
haciéndose
menos
significativo y esto contribuyó a definir las opciones -económicas y
políticas- que la guerra había planteado.
La Segunda Guerra Mundial, la crisis de los mercados y el
aislamiento,
acentuado
contribuido
a
por
profundizar
el
el
boicot
estadounidense,
proceso
de
habían
sustitución
de
importaciones iniciado en la década anterior, que, extendiéndose
más allá de los límites considerados “naturales” -la elaboración de
materias primas locales-, avanzó en el sector metalúrgico y otros.
Una
empresa
típica,
Siam
Di
Telia,
que
había
comenzado
elaborando máquinas de amasar y surtidores para Yacimientos
Petrolíferos Fiscales (YPF), creció notablemente con las heladeras, a
las que después sumó ventiladores, planchas y lavarropas. En
algunos casos se exportó a países vecinos, que también padecían la
falta
de
los
suministros
habituales;
en
otros,
se
fabricaron
localmente los productos importados ausentes: se adaptaron los
modelos y los procedimientos, con ingenio y quizá de manera
improvisada y poco eficiente, y se usó intensivamente la mano de
obra, lo que sumado a las dificultades para incorporar maquinarias
hizo que los aumentos de producción implicaran caídas en la
productividad laboral. Creció así, junto a las empresas industriales
tradicionales, una amplia capa de establecimientos medianos y
pequeños, y aumentó en forma notable la mano de obra industrial,
que se nutría de la corriente de migrantes internos, cada vez más
intensa.
El fin de la guerra y la conclusión de esa suerte de “vacío de
poder” en el mundo, que había permitido el crecimiento de sectores
industriales marginales como el argentino, planteaban distintas
opciones. Abandonada definitivamente la idea de una vuelta a la
“normalidad” previa a 1930 o a 1914, quienes estaban vinculados
con los grupos empresarios más tradicionales, ubicados tanto en el
sector exportador como en el industrial, adoptaban las ideas
planteadas por Pinedo en 1940: estimular las industrias “naturales”,
capaces de producir eficientemente y de competir en los mercados
externos,
asociarse
con
Estados
Unidos
para
sustentar
su
crecimiento, y a la vez mantener un equilibrio entre el sector
industrial y el agropecuario, del cual debían seguir saliendo las
divisas necesarias para la industria. La opción era difícil, no sólo por
la necesidad de recomponer una relación con Estados Unidos que
estaba muy deteriorada, así como de procurar firmemente recuperar
los mercados de los productos agropecuarios, sino porque suponía
una fuerte depuración del sector industrial, eliminar el segmento
menos eficiente crecido durante la guerra al amparo de la
protección natural que ésta generaba y afrontar a la vez los costos de
una difícil absorción de la mano de obra que quedaría desocupada.
Una segunda alternativa había sido planteada por grupos de
militares durante la guerra, y recogía tanto motivos estratégicos de
las Fuerzas Armadas como ideas que arraigaban en el nacionalismo:
profundizar la sustitución, extenderla a la producción de insumos
básicos, como el acero o el petróleo, mediante una decidida
intervención del Estado, y asegurar así la autarquía. La imagen de la
Unión Soviética -que, más allá del comunismo, se había convertido
en un Estado poderoso- estaba presente en esta propuesta, y en la
subsecuente retórica de los planes quinquenales. Pero, igual que en
la Unión Soviética, esto implicaba un enorme esfuerzo para la
capitalización, restricciones al consumo y probablemente una
“generación sacrificada”.
Perón venía participando de estas discusiones, que él mismo
promovió en el Consejo de Posguerra constituido en 1944. Su
solución fue ecléctica y también novedosa, y tuvo en cuenta
principalmente los intereses inmediatos de los trabajadores, que
constituían su apoyo más sólido. La inspiración autárquica de los
militares se dibuja en el Primer Plan Quinquenal, que debía servir
para planificar la economía, pero se limitó a una serie de vagos
enunciados, y también en la constitución de la empresa siderúrgica
estatal Sociedad Mixta Siderurgia Argentina (SOMISA), que sin
embargo todavía seguiría casi en proyecto diez años después. La
presencia del sector industrial crecido en la guerra se advierte en su
primer equipo económico, a cuya cabeza estaba Miguel Miranda, un
fabricante de envases de hojalata, secundado por Raúl Lagomarsino,
un industrial del vestido, y asesorado por José Figuerola, un
destacado técnico español. Miranda, nombrado presidente del
Banco Central, del poderoso Instituto Argentino de Promoción del
Intercambio (lAPi) y del Consejo Económico Social, fúe durante tres
años el conductor de la economía. La política del Estado -dotado
como se verá de instrumentos mucho más poderosos- apuntó a la
defensa del sector industrial instalado y a su expansión dentro de las
pautas vigentes de protección y facilidad. Éste recibió amplios
créditos del Banco Industrial, protección aduanera para eliminar
competidores externos y divisas adquiridas a tipos preferenciales
para equiparse. Además, las políticas de redistribución de ingresos
hacia los sectores trabajadores contribuían a la expansión sostenida
del consumo. En ese singular período, la alta ocupación y los
salarios en alza trajeron aparejada una expansión de la demanda y
una inflación cuyos niveles empezaron a elevarse, pero a la vez
ganancias importantes para los empresarios.
En suma, Perón había optado por el mercado interno y por la
defensa del pleno empleo. Se trataba de una verdadera “cadena de la
felicidad”, que pudo financiarse principalmente por la existencia de
una abundante reserva de divisas, acumulada durante los prósperos
años de la guerra, y que permitió en la posguerra un acelerado,
desenfrenado
y
con
frecuencia
poco
eficiente
equipamiento
industrial. Desafiando las leyes de la contabilidad, y con la
esperanza puesta en una nueva guerra mundial, en esos años se
gastó en el exterior mucho más de lo que entraba. Por otra parte, el
IAPI monopolizó el comercio exterior y transfirió al sector industrial
y urbano ingresos provenientes del campo, mediante la diferencia
entre los precios pagados a los productores y los obtenidos por la
venta de las cosechas en el exterior. Era un golpe fuerte al sector
agropecuario, al que sin duda ya no se consideraba la “rueda
maestra” de la economía, o al que quizá se suponía capaz de
soportarlo todo. Los productores rurales padecían también por la
falta de insumos y maquinarias -para las que no había cambio
preferencial-, el congelamiento de los arrendamientos, que afectó el
ciclo natural de recuperación de la fertilidad de la tierra, y el costo
más alto de la mano de obra, debido a la vigencia del Estatuto del
Peón. Todas estas razones agudizaron la caída de la superficie
cultivada, al tiempo que el aumento del consumo interno -reflejado
en el trigo, y sobre todo en la carne- reducía aún más las
disponibilidades para la exportación.
La política peronista se caracterizó por un fuerte impulso a la
participación del Estado en la dirección y regulación de la
economía; desarrolló tendencias iniciadas en la década anterior,
bajo las administraciones conservadoras, pero las extendió y
profundizó,
según
una
corriente
de
inspiración
keynesiana
difundida en muchas partes durante la posguerra. A la vez, hubo
una generalizada nacionalización de las inversiones extranjeras,
particularmente de empresas controladas por capital británico, que
se hallaba en pleno proceso de repatriación; se adjudicó a esto una
gran importancia simbólica, expresada en la fórmula de la
Independencia Económica, solemnemente proclamada en Tucumán
el 9 de julio de 1947. A los ferrocarriles se sumaron los teléfonos, la
empresa de gas y algunas compañías de electricidad del interior, sin
afectar sin embargo a la legendaria Compañía Argentina de
Electricidad (CADE) que servía a la Capital. Se dio fuerte impulso a
Gas del Estado, construyendo el gasoducto desde Comodoro
Rivadavia, a la Flota Mercante -a la que se incorporaron las naves
del extenso grupo Dodero- y a la incipiente Aerolíneas Argentinas.
El Estado avanzó incluso en actividades industriales, no sólo por la
vía de las fábricas militares, sino con un grupo de empresas
alemanas nacionalizadas, que integraron la Dirección Nacional de
Industrias del Estado (DINIE). Pero la reforma más importante fue la
nacionalización del Banco Central. Desde él se manejaba la política
monetaria y la crediticia, y también el comercio exterior, pues los
depósitos de todos los bancos fueron nacionalizados, y al Banco
Central se le asignó el control del IAPI.
Así, la nacionalización de la economía y su control por el Estado
fueron una de las claves de la nueva política económica. La otra -y
quizá la primera- tuvo que ver con los trabajadores, con el
mantenimiento del empleo y con la elevación de su nivel de vida.
Esto tenía probablemente raíces políticas más importantes que las
económicas: el terror a las posibles consecuencias sociales del
desempleo, el recuerdo de la crisis de la primera posguerra -de la
que Perón mismo tuvo una experiencia directa, cuando participó en
la represión de los amotinados de Vasena-, así como la misma
experiencia europea de entreguerras, y también de posguerra, deben
haber influido no sólo en el diseño político más general, sino en el
privilegio, en materia de política económica, de la salvaguardia del
empleo industrial primero y de la redistribución de los ingresos
después. Pero a la vez, la justicia social sirvió para el sostenimiento
del mercado interno. Entre 1946 y 1949 se extendieron y
generalizaron las medidas sociales lanzadas antes de 1945. Por la vía
de las negociaciones colectivas, garantizadas por la ley, los salarios
empezaron a subir notablemente. A ello se agregaron las vacaciones
pagas, las licencias por enfermedad o los sistemas sociales de
medicina y de turismo, actividades en las que los sindicatos tuvieron
un importante papel. Por otros caminos, el Estado benefactor
contribuyó decisivamente a la elevación del nivel de vida:
congelamiento
de
los
alquileres,
establecimiento
de
salarios
mínimos y de precios máximos, mejora de la salud pública -la
acción del ministro Ramón Carrillo fue fundamental-, planes de
vivienda, construcción de escuelas y colegios, organización del
sistema jubilatorio, y en general todo lo relativo al campo de la
seguridad social.
El Estado peronista
Esta combinación de lo conseguido y lo concedido es reveladora de
la compleja relación establecida entre los trabajadores y el Estado.
Los términos en que ésta se había desarrollado hasta las elecciones
enseguida se modificaron radicalmente después del triunfo.
Justificándose en la innumerable cantidad de conflictos entre
laboristas y radicales renovadores, Perón ordenó la disolución de los
distintos nucleamientos que lo habían apoyado, y entre ellos el
Partido Laborista, a través del cual los viejos sindicalistas aspiraban
a conducir una acción política autónoma, solidaria con Perón pero
independiente. La decisión -que culminaría en la creación del
Partido Peronista- fue al principio resistida, pero en definitiva sólo
Cipriano Reyes, el dirigente de los frigoríficos de Berisso, se
enfrentó con Perón, ganándose una enconada persecución. Poco
después, en enero de 1947, Perón eliminó de la dirección de la CGT
a Luis Gay, veterano gremialista e inspirador del Partido Laborista,
y uno de los propulsores del proyecto autónomo, y lo reemplazó por
un dirigente de menor cuantía, indicando así la voluntad de
subordinar al Estado la cúpula del movimiento obrero. Una vez
más, no hubo resistencias: probablemente para el grueso de los
trabajadores la solidaridad con quien había hecho realidad tantos
beneficios importaba más que una autonomía política cuyos
propósitos, en ese contexto, no resultaban claros.
Pero a la vez, la organización obrera se consolidó firmemente.
Como ha mostrado Louise Doyon, la sindicalización, escasa hasta
1943, se extendió rápido a los gremios industriales primero y a los
empleados del Estado después, alcanzando su máximo hacia 1950.
La ley de asociaciones profesionales aseguraba la existencia de
grandes y poderosas organizaciones -un sindicato por rama de
industria y una confederación única-, con fúerza para negociar de
igual a igual con los representantes patronales, pero a la vez
dependientes de la “personería gremial”, otorgada por el Estado. Las
orientaciones y demandas circulaban preferentemente desde arriba
hacia abajo, y la CGT, conducida por personajes mediocres, fue la
responsable de transmitir las directivas del Estado a los sindicatos y
de controlar a los díscolos. Similar fúe la función de los sindicatos
respecto de las organizaciones de base: controlar, achicar el espacio
de acción autónoma, intervenir las secciones demasiado inquietas; a
la vez, se hicieron cargo de funciones cada vez más complejas, tanto
en la negociación de los convenios como en las actividades sociales,
y debieron desarrollar una administración especializada, de modo
que la fisonomía de los dirigentes sindicales, convertidos en una
burocracia estable, se diferenció notablemente de la de los viejos
luchadores. En la base, la acción sindical conservó una gran
vitalidad, por obra de las comisiones internas de fábrica, que se
ocuparon de infinidad de problemas inmediatos referidos a las
condiciones de trabajo, negociaron directamente con patronos y
gerentes, y establecieron en la fábrica un principio bastante real de
igualdad. En los primeros años, hasta 1949, las huelgas fueron
numerosas, y se generaron al impulso de las reformas lanzadas
desde el gobierno, para hacerlas cumplir o extenderlas, con la
convicción por parte de los trabajadores de que se ajustaban a la
voluntad profunda de Perón.
Éste, sin embargo, se preocupaba por esa agitación sin fin y
procuraba profundizar el control del movimiento sindical. Los
gremialistas que lo acompañaron en el inicio fueron alejándose,
reemplazados por otros elegidos por el gobierno y más proclives a
acatar
sus
indicaciones.
Las
huelgas
fueron
consideradas
inconvenientes al principio, y francamente negativas luego: se
procuró solucionar los conflictos mediante los mecanismos del
arbitraje, y en su defecto se optó por reprimirlos, ya sea por mano
del propio sindicato o de la fuerza pública. Desde 1947, Eva Perón,
esposa del presidente, se dedicó desde la Secretaría de Trabajo -el
lugar dejado vacante por Perón- a cumplir las funciones de
mediación entre los dirigentes sindicales y el gobierno, facilitando la
negociación de los conflictos con un estilo muy personal que
combinaba la persuasión y la imposición.
La relación entre Perón y el sindicalismo -crucial en el Estado
peronista-
fue
sin
duda
compleja,
negociada
y
difícilmente
reducible a una fórmula simple. Pese a la fuerte presión del
gobierno sobre los sindicatos y a la decisión de controlar su acción,
éstos nunca dejaron de ser la expresión social y política de los
trabajadores. Desde la perspectiva de éstos, el Estado no sólo
facilitaba y estimulaba su organización y los colmaba de beneficios,
sino que creaba una situación de comunicación y participación
fluida y hasta familiar, de modo que estaban lejos de considerarlo
como algo ajeno. El Estado peronista, a su vez, tenía en los
trabajadores su gran fuerza legitimadora, y los reconocía como tal; y
no de un modo retórico o abstracto, sino referido a sus
organizaciones y a sus dirigentes, a quienes concedió un lugar
destacado.
Pero a la vez, el Estado peronista procuró extender sus apoyos a
la amplia franja de sectores populares no sindicalizados, con
quienes estableció una comunicación profunda, aunque de índole
diferente, a través de Eva Perón y de la fundación que llevó su
nombre. Financiada con fondos públicos y aportes privados más o
menos voluntarios, la Fundación realizó una obra de notable
magnitud: creó escuelas, hogares para ancianos o huérfanos y
policlínicos; repartió alimentos y regalos navideños; estimuló el
turismo y los deportes, a través de campeonatos infantiles o
juveniles de dimensión nacional, bautizados con los nombres de la
pareja gobernante. Sobre todo, practicó la acción directa: las
unidades básicas -organizaciones celulares del partido- detectaban
los casos particulares de desprotección y transmitían los pedidos a la
Fundación, donde, por otra parte, la propia Eva Perón recibía
cotidianamente, sin fatiga, una permanente caravana de solicitantes
que obtenían una máquina de coser, una cama en el hospital, una
bicicleta, un empleo o una pensión quizá, un consuelo siempre. Eva
Perón resultaba así la encarnación del Estado benefactor y
providente, que a través de la “Dama de la Esperanza” adquiría una
dimensión
personal
y
sensible.
Sus
beneficiarios
no
eran
exactamente lo mismo que los trabajadores: muchos carecían de la
protección de sus sindicatos, y todo lo debían al Estado y a su
intercesora. Los medios de difusión machacaron sin cesar sobre esta
imagen, entre benefactora y reparadora, replicada luego por la
escuela, donde los niños se introducían a la lectura con “Evita me
ama”. La experiencia de la acción social directa, sumada al reiterado
discurso del Estado, terminaron constituyendo una nueva identidad
social, los “humildes”, que completó el arco popular de apoyo al
gobierno.
Según una concepción que se desarrolló más ampliamente a
medida que transcurrían los años, el Estado debía vincularse con
cada uno de los sectores de la sociedad, que era considerada como
una comunidad y no como la suma de individuos, y aspiraba a que
cada uno de ellos se organizara y constituyera su representación
corporativa. Con mayor o menor fortuna, aspiró a organizar a los
empresarios, reuniendo en la Confederación General Económica
(CGE) a todas las representaciones sectoriales, así como a los
estudiantes universitarios o a los profesionales. Intentó también,
con cautela, redefinir las relaciones con las grandes corporaciones
tradicionales. Con la Iglesia existió un acuerdo básico, que se
tradujo en el poco velado apoyo electoral de 1946. El gobierno
peronista mantuvo la enseñanza religiosa en las escuelas, y concedió
la conducción de las universidades a personajes vinculados con el
clericalismo hispanófilo. Reservó un lugar importante en el
ceremonial público a los altos prelados, como monseñor Santiago
Copello, e incorporó a su elenco político a algunos sacerdotes, como
el padre Hernán Benítez, confesor de Eva Perón, o el padre Virgilio
Filippo, fogoso cura párroco del barrio de Belgrano, que cambió el
púlpito por una banca en el Congreso. Fue sin embargo una
relación algo distante: un grupo importante de eclesiásticos -entre
ellos,
monseñor
Miguel
D’Andrea-,
preocupados
por
el
autoritarismo creciente, se alineó firmemente en el lado de los
opositores; otros lamentaron la renuncia de Perón a las consignas
nacionalistas, y otros muchos miraron con reservas algunos
aspectos de la política democratizadora de las relaciones sociales,
como por ejemplo la igualación de derechos entre hijos “naturales”
y “legítimos”.
Con respecto a las Fuerzas Armadas, aunque Perón recurrió de
manera
habitual
a
oficiales
para
desempeñar
funciones
de
importancia, se cuidó inicialmente tanto de inmiscuirse en su vida
interna como de darles cabida institucional en el gobierno. Sobre
todo, procuró conservar la identificación establecida en 1943 entre
las Fuerzas Armadas y un gobierno del que se quería continuador: el
4 de junio, “olímpico episodio de la historia”, siguió siendo un
Fausto
fundador;
temas
centrales
del
gobierno,
como
la
independencia económica, la unidad nacional y el orden, y sobre
todo la imagen de un mundo en guerra donde la neutralidad se
traducía en la “tercera posición”, sirvieron para consolidar un
campo de solidaridades común, alterado sin embargo por el estilo
excesivamente plebeyo que los militares veían en el gobierno, y
sobre todo por la presencia, acción y palabra, difíciles de aceptar, de
la esposa del presidente.
Según la concepción de Perón, el Estado, además de dirigir la
economía y velar por la seguridad del pueblo, debía ser el ámbito
donde los distintos intereses sociales, previamente organizados,
negociaran y dirimieran sus conflictos. Esta línea -ya esbozada en la
década de 1930- se inspiraba en modelos muy difúndidos por
entonces, que pueden filiarse tanto en Benito Mussolini como en el
mexicano Lázaro Cárdenas, y rompía con la concepción liberal del
Estado.
Implicaba
una
reestructuración
de
las
instituciones
republicanas, una desvalorización de los espacios democráticos y
representativos y una subordinación de los poderes constitucionales
al Ejecutivo, lugar donde se asentaba el conductor, cuya legitimidad
derivaba menos de esas instituciones que del plebiscito popular.
Paradójicamente, un gobierno surgido de una de las escasas
elecciones inobjetables que hubo en el país recorrió con decisión el
camino hacia el autoritarismo. Así, en 1947 reemplazó a la Corte
Suprema mediante un juicio político escasamente convincente.
Utilizó con amplitud el recurso de intervenir las provincias; en
muchos casos -en Santa Fe, Catamarca, Córdoba, entre otros-, y en
la mejor tradición argentina, lo hizo para resolver cuestiones entre
sectores de su heterogénea cohorte de apoyos. Pero en un caso, en
Corrientes, y sin que mediara conflicto alguno, lo usó para deponer
al único gobernador no peronista elegido en 1946. Una ley acabó en
1947 con la autonomía universitaria, estableciendo que toda
designación docente requería de un decreto del Ejecutivo. El Poder
Legislativo
fue
formalmente
respetado
-el
Corpus
legislativo
elaborado en esos años fue abundante-, pero se lo vació de todo
contenido real: los proyectos se preparaban en oficinas de la
presidencia, y se aprobaban sin modificaciones; los opositores
fueron acusados de desacato, excluidos de la Cámara o desaforados,
como ocurrió en 1949 con Ricardo Balbín, y la discusión
parlamentaria fue eludida recurriendo al “cierre del debate”,
especialidad
modificación
del
del
diputado
sistema
José
de
Astorgano.
En
circunscripciones
1951,
electorales
una
-
diagramado por Román Subiza, secretario de Asuntos Políticosredujo al mínimo la representación opositora en la Cámara de
Diputados. El avance del Ejecutivo llegó también al “cuarto poder”:
con recursos diversos, el gobierno formó una importante cadena de
diarios y otra de radios, que condujo desde la Secretaría de Prensa y
Difusión, administrada por Raúl Alejandro Apold, a quien la
oposición solía comparar con el doctor Goebbels. Los diarios
independientes fueron presionados de mil maneras: cuotas de papel,
restricciones a la circulación, clausuras temporarias, atentados, y en
dos casos extremos -La Prensa y La Nueva Provincia, en 1951- la
expropiación. La reforma de la Constitución, realizada en 1949,
acabó
con
autoritarismo
la
y
última
y
estableció
gran
la
salvaguardia
posibilidad
de
institucional
la
al
reelección
presidencial. Dos años después, en noviembre de 1951, Juan
Domingo Perón y Juan Hortensio Quijano fueron reelectos,
obteniendo en la ocasión -cuando votaron por primera vez las
mujeres- alrededor de las dos terceras partes de los sufragios.
Para Perón, tan importante como afirmar la preeminencia del
Ejecutivo sobre el resto de las instituciones republicanas fue dar
forma al heterogéneo conjunto de fuerzas que lo apoyaba,
proveniente de diferentes sectores, con tradiciones diversas, y
muchas veces nutrido de cuadros y militantes sin experiencia ni
formación política. A todo ello había que darle un disciplinamiento
y una organización acordes con los principios políticos más
generales del peronismo, y además evitar tanto los conflictos
internos como la posibilidad de que encarnaran y transmitieran
tensiones y demandas desde la base de la sociedad. Para ello
recurrió a un método muy tradicional, ya practicado por Roca,
Yrigoyen y Justo: el uso de la autoridad del Estado para disciplinar
las fuerzas propias, y uno novedoso, la utilización de su liderazgo
personal e intransferible -compartido con su esposa-, que se
constituyó de manera natural, pero que luego fue cuidadosamente
alimentado por la maquinaria propagandística. En el Congreso,
Perón exigió de cada diputado o senador una renuncia en blanco,
como garantía de su disciplina. El Partido Peronista, creado en
1947, adoptó una organización totalmente vertical, donde cada
escalón se subordinaba a la decisión del nivel superior, hasta
culminar en el líder, presidente del país y del partido, con derecho a
modificar cualquier decisión partidaria. Se trataba de una versión
local del célebre Führerprinzip alemán, pero su aplicación fue
menos dramática: el Partido -manejado por el almirante Alberto
Teisaire- se limitó a organizar las candidaturas, y Perón, a arbitrar
en los casos difíciles o a mencionar simplemente quiénes debían ser
electos. La organización se modificó varias veces y, como mostró
Alberto
Ciria,
los
organigramas,
cada
vez
más
complejos,
acentuaron la verticalidad. Finalmente, el Partido fue incluido
dentro del movimiento, junto con el Partido Peronista Femenino que organizó Eva Perón- y la CGT, a las órdenes del jefe supremo, a
quien se subordinaban el Comando Estratégico y los Comandos
Tácticos.
Además de esta terminología militar, la organización incluía un
elemento revelador: en cada nivel se integraba la autoridad pública
ejecutiva respectiva -intendente, gobernador o presidente-, con lo
cual quedaba claro, y puesto por escrito, que movimiento y nación
eran considerados una misma cosa. Lo que inicialmente fue la
doctrina peronista se convirtió en la Doctrina Nacional, consagrada
en esos términos por la Constitución de 1949, que articulaba tanto
al Estado como a la comunidad organizada. Estado y movimiento,
movimiento y comunidad confluían en el líder, quien formulaba la
doctrina y la ejecutaba, de manera elástica y pragmática, con su arte
de conductor que, aunque personal e intransferible, podía ser
enseñado a quienes asumieran los comandos subordinados. Se
combinaban aquí las tradiciones del Ejército, donde la conducción
es un capítulo fundamental del mando, y la de los modernos
totalitarismos, que, en su versión fascista, sin duda impresionaron a
Perón.
Esta retórica era indudablemente ajena a la tradición política
principal del país, liberal y democrática, aunque su emergencia no
puede resultar del todo extraña si se recuerda lo que fueron
anteriormente las prácticas concretas: ni la identificación del
partido con la nación, ni la marginación del Congreso, ni la
identificación entre el jefe del Estado y el jefe del partido oficial eran
novedades
absolutas.
Por
otra
parte,
si
el
peronismo
segó
sistemáticamente los ámbitos de participación autónoma, ya fueran
éstos partidarios, sindicales o civiles, y tuvo una tendencia a
penetrar y “peronizar” cualquier espacio de la sociedad civil, no es
menos cierto que encarnó y concretó un vigorosísimo movimiento
democratizador, que aseguró los derechos políticos y sociales de
vastos sectores hasta entonces al margen, y culmuinó con el
establecimiento del voto femenino y la instrumentación de medidas
concretas para asegurar a la mujer un lugar en las instituciones. Los
conceptos más tradicionales de democracia no alcanzan a dar
cuenta de esta forma, muy moderna, de democracia de masas.
Esta singular forma de democracia se constituía desde el Estado.
Los diversos actores que conformaban su base de sustentación eran
considerados como “masas”, es decir, un todo indiferenciado, cuya
expresión autónoma o específica no era valiosa, y que debía ser
moldeado,
inculcándole
la
“doctrina”.
A
ello
se
dirigía
la
propaganda masiva, que saturaba los medios de comunicación utilizados por primera vez en forma sistemática- y también la
escuela. El régimen tuvo una tendencia definida a “peronizar” todas
las
instituciones
y
a
convertirlas
en
instrumentos
de
adoctrinamiento. Sería difícil dudar de la eficacia de estos
mecanismos, que se traducían en un sufragio masivo en favor de
Perón o de los candidatos por él indicados.
Pero la forma más característica y singular de la política de
masas eran las movilizaciones y las concentraciones. Realizadas en
días fijos -Io de Mayo, 17 de octubre- y en ocasiones especiales -
cuando había que celebrar algo o ratificar alguna decisión política-,
conservaban
mucho
del
pathos
desafiante,
espontáneo
y
contestatario de la movilización fundadora del peronismo, pero
ritualizado y atemperado, más en memoria y potencia que en acto.
Ya no eran espontáneas sino convocadas, con suministro de medios
de transporte; ordenadas y encuadradas, y hasta incluyeron
controles
de
asistencia.
Sobre
todo,
eran
jornadas
festivas,
despojadas de elementos de enfrentamiento real, salvo con la
metafórica “oligarquía” o “antipatria”, que expresaban antes la
unidad de la nación que de sus conflictos: en la “fiesta del trabajo” según el inspirado verbo de Oscar Ivanissevich, ministro de
Educación y vate oficial-, los trabajadores, “unidos por el amor de
Dios”, se reunían “al pie de la bandera sacrosanta”. En rigor, este
proceso no era nuevo y la lenta transición de la jornada combativa a
la festiva se inició en la década de 1920. En rigor también, la
tradición contestataria era recordada y mantenida tanto por Perón
como, sobre todo, en las palabras ásperas, llenas de furor plebeyo y
desafío clasista de Eva Perón.
Al renovar el pacto fundador entre el líder y el pueblo, las
grandes concentraciones cumplían un papel fundamental en la
legitimación plebiscitaria del régimen, que era considerada mucho
más importante que la electoral. Además, eran el momento
privilegiado en la constitución de una identidad, que resultaba tanto
trabajadora y popular como peronista. Todo preparaba el momento
privilegiado de la recepción del discurso del líder, quien, al apelar
desde el “balcón” a los “compañeros”, incluía tanto una definición
de su lugar, más allá de las pasiones y de los conflictos, como del de
quienes lo apoyaban y aceptaban su dirección -la patria, el pueblo,
los trabajadores-, y de los enemigos, calificados como la antipatria
y, como tales, excluidos del sistema de convivencia, pues “a los
enemigos, ni justicia”. Silvia Sigal y Eliseo Verón han señalado la
incorporación definitiva a la cultura política popular de dos
elementos difícilmente asimilables a la tradición democrática más
clásica: la verticalidad y el faccionalismo, convertidos desde
entonces en valores políticos.
¿Hasta qué punto esto fue responsabilidad exclusiva del
peronismo? La oposición terminó ocupando el lugar asignado en
este sistema. La derrota de 1946 desarticuló totalmente el proyecto
de la Unión Democrática -última figuración del Frente Popular- y
confrontó a los partidos opositores con una cuestión difícil: desde
dónde enfrentar a Perón. Los socialistas, apartados de toda
representación
política,
mantuvieron
su
caracterización
de
“nazifascismo”, denunciaron los avances hacia el autoritarismo y
consideraron que la prioridad era acabar con el régimen; los grupos
de socialistas que intentaban una postura más comprensiva hacia
los trabajadores que habían adherido al peronismo no lograron
quebrar la sólida y ya anquilosada estructura partidaria. Algo
similar ocurrió en el Partido Comunista: hubo un período de
acercamiento
y
simpática
comprensión,
por
la
vía
de
las
organizaciones de trabajadores, que culminó con la expulsión de los
dirigentes que la propiciaron. Los conservadores sufrieron el
cimbronazo de una cantidad de dirigentes que se “pasaron”, pero
finalmente el antiguo frente se reconstituyó en una línea de
oposición frontal, fundada en la defensa de la legalidad republicana.
En el radicalismo, el proceso fue más amplio. La derrota de 1946
abrió el camino a la renovación partidaria y una coalición de
intransigentes renovadores y sabattinistas, críticos de la estrategia
de la Unión Democrática, desplazó a los “unionistas” que venían del
tronco alvearista. En 1947, en la Convención de Avellaneda, el
Movimiento de Intransigencia y Renovación (MIR) había formulado
sus principios, que transformaban sustancialmente el programa
radical, hasta entonces ambiguo e impreciso. El MIR, sin renunciar a
la defensa de la Constitución y de la república, combatió al
peronismo desde una posición que se presentaba como más
progresista, tanto en lo social como en lo nacional, y lo hizo con
más soltura a medida que el régimen, por las exigencias del
gobierno, fue abandonando sus posiciones iniciales más avanzadas.
Mientras el grupo unionista optaba por el desafío frontal y
especulaba con un golpe militar, los intransigentes discutieron en el
Congreso cada uno de los proyectos gubernamentales, coincidieron
a veces y señalaron objeciones fundadas y atendibles en muchos
casos. En el grupo de los 44 diputados, presidido por Ricardo Balbín
y Arturo Frondizi, se formó toda la dirigencia radical posperonista.
Pero no llegaron a constituirse en una verdadera oposición
democrática,
en
parte
porque
entre
muchos
de
ellos
el
faccionalismo era también muy fuerte, pero sobre todo porque la
mayoría peronista no estaba dispuesta a convertir al Congreso en un
lugar de debate, e incluso a tolerar que fuera una tribuna de los
disidentes con la Doctrina Nacional. Todos los recursos se usaron
para acallar sus voces y, finalmente, para ubicarlos en la posición
que se les había asignado con anterioridad.
Un conflicto cultural
La virulencia del discurso político y, sobre todo, los encendidos
ataques a la “oligarquía” no se correspondían con una conflictividad
social real ni mucho menos con una guerra social, como parecía
desprenderse de aquéllos. El régimen peronista no atacó ningún
interés fundamental de las clases altas tradicionales, aunque algunos
segmentos de ellas pudieran verse afectados por la política
agropecuaria.
Las
instituciones
que
expresaban
los
intereses
corporativos de los propietarios -la Sociedad Rural, la Unión
Industrial y otras- no se opusieron públicamente al gobierno, e
incluso
aceptaron
discretas
cooptaciones.
Hubo,
sí,
nuevas
incorporaciones de empresarios exitosos, y sobre todo de quienes
supieron aprovechar vinculaciones y prebendas para hacer jugosos
negocios. En el imaginario social ocupó un lugar importante el
“nuevo rico”, el parvenú, que se mezcló con otros nuevos
integrantes de una elite dirigente que, ciertamente, era mucho más
variada que la anterior a 1945: los sindicalistas ocuparon puestos
visibles, junto con una nueva camada de políticos, deportistas o
artistas. Las clases medias tradicionales tuvieron quizá más motivos
de queja, en especial quienes gozaban de rentas fijas, reducidas por
la inflación, o quienes perdieron sus empleos estatales. Pero en
cambio se nutrieron de nuevos y vigorosos contingentes llegados
por las vías más tradicionales de la sociedad argentina: la modesta
prosperidad económica de los trabajadores y la educación de sus
hijos, pues una de las características salientes de estos años fue la
formidable expansión de la matrícula en la enseñanza media y la no
menos notable expansión de la universitaria.
Las
migraciones
internas
habían
venido
modificando
en
profundidad la fisonomía de los sectores populares. En ellas, la crisis
de la agricultura pampeana operó de manera tan fuerte como la
oferta de trabajo industrial, y estabilizada ésta, fue la mera atracción
de la vida en las ciudades, que reflejaba los procesos de
modernización y aparición de expectativas y aspiraciones nuevas,
generalizadas por la radio y el cine. Durante los años finales de la
década del treinta y el período de la guerra, predominaron los
migrantes de las zonas pampeanas más cercanas y luego se
incorporaron los provenientes del Interior tradicional, con quienes
se construyó la imagen social del “cabecita negra”. Con ellos se
expandieron los cinturones de las grandes ciudades -el Gran
Buenos Aires, Gran Rosario, Gran Córdoba-, donde se repitió una
historia social ya conocida: el lote modesto, la casita precaria,
construida por partes -con la novedad de los planes sociales de
vivienda- y el esfuerzo societario para urbanizar el lugar.
La novedad de esta historia, que prolongaba el secular proceso
de expansión de la sociedad argentina, fue la brusca incorporación
de los sectores populares a ámbitos visibles, antes vedados. Más allá
de su significado político, el 17 de octubre fue simbólico
precisamente por eso. Estimulados y protegidos por el Estado
peronista, y aprovechando una holgura económica novedosa, los
sectores populares se incorporaron al consumo, a la ciudad, a la
política. Compraron ropas y calzados, y también radios o heladeras,
y algunos las “motonetas” que el líder se encargaba de promocionar.
Viajaron por el país, gracias a los planes de turismo social, y
accedieron
a
los
lugares
de
esparcimiento
y
diversión,
aprovechando la generalización del sábado inglés y aun el asueto
sabatino total para algunos de ellos. Se llenaron las canchas de
fútbol, las plazas y los parques, el Parque Retiro y los lugares de
baile -como La Enramada- donde la música folclórica recordaba la
vieja identidad y facilitaba la asunción de la nueva. Sobre todo,
fueron al cine, la gran diversión de aquellos años. Invadieron la
ciudad, incluso el centro, y lo usaron todo. Ejercieron plenamente
una ciudadanía social, que nació íntimamente fusionada con la
política.
El reconocimiento de la existencia del pueblo trabajador y el
ejercicio de nuevos derechos estuvieron asociados con la acción del
Estado, y la justicia social fue una idea clave y constitutiva tanto del
discurso del Estado -que derivó de ella la doctrina llamada
“justicialista”- como de la nueva identidad social que se constituía.
Los materiales de esta idea se habían ido conformando en las dos
décadas anteriores, tanto por obra de las experiencias de los sectores
populares como de diversas fuentes discursivas, del socialismo a la
doctrina de la Iglesia. Todo ello había decantado en una percepción,
racional y emotiva a la vez, de las injusticias de la sociedad manifiesta tanto en un discurso de Alfredo Palacios como en una
película de Tita Merello-, unida a una acción racional para
solucionar sus aspectos más visibles, para alcanzar mejoras, quizá
modestas pero posibles e inmediatas, en las que el Estado benefactor
tenía la responsabilidad principal y la propia organización de los
interesados era relegada a una situación ancilar. Lo singular -ha
subrayado con justeza José Luis Romero- fue la combinación de
esta
nueva
concepción
con
aquella
otra
más
espontánea
y
verdaderamente constitutiva de la sociedad argentina moderna: la
ideología de la movilidad social. La acción del Estado no sustituía la
clásica aventura individual del ascenso, sino que aportaba el
empujón inicial, la eliminación de los obstáculos más gruesos, para
que los mecanismos tradicionales pudieran empezar a funcionar. La
justicia social venía a completar así el proceso secular de integración
de la sociedad argentina, y la identidad que se constituyó en torno
de ella fue a la vez obrera e integrativa. A diferencia de las décadas
anteriores, todo lo referente al mundo del trabajo, y a la misma
dignidad inherente a él, tuvo un significado central, reforzado por el
papel de la institución obrera por excelencia -el sindicato- en
innumerables ámbitos de la vida, laboral y no laboral, pues de la
mano del sindicato los trabajadores aseguraron su salud tanto como
accedieron al turismo o al deporte. Los trabajadores se integraron a
la nación de la mano del Estado y a la vez se incorporaron a la
sociedad establecida, de cuyos bienes acumulados aspiraban a
disfrutar, con prácticas típicas ya desarrolladas por quienes, en
épocas anteriores, habían seguido el mismo proceso de integración.
El Estado facilitó el acceso a dichos bienes. Al fuerte estímulo a
la educación -particularmente en el nivel medio- se agregó la
protección y promoción de las diversas actividades culturales:
conciertos y representaciones teatrales a precios populares, apertura
del Teatro Colón a actividades más variadas, y una fuerte protección
a la industria cinematográfica, que se sumaron al crecimiento
natural de la radiofonía. El Estado distribuía, y el público recibía,
junto con los bienes, una dosis masiva de propaganda. La mayoría
de los diarios y todas las radios fueron manejados, directa o
indirectamente, desde la Secretaría de Prensa y Difusión. El agudo
Enrique Santos Discépolo o el mediocre Américo Barrios fueron las
voces de una propaganda oficial que también desbordaba en los
relatos deportivos de Luis Elias Sojit, y que finalmente se instaló en
las escuelas, cuando La razón de mi vida, el libro de Eva Perón, fue
establecido como texto obligatorio.
El Estado facilitaba el acceso a la cultura erudita, pero sobre
todo distribuía cultura “popular”, que incluía mucho de lo folclórico
tradicional -como lo podían expresar Antonio Tormo o Alberto
Castillo- y mucho de comercial. Pero en conjunto, distribuía en el
imaginario de la sociedad los modelos sociales y culturales
establecidos, de la misma manera que, décadas antes, lo había hecho
la revista El Hogar: eso es lo que se veía en el cine de los teléfonos
blancos, con su imagen convencional de las clases tradicionales, tal
como las podía encarnar Zully Moreno, o en los libros escolares,
donde los trabajadores eran representados en su hogar, sentados en
un sillón, con saco y corbata, y leyendo el diario. Distribuía también
una cierta visión de la tradición nacional, manifiesta en la
preocupación por develar el mítico ser nacional que debía unificar a
la comunidad. Curiosamente, para este movimiento alguna vez
surgido del nacionalismo, esa tradición se encarnaba en primer
lugar en José de San Martín, el Libertador -el centenario de su
muerte conmemorado con profusión-, que prefiguraba al segundo
Libertador, y luego -conspicuamente ausente Rosas- en la más
clásica tradición liberal, la de Justo José de Urquiza, Bartolomé
Mitre, Domingo Sarmiento y Julio Roca, con cuyos nombres fueron
bautizadas las líneas de los ferrocarriles nacionalizados. Ese
momento fundacional se separaba del presente por un pasado negro
y ominoso, de una densidad tal que el peronismo -sin perder su
arraigo en la tradición- podía exhibir plenamente su dimensión
fundadora
y
revolucionaria,
legitimada
en
un
futuro
en
construcción. Un pasado negro y un presente rosa, un antes y un
ahora, eran los elementos centrales que organizaban los textos y los
discursos peronistas.
Esa construcción discursiva, y la forma elegida de difundirla, no
necesitaron tanto de verdaderos intelectuales como de mediadores
un poco militantes y otro poco obsecuentes. Ciertamente, pese al
apoyo disponible, la creación intelectual y artística fue escasa en el
medio oficial, donde pueden recordarse pocas figuras notables: el
filósofo Carlos Astrada, los escritores Leopoldo Marechal y María
Granata, el poeta Horacio Rega Molina. Los mejores intelectuales y
creadores críticos e innovadores convivieron, junto con los de la
antigua cultura establecida y un poco caduca, en instituciones
surgidas al margen del Estado, y animadas por un cierto fuego
sagrado: Ver y Estimar, Amigos de la Música, el Colegio Libre de
Estudios Superiores, que funcionó como universidad alternativa, y
la revista Sur, donde el esteticismo cosmopolita y apolítico hacía las
veces de una ideología opositora. Quizá lo más novedoso de estos
años en materia de creación cultural haya sido el auge del teatro
“independiente”, cultivado por artistas no profesionales, donde
encontró terreno adecuado una renovada producción nacional -a
partir de El puente, de Carlos Gorostiza, estrenada en 1949- que
contrastó
con
la
chatura
repetitiva
de
los
grandes
teatros
comerciales o estatales.
El peronismo había surgido, en los años de la guerra y la
inmediata posguerra, en el marco de un fuerte conflicto social,
alimentado desde el mismo Estado. Con el correr del tiempo,
derivó, por una parte, en un fuerte enfrentamiento político, que
separaba al oficialismo de la oposición, y, por otra, en un conflicto
que, más que social, era cultural. El Estado había trabajado mucho
para encuadrar los conflictos sociales en una concepción más
general de la armonía de clases, la comunidad de intereses y la
negociación, que él arbitraba, y a la vez había desplazado el conflicto
al campo del imaginario de la sociedad.
Fue un conflicto cultural, infinitamente más violento que el
existente entre los intereses sociales básicos, el que opuso lo
“oligárquico”
con
lo
“popular”.
Lo
popular
combinaba
las
dimensiones trabajadora e integrativa, y carecía de aquellos
componentes clasistas que, en otras sociedades, se manifiestan en
una cultura cerrada y centrada en sí misma. No se apoyó en un
modelo cultural diferente del establecido, sino en una manera
diferente y más amplia de apropiarse de él, de participar de algo
juzgado valioso y ajeno. En esa perspectiva, la oligarquía -fría y
egoísta- era la que pretendía restringir el acceso a esos bienes y
excluir al pueblo. Se trataba de una definición precisa en cierto
sentido, sobre todo ético, pero socialmente muy difusa, y permitía
combinar un violento ataque discursivo -en particular, en la voz
plebeya de Eva Perón- con escasas acciones concretas en contra de
los
supuestos
destinatarios,
la
“oligarquía
encerrada
en
sus
madrigueras”. Inversamente, desde la oposición, la resistencia a las
prácticas políticas del peronismo se combinaba con la irritación
ante la forma peronista del proceso de democratización social: hubo
en ellos mucho de reacción horrorizada frente a la invasión popular
de los espacios antaño propios, y mucho de ira ante la pérdida de la
deferencia y el respeto, que juzgaban producto de las medidas
demagógicas del régimen. Su respuesta fue, junto con el ataque al
régimen, la ridiculización del parvenú, tanto del nuevo rico como
del humilde habitante urbano, incapaz de manejar con destreza los
instrumentos de la nueva cultura o de comprender sus claves, y a
menudo encandilado con sus manifestaciones más superficiales.
Fueron
dos
configuraciones
culturales
antagónicas
y
excluyentes, que se negaron mutuamente pero que compitieron por
la significación de un campo común. En torno de Eva Perón se libró
un combate de ese tipo. Confrontaron dos versiones antagónicas e
igualmente estilizadas, frente a las cuales el verdadero personaje se
fue esfumando: como ha mostrado Julie Taylor, a la Dama de la
Esperanza se contrapuso la Mujer del Látigo, dos versiones de la
misma imagen de la mujer y de sus funciones, elaborada por las
clases medias, de la cual unos y otros pretendían apropiarse. Más
visible aún fue la disputa en torno de la imagen de los
“descamisados”, que en la práctica aludía al acto ritual de los
dirigentes de sacarse el saco en las ceremonias oficiales, quizá para
lucir sus camisas de seda. Originariamente, como el sans-culotte
francés, encierra todo el prejuicioso desprecio de la gente “decente”
frente a un comensal inesperado; pero del otro lado, en lugar de una
imagen
diferente
que
cambiara
los
términos
del
conflicto
asumiendo la propia identidad obrera, hubo una asunción positiva
del descamisado, una apropiación y resignificación de la imagen del
otro, como si el conflicto cultural se librara en el campo ya
organizado por los sectores tradicionales.
Crisis y nueva política económica
La coyuntura externa favorable en la que surgió el Estado peronista
comenzó a invertirse hacia 1949: los precios de los cereales y las
carnes volvieron a su normalidad y los mercados se contrajeron,
mientras que las reservas acumuladas, consumidas con poca
previsión, se agotaron. La situación era grave, pues el desarrollo de
la industria, quizá paradójicamente, hacía al país más dependiente
de sus importaciones: combustibles, bienes intermedios como acero
o
papel,
repuestos
y
maquinarias,
cuya
falta
dificultaba
el
desenvolvimiento de la industria y provocaba, finalmente, inflación,
paro y desocupación. Los primeros signos de la crisis llevaron en
1949 a la caída de Miguel Miranda, reemplazado por un equipo de
economistas
profesionales
-encabezado
por
Alfredo
Gómez
Morales- que se encargó de iniciar los ajustes. Las medidas no
evitaron que, tres años después, la crisis del sector externo se
repitiera, agravada por dos sequías sucesivas. En ese duro invierno
de 1952, la gente debió consumir un pan negruzco, elaborado con
mijo, faltó la carne y los cortes de luz fueron frecuentes. También en
ese invierno murió Eva Perón, uno de los símbolos de la
prosperidad perdida.
Precisamente en 1952 el gobierno adoptó con firmeza un nuevo
rumbo económico, ratificado luego en el Segundo Plan Quinquenal,
mucho más específico que el anterior, que debía tener vigencia entre
1953 y 1957. Para reducir la inflación, se restringió el consumo
interno: fueron eliminados subsidios a distintos bienes de uso
popular, se estableció una veda parcial al consumo de carne y se
levantó el congelamiento de los alquileres; además, Perón hizo una
apelación a la reducción voluntaria y consciente del consumo, de
sorprendente efecto. Por otra parte, se proclamó la “vuelta al
campo”: el IAPI, manejado por un “ministro liquidador”, invirtió su
mecanismo y empezó a estimular a los productores rurales con
precios retributivos, al tiempo que se daba prioridad a la
importación de maquinaria agrícola. Esta política, cuyos efectos no
llegaron a ser apreciables, apuntaba a aumentar la disponibilidad de
divisas para seguir impulsando el desarrollo del sector industrial,
clave para todo el andamiaje del peronismo.
Por entonces, el estancamiento industrial era evidente. En los
años anteriores, y al amparo de una amplia política proteccionista,
había proliferado un extenso sector de medianos y pequeños
establecimientos, en general muy poco eficientes, que subsistía de
alguna manera al amparo de las grandes fábricas y de sus elevados
precios. Las ramas de alimentos y de textiles, que encabezaran el
crecimiento, habían llegado al límite de sus posibilidades de
crecimiento.
Otras
ramas,
como
la
metalúrgica,
la
de
electrodomésticos, caucho, papel o petroquímica, tenían todavía
amplias posibilidades en el mercado interno, pero se encontraban
trabadas por diversas limitaciones. El principal problema del sector
industrial era su reducida eficiencia, oculta por la protección y los
subsidios que por distintas vías recibía del Estado. Las causas eran
varias: a la maquinaria obsoleta se sumaba el deterioro de los
servicios, particularmente la escasa electricidad y los deficientes
transportes, sobre todo ferroviarios, cuya renovación el Estado
había abandonado. En las fábricas, ausentes los incentivos que
derivan de la competencia, habían subsistido procesos productivos
ineficientes y costosos. Por último, la industria empleaba una alta
proporción de mano de obra, y el peso de los salarios resultaba
particularmente alto y difícil de reducir debido a la alta ocupación y
a la fuerte capacidad sindical de negociación. La expansión de la
demanda, que al principio compensaba los costos salariales altos,
había perdido su efecto dinamizador, de modo que el problema
comenzó a ser gravoso para los empresarios.
La nueva política económica apuntó a esos problemas. Se
restringió el crédito industrial y el uso de las divisas, y se dio una
nueva prioridad a las empresas grandes y sobre todo a las industrias
de bienes de capital: el proyecto siderúrgico de SOMISA fue
reactivado y se procuró iniciar la fabricación de tractores y
automóviles. Los contratos colectivos de trabajo -piedra angular de
la política sindical- fueron congelados por dos años. A principios de
1955, se convocó a empresarios y sindicalistas para discutir las
cuestiones
de
la
productividad
y
afloraron
los
temas
que
preocupaban a aquéllos: la ineficiencia de la mano de obra, el poder
excesivo de los delegados de fábrica, el ausentismo de los lunes.
También afloró una sorda inquietud gremial, expresada en parte en
la reivindicación de la política originaria del régimen y en parte en
huelgas, como la metalúrgica de 1954, cuidadosamente acalladas
por la disciplinada prensa oficial.
El gobierno puso sus mayores esperanzas en algo que desde
entonces sería el tema central de las políticas económicas: la
concurrencia
de
capitales
extranjeros,
que
empezaron
a
ser
imaginados por unos como la piedra filosofal y por otros como el
caballo de Troya de la economía. En 1953, el gobierno sancionó una
ley de radicación de capitales: pese a establecer importantes
resguardos respecto de repatriación de utilidades o reenvío de
ganancias, suponía una modificación fundamental respecto de los
postulados de la independencia económica y la tercera posición.
Esto ocurrió en el marco de una visible reconciliación con Estados
Unidos, jalonada por el apoyo a su política en Corea y en Guatemala
-donde en 1954 la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus
siglas en inglés) derribó al presidente Árbenz-, y el entusiasta
recibimiento al hermano del presidente Eisenhower. En el marco de
esta política comenzaron a concretarse algunos proyectos, que
madurarían plenamente luego de 1955: la FIAT italiana se interesó
en tractores, autos y motores; otro grupo italiano inició una acería
en Campana, la Mercedez Benz se radicó para fabricar camiones y la
Kaiser instaló en Córdoba una planta de automóviles, ya obsoleta en
Estados Unidos. Lo más importante fue el proyecto petrolero: en
1954, el gobierno firmó con una filial de la Standard Oil de
California un contrato de explotación de 40 mil hectáreas en la
provincia de Santa Cruz, con amplios derechos. Se trataba de una
medida que desafiaba convicciones hondamente arraigadas -e
incluso una disposición de la Constitución de 1949- y que suscitó
un amplio debate público, por lo que Perón prefirió enviarlo al
Congreso para su ratificación. Allí fue discutido tanto por la
oposición -Arturo Frondizi publicó por entonces Petróleo y
política- como por sectores del propio peronismo, cuya voz más
visible fue el joven diputado John William Cooke, y no llegó a ser
ratificado.
Los logros de la nueva política económica fueron modestos: se
redujo la inflación y se reequilibró la balanza de pagos, pero no se
apreciaron cambios más sustanciales en el agro y en la industria.
Ciertamente, esa política marcaba un rumbo nuevo, que en sus
líneas básicas anticipaba la de los gobiernos posperonistas, pero su
aplicación fue moderada y tuvo en cuenta la necesidad de
resguardar la situación de los sectores populares, lo que en cierto
sentido resultó poco compatible con la ortodoxia económica que la
inspiraba: ni se recurrió a la devaluación -el gran instrumento con
el
que
posteriormente
se
operaron
rápidas
y
sustanciales
transferencias de ingresos entre sectores- ni se redujo el gasto
público, que en buena medida subsidiaba a los sectores asalariados.
En ese sentido, esta nueva política económica se mantenía dentro de
la tradición peronista.
Los comienzos de la crisis económica fueron acompañados de
importantes manifestaciones de disconformidad entre dos de los
principales apoyos del régimen, los sindicatos y el Ejército, cuya
solución implicó un avance en el camino del autoritarismo. Hacia
1948, el Estado había logrado estabilizar y controlar el frente
gremial, pero desde el año siguiente las huelgas, aunque menores en
número, fueron más duras y con una veta crecientemente opositora.
En 1949, en dos ocasiones fue la Federación Obrera Tucumana de la
Industria del Azúcar (FOTIA), que nucleaba a los trabajadores
azucareros de Tucumán; finalmente fue declarada ilegal y se
intervino el sindicato. Luego fueron los bancarios, los gráficos y los
ferroviarios, a fines de 1950 y principios de 1951. Estas últimas
constituyeron un fuerte desafío al régimen, por su visibilidad
imposible de ignorar y porque ocurrieron al margen de la
complaciente e ineficaz dirección del sindicato; los trabajadores,
golpeados por la política de hacer menos costosos los ferrocarriles,
siguieron a antiguos gremialistas opositores, y su voluntad ni
siquiera pudo ser torcida por Eva Perón, que jugó su prestigio
recorriendo patéticamente los talleres ferroviarios y reclamando a
“sus” trabajadores solidaridad con Perón. Éste finalmente optó por
aplicar una dura represión: prisión a los dirigentes rebeldes y
movilización militar a los obreros.
Los problemas con los militares siguieron a un avance inicial del
régimen sobre la institución, ante la que al principio había
mantenido una cierta prescindencia. El general Franklin Lucero,
nuevo ministro de Ejército, se preocupó de ganar apoyos entre los
oficiales -creció el escalafón, los ascensos se agilizaron y hubo
variadas prebendas para jefes y oficiales- y también entre los
suboficiales, beneficiados con el derecho al voto -hasta entonces,
una capitis diminutio los colocaba en el nivel de los irresponsables-,
el uso de uniforme similar a los oficiales y un sistema de becas para
educar a sus hijos, a lo que se agregó la posibilidad de “abrir los
cuadros” y permitir su ascenso al cuerpo de oficiales. Todos estos
beneficios, que suponían también el incremento de las rivalidades y
las suspicacias internas, apuntaban a lograr un compromiso más
pleno por parte de quienes debían ser un componente central de la
comunidad organizada.
El compromiso solicitado puso en evidencia todas las reticencias
y dudas que el régimen -no ya el presidente constitucionalsuscitaba entre los militares. Se preguntaban acerca de la solidez de
un orden proclamado, pero basado en la agitación popular
permanente;
se
indignaban
ante
avances
flagrantes
del
autoritarismo, como la expropiación del diario La Prensa, y se
irritaban sobre todo con Eva Perón, su injerencia en los asuntos del
Estado y su peculiar estilo. La proclamación de su candidatura a la
vicepresidencia, en el Cabildo Abierto del Justicialismo del 22 de
agosto de 1951, a la que ella renunció días después, fue sin duda
difícil de tolerar. Éstos y quizás otros motivos dieron el espacio
mínimo para la acción de grupos de oficiales decididos a derribar a
Perón, vinculados con aquellos políticos opositores embarcados ya
en la misma ruta. El 28 de septiembre de 1951, el general Benjamín
Menéndez encabezó un intento, notoriamente improvisado y
fácilmente sofocado. Si bien se puso de manifiesto la firme posición
legalista del grueso del Ejército, también constituyó un llamado de
atención para un régimen que hasta entonces no había tropezado
con oposición consistente alguna. Perón aprovechó la intentona que calificó de “chirinada”- para establecer el estado de guerra
interno y mantenerlo hasta 1955. Con ese instrumento se dedicó a
depurar a los mandos militares de adversarios, sospechosos, tibios o
vacilantes. A la vez, en plena campaña electoral, restringió aún más
la acción de los políticos opositores y obtuvo un aplastante triunfo
en noviembre de ese año, en las primeras elecciones con sufragio
femenino: logró el 64% de los votos, la totalidad de los senadores y
el 90% de los diputados, gracias a las ventajas del sistema de
circunscripciones.
Consolidación del autoritarismo
Perón inició su segundo período visiblemente consolidado por el
nuevo plan económico, que parecía tener éxito, la victoria sobre
rebeldes militares y sindicalistas y el espectacular triunfo electoral.
Incluso la muerte de Evita, sin duda un golpe muy duro para el
régimen, fue ocasión para unos funerales convertidos en singular
manifestación plebiscitaria. El fin de la etapa revolucionaria -visible
en la nueva política económica y en la normalización de las
relaciones con Estados Unidos, y también simbolizado por el trágico
acallamiento de la voz más dura del régimen- podía hacer
presuponer una marcha hacia la pacificación política y una relación
más normal con los que disentían, en el marco de un cierto
pluralismo.
Pero
había
otras
fuerzas
que
empujaban
al
mantenimiento y acentuación del rumbo autoritario: el propio
desenvolvimiento de la maquinaria puesta en marcha, que avanzaba
inexorablemente sobre las zonas no controladas, y la poca
predisposición para reconstruir los espacios democráticos por parte
de muchos de los opositores, jugados a la eliminación del líder.
En los tres años finales de su gobierno, Perón tuvo una conducta
errática. Fue evidente la dificultad para llenar el vacío dejado por la
muerte de Eva Perón: tanto en la Fundación como en el nuevo
Partido Peronista Femenino o en la misma CGT, se advirtió un
manejo burocrático y una pérdida de iniciativa. Perón mismo
pareció perderla, manifestó cierto cansancio y menor concentración
en el trabajo y en la conducción política; pasó mucho más tiempo en
la residencia de Olivos y se dedicó a exhibirse rodeado por las
adolescentes de la
Unión de Estudiantes Secundarios (UES),
instaladas en la misma residencia, o a encabezar desfiles juveniles en
motoneta -la última novedad en sustitución de importaciones-,
luciendo un llamativo gorrito de béisbol.
La UES era precisamente una de las nuevas manifestaciones de
esa vía autoritaria, que procuraba encuadrar todos los sectores de la
sociedad
máquina
en
organizaciones
plebiscitaria,
controladas
perfectamente
y
“peronizadas”.
organizada,
La
producía
regulares y previsibles convocatorias a la plaza. Se avanzó en la
“peronización” de la administración pública y la educación, con la
exigencia de la afiliación al partido, la exhibición del “escudito” o el
luto por la muerte de Eva Perón, la donación de sueldos para la
fundación y todo tipo de manifestaciones celebratorias del líder y su
esposa, cuyos nombres fueron impuestos a estaciones ferroviarias,
hospitales, calles, plazas, ciudades y provincias. La “peronización”
llegó a las Fuerzas Armadas: hubo cursos de adoctrinamiento
justicialista, y las promociones y selección de jefes obedecieron
desembozadamente a razones políticas. Los espacios de la oposición
fueron reducidos al mínimo, en la prensa y en el Parlamento, donde
el doctor Cámpora, presidente de la Cámara de Diputados,
proclamó la superioridad de la obsecuencia sobre la consecuencia.
Mientras por esa vía el régimen marchaba hacia el totalitarismo,
procuraba simultáneamente -aunque con menor consecuenciareconstruir
un
espacio
de
convivencia
con
los
opositores,
empezando por un objetivo mínimo: el reconocimiento recíproco.
Encontró alguna recepción en los partidos, para los que su situación
en los bordes mismos de la ilegalidad generaba tensiones difíciles de
soportar. Algunos de sus dirigentes se animaron a acercarse al
gobierno y dialogar: la respuesta que encontraron fue tan cálida
como dura la crítica de sus compañeros reluctantes. Primero fue, en
1951, una entrevista secreta del conservador Reynaldo Pastor.
Luego, un ofrecimiento público de un grupo de dirigentes del
Partido Comunista, encabezado por Juan José Real, que propuso
integrarse a un Frente Popular Unido, pero chocó con el sólido
anticomunismo peronista. Finalmente, a fines de 1952, fue un
veterano dirigente socialista, Enrique Dickmann, quien negoció con
Perón la liberación de presos políticos socialistas y la reapertura del
periódico La Vanguardia, para ser de inmediato expulsado del
partido. Con apoyo oficial, Dickmann fundó el Partido Socialista de
la Revolución Nacional, que recolectó disidentes varios de la
izquierda, con el que Perón proyectó infructuosamente dividir al
socialismo.
Este tenue comienzo de una apertura -no declarada por
ninguna de las dos partes- terminó bruscamente en abril de 1953:
durante una concentración, y mientras hablaba Perón, estallaron en
la Plaza de Mayo bombas colocadas por grupos opositores lanzados
al terrorismo y murieron varias personas. La respuesta fue en la
misma clave violenta: grupos peronistas incendiaron la Casa
Radical, la Casa del Pueblo socialista y el Jockey Club, centro
emblemático de la ambigua y ubicua “oligarquía”; la Policía,
llamativamente pasiva, se volvió activa para impedir el incendio del
diario La Nación. A esa explosión de terror administrativo siguió
una
amplia
e
indiscriminada
detención
de
dirigentes
y
personalidades opositores, que incluía desde Ricardo Balbín hasta
Victoria Ocampo. Pero en la segunda mitad del año, el régimen se
ablandó y aceptó liberar a los presos siempre que los partidos lo
pidieran y dieran así prueba de reconocimiento al régimen,
conducta que, discretamente, siguieron los partidos menores. En
diciembre, al final, una ley de amnistía permitió liberar a la mayoría.
Al año siguiente, 1954, la convocatoria a elecciones para designar
vicepresidente -Quijano había muerto apenas reelecto- llevó a
montar de nuevo el escenario y la maquinaria electoral: el almirante
Teisaire -que administraba el partido- derrotó con la tradicional
amplitud a Crisólogo Larralde, uno de los más destacados dirigentes
de la intransigencia radical.
Por
entonces
el
radicalismo
había
definido
su
perfil,
encontrando un ángulo de oposición posible a un régimen que
giraba simultáneamente al conservadurismo y al autoritarismo. Al
igual que los otros partidos, los radicales debían soportar, desde
1946, una dura división interna. Los unionistas, herederos del
alvearismo y la Unión Democrática, estaban totalmente jugados a la
abstención, la ruptura total y el golpe militar, y los sabattinistas de
Córdoba se habían plegado a esa línea. El grupo de Intransigencia y
Renovación, en cambio, insistió desde el comienzo en la lucha
institucional e ideológica, y siguió haciéndolo pese a la reducción
casi total de los espacios. En 1954, ganó definitivamente el control
del partido, cuando Arturo Frondizi alcanzó la presidencia del
Comité Nacional. Acusado de “rojo” por sus enemigos internos,
Frondizi había definido una imagen original de político intelectual,
reforzada por la publicación de su libro Petróleo y política. Con él,
había lanzado la propuesta de combatir al peronismo desde lo que
éste tenía de más progresista, y sin renunciar a la crítica
institucional, reivindicar la reforma agraria y el antiimperialismo,
tema que los contratos petroleros habían tornado urticante.
Puede especularse sobre la sinceridad de esta propuesta y la
posible
emergencia
de
una
clase
política
renovada.
Pero
ciertamente, en 1954 se ubicaba -como lo ha señalado Félix Lunaen el cuadro general de una cierta reapertura del debate público, que
coincidía con un envejecimiento del régimen y de su líder. Por
entonces, la revista Esto Es practicaba un periodismo abierto que se
distinguió de la monótona apología de la prensa oficial; el periódico
De Frente, de John William Cooke, pareció introducir en el
peronismo un inesperado debate interno, que en ese movimiento
verticalista no reconocía antecedente alguno; las revistas Imago
Mundi y Contorno abrían una alternativa cultural y mostraban un
renovado interés por la actualización del mundo intelectual. Ese
año, la fundación del Partido Demócrata Cristiano parecía indicar como ha dicho Tulio Halperin Donghi- que la Iglesia se sumaba a
esta visión en cierto modo postuma del régimen envejecido.
LA CAlDA
La fundación del Partido Demócrata Cristiano marcó el comienzo
del conflicto entre Perón y la Iglesia, que rápidamente llevó a su
caída. Pese a que había múltiples razones, no era un conflicto
inevitable; dejarse llevar a él fue sin duda un grave error, y la señal
de que ese hábil político -tan capaz de unificar el campo propio
como de explotar las debilidades del adversario- había perdido
muchas de sus capacidades.
La
Comunidad
Organizada
-o,
más
modestamente,
la
peronización de las instituciones de la sociedad- era un proyecto
con
una
dinámica
propia,
ejecutado
por
un
conjunto
de
funcionarios, que ya marchaba de manera independiente de la
voluntad o del arte para conducir del líder. El Ejército, al principio
resguardado
en
su
independencia
y
profesionalidad,
había
sucumbido en su camino, y las voces disconformes eran cada vez
más fuertes. Pero la Iglesia, con la que al principio se había
establecido un acuerdo mutuamente conveniente, era irreductible a
él, y por eso potencialmente enemiga, máxime cuanto en la
compleja
institución
tenían
un
lugar
no
despreciable
viejos
enemigos del régimen -identificados con la oposición- y nuevos
disidentes, quejosos de distintos aspectos de la nueva política, como
el abandono de las consignas nacionalistas. El Estado peronista y la
Iglesia empezaron a chocar en una serie de campos específicos. La
Iglesia era sensible a los avances de aquél en el terreno de la
beneficencia, a través de la Fundación, y en el de la educación; aquí,
al desagrado por el creciente culto laico del presidente de la Nación
y su esposa, se agregaba la preocupación por los avances del Estado
en la organización de los estudiantes secundarios, en un contexto de
sombrías sospechas de corrupción. Al gobierno lo turbaba la
conspicua intromisión de la Iglesia en la política, con la Democracia
Cristiana, y la más solapada en el campo gremial que, desde el
punto de vista del régimen, resultaba francamente subversiva.
El conflicto estalló en septiembre de 1954, cuando en Córdoba
compitieron
dos
manifestaciones
celebratorias
del
Día
del
Estudiante, una organizada por los católicos y otra por la UES. En
noviembre
Perón
lanzó
su
ataque
contra
la
Iglesia;
el
enfrentamiento pareció enfriarse enseguida, pero se agudizó en
diciembre, luego de la multitudinaria procesión en Buenos Aires en
el día de la Inmaculada Concepción. El ataque mostró la
verticalidad alcanzada en el aparato político oficial: todos a una, con
escasas disidencias, descubrieron los tremendos vicios de la Iglesia.
Aunque se intentó limitarlo a “unos pocos curas”, fue un ataque
feroz,
asombroso
para
una
sociedad
que
desde
1930
había
retrocedido tanto en su aprecio por los valores del laicismo. Se
prohibieron las procesiones, se suprimió la enseñanza religiosa en
las escuelas, se introdujo -en una ley en vías de aprobación referida
a otra cuestión- una sorpresiva cláusula que permitía el divorcio
vincular, se autorizó la reapertura de los prostíbulos y se envió un
proyecto de reforma constitucional para separar a la Iglesia del
Estado. Muchos sacerdotes fueron detenidos, y los periódicos se
llenaron de denuncias públicas y comentarios groseros sobre la
conducta y la moralidad de prelados y sacerdotes.
La defensa de la Iglesia no fue menos eficaz y demostró su poder
como institución, en una sociedad que sin embargo no se
caracterizaba
por
su
devoción.
Atacada
por
los
medios
de
comunicación monopolizados por el gobierno, inundó la ciudad
con todo tipo de panfletos, mientras sus asociaciones laicas, y en
particular la Acción Católica, movilizaron sus cuadros, engrosados
por los opositores, que encontraron finalmente la brecha en el
régimen y no se sintieron inhibidos por la tonalidad clerical,
nacionalista e integrista que predominaba en la acción eclesiástica.
El 8 de junio, el día de Corpus, se celebró una multitudinaria
procesión; el jefe de Policía -luego se demostró- hizo quemar una
bandera argentina y acusó de ello a los opositores católicos. El 16 de
junio, se produjo un levantamiento de la Marina contra Perón.
Difícilmente la génesis del levantamiento se encontrara en este
conflicto, pues la Marina era la más laica y liberal de las tres fuerzas,
pero los golpistas -oficiales y políticos opositores- encontraron aquí
su ocasión. El proyecto de los marinos -en verdad descabelladoconsistía en bombardear la Casa de Gobierno para asesinar a Perón;
su ejecución, totalmente defectuosa, culminó en el bombardeo y
ametrallamiento de una concentración de civiles reunida en la Plaza
de Mayo para apoyar a Perón, que causó unas trescientas muertes.
La intentona fracasó rápidamente y el Ejército demostró otra vez su
fidelidad a las instituciones legales. Como en 1953, la primera
reacción
del
régimen
fue
el
terror
administrativo:
grupos
visiblemente impunes incendiaron la Curia metropolitana y varias
iglesias de la Capital.
También, como en ocasiones anteriores, esta explosión de furia
fue seguida de una actitud conciliadora de Perón que, aunque
triunfador, había perdido mucho de su libertad de maniobra, y en
cierto modo era prisionero de sus salvadores militares. De modo
súbito, concluyeron los ataques a la Iglesia, que molestaban
profundamente a la mayoría de los jefes militares. Se ensayó una
renovación de los cuadros dirigentes, excluyendo a los personajes
más conflictivos y convocando a otros con mayor aptitud para el
diálogo, y se llamó a la oposición a negociar. Perón declaró
solemnemente que dejaba de ser el jefe de una revolución y pasaba a
convertirse en el presidente de todos los argentinos. Los dirigentes
opositores fueron invitados a abrir un debate público, utilizando los
medios de prensa del Estado, incluyendo la cadena nacional de
radiodifúsión, a través de la cual pudo oírse a Arturo Frondizi
invitar al gobierno a volver a la senda republicana y formular, con
sobriedad, un verdadero programa de gobierno alternativo. Otros
dirigentes pudieron hablar, pero al socialista Alfredo Palacios -que
reclamó la renuncia del presidente- no se lo autorizó. Por entonces,
Perón había concluido que la posibilidad de abrir un espacio para la
discusión democrática que lo incluyera era mínima. El 31 de agosto,
luego de presentar retóricamente su renuncia, convocó -por última
vez- a los peronistas a la Plaza de Mayo, denunció el fracaso de la
conciliación y lanzó el más duro de sus ataques contra la oposición:
por cada uno de los nuestros, afirmó, caerán cinco de ellos.
Fue el canto del cisne. Poco después, el 16 de septiembre, estalló
en Córdoba una sublevación militar que encabezó el general
Eduardo Lonardi, un prestigioso oficial, conspirador de 1951.
Aunque los apoyos civiles fueron muchos, especialmente entre los
grupos católicos, las unidades del Ejército que se plegaron fueron
escasas. Pero entre las fuerzas “leales” había poca voluntad de
combatir a los sublevados. A ellos se sumó la Marina en pleno, cuya
flota amenazó con bombardear las ciudades costeras. Perón había
perdido por completo la iniciativa y tampoco manifestó la voluntad
de defenderse moviendo todos los recursos de que disponía; sus
vacilaciones coincidieron con una decisión de quienes hasta ese
momento habían sido sus sostenes en el Ejército, que con sobriedad
decidieron aceptar una renuncia dudosamente presentada. El 20 de
septiembre de 1955, Perón se refugió en la embajada de Paraguay y
el 23 de septiembre el general Lonardi se presentó en Buenos Aires
como presidente provisional de la Nación, ante una multitud tan
numerosa como las reunidas por el régimen, pero sin duda distinta
en su composición.
V. El empate
, 1955-1966
Al DÍA siguiente de la victoria -si no antes-, se advirtió la
heterogeneidad del frente que había coincidido para derribar al
presidente Perón. El general Eduardo Lonardi encabezó el nuevo
gobierno, que se presentó como provisional para indicar su decisión
de restaurar el orden constitucional. Rodeado por los grupos
católicos -lo más activo y también lo más reciente de la oposicióny por militares de tendencia nacionalista, el jefe de la Revolución
Libertadora proclamó que no había ni vencedores ni vencidos y
procuró establecer acuerdos con las principales fuerzas que habían
sostenido a Perón, en particular los sindicalistas. En su opinión, el
proyecto nacional y popular que aquél había fundado seguía
teniendo vigencia, siempre que fuera convenientemente depurado
de sus elementos corruptos o indeseables. Los dirigentes sindicales
se mostraron contemporizadores con el gobierno, aunque en
muchas barriadas obreras -en Avellaneda, Berisso y Rosario- hubo
manifestaciones
espontáneas
contra
los
militares.
Pero
los
partidarios de Lonardi compartían el gobierno con representantes
de los grupos antiperonistas más tradicionales, respaldados por la
Marina, la más homogénea de las tres Fuerzas Armadas, cuya voz
expresaba el vicepresidente, contraalmirante Isaac F. Rojas. En el
Ejército, luego de una lucha, se impusieron los partidarios de una
política de abierta ruptura con el derribado régimen peronista. El 13
de noviembre, apenas dos meses después de designado, Lonardi
debió renunciar, y fue reemplazado por el general Pedro Eugenio
Aramburu, más afín a los sectores liberales y antiperonistas,
mientras Rojas se mantenía en la vicepresidencia.
El episodio puso rápidamente de manifiesto la complejidad de la
herencia del peronismo. La fórmula con la que se había constituido
aquel movimiento -autoritario, nacionalista y popular, nacido en
las
excepcionales
condiciones
de
la
guerra
y
la
inmediata
posguerra- ya había hecho crisis hacia 1950, cuando el mundo
empezó a normalizarse, y Perón mismo inició en 1952 una
reorientación sustancial de sus políticas para adecuarse a las nuevas
circunstancias. Las características de su movimiento, las fuerzas
sociales que lo apoyaban y que él mismo había movilizado y
constituido le impidieron encarar decididamente el nuevo rumbo.
Caído Perón, esas mismas fuerzas se convirtieron en un obstáculo
insalvable para los intentos de sus sucesores, que declaraban querer
reconstruir una convivencia democrática perdida hacía ya mucho
tiempo,
pero
también
se
proponían
-con
menos
claridad-
reordenar sustancialmente la sociedad y la economía.
En 1955 ese reordenamiento era estimulado y hasta exigido por
un mundo que, concluida la etapa de la reconstrucción de la
posguerra y ya en plena Guerra Fría, planteaba desafíos novedosos.
Las consignas de la Revolución Libertadora en favor de la
democracia coincidían con las tendencias políticas de Occidente,
donde
la
democracia
liberal
-práctica
y
bandera-
dividía
claramente las aguas con el Este totalitario. Al igual que en la
Argentina peronista, en Estados Unidos y en Europa los Estados
intervenían
decididamente,
ordenando
la
reconstrucción
económica y organizando los vastos acuerdos entre empresas y
trabajadores. Pero ese despliegue del welfare State -el Estado
intervencionista y benefactor- acompañó a una integración y
liberalización de las relaciones económicas en el mundo capitalista.
En 1947, los acuerdos monetarios de Bretton Woods establecieron
el patrón dólar y los capitales volvieron a fluir libremente por el
mundo. Las áreas cerradas fueron desapareciendo y las grandes
empresas comenzaron a instalarse en los mercados antes vedados.
Para los países cuyas economías habían crecido hacia adentro y
cuidadosamente
protegidas,
como
los
latinoamericanos,
y
en
particular la Argentina, el Fondo Monetario Internacional -un ente
financiero que en el nuevo contexto tuvo un enorme poderpropuso
políticas
llamadas
“ortodoxas”:
estabilizar
la
moneda
abandonando la emisión fiscal, dejar de subvencionar a los sectores
“artificiales”, abrir los mercados y estimular las actividades de
exportación tradicionales. No obstante, progresivamente empezó a
formularse una política alternativa, elaborada sobre todo en el
ámbito de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL): los
países “desarrollados” podían ayudar a los “subdesarrollados” a
eliminar los factores de atraso mediante adecuadas inversiones en
los
sectores
clave,
que
éstos
acompañarían
con
reformas
“estructurales”, como la reforma agraria. Desde entonces, las recetas
“monetarista” y “estructuralista” compitieron en la opinión y en las
políticas. Podía pensarse que ambas estrategias eran en última
instancia complementarias, pero en lo inmediato tenían corolarios
políticos muy diferentes: mientras que la primera llevaba a
revitalizar a los viejos aliados, los sectores oligárquicos, quizá a las
dictaduras,
la
“modernización”
segunda
de
la
impulsaba
sociedad
cambios
que
se
profundos:
coronaría
con
una
el
establecimiento de democracias estables, similares a las de los países
desarrollados.
Para adecuarse a este mundo del capitalismo reconstituido, el
liberalismo y la democracia, no bastaba con restaurar el orden
constitucional y acabar con los vestigios de un régimen que se
filiaba
en
modernizar
los
y
autoritarismos
adecuar
la
de
entreguerras.
economía,
Era
transformar
necesario
el
aparato
productivo. Luego de 1955, en la Argentina la apertura y la
modernización fueron valores compartidos, pero las herramientas
de esa transformación generaron una amplia polémica entre
quienes confiaban en el capital extranjero y quienes, desde la
tradición nacionalista que había alimentado el peronismo, o desde
la de la izquierda antiimperialista, desconfiaban de él. Las
discusiones, que dominaron las dos décadas siguientes, giraron
alrededor de cómo atraerlo o de cómo controlarlo. Algunos sectores
empresariales locales descubrieron las ventajas de la asociación,
pero otros, crecidos y consolidados al amparo de la protección
estatal, y que se sentían seguras víctimas ya fuera de la competencia
o del fin de la protección, aspiraron a ponerle trabas, y encontraron
eco no sólo en los nacionalistas o en las izquierdas, sino en la
mayoría de las fuerzas políticas.
Los empresarios, nacionales o extranjeros, coincidían en que
cualquier modernización debía modificar el estatus logrado por los
trabajadores durante el peronismo. Como ya lo habían insinuado al
final del régimen peronista, apuntaron a revisar su participación en
el
ingreso
nacional
y
también
a
elevar
la
productividad,
racionalizando las tareas y reduciendo la mano de obra. Esto
implicaba restringir el poder de los sindicatos, y también el que los
trabajadores, amparados por la legislación, habían alcanzado en
plantas y fábricas. Recortar los ingresos y recuperar la autoridad
patronal eran los puntos salientes de una actitud más general contra
la situación de mayor igualdad social lograda por los trabajadores, la
peculiar práctica de la ciudadanía en que se había fundado el
peronismo; en esa actitud se combinaban las exigencias de cierta
racionalidad empresarial con resentimientos más generales y menos
confesables, pero ciertamente fuertes en muchos de quienes se
habían coligado contra Perón.
Aquí se encontraba el mayor obstáculo. Como ha señalado Juan
Carlos Torre, se trataba de una clase obrera madura, bien defendida
en un mercado de trabajo que se acercaba a la situación de pleno
empleo, homogénea y con una clara identidad social y política. Esto
resultó decisivo, debido a la indisoluble identificación de los
trabajadores
con
el
peronismo,
fuerte
antes
de
1955,
pero
definitivamente sellada después de esa fecha. En un sentido general,
la exclusión del peronismo de la política -que se prolongó hasta
1973- fue para los vencedores de 1955 el requisito para poder
operar esa transformación en las relaciones de la sociedad, y a la vez
la fuente de las mayores dificultades. Entre las fuerzas sociales
embarcadas en la transformación, que no habían terminado de
definir sus objetivos, primacías y alianzas, y las antiguas, que
conservaban una importante capacidad de resistencia, se produjo
una situación que Juan Carlos Portantiero definió como de
“empate”, prolongado hasta 1966.
Tempranamente aparecía un conflicto entre la modernización y
la democracia, una dificultad para conciliar las dos exigencias
principales del mundo de la posguerra. Pero en lo inmediato no se
lo interpretó así. La propuesta de proscribir al peronismo, que se
impuso rápido en el gobierno de la Revolución Libertadora, se
decidió no tanto en nombre de la racionalidad capitalista como en
el de la regeneración democrática que el mundo alentaba. En la
denuncia del totalitarismo peronista se había unido un conjunto
vasto y heterogéneo de sectores, que inicialmente al menos también
coincidieron en el diagnóstico de que el peronismo como tal era
inadmisible, pero que los antiguos peronistas, luego de un período
de saneamiento, se redimirían y podrían volver a ser admitidos a la
ciudadanía. La proscripción del peronismo, y con él la de los
trabajadores, definió una escena política ficticia, ilegítima y
constitutivamente inestable, que abrió el camino a la puja -no
resuelta- entre las grandes fuerzas corporativas.
Libertadores y desarrollistas
El general Aramburu, que encabezó el gobierno provisional hasta
1958, asumió plenamente la decisión de desmontar el aparato
peronista. El Partido Peronista fue disuelto y se intervinieron la
Confederación General del Trabajo (CGT) y los sindicatos, puestos a
cargo de oficiales de las Fuerzas Armadas. Una gran cantidad de
dirigentes políticos y sindicales fueron detenidos, sometidos a un
prolijo escrutinio por comisiones investigadoras y por último
proscriptos
políticamente.
La
administración
pública
y
las
universidades fueron depuradas de peronistas y se controlaron
férreamente los medios de comunicación, que en su mayoría
estaban en manos del Estado. Se prohibió cualquier propaganda
favorable al peronismo, así como la mera mención del nombre de
quien, desde entonces, empezó a ser designado como el “tirano
prófugo” o el “dictador depuesto”. Por un decreto se derogó la
Constitución de 1949.
Esta política fúe respaldada masivamente por la Marina,
convertida en bastión del antiperonismo, pero suscitó dudas y
divisiones
acompañado
en
el
a
Ejército,
Perón
casi
donde
hasta
muchos
el
último
oficiales
habían
momento.
Las
discrepancias entre los antiperonistas de la primera hora y los de la
última
se
agravaron
por
un
problema
profesional
-la
reincorporación de los oficiales dados de baja en los últimos años
por razones políticas-, y las facciones se hicieron enconadas. El 9 de
junio de 1956, un grupo de oficiales peronistas organizó un
levantamiento; contaba con el apoyo de muchos grupos civiles y
aprovechaba un clima de descontento y movilización gremial. El
gobierno
lo
reprimió
con
desusada
violencia,
ordenando
el
fusilamiento de muchos civiles y de los principales jefes militares,
incluyendo al general Juan José Valle. Se trató de un inusitado
hecho de fría violencia, que dio la medida de la tajante división que
desde el gobierno se planteaba entre peronistas y antiperonistas.
Desde entonces, las depuraciones de oficiales fueron frecuentes, y
poco a poco el grupo más decididamente antiperonista -los
“gorilas”-
fue
ganando
el
control
del
Ejército.
Quienes
sobrevivieron se adecuaron rápidamente a las nuevas circunstancias
y abrazaron el credo liberal y democrático por entonces dominante,
al que agregaron un nuevo anticomunismo, a tono con la
vinculación más estrecha del país con Occidente.
Los militares se propusieron compartir el gobierno con los
civiles y transferírselo tan pronto como fuera posible. Proscripto el
peronismo, se ilusionaron con una democracia limitada a los
democráticos probados, se presentaron como continuadores de la
tradición de Mayo y de Caseros -Perón fue sistemáticamente
comparado con Rosas-, y convocaron a los partidos que compartían
el “pacto de proscripción” a integrar la Junta Consultiva, una suerte
de Parlamento sin poder de decisión, presidida por el vicepresidente
Rojas. El acuerdo incluía todas las tendencias del frente civil, con
excepción de los comunistas, desde las conservadoras hasta las más
progresistas. Estas últimas dominaron en las universidades, pese a
que el ministro de Educación era un católico tradicionalista, pero
pronto se enfrentaron con el gobierno cuando éste propuso
autorizar
la
existencia
de
universidades
privadas,
según
lo
demandaba la Iglesia.
En política económica hubo una parecida ambigüedad. Raúl
Prebisch, mentor de la Comisión Económica para América Latina
(CEPAL), elaboró un plan que combinaba algunos principios de la
nueva doctrina con un programa más ortodoxo de estabilización y
liberalización. Ésta fue la línea seguida, aunque con vacilaciones y
dudas. Los instrumentos que el Estado tenía para intervenir -el
Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI) o el manejo
de los depósitos bancarios- empezaron a ser desmontados. Se
devaluó el peso y el sector agrario recibió un importante estímulo,
con lo que se confiaba equilibrar las cuentas externas. Se aprobó el
ingreso de la Argentina al Fondo Monetario Internacional (FMI) y al
Banco Mundial, y se obtuvo la ayuda de estos organismos para los
problemas más inmediatos, lo que les permitió dar al país sus
contundentes recomendaciones. No hubo en cambio una legislación
clara sobre el capital extranjero, cuya concurrencia -ya planteada
por Perón- siguió despertando dudas. La política social fue más
definida. Combinando eficiencia y represión, patrones y gerentes
empezaron a recuperar autoridad en las plantas. Las convenciones
colectivas fueron suspendidas, y en el marco de una fuerte crisis
cíclica en 1956, los salarios reales cayeron fuertemente en 1957.
Allí, se encuentra una de las fuentes de la firme resistencia de los
trabajadores. Algunos se limitaron a cantar la Marcha Peronista en
los estadios de fútbol o a escribir en las paredes “Perón vuelve”. Pero
también las huelgas fueron numerosas y combativas, sobre todo en
1956, y fue frecuente el sabotaje o el terrorismo, con rudimentarios
artefactos de fabricación casera. Sindicalistas y terroristas adherían
en el fondo a estrategias divergentes y hasta enfrentadas, pero en el
clima de la común represión que sufrieron unos y otros estas
divergencias no afloraron. La política de los vencedores, exitosa
entre otros sectores de la sociedad, que abandonaron su militancia
peronista, logró en cambio soldar definitivamente la identificación
entre los trabajadores y un peronismo que de momento tenía más
de sentimiento que de movimiento orgánico. No variaron los
elementos básicos de su ideología: el nacionalismo popular y la idea
del papel arbitral y benefactor del Estado. Como en la década
anterior, no se trataba de una doctrina revolucionaria o subversiva,
pero se hizo más definidamente obrera; la nostalgia del paraíso
perdido implicaba a la vez una utopía, que solía materializarse en la
expectativa del retorno de Perón, imaginado en un “avión negro”.
Como ha señalado Daniel James, simplemente aspiraban a un
funcionamiento normal y correcto de los mecanismos capitalistas,
que incluían el Estado benefactor y la justicia social. Sólo que,
confrontada esa aspiración con un contexto tan sustancialmente
adverso, terminaba generando una reacción dura y difícil de
asimilar. Ésta fue la primera novedad del peronismo en la era del
antiperonismo. La otra fue el surgimiento de una capa de nuevos
dirigentes sindicales, formados no en la cómoda tutela del Estado,
sino en las duras luchas de esos años, y por ello mucho más
templados para el combate. El gobierno libertador hizo lo posible
por desplazarlos, pero fracasó por completo y debió resignarse a
tolerarlos y a que progresivamente ganaran las elecciones en los
sindicatos que se normalizaban. En septiembre de 1957 se reunió el
Congreso Normalizador de la CGT y los peronistas, nucleados en las
62 Organizaciones, accedieron a su control, aunque compartiéndolo
con algunos sectores independientes.
Proscripto
el
peronismo,
estas
organizaciones
sindicales
asumieron simultáneamente la representación gremial y la política,
y fueron, desde entonces, la “columna vertebral” del movimiento.
Desde
su
exilio
-en
Asunción,
Caracas,
Santo
Domingo
y
finalmente en Madrid- Perón conservaba todo su poder simbólico,
pero en lo concreto debió dejar hacer y tolerar las desobediencias
para no ser negado, aunque reservándose cierto poder de veto.
Perón se dedicó a reunir a todos cuantos aceptaran invocar su
nombre, alentándolos y empujándolos a unos contra otros, para
reservarse así la última palabra en cualquier negociación. Aprendió
una nueva técnica de conducción y la utilizó admirablemente.
Para el gobierno y las fuerzas políticas que lo apoyaban, el
“pacto de proscripción” planteaba un problema para el futuro,
mediato o inmediato: qué hacer con el peronismo. Algunos
aceptaron la exclusión sine die, confiando vagamente en que la
“educación democrática” -tal el nombre de una nueva materia de la
escuela media- terminaría surtiendo su efecto. Otros aspiraban a
comprender y redimir a los peronistas, y los más prácticos,
sencillamente a recibir su apoyo electoral, y a través de él a
“integrarlos”. Las distintas opciones dividieron a todas las fuerzas
políticas. En la derecha, optaron por acercarse al peronismo algunos
de los viejos nacionalistas y los conservadores “populares”. En la
izquierda, la política represiva del gobierno libertador apartó pronto
a muchos de un bloque antiperonista en el que hasta entonces
habían convivido con sus enemigos naturales. Su misión era dirigir
a la clase obrera, y ésta era peronista y no dejaba de serlo, lo que
planteaba un serio problema a quienes seguían creyendo en la
naturaleza burguesa o aun fascista de ese movimiento. El Partido
Socialista se dividió en 1956 entre quienes se mantenían fieles a la
línea antiperonista y se vincularon cada vez más con los grupos de
derecha, y quienes creyeron que el partido debía construir una
alternativa de izquierda para los trabajadores, más atractiva que la
del peronismo. Algunos intelectuales, de la izquierda o del
nacionalismo popular, se identificaron con el peronismo, mientras
que para muchos otros el radical Arturo Frondizi empezó a
representar una alternativa atractiva.
El ascenso de Frondizi en la Unión Cívica Radical (UCR)
provocó su ruptura. Desde antes de 1955 los intransigentes
convivían con dificultad con los unionistas y los sabattinistas, más
cercanos a los grupos golpistas y conspirativos. Después de la caída
de Perón el radicalismo se dividió: quienes seguían a Ricardo Balbín
se identificaron con el gobierno libertador, mientras que Arturo
Frondizi eligió la línea de acercamiento con el peronismo,
basándose en el tradicional programa nacional y popular del
radicalismo, así como en su constitutiva oposición a las “uniones
democráticas”. Para atraer a los peronistas, reclamó del gobierno el
levantamiento de las proscripciones y el mantenimiento del
régimen legal del sindicalismo. En noviembre de 1956 -cuando las
elecciones presidenciales eran cosa remota- la UCR proclamó la
candidatura presidencial de Frondizi, lo que aceleró la ruptura, y el
viejo partido se dividió en dos: la UCR Intransigente y la UCR del
Pueblo.
En 1957, acosado por dificultades económicas y una creciente
oposición sindical y política, el gobierno provisional empezó a
organizar su retiro y a cumplir con el compromiso de restablecer la
democracia. Se convocó una Convención Constituyente, en parte
para legalizar la derogación de la Constitución de 1949 y actualizar
el texto de 1853, y en parte para auscultar los resultados de la futura
elección presidencial. Perón ordenó votar en blanco, y esos votos alrededor del 24%- fueron los más numerosos, aunque ciertamente
muchos menos de los que el peronismo cosechaba cuando estaba en
el gobierno, y casi iguales a los de la UCR del Pueblo, que era el
partido oficialista. En tercer lugar, a no mucha distancia, se colocó
la UCR Intransigente. La Convención resultó un fracaso y se disolvió
luego de introducir enmiendas menores -una ampliación del
artículo 14, que incluía el derecho de huelga-, pero las enseñanzas
de los resultados electorales fueron claras: quien atrajera a los
votantes peronistas tenía asegurado el triunfo, siempre que el
peronismo siguiera proscripto. Esta condición era garantizada por
el gobierno libertador.
Arturo Frondizi se lanzó al juego, ciertamente riesgoso. Con un
discurso moderno, referencias claras a los problemas estructurales
del país y una propuesta novedosa, que llenaba de contenidos
concretos los viejos principios radicales, nacionales y populares, se
había convertido sin dificultades en la alternativa para las fuerzas
progresistas y para un sector amplio de la izquierda. Su vinculación
con Rogelio Frigerio introdujo un sesgo significativo en su discurso,
al subrayar la importancia del desarrollo de las fuerzas productivas y
el papel que en ello debían cumplir los empresarios. La maniobra
más audaz consistió en negociar con el propio Perón su apoyo
electoral, a cambio del futuro levantamiento de las proscripciones.
La orden de Perón fue acatada -salvo por unos 800 mil reluctantes-,
y Frondizi se impuso en las elecciones del 23 de febrero de 1958,
con algo más de 4 millones de votos, contra 2,5 millones que obtuvo
Ricardo Balbín.
Frondizi presidió el gobierno entre mayo de 1958 y marzo de
1962. En la nueva versión de su programa -que decepcionaba a sus
seguidores de izquierda- Frondizi aspiraba a renovar los acuerdos,
de raigambre peronista, entre los empresarios y los trabajadores;
éstos eran convocados a abandonar su actitud hostil e integrarse y
compartir, en un futuro indeterminado, los beneficios de un
desarrollo económico impulsado por el capital extranjero. Esta
retórica incorporaba el novedoso tema del desarrollo, asociado con
las inversiones extranjeras, y lo unía a la condena del viejo
imperialismo británico. Todas las fuerzas del país moderno eran
convocadas a unirse en la común oposición a los intereses, locales y
foráneos, forjados en la etapa agroexportadora. Además de trazar el
prospecto de un país en crecimiento y sin conflictos, la retórica,
deliberadamente imprecisa, servía para justificar las arriesgadas
maniobras tácticas del presidente. Se legitimaba así a los equipos
técnicos
que
encabezaba
Rogelio
Frigerio
-supuestamente
representante de la “burguesía nacional”- así como el pacto con
Perón y el acuerdo con los sindicatos. La confianza en la eficiencia
de este programa justificaba las concesiones a otros “factores de
poder”, en cuestiones juzgadas secundarias, como a la Iglesia, en el
campo de la enseñanza, y a los militares, entre quienes, sin embargo,
se aspiraba a desarrollar una tendencia adicta, “nacional” y
desarrollista.
El realismo político del presidente incluía una tendencia a
inclinarse por la negociación táctica con las grandes corporaciones,
y en consecuencia una escasa valoración de la escena política, que
acababa de ser formalmente restaurada. Es cierto que los partidos -y
en particular la UCR del Pueblo- manifestaron un rechazo a priori
de
cualquier
cosa
que
hiciera
un
presidente
cuya
victoria
consideraban ilegítima, así como escaso aprecio por las instituciones
democráticas y poca fe en el valor de la continuidad institucional, al
punto de especular con la posibilidad de un golpe militar. Pero el
estilo político de Frondizi y su grupo -convencidos de la verdad
intrínseca de sus propuestas- era de por sí poco inclinado a la
discusión programática, la persuasión o la búsqueda de acuerdos
políticos, ni siquiera en el ámbito de sus propios partidarios.
El nuevo gobierno tenía amplia mayoría en el Congreso y
controlaba la totalidad de las gobernaciones, no obstante lo cual su
poder era claramente precario. Los votos eran prestados, y la
ruptura con Perón y sus seguidores era una posibilidad muy real.
Las Fuerzas Armadas no simpatizaban con quien había roto el
compromiso de la proscripción, ganando con los votos peronistas, y
desconfiaban tanto de los antecedentes izquierdistas de Frondizi
como de su reciente conversión hacia el capitalismo progresista. Los
partidos
políticos,
escasamente
interesados
en
la
legalidad
constitucional, no llegaban a conformar una red de seguridad para
las instituciones, y el propio partido oficial, dirigido desde la
presidencia, era incapaz de cualquier iniciativa autónoma. Quizá
por eso Frondizi apostó a obrar con prontitud, mientras pudiera
hacerlo libremente, e introducir de manera inmediata cambios tales
que configuraran una escena más favorable. Un aumento de salarios
del 60%, una amnistía y el levantamiento de las proscripciones -que
sin embargo no incluían ni a Perón ni al Partido Peronista-, así
como la sanción de la nueva ley de asociaciones profesionales, casi
igual a la de 1945, que la Revolución Libertadora había derogado,
fueron parte de la deuda electoral. Frondizi asumió personalmente
lo que llamó la “batalla del petróleo”, esto es, la negociación con
compañías extranjeras de la exploración y puesta en explotación de
las reservas, y al mismo tiempo anunció la autorización para el
funcionamiento de universidades no estatales, lo que generó un
profundo debate entre los defensores de la enseñanza “laica” y los
de la “libre”, en su mayoría católicos. En los cálculos del presidente
ambos debates -el del petróleo y el de la enseñanza- acabarían
neutralizándose.
El meollo de la política económica fueron las leyes de radicación
de capitales extranjeros y de promoción industrial, sancionadas
antes de que terminara 1958. Por ellas se aseguraba a los inversores
extranjeros libertad para remitir ganancias y aun para repatriar el
capital. Se establecía un régimen especial a las inversiones en
sectores juzgados clave para la nueva etapa de desarrollo: la
siderurgia,
la
petroquímica,
celulosa,
automotriz,
energía,
y
naturalmente el petróleo, al que todos los diagnósticos señalaban
como el mayor cuello de botella del crecimiento industrial. Habría
trato preferencial en materia de derechos aduaneros, créditos,
impuestos, suministro de energía y compras del Estado, así como en
la protección arancelaria del mercado local, todo ello manejado con
un alto grado de discrecionalidad, manifiesto notoriamente en los
contratos petroleros, que el presidente negoció en forma personal y
secreta. Los resultados de esta política fueron notables: las
inversiones extranjeras, de alrededor de 20 millones de dólares en
1957, subieron a 248 en 1959, y 100 más en los dos años siguientes.
La producción de acero y automotores creció de modo espectacular
y casi se llegó al autoabastecimiento de petróleo.
La fuerte expansión hizo probablemente más intensa la crisis
cíclica trienal -las anteriores fueron las de 1952 y 1956-, anunciada
a fines de 1958 por una fuerte inflación y dificultades serias en la
balanza de pagos. En diciembre de 1958 se pidió ayuda al FMI y se
lanzó un Plan de Estabilización, cuya receta recesiva se profundizó
en junio de 1959, cuando Frondizi convocó al Ministerio de
Economía al ingeniero Alvaro Alsogaray. Se trataba de uno de los
voceros principales de las corrientes liberales, y aplicó un ortodoxo
programa de devaluación, congelamiento de salarios y supresión de
controles y regulaciones estatales cuyas consecuencias fueron una
fuerte
pérdida
desocupación
en
los
ingresos
generalizada.
Esta
de
los
segunda
trabajadores
política,
y
una
liberal
y
ortodoxa, era contradictoria con la desarrollista inicial, que se filiaba
en
las
propuestas
estructuralistas,
pero
en
cierto
modo
complementaba y reforzaba sus efectos. Sin embargo, su adopción
marcó el final de la ilusión integracionista y puso en evidencia la
necesidad de enfrentar el obstáculo sindical.
El Plan de Estabilización puso fin a una precaria convivencia
entre el gobierno y los sindicatos peronistas, que hasta entonces
habían apreciado medidas gubernamentales como el fin de las
proscripciones y, sobre todo, la ley de asociaciones profesionales,
que establecía el sindicato único y el descuento por planilla. Pero los
efectos de la política de estabilización y la dureza con que el
gobierno reprimió las protestas, a partir de la huelga del Frigorífico
Lisandro de la Torre de enero de 1959, pusieron a los sindicatos en
pie de guerra. Las huelgas se intensificaron en los meses siguientes,
y luego recrudeció el sabotaje. El gobierno respondió interviniendo
los sindicatos y empleando al Ejército para reprimir -según lo
establecía el plan Conintes (Conmoción Interna del Estado)-, al
tiempo que los empresarios, aprovechando la recesión, despedían a
los cuadros más combativos de cada planta.
El año 1959 fue un punto de inflexión. La intensa ola de protesta
sindical iniciada a la caída de Perón concluyó con una derrota
categórica. La racionalización laboral pudo avanzar libremente,
mientras que en los sindicatos se consolidaba un nuevo tipo de
dirección, menos comprometida en la lucha cotidiana y más
preocupada por controlar las complejas estructuras sindicales,
recurriendo incluso a la corrupción o al matonismo para acallar las
disidencias. Reconocieron que no podían sostener una lucha frontal
y se dedicaron, más pragmáticamente, a golpear -sobre todo al
gobierno-, para enseguida negociar. Augusto Vandor, jefe del
sindicato metalúrgico -la Unión Obrera Metalúrgica (UOM)-, fue la
figura principal y arquetípica de esta nueva burocracia sindical,
especializada en administrar la desmovilización, con paros generales
duros
de
palabra
pero
poco
combativos
y
negociaciones
permanentes con todos los factores de poder. En momentos en que
se debilitaba en el terreno de la negociación específicamente laboral,
este nuevo sindicalismo adquirió una enorme fuerza en la escena
política.
Esa fuerza provenía de la persistencia de un problema político
pendiente e insoluble -la proscripción peronista-, pero sobre todo
del fuerte hostigamiento que el gobierno sufría a manos de los
militares. Éstos vieron con desconfianza el triunfo de Frondizi y se
dedicaron a vigilarlo, y en particular a controlar sus relaciones con
los peronistas. Se dividieron según sus diferentes opiniones acerca
de cuánto debía haber de respeto a las instituciones constitucionales
y cuánto de presión corporativa, que tomaba la forma de “planteo”
al presidente para que adoptara determinada medida. La Marina fue
más homogénea en su rechazo a la política presidencial, pero en el
Ejército dominó un faccionalismo creciente, que amplificaba las
divisiones anteriores. El gobierno intentó alentar en el Ejército una
tendencia que lo apoyara, pero cuando el conflicto estallaba fue
incapaz de sostener a sus eventuales partidarios. A lo largo de los
casi cuatro años de su presidencia, Frondizi soportó 32 “planteos”
militares, algunos para exigir cambios en su línea política y otros
destinados a ganar terreno en la propia institución. A todos cedió.
En junio de 1959 llegó a la Comandancia en Jefe del Ejército Carlos
Severo Toranzo Montero, el más duro de los jefes antiperonistas,
que durante dos años ejerció una tutela pretoriana sobre el
presidente. Fue el período del ministerio de Alsogaray y del Plan
Conintes, y sin duda la época de mayor represión social y política.
Las tendencias pretorianas de las Fuerzas Armadas terminaron
de cristalizar con la Revolución Cubana. El triunfo de Fidel Castro
de 1959 había sido celebrado por demócratas y liberales, pero hacia
1960 su acercamiento al bloque socialista dividió profundamente las
aguas. Las izquierdas, vacilantes ante la cuestión del peronismo,
encontraron en el apoyo a la algo lejana experiencia cubana un
campo de coincidencias propicio: a principios de 1961, el socialista
Alfredo Palacios ganó una banca de senador en la Capital, lo que
polarizó a las fuerzas progresistas y de izquierda. El anticomunismo,
en cambio, prendió fuertemente en la derecha, en el liberalismo
antiperonista y también en la Iglesia. América Latina y la Argentina
entraban en el mundo de la Guerra Fría, y los militares, duramente
interpelados
por
sus
colegas
estadounidenses,
asumieron
con
decisión una postura anticomunista que, so pretexto de la seguridad
interior, venía a legitimar el pretorianismo. Los militares asociaron
con el comunismo tanto al peronismo como al grupo que orientaba
Rogelio Frigerio o a los estudiantes universitarios. En momentos en
que
Estados
Unidos
empezaba
a
reclamar
alineamiento
y
solidaridad contra Cuba, los militares encontraron otro espacio para
presionar a Frondizi. El presidente, que había adherido con
entusiasmo a las consignas de la Alianza para el Progreso del
presidente Kennedy, era reacio a condenar a Cuba, así como a
perder cierta libertad de maniobra internacional que le brindaba la
existencia de una alternativa socialista en el continente. Algunos
tibios gestos de independencia horrorizaron a los militares y al
frente antiperonista y anticomunista: el acuerdo con el sospechoso
presidente brasileño Jánio Quadros en abril de 1961; su entrevista
en agosto de ese año con Ernesto Guevara, a la sazón ministro de
Industrias de Cuba, y sobre todo la abstención argentina en la
Conferencia de Cancilleres de Punta del Este, que expulsó a Cuba
del sistema interamericano. El hecho de que los ministros de
Relaciones Exteriores que acompañaban tales medidas fueran
notorios dirigentes conservadores como Adolfo Mugica o Miguel
Ángel Cárcano no amilanó a los militares, que presionaron
duramente al presidente hasta que, un mes después de la
abstención, el gobierno rompió relaciones con Cuba.
Por entonces, la marcha del proceso político y electoral acercaba
al débil gobierno de Frondizi a su catástrofe final. Las elecciones de
1960, con el peronismo proscripto, habían mostrado que sus votos
seguían siendo decisivos, más allá de oscilaciones menores entre el
oficialismo y la principal oposición. Las elecciones de principios de
1962
debían
gobernadores
ser
más
riesgosas,
provinciales.
Para
pues
habrían
enfrentarlas
de
con
elegirse
mayores
posibilidades, Frondizi despidió a principios de 1961 a Alsogaray y a
Toranzo Montero, dio por terminada la estabilización, adoptó una
política social más flexible y se lanzó a la ardua tarea de enfrentar
electoralmente
a los
peronistas,
cuya proscripción no podía
mantener sin riesgo de que éstos apoyaran a cualquiera de sus
enemigos.
Como en otras ocasiones, se esbozaron distintas alternativas,
según hubiera proscripción o no. Una de ellas, la que generaba más
preocupación, era el apoyo a alguna de las fuerzas de izquierda, con
quienes
la
Revolución
Cubana
había
creado
un
campo
de
solidaridad y entendimiento. La sola existencia de esta alternativa, a
la que el sindicalismo era profundamente reacio, mostraba que el
peronismo empezaba a ser trabajado por una fuerte renovación
ideológica. Pero el deseo general de los dirigentes era levantar la
abstención, concurrir a elecciones y recuperar espacios en las
legislaturas, las municipalidades y las provincias, y el mismo Perón
debió aceptarlo. Lo deseaban muchos caudillos provinciales, que
suponían que no serían vetados por los militares, y lo querían
particularmente los sindicalistas, dueños de la única estructura
formal existente en el peronismo. A través de las 62 Organizaciones
dominaron el aparato electoral y pusieron sus hombres a la cabeza
de las listas. Más allá del resultado mismo de las elecciones, habían
ganado la puja interna: el peronismo era el movimiento obrero, y
éste a su vez era su dirección sindical, que encabezaba y
administraba Vandor.
En el plano nacional, un triunfo peronista seguía siendo
inadmisible para quienes habían suscripto en 1955 el tácito pacto de
proscripción, incluyendo al propio Frondizi, quien antes de las
elecciones declaró que, frente a un eventual triunfo peronista, no les
entregaría el poder. Pero nadie quería asumir los costos de la
proscripción, y el gobierno, alentado por algunos éxitos electorales,
corrió el riesgo de enfrentar al peronismo en elecciones abiertas. El
18 de marzo, los candidatos peronistas ganaron ampliamente en las
principales provincias, incluyendo el distrito clave de Buenos Aires.
En los agitados días siguientes Frondizi hizo lo imposible para
capear la situación: intervino las provincias donde habían triunfado
los peronistas, quienes se mostraron muy prudentes, cambió todo
su gabinete y encargó a Aramburu una mediación con los partidos
políticos, que se negaron a respaldarlo y se declararon totalmente
indiferentes ante la suerte del presidente y del sistema institucional
mismo. Ésta era la señal que los militares esperaban, y el 28 de
marzo de 1962 depusieron a Frondizi, quien conservó la serenidad
como para organizar su reemplazo por el presidente del Senado,
José María Guido, y salvar así un jirón de institucionalidad.
Crisis y nuevo intento constitucional
Muchos de quienes habían acompañado a Frondizi en su último
tramo rodearon al presidente Guido y a la frágil institucionalidad
por él representada, buscando negociar una alternativa política que
de alguna manera tuviera en cuenta a los peronistas. Pero apenas
tres meses después, los militares, que habían asumido por completo
su
función
tutelar,
impusieron
un
gabinete
definidamente
antiperonista. La crisis política y la crisis económica cíclica
coincidieron y se potenciaron mutuamente, dando lugar a medidas
erráticas. En un fugaz ministerio de quince días, Federico Pinedo
dispuso una espectacular devaluación, que favoreció en general a los
grupos agropecuarios y en particular a sus amigos, según se dijo. En
seguida fúe reemplazado por Alvaro Alsogaray, quien repitió su
receta estabilizadora, que esta vez golpeó además al sector industrial
local, que había crecido durante el período frondicista.
La inestabilidad política de esos meses de 1962 reflejaba sobre
todo las opiniones contrastantes de los distintos sectores de las
Fuerzas Armadas, dueños no asumidos del poder. Mientras que los
grupos
de
oficiales
antiperonistas
más
duros
controlaban
el
gobierno y seguían buscando una salida basada en una infinita fúga
hacia adelante -la proscripción categórica del peronismo-, una
posición alternativa empezó a dibujarse en el Ejército. Se constituyó
en torno a los jefes y oficiales del arma de Caballería, que mandaban
los regimientos de blindados y el estratégico acantonamiento de
Campo de Mayo. Reflejaba en parte una competencia profesional
interna, pero sobre todo una apreciación diferente sobre las ventajas
y los costos de una participación tan directa del Ejército en la
conducción política. El grupo de Campo de Mayo descubría que el
costo pagado por ello -la exacerbación facciosa, la división del
Ejército, su creciente debilidad ante otras fuerzas- era demasiado
alto y que convenía refugiarse en una actitud más prescindente, que
en términos políticos significaba un acatamiento mayor a las
autoridades constitucionales. Así, el legalismo esgrimido era en
realidad, antes que una manifestación de creencias cívicas, una
expresión de estricto profesionalismo. Creían además que la
asociación de peronismo con comunismo era simplista y exagerada,
y que, dada su tradición nacional y conciliadora, el peronismo podía
incluso aportar algo al frente anticomunista. Esta posición se fue
perfilando a lo largo de sucesivos enfrentamientos con la facción
“gorila”, que hicieron crisis en el mes de septiembre, cuando unos y
otros -azules y colorados, según la denominación que entonces
adoptaron- sacaron las tropas a la calle y hasta amagaron combatir.
Los azules triunfaron en la contienda militar y en la de la opinión
pública, a la que se dirigieron sus asesores civiles: explicaron a través
de sucesivos comunicados la preocupación de la facción por la
legalidad, el respeto institucional y la búsqueda de una salida
democrática.
Poco
después,
grupos
vinculados
con
ellos
promovieron la aparición de una revista singular -Primera Planapara defender su posición.
El triunfo azul en septiembre llevó al Comando en Jefe al general
Juan Carlos Onganía, y al gobierno a quienes, al igual que Frondizi,
habían tratado de estructurar un frente político que de alguna
manera integrara a los peronistas. Se trataba de un grupo de
políticos
provenientes
de
la
democracia
cristiana
y
del
nacionalismo, y algunos del propio desarrollismo, a la busca de una
fórmula que reuniera a militares, empresarios y sindicalistas.
Disponían de varias estructuras electorales vacantes -entre ellas la
Unión Popular, un partido neoperonista-, pero no del candidato,
que eventualmente podría haber sido el propio general Onganía.
Pero las condiciones para esta alternativa todavía no habían
madurado: la mayoría de los empresarios desconfiaban de los
peronistas y en general de cualquier política que no fuera
estrictamente liberal; los peronistas desconfiaban de los frondicistas,
mientras que las fuerzas tradicionalmente antiperonistas, como la
UCR del Pueblo, denunciaban indignadas la nueva alternativa
espuria e ilegítima. También se oponía la Marina, ausente de los
enfrentamientos de septiembre, que el 2 de abril de 1963 realizó su
propia sublevación. Esta vez el enfrentamiento con el Ejército fue
violento, hubo bombardeos y cuarteles destruidos; la Marina fue
derrotada, pero su impugnación tuvo éxito. Al término del episodio,
el
comunicado
final
de
los
azules
retomaba
las
posturas
antiperonistas y se declaraba en favor de la proscripción del
peronismo.
Los frentistas insistieron en encontrar la fórmula alquímica, esta
vez sin los militares, reuniendo a frondicistas, democristianos y
nacionalistas. En estas negociaciones, y en las anteriores, los
sindicalistas hicieron valer su poder, practicando hasta sus últimas
consecuencias
el
“doble
juego”,
que
no
los
comprometía
definitivamente con ninguna alternativa y les permitía sacar
provecho de todas. En enero de 1963 lograron que la CGT fuera
normalizada, con lo que terminaron de redondear su estructura
sindical, y de inmediato comenzaron a presionar al gobierno con
una Semana de Protesta. Pero a la vez jugaron la carta política,
negociando su participación en el Frente, en competencia cada vez
más evidente con Perón. Las negociaciones no terminaron bien:
cuando Perón proclamó candidato a Vicente Solano Lima, un
veterano político conservador que desde 1955 se había acercado al
peronismo, se apartó el grueso de la UCR Intransigente y también
otros grupos menores, al tiempo que el gobierno vetaba la fórmula,
apelando a la legislación proscriptiva del peronismo de 1955.
Así se llegó a julio de 1963 en una situación muy parecida a las
elecciones de 1957. Los peronistas decidieron votar en blanco, pero
una proporción de sus votos emigró en favor del candidato de la
UCR del Pueblo, Arturo liba, quien con el 25% de los sufragios
obtuvo la primera minoría, y luego la nominación en el Colegio
Electoral. Es probable que haya influido en ese apoyo sorpresivo la
presentación como candidato del general Aramburu, que estaba
siendo postulado desde 1958 para distinto tipo de alternativas, y que
definió su posición en términos decididamente antiperonistas.
Arturo liba gobernó entre octubre de 1963 y junio de 1966. Esta
segunda experiencia constitucional posperonista se inició con
peores
perspectivas
que
la
primera.
Las
principales
fuerzas
corporativas, incapaces por el momento de elaborar una alternativa
a la democracia constitucional, habían hecho un alto pero estaban
lejos de comprometerse con el nuevo gobierno. El partido ganador,
la UCR del Pueblo, había obtenido una magra parte de los sufragios,
y si bien tenía la mayoría en el Senado, sólo controlaba algo más de
la mitad de las gobernaciones y no tenía mayoría en la Cámara de
Diputados donde, debido al sistema de voto proporcional, estaba
representado un amplio espectro de fuerzas políticas. A diferencia
de Frondizi, el nuevo gobierno radical le dio mucha más
importancia al Congreso y a la escena política democrática, tanto
por auténtica convicción como por su escasa propensión o
capacidad para negociar con las principales corporaciones. La vida
parlamentaria tuvo más actividad y brillo, pero el radicalismo no
logró
estructurar
allí
una
alianza
consistente,
ni
tampoco
comprometer auténticamente a las fuerzas políticas en la defensa de
la institucionalidad.
Arturo Illia, un político cordobés de la línea sabattinista, no era
la figura más destacada de su partido, y es probable que su
candidatura derivara de la escasa fe de los principales dirigentes en
su triunfo. Dentro del abanico de tendencias del radicalismo, tenía
simpatías por las posiciones más progresistas, pero debió negociar
con los otros sectores, que ocuparon posiciones importantes en su
gobierno. Su presidencia se definió por el respeto de las normas, la
decisión de no abusar de los poderes presidenciales y la voluntad de
no
exacerbar
los
conflictos
y
buscar
que
éstos
decantaran
naturalmente. Las críticas se centraron en esta modalidad, tachada
de irrealista e ineficiente, revelando el escaso aprecio que en la
sociedad
argentina
existía
por
las
formas
democráticas
e
institucionales.
La política económica tuvo un perfil muy definido, dado por un
grupo de técnicos con fuerte influencia de la CEPAL. Los criterios
básicos del populismo reformista que la UCR del Pueblo heredaba
del viejo programa de los intransigentes radicales -énfasis en el
mercado interno, políticas de distribución, protección del capital
nacional- se combinaban con elementos keynesianos: un Estado
muy activo en el control y en la planificación económica. El
gobierno se benefició además de la coyuntura favorable que siguió a
la crisis de 1962-1963, la recuperación industrial y particularmente
de dos años de buenas exportaciones. Los ingresos de los
trabajadores se elevaron y el Congreso votó una ley de salario
mínimo. El gobierno controló los precios y avanzó con decisión en
algunas
áreas
conflictivas,
como
la
comercialización
de
los
medicamentos. Frente al capital extranjero, sin hostilizarlo, procuró
reducir la discrecionalidad de las medidas de promoción. Un caso
especial fueron los contratos petroleros, que habían sido un
caballito de batalla en la lucha contra Frondizi, y que fueron
anulados y renegociados.
Esta política económica y social intentaba desandar parte del
camino seguido después de 1955 y despertó enconadas resistencias
entre los sectores empresariales, expresadas tanto por los voceros
desarrollistas, que se quejaban de la falta de alicientes a la inversión
extranjera, como sobre todo por los liberales, que reaccionaban
contra lo que juzgaban estatismo y demagogia, y se preocupaban
por los avances de los sindicatos y la pasividad del gobierno ante
ellos.
Éste había intentado aplicar los recursos de la ley de
asociaciones
para
controlar
a
los
dirigentes
sindicales,
especialmente en el manejo de los fondos y de las elecciones
internas, con la esperanza de que surgiera una corriente de
dirigentes que rompiera el monolitismo peronista. Los sindicalistas
respondieron con un Plan de Lucha que consistió en la ocupación
escalonada, entre mayo y junio de 1964, de 11 mil fábricas, en una
operación que involucró a casi cuatro millones de trabajadores,
realizada con una planificación exacta, sin desbordes ni amenazas a
la propiedad, y desmontada con igual celeridad y pulcritud. Aunque
desde la derecha y desde la izquierda se quiso ver en esto el
comienzo de un asalto al sistema, fue sólo una expresión, de rara
perfección, de la estrategia impulsada por Vandor, capaz de obtener
los máximos frutos con una movilización controlada y restringida.
Tal despliegue estaba dirigido en parte a obtener concesiones del
gobierno -particularmente el fin de la presión sobre los sindicatos-,
pero sobre todo a hacer ver que éstos constituían un actor
insoslayable y de real peso en cualquier negociación seria, esto es, la
que mantuvieran con los militares, los empresarios y el mismo
Perón.
El vandorismo aprovechaba así su cabal dominio de los
sindicatos y también de las organizaciones políticas del peronismo,
para actuar simultánea o alternativamente en los dos frentes y
practicar su arte de la negociación. En el primer semestre de 1964, y
alentados por un eventual levantamiento de la proscripción, los
sindicatos encabezaron una reorganización del Partido Justicialista
-nuevo nombre del Peronista-, que realizaron a su estilo, pues una
afiliación relativamente baja les permitió un perfecto control, lo que
los fue llevando a un enfrentamiento creciente con Perón,
amenazado en su liderazgo. La disputa entre ambos no podía
superar ciertos límites, pues ni Perón podía prescindir de los
sindicalistas más representativos ni éstos podían renegar del
liderazgo simbólico de Perón. La competencia consistió en un
tironeo permanente, en el que Vandor fue ganando posiciones. A
fines de 1964 la dirigencia local organizó el retorno de Perón al país,
una provocación al gobierno y quizás al propio Perón, de
envergadura similar a la de una presentación electoral, que ponía
sobre el tapete los pactos tácitos de proscripción. El Operativo
Retorno suscitó una gran expectativa entre los peronistas y avivó
nostalgias y fantasías. Perón tomó un avión, pero antes de que el
gobierno se viera obligado a decidir qué hacer, las autoridades de
Brasil lo detuvieron y enviaron de nuevo a España. No está claro
quién perdió más con este resultado, si el gobierno, Vandor o el
propio Perón -los acontecimientos posteriores hicieron irrelevante
el balance-, pero lo cierto es que Perón estaba dispuesto a jugar sus
cartas para evitar cualquier acuerdo que lo excluyera. Por entonces
empezó a cobijar y alentar a los incipientes sectores críticos de la
dirección sindical e inclinados a una política más dura, o incluso a
seguir la senda de la Revolución Cubana.
La principal preocupación de Perón se hallaba en el campo
electoral, donde podía competir mejor con Vandor. En marzo de
1965 se realizaron las elecciones de renovación parlamentaria. El
gobierno proscribió al Partido Justicialista pero autorizó a los
peronistas a presentarse tras rótulos menos conflictivos, como la
Unión Popular, controlados por el sindicalismo vandorista o por
caudillos provinciales “neoperonistas”, que interpretaban de manera
muy amplia y flexible el liderazgo de Perón. Los resultados fueron
buenos para el peronismo pero no aplastantes, pues sumando todos
los segmentos obtuvieron alrededor del 36% de los votos. Lograron
constituir un fuerte grupo parlamentario, que encabezó un a látere
de Vandor, y empezaron a prepararse para las elecciones de 1967,
en las que -como en 1962- se competiría por los gobiernos de
provincia. Si Vandor imponía sus candidatos en las principales
provincias y lograba reunir a los grupos neoperonistas provinciales,
habría logrado institucionalizar al peronismo sin Perón y armar una
poderosa fuerza disidente. De alguna manera implícita, Perón y el
gobierno concurrieron a enfrentarlo.
En los últimos meses de 1965, Perón envió a la Argentina a su
esposa María Estela, conocida como Isabel, como su representante
personal. Isabel reunió a todos los grupos sindicales adversos o
refractarios al liderazgo de Vandor, tanto de izquierda como de
derecha, y motorizó una división en las 62 Organizaciones; aunque
la encabezó el propio secretario general de la CGT, José Alonso,
fracasaron en su intento de ganar la conducción sindical. Pero a
principios de 1966, cuando se celebraba la elección de gobernador
de Mendoza, Isabel apoyó una candidatura peronista alternativa a la
que propiciaba Vandor y la superó ampliamente en votos. Así, a
mediados de 1966, la competencia entre Perón y Vandor concluía
con un empate: aquél se imponía en el escenario electoral y éste en
el sindical. Quizá por eso Vandor descartó de momento el escenario
electoral,
dirigiendo
sus
pasos
hacia
los
grandes
actores
corporativos.
Las Fuerzas Armadas no miraban con demasiada simpatía el
gobierno de Illia -donde tenían predicamento los derrotados
militares colorados-, pero se abstuvieron de hacer planteos o de
presionar. En el Ejército, la prioridad del comandante Onganía y del
grupo de oficiales de Caballería que lo rodeaba era la reconstrucción
de la institución, el establecimiento del orden y la disciplina,
largamente quebrados en los años siguientes a 1955, y la
consolidación de la autoridad del comandante. Más que de respeto a
las instituciones constitucionales, se trataba de la convicción de que,
dadas las características de la escena política, cualquier intervención
parcial provocaría divisiones facciosas. Progresivamente, las Fuerzas
Armadas no hablaron más que a través de sus comandantes en jefe,
y de entre ellos Onganía fue adquiriendo una primacía nacional. En
1965, en una reunión de jefes de Ejército americanos en West Point,
manifestó su adhesión a la llamada “doctrina de la seguridad
nacional”: las Fuerzas Armadas, apartadas de la competencia
estrictamente política, eran sin embargo la garantía de los valores
supremos de la nacionalidad y debían obrar cuando éstos se vieran
amenazados, particularmente por la subversión comunista. Poco
después completó esto enunciando -esta vez en Brasil, donde los
militares acababan de deponer al presidente Joáo Goulart- la
doctrina de las “fronteras ideológicas”, que en cada país dividía a los
partidarios de los valores occidentales y cristianos de quienes
querían subvertirlos. Entre esos valores centrales, no figuraba el
sistema democrático -que había sido la bandera de los militares
luego de 1955-, lo que revela un cambio no sólo interno, sino
internacional:
la
era
inaugurada
por
el
presidente
Kennedy
terminaba, Estados Unidos retomaba en Santo Domingo su clásica
política de intervención y los militares comenzaban a derrocar a los
gobiernos
democráticos
sospechosos
de
escasa
militancia
anticomunista. En este renovado discurso de las Fuerzas Armadas,
que no se mostraban ansiosas por sacar de él los corolarios obvios,
la democracia empezaba a aparecer como un lastre para la
seguridad. Desde esa perspectiva también lo sería, finalmente, para
la modernización económica, que necesitaba de eficiencia y
autoridad.
LA ECONOMIA ENTRE LA MODERNIZACIÓN Y LA CRISIS
El programa que en 1958 sintetizó de manera convincente Arturo
Frondizi expresaba una sensibilidad colectiva y un conjunto de
convicciones e ilusiones compartidas acerca de la modernización
económica. En parte ésta debía surgir de la promoción planificada
por el Estado y de una renovación técnica y científica hacia la cual
de 1955 en adelante se volcaron muchos esfuerzos. Así surgieron el
Instituto
Nacional
de
Tecnología
Agropecuaria
(INTA),
de
incidencia importantísima en su campo, y el menos influyente
Instituto Nacional de Tecnología Industrial (INTI). La investigación
básica y la tecnológica fueron promovidas desde el Consejo
Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet), creado
en 1957, o desde la Comisión Nacional de Energía Atómica (CNEA),
que frecuentemente actuaron asociados con las universidades. El
Consejo Federal de Inversiones (CFI) debía regular las desigualdades
regionales,
mientras
que
el
Consejo
Nacional
de
Desarrollo
(Conade), creado en 1963, asumiría la planificación global y la
elaboración de planes nacionales de desarrollo. En suma, un
conjunto
de
instituciones
debían
poner
en
movimiento,
planificadamente, la palanca de la inversión pública, la ciencia y la
técnica.
Pero la mayor fe estaba puesta en los capitales extranjeros. Éstos
llegaron en cantidades relativamente considerables entre 1959 y
1961; luego se retrajeron, hasta que en 1967 se produjo un segundo
impulso, aun cuando en él pesaron mucho las inversiones de corto
plazo. Pero su influencia excedió largamente la de las inversiones
directas.
Los
inversores
tuvieron
una
gran
capacidad
para
aprovechar los mecanismos internos de capitalización, ya sea de
créditos del Estado o por medio del ahorro particular, que juzgaba
conveniente canalizarse a través de las empresas extranjeras.
También se instalaron por la vía de la compra o la asociación con
empresas nacionales existentes, o simplemente por la concesión de
patentes o marcas. Su influencia se notó en la transformación de los
servicios o en las formas de comercialización -los supermercados
fueron al principio lo más característico- y en general en una
modificación de los hábitos de consumo, estimulada por lo que
podía llegar a verse y apetecerse a través de la televisión. La
presencia creciente del idioma inglés atestigua el grado de
adaptación a los estilos mundiales que alcanzó la vida económica.
En estos primeros años, su efecto fue traumático. En la
industria, las nuevas ramas -petróleo, acero, celulosa, petroquímica,
automotorespromoción
crecieron
y
aceleradamente,
aprovechando
la
por
existencia
efectos
de
un
de
la
mercado
insatisfecho, mientras que las que habían liderado el crecimiento en
la etapa anterior -textil, calzado, y aun electrodomésticos- se
estancaron o retrocedieron, en parte porque su mercado se había
saturado o incluso retrocedía, y en parte también porque debían
competir con nuevos productos, como fue el caso del hilado
sintético, que lo hizo con el algodón en el sector de los textiles. Por
otro lado, aumentó la concentración, sobre todo en la industria,
modificando la estructura relativamente dispersa heredada de la
etapa peronista. En las ramas nuevas, donde pesaron los capitales
extranjeros, esto se debió a la magnitud de las inversiones iniciales
requeridas así como a las condiciones mismas de la promoción
estatal, que con excepción de los automotores garantizaban esa
concentración.
En
las
actividades
antiguas,
tradicionalmente
dispersas, y en un contexto de contracción, algunas empresas con
mayor capacidad de adaptación lograron, gracias a un crédito o a
una asociación ventajosa, crecer a expensas de otras.
En suma, se creó una brecha entre un sector moderno y eficiente
de la economía, en progresiva expansión, ligado a la inversión o al
consumo de los sectores de mayor capacidad, y otro tradicional,
más bien vinculado al consumo masivo, que se estancaba. La brecha
tenía que ver con la presencia de empresas extranjeras, o su
asociación con ellas, de modo que para muchos empresarios locales
la experiencia fue fuertemente negativa. Lo fue, sobre todo, para
muchos
de
los
trabajadores.
El
empleo
industrial
tendió
a
estancarse, sin que el aumento en las nuevas empresas compensara
la pérdida en las tradicionales, y se deterioraron los ingresos de los
asalariados por razones tanto económicas como políticas: un mayor
desahogo empresarial en el mercado de trabajo, debido a los frutos
de la racionalización y la contracción, se sumaba a un recorte en la
capacidad de negociación de las organizaciones sindicales, sobre
todo en el ámbito específico de la empresa y la planta. Así, la
participación relativa de capital y trabajo en el producto bruto
interno varió sensiblemente, revelando la consistencia de la fase
acumulativa que se había puesto en marcha: la porción de los
asalariados cayó aproximadamente del 49% del PBI en 1954 -pico
máximo de la etapa peronista- al 40% hacia 1962.
El efecto traumático debía compensarse con otro renovador más
fuerte y persistente, que sin embargo se relativizó bastante. Aun en
el caso de las actividades modernas, los inversores nuevos debían
moverse en un contexto de características singulares y arraigadas: el
tipo de fábricas heredado de la etapa peronista se caracterizaba por
su escala pequeña, alta integración vertical, elevados costos y escasa
preocupación por la competitividad. Eran más bien grandes talleres
que
verdaderas
fábricas
modernas.
Las
empresas
nuevas
-
particularmente las de automotores- tuvieron que adecuar su
tecnología y sus formas de organización a estas realidades, de las
que no podían desentenderse, de modo que -como estudió Jorge
Katz- su eficiencia fue mucho menor que en los países de origen.
Muchas empresas vinieron a aprovechar la crema de un mercado
protegido y largamente insatisfecho, antes que a realizar una
instalación de riesgo con perspectivas de largo plazo. Tal lo que
ocurrió con las 21 terminales de automotores existentes en 1965.
Pero aun las que tenían planes de largo alcance no estuvieron
dispuestas a sacrificar la protección concedida, que les garantizaba
el dominio del mercado local pero las condenaba a limitarse a él.
En
esos
años
la
sociedad
argentina,
dominada
por
la
problemática del desarrollo, la dependencia y el imperialismo,
discutió mucho más la magnitud y el destino de las ganancias de
estas
empresas
que
su
aporte
-ciertamente
relativo-
a
la
modernización y competitividad de la economía y particularmente
del sector industrial. Lo cierto es que los capitales extranjeros
contribuyeron a mantener algunos de los mecanismos básicos, tal
como se habían conformado en los años treinta y reforzado durante
la guerra y la posguerra. Su horizonte siguió siendo el mercado
interno, y, al igual que sus antecesoras nacionales, no fue prioritario
alcanzar acá una eficiencia que les permitiera competir en mercados
externos, a los que abastecían desde otras filiales, salvo con
estímulos específicos.
Atraídos
con regímenes de promoción,
pugnaron por mantener las situaciones de privilegio y hasta
extenderlas, y así -junto con las empresas nacionales que pudieron
seguirlos en esa línea- contribuyeron a fortalecer la injerencia de un
Estado que debía garantizar las ventajas especiales.
Pese a que el gobierno había desarrollado una serie de
organismos
de
planificación,
sus
políticas
de
promoción
no
tuvieron en cuenta cuestiones clave, como cuándo dejar de
promover, para estimular la competitividad, o la forma de
compatibilizar las necesidades fiscales con la promoción, que
generalmente consistía en la exención de impuestos. Sobre todo, fue
una política errática: hubo bruscas oscilaciones, determinadas en
parte por la capacidad de presión de cada uno de los interesados como cuando el ministro Pinedo dispuso en 1962 una devaluación
del 80%- y en parte por razones políticas generales -como cuando
el gobierno de Illia anuló los contratos petroleros-, que reforzó en
las empresas la actitud contraria de consolidar los privilegios
obtenidos.
En los diez años que siguieron al fin del peronismo, la economía
no sólo se transformó sustancialmente, sino que, en conjunto,
creció, aunque quizá menos de lo que se esperaba. En el sector
industrial, esto fue el resultado de un promedio entre el crecimiento
de los sectores nuevos -muchos de los cuales tenían un ciclo de
maduración largo- y la retracción de los tradicionales. En el sector
agrícola empezaron a sentirse algunos efectos de los incentivos
cambiados ocasionales, de las mejoras tecnológicas impulsadas por
el INTA o por grupos de empresarios innovadores, o de la mayor
difusión de los tractores, producidos por plantas industriales
instaladas poco tiempo antes. Sin ser espectaculares, los resultados
permitieron que la producción alcanzara en promedio los niveles de
1940, antes del comienzo de la gran contracción. Hubo también
algunas mejoras relativas en el comercio exterior. Todo ello fue la
base de una etapa de crecimiento general sostenido pero moderado,
sustentado principalmente en el mercado interno, iniciada en los
años del gobierno de Illia, que se prolongaría hasta mediados de la
década siguiente. Perceptible a la distancia, esta bonanza relativa
permaneció oculta a los contemporáneos, cuya perspectiva estuvo
dominada por los ciclos de expansión y contracción, y las violentas
crisis que los separaban.
Las crisis estallaron con regularidad cada tres años -1952, 1956,
1959, 1962, 1966- y fueron puntualmente seguidas por políticas
llamadas “de estabilización”. Desde un punto de vista estrictamente
económico,
expresaban
las
limitaciones
que
desde
1950
experimentaba el país para un crecimiento sostenido. La expansión
del sector industrial y del comercial y de servicios ligados al
mercado interno dependía en último término de las divisas con las
que pagar los insumos necesarios para mantenerlo en movimiento.
Éstas eran provistas por un sector agropecuario con escasas
posibilidades de expandirse, que afrontaba difíciles condiciones en
los mercados mundiales y que era habitualmente usado, a través de
las políticas cambiarías y de precios relativos, para solventar al
sector interno. De ese modo, todo crecimiento de éste significaba un
aumento de las importaciones y concluía en un déficit serio de la
balanza de pagos. El endeudamiento externo, creciente en la época,
y la necesidad de cumplir con los servicios agregaban un elemento
adicional a la crisis y un motivo de interés para los acreedores y sus
agentes. Los planes de estabilización, que recogían la normativa
estándar del Fondo Monetario Internacional -al cual se recurría en
la
emergencia-,
consistían
en
primer
lugar
en
una
fuerte
devaluación, y luego en políticas recesivas -suspensión de créditos,
paralización de obras públicas-, que reducían el empleo industrial y
los salarios, y con ellos las importaciones, hasta recuperar el
equilibrio
perdido,
creando
las
condiciones
para
un
nuevo
crecimiento.
Cada uno de estos ciclos de avance, detención y nuevo avance capaces de justificar el difundido pesimismo acerca del fúturo de la
economía- se inscribía en el contexto de la puja por el ingreso entre
los distintos sectores, que a su vez formaba parte de la puja política
más general, pues al empate político correspondía un empate
económico. En una negociación entre varias partes, los beneficiados
y los perjudicados cambiaban en forma permanente, así como las
alianzas y los enfrentamientos. En las fases ascendentes, los intereses
de empresarios y trabajadores industriales podían coincidir, a costa
de los sectores exportadores: esta coincidencia, que fue una de las
bases de la alianza peronista, explica el margen de negociación
logrado por los sindicatos luego de 1955. Otras veces -y en estos
años
fue
más
frecuente-,
los
empresarios
aprovecharon
la
coyuntura para capitalizarse intensamente. Con la crisis y la
devaluación había en primer lugar una traslación de ingresos del
sector urbano al rural, pero también de los trabajadores a los
empresarios, pues los salarios reales retrocedían ante la fuerte
inflación. También solían perder las empresas chicas a manos de las
grandes, y en esas coyunturas la concentración de la propiedad
avanzó a saltos.
En suma, la crisis potenció la puja por el ingreso entre aquellos
sectores con capacidad corporativa para negociar y creó la
posibilidad de aprovechar una coyuntura, un cambio de las reglas
del juego, producidas desde el poder, y quedarse con la parte del
otro. Se trataba de un juego en el que no había reglas racionales y
previsibles, ni un sector capaz de imponérselas al otro. Si bien la
acción del Estado era decisiva, no se trazaban desde allí políticas
autónomas, sino que estaba a disposición de quien pudiera
capturarlo un instante, y utilizarlo para sacar el mayor provecho
posible. Hubo entre los sectores propietarios quienes advirtieron las
posibilidades que ofrecía un funcionamiento tan anormal para los
parámetros del capitalismo y descubrieron las ventajas de la
indisciplina. Hubo otros, en cambio, cuyas mejores posibilidades
radicaban en el establecimiento del orden y la racionalidad, y
empezaron a reclamar la presencia, en el poder político, de quien
pudiera cumplir esa tarea.
Las masas de clase media
La modernización económica introdujo algunos cambios profundos
en la sociedad, pero también dio nuevo impulso a transformaciones
que venían de antaño, de modo que los efectos potencialmente
conflictivos de aquéllas no se manifestaron de inmediato. La fuerte
migración del campo a la ciudad, que caracterizó este período, en
realidad formaba parte de una tendencia iniciada en la década de
1940. Cambió en parte el lugar de origen: de las tradicionales zonas
pampeanas, donde ya la crisis agrícola había completado su obra de
expulsión, se desplazó a las zonas tradicionalmente pobres del
nordeste y el noroeste, golpeadas además por la crisis de sus
economías regionales, como el algodón o el azúcar. También
comenzaron las de los países limítrofes. Siguieron llegando al Gran
Buenos Aires, que en esos años, con el 36% de la población total,
alcanzó el pico de su crecimiento relativo, pero también a otros
grandes centros urbanos, entre los que empezó a despuntar
Córdoba.
Quizá la mayor novedad estuvo en la forma de incorporación a
las ciudades. El empleo industrial, que había sido la gran vía durante
la década peronista, se estancó y aun retrocedió, y su lugar fue
ocupado por la construcción -las obras públicas, a cargo de grandes
empresas, y también la construcción particular, dominada por el
pequeño empresario-, que junto al pequeño comercio y algunas
actividades de servicios absorbieron a los migrantes internos y
también a los contingentes de bolivianos, paraguayos o chilenos,
cuya migración contribuyó a ampliar la masa de trabajadores.
No era sólo la posibilidad del empleo, en general precario, lo que
movilizaba a los migrantes, sino también el deseo de disfrutar de los
atractivos de la vida urbana, y en ese sentido las migraciones forman
parte del proceso social de la Argentina expansiva, de permanente
incorporación a los beneficios del progreso, reforzado por la
difusión de las comunicaciones, y particularmente la televisión. El
resultado fue el fenómeno, muy común en toda América Latina, de
la nueva marginalidad: un cinturón de “villas miserias” en las
grandes ciudades y sus alrededores, donde se combinaban, de
manera sorprendente para los observadores, casas de lata y antenas
de televisión.
El mundo de los trabajadores urbanos experimentó cambios
profundos. El número de asalariados industriales se mantuvo
estable, y en consecuencia perdió importancia relativa. Fueron en
general víctimas de las políticas sociales regresivas que dominaron
en estos años, salvo durante el período de Illia, aunque los cambios
económicos produjeron una gran dispersión de los ingresos y claras
ventajas en favor del sector de los trabajadores de empresas
modernas. Los sindicatos organizaron una eficaz resistencia y se
anotaron buenos tantos en la puja distributiva, los suficientes como
para no quedar descolocados ante sus bases, y contribuyeron a
mantener la homogeneidad de la clase obrera, sindicalizada y
peronista. El mayor crecimiento se registró entre los obreros de la
construcción, y sobre todo entre los trabajadores por cuenta propia,
ligados a los servicios o al pequeño comercio. Su expansión
correspondía todavía a las necesidades de la economía, y antes que
desempleo
disfrazado,
normalmente
se
remunerado,
trataba
aunque
de
trabajo
precario
y
complementario,
carente
de
la
protección sindical. El sector de los desprotegidos, que se expandió
precisamente cuando el Estado de bienestar renunciaba a algunas de
sus responsabilidades, comenzó a constituir, en forma progresiva,
una de las fúentes de tensión de la sociedad.
Nuevos contingentes engrosaron el impreciso pero bien real
sector de las clases medias, prolongando y culminando el proceso
secular de expansión, diversificación y movilidad de la sociedad.
Pero esta apreciación global incluye importantes cambios internos,
que matizan fuertemente su sentido. Según los análisis de Susana
Torrado, los pequeños empresarios manufactureros se redujeron de
manera drástica por obra de la concentración industrial, y aunque
aumentó el número de comerciantes, en conjunto los sectores
medios autónomos fueron menos numerosos. Creció en cambio el
número de los asalariados de clase media, presentes en todos los
sectores de la economía y en especial en la industria, donde las
nuevas empresas demandaron técnicos y profesionales.
Su presencia puso de relieve el papel decisivo que en esta etapa
siguió teniendo la educación, la vía de ascenso por excelencia de los
sectores medios. Consolidada la primaria, se prolongó la expansión
de la enseñanza media, cuya matrícula creció en forma espectacular
en la década peronista, y luego la universitaria, donde se empezaron
a plantear los problemas de la masividad. Viejas y nuevas
expectativas confluían en este crecimiento: la tradicional búsqueda
del prestigio anejo al título, el deseo de participar -a través de las
nuevas carreras- en el proceso de modernización de la economía y
de la ciencia, y luego, también, el deseo de incorporarse a uno de los
foros intelectuales y políticos más activos. Pero la mecánica
tradicional empezaba a revelar fallas: los egresados universitarios
aumentaron mucho más rápido que los empleos -uno de los signos
de la debilidad de la modernización anunciada-, mientras que,
progresivamente, se producía una pérdida de valor de los títulos, y,
por ejemplo, para determinadas posiciones no bastaba ya el de
bachiller. Aquí también empezaba a anunciarse uno de los focos de
tensión de la nueva sociedad.
Entre las clases altas, los cambios completaron los anunciados
en la década peronista. Pese a la caída del régimen odiado, las viejas
clases altas no recuperaron su antiguo prestigio: la posesión de un
apellido, o la frecuentación de las secciones de sociales de La Prensa
o La Nación, no aseguraban por sí ni riqueza ni poder. Las elites
siguieron diversificándose y se nutrieron de nuevos empresarios,
militares
-con
frecuencia
también
devenidos
dirigentes
de
empresa- y hasta algún gremialista particularmente exitoso.
Lo más característico de estos años fue la emergencia y
visibilidad de la capa de los así llamados ejecutivos, que según su
nivel se ubicaban entre las clases altas o las medias. Eran por una
parte la expresión de la modernización económica, el signo de que
las empresas dejaban de ser manejadas por los hijos de las familias
fúndadoras y pasaban a manos de fúncionarios expertos, dueños de
la eficacia y de una cultura internacional. Como tales, fúeron
glorificados como héroes civilizadores. Pero también aparecieron
como la nueva versión del parvenú, un poco “rastacuero”, por la
exhibición agresiva de la riqueza y por lo que era juzgado como la
usurpación de los signos del estatus. Contenían la grandeza y la
miseria de la modernización.
Los cambios en las formas de vida fúeron notables, sobre todo
en las grandes ciudades. La píldora anticonceptiva y en general una
actitud más flexible sobre las conductas sexuales y sobre las
relaciones familiares modificaron la relación entre hombres y
mujeres, aunque tales cambios reflejaron sólo mínimamente -en
una sociedad todavía pacata y tradicionalista- los que se estaban
produciendo en los países centrales. El voseo empezó a imponerse
en el trato cotidiano y la conversación se nutrió de términos
tomados de la sociología y del psicoanálisis, una de las pasiones de
los sectores medios, que constituyeron en Buenos Aires una de las
mayores comunidades psicoanalíticas del mundo. Al igual que en el
resto del mundo, los cambios en el consumo empezaron a resultar
claves en la diferenciación social. Era significativo que los nuevos
sectores populares, a diferencia de sus antecesores de la primera
mitad del siglo, no pusieran sus esperanzas en la casa propia -
símbolo mismo de la movilidad social-, sino en el televisor, en parte
porque aquélla se había tornado inalcanzable, en parte por la
singular
combinación
de
placer
inmediato
y
prestigio
que
proporcionaba el televisor, y luego el aparato electrónico o la
motocicleta. Entre las clases medias, fue el automóvil lo que colmó
sus expectativas e ilusiones, pero también los libros entrarán en el
círculo del consumo masivo, y los best sellers comenzarán a
constituir una referencia.
Fuerzas
poderosas
homogeneización
del
impulsaban
consumo:
la
la
expansión
producción
en
y
masa,
la
la
propaganda, las técnicas del marketing, pero también tendencias
más profundas a la democratización de las relaciones sociales y al
acceso generalizado a bienes tradicionalmente considerados como
propios de las clases altas. Todos consumieron muchos más
productos novedosos. En cada ciudad, el viejo “centro” perdió
importancia, y los nuevos centros comerciales se esparcieron por
todos los barrios; el jean se convirtió en prenda universal, y, en su
aspecto al menos, las ciudades aparecieron habitadas por vastas
masas de clases medias. Pero si el jean homogeneizaba todo e
impedía que las diferencias sociales cristalizaran en apariencias fijas,
generaba de inmediato un movimiento inverso: la recurrencia a
marcas exclusivas y caras, visibles en etiquetas conspicuas, que
rápidamente era absorbido por la falsificación o la vulgarización de
esas etiquetas. Así, frente a la homogeneización de las apariencias,
las clases medias acomodadas y los sectores altos de la sociedad,
estimulados
por
una
polarización
creciente
de
los
ingresos,
buscaron formas originales de diferenciación a través de una
exclusividad que debía cambiar permanentemente de referencias,
antes de que la vulgarización las atrapara. Saber en cada
circunstancia qué es lo que marcaba esa diferencia, y conocer el
momento en que lo in se convertía en out, y lo distinguido en mersa
o cache -según el curioso código del humorista Landrú- pasó a ser
una ciencia apreciada y el tema de los más leídos semanarios.
Uno de ellos, Primera Plana, cumplió una función esencial en la
educación de los nuevos sectores medios y altos. Apareció en 1962,
para servir de vocero a los grupos que empezaban a nuclearse detrás
del general Onganía y de la evanescente fórmula del “frente”. Pero
además -o quizá precisamente por eso- asumió con entusiasmo y
una cierta ingenuidad la tarea de difundir la modernidad entre unos
lectores que, gracias a la profusión de claves para iniciados que su
lectura demandaba, debían ser ellos mismos una minoría, reclutada
entre las nuevas capas profesionales y los ejecutivos eficientes. Para
ellos se revelaban los secretos de lo que debía saberse sobre la “vida
moderna”, las últimas conquistas de la ciencia o la nueva literatura
latinoamericana, cuyo boom recibió un decisivo impulso, así como
de todo aquello cuyo consumo marcara la diferencia. En otro
registro, un personaje de historieta que iba a conquistar la
inmortalidad -Mafalda, de Quino- expresó toda otra gama del
imaginario de las clases medias, combinando la ilusión del auto -un
modesto Citroen- y de las breves vacaciones anuales con las
preocupaciones por el pacifismo, la ecología o la democracia,
comunes a la ola de disconformismo y renovación que se insinuaba
en el mundo. Quizá por eso Mafalda alcanzó difusión internacional
y, pese a expresar una sensibilidad tan distinta, coincidió con
Primera Plana en mostrar cuán cerca del mundo estaba el país por
entonces.
La universidad y la renovación cultural
Los intelectuales antiperonistas -y entre ellos quienes habían
logrado identificarse tanto con el rigor científico cuanto con las
corrientes estéticas y de pensamiento de vanguardia- pasaron a
regir las instituciones oficiales y el campo de la cultura todo,
dominado por la preocupación de la apertura y la actualización.
Viejos grupos, como el Colegio Libre de Estudios Superiores, o Sur,
perdieron
muchas
relevancia,
veces
desplazados
debilitados
por
por
las
nuevas
instituciones
escisiones
internas.
y
Las
vanguardias artísticas se concentraron en el Instituto Di Telia,
combinando bajo el amparo de una empresa por entonces pujante y
modernizada la experimentación con la provocación. Quienes
animaban esa experiencia -y en particular Jorge Romero Brestestaban convencidos de recrear en Buenos Aires un verdadero
centro internacional del arte, y si el diagnóstico quizás era
excesivamente optimista, lo cierto es que, como pocas otras veces, la
creatividad local se vinculó con la del mundo. Ubicado en el centro
mismo de la ciudad, en la llamada “manzana loca”, y cerca de la
Facultad de Filosofía y Letras, el Di Telia se convirtió en punto de
referencia
de
otras
corrientes,
emergentes
y
medianamente
contestatarias, pero por cierto provocativas, como el hippismo.
El principal foco de la renovación cultural estuvo en la
universidad. La designación en 1955 de José Luis Romero como
rector de la de Buenos Aires, con el respaldo del poderoso
movimiento estudiantil, marcó el rumbo de los diez años siguientes.
Estudiantes e intelectuales progresistas se propusieron en primer
lugar “desperonizar” la universidad -esto es, eliminar a los grupos
clericales y nacionalistas, de ínfimo valor académico, que la habían
dominado
en
la
década
anterior-
y
luego
modernizar
sus
actividades, acorde con la transformación que la sociedad toda
emprendía.
Según la utopía del desarrollo dominante, la ciencia debía
convertirse en palanca de la economía, lo que planteó un largo
debate acerca de las prioridades: ciencias básicas, que trabajaran
según los estándares internacionales, o tecnología aplicada, mirando
los problemas específicos de nuestra economía y atendiendo a la
formación del personal calificado que ésta podía requerir. Frente a
la vieja universidad profesional surgió una nueva, orientada a la
biología, la bioquímica, la física, la agronomía o la computación; las
facultades se nutrieron con laboratorios y científicos con dedicación
exclusiva a la enseñanza y a la investigación, y los egresados
marcharon masivamente a completar su formación en el exterior.
Incluso
las
viejas
carreras
cambiaron:
la
economía
y
la
administración de empresas -escuela de ejecutivos- empezaron a
reemplazar la vieja formación de los contadores públicos.
En las ciencias sociales -una idea de por sí moderna- la
modernización se asoció con dos nuevas carreras: psicología y
sociología. En la escuela fundada por Gino Germani, la teoría de la
modernización, muy fácil de integrar con la del desarrollo
económico y hasta con el marxismo, constituía a la vez un
diagnóstico
sociedades
y
un
programa,
marchaban
todas
mutuamente
por
un
camino
potenciados:
similar,
de
las
lo
tradicional a lo moderno, y la ciencia indicaba el camino para que la
Argentina recorriera esas etapas y por esa vía se incorporara al
mundo. La sociología suministraba a la vez una filosofía de la
historia, un vocabulario -frecuentemente malas traducciones del
inglés- y otros signos de modernidad, y una vasta camada de
nuevos profesionales, que podían dedicarse al marketing o a las
relaciones industriales en las empresas, o a trabajar en los distintos
organismos de planeamiento e investigación desarrollados por el
Estado. Antes de que los subocupados o desocupados predominaran
entre
ellos,
los
sociólogos
constituyeron,
con
psicólogos,
economistas, científicos y técnicos industriales, toda una cohorte de
nuevos
sectores
medios,
adalides
de
la
modernización
consumidores privilegiados de sus productos.
Desde 1955, la universidad se gobernó según los principios de la
y
Reforma Universitaria de 1918, verdadera ideología de estudiantes e
intelectuales progresistas: autonomía y gobierno tripartito de
profesores, egresados y alumnos. Desde el comienzo, sus relaciones
con los gobiernos fueron conflictivas y la ruptura se produjo cuando
el presidente Frondizi decidió autorizar las universidades privadas eufemísticamente llamadas “libres”- en igualdad de condiciones
con las del Estado. El debate de 1958 entre los partidarios de la
enseñanza “libre” -básicamente los ligados a la Iglesia- y la “laica” que nucleaba todo el arco liberal y progresista- fue notable, aunque
la masividad
del
apoyo
a “la laica” no logró cambiar la
determinación de Frondizi de entregar ese botín a uno de los
factores de poder que reconocía. La confrontación -renovada
posteriormente en los reclamos por mayor presupuesto- mostró
cómo la universidad se convertía en un polo crítico no sólo del
gobierno, sino de tendencias cada vez más fuertes en la sociedad y la
política, y a la vez cómo se procesaba de manera interna ese
cuestionamiento, político pero no partidario y preocupado por
mantener -más allá de los avatares de la política nacional- el arco
de las solidaridades progresistas: en primer lugar la fe en la ciencia y
luego la confianza en el progreso de la humanidad, ejemplificado en
la amplia solidaridad despertada por la Revolución Cubana. En ese
sentido, y gracias a su autonomía, la universidad se convirtió en una
“isla democrática” en un país que lo era cada vez menos y -lo que es
peor- que creía cada vez menos en la democracia, de modo que la
defensa misma de la “isla” contribuyó a consolidar las solidaridades
internas.
No se trataba, sin embargo, de una isla con voluntad de
encierro. Mientras germinaban en ella multitud de propuestas
políticas que luego se transferirían al debate de la sociedad, la
universidad se preocupó intensamente, aunque con éxito desigual,
por la extensión de sus actividades a la sociedad toda. El ejemplo
más exitoso de ello fue Eudeba, la editorial fundada por la
Universidad de Buenos Aires y organizada primero por Arnaldo
Orfila Reynal -alma mater de dos editoriales mexicanas de honda
influencia en el mundo intelectual, el Fondo de Cultura Económica
y Siglo XXI- y luego por Boris Spivacow, que recreó en la década del
sesenta los grandes proyectos editoriales populares de los años
treinta y cuarenta. Lo singular de Eudeba fue su combinación de
política de ventas agresiva y novedosa -libros muy baratos, quioscos
en las calles- puesta al servicio de la difusión de lo más moderno en
el campo de las ciencias. Sus tiradas -vendió tres millones de
ejemplares entre 1959 y 1962- muestran tanto la realidad de la
ampliación del público lector como el decisivo papel de la
universidad y su editorial para conformarlo.
En este polo de modernidad concentrado en la universidad
empezaron a manifestarse tensiones crecientes. El valor absoluto de
la ciencia universal -ya presente en las discusiones sobre ciencia
básica o tecnología- fue cuestionado a la luz de las necesidades
nacionales. Se debatió primero el financiamiento de muchos grupos
de científicos por fundaciones internacionales -que solían estar
vinculadas con grandes empresas, como la Fundación Ford, o con
los
mismos
gobiernos-
suponiendo
que
tal
financiamiento
orientaba las investigaciones en una dirección irrelevante o
directamente contraria a los intereses del pueblo y la nación. De allí
se pasó al cuestionamiento de los paradigmas científicos mismos,
postulando una manera “nacional” de hacer ciencia, diferente de la
que se identificaba con los centros internacionales de dominación, y
a la larga se cuestionaría la necesidad misma de la ciencia. El
llamado a mirar al país, o a Latinoamérica, entroncaba con la
cuestión del compromiso de los intelectuales con su realidad, un
viejo debate -lo habían animado en los años de 1920 los partidarios
de Boedo y Florida- que encontraba nuevos motivos. Si bien el
compromiso era un valor compartido entre el conjunto de los
intelectuales
progresistas
-que
no
vacilaban
en
manifestarse
masivamente en favor de la Cuba agredida-, había quienes
cuestionaban la supuesta neutralidad de la ciencia -defendida por
los “cientificistas”- e insistían en su carácter siempre valorativo.
Una discusión similar planteaban en el campo artístico quienes
cuestionaban la frivolidad y falta de compromiso del Di Telia y
contraponían por ejemplo el teatro realista de Roberto Cossa o
Germán Rozenmacher -que tematizaban las perplejidades de las
clases medias ante el peronismo- con el teatro del absurdo de la
“manzana loca”.
Por
entonces,
y
pese
al
voluntarismo
de
los
núcleos
modernizadores, la realidad nacional no hacía sino mostrar la
superficialidad de los cambios, así como el vigor de las resistencias
que esos cambios despertaban en la sociedad tradicional. Pero,
sobre todo, fue el giro a la izquierda de buena parte del núcleo
progresista el que reveló la imposibilidad de mantener los acuerdos
en los que esa experiencia se había fundado.
La política y los límites de la modernización
La radicalización de los sectores progresistas y la formación de una
nueva iquierda -cuya trayectoria han reconstruido Oscar Terán y
Silvia Sigal- tuvieron en la universidad su ámbito privilegiado antes
de partir, luego de 1966, hacia destinos más amplios. Pero hasta esa
fecha su penetración en otros círculos fúe escasa -los gremiales
estaban celosamente custodiados por un sindicalismo siempre
hostil-, y fúe en la universidad y sus debates donde los intelectuales
construyeron y reconstruyeron sus interpretaciones y sus discursos,
que con posterioridad encauzarían en una amplia gama de opciones
políticas.
La ruptura entre el sector más progresista de los intelectuales y
sus aliados más conservadores del frente antiperonista, anunciada
desde antes de 1955, cristalizó casi de inmediato, por obra de la
política antipopular y represiva del gobierno libertador, y sobre
todo por una suerte de culpa ante la incomprensión de unas
mayorías populares cuya persistencia en el peronismo, más allá de la
acción del aparato estatal, quedó demostrada en las elecciones de
1957. Desde Sur hasta el Partido Socialista, las agrupaciones y los
partidos que habían cobijado a la oposición antiperonista sufrieron
todo tipo de fracturas. La atracción que ejerció Frondizi entre los
progresistas independientes y aun entre militantes de los partidos de
izquierda tradicionales obedecía a que proponía la apertura al
peronismo sin renunciar a la propia identidad; se debía al enérgico
tono antiimperialista -un valor por entonces en alza-, y sobre todo
a la modernidad y la eficacia que informaba su estilo político, que
combinaba las ilusiones de la época con las tentaciones, más propias
de los intelectuales, de acercarse al poder sin pasar por los filtros de
los partidos. La desilusión, que sobrevino pronto, inició una etapa
de reflexión, crítica y discusión que culminó en la formación de la
“nueva izquierda”.
Se formó mirando al peronismo primero y luego a la Revolución
Cubana. Se caracterizó por la espectacular expansión del marxismo,
fuente de las creencias básicas: se era marxista o no se lo era. Dentro
de él, las variedades eran infinitas; la ortodoxia estalinista retrocedió
frente a nuevas fuentes doctrinarias: Lenin, cuyo lugar central se
mantuvo por sus tesis sobre el imperialismo, Sartre, Gramsci,
Trotski, Mao, de las que se derivaban todas las interpretaciones
imaginables -desde condenar al peronismo hasta abrazarse con él-,
legitimadas en un Marx que daba para todos. Paralelamente, se
expandió el antiimperialismo, recogiendo una ola mundial que
partía de los movimientos de descolonización de la posguerra,
seguía con los países del Tercer Mundo, continuaba con la guerra de
Argelia y culminaba con la incipiente lucha de Vietnam, todo lo
cual parecía anunciar la inminente crisis de los imperios. La
desilusión con Frondizi, y con su equivalente brasileño Juscelino
Kubitschek,
el
asesinato
de
Kennedy
y
la
intervención
estadounidense en Santo Domingo, en 1965, diluyeron las ilusiones
en la Alianza para el Progreso, y las teorías del desarrollo dejaron
paso a las de la dependencia, que reelaboraba los motivos anteriores
pero subordinando las raíces del atraso a situaciones políticas, frente
a las cuales la opción era una alianza nacional para la liberación.
Este populismo tendió un puente hacia sectores cristianos que,
releyendo los evangelios en clave popular, se interesaron en dialogar
con el marxismo, mientras que el antiimperialismo vinculó estas
corrientes con sectores del nacionalismo, también en intenso
proceso de revisión. De Hernández Arregui -cuyo libro La
formación de la conciencia nacional fue clave en esta amalgama- a
José
María
marxismo
Rosa,
-en
su
intelectuales
vertiente
nacionalistas
más
incorporaron
crudamente
el
economicista-
rehaciendo un camino que, en sentido opuesto, habían recorrido
Rodolfo Puiggrós y Jorge Abelardo Ramos, autores de otros dos
libros de enorme influencia: Historia crítica de los partidos políticos
y Revolución y contrarrevolución en Argentina. A su vez, las
izquierdas revisaron su interpretación liberal de la historia -en la
que Rosas encarnaba el feudalismo y Rivadavia el capitalismo- y
empezaron a releerla a la luz del revisionismo, un camino que les
permitía, al final, asignar al peronismo un lugar legítimo en el
progreso de la humanidad.
La amalgama fue difícil y la polémica intensa. La Revolución
Cubana -en cuyo apoyo todos coincidieron- tuvo la virtud de
resumir la mayoría de esos sentidos. Mostraba a América Latina
alzada contra el imperialismo, sobre todo luego de la expansión de
la guerrilla en Venezuela, Colombia y Perú, y llevaba a una
revalorización cultural que iba desde las fuerzas telúricas hasta la
“nueva novela”. La conexión estrecha entre marxismo y revolución,
que se desdibujaba al contemplar los grandes partidos europeos o la
propia Unión Soviética, se manifestaba con toda su fuerza en Cuba.
Antes de que se extrajeran de ella recetas políticas específicas, Cuba
consagró la idea misma de revolución, la convicción de que, pese a
sus pesadas determinaciones, la realidad era plástica y que la acción
humana organizada podía modificarla. Esa transformación, cuya
posibilidad era reforzada por su necesidad histórica, era una
cuestión política, que se jugaba en el poder y postergaba o
subordinaba otras cuestiones como el crecimiento económico, el
progreso científico o la modernización cultural. Para la vertiente
nacionalista, el sujeto de esta transformación seguía siendo, en clave
romántica, el pueblo, mientras que para la izquierda lo era el
trabajador, detrás de quien, como ha dicho con agudeza Terán, no
se vislumbraba todavía al guerrero.
Efectivamente, la nueva izquierda todavía no tenía claro qué
hacer. Miraba con avidez al peronismo, alentaba sus variantes
“duras” -algunos militantes sindicales, o John William Cooke, que
venía de una larga residencia en Cuba-, especulaba con su vuelco a
la izquierda, y empezaba a jugar con diversas alternativas: el
leninismo -que privilegiaba la acción de masas-, el foquismo -que
buscaba constituir un polo de poder a través de la guerra irregular-,
o el “entrismo”, decidido a ganar al peronismo desde adentro. Nada
estaba definido en 1966, salvo el rechazo cada vez más categórico de
la tradición liberal y democrática. Para la nueva izquierda -que no
separaba los principios más generales de la inmediata experiencia
argentina- la democracia era apenas una forma, las libertades
individuales una farsa, e ilusionarse con ellas era sólo encubrir la
opresión.
En realidad, nadie tenía demasiada fe en la democracia, ni
siquiera los partidos políticos que debían defenderla. Ciertamente se
trataba de una democracia ficticia y de escasa legitimidad, pero los
interesados directos en su supervivencia y mejora la dieron por
caduca sin lucha, hasta que el final anunciado llegó. Si las izquierdas
creían que se trataba de un opio burgués, el frondicismo prefería
apostar a la eficiencia tecnocrática mientras que los radicales del
Pueblo y sus aliados no vacilaron, en ocasiones, en preferir un golpe
militar a un gobierno que abriera demasiado el juego a los
peronistas. Éstos -los menos responsables, dada su exclusiónfluctuaban en la apuesta a las elecciones o a la negociación directa
con los factores de poder. La derecha, por su parte, no lograba
organizar un partido capaz de hacer atractivos sus intereses al
conjunto de la sociedad, en parte por los problemas ya crónicos de
estas fuerzas, que sólo funcionaron eficazmente cuando se las
articuló desde el poder, y en parte porque, en el seno mismo de los
sectores propietarios, subsistían los conflictos y no se había llegado
a conformar una propuesta que fuera válida para todos ellos, y
mucho menos para un sector mayoritario de la sociedad.
Los sectores más concentrados de la economía, en los que el
capital extranjero tenía un peso decisivo, se movían con más
comodidad en la escena corporativa, donde sus intereses eran
formulados con precisión y claridad por un grupo de bien
entrenados economistas y técnicos. Allí dialogaban con los factores
de poder reales -los sindicalistas, las Fuerzas Armadas, y en menor
medida la Iglesia- que por distintos motivos tampoco tenían mayor
interés en fortalecer la escena democrática. Los sindicalistas,
dirigidos por Vandor, habían probado sin suerte la arena electoral,
donde Perón los había derrotado; los militares estaban cada vez más
consustanciados con su papel tutelar del Estado y defensor de los
valores occidentales y cristianos. Se trataba, sin embargo, de una
negociación empantanada, a mitad de camino entre la democracia y
el autoritarismo, donde ninguno de los actores tenía la fuerza para
volcar en su favor la situación, pero podía vetar eficazmente
cualquier alternativa que lo excluyera.
Las voces para romper el empate empezaron a multiplicarse.
Para los militares, la democracia resultaba un obstáculo en el
combate contra un enemigo comunista imaginado, que veían cada
vez más amenazador. Si habían llegado a admitir que el grueso del
sindicalismo peronista era de momento rescatable, en cambio lo
veían enseñoreado en la universidad, desde donde se intentaba
fascinar al peronismo; se alarmaban por la atracción que ejercía la
Revolución Cubana y los horrorizaba el cuestionamiento de los
valores tradicionales de la sociedad y la convivencia, pues en el
fondo la libertad sexual, la revolución y el arte de vanguardia les
parecían distintos aspectos de un mismo desafío a los valores
occidentales y cristianos.
Esta reacción, que iba de lo político a lo cultural y de ahí a los
ámbitos más privados, encontró amplio eco en la sociedad,
revelando que los avances de la modernización no eran tales. Era
alimentada desde los sectores más tradicionales de la Iglesia, de gran
predicamento entre militares y empresarios. Para el catolicismo
integrista, el cuestionamiento de los valores sustantivos de la
sociedad -la familia, la tradición, la propiedad- arrancaba con la
Revolución Francesa -cuando no de la Reforma-, y suponía una
condena del mundo moderno y en particular de la democracia
liberal, así como una reivindicación de la sociedad organicista,
donde los auténticos intereses sociales estuvieran directamente
representados
a
través
ultramontana
resultaba
de
bien
sus
corporaciones.
acogida
por
Esta
quienes,
por
postura
otros
motivos, encontraban en el escenario democrático y sus callejones
sin salida las raíces del desorden económico y reclamaban un Estado
fuerte, con capacidad para ordenar la vida económica, disciplinar a
sus actores y superar los bloqueos para una alternativa eficiente.
Todos reclamaban más autoridad y orden, unos con tradición y
otros con eficacia.
En torno de esta idea, divulgada desde los más diversos ámbitos,
empezó un rápido aglutinamiento de fuerzas que, como se advertía,
habían tomado la restauración constitucional como un interludio
que permitiera retomar lo que había empezado a esbozarse en 1962.
El gobierno de Illia fue condenado por ineficiente por Primera
Plana, vocero de este grupo, ya en septiembre de 1963, un mes antes
de que el nuevo presidente asumiera, y desde entonces la
propaganda
se
ensañó
con
él.
Objetivos
distintos
pero
no
contradictorios -la eficiencia, el orden, la modernización y hasta el
“destino de grandeza”- confluían en la crítica al gobierno y en una
propuesta definida, de manera algo vaga como corresponde a una
propuesta política, como el “cambio de estructuras” que se entendía
se refería a las políticas. Esta idea fue desarrollada en forma
sistemática por un elenco de propagandistas, muchos de ellos
expresamente contratados con tal fin, dedicados a desprestigiar al
gobierno y al sistema político en general, y a exaltar la figura de
Onganía -quien pasó a retiro a fines de 1965-, modelo de eficiencia
pero, sobre todo, “última alternativa de orden y autoridad”, como
escribía Mariano Grondona en Primera Plana. Durante los seis
meses finales del gobierno de Illia se tenía la impresión de que
buena parte del país -que “estaba en el golpe”- emprendía, sin
disimulo alguno, con paciencia y con confianza, el camino que
llevaría a la redención. Quienes no participaban de esa fe parecían
en cambio compartir el diagnóstico, a juzgar por sus mínimos
intentos para defender el sistema institucional que se derrumbaba.
El 28 de junio de 1966 los comandantes en jefe depusieron a Illia y
entregaron la presidencia al general Onganía. Con la caída de la
democracia limitada terminó el empate, las opciones se definieron y
los conflictos de la sociedad, hasta entonces disimulados, pudieron
desplegarse plenamente.
, 1966-1976
VI. Dependencia o liberación
El ensayo autoritario
Un amplio consenso acompañó al golpe del 28 de junio de 1966: los
grandes sectores empresarios y también los medianos y pequeños, la
mayoría de los partidos políticos -con excepción de los radicales,
los socialistas y los comunistas- y hasta muchos grupos de extrema
izquierda, satisfechos del fin de la democracia “burguesa”. Perón
abrió una carta de crédito, aunque recomendó “desensillar hasta
que aclare”, los políticos peronistas fueron algo más explícitos y los
sindicalistas
se
mostraron
francamente
esperanzados
y
concurrieron a la asunción del nuevo presidente, especulando con la
persistencia del tradicional espacio para la negociación y la presión,
y quizá con las posibles coincidencias con un militar que -como
aquel otro- ponía el acento en el orden, la unidad, un cierto
paternalismo y un definido anticomunismo.
Este crédito amplio y variado tenía que ver con la indefinición
inicial entre las diversas tendencias que coexistían en el gobierno. El
estado
mayor
de
las
grandes
empresas
-el
establishment
económico- tenía interlocutores directos en muchos jefes militares.
Otros -sobre todo los que rodeaban al general Onganía- se nutrían
en cambio de una concepción mucho más tradicional, derivada en
parte del viejo nacionalismo, pero sobre todo de las doctrinas
corporativistas u organicistas que se estaban abriendo paso entre la
nueva derecha. Las contradicciones profundas entre corporativistas
y liberales (que ni creían en las libertades individuales ni en el
liberalismo económico ortodoxo) se disimulaban en una red de
contactos sociales e ideas mezcladas, tejidas en la Escuela de
Economía de la Universidad Católica, el Instituto de Ciencias
Políticas de la Universidad del Salvador o en los cursillos de
cristiandad que la Iglesia -lanzada a la conquista de los grupos
dirigentes y hábil para disimular las diferencias- organizaba para
militares, jóvenes empresarios o “tecnócratas de sacristía”.
Así, por el momento primaron las coincidencias. Era necesario
reorganizar el Estado, hacerlo fuerte, con autoridad y recursos, y
controlable desde su cima. Para unos, era la condición de un
reordenamiento
herramientas
económico
keynesianas
que
para
usara
romper
las
los
tradicionales
bloqueos
del
crecimiento. Para otros, era la condición de un reordenamiento de
la sociedad, de sus maneras de organización y representación, que
liquidara las formas políticas del liberalismo, juzgadas nefastas, y
creara las bases para otras, naturales, orgánicas y jerárquicas.
La primera fase del nuevo gobierno se caracterizó por un “shock
autoritario”. Se proclamó el comienzo de una etapa revolucionaria,
y a la Constitución se le adosó un Estatuto de la Revolución
Argentina, por el cual juró el general Juan Carlos Onganía,
presidente designado por la Junta de Comandantes, que se mantuvo
en el poder hasta junio de 1970. Se disolvió el Parlamento -el
presidente concentró en sus manos los dos poderes- y también los
partidos políticos, cuyos bienes fueron confiscados y vendidos, para
confirmar lo irreversible de la clausura de la vida política. Los
militares
decisiones
mismos
políticas,
fueron
aunque
cuidadosamente
en
cuestiones
apartados
de
de
seguridad
las
se
institucionalizó la representación de las armas por la vía de sus
comandantes. Los ministerios fueron reducidos a cinco, y se creó
una suerte de Estado Mayor de la Presidencia, integrado por los
Consejos de Seguridad, Desarrollo Económico y Ciencia y Técnica,
pues en la nueva concepción el planeamiento económico y la
investigación científica se consideraban insumos de la seguridad
nacional.
Unificadas las decisiones, se comenzó a encorsetar a la sociedad.
La represión del comunismo -uno de los temas que unía a todos los
sectores golpistas- se extendió a todas aquellas expresiones del
pensamiento crítico, de disidencia o hasta de diferencia. El blanco
principal fue la universidad, que era vista como el lugar típico de la
infiltración, la cuna del comunismo, el lugar de propagación de
todo tipo de doctrinas disolventes y el foco del desorden, pues se
consideraba
que
las
manifestaciones
en
reclamo
de
mayor
presupuesto eran un caso de gimnasia subversiva. Las universidades
fueron intervenidas y se acabó con su autonomía académica. El 29
de julio de 1966, en la “noche de los bastones largos”, la policía
irrumpió en algunas facultades de la Universidad de Buenos Aires y
apaleó a alumnos y profesores. A este impromptu, grave, simbólico
y premonitorio, siguió un movimiento importante de renuncias de
docentes. Muchos de ellos continuaron con sus trabajos en el
exterior y otros procuraron trabajosamente reconstruir, de manera
subterránea, las redes intelectuales y académicas, por lo general en
espacios recoletos, que alguien comparó con las catacumbas.
Mientras tanto en las universidades reaparecieron los grupos
tradicionalistas, clericales y autoritarios que habían predominado
antes de 1955.
La censura se extendió a las manifestaciones más diversas de las
nuevas costumbres, como las minifaldas o el pelo largo, expresión
de los males que, según la Iglesia, eran la antesala del comunismo: el
amor libre, la pornografía, el divorcio. Al igual que en el caso de la
universidad, venía a descubrirse que amplias capas de la sociedad
coincidían con el diagnóstico de los militares o de la Iglesia acerca
de los peligros de la modernización intelectual y con la necesidad de
usar la autoridad para extirpar los males.
Los gestos de autoridad se repitieron en ámbitos elegidos
arbitrariamente, donde más visible era la generosidad del Estado, o
su debilidad frente a las presiones corporativas. Antes de que se
hubiera definido una política económica, se procedió a reducir de
manera drástica al personal en la administración pública y en
algunas empresas del Estado, como los ferrocarriles, y se realizó una
sustancial modificación de las condiciones de trabajo en los puertos,
para reducir los costos. Otra medida espectacular fue el cierre de la
mayoría de los ingenios azucareros en la provincia de Tucumán,
que venían siendo ampliamente subsidiados, con el propósito de
racionalizar la producción. En todos los casos la protesta sindical,
que fue intensa, resultó acallada con violencia, y si bien no se derogó
la ley de asociaciones profesionales -se trataba del punto principal
de la disputa entre corporativistas y liberales-, se sancionó una de
arbitraje obligatorio, que condicionaba la posibilidad de iniciar
huelgas. Poco quedaba de las esperanzas de los sindicalistas,
rudamente golpeados por la política autoritaria. En febrero de 1967
lanzaron un Plan de Acción, que recordaba el Plan de Lucha
montado contra Illia. Pero en la ocasión tropezaron con una
respuesta muy fuerte: despidos masivos, retiros de personería
sindical, intervenciones a los sindicatos y el uso de todos los resortes
que la ley le daba al Estado para controlar al gremialismo díscolo. El
paro tuvo por otra parte escasa repercusión y la Confederación
General del Trabajo (CGT) debió reconocer su derrota total y
suspender las medidas.
El gobierno había encontrado la fórmula política adecuada para
operar la gran reestructuración de la sociedad y la economía. Con la
clausura de la escena política y la corporativa, había puesto fin a la
puja sectorial, dejando descolocado al sindicalismo vandorista,
protagonista principal de ambas escenas, y hasta al propio Perón,
que se tomó unas vacaciones políticas. Acallado cualquier ámbito de
expresión de las tensiones de la sociedad, y aun de las mismas
opiniones,
podía
diseñar
sus
políticas
con
tranquilidad,
sin
urgencias -la revolución no tiene plazos, se decía- y con un
instrumento estatal poderoso en sus manos.
Pero en los seis primeros meses, y más allá de aquellas acciones
espectaculares, no se había adoptado un rumbo claro en materia
económica pues el equipo designado -de orientación vagamente
social cristiana- estaba lejos de conformar al establishment. El
conflicto se resolvió en diciembre de 1966 en favor de los llamados
liberales. El general más afín a ellos, Julio Alsogaray -hermano de
Alvaro- fue designado comandante en jefe del Ejército, y Adalbert
Krieger Vasena, ministro de Economía y Trabajo. Se trataba de un
economista surgido del riñón mismo de los grandes grupos
empresarios, con excelentes conexiones con los centros financieros
internacionales y de capacidad técnica reconocida. Krieger ocupó el
centro del gobierno -su influencia se extendía a los ministerios de
Obras Públicas y de Relaciones Exteriores-, pero debió seguir
enfrentándose con los grupos corporativistas, que se concentraron
en el Ministerio de Interior -donde se manejaba la educación, tema
clave para la Iglesia- y la Secretaría General de la Presidencia.
El plan de Krieger Vasena, lanzado en marzo de 1967,
coincidiendo con la debacle de la CGT, apuntaba en primer término
a superar la crisis cíclica -menos aguda que la de 1962-1963- y a
lograr una estabilización prolongada que eliminara una de las
causas de la puja sectorial. Más a largo plazo, se proponía
racionalizar el funcionamiento de la economía toda y facilitar así el
desempeño de las empresas más eficientes, cuya imposición sobre el
conjunto acabaría definitivamente, en este terreno, con empates y
bloqueos.
Contaba para ello con las poderosas herramientas de un Estado
perfeccionado en sus orientaciones intervencionistas. En el caso de
la inflación se recurrió a la autoridad estatal para regular las grandes
variables,
asegurar
un
período
prolongado
de
estabilidad
y
desalentar las expectativas inflacionarias. Sometidos los sindicatos,
se congelaron los salarios por dos años, luego de un módico
aumento, y se suspendieron las negociaciones colectivas. También
se congelaron tarifas de servicios públicos y combustibles, y se
estableció un acuerdo de precios con las empresas líderes. El déficit
fiscal se redujo con las racionalizaciones de personal y una
recaudación más estricta, pero sobre todo porque se estableció una
fuerte devaluación del 40% y una retención similar sobre las
exportaciones agropecuarias. Con esta medida, la más importante
en lo inmediato, se logró a la vez arreglar las cuentas del Estado,
evitar el alza de los alimentos, impedir que la devaluación fuera
aprovechada por los sectores rurales y asegurar un período
prolongado de estabilidad cambiaría, reforzado por préstamos del
Fondo Monetario y una importante corriente de inversiones de
corto plazo. Todo ello permitió establecer el mercado libre de
cambios.
En
lo
inmediato,
los
éxitos
de
esta
política
de
estabilización fueron notables: a mediados de 1969 la inflación se
había reducido drásticamente, aunque seguía siendo elevada para
los niveles de los países centrales, y las cuentas del Estado estaban
equilibradas, lo mismo que la balanza de pagos.
Otros poderosos instrumentos de intervención estatal fueron
utilizados para mantener el nivel de la actividad económica y
estimular a los sectores juzgados más eficientes. No hubo restricción
monetaria
ni
crediticia.
Las
inversiones
del
Estado
fueron
considerables,
particularmente
en
obras
públicas:
la
represa
hidroeléctrica de El Chocón, que debía solucionar el fuerte déficit
energético, puentes sobre el Paraná, caminos y accesos a la Capital,
a lo que se sumó un impulso similar de la construcción privada. Las
exportaciones no tradicionales fueron beneficiadas con reintegros
de impuestos a insumos importados. Se estimuló la eficiencia
general de la economía mediante una reducción, ciertamente
selectiva, de los aranceles y la eliminación de subsidios a economías
regionales, como la azucarera tucumana o la algodonera chaqueña.
También aquí los éxitos globales fueron notables: creció el producto
bruto,
sosteniendo
la
tendencia
de
los
años
anteriores,
la
desocupación fue en general baja -aunque las reestructuraciones
crearon bolsones de alto desempleo-, los salarios no cayeron
notablemente y la inversión fue en general alta, aunque concentrada
en obras públicas. No hubo un movimiento inversor privado
sostenido, de modo que hacia 1969 el crecimiento parecía alcanzar
su techo.
El sector más concentrado -predominantemente extranjeroresultó el mayor beneficiario de esta política, que además de
estabilizar, apuntaba a reestructurar de manera profunda el mundo
empresario y a consolidar de modo definitivo los cambios
esbozados desde 1955. Muchas de las empresas instaladas en la
época de Frondizi empezaron por entonces a producir a pleno, pero
además hubo compras de empresas nacionales por parte de
extranjeras -se notó en bancos o tabacaleras- de manera que la
desnacionalización de la economía se hizo más manifiesta. Sin
renunciar a las ventajas de los regímenes de promoción con que se
instalaron, estas empresas se beneficiaron con la situación de
estabilidad, en la cual podían hacer pesar sus ventajas en
organización, planeamiento y racionalidad. Las grandes obras
públicas realizadas en esta etapa en general solucionaban sus
problemas
de
transporte
o
energía,
a
la
vez
que
creaban
oportunidades atractivas para las que empezaban a operar como
contratistas
del
Estado,
un
rubro
llamado
a
crecer
considerablemente.
En cambio, la lista de perjudicados fue amplia. A la cabeza
estaban los sectores rurales; si bien se los estimuló a la
modernización y tecnificación -a eso apuntaba el temido impuesto
a la “renta potencial”-, se sintieron perjudicados por lo que
consideraban un despojo: las fuertes retenciones a la exportación.
Los sectores empresarios nacionales -que hacían oír su voz a través
de la Confederación General Económica (CGE)- se quejaban de falta
de protección y se lamentaban de la desnacionalización. Economías
provinciales enteras -Tucumán, Chaco, Misiones- habían recibido
verdaderos mazazos al suprimirse protecciones tradicionales. La
lista de maltrechos se completaba con amplios sectores medios,
perjudicados de formas varias, desde la liberación de los alquileres
urbanos
hasta
el
avance
de
los
supermercados
en
la
comercialización minorista, y naturalmente con los trabajadores.
La nueva política modificaba en forma profunda los equilibrios
-cambiantes pero estables- de la etapa del empate, y volcaba la
balanza en favor de los grandes empresarios. La utilización del más
tradicional
de
los
instrumentos
de
política
económica
-la
transferencia de ingresos del sector rural tradicional al sector
urbano- operaba de un modo nuevo: en lugar de alimentar a éste
por la vía del mayor consumo de los trabajadores y la expansión del
mercado interno -clásica en las alianzas distribucionistas entre
empresarios y trabajadores-, lo hacía por la expansión de la
demanda autónoma: inversiones, exportaciones no tradicionales y
un avance en la sustitución de importaciones. Como ha señalado
Adolfo Canitrot, se trataba del proyecto propio y específico de la
gran burguesía, que sólo en estas circunstancias sociales y políticas
podía ser propuesto. Sostenido por quienes gustaban de llamarse
liberales, era en realidad una política que si bien achicaba las
funciones del Estado benefactor, conservaba y aun expandía las del
Estado intervencionista. Ni los empresarios querían renunciar a esa
poderosa palanca, ni los militares hubieran aceptado el achique de
aquellas
partes del
Estado con las que más fácilmente se
identificaban: las empresas militares orientadas de una u otra
manera a la defensa y las mismas empresas del Estado, que con
frecuencia eran llamados a administrar. En estos años la expansión
del Estado parecía perfectamente funcional con la reestructuración
del capitalismo, pero es probable que no se ocultaran a sus
beneficiarios los peligros potenciales de conservar activa una
herramienta tan poderosa.
A lo largo de 1968, empezaron a notarse los primeros indicios
del fin de la pax romana. En marzo, un grupo de sindicalistas
contestatarios,
encabezados
por
Raimundo
Ongaro,
dirigente
gráfico de orientación social cristiana, ganó la conducción de la
CGT, aunque de inmediato los dirigentes más tradicionales la
dividieron. Pero a lo largo de 1968 la CGT de los Argentinos -en
torno de la cual se reunieron activistas de todo tipo- encabezó un
movimiento
combinando
de
protesta
amenazas
que
y
el
gobierno
ofrecimientos.
pudo
Esta
controlar
emergencia
contestataria reunió a dos grupos de dirigentes hasta ese momento
enfrentados: el tradicional núcleo vandorista, carente de espacio
para su política, y los llamados “participacionistas”, dispuestos a
aceptar las reglas del juego impuestas por el régimen y a asumir su
función de expresión corporativa, ordenada y despolitizada, del
sector laboral de la comunidad. En ellos centraban sus ilusiones
quienes
rodeaban
a
Onganía:
concluida
la
reestructuración
económica -pensaban-, era posible iniciar el “tiempo social”, con el
apoyo de una CGT unida y domesticada. Esta corriente, con
representación en el Ejército, pero fuerte sobre todo por su cercanía
a la presidencia, se sumó a otra alimentada por las protestas cada
vez más generales de la sociedad. Los sectores rurales eran
fácilmente escuchados por los jefes militares, y también los sectores
del empresariado nacional, capaces de tocar una fibra todavía
sensible en ellos: frente a la política económica imperante, hay otra
alternativa, decían; es posible un desarrollo más nacional, algo más
popular y más justo.
Todas estas voces, poco orquestadas todavía, pusieron en
tensión la relación entre el presidente y su ministro de Economía. A
mediados de año, Onganía relevó a los tres comandantes y
reemplazó a Julio Alsogaray -conspicuo liberal- por Alejandro
Lanusse,
por
el
momento
menos
definido.
Las
voces
del
establishment salieron a defender a Krieger Vasena, comenzaron a
quejarse del excesivo autoritarismo de Onganía, de sus veleidades
corporativistas y autoritarias, y empezaron a pensar en una salida
política, para la que se ofrecía el general Aramburu y hacía su aporte
el nuevo delegado personal de Perón, Jorge Daniel Paladino.
Cuando en mayo de 1969 estalló el breve pero poderoso
movimiento de protesta -el Cordobazo-, el único capital de
Onganía, el mito del orden, se desvaneció.
La primavera de los pueblos
El estallido ocurrido en Córdoba en mayo de 1969 vino precedido
de una ola de protestas estudiantiles en diversas universidades de
provincias -ya en 1966, en Córdoba, había muerto un estudiante,
Santiago Pampillón- y de una fuerte agitación sindical en Córdoba,
centro industrial donde se concentraban las principales fábricas de
automotores.
Activismo
estudiantil
y
obrero
-componentes
principales de la ola de agitación que se iniciaba- se conjugaron el
29 de mayo de 1969. La CGT local realizó una huelga general y
grupos de estudiantes y obreros -con aportes masivos de las fábricas
automotrices- ganaron el centro de la ciudad, donde se sumó
mucha otra gente. La fortísima represión policial generó un violento
enfrentamiento: hubo barricadas, hogueras para combatir los gases
lacrimógenos y asaltos a negocios, aunque no pillaje. La multitud,
que controló varias horas el casco central de la ciudad, no tenía
consignas
ni
organizadores
-sindicatos,
partidos
o
centros
estudiantiles fueron desbordados por la acción-, pero se comportó
con rara eficacia, dispersándose y reagrupándose. Finalmente
intervino el Ejército, con llamativa demora, y recuperó el control,
salvo en algunos reductos -como el barrio universitario del
Clínicas- donde francotiradores jaquearon a los militares un día
más, mientras los manifestantes reaparecían en los suburbios,
armando barricadas o asaltando comisarías. Lentamente, el 31 de
mayo se restableció el orden. Habían muerto entre veinte y treinta
personas, unas quinientas fueron heridas y otras trescientas
detenidas. Consejos de Guerra condenaron a los principales
dirigentes sindicales -como Agustín Tosco- en quienes se hizo caer
la responsabilidad.
Como acción de masas, el Cordobazo sólo puede ser comparado
con la Semana Trágica de 1919, o con el 17 de octubre, con la
diferencia de que en este último caso la policía apoyó y custodió a
los trabajadores. Como éste, fue el episodio fundador de una ola de
movilización social que se prolongó hasta 1975. Por eso, su valor
simbólico fue enorme, aunque de él se hicieron lecturas diversas,
desde el poder, desde las estructuras sindicales o políticas existentes
o desde la perspectiva de quienes, de una u otra manera, se
identificaban con la movilización popular y extraían sus enseñanzas
de la jornada. Pero cualquiera fuera la interpretación, un punto era
indudable: el enemigo de la gente que masivamente salió a la calle
era el poder autoritario, detrás del cual se adivinaba la presencia
multiforme del capital.
La ola de movilización social que inauguró el Cordobazo se
expresó de maneras diversas. Una de ellas fue un nuevo activismo
sindical, que se manifestó primero en la zona de Rosario o sobre
todo en Córdoba, donde se destacaban las plantas de las grandes
empresas establecidas luego de 1958, en especial las automotrices.
Con obreros estables, especializados y relativamente bien pagos, los
conflictos no se limitaron a lo salarial -donde se agotaba el
sindicalismo tradicional- y se extendieron a las condiciones de
trabajo, los ritmos, los sistemas de incentivos, las clasificaciones y
categorías. Estas cuestiones, vitales para las grandes empresas, lo
eran sobre todo para las automotrices, que después de una
instalación masiva e improvisada debían afrontar, desde 1965, un
duro proceso de racionalización, de modo que los motivos de
conflicto eran permanentes. Esas mismas empresas -empeñadas en
debilitar el control sindical- habían logrado autorización del
gobierno para negociar particularmente sus convenios de trabajo eludiendo el convenio nacional- e incluso para crear sindicatos por
planta, como ocurrió con las de Fiat. Al principio esto debilitó a las
organizaciones sindicales, pero a la larga permitió que surgieran
conducciones con orientaciones marcadamente diferentes de las del
sindicalismo nacional, tanto en sus objetivos como en sus métodos.
Mientras aquél se limitaba a negociar los salarios y afirmaba su
control en la desmovilización, la cooptación y el matonismo, los
nuevos dirigentes gremiales ponían el acento en la honestidad, la
democracia interna y la atención de los problemas de la planta.
Una movilización que escapaba a los límites y controles de las
burocracias gremiales y un tipo de demandas novedoso fueron
configurando un sindicalismo singular, circunscripto al principio a
los centros industriales nuevos, pero extendido, hacia 1972, a las
zonas más tradicionales del Gran Buenos Aires, hasta entonces
mejor controladas por el aparato gremial puesto en discusión. En
ese ámbito era posible pasar de las reivindicaciones concretas a un
cuestionamiento más amplio de las relaciones sociales y de la misma
propiedad. Los sindicalistas del Sindicato de Trabajadores de
Concord (SITRAC) y del Sindicato de Trabajadores de Materfer
(SITRAM) -los sindicatos de la automotriz Fiat- o del Sindicato de
Mecánicos y Afines del Transporte Automotor (SMATA), el gremio
de los mecánicos, en Córdoba, fueron espontáneamente “clasistas”
antes de que el cúmulo de militantes de izquierda, de las tendencias
más variadas, que se congregó en torno de ellos le diera a esta
acción una definición más extensa. Pero además, era una acción
gremial fuertemente transgresora, al borde de la “violencia”, que
incluía ocupaciones de plantas y toma de rehenes, y con una gran
capacidad para movilizar al resto de la sociedad, sobre todo en las
ciudades, donde la fábrica ocupaba un lugar muy visible, y cuando
en un paro activo los trabajadores salían a la calle convocando a la
solidaridad.
Por entonces, ya muchos salían a la calle. Poco después del
Cordobazo hubo episodios similares en Rosario -el Rosariazo- y en
Cipolletti, en la zona frutícola del Valle del Río Negro; los episodios
se repitieron luego en Córdoba, en 1971, en Neuquén y en General
Roca, y adquirieron una magnitud notable en Mendoza, en julio de
1972. La misma agitación se advertía en las zonas rurales, sobre
todo en las no pampeanas, como el Chaco, Misiones o Formosa,
donde arrendatarios y colonos, presionados por los desalojos o los
bajos precios del algodón o la yerba, se organizaban en las Ligas
Agrarias.
Las
explosiones
urbanas
se
prolongaron
en
manifestaciones callejeras, a las que se sumaban los estudiantes
universitarios en permanente estado de ebullición, y en acciones
más cotidianas de reclamo en barrios o villas de emergencia. Estas
formas originales de protesta -que recordaban los “furores” o los
motines preindustriales- eran desencadenadas por algún episodio
ocasional: un impuesto, un aumento de tarifas, un funcionario
particularmente desafortunado, pero expresaban un descontento
profundo y un conjunto de demandas que, puesto que el poder
autoritario había cortado los canales de expresión establecidos, se
manifestaban en espacios sociales recónditos, en villas, barrios o
pequeñas ciudades, y emergían poniendo en movimiento extensas y
difusas redes de solidaridad. Surgidas de cuestiones que hacían a la
vida cotidiana antes que laborales -la vivienda, el agua, la salud-,
movilizaban a sectores mucho más vastos que el de los obreros
sindicalizados: desde trabajadores ocasionales, no agremiados y
desprotegidos, hasta sectores medios cuya participación era uno de
los datos más novedosos, y que se manifestaba también en las
huelgas de maestros y profesores, empleados públicos, funcionarios
judiciales o en los lock out de pequeños comerciantes e industriales.
Se trataba de un coro múltiple, heterogéneo pero unitario,
regido por una lógica de la agregación, al que se sumaban las voces
de otros intereses heridos, como los grandes productores rurales o
los
sectores
nacionales
del
empresariado.
Unos
y
otros
se
legitimaban de manera recíproca y conformaron un imaginario
social sorprendente, una verdadera “primavera de los pueblos”, que
fue creciendo y cobrando confianza -hasta madurar plenamente en
1973- a medida que descubría la debilidad de su adversario, por
entonces incapaz de encontrar la respuesta adecuada. Según una
visión común, que progresivamente iba definiendo sus perfiles y
simplificando los matices, todos los males de la sociedad se
concentraban en un punto: el poder autoritario y los grupos
minoritarios que lo apoyaban, responsables directos y voluntarios
de todas y cada una de las formas de opresión, explotación y
violencia de la sociedad. Frente a ellos se alzaba el pueblo,
hermandad solidaria y sin fisuras, que se ponía en movimiento para
derrotarlos y resolver todos los males, aun los más profundos, pues
la
realidad
toda
parecía
ser
transparente
y
lista
para
ser
transformada por hombres y mujeres impulsados a transitar el
camino entre las reivindicaciones inmediatas y la imaginación de
mundos distintos. Cuáles eran estos mundos y cómo se llegaba a
ellos eran cuestiones que empezaban a discutirse en otros ámbitos.
No era difícil encontrar por entonces en todo el mundo señales
confirmatorias de esa primavera. Los vastos acuerdos sociales que
habían presidido el largo ciclo de prosperidad posterior a la
Segunda Guerra Mundial estaban agotándose, como se advertía en
la ola de descontento que recorría a la sociedad, y sobre todo en la
rebelión de su grupo más sensible, los estudiantes. Se expresó en
Praga, México o Berkeley, y culminó en París en mayo de 1968,
clamando contra el autoritarismo y por el poder de la imaginación.
La expresión más notoria del poder autoritario -el imperialismotrastabillaba
visiblemente
frente
a
la
ola
de
movimientos
emancipatorios: la sorprendente capacidad de resistencia del pueblo
de Vietnam mostró la imagen derrotada de un gigante que, además,
debía lidiar en su propio frente interno con estudiantes, negros y
una sociedad entera que reclamaba sus derechos. Si la Unión
Soviética -develadora de la primavera de Praga- había dejado hacía
ya mucho tiempo de encarnar una utopía, China y su Revolución
Cultural proclamaban la posibilidad de otro comunismo, a la vez
nacional y antiautoritario. La imagen del presidente Mao, así como
la de Fidel Castro, oscilaban entre el mundo socialista y un Tercer
Mundo -cuyos representantes se congregaron en 1965 en la
Conferencia Tricontinental de La Habana- cada vez más volcado a
la izquierda, en el que distintas expresiones nacionales del
socialismo podían encontrar un campo común de reconocimiento y
acción.
En América Latina, donde los prospectos de la Alianza para el
Progreso
y
el
apoyo
a
las
democracias
habían
quedado
definitivamente archivados, los campos estaban bien delimitados: si
para el poder autoritario el desarrollo era un fruto de la seguridad
nacional, para quienes lo enfrentaban la única alternativa a la
dependencia era la revolución, que conduciría a la liberación. Cuba
constituía un ejemplo fundamental, no tanto por la propia
experiencia -de la que se conocía poco- como por su papel activo
en lo que sus enemigos llamaban la exportación de la revolución. La
acción del Che Guevara en Bolivia mostró las posibilidades y límites
del “foco” revolucionario, pero sobre todo su muerte -una imagen
que recorrió el mundo- dio origen al símbolo más fuerte de quienes
luchaban, de una u otra manera, por la liberación. En el mismo
frente, unidos por el enemigo, se alineaban las guerrillas urbanas del
Brasil o del Uruguay -los románticos Tupamaros-, los partidos
marxistas chilenos que llevaron a Salvador Allende a la presidencia
por la vía electoral, o militares nacionalistas y populistas como el
boliviano Torres, el panameño Torrijos o el peruano Velasco
Alvarado. Hasta la Iglesia, tradicional baluarte de los sectores
oligárquicos, se sumaba, al menos en parte, a esta primavera. Al
calor de los cambios institucionales introducidos primero por Juan
XXIII, y por el Concilio Vaticano II después, parte de la Iglesia
latinoamericana hizo una lectura singular de sus propuestas. En
1967 los obispos del Tercer Mundo, encabezados por el brasileño
Hélder Cámara, proclamaron su preocupación prioritaria por los
pobres -reales, y no sólo de espíritu-, así como la necesidad de
comprometerse en forma activa en la reforma social y asumir las
consecuencias de ese compromiso. Esta línea quedó parcialmente
legitimada cuando en 1968 se reunió en Medellín, con la presencia
del Papa, la Conferencia Episcopal Latinoamericana. Una “teología
de la liberación” adecuó el tradicional mensaje de la Iglesia a los
conflictos de la hora, y la afirmación de que la violencia “de abajo”
era consecuencia de la violencia “de arriba” autorizó a franquear el
límite, cada vez más estrecho, entre la denuncia y la acción. Ése era
el camino que ya había seguido el sacerdote y guerrillero
colombiano Camilo Torres, muerto en 1966, figura tan emblemática
como la del Che Guevara.
Esta tendencia tuvo rápidamente expresión en la Argentina.
Desde 1968, los religiosos que se reunieron en el Movimiento de
Sacerdotes del Tercer Mundo, y los laicos que lo acompañaban,
militaron en las zonas más pobres, particularmente las villas de
emergencia, promovieron la formación de organizaciones solidarias
e impulsaron reclamos y acciones de protesta, que incluían huelgas
de hambre. Su lenguaje evangélico fue haciéndose rápidamente
político. La violencia de abajo -decían- se legitimaba por la
injusticia social, que también era una forma de violencia. La
solidaridad con el pueblo -cuyo rostro, a diferencia de los
“clasistas”, veían más bien en los marginales desprotegidos que en
los trabajadores industriales sindicalizados- llevaba de manera
inevitable a identificarse con lo que era su creencia básica: el
peronismo.
Los
sacerdotes
tercermundistas
facilitaron
la
incorporación a la política y a la militancia de vastos contingentes
de jóvenes, educados en los colegios religiosos y formados
inicialmente en el nacionalismo católico. Asumieron la solidaridad
y el compromiso con los pobres, y también el peronismo, y aunque
entraron en contacto con ideas provenientes de la izquierda,
continuando la tendencia al “diálogo entre cristianos y marxistas”,
conservaron una fuerte impronta de su matriz ideológica original.
Por ésa y otras vías, contingentes de jóvenes se incorporaron
rápidamente a un activismo cuyo perfil resultaba irreconocible para
muchos. La tradicional política universitaria cambió de forma y de
sentido luego de que el poder autoritario destruyó la “isla
democrática” que se había construido desde 1955, en la que era
posible combinar la excelencia académica con la militancia, y el
compromiso con algún distanciamiento crítico frente a las opciones
concretas. Desde antes de 1966, ambos términos se hallaban en
fuerte tensión, pero fue la represión la que tronchó lo mejor de ese
pensamiento crítico o lo lanzó a una actividad totalmente
subordinada a la política -una ciencia que diera puntualmente
cuenta de la “dependencia” y contribuyera de modo directo a la
liberación-, y zambulló de manera directa en la acción a los
disidentes, al punto de que las universidades, cada vez más
descalificadas
desde
la
perspectiva
académica,
se
fueron
convirtiendo en centros de agitación y de reclutamiento.
Para muchos, y muy especialmente para los jóvenes sin
experiencias políticas anteriores, ejerció una atracción muy fuerte el
peronismo, proscripto y resistente, donde encontraban el mejor
espacio para la contestación. Del peronismo pasado y presente -y
del propio Perón- podían derivarse muchas imágenes, y los nuevos
militantes también construyeron una. En su exilio de Madrid, y algo
apartado
de
los
problemas
cotidianos,
el
líder
había
ido
actualizando su discurso, incluyendo temas varios que iban desde
De Gaulle y el europeísmo hasta el tercermundismo -que asoció
con su tercera posición-, la dependencia, la liberación y también las
cuestiones ecológicas o alimentarias, que preocuparon al Club de
Roma. Mientras Perón iba sintonizando, de ese cúmulo de
elementos, los que mejor cuadraban a su papel de jefe de iglesia,
obligado a ser uno para muchos, quienes en la Argentina lo
proclamaban su líder seleccionaban aquellos elementos que mejor
se adaptaban a su propia percepción de la realidad. Silvia Sigal y
Elíseo Verón encontraron en esta capacidad para la “lectura
estratégica” una explicación del espectacular crecimiento de quienes
la cultivaron, y también la raíz del hondo drama que siguió.
En sus nuevos portadores, y a falta de quien legitimara una
única ortodoxia, el peronismo resultó permeable a múltiples
discursos, provenientes del catolicismo y del nacionalismo, del
revisionismo histórico y también de la izquierda, sobre todo en la
medida en que ésta iba resolviendo sus perplejidades ante lo que
John William Cooke llamó el “hecho maldito”. Definida como se
vio por la vía revolucionaria, y admitido el hecho de que los
trabajadores
-elemento
inexcusable
para
la
construcción
del
socialismo- eran irrevocablemente peronistas, buena parte de las
corrientes de izquierda aceptó profesar la religión, algunos con
sinceridad y otros con reservas de conciencia, para fusionarse con el
“pueblo peronista”, esperando ser reconocidos como su vanguardia.
No fueron todos: la experiencia del Cordobazo vitalizó a las
corrientes que, en una perspectiva más clásica, confiaban en las
posibilidades de la acción de las masas y privilegiaron “la clase” por
sobre “el pueblo”.
Los que optaron por el peronismo terminaron de redondear su
revisión ideológica y de encontrar el lugar que ese movimiento
ocupaba en el gran proceso de construcción del socialismo. Algunos
que provenían del marxismo -como Jorge Abelardo Ramos y
Rodolfo Puiggrós- y otros del nacionalismo -como Juan José
Hernández
Arregui,
Arturo
Jauretche
o
José
María
Rosa-
terminaron por crear -al menos a los ojos de quienes los leían- una
vía
intermedia
en
que
las
exigencias
del
socialismo
se
complementaban con las de la liberación nacional, un tema al que
tanto aportaban el viejo nacionalismo como el leninismo. Al igual
que la política, la historia se leyó en clave maniquea, y se buscó
descifrar, tras el ocultamiento de la “historia oficial”, el recuerdo
soterrado de las luchas populares por la nación y la liberación, en las
que el peronismo prolongaba la acción de las montoneras federales,
Rosas e Yrigoyen. En otras versiones, la “línea” incorporaba actores
diversos: unos ponían al general Roca y otros a los anarquistas o
socialistas. Pero todos compartían la convicción -expresada con
fuerza y fortuna por el revisionismo histórico- de que había una
línea, que separaba la historia en dos bandos inconciliables y
eternamente enfrentados, que culminaba con el enfrentamiento
entre el poder autoritario y el pueblo peronista.
El peronismo había sido en la posguerra el ámbito para una
primera
emergencia
del
pueblo
-en
el
contexto
de
la
industrialización, la burguesía nacional, el Estado nacionalista- y lo
sería para una segunda emergencia, que se preparaba, donde el
contexto llevaría a redefinir las banderas históricas hacia la
emancipación del imperialismo y al socialismo. Podía discutirse -y
así ocurría- sobre quiénes eran los aliados del pueblo, integrantes
del frente nacional, y aun sobre qué cosa era ese pueblo, en el que
algunos encontraban a la clase obrera segura y orgullosa, y otros a
los miserables oprimidos, necesitados de una guía paternal y
autoritaria. En el ámbito de la izquierda y del activismo, urgido por
explicar el fenómeno presente de la movilización popular masiva,
estas discusiones fueron intensas. Pero por sobre ellas privó la
exigencia de la acción, que en el nuevo contexto -tan distinto en ese
sentido al clásico de la izquierda- tenía total prioridad sobre la
reflexión.
La revolución era posible. Así lo mostraban Cuba, el Cordobazo
y la movilización social, tan intensa como carente de dirección y
programa. Encontrarlos en la acción misma fue la pretensión del
nuevo activismo. La alternativa democrática -desprestigiada para
los viejos militantes y carente de sentido para los más jovenesestuvo totalmente ausente de las discusiones. La izquierda ofreció
una lectura clásica de la movilización y sus posibilidades, a través
del “clasismo” sindical, fuerte sobre todo en Córdoba. En 1971,
SITRAC y SITRAM propusieron un programa que debía reunir a toda
la izquierda, convertida en vanguardia del proletariado más
consciente, pero descubrieron que los trabajadores no estaban
dispuestos a acompañarlos en una propuesta que, cuestionando las
relaciones sociales y la propiedad, desbordaba ampliamente los
límites reivindicativos de sus reclamos. Al igual que con anarquistas
y radicales a principios de siglo, los trabajadores de Córdoba
seguían a los clasistas en lo gremial, pero en política continuaban
siendo peronistas.
En
cambio,
los
discursos
políticos
predominantes,
que
mezclaban elementos del marxismo revolucionario con otros del
nacionalismo o el catolicismo tercermundista, se nutrieron en la
experiencia de la primavera, potenciaron el imaginario popular y lo
reforzaron y legitimaron con referencias teóricas. Aunque cortaran
la realidad y la sociedad de distintas maneras, todos ellos la dividían
tajantemente en dos campos enfrentados: amigos y enemigos. La
clave de la opresión, la injusticia y la entrega se encontraba en el
poder, monopolizado por unos pocos -nacionalistas y trotskistas
legitimaban esta visión conspirativa-, y así como todo era posible
desde el poder, el fin único de la acción política era su captura. La
falta de condiciones y de posibilidades reales podía ser suplida con
la voluntad, y en primer lugar con la violencia, lo que era abonado
desde el leninismo, el guevarismo o el fascismo. Por uno u otro
camino, todo llevaba a interpretar la política con la lógica de la
guerra, y naturalmente quienes mejor se adecuaron a esta lógica
privaron en el debate de los activistas e imprimieron su sello a la
movilización popular.
Las primeras organizaciones guerrilleras habían surgido -sin
mayor trascendencia- al principio de la década de 1960, al calor de
la experiencia cubana, y se reactivaron con la acción de Guevara en
Bolivia, pero su verdadero caldo de cultivo fue la experiencia
autoritaria y la convicción de que no había alternativas más allá de
la acción armada. Desde 1967 -y en el ámbito de la izquierda o del
peronismo-
fueron
surgiendo
distintos
grupos:
las
Fuerzas
Armadas Peronistas (FAP), Descamisados, las Fuerzas Armadas
Revolucionarias (FAR), las Fuerzas Armadas de Liberación (FAL), y
hacia 1970 las dos que tuvieron más trascendencia: la organización
Montoneros, surgida del integrismo católico y nacionalista y
devenida peronista, y el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP),
vinculado al grupo trotskista del Partido Revolucionario de los
Trabajadores (PRT). Su acta oficial de nacimiento a la vida pública
fue el secuestro y asesinato del general Aramburu, en mayo de 1970,
por obra de Montoneros. Poco después, las FAR “coparon” la
pequeña ciudad de Garín, a pocos kilómetros de la Capital, y los
Montoneros hicieron lo mismo con La Calera, en Córdoba. Desde
entonces, y hasta 1973, los actos de violencia fueron en crecimiento,
tanto en número como en espectacularidad. Aunque su sentido no
siempre era claro, muchos tenían que ver con el equipamiento de las
organizaciones: armas, dinero, material médico. Otros, como los
copamientos, eran demostraciones de poder, que desnudaban la
impotencia del Estado, y no faltaron acciones de “expropiación” y
reparto entre los pobres, al estilo Robin Hood. En muchos casos las
acciones
procuraban
profundizarlos, por
insertarse
ejemplo
en
los
conflictos
secuestrando a
sociales
y
empresarios o
a
gerentes en medio de una huelga. Lo más espectacular fueron los
asesinatos: antes que Aramburu, había muerto Augusto Vandor aunque sus autores no se revelaron- y luego José Alonso, otro
dirigente sindical destacado. En 1972, casi simultáneamente, fueron
asesinados un importante empresario italiano y un general de alta
graduación.
El caso de Aramburu reúne todas las explicaciones y las
significaciones de esta práctica: venganza -o justicia- por los
fusilamientos de 1956, caída en un dirigente particularmente odiado
por los peronistas, pero también liquidación -stricto sensu- de una
alternativa política que los grupos liberales venían preparando ante
el desgaste de Onganía. Ciertos contactos entre los dirigentes
Montoneros y miembros del equipo de Onganía hicieron pensar en
una conspiración desde el poder y llevaron a algunos a reflexionar
tempranamente sobre el carácter manipulador de la vía armada.
Entre todas las organizaciones había grandes diferencias teóricas
y políticas, pero privaba un espíritu común. Todas aspiraban a
transformar la movilización espontánea de la sociedad en un
alzamiento generalizado, y todas coincidían en una cultura política
que retomaba y potenciaba la de los grupos de izquierda, pero que
de alguna manera tomaba la de sus adversarios. La lógica de la
exclusión -esa constante de la política en el siglo XX- era llevada
hasta
sus
últimas
consecuencias:
el
enemigo
-lacayos
del
imperialismo, Ejército de ocupación- debía ser aniquilado. Las
organizaciones eran la vanguardia de la movilización popular, cuya
representación consistía en la acción violenta. La unidad, el orden,
la jerarquía y la disciplina eran -igual que en el Ejército, igual que
en el cuerpo social imaginado por la Iglesia y los corporativistas- los
atributos de la organización armada. La violencia no sólo se
justificaba por la del adversario: era glorificada como la partera del
orden nuevo. Los atributos del verdadero militante eran el heroísmo
y la disposición a una muerte gloriosa y redentora, camino de la
verdadera trascendencia, “entre los héroes de la patria amada”.
Como ha señalado Juan José Sebreli, no es el Guevara vivo sino su
cadáver el faro de quienes, desde orígenes diversos y por distintos
caminos, coincidían en vivar a la muerte.
Tan revelador de la cultura política de la sociedad era que un
amplio grupo de jóvenes hiciera del asesinato un arma política,
como la forma en que el resto de la sociedad lo recibía, con una
mezcla de simpatía por la justicia consumada, de satisfacción por
haber golpeado duramente al enemigo o de intriga, en muchos
casos, por las verdaderas razones de crímenes que no se terminaban
de entender, pero de cuya razonabilidad, ya fuera ética o táctica,
nadie dudaba. Esa simpatía general, irreflexiva y boba, como pronto
se vería, hizo por el momento que cualquier propuesta de represión
sistemática estuviera destinada al fracaso.
Del cúmulo de organizaciones guerrilleras, fue Montoneros la
que mejor se adecuó al clima del país, y la que fue absorbiendo a
casi todas las otras, con la excepción del ERP. Fueron ellos los que
privilegiaron en términos absolutos la acción y los que menos se
sentían atados por tradiciones o lealtades políticas previas, lo que les
permitió funcionar con plena eficiencia como aparato militar.
También
triunfaron,
dentro
del
peronismo,
en
la
difícil
competencia de la “lectura estratégica” de Perón, ganando espacios
para su acción autónoma, y a la vez el reconocimiento del líder, que
también había adquirido maestría en el arte de “utilizar sus dos
manos”. Eran también, por su formación y tradición, los menos
orientados al movimiento obrero y los más propensos a buscar sus
apoyos y su legitimación en los amplios sectores marginales
cultivados
por
los
sacerdotes
tercermundistas.
Desde
1971,
aprovecharon el clima creado por la salida política y el retorno de
Perón, se volcaron a la organización y movilización de ésos y otros
sectores en barrios, villas, universidades y, en menor medida, en
sindicatos,
a
través
de
la
Juventud
Peronista,
que
creció
notablemente.
Militares en retirada
La movilización popular fue identificándose cada vez más con el
peronismo y con el propio Perón, que hacia 1971 llegó a ocupar en
la política argentina una posición casi tan central como la que tenía
cuando era presidente. Impotentes y desconcertadas, las Fuerzas
Armadas fueron advirtiendo que debían buscar una salida al
callejón en que estaban metidas. En retirada, debían negociar sus
términos con diversas fuerzas sociales y políticas, y en definitiva con
Perón mismo. Pese a que el calvario era inevitable, los caminos
posibles eran varios.
A su manera, Onganía inició la búsqueda. En mayo de 1969 su
autoridad se resintió tanto por la impotencia frente al desafío social
cuanto por las vacilaciones del Ejército para reprimirlo. Sintió
también el impacto en el área económica, donde se produjo una
apresurada salida de capitales extranjeros y una reaparición de las
expectativas de inflación. Onganía intentó sortear las dificultades
con modificaciones menores -sacrificó a Krieger Vasena y lo
reemplazó
por
un
técnico
de
menor
perfil
pero
parecida
orientación- y una apertura más decidida a “lo social”, en particular
con la CGT y sus dirigentes “participacionistas”. Pero el clima había
cambiado: los sindicalistas eran menos dóciles y los empresarios
manifestaban
abiertamente
su
desconfianza
por
los
escarceos
populistas. Un sector hasta entonces sacrificado -los productores
rurales- elevó su protesta y mantuvo un duro entredicho con los
frigoríficos extranjeros, aparentemente protegidos por el gobierno.
Onganía estaba cada vez más aislado de las Fuerzas Armadas, pero
se benefició de su indecisión y sus perplejidades. Había grupos que
querían probar la vía del nacionalismo, y quizás del populismo,
mientras que los liberales dudaban entre una dictadura más extrema
o la negociación de la salida política, empresa que se asociaba con el
nombre del general Aramburu. El 29 de mayo de 1970, a un año
exacto del Cordobazo, Aramburu fue secuestrado y pocos días
después se encontró su cadáver. Muchos sospecharon, con algún
fundamento, que ciertos círculos que rodeaban al presidente
estaban de alguna manera implicados. Lo cierto es que el episodio
despejó las dudas de los militares: a principios de junio de 1970,
depusieron a Onganía y designaron a un presidente -mandatario de
la Junta de Comandantes, que se reservaba la autoridad para
intervenir en las principales cuestiones de Estado-. El designado fue
el general Roberto Marcelo Levingston, figura poco conocida y a la
sazón ausente del país.
Levingston, que gobernó hasta marzo de 1971, reveló tener ideas
propias,
muy
diferentes
de
las
del
general
Lanusse,
figura
dominante en la Junta, y acordes con las del grupo, minoritario pero
influyente, de oficiales nacionalistas. Designó ministro de Obras
Públicas y luego de Economía a Aldo Ferrer, destacado economista
de tendencia cepalina, que había ocupado cargos durante la
administración de Frondizi. Ferrer se propuso reeditar la fórmula
nacionalista y populista, en los modestos términos posibles luego de
las transformaciones de los anteriores diez años. Un ministro de
Trabajo de extracción peronista negoció con la CGT y hubo un
impulso
salarial
distribucionista.
Se
protegió
a
los
sectores
nacionales del empresariado, por la vía del crédito y de los contratos
de
las
empresas
“argentinización
del
del
Estado.
crédito”
El
“compre
sintetizaban
argentino”
esa
política,
y
la
quizá
modesta pero original en su contexto. Sus estrategas confiaban en
que, en un plazo que estimaban en cuatro o cinco años, se crearían
las condiciones para una salida política adecuada y una democracia
“auténtica”. Levingston confirmó la caducidad de los “viejos”
partidos y alentó la formación de otros “nuevos”, y quizá de un
movimiento
nacional
que
asumiera
la
continuidad
de
la
transformación, para lo que agitó vagas consignas antiimperialistas
e intentó atraer a políticos de segunda línea de los partidos
tradicionales, junto con dirigentes de fuerzas políticas menores. La
aspiración a movilizar al “pueblo” desde el gobierno militar
resultaba ingenua, pero de cualquier modo fue el primer
reconocimiento formal de la necesidad de una salida política.
Convocándola a negociar, el gobierno reflotó a la alicaída CGT.
Los
dirigentes
sindicales,
presionados
por
demandas
sociales
crecientes y la inflación que había reaparecido, y estimulados por la
reapertura del espacio de presión creado por la debilidad del
gobierno, lanzaron en octubre de 1970 un plan de lucha que incluyó
tres paros generales, no contestados por el gobierno. Los partidos
tradicionales, por su parte, con el aliento del general Lanusse,
también reaparecieron en el escenario. A fines de 1970 la mayoría
de ellos firmó un documento, La Hora del Pueblo, cuyos artífices
fueron Jorge Daniel Paladino, delegado personal de Perón, y Arturo
Mor Roig, veterano político radical, y que fue la base de su acción
conjunta hasta 1973. Allí se acordaba poner fin a las proscripciones
electorales y asegurar, en un futuro gobierno electo de manera
democrática,
el
respeto
a
las
minorías
y
a
las
normas
constitucionales. Radicales y peronistas deponían las armas que
tradicionalmente habían esgrimido y ofrecían a la sociedad la
posibilidad de una convivencia política aceptable. El documento
incluía también algunas definiciones sobre política económica,
moderadamente nacionalistas y distribucionistas, que permitieron
el posterior acercamiento tanto de la CGT como de la CGE, las
organizaciones sindical y empresaria, que por su parte también
acordaron un pacto de garantías mínimas.
El resurgimiento del sindicalismo organizado y de los partidos
políticos se debía en parte a la apertura del juego por un gobierno
que buscaba su salida, pero fundamentalmente a la emergencia
social, que en forma indirecta los revitalizaba y a la vez los convertía
en posibles mediadores. Levingston resultó incapaz de manejar el
espacio de negociación que se estaba abriendo. Era hostilizado por
el establishment económico -al que el gobierno, cultivando una
retórica nacionalista, calificaba de “capitalismo apátrida”-, y estaba
enfrentado con los partidos políticos, con los que no quería
negociar, con la CGT y hasta con los “empresarios nacionales”. Los
jefes militares apreciaron que Levingston era tan poco capaz como
Onganía de encontrar la salida, y cuando en marzo de 1971 se
produjo una
“viborazo”,
nueva
en
que
movilización de masas en Córdoba -el
las
organizaciones
armadas
se
hicieron
claramente presentes- decidieron su remoción y su reemplazo por
el general Lanusse, quien por entonces aparecía como el único jefe
militar con envergadura política para conducir el difícil proceso de
la retirada.
En marzo de 1971, Lanusse anunció el restablecimiento de la
actividad política partidaria y la próxima convocatoria a elecciones
generales, subordinadas sin embargo a un Gran Acuerdo Nacional,
sobre cuyas bases había venido negociando con los dirigentes de La
Hora del Pueblo. Finalmente, las Fuerzas Armadas optaban por dar
prioridad a la salida política y con ella aspiraban a reconstruir el
poder y la legitimidad de un Estado cada vez más jaqueado.
Mientras la cuestión del desarrollo quedaba postergada, seguía
siendo acuciante la de la seguridad, que los militares ya no podían
garantizar.
Las
discrepancias
sobre
cómo
enfrentar
a
las
organizaciones armadas y la protesta social eran crecientes y
anunciaban
futuros
dilemas:
mientras
se
creó
un
fuero
antisubversivo y tribunales especiales para juzgar a los guerrilleros,
algunos sectores del Estado y las Fuerzas Armadas iniciaron una
represión ilegal: secuestro, tortura y desaparición de militantes, o
asesinatos a mansalva, como ocurrió con un grupo de guerrilleros
detenidos en la base aeronaval de Trelew en agosto de 1972.
Similares vacilaciones había con la política económica, hasta que se
optó por renunciar a cualquier rumbo y se disolvió el Ministerio de
Economía, repartido en secretarías sectoriales que se confiaron a
representantes de cada una de las organizaciones corporativas. Así,
en un contexto de inflación desatada, fuga de divisas, caída del
salario real y desempleo, agravado por la ola generalizada de
reclamos, el tironeo sectorial se instaló en el gobierno mismo, presto
a conceder lo que cada uno pedía.
Para el gobierno, el centro de la cuestión estaba en el Gran
Acuerdo Nacional (GAN), que empezó siendo una negociación
amplia y se convirtió en un tironeo entre Lanusse y Perón, bajo la
mirada
pasiva
del
resto.
La
propuesta
inicial
del
gobierno
contemplaba una condena general de la “subversión”, garantías
sobre la política económica y el respeto a las normas democráticas, y
que se asegurara a las Fuerzas Armadas un lugar institucional en el
futuro régimen, desde donde tutelar la seguridad. Pero lo principal
era acordar una candidatura presidencial de transición, para la que
el propio general Lanusse se ofrecía. Algunos de los puntos, sobre el
programa económico y las normas democráticas, ya habían sido
establecidos en La Hora del Pueblo. Asegurar el lugar institucional
de las Fuerzas Armadas era imposible, dado el clima del momento.
Los otros dos puntos -la condena de la subversión y el acuerdo de la
candidatura- tenían que ver principalmente con la táctica de Perón.
En noviembre de 1971, Perón relevó a Paladino -que había
negociado hasta entonces los acuerdos con los radicales y los
militares- y lo reemplazó por Héctor J. Cámpora, cuya principal
virtud era la total subordinación a la voluntad del líder exiliado.
Perón se propuso conducir la negociación sin renunciar a ninguna
de sus cartas. Como además se hacía cargo del clima social y político
del país, no resignó su papel de referente de la ola de descontento
social ni renunció al apoyo proclamado por buena parte de las
organizaciones
armadas.
Más
aún,
las
alentó
y
legitimó
permanentemente, y, cuando en 1972 se organizó la Juventud
Peronista, incluyó a su dirigente más notorio, Rodolfo Galimberti,
en su propio Comando estratégico. Al mismo tiempo, alentó a La
Hora del Pueblo y organizó su propio GAN, el Frente Cívico de
Liberación Nacional, con partidos aliados y luego con la CGT-CGE.
En verdad, nadie sabía a dónde quería llegar Perón.
Lanusse planteó al principio que el Acuerdo era condición para
las
elecciones,
pero
progresivamente
tuvo
que
reducir
sus
exigencias, vista la imposibilidad de obligar a Perón a negociar. En
el mes de julio de 1972, y convencido de que nada podía esperarse
de Perón, Lanusse optó por asegurar la condición mínima: que
Perón no sería candidato, a cambio de su propia autoproscripción.
Tácitamente, Perón aceptó las condiciones. En noviembre de 1972,
regresó al país, por unos pocos días. No trató con el gobierno pero
dialogó con los políticos y en particular con el jefe del radicalismo,
Ricardo Balbín, sellando el acuerdo democrático. Cultivó su imagen
pacificadora, habló de los grandes problemas del mundo, como los
ecológicos, y evitó cualquier referencia urticante. Por último,
organizó su combinación electoral: el Frente Justicialista de
Liberación, con una serie de partidos menores, al que impuso la
fórmula presidencial: Héctor J. Cámpora, su delegado personal, y
Vicente Solano Lima, un político conservador que desde 1955
acompañaba fielmente a los peronistas.
Perón mantuvo su juego pendular, entre la provocación y la
pacificación. La fórmula constituía un desafío a los políticos de La
Hora del Pueblo y sobre todo a los sindicalistas, a quienes excluyó
de la negociación, y un aval al ala contestataria del movimiento, que
ya rodeaba a Cámpora y le dio a la campaña electoral un aire
desafiante. “Cámpora al gobierno, Perón al poder”, su lema,
señalaba el carácter ficticio de la representación política, por lo que
resultaba ser una suerte de transacción entre los partidarios de la
salida electoral y quienes la desdeñaban, en pro de las propuestas de
liberación nacional. Los radicales, con la candidatura de Balbín,
aceptaban el triunfo peronista y su futuro papel de minoría
legitimadora, mientras que a derecha e izquierda surgieron otras
fórmulas de escasa significación. La Juventud Peronista dio el tono a
la campaña electoral, que permanentemente rozó los límites de los
acuerdos de garantías entre los partidos y constituyó una verdadera
culminación de la polarización de la sociedad contra el poder
militar.
El clima se prolongó luego del triunfo electoral del 11 de marzo
de 1973 -cuando el peronismo triunfó con casi el 50% de los votoshasta el 25 de mayo siguiente, fecha de la asunción de Cámpora. Ese
día memorable asistieron el presidente chileno Salvador Allende y el
cubano
Osvaldo
Dorticós.
Bajo
la
advocación
de
las
dos
experiencias socialistas del continente, la sociedad movilizada y sus
dirigentes escarnecieron a los militares, transformando la retirada
en huida, y liberaron de la cárcel a los presos políticos condenados
por actos de subversión. Las formas institucionales fueron salvadas
por una inmediata ley de amnistía dictada por el Congreso. Para
muchos, parecía llegada la hora del “argentinazo”. Otros, más
cautamente, tomaban nota del relevo de Galimberti ordenado por
Perón, luego de que este dirigente amenazara con la formación de
“milicias populares”. Esos y otros diagnósticos -pues todo era
virtualmente posible aquel 25 de mayo- pasaban por los designios,
secretos pero sin duda geniales, de Perón, identificado como el
salvador de la nación.
Este fenómeno, sin duda singular, de ser a la vez tantas cosas
para tantos, tenía que ver con la heterogeneidad del movimiento
peronista y con la decisión y la habilidad de Perón para no
desprenderse de ninguna de sus partes. Pero era más que eso: como
ha escrito José Luis Romero, la figura simbólica de Perón, una y
muchas a la vez, había llegado a reemplazar a su figura real. Para
todos, Perón expresaba un sentimiento general de tipo nacionalista
y
popular,
de
reacción
contra
la
reciente
experiencia
de
desnacionalización
y
privilegio.
Para
algunos
-peronistas
de
siempre, sindicalistas y políticos- esto se encarnaba en el líder
histórico, que, como en 1945, traería la antigua bonanza, distribuida
por el Estado protector y munificente. Para otros -los más jóvenes,
los activistas de todos los pelajes- Perón era el líder revolucionario
del Tercer Mundo, que eliminaría a los traidores de su propio
movimiento y conduciría a la liberación, nacional o social,
potenciando las posibilidades de su pueblo. Inversamente, otros,
encarnando el ancestral anticomunismo del movimiento, veían en
Perón a quien descabezaría con toda la energía necesaria la hidra de
la subversión social, más peligrosa y digna de exterminio en tanto
usurpaba las tradicionales banderas peronistas. Para otros muchos sectores de las clases medias o altas, quizá los más recientes
descubridores de sus virtudes- Perón era el pacificador, el líder
descarnado de ambiciones, el “león herbívoro” que anteponía el
“argentino” al “peronista”, capaz de encauzar los conflictos de la
sociedad, realizar la reconstrucción y encaminar al país por la vía
del crecimiento hacia la “Argentina potencia”. El fenómeno
sorprendente de 1973, la maravilla del carisma de Perón, fue su
capacidad
para
mutuamente
sacar
a
excluyentes
la
luz
pero
tantos
todos
anhelos
encarnados
insatisfechos,
con
alguna
legitimidad en el anciano líder que volvía al país. El 11 de marzo de
1973, el país votó en forma masiva contra los militares y el poder
autoritario, y creyó que se iban para no volver. Pero no votó por
alguna de estas opciones, todas ellas contenidas en la fórmula
ganadora, sino por un espacio social, político y también militar, en
el que los conflictos todavía debían dirimirse.
1973: UN BALANCE
Para sus protagonistas, las raíces de esos conflictos, sin duda
violentos, se hallaban en una economía exasperante por su sucesión
de
arranques
y
detenciones,
de
promesas
no
cumplidas
y
frustraciones acumuladas. Sin embargo, vista desde una perspectiva
más amplia -y sin duda mejorada por posteriores calamidades,
todavía no imaginadas en 1973-, la economía del país tuvo un
desempeño medianamente satisfactorio, que se habría de prolongar
hasta 1975, y que no justificaba los pronósticos apocalípticos,
aunque tampoco las fantasías de la Argentina potencia.
Lo más notable fue el crecimiento del sector agropecuario
pampeano, que, revirtiendo el largo estancamiento y retroceso
anterior, se inició a principios de los años sesenta y se prolongó
hasta el comienzo de los ochenta. En estos años prósperos, el
mundo se encontraba en condiciones de transformar al menos parte
de su necesidad de alimentos en demanda efectiva, y se abrieron
nuevos
mercados
para
los
granos
y
aceites
argentinos,
particularmente en los países socialistas -que purgaban el fracaso de
su agricultura- y en los que estaban disfrutando de los buenos
precios del petróleo o comenzaban su crecimiento industrial.
El sector agrario pampeano se transformó sustancialmente, así
como diversos islotes modernos en el interior tradicional, como el
Valle del Río Negro. El Estado promovió el cambio de diversas
maneras -hubo créditos y subsidios para las inversiones, y una
acción
sistemática
del
Instituto
Nacional
de
Tecnología
Agropecuaria (INTA)-, aunque no cambió su tradicional política de
transferir recursos a la economía urbana, que se mantuvo con
apenas algunas modificaciones en los métodos. Pero lo decisivo
fueron los efectos de la modernización general de la economía. La
fabricación local de tractores y cosechadoras, y también silos y otras
instalaciones, permitió una mecanización total de la tarea y cambios
sustanciales en las formas del almacenaje y el transporte. Las
empresas agroquímicas -en general filiales de grandes empresas
extranjeras- introdujeron las semillas híbridas: a principios de la
década de 1970 se obtuvieron éxitos espectaculares con el maíz, y
luego con el sorgo granífero, el girasol, el trigo y la soja. Más tarde
fueron los plaguicidas y los herbicidas, y finalmente los fertilizantes
sintéticos.
En
la
organización
de
la
explotación
fueron
introduciéndose criterios empresariales modernos, facilitados por
una flexibilización del sistema de arrendamientos y la incorporación
a la explotación de empresarios que no poseían tierra. Hacia 1985,
punto final de esta onda expansiva, la superficie cultivada en la
región pampeana se había extendido en alrededor del 30% respecto
de 1960, sobre todo por conversión de explotaciones ganaderas en
agrícolas, pero la productividad de la tierra se había duplicado y la
de la mano de obra cuadruplicado.
Esta verdadera revolución productiva permitió el crecimiento de
las exportaciones de granos y aceites, mientras que los mercados
para la carne continuaron estancados o en retroceso. También
crecieron
las
exportaciones
máquinas
herramienta,
industriales:
automotores,
maquinaria
productos
agrícola,
siderúrgicos
y
químicos pudieron competir en los países vecinos, aprovechando a
veces las oportunidades de la Asociación Latinoamericana de Libre
Comercio (ALALC). Así, poco a poco la fuerte constricción que el
sector externo representaba para el conjunto de la economía se fue
atenuando, el impacto de las crisis cíclicas disminuyó y el margen
para el crecimiento industrial aumentó. La fase traumática dejó
lugar a una expansión suave y sostenida, que arrancó en los años de
la presidencia de liba y se mantuvo pese a los cambios de gobierno y
a los avatares de las políticas económicas.
Como mostraron Gerchunoff y Llach, el producto industrial
creció en forma sostenida luego de la gran crisis de 1963, sin ningún
año de retroceso hasta 1975. Parte de ese crecimiento corresponde a
la maduración de muchas de las inversiones realizadas luego de
1958, pero también contribuyó a él un conjunto variado de
empresas nacionales, de ramas dinámicas o vegetativas, grandes o
medianas, que repuntaron luego de soportar el primer impacto de la
instalación de las empresas extranjeras: algunas captaron un
segmento dinámico y no explotado del mercado, otras crecieron a
costa de la competencia, apoyadas en una mayor eficiencia, pero
también por un sostenido crecimiento del mercado interno, que dio
nueva vida a los sectores más tradicionales como el textil, el de
alimentos o el de electrodomésticos. Las empresas nacionales, luego
de sufrir una fuerte depuración, se adecuaron a las nuevas
condiciones, acomodaron sus posibilidades al espacio que le
dejaban las grandes empresas extranjeras, absorbieron lo que
podían de los nuevos socios o encontraron formas de asociación,
como el uso de patentes y licencias o el suministro de partes para las
grandes plantas de montaje. Simultáneamente, aprovecharon un
terreno en el que se movían con facilidad: el uso de los créditos
subsidiados o de los mecanismos de promoción del Estado. En un
proceso que Jorge Katz denominó de “maduración”, aumentaron su
escala -las fábricas reemplazaron a los talleres- y luego hicieron un
esfuerzo para hacer más eficiente su organización y sus procesos.
Este impulso a la racionalización -que requirió de muchos
ingenieros, administradores y ejecutivos en general, corazón de los
nuevos sectores medios- fue común por entonces a las empresas
nacionales y a muchas de las extranjeras, como las automotrices,
que en su instalación se habían apartado de las normas de
funcionamiento de sus matrices. Los efectos de estas políticas se
advirtieron en las reacciones de los trabajadores y en su creciente
sensibilidad a los problemas de las plantas.
Al igual que la agricultura, la industria se modernizó y se acercó,
como nunca antes ni después, a los estándares internacionales.
Como se señaló, su crecimiento se relaciona en parte con los
procesos de concentración y depuración, y también con el aumento
de la inversión del Estado, las compras de las empresas públicas o
las nuevas obras de infraestructura, o la expansión de un sector
consumidor pudiente, dispuesto a cambiar su automóvil cada dos
años. Pero también, invirtiendo la tendencia iniciada en 1955, hubo
un crecimiento del mercado interno debido al aumento del empleo
industrial y sobre todo de la construcción, junto con una
recuperación en los ingresos de los asalariados. La tendencia de la
fase traumática se invirtió y su participación en el producto se elevó
-con excepción de los agitados años de 1971 y 1972- hasta superar
el 45% del Producto Bruto Interno (PBI). Más allá de las políticas
racionalizadoras, los sindicatos conservaron su eficacia en la defensa
de sus representados, aunque probablemente esto no valió para la
masa sin duda vasta de trabajadores no sindicalizados, de donde
provenían muchos de los protagonistas de las nuevas formas de
protesta social.
Hacia 1973, esa expansión ya se acercaba a los límites de la
capacidad instalada, que por falta de una importante inversión
privada no había crecido sustancialmente. La fuerte conflictividad
social, sustentada en un ciclo de crecimiento y de elevación de las
expectativas, no podría ser satisfecha con una fácil redistribución,
según la fórmula histórica del peronismo. Pero esta fórmula
contenía otros elementos apreciados por quienes depositaban su fe
en Perón: una regulación estatal mayor de las relaciones entre las
partes y un lugar más amplio para los excluidos en la mesa de la
negociación. En suma, la iniciativa para la paz social pasaba al
Estado.
Pese al declamado liberalismo de los sectores propietarios, desde
1955 no habían disminuido ni los atributos del Estado ni su
capacidad para definir las reglas del juego. Por allí pasaban grandes
decisiones, como la transferencia de ingresos del sector exportador
agrario al industrial, pero también otras más específicas, a través del
uso del crédito subsidiado, la promoción, las compras de empresas
estatales o los contratos de las obras públicas. Para los empresarios
todo ello representaba la posibilidad de ganancias más fáciles y
seguras
que
las
derivadas
de
mejorar
la
eficiencia
o
la
competitividad, así como de pérdidas igualmente fáciles y rápidas,
de modo que el control de sus políticas era una cuestión vital.
Pero ni ellos ni nadie controlaban del todo el conjunto de sus
estructuras,
crecidas
a
veces
por
agregación
y
escasamente
subordinadas a una única voluntad ejecutiva. La experiencia del
general Onganía -la más sistemática para poner en pie lo que
Guillermo O’Donnell llamó el “Estado burocrático autoritario”muestra esas dificultades aun para las Fuerzas Armadas, proclives a
identificar su propia estructura institucional con la del Estado. Los
otros actores corporativos -los lobbies empresarios, los sindicatos, la
Iglesia-, protagonistas principales de la puja sectorial, solían
concluir sus conflictos en empates o bloqueos recíprocos, como el
logrado por el sindicalismo ante los intentos de reducir la
dimensión
del
Estado
benefactor.
El
sorprendente
poder
conservado por el sindicalismo después de 1955 muestra otro
aspecto de ese Estado incontrolable: las frecuentes alianzas entre dos
competidores -industriales y gremialistas, por ejemplo- para sacar
beneficio a costa de un tercero o de la comunidad toda.
Beneficios inmediatos podían traer aparejadas complicaciones
futuras. A través de la reiterada convocatoria a los sindicalistas para
participar de la puja, los sectores subordinados tuvieron desde 1945
algún acceso al Estado y a sus decisiones. Durante el gobierno de
Perón, su poder y su voluntad de controlar a cualquier fuerza social
o política aseguraron la disciplina. Después de 1955, la conducción
vandorista de los sindicatos fue para los empresarios una garantía
de la desmovilización de los trabajadores y de la negociación
siempre posible. La ruptura de ese equilibrio luego de 1966, la fuerte
movilización social y el desborde de cualquier instancia mediadora,
así como la incapacidad demostrada por los militares para custodiar
el poder, mostraron el peligro de que porciones importantes de los
resortes del Estado cayeran en manos dudosas. Quienes en 1973
confiaron su suerte a Perón esperaban que fuera capaz, como en
1945, de controlar la movilización social, y a la vez de disciplinar a
quienes, como aprendices de hechiceros, apelaran en la puja
corporativa a su capacidad de presión. Unos y otros debían ser
organizados y disciplinados en el Estado mismo. El acuerdo entre la
CGE y la CGT empezó a dibujar la figura del pacto social y la gran
negociación entre las principales corporaciones.
En
1973,
podía
vislumbrarse
un
futuro
para
la
escena
corporativa, en la que Perón había demostrado saber manejarse con
soltura. Sobre la escena democrática, en cambio, había muchas más
dudas, pese a la espectacular experiencia electoral de marzo. Los
partidos
políticos
que
debían
ocuparla
no
entusiasmaban
mayormente. El Partido Justicialista apenas existía en el conjunto de
lo que se llamaba, de manera un poco eufemística, el Movimiento, y
Perón nunca lo consideró como otra cosa que una fachada. Los
restantes, luego de tanto tiempo de inactividad o de actividad sólo
parcial, eran un conjunto de direcciones anquilosadas, verdaderas
claques vacías, con pocas ideas y con muy escasa capacidad para
representar los intereses de la sociedad. La Hora del Pueblo, que
cumplió un importante papel en la salida electoral, no llegó a
constituir un espacio de discusión y negociación reconocido; más
allá de los acuerdos iniciales, Perón sólo la usó como escenario para
mostrar a la sociedad su fisonomía pacificadora, y a lo sumo para
garantizar el respeto de las formas constitucionales. El resto de los
partidos, empezando por la Unión Cívica Radical, participaron del
embeleso general con Perón o se sintieron abrumados por la culpa
de la proscripción y se limitaron a aceptar sus términos,
renunciando de entrada a su función de control y alternativa. La
idea misma de democracia, de representación política de los
intereses sociales, de negociación primero en el ámbito de cada
partido y luego en los espacios políticos comunes, de constitución
colectiva del poder, tenía escaso prestigio en una sociedad
largamente acostumbrada a que cada una de sus partes negociara
por separado con el poder constituido. La política parecía una
ficción que servía para velar la verdadera negociación entre los
factores reales de poder. Los sectores propietarios se sentían mucho
más cómodamente expresados por sus organizaciones corporativas.
Los sectores populares, por su parte, que podrían haber estado
interesados en la constitución de un ámbito específicamente
político, no encontraron para ello ni representación ni voceros entre
los actores políticos, ni mucho menos entre los corporativos.
Esto fue crucial para el destino de la experiencia que se iniciaba
en 1973 con una elección donde la voluntad popular se expresó tan
libre y acabadamente como en 1946. La ola de movilización, que
estaba llevando el enfrentamiento social a un punto extremo,
contenía en sus orígenes un importante elemento de participación,
visible en cada uno de los lugares de la sociedad donde se gestaba,
desde una sociedad vecinal a un aula universitaria o una fábrica.
Pero sus elementos potencialmente democráticos se cruzaban con
toda una cultura política espontánea -acuñada en largos años de
autoritarismo y democracia fingida- que llevaba a identificar el
poder con el enemigo y la represión, a menos que se lo “tomara”,
para reprimir a su vez al enemigo. Mientras los partidos políticos
carecían de fuerza o de convicción para hacerse oír entre ellos, los
activistas formados en las matrices del peronismo, el catolicismo o
la izquierda tendieron a acentuar y dar forma a esta cultura
espontánea y a incluirla -como se vio- en la lógica de la guerra. Así,
no fue difícil que las organizaciones armadas se insertaran en el
movimiento popular, en los barrios, en las fábricas, en el
movimiento estudiantil, llenando un vacío que debía ser ocupado.
Los Montoneros, particularmente, tuvieron una enorme capacidad
para combinar la acción clandestina con el trabajo de superficie, que
realizaron a través de la Juventud Peronista. Pero al hacerlo
introdujeron un sesgo en el desarrollo del movimiento popular: lo
encuadraron, lo sometieron a una organización rígida, cuya
estrategia y tácticas se elaboraban en otras partes, y eliminaron todo
lo que la movilización tenía de espontáneo, de participativo, de
plural. Convertida en parte de una máquina de guerra, la
movilización popular fue apartada de la alternativa democrática y
llevada a dar en otro terreno el combate final.
LA VUELTA DE PERÓN
El 25 de mayo de 1973, asumió el gobierno el presidente Héctor J.
Cámpora, y el 20 de junio retornó al país Juan Domingo Perón. Ese
día, cuando se había congregado en Ezeiza una inmensa multitud,
un enfrentamiento entre grupos armados de distintas tendencias del
peronismo provocó una masacre. El 13 de julio, Cámpora y el
vicepresidente Solano Lima renunciaron; ausente el titular del
Senado, asumió la presidencia el de la Cámara de Diputados, Raúl
Lastiri, que era yerno de José López Rega, el secretario privado de
Perón y a la vez ministro de Bienestar Social. En septiembre se
realizaron las nuevas elecciones y la fórmula Perón-Perón, que el
líder compartió con su esposa Isabel (née María Estela Martínez)
alcanzó el 62% de los votos. El Io de julio del año siguiente, murió
Perón e Isabel lo reemplazó, hasta que fue depuesta por los jefes
militares el 24 de marzo de 1976. Los tres años de la segunda
experiencia
peronista,
verdaderamente
prodigiosos
por
la
concentración de acontecimientos y sentidos, clausuraron -de
manera desdichada y tenebrosa- toda una época de la historia
argentina.
Es difícil saber en qué momento de su exilio Perón dejó de verse
a sí mismo como el insobornable jefe de la resistencia, dispuesto a
desbaratar las tentaciones provenientes del poder, y se consideró el
destinado a pilotear el vasto proyecto de reconstrucción que asumió
como última misión de su vida. Puede dudarse, incluso, de si se
trató de una decisión deliberada o si resultó arrastrado por
circunstancias incontrolables aun para su inmenso talento táctico.
Lo cierto es que, puesto en el juego, armó su proyecto -parecido
pero distinto al de 1945- sobre tres bases: un acuerdo democrático
con las fuerzas políticas, un pacto social con los grandes
representantes corporativos y una conducción más centralizada de
su movimiento, hasta entonces desplegado en varios frentes y
dividido en estrategias heterogéneas. Para que funcionara, Perón
necesitaba que la economía tuviera un desempeño medianamente
satisfactorio -las expectativas eran buenas- y que pudiera reforzarse
el poder del Estado, tal como lo reclamaba la mayoría de la
sociedad.
Éste
era
un
punto
débil:
los
mecanismos
y
los
instrumentos estaban desgastados y resultaron ineficaces, y el
control que Perón podía tener no era pleno, pues las Fuerzas
Armadas se mostraban reticentes, pese a la rehabilitación mutua
que se concedieron con Perón; el gobierno, finalmente, resultó
corroído por
la
formidable lucha desencadenada dentro del
movimiento. Así, una de las premisas de su acción falló de entrada.
El pacto social funcionó mal casi desde el principio y terminó hecho
añicos, mientras que el pacto democrático, aunque funcionó
formalmente bien y se respetaron los acuerdos, al final resultó
irrelevante pues no sirvió ni para constituir una oposición eficiente
ni para suministrar de por sí, cuando los otros mecanismos fallaron,
el
respaldo
necesario
para
el
mantenimiento
del
gobierno
Liberación
Nacional,
constitucional.
El
Programa
de
Reconstrucción
y
presentado en mayo de 1973, pese a la concesión al clima de época
que había en su título, consistía en un intento de superar las
limitaciones al crecimiento de una economía cuyos rasgos básicos
no se pensaba modificar. No había en él nada que indicara una
orientación hacia el “socialismo nacional”, y tampoco un intento de
buscar nuevos rumbos al desarrollo del capitalismo. Como en 1946,
Perón recurrió para pilotearlo a un empresario exitoso, en este caso
ajeno al peronismo: José Ber Gelbard, jefe de la CGE, donde se
nucleaban la mayoría de las empresas de capital básicamente
nacional. Sus objetivos, acordes con los cambios ya consolidados en
la estructura económica del país, eran fuertemente intervencionistas
y, en menor medida, nacionalistas y distribucionistas, y no
implicaban
un
ataque
directo
a
ninguno
de
los
intereses
establecidos.
Siguiendo las tendencias de la década anterior, se esperaba
apoyar el crecimiento de la economía tanto en una expansión del
mercado interno -según la tradición de los empresarios que
respaldaban
a
crecimiento
de
ambos
las
partidos
mayoritarios-
exportaciones.
Las
cuanto
perspectivas
en
de
el
las
exportaciones tradicionales eran excelentes: muy buenos precios y
posibilidad de acceder a nuevos mercados, como la Unión Soviética;
la nacionalización del comercio exterior apuntaba a asegurar la
transferencia de parte de los beneficios al sector industrial, aunque a
la vez se cuidó mucho de preservar los ingresos de los sectores
rurales, cuya productividad se quiso incrementar combinando
alicientes y castigos. Uno de ellos -la posibilidad de expropiar las
tierras sin cultivar, incluido en el proyecto de ley agrariadesencadenó a la larga un fuerte conflicto. Pero sobre todo se trató
de continuar expandiendo las exportaciones industriales a través de
convenios especiales, como el realizado con Cuba para vender
automóviles y camiones.
Las empresas nacionales, que también deberían participar de los
beneficios de las exportaciones, fueron respaldadas con líneas
especiales de crédito y con el mecanismo del compre argentino en
las empresas públicas; para lograr mayor eficiencia y control, éstas
se integraron en una Corporación de Empresas Nacionales. Por otra
parte,
se
apoyó
industriales,
de
especialmente
“interés
algunos
nacional”,
grandes
mediante
proyectos
importantes
subvenciones. Muchos resortes pasaban por las manos del Estado: el
manejo centralizado del crédito y también el control de precios,
fundamental para la política de estabilización. Pero además, el
Estado aumentó considerablemente sus gastos a través de obras
sociales e incrementó el número de empleados públicos y de
empresas del Estado; contribuyó así a activar la economía interna,
aunque a costa de un déficit creciente.
La clave del programa residía en el pacto social, con el que se
procuraba solucionar el problema clásico de la economía, ante el
cual habían fracasado los sucesivos gobiernos desde 1955: la
capacidad
de
los
distintos
sectores,
empeñados
en
la
puja
distributiva, para frenarse mutuamente. Mientras Onganía había
fracasado en su intento de cortar el nudo con la pura autoridad,
Perón recurría a la concertación, un mecanismo muy común en la
tradición europea, pero además muy fácil de filiar en su propia
concepción de la comunidad organizada. El Estado debía disciplinar
a
los
actores
combinando
persuasión
y
autoridad.
Hubo
concertaciones sectoriales y una mayor, que las subsumía a todas,
suscripta por la CGE y la CGT, que estableció el congelamiento de los
precios y la supresión por dos años de las convenciones colectivas o
paritarias. Esto era duro de aceptar para el sindicalismo y fue
compensado con un inmediato aumento del 20% general en los
salarios, muy distante sin embargo de las expectativas generadas por
el advenimiento del gobierno popular.
Los primeros resultados de este programa de estabilización
fueron espectaculares. La inflación, desatada con intensidad en
1972, se frenó bruscamente, mientras que la excelente coyuntura del
comercio exterior permitió superar la angustiante situación de la
balanza de pagos y acumular un buen superávit, y las mejoras
salariales y el incremento de gastos del Estado estimulaban el
aumento de la actividad interna. Por esa vía, se llegó pronto a estar
cerca de la plena utilización de la capacidad instalada. Pero desde
diciembre de 1973 comenzaron a acumularse problemas. El
incremento del consumo hizo reaparecer la inflación, mientras que
el aumento del precio del petróleo en el mundo -que ya anunciaba
el fin del ciclo de prosperidad de la posguerra- encareció las
importaciones,
empezó
a
complicar
las
cuentas
externas
e
incrementó los costos de las empresas. Finalmente, el Mercado
Común Europeo se cerró para las carnes argentinas. Se trataba de
una crisis cíclica habitual, pero su resolución clásica estaba vedada a
un gobierno que había hecho de la “inflación 0” una bandera y que
sabía que una devaluación tropezaría con fuertes resistencias. El
pacto social debía servir para encontrar la manera equitativa y
razonable de repartir los mayores costos, pero las reglamentaciones
cada vez más frondosas a las que se apeló, que se cumplieron
escasamente, no sólo revelaron las dificultades de la persuasión, sino
las crecientes falencias del Estado para hacer valer su autoridad. Así,
antes de que el gobierno popular hubiera cumplido un año, estaba
de nuevo planteada en forma abierta la lucha sectorial, cuyas
condiciones, sin embargo, existían desde el mismo comienzo de esta
experiencia populista.
Los actores del pacto social demostraron escasa capacidad y
poca voluntad para cumplirlo. La CGE, investida de la delegación
global de los empresarios, los representaba mal, y aun a sus
instituciones primarias, que en muchos casos habían sido forzadas a
encuadrarse en ella, de acuerdo con las concepciones organicistas de
Perón. Es probable que en muchos casos, por las mismas razones,
hayan firmado los acuerdos sin mucha convicción, esperando que el
paso del tiempo trajera condiciones mejores. Pero sobre todo, se
descubrió que no podían asegurar que sus miembros cumplieran lo
acordado. Los empresarios -y muy en especial los chicos o
medianos, difíciles de controlar- encontraron muchas maneras de
violar el pacto: desabastecimiento, sobreprecios, mercado negro,
exportaciones
manifestar
su
clandestinas;
escaso
también
entusiasmo:
hallaron
la
una
inversión
forma
privada
de
fue
relativamente magra.
La CGT no se hallaba cómoda y a gusto con un gobierno
peronista con el cual no servía su táctica clásica de golpear y
negociar
sin
comprometerse,
la
única
que
sabían
manejar
cabalmente. No sólo Perón debía subordinar -como siempre- a
quienes lo apoyaban, sino que los sindicalistas carecían de tradición,
instrumentos y objetivos para cogobernar. Por otra parte, la
movilización de los trabajadores, que los ponía en jaque, les impedía
negociar con libertad. El triunfo electoral avivó las expectativas de la
sociedad y dio un nuevo estímulo a la “primavera de los pueblos”;
en las fábricas, se tradujo en un generalizado incremento de las
reivindicaciones y en un estilo de lucha que incluía ocupaciones de
plantas, que rebasó a las direcciones sindicales y hasta cuestionó la
autoridad
de
los
gerentes
y
patrones.
Antes
de
que
las
organizaciones guerrilleras llegaran a tener un papel activo, según
Juan Carlos Torre, las fábricas estuvieron, por obra de la
movilización sindical, “en estado de rebeldía”.
En la mayoría de los casos esa movilización concluía con
ventajas salariales directas o encubiertas, lo que aumentaba la
amenaza sobre los dirigentes nacionales obligados a atarse al pacto.
Perón se dedicó a fortalecerlos; desde que retornó al país los halagó
de
mil
maneras
amenazada
por
simbólicamente
distintas,
la
en
reivindicando
izquierda
el
centro
su
peronista,
mismo
del
imagen
y
pública,
reinstalándolos
movimiento.
Una
modificación de la ley de asociaciones profesionales reforzó la
centralización
de
los
sindicatos,
aumentó
el
poder
de
sus
autoridades y prolongó sus mandatos, de modo que pudieron
enfrentar
el
desafío
antiburocrático,
pero
no
impidió
que
reclamaran la convocatoria a paritarias y exigieran periódicos
ajustes salariales. Violado de uno y otro lado, el pacto se fue
desgastando ante la impotencia de las autoridades. El propio
gobierno, que había congelado las tarifas públicas, tuvo interés en
una renegociación, que se produjo en marzo de 1974, con una
ronda general de aumentos que no satisfizo a nadie. La puja
continuó. El 12 de junio Perón convocó a una concentración masiva
en la histórica Plaza de Mayo, dramáticamente pidió a las partes
disciplina y amenazó con renunciar. Fue la última aparición en
público antes de su muerte.
En la segunda fase del gobierno peronista, los actores cambiaron
de estrategia y la puja recuperó sus formas clásicas. En la CGT se
impusieron los partidarios de la negociación dura, en la mejor
tradición vandorista, encarnada precisamente por su sucesor entre
los metalúrgicos, Lorenzo Miguel. Isabel Perón -alrededor de cuya
figura simbólica todas las fuerzas concertaron una tregua tácita- se
lanzó a construir una base propia de poder, rodeada de un grupo de
fieles, de escasa tradición en el peronismo, que encabezaba la
extraña y siniestra figura de José López Rega, a quien apodaban “el
Brujo” por su gusto por las prácticas esotéricas. Pese a que Isabel se
dedicó a parodiar las fórmulas y los gestos del líder muerto para
capitalizar su herencia simbólica, su política se apartó totalmente de
la que aquél había trazado en sus últimos años. Isabel se propuso
homogeneizar el gobierno, colocando a amigos e incondicionales en
los puestos clave y rompiendo una a una las alianzas que había
tejido Perón, que en el futuro esperaba reemplazar por otras nuevas,
con los militares y los empresarios. En algunos de esos propósitos,
Isabel y los sindicalistas coincidieron. Así, provocaron la renuncia
del ministro Gelbard y, aprovechando los mecanismos de la nueva
ley
de asociaciones y de la ley de seguridad, desalojaron
sistemáticamente a las cabezas del sindicalismo opositor: Raimundo
Ongaro, Agustín Tosco y René Salamanca perdieron sus sindicatos,
y la agitación gremial disminuyó de manera considerable en 1975.
Pero básicamente se enfrentaron alrededor de los restos del
pacto social. En 1975 la crisis económica urgía a tomar medidas
drásticas, que terminarían de liquidarlo: los problemas de la balanza
de pagos eran muy graves, la inflación estaba desatada, la puja
distributiva
era
encarnizada
y
el
Estado
estaba
totalmente
desbordado. En ese contexto, el gobierno debió acceder a la
tradicional demanda de la CGT y convocó a paritarias, de modo que
el ajuste inminente debía realizarse en el momento mismo en que
éstas se encontraban discutiendo los ajustes salariales, lo que generó
una situación inmanejable. A fines de marzo, la mayoría de los
gremios había acordado aumentos del 40%; el 2 de junio, el nuevo
ministro de Economía, Celestino Rodrigo, del equipo de López
Rega, provocó un shock económico al decidir una devaluación del
100% y un aumento de tarifas y combustibles similar o superior. El
“rodrigazo”
echó
por
tierra
los
aumentos
acordados;
los
sindicalistas volvieron a exigir en las paritarias y los empresarios
concedieron -con llamativa facilidad- aumentos que llegaban al
200%. La presidenta decidió no homologarlos y generó una masiva
resistencia de los trabajadores, que culminó en movilizaciones en la
Plaza de Mayo y un paro general de 48 horas. El hecho era notable
porque, contra toda una tradición, la CGT encabezaba la acción
contra un gobierno peronista. Isabel cedió, López Rega y Rodrigo
renunciaron, los aumentos fueron homologados y devorados por la
inflación en sólo un mes. En medio de una crisis económica
galopante, el gobierno entró en su etapa final.
La lucha en torno del pacto social fue paralela a la que se libró
en el seno del peronismo, involucrando al gobierno y hasta al
mismo Estado, y sobre todo definiendo la suerte del movimiento
popular. Esa lucha estaba implícita en las equívocas relaciones entre
Perón y quienes, alrededor de Montoneros y la Juventud Peronista,
constituían la llamada “tendencia revolucionaria” del peronismo.
Hasta 1973, unidos en la lucha común contra los militares, ni uno ni
los otros tenían interés en hacerlas explícitas. Perón cimentaba su
liderazgo en su capacidad de incluir a todos los que invocaran su
nombre, desde los jóvenes revolucionarios hasta los sindicalistas, los
políticos provinciales más conservadores o los grupos de choque de
extrema derecha. Su estrategia de enfrentamiento con quienes lo
expulsaron del poder consistía en utilizar a los jóvenes, y a los
sectores populares que ellos movilizaban, para hostigarlos, y a la vez
para presentarse como el único capaz de contenerlos. En ese
sentido, repetía su estrategia de 1945 del “bombero piromaníaco”.
Montoneros
y
la
Juventud
Peronista
aprovecharon
su
proclamada adhesión a Perón para insertarse más profúndamente
en el movimiento popular y servirse de su espectacular crecimiento
luego de 1973, cuando la sociedad entera pareció entrar en una
etapa de rebelión y creatividad. En la cultura política de estos
sectores, incorporados en forma masiva al peronismo, podían
reconocerse dos grandes concepciones. Una de ellas se apoyaba en
la
vieja
tradición
peronista,
nacionalista
y
distribucionista,
alimentada durante la larga exclusión por la ilusión del retorno del
líder, y con él, mágicamente, de los buenos tiempos en los que la
justicia
social
coronaba
el
ascenso
individual.
Quienes
permanecieron fieles a lo que sin duda era la capa más profunda y
sólida de la cultura política popular adherían al viejo estilo político,
autoritario, faccioso, verticalista y visceralmente anticomunista. La
otra, menos precisa, arraigó en una parte importante de los sectores
populares, pero sobre todo en quienes se agregaron tarde al
peronismo, e incorporó la crítica radical de la sociedad, condensada
en la consigna “liberación o dependencia”. Ambas concepciones, en
un contexto de guerra, se definieron en consignas de batalla: la
“patria peronista” o la “patria socialista”. Los Montoneros, que
aspiraban al principio a encarnar a ambas, terminaron identificados
con la segunda, mientras el sindicalismo y los grupos de extrema
derecha se convirtieron en abanderados de la primera.
El triunfo de 1973 acabó con los equívocos dentro del
peronismo y abrió la lucha por la conducción real y simbólica del
movimiento y del pueblo. Otros grupos revolucionarios no tuvieron
los dilemas de los Montoneros. El trotskista ERP, la otra gran
organización armada, no creía ni en la vocación revolucionaria del
peronismo ni en la democracia misma, de modo que, pasada la
breve tregua de 1973, fácilmente retomó la lucha en los mismos
términos que contra los militares. Otras líneas revolucionarias
dentro del peronismo nunca habían contado con el posible apoyo
de Perón, y estaban dispuestas a una guerra larga y de posiciones, en
la que la victoria electoral de 1973 era apenas una etapa y una
circunstancia. Para Montoneros, que había crecido identificándose
plenamente con Perón y el peronismo, el triunfo de marzo abría
una lucha decisiva por el control del poder y del discurso peronista,
ambos indivisibles, y concentraron todas sus energías en dominar a
ambos, expulsando a los enemigos “infiltrados y traidores” -una
amplia categoría en la que cabían los políticos, las organizaciones
sindicales, los empresarios y los colaboradores directos de Perón- y
ganando para su causa al propio Perón, presionado a ratificar la
imagen que de él habían construido y que él mismo había alentado.
A principios de 1973, empujados por la euforia electoral y
estimulados por el espacio que les había abierto el propio Perón quien marginó de las listas electorales a los sindicalistas-, los
militantes de la Tendencia se lanzaron a ocupar espacios de poder
en el Estado, quizá suponiendo que el poder real estaba al alcance de
la
mano.
Aliados
o
simpatizantes
suyos
ocupaban
varias
gobernaciones -incluyendo las que eran clave, como la de Buenos
Aires,
Córdoba
y
Mendoza-,
dos
o
tres
ministerios,
las
universidades, que fueron la gran base de movilización de la
Juventud Peronista, y muchas otras instituciones y departamentos
gubernamentales. Pero pronto se restablecieron las relaciones de
fuerza reales. A partir de la renuncia de Cámpora, el 13 de julio de
ese año, una a una perdieron las posiciones ocupadas. Primero
fueron los ministerios. En enero de 1974, luego de que el ERP
realizara un ataque importante contra una guarnición militar en la
provincia de Buenos Aires, Perón aprovechó para exigir la renuncia
de su gobernador, y poco después promovió un golpe palaciego
contra el de Córdoba; la operación siguió después de su muerte, en
julio de 1974, cuando cayeron los gobernadores restantes, así como
muchos
sindicalistas
disidentes,
y
las
universidades
fueron
entregadas para su depuración a sectores de ultraderecha.
Desplazada de las posiciones de poder en el gobierno, la
Tendencia revolucionaria se lanzó a la lucha de aparatos, en
competencia con el sindicalismo y con los grupos de derecha que
rodeaban a Perón. Se trataba de demostrar, de diversas maneras,
quién tenía más poder, quién movía más gente y quién pegaba más
duro. Dentro de la tradición del peronismo, la movilización callejera
y la concentración en la Plaza de Mayo, lugar de la representación
mítica del poder, constituían la expresión del poder popular y el
ámbito donde el líder recogía los impulsos del pueblo. En el clima
de movilización y enfrentamiento de tendencias, la vieja fiesta
popular dominguera se transformó en una demostración de fuerza,
en la que las vanguardias debían exhibir su capacidad para
organizar al pueblo y convertirlo en una máquina de guerra lanzada
a la lucha contra otras falanges igualmente organizadas. Los
manifestantes
se
encolumnaban
de
manera
disciplinada
y
competían por los lugares más visibles o más cercanos al líder, los
carteles o las consignas. En cada una de esas jornadas se libraba una
batalla real, como el 20 de junio de 1973, en Ezeiza, donde ante dos
millones de personas reunidas para recibir a Perón se peleó a tiros
por los espacios, o el Io de mayo de 1974, cuando los militantes de la
Tendencia se enfrentaron con sus competidores y con el mismo
Perón y luego abandonaron la Plaza de Mayo dejándola semivacía.
Simultáneamente, la guerra de aparatos se desarrolló bajo la
terrible forma del terrorismo, y en particular de los asesinatos, que
podían ser, en proporción variable, estratégicos, justicieros o
ejemplarizadores. Montoneros se dedicó a eliminar a personajes
conspicuos, como José Rucci, secretario general de la CGT y pieza
importante en la estrategia de Perón con los sindicalistas, asesinado
pocos días después de la elección plebiscitaria de Perón. Contra
ellos se constituyó otro terrorismo, con aparatos parapoliciales nutridos de matones sindicales, cuadros de los grupos fascistas del
peronismo y empleados a sueldo del Ministerio de Bienestar Socialque operaban con el rótulo de Acción Anticomunista Argentina, o
más sencillamente Triple A. Los asesinatos se multiplicaron y
cobraron víctimas en personas relativamente ajenas al combate,
pero que servían para demostrar el poder de cada organización.
Por último, la competencia se desenvolvió en el ámbito del
discurso. Los Montoneros habían hablado en nombre de Perón,
pero, como han mostrado Sigal y Verón, en el peronismo no cabía
más que un solo enunciador, aunque tuviera infinitos traductores,
más o menos traidores. Maestros en esa traducción cuando Perón
estaba en Madrid, los Montoneros debieron enfrentarse con el
problema de un líder vuelto al país que, abandonando su cultivada
ambigüedad, empezaba a hablar inequívocamente, recordando la
ortodoxia peronista, que poco tenía que ver con la “socialista” y
denunciando a los “apresurados” e infiltrados. Desde el 20 de junio,
el conflicto era público, pero durante un año los Montoneros
lograron soslayar la definición: mientras concentraban toda su
artillería en los “traidores”, ajenos al peronismo, reinterpretaron
hasta donde era posible la palabra de Perón, sosteniendo que se
trataba de desvíos puramente tácticos, muestras de la genialidad de
un líder que no los desautorizaba en forma explícita, elaboraron la
teoría del “cerco” o el “entorno” que impedía a Perón conocer la
verdadera voluntad de su pueblo, y se aferraron a la imagen de una
“Evita montonera” que debía legitimar su ortodoxia en los orígenes
mismos del peronismo. El Io de Mayo de 1974, se llegó a la ruptura:
al abandonar una Plaza de donde el propio Perón los expulsaba,
renunciaban a hablar en nombre del Movimiento. Reaparecieron
una vez más, apenas dos meses después, en los fantásticos funerales
de Perón, y luego pretendieron asumir su herencia, fundando el
Partido Peronista Auténtico, sin mayor éxito: la magia se había roto
y sólo los seguían los militantes.
Pronto optaron por volver a la vieja táctica y pasaron a la
clandestinidad. Hubo más asesinatos, secuestros espectaculares para
mejorar sus finanzas -el de Jorge Born les reportó 60 millones de
dólares-, intervención en conflictos sindicales, donde la fuerza
armada era usada para volcar en favor de los trabajadores las
negociaciones con los patrones, y acciones militares de envergadura,
pero fracasadas. En ese camino los siguió el ERP, que desde 1974
había instalado un foco en el monte de Tucumán. Contra ambos
creció la represión clandestina, que se cebó sobre todo en quienes intelectuales, estudiantes, obreros, militantes de villas o barrioshabían acompañado la movilización pero no pudieron pasar a la
clandestinidad. Desde febrero de 1975, el Ejército, convocado por la
presidenta, asumió la tarea de reprimir la guerrilla en Tucumán. El
genocidio estaba en marcha.
Por entonces, el gobierno peronista se acercaba a su final. El
“rodrigazo” había desatado una crisis económica que hasta el final
resultó imposible de dominar: inflación galopante, “corridas” hacia
el dólar, aparición de los mecanismos de indexación y, en general,
escasas posibilidades para controlar la coyuntura desde el poder. La
crisis económica preparó la crisis política. En julio de 1975, ni las
Fuerzas Armadas ni los grandes empresarios -a cuyo apoyo había
apostado Isabel- hicieron nada para respaldar a la presidenta, a
quien ya miraban postumamente. Los empresarios cedieron con
facilidad a los reclamos de los sindicalistas, como si se complacieran
en fomentar el caos de la economía. Rotos los acuerdos que había
construido Perón, los grandes empresarios se separaron de la CGE y
atacaron con decisión al gobierno. Hasta entonces, los militares se
habían
acomodado
enfrentarlo:
a los
distintos
climas
del
gobierno, sin
con Cámpora, practicaron el populismo y
confraternizaron con la Juventud Peronista; con Perón, tuvieron a
su frente a un profesional apolítico, y con Isabel, a otro que
simpatizaba con los grupos derechistas del régimen. Pero luego de
julio, cuando López Rega cayó en desgracia, comenzaron a
prepararse para el golpe. El general Videla, nuevo comandante en
jefe, al tiempo que se negaba a respaldar políticamente al gobierno
en crisis, le puso plazos -como tantas veces habían hecho antes los
militares-, esperó que la crisis económica y la política sumadas
consumaran su deterioro y preparó su reemplazo.
Luego de la renuncia de López Rega y de Rodrigo, una alianza
de políticos y sindicalistas ensayó una salida: ítalo Luder, presidente
del Senado, reemplazó brevemente a Isabel y se especuló con que el
cambio fuera definitivo, por renuncia o juicio político. Antonio
Callero, un economista respetado y bien relacionado con los
sindicalistas, intentó capear la crisis, pero la inflación desatada, a la
que se sumaba una fuerte recesión y desocupación, hicieron
imposible restablecer el acuerdo entre gremialistas y empresarios. El
Congreso, del que se esperaba que encontrara el mecanismo para
remover a la presidenta, tampoco pudo reunir el respaldo necesario.
El retorno de Isabel a la presidencia clausuró la posibilidad y a la vez
agravó la crisis política que, sumada a la económica, creó una
situación de tensión insoportable y una aceptación anticipada de
cualquier salida. Muchos peronistas se convencieron de que la caída
de Isabel era inevitable y, pensando en el futuro, prefirieron evitar
divisiones, acompañándola hasta el fin, el 24 de marzo de 1976,
cuando los comandantes militares la depusieron y arrestaron. Como
en ocasiones anteriores, el grueso de la población recibió el golpe
con inmenso alivio y muchas expectativas.
VIL El Proceso, 1976-1983
El 24 DE MARZO de 1976, la Junta de Comandantes en Jefe,
integrada por el general Jorge Rafael Videla, el almirante Emilio
Eduardo Massera y el brigadier Orlando Ramón Agosti, se hizo
cargo del poder, dictó los instrumentos legales del llamado “Proceso
de Reorganización Nacional” y designó presidente de la Nación al
general Videla, quien además continuó al frente del Ejército hasta
1978. En 1981, fue reemplazado por el general Roberto Viola, quien
renunció a fines de ese año. Su sucesor, el general Leopoldo Galtieri,
renunció a mediados de 1982, luego de la derrota en la guerra de
Malvinas. El general Reynaldo Bignone convocó a elecciones en
octubre de 1983 y entregó el mando al presidente electo, Raúl
Alfonsín, el 10 de diciembre de ese año.
El Estado terrorista
El caos económico de 1975, la crisis de autoridad, las luchas
facciosas
y
la
muerte
espectacular
de
las
presente
organizaciones
cotidianamente,
guerrilleras
la
acción
-que
habían
fracasado en dos grandes operativos contra unidades militares en el
Gran Buenos Aires y en Formosa-, el terror sembrado por la
Alianza Anticomunista Argentina (Triple A), todo ello creó las
condiciones para la aceptación de un golpe de Estado que prometía
restablecer el orden y asegurar el monopolio estatal de la fuerza. La
propuesta de los militares -quienes poco habían hecho para impedir
que el caos llegara a ese extremo- iba más allá: consistía en eliminar
de raíz el problema, que en su diagnóstico se encontraba en la
sociedad misma y en la naturaleza irresoluta de sus conflictos. El
carácter de la solución proyectada podía adivinarse en las metáforas
empleadas
-enfermedad,
tumor,
extirpación,
cirugía
mayor-,
resumidas en una más clara y contundente: cortar con la espada el
nudo gordiano.
El tajo fue en realidad una operación integral de represión,
cuidadosamente planeada por la conducción de las tres armas,
ensayada primero en Tucumán -donde el Ejército intervino
oficialmente desde 1975- y luego ejecutada de modo sistemático en
todo el país. Así lo estableció luego la Justicia. Los mandos militares
concentraron
en
sus
manos
toda
la
acción,
y
los
grupos
parapoliciales de distinto tipo que habían operado en los años
anteriores se disolvieron o se subordinaron a ellos. Las tres armas se
asignaron diferentes zonas de responsabilidad y hasta mantuvieron
una cierta competencia, lo que dio a la operación una fisonomía
anárquica y faccional que, sin embargo, no implicó acciones
casuales, descontroladas o irresponsables, y lo que pudo haber de
ello formó parte de la concepción general de la operación.
La planificación general y la supervisión táctica estuvieron en
manos de los más altos niveles de conducción castrense, y los
oficiales superiores no desdeñaron participar personalmente en
tareas de ejecución, poniendo de relieve el compromiso colectivo.
Las órdenes bajaban, por la cadena de mandos, hasta los encargados
de la ejecución, los Grupos de Tareas -integrados principalmente
por oficiales jóvenes, con algunos suboficiales, policías y civiles-,
que también tenían una organización específica. La ejecución
requirió además un complejo aparato administrativo, pues debía
darse cuenta del movimiento -entradas, traslados y salidas- de un
conjunto muy numeroso de personas. La represión fue, en suma,
una acción sistemática realizada desde el Estado.
Se trató de una acción terrorista clandestina, dividida en cuatro
momentos principales: el secuestro, la tortura, la detención y la
ejecución. Para los secuestros, cada grupo de operaciones -conocido
como “la patota”- operaba preferentemente de noche, en los
domicilios de las víctimas, a la vista de su familia, que en muchos
casos
era
incluida
en
la
operación.
Pero
también
muchas
detenciones fueron realizadas en fábricas o lugares de trabajo, en la
calle, y algunas en países vecinos, con la colaboración de las
autoridades locales. Al secuestro seguía el saqueo de la vivienda,
perfeccionado posteriormente cuando se obligó a las víctimas a
ceder la propiedad de sus inmuebles, con todo lo cual se conformó
el botín de la horrenda operación.
El destino primero del secuestrado era la tortura, sistemática y
prolongada. La “picana”, el “submarino” -mantener sumergida la
cabeza en un recipiente con agua- y las violaciones sexuales eran las
formas más comunes; se sumaban otras que combinaban la
tecnología con el refinado sadismo del personal especializado,
puesto al servicio de una operación institucional. En principio la
tortura servía para lograr la denuncia de compañeros, lugares,
operaciones; pero más en general tenía el propósito de quebrar la
resistencia del detenido, anular sus defensas, destruir su dignidad y
su personalidad. Muchos morían en la tortura, se “quedaban”; los
sobrevivientes iniciaban una detención más o menos prolongada en
alguno de los trescientos cuarenta centros clandestinos de detención
-los “chupaderos”- que funcionaron en esos años. Se encontraban
en unidades militares -la Escuela de Mecánica de la Armada,
Campo de Mayo, los Comandos de Cuerpo-, pero generalmente en
dependencias policiales, y eran conocidos con nombres de macabra
fantasía: el Olimpo, el Vesubio, la Cacha, la Perla, la Escuelita, el
Reformatorio, Puesto Vasco, Pozo de Banfield... La administración
y el control del movimiento de este enorme número de centros da
idea de la complejidad de la operación y de la cantidad de personas
involucradas,
así
como
de
la
determinación
requerida
para
mantener su clandestinidad. En esta etapa final de su calvario, de
duración imprecisa, se completaba la degradación de las víctimas,
mal alimentadas, sin atención médica y siempre encapuchadas o
“tabicadas”. Muchas detenidas embarazadas dieron a luz en esas
condiciones; muchas veces los mismos secuestradores se apropiaban
de sus hijos, o los entregaban a conocidos. No es extraño que, en esa
situación
verdaderamente
límite,
algunos
secuestrados
hayan
aceptado colaborar con sus victimarios, realizando tareas de servicio
o acompañándolos para individualizar en la calle a antiguos
compañeros. Pero para la mayoría el destino final era el “traslado”,
es decir, su ejecución.
Ésta era la decisión más importante y se tomaba en el más alto
nivel de mando, después de un análisis de los antecedentes,
potencial utilidad o “recuperabilidad” de los detenidos. Pese a que la
Junta Militar estableció la pena de muerte, todas las ejecuciones
fueron clandestinas. A veces los cadáveres aparecían en la calle,
como muertos en enfrentamientos o en intentos de fuga. En algunas
ocasiones
se
dinamitaron
pilas
enteras
de
cuerpos,
como
espectacular represalia a alguna acción guerrillera. Pero en la
mayoría de los casos los cadáveres se ocultaban, enterrados en
cementerios como personas desconocidas, quemados en fosas
colectivas o arrojados al mar con bloques de cemento, luego de ser
adormecidos con una inyección. De ese modo, no hubo muertos,
sino “desaparecidos”.
Las desapariciones se produjeron masivamente entre 1976 y
1978, el trienio sombrío, y luego se redujeron a una expresión
mínima. Fue una verdadera masacre. La comisión que las investigó
documentó alrededor de nueve mil casos, pero indicó que podía
haber
muchos
otros
no
denunciados,
mientras
que
las
organizaciones defensoras de los derechos humanos reclamaron por
30 mil desaparecidos, una cifra originariamente arbitraria que se
cargó de fuerte valor simbólico. Se trató en su mayoría de jóvenes de
entre 15 y 35 años. Algunos pertenecían a las organizaciones
armadas: el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) fue diezmado
entre 1975 y 1976, y a la muerte de Roberto Santucho, en julio de
ese año, poco quedó de la organización. Montoneros, que también
experimentó fuertes bajas en sus cuadros, siguió operando, aunque
limitada a acciones terroristas -hubo algunos asesinatos de gran
resonancia, como el del jefe de la Policía Federal- desvinculadas de
su
anterior
práctica
política.
Su
conducción y
sus
cuadros
principales emigraron a México, y desde allí organizaron atentados
y otras operaciones, que terminaron de manera catastrófica, como el
“operativo retorno”. Lo cierto es que cuando la amenaza real de las
organizaciones
represión
ya
continuó
había
su
disminuido
marcha.
considerablemente,
Cayeron
militantes
la
de
organizaciones políticas y sociales, dirigentes gremiales de base, con
actuación
en
las
comisiones
internas
de
fábricas
-algunos
empresarios solían requerir al efecto la colaboración de los
responsables militares-, y junto con ellos militantes políticos varios,
sacerdotes, intelectuales, abogados relacionados con la defensa de
presos políticos, activistas de organizaciones de derechos humanos.
Algunos
tenían
relaciones
indirectas
con
las
organizaciones
armadas; muchos otros cayeron por la sola razón de ser parientes de
alguien, figurar en una agenda o haber sido mencionados en una
sesión de tortura. Pero más allá de los accidentes y los errores, las
víctimas fueron las queridas: con el argumento de enfrentar y
destruir en su propio terreno a las organizaciones armadas, la
operación procuraba eliminar todo activismo, toda protesta social,
toda expresión de pensamiento crítico, toda posible dirección
política de la movilización popular que se había desarrollado desde
mediados de la década anterior y que entonces era aniquilada. En
ese sentido los resultados fueron exactamente los buscados.
Las víctimas fueron muchas, pero el verdadero objetivo eran los
vivos, el conjunto de la sociedad que, antes de emprender su
transformación profunda, debía ser controlada y dominada por el
terror y la palabra. El Estado se desdobló: una parte, clandestina y
terrorista, practicó una represión sin responsables, eximida de
responder a los reclamos. La otra, pública, apoyada en un orden
jurídico que ella misma estableció, silenciaba cualquier otra voz. No
sólo desaparecieron las instituciones de la república, sino que fúe
clausurada autoritariamente la expresión pública de opiniones. Los
partidos y la actividad política toda quedaron prohibidos, así como
los sindicatos y la actividad gremial; se sometió a los medios de
prensa a una explícita censura, que impedía cualquier mención del
terrorismo estatal y sus víctimas, y artistas e intelectuales fúeron
vigilados. Sólo quedó la voz del Estado, dirigiéndose a un conjunto
atomizado de habitantes.
Su
discurso,
masivo
y
abrumador,
retomó
dos
motivos
tradicionales de la cultura política argentina y los desarrolló hasta
sus últimas consecuencias. El adversario -de límites borrosos, que
podía incluir a cualquier posible disidente- era el no ser, la
“subversión apátrida” sin derecho a voz o a existencia, que podía y
merecía ser exterminada. Contra la violencia no se argumentó en
favor de una alternativa jurídica y consensual, propia de un Estado
republicano y de una sociedad democrática, sino de un orden que
era, en realidad, otra versión de la misma ecuación violenta y
autoritaria.
El terror cubrió a la sociedad toda. Clausurados los espacios
donde los individuos podían identificarse en colectivos más
amplios, cada uno quedó solo e indefenso ante el Estado
aterrorizador, y en una sociedad inmovilizada y sin reacción se
impuso -como ha dicho Juan Corradi- la cultura del miedo.
Algunos no aceptaron esto y emigraron al exterior -por una
combinación variable de razones políticas y profesionales- o se
refugiaron en un exilio interior, en ámbitos recoletos, casi
domésticos, practicando el mimetismo a la espera de la brecha que
permitiera volver a emerger. La mayoría aceptó el discurso estatal,
justificó lo poco que no podía ignorar de la represión con el
argumento del “por algo será”, o se refugió en la deliberada
ignorancia de lo que sucedía a la vista de todos. Lo más notable, sin
embargo, fue una suerte de asunción e internalización de la acción
estatal, traducida en el propio control, en la autocensura, en la
vigilancia del vecino. La sociedad se patrulló a sí misma, se llenó de
kapos, ha escrito Guillermo O’Donnell, asombrado por un conjunto
de prácticas que -desde la familia a la vestimenta o las creenciasrevelaban lo profundamente arraigado que estaba el autoritarismo,
potenciado por el discurso estatal.
El gobierno militar nunca logró despertar ni entusiasmo ni
adhesión explícita en el conjunto de la sociedad, pese a que lo
intentó. A mediados de 1978, cuando se celebró el Campeonato
Mundial de Fútbol, las máximas jerarquías asistieron a los estadios
donde la Argentina obtuvo el título, y a fines de ese año, agitando el
turbio sentimiento chauvinista, poco faltó para que iniciaran una
guerra con Chile. Sólo obtuvo pasividad, pero le alcanzó para
encarar la transformación profunda que -en su prospecto- habría
de eliminar definitivamente los conflictos de la sociedad, y cuyas
primeras consecuencias -la fiebre especulativa- contribuyeron por
otra vía a la atomización de la sociedad y a la eliminación de
cualquier posible respuesta.
LA ECONOMÍA IMAGINARIA: INFLACIÓN Y ESPECULACIÓN
Esa transformación fue conducida por José Alfredo Martínez de
Hoz, ministro de Economía durante los cinco años de la presidencia
de Videla. Cuando asumió, debía enfrentar una crisis cíclica aguda inflación desatada, recesión, problemas en la balanza de pagos-,
complicada por la crisis política y social y el fuerte desafío de las
organizaciones armadas al poder del Estado. La represión inicial,
que descabezó la movilización popular, sumada a una política
anticrisis clásica -más o menos similar a todas las ejecutadas desde
1952- permitió superar la coyuntura. Pero esta vez las Fuerzas
Armadas y los sectores del establishment que las acompañaban
habían decidido ir más lejos. En su diagnóstico, la inestabilidad
política y social crónica nacía de la impotencia del poder político
ante los grandes grupos corporativos -los trabajadores organizados,
pero
también
enfrentaban,
los
empresarios-
generando
desorden
que
y
caos,
alternativamente
o
se
unían
se
para
beneficiarse con las prebendas que arrancaban al Estado. Una
solución de largo plazo debía cambiar los datos básicos de la
economía y así modificar esa configuración social y política
crónicamente inestable. No se trataba de encontrar la fórmula del
crecimiento -pues se juzgaba que a menudo allí anidaba el
desorden-, sino la del orden y de la seguridad. Invirtiendo lo que
hasta entonces -de Perón a Perón- habían sido los objetivos de las
distintas fórmulas políticas, se buscó solucionar los problemas que
la economía ponía a la estabilidad política, si era necesario a costa
del propio crecimiento económico.
Según un balance que progresivamente se imponía, el Estado
intervencionista, benefactor y prebendarlo, que en forma gradual se
había constituido desde 1930, era el gran responsable del desorden
social; en cambio, el mercado parecía el instrumento capaz de
disciplinar por igual a todos los actores, premiando la eficiencia e
impidiendo
los
malsanos
comportamientos
corporativos.
Este
argumento, que con el tiempo llegó a dominar en los discursos y en
el imaginario, oscureció lo que fue, en definitiva, la solución de
fondo: al final de la transformación que condujo Martínez de Hoz,
el poder económico se concentró en un conjunto de grupos
empresarios, transnacionales y nacionales, que acapararon las
prebendas estatales y redujeron los márgenes de la puja corporativa.
Esta transformación no fue el producto de la fuerza automática del
mercado: requirió de una fuerte intervención del Estado, para
reprimir y desarmar a los actores del juego corporativo, para
imponer las reglas que facilitaran el crecimiento de los vencedores y
para trasladar hacia ellos los recursos del conjunto de la sociedad.
La ejecución de esa transformación planteaba un problema
político, que ha expuesto Jorge Schvarzer: la conducción económica
debía durar en el poder un tiempo suficiente como para que los
cambios fueran irreversibles. El ministro de Economía y su grupo
permanecieron durante cinco años: el efecto se manifestó de
inmediato después de su salida, cuando sus sucesores fracasaron en
el intento de cambiar algo del rumbo.
Martínez de Hoz contó inicialmente con un fuerte apoyo, casi
personal, de los organismos internacionales y los bancos extranjeros
-que le permitió sortear varias situaciones difíciles-, y del sector
más concentrado del establishment local. La relación con los
militares fue más compleja, en parte por sus profundas divisiones entre las armas y aun entre facciones-, que se expresaban en apoyos,
críticas o bloqueos a su gestión, y en parte por el peso que entre
ellos tenían muchas ideas y concepciones más tradicionales, con las
que el ministro tuvo que encontrar algún punto de acuerdo. Fue
una relación conflictiva, de potencia a potencia. Los militares
juzgaban que el control de los sindicatos y la fuerte reducción de los
ingresos laborales debían equilibrarse, por razones de seguridad,
con el mantenimiento de un nivel elevado de empleo, de modo que
la
receta
recesiva
más
clásica
estaba
descartada.
También
defendieron, por diversos motivos, la pervivencia de las empresas
estatales. Las relaciones con los empresarios tampoco fueron fáciles,
debido a la cantidad de intereses sectoriales que debían ser
afectados; pero no conformaron un frente unificado, y primó la
inflexibilidad del ministro, unida a su capacidad de predicador,
mostrando la tierra prometida al final del desierto, con más
seguridad y convicción cuanto más desmentidos por la realidad
resultaban sus pronósticos. Su carta de triunfo principal fue haber
colocado durante varios años a la economía en una situación de
inestabilidad tal que un cambio de piloto garantizaba una catástrofe.
Cuando
esto
dejó
de
funcionar,
la
concentración
y
el
endeudamiento ya habían creado los mecanismos para asegurar la
continuidad de sus políticas.
Las medidas iniciales del equipo ministerial no dieron idea del
rumbo futuro. Luego de intervenir la Confederación General del
Trabajo
(CGT)
y
los
principales
sindicatos,
suprimir
las
negociaciones colectivas y prohibir las huelgas, se congelaron los
salarios, que en 1976 cayeron en términos reales alrededor del 40%.
Con la ayuda suplementaria de los créditos externos, la crisis cíclica
se superó sin desocupación.
Desde mediados de 1977 -y a medida que la conducción se
afirmaba- comenzaron a plantearse las grandes reformas, que
modificaron las normas básicas vigentes desde 1930. La reforma
financiera eliminó la regulación estatal de la tasa de interés y se
permitió la proliferación de bancos e instituciones financieras. El
Estado no dispuso ya de créditos subsidiados para asignar según sus
prioridades, fueran éstas grandes designios económicos o simple
prebenda. Las ofertas para los inversores se diversificaron; en un
contexto de elevada inflación, las preferidas fueron los plazos fijos a
treinta días y los títulos del Estado indexados. En un clima
altamente especulativo, la competencia entre las instituciones
financieras mantuvo elevada la tasa de interés, y con ella la
inflación, que el equipo económico nunca pudo reducir, pese a su
declarado propósito. En la nueva operatoria se mantuvo una norma
de la vieja concepción: el Estado garantizaba no sólo los títulos que
emitía, sino los depósitos a plazo fijo, tomados a tasa libre por
entidades privadas, de modo que, ante una eventual quiebra, se
devolvía el
depósito
a los
ahorristas.
Esta combinación
de
liberalización, eliminación de controles y garantía estatal generó un
mecanismo perverso, que finalmente llevó a todo el sistema a la
ruina.
La segunda gran modificación se produjo en diciembre de 1978
con la llamada “pauta cambiaría”, adoptada poco después de que el
general Videla fuera confirmado por la Junta Militar por tres años
en la presidencia, aventando amenazas sobre la estabilidad del
ministro. De acuerdo con la nueva doctrina monetarista en boga, se
trató de fortalecer la previsibilidad cambiaria, y así reducir por
pasos la inflación. El gobierno fijó una tabla de devaluación mensual
del peso, gradualmente decreciente hasta llegar en algún momento a
cero. Pero la inflación subsistió, y el peso se revaluó de modo
considerable respecto del dólar. Su efecto se sumó al de la
progresiva apertura económica y la progresiva reducción de
aranceles, otra novedad en materia de políticas económicas. La
consecuencia del dólar barato y los bajos impuestos fue una
inundación de productos importados a precio ínfimo, que afectó
con dureza a la industria local.
La adopción de la pauta cambiaría coincidió con una gran
afluencia de dinero del exterior, proveniente de los beneficios
extraordinarios
del
petróleo,
cuyo
precio
volvió
a
elevarse
notablemente en 1979. El flujo de dólares -origen del fuerte
endeudamiento externo- fue común en toda América Latina y en
muchos países del Tercer Mundo, pero en la Argentina lo estimuló
la posibilidad de tomarlos y colocarlos sin riesgo en el mercado
financiero local, aprovechando las elevadas tasas de interés internas
y la garantía estatal sobre el precio de recompra de dólares. Hubo
mucho dinero en circulación, se obtuvieron abultados beneficios
nominales -la “plata dulce”- y muchos pudieron comprar costosos
productos importados o viajar al exterior. Pero la “tablita” -tal el
nombre popular de la pauta cambiaría- no redujo ni las tasas de
interés ni la inflación, en buena medida por la incertidumbre
creciente, a medida que la sobrevaluación del peso anticipaba una
futura e inevitable gran devaluación. Mientras se constituía la base
de la deuda externa, esta “bicicleta” se agregaba a la “plata dulce” y a
los “importados coreanos” para configurar la apariencia de una
modificación sustancial de la economía y de sus reglas, beneficiosa
para todos.
Su verdadero corazón se hallaba ahora en el sector financiero,
donde se lograron los mayores beneficios. Se trataba de un mercado
altamente inestable, pues la masa de dinero se encontraba colocada
a corto plazo y los capitales podían salir del país sin trabas, si
cambiaba la coyuntura, de modo que, antes que la eficiencia o el
riesgo empresario, allí se premiaba la agilidad y la especulación.
Muchas empresas compensaron sus fuertes quebrantos operativos
con ganancias en la actividad financiera; muchos bancos se
convirtieron en el centro de una red de empresas, endeudadas con
ellos y compradas a bajo precio. El Estado financió su déficit
operativo y sus obras públicas con endeudamiento externo. Muchas
empresas tomaron créditos en dólares y los colocaron en el circuito
financiero, y para devolverlos recurrieron a nuevos créditos; una
cadena de la felicidad que, como era previsible, en un momento se
cortó.
El momento llegó a principios de 1980. Mientras la economía
real agonizaba, la economía imaginaria del mercado financiero
rodaba
hacia
la
vorágine.
Las
altas
tasas
de
interés
eran
inconciliables con las tasas de beneficio normales, de modo que
ninguna actividad productiva resultaba rentable ni podía competir
con
la
especulación.
Muchas
empresas
tuvieron
problemas,
aumentaron las quiebras y los acreedores financieros, con infinidad
de créditos incobrables, buscaron salir del aprieto ofreciendo tasas
más altas para captar más depósitos. Las consecuencias de la
combinación de liberalización y garantía estatal quedaron a la vista.
En marzo de 1980, finalmente, el Banco Central decidió la quiebra
del banco privado más grande y de otros tres importantes, que a su
vez eran cabezas de sendos grupos empresarios. Para frenar la
corrida bancaria, el gobierno asumió sus pasivos, que representaban
la quinta parte del sistema financiero.
El problema financiero siguió agravándose, y hasta el fin del
gobierno militar la crisis fue una constante. En marzo de 1981,
debía asumir el nuevo presidente, general Roberto Marcelo Viola;
Martínez de Hoz dejaría el ministerio, y con él cesaría la vigencia de
la “tablita”, lo que fue anticipado por una masiva emigración de
dólares. Finalmente el gobierno tuvo que abandonar la paridad
cambiaría sostenida. A lo largo de 1981, y ya con la nueva
conducción económica, el peso fue devaluado en un 400%, mientras
que la inflación recrudecida llegaba al 100% anual. La devaluación
fue catastrófica para las empresas endeudadas en dólares. El Estado,
que ya había absorbido las pérdidas del sistema bancario, concurrió
en su auxilio en 1982 y se hizo cargo de la deuda externa de las
empresas, aumentando su propio endeudamiento.
La era de la “plata dulce” terminaba; probablemente muchos de
sus beneficiarios no sufrieron las consecuencias del catastrófico
final, pero la sociedad toda debió cargar con las pérdidas. La suba de
las tasas de interés en Estados Unidos indicó la aparición de un
fuerte competidor en la captación de fondos financieros. En 1982
México anunció que no podía pagar su deuda externa y declaró una
moratoria. Fue la señal. Los créditos fáciles para los países
latinoamericanos
se
cortaron,
mientras
los
intereses
subían
espectacularmente y con ellos el monto de la deuda. En 1979, ésta
era de 8.500 millones de dólares; en 1981, superaba los 25 mil
millones y a principios de 1984, los 45 mil millones. Los acreedores
externos comenzaron a imponer condiciones sobre las políticas
estatales.
LA ECONOMÍA REAL: DESTRUCCIÓN Y CONCENTRACIÓN
En cuanto a la economía “real”, hubo un giro categórico. La idea de
que el crecimiento económico y el bienestar de la sociedad se
asociaban con la industria y el mercado interno fue abandonada. A
la protección industrial se le achacó su falta de competitividad, y se
optó por premiar la eficiencia y la capacidad para competir en el
mercado mundial. Se trataba de un cuestionamiento similar al del
resto del mundo capitalista, pero la respuesta local fue mucho más
destructiva que constructiva.
La estrategia centrada en el fortalecimiento del sector financiero,
en la apertura y en el endeudamiento no benefició a ninguno de los
grandes sectores de la economía -con los que el ministro mantuvo
frecuentes conflictos-, sino a actores individuales privilegiados. La
industria sufrió la competencia de los artículos importados, el
encarecimiento del crédito, la supresión de muchos mecanismos de
promoción y la reducción del poder adquisitivo de la población. El
producto industrial cayó en los primeros cinco años alrededor del
20%, y también la mano de obra ocupada. Muchas plantas cerraron
y en conjunto el sector experimentó una verdadera involución.
Como planteó Jorge Katz, hubo una reestructuración de la
actividad, que en la mayoría de los casos supuso una verdadera
regresión. Los sectores más antiguos e ineficientes, como el textil y
el de confecciones, fueron barridos por la competencia, pero
también resultaron muy golpeados aquellos nuevos, como el
metalmecánico
o
el
electrónico,
que
habían
progresado
notablemente. Por entonces se producía en el mundo un avance
tecnológico muy fuerte, de modo que la brecha que separaba a la
Argentina de esa vanguardia, que se había achicado en los veinte
años anteriores, volvió a ensancharse, ya de manera irreversible. En
cambio crecieron y se beneficiaron con la reestructuración las
grandes
empresas
elaboradoras
de
bienes
intermedios,
como
celulosa, siderurgia, aluminio, petroquímica, petróleo o cemento, y
también las automotrices. Para ellas se mantuvieron los antiguos
beneficios y promociones, propios del Estado prebendario, y se
agregaron otros nuevos, para favorecer las exportaciones. Los
mercados externos les permitieron superar las limitaciones del
mercado interno.
El nuevo perfil exportador de la economía que se insinuaba se
notó también en el sector agropecuario. Hacia 1976 culminaba una
verdadera revolución productiva, que multiplicó el producto:
semillas híbridas, agroquímicos, expansión de la frontera, desarrollo
de cultivos oleaginosos y también crecimiento de la industria
aceitera. Por entonces se abrieron nuevos mercados, como el de la
Unión Soviética, afectada por el embargo cerealero estadounidense,
al tiempo que el gobierno eliminaba las retenciones a la exportación.
Pero la sobrevaluación del peso se comió los beneficios, y en 1981 el
sector estaba en una situación crítica. Por otra parte, sus ingresos
influían menos en la economía general. Ya no subsidiaron a la
industria manufacturera, a través del Estado, y en cambio se
volcaron al sector financiero, local o externo. Luego, cuando la
debacle cambiaria volvió a colocarlos en buenas condiciones, la
caída de los precios internacionales de los cereales prolongó su
crisis.
Si bien el sector industrial perdió mucha mano de obra, en el
conjunto de la economía la desocupación fue escasa, tal como la
conducción
militar
le
había
demandado
al
ministro.
Hubo
transferencias de trabajadores de la industria hacia los servicios, y
muchos ensayaron la actividad por cuenta propia. La mayor
expansión se produjo en la construcción y sobre todo en las obras
públicas. El gobierno se embarcó en una serie de grandes proyectos,
aprovechando los créditos externos baratos: las obras del Mundial
de Fútbol, autopistas y caminos, represas hidroeléctricas o centrales
atómicas. La presión inicial para bajar los salarios fue cediendo en
forma gradual, aunque la suspensión de las negociaciones colectivas
posibilitó fuertes disparidades entre actividades y empresas. Pero a
partir de 1981 la crisis, la inflación y la recesión hicieron descender
dramáticamente tanto la ocupación como el salario real. En vísperas
de dejar el poder, los gobernantes militares no podían exhibir en
este campo ningún logro importante.
Cuando la burbuja financiera se derrumbó, quedó en evidencia
que la principal consecuencia de la traumática transformación había
sido -junto con la deuda externa- una fuerte concentración
económica. En este caso, el principal papel no correspondió a las
empresas extranjeras. No hubo nuevas instalaciones; algunas se
retiraron, o se limitaron a la provisión de partes y de tecnología,
como las automotrices. Les resultaba difícil manejarse en un medio
altamente especulativo, sometido a bruscos cambios en las reglas, en
el que las decisiones diarias significaban grandes ganancias o
grandes pérdidas. Aquí los empresarios locales tenían ventaja. En
estos años, junto con algunas transnacionales, crecieron de modo
espectacular unos cuantos grandes grupos locales, directamente
ligados a un empresario o a una familia empresarial exitosos, como
Macri, Pérez Companc, Bulgheroni, Fortabat, o transnacionales con
fuerte base local, como Bunge y Born o Techint. Así, el
establishment económico adquirió una nueva fisonomía.
Los casos más espectaculares fueron los de los conglomerados
empresariales, que combinaron actividades industriales, de servicio,
comerciales
y
financieras,
a
veces
por
una
estrategia
de
diversificación y reducción del riesgo, pero sobre todo -en el
contexto fuertemente especulativo- por la búsqueda de distintos
negocios de rápido rendimiento. Los grupos que crecieron contaron
con un banco o una institución financiera que les permitió
manejarse en forma independiente en el sector en que, por unos
años, se obtuvieron las mayores ganancias. Muchos de ellos
desaparecieron luego de 1980. Sobrevivieron los que capitalizaron
sus beneficios comprando empresas en dificultades, con las que
constituyeron los conglomerados. Lo decisivo fue, sin embargo,
establecer en torno a alguna de las empresas una relación
privilegiada con el Estado.
En los años en que Martínez de Hoz condujo la economía, el
Estado realizó importantes obras públicas y contrató a empresas de
construcción o de ingeniería pertenecientes a estos grupos, como
SADE, de Pérez Companc, o Techint. Por otra parte, las empresas del
Estado
adoptaron
como
estrategia
privatizar
parte
de
sus
actividades, contratando con terceros el suministro de equipos como con los teléfonos- o la realización de tareas, como hizo
Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF) con la extracción de crudo, y
en torno de esas actividades se constituyeron algunas de las más
poderosas empresas nuevas. Las empresas contratistas del Estado se
beneficiaron primero con las condiciones pactadas y luego con el
mecanismo de ajustar los costos al ritmo de la inflación que, dada la
magnitud de ésta y las dificultades del gobierno para cumplir
puntualmente con sus compromisos, terminaba significando un
beneficio mayor aún que el de la obra misma. Otras empresas
aprovecharon los regímenes de promoción, que, aunque en general
se redujeron, continuaron existiendo para proyectos específicos.
Esos regímenes posibilitaban importantes reducciones impositivas,
avales para créditos baratos, seguros de cambio para los créditos en
dólares, monopolización del mercado interno, decisivo en el caso
del papel de diario, o suministro de energía a bajo costo, muy
importante para las acerías o la fábrica de aluminio. De ese modo,
muchos grupos empresarios, a menudo sin experiencia importante
en el campo, podían constituir su capital con mínimos aportes
propios.
En un contexto de estancamiento, estos grupos crecieron a costa
de un Estado que había pasado de la promoción general de algunos
sectores de la economía a la prebenda individualizada, en beneficio
de grupos que frecuentemente colonizaban sus oficinas. La colusión
de intereses fue grande y desmintió el discurso del liberalismo. Los
grupos acumularon una fuerza tal que en el futuro resultaría muy
difícil revertir las condiciones en que actuaban y, junto con los
acreedores extranjeros, se convirtieron en los nuevos tutores del
Estado.
Achicar el Estado y silenciar a la sociedad
La
reducción
“subsidiario”,
de
fue
funciones
uno
de
del
los
Estado,
propósitos
su
conversión
más
en
firmemente
proclamados por el ministro Martínez de Hoz, recogiendo un
argumento que circulaba con fuerza creciente en todo el mundo
capitalista, donde estaban en plena revisión los principios del
Estado
dirigista
y
benefactor,
constituido
en
la
Argentina,
sucesivamente, en 1930 y en 1945. Su propuesta suscitó un fuerte
rechazo en buena parte de las Fuerzas Armadas, pero el ministro
obtuvo
una
importante
victoria
argumentativa
cuando
logró
ensamblar la prédica de la lucha antisubversiva con el discurso
contra el Estado, e incluso contra el industrialismo.
No es fácil saber hasta qué punto estaba dispuesto a actuar
completamente en coincidencia con esas ideas. Muchos empresarios
que
lo
acompañaban
combinaban
un
genérico
liberalismo
declarativo con la convicción de que el Estado debía proteger y
subvencionar a cada uno de ellos. Entre los militares, había muchos
que adherían a las ideas nacionalistas y dirigistas, y otros que
aspiraban, más simplemente, a sumarse a los beneficiarios del maná
estatal.
Por
diferentes
razones,
ambos
coincidían
en
el
mantenimiento de las empresas públicas y en el desarrollo de los
grandes emprendimientos estatales. Aún entre 1976 y 1981, cuando
Martínez de Hoz pudo imponer con más firmeza sus criterios, las
políticas
económicas
recogieron
esas
tensiones
y
resultaron
ambiguas y contradictorias con los principios declarados que las
sustentaban.
En un punto coincidían quienes querían aplicar el liberalismo
antiestatista ortodoxo y quienes aspiraban a monopolizar sus
beneficios prebéndanos: eliminar aquellos dispositivos estatales que
limitaban
el
uso
discrecional
del
Estado
por
el
gobierno.
Particularmente, los construidos desde 1930: la regulación del
crédito y de la tasa de interés, la política arancelaria y el control de
cambios, que fueron suprimidos en general pero retomados en
muchos casos singulares. Un compromiso parecido se manifestó en
las empresas del Estado. Los militares defendieron su supervivencia,
e incluso toleraron el sobreempleo, viejo fruto de la colusión con los
sindicatos. Pero también toleraron su íntima degradación, para que
algunos hicieran su fortuna a costa de ellas. Los mejores cuadros
fueron alejados, las bajas tarifas que se establecieron crearon un
desastre financiero, agravado posteriormente por la recurrencia
sistemática
a
créditos
externos.
La
llamada
“privatización
periférica”, realizada sin control ni regulación alguna, permitió
crecer a su costa a los competidores privados, cuyos directivos eran
puestos con frecuencia al frente de ellas. Así se endeudaron y
deterioraron las empresas de servicios, hasta entonces relativamente
eficientes, mientras al mismo tiempo el Estado se hacía cargo de
infinidad de empresas y bancos quebrados por obra de su política
económica.
Se trataba de una manera paradójica de achicar el Estado. Si ése
era el verdadero objetivo, los resultados fueron los contrarios. Antes
que estimular la eficiencia, el Estado premió a los que sabían
obtener de él distintos tipos de prebendas, por mecanismos no
demasiado diferentes de los que se había criticado, aunque
naturalmente el actor sindical había sido eliminado. Ni siquiera
mejoró la eficiencia del Estado en el campo que le era intrínseco e
intransferible: la recaudación y asignación de recursos fiscales. Pese
a la proclamada aspiración a lograr el equilibrio presupuestario,
central desde la perspectiva adoptada para contener la inflación, el
gasto público creció en forma sostenida, alimentado primero con la
emisión y luego con el endeudamiento externo. Una parte
importante tuvo como beneficiario directo a las Fuerzas Armadas,
que se reequiparon con vistas al conflicto con Chile primero y con
Gran Bretaña por las Malvinas después, y otra también considerable
se destinó a los grandes programas de obras públicas. Los espacios
para las negociaciones espurias se multiplicaron debido a que las
tres Fuerzas Armadas se repartieron prolijamente la administración
del Estado y la ejecución de las obras públicas, multiplicando las
demandas de recursos. Se gastaba por varias ventanillas a la vez, lo
que, sumado a la fuerte inflación, hizo borrosa la existencia de un
presupuesto del Estado.
El Estado se vio afectado de forma más profunda aún. El
llamado
“Proceso
de
Reorganización
Nacional”
supuso
la
coexistencia de un Estado terrorista clandestino, encargado de la
represión, y otro visible, sujeto a normas, establecidas por las
propias autoridades revolucionarias; pero que sometían sus acciones
a una cierta juridicidad. En la práctica, esta distinción no se
mantuvo, y el Estado ilegal fue corroyendo y corrompiendo al
conjunto de las instituciones del Estado y su misma organización
jurídica.
La primera cuestión oscura era dónde residía realmente el
poder, pues pese a que la tradición política del país era fuertemente
presidencialista, y a que la unidad de mando fúe siempre uno de los
principios de las Fuerzas Armadas, la autoridad del presidente -al
principio el primero entre sus pares, y luego ni siquiera eso- resultó
diluida y sometida a permanente escrutinio y limitación por los jefes
de las tres armas. El Estatuto del Proceso y las actas institucionales
complementarias -que suprimieron el Congreso, depuraron la
Justicia y prohibieron la actividad política- crearon la Junta Militar,
con atribuciones para designar al presidente y controlar una parte
importante de sus actos, pero las atribuciones respectivas de una y
otro no quedaron totalmente deslindadas, y fúeron más bien el
resultado del cambiante equilibrio de fuerzas. También se creó la
Comisión de Asesoramiento Legislativo, para discutir las leyes;
integrada por tres representantes de cada arma, que obedecían
órdenes de sus mandos, dicha comisión se convirtió en una
instancia más de los acuerdos y las confrontaciones internas. Cada
uno de los cargos ejecutivos, desde gobernadores a intendentes, así
como el manejo de las empresas del Estado y demás dependencias,
fue objeto del reparto entre las fuerzas, y quienes los ocupaban
dependían de una doble cadena de mandos: del Estado y de su
Arma, de modo que el conjunto pudo asimilarse a la anarquía
feudal antes que a un Estado cohesionado en torno del poder.
La misma anarquía existió respecto de las normas legales que el
propio gobierno se daba. Como demostró Enrique Groisman,
existió confusión sobre su naturaleza -se mezclaron sin criterio
leyes, decretos y reglamentos-, sobre quién las dictaba y sobre su
alcance. Hubo una notoria reticencia a explicitar sus fundamentos, y
en ocasiones hasta se mantuvo en secreto su misma existencia. Se
prefirieron las normas legales omnicomprensivas, y habitualmente
se otorgaron facultades amplias a los órganos de aplicación, pero
además se toleró su permanente violación o incumplimiento.
Contaminado por el Estado terrorista clandestino, todo el edificio
jurídico de la república resultó así afectado, al punto que
prácticamente no hubo límites normativos para el ejercicio del
poder, que funcionó como potestad omnímoda del gobernante. La
corrupción se extendió a la administración pública, de la que fueron
apartados los mejores elementos: los criterios de arbitrariedad
fueron asumidos por los funcionarios inferiores, convertidos en
pequeños autócratas sin control y, a la vez, sin capacidad para
controlar.
En suma, la Reorganización no se limitó a suprimir los
mecanismos
democráticos
constitucionales
o
a
alterar
profundamente las instituciones republicanas, como había ocurrido
con los regímenes militares anteriores. Desde dentro mismo se
realizó una verdadera revolución contra el Estado, afectando la
posibilidad de ejercer incluso las funciones de regulación y control
básicas.
La fragmentación del poder, las tendencias centrífugas y la
anarquía derivaban de la escrupulosa división del poder entre las
tres fuerzas, al punto de no existir una instancia superior a ellas que
dirimiera los conflictos. Pero también surgía de la existencia de
definidas facciones en el propio Ejército, donde con la represión
surgieron verdaderos señores de la guerra, que casi no reconocían
autoridad sobre sí. En torno a los generales Videla y Viola -su
segundo en el Ejército-, se constituyó la facción más fuerte, pero
que distaba de ser dominante. Estos jefes respaldaban a Martínez de
Hoz -muy criticado por los militares más nacionalistas, que
abundaban entre los cuadros jóvenes-, pero reconocían la necesidad
de encontrar en el futuro alguna salida política. Así, mantenían
comunicación con los dirigentes de los partidos políticos, que se
ilusionaban creyendo ver en ellos al sector más civilizado y hasta
progresista de los militares, quizá porque reconocían la necesidad
de regular de alguna manera la represión.
Otro grupo afirmaba que la dictadura debía continuar sine die, y
que
la
represión
-que
ejecutaban
de
manera
especialmente
sanguinaria- debía llevarse hasta sus últimas consecuencias. Sus
figuras más destacadas eran los generales Luciano Benjamín
Menéndez y Carlos Suárez Masón, comandantes de los cuerpos de
Ejército III y I, con sede en Córdoba y en Buenos Aires, a los que se
asociaba el general Ramón J. Camps, jefe de la Policía de la
provincia de Buenos Aires y figura clave en la represión. En
conflicto permanente con el comando del arma -con Videla y sobre
todo con Viola- Menéndez se insubordinó de hecho varias veces en ocasión del conflicto con Chile, en 1978, estuvo a punto de
iniciar la guerra por su cuenta- y de manera explícita una vez, en
1979, lo que forzó su retiro.
El tercer grupo lo constituyó la Marina de Guerra, firmemente
dirigida por su comandante Emilio Massera, quien, confiando en
sus talentos políticos, se propuso encontrar una salida política que
lo llevara a él mismo al poder. Massera -que desde la Escuela de
Mecánica de la Armada ejecutó una parte importante de la
represión y ganó sus méritos en esa tenebrosa competenciadesarrolló siempre un juego propio; jaqueó a Videla, para acotar su
poder, y tomó distancia de Martínez de Hoz. Se preocupó por
encontrar
banderas
para
lograr
alguna
adhesión
popular
al
gobierno: el Campeonato Mundial de Fútbol -cuya organización
fue presidida por el almirante Lacoste- y luego el conflicto con
Chile, que preludió la guerra de Malvinas, también promovida por
la Armada. Cuando pasó a retiro, Massera montó una fundación de
estudios políticos, un diario propio, un centro de promoción
internacional en París, un partido -de la Democracia Social- y hasta
un fantástico staff integrado por miembros de las organizaciones
armadas secuestrados en la Escuela de Mecánica y que, a cambio de
su vida, accedieron a colaborar en los proyectos políticos del
almirante.
La puja era mucho más compleja, pero poco manifiesta. El
grupo de Videla y Viola fue avanzando gradualmente en el control
del poder, pero en mayo de 1978 Massera se anotó un triunfo
cuando logró que se separaran las funciones de presidente de la
Nación y de comandante en jefe del Ejército, pese a que Videla fue
confirmado como presidente hasta 1981 y Viola lo sucedió como
jefe del Ejército. El desplazamiento de Menéndez fue un triunfo
importante de Videla, aunque poco después Viola pasó a retiro y fue
reemplazado al frente del Ejército por el general Leopoldo
Fortunato Galtieri. En septiembre de 1980 Videla pudo imponer en
la Junta de Comandantes la designación de Viola como su sucesor,
pero a costa de una compleja negociación, que auguró el
prolongado jaqueo a que sería sometido el segundo presidente del
Proceso.
En suma, podría decirse que la política de orden empezó
fracasando con las propias Fuerzas Armadas, pues la corporación
militar se comportó de manera indisciplinada y facciosa, y poco
hizo para mantener el orden que ella misma pretendía imponer a la
sociedad. A pesar de eso, durante cinco años lograron asegurar una
paz relativa, como la de los sepulcros, debido a la escasa capacidad
de respuesta del conjunto de la sociedad, en parte golpeada o
amenazada por la represión y en parte dispuesta a tolerar mucho de
un gobierno que, luego del caos, aseguraba un orden mínimo. Sólo
hacia el fin del período de Videla, estimulados por el descontento
que generó la crisis económica, así como por las crecientes
dificultades que encontraba el gobierno militar y sus fuertes
disensiones intestinas, las voces de protesta, todavía tímidas y
confusas, comenzaron a elevarse.
Esta transición del silencio a la palabra varió según los casos. Los
empresarios apoyaron el Proceso desde el comienzo, pero a la
distancia. Pese a las coincidencias generales -sobre todo en lo
relativo a la política laboral- había desconfianzas recíprocas: los
militares atribuían a los empresarios parte de la responsabilidad del
caos social que se habían propuesto modificar, y éstos, por su parte,
estaban divididos en sus intereses. Los específicamente beneficiados
todavía no constituían un grupo orgánico, institucionalizado y con
voz propia. Las voces corporativas -la Sociedad Rural, la Unión
Industrial-
criticaban
aspectos
específicos
de
las
políticas
económicas que las afectaban y algunas políticas generales como la
elevada inflación, pero más allá de eso carecían de unidad y fuerza
para presionar en conjunto, y sólo empezaron a hacerlo cuando el
régimen militar dio, a la vez, signos de debilidad y de disposición a
la apertura. El general Viola, buscando tomar distancia de la política
de Martínez de Hoz, convocó específicamente a los voceros de los
grandes sectores empresarios y los integró en su gabinete, pero esa
participación
concluyó
con su
caída,
y
desde entonces los
numerosos empresarios sacudidos por la crisis fueron integrando
con creciente entusiasmo el frente opositor.
El movimiento sindical recibió duros golpes. La represión afectó
a los activistas de base y a muchos dirigentes de primer nivel, que
fueron encarcelados. Las principales fábricas fueron ocupadas
militarmente, hubo “listas negras”, para mantener alejados a los
activistas, y control ideológico para los aspirantes a un empleo. La
CGT y la mayoría de los grandes sindicatos fueron intervenidos, se
suprimieron el derecho de huelga y las negociaciones colectivas y
los sindicatos fueron separados del manejo de las obras sociales.
Privados casi de funciones, reducidos como consecuencia de los
cambios en el empleo, que afectó sobre todo a los industriales, los
sindicatos hicieron oír poco su voz.
El gobierno mantuvo una mínima comunicación con los
sindicalistas, casi limitada a la conformación de la delegación que
anualmente debía concurrir a la asamblea de la Organización
Internacional del Trabajo (OIT) en Ginebra. Este espacio les
permitió denunciar en el exterior las duras condiciones de los
trabajadores y plantear al gobierno distintas cuestiones. Los
sindicalistas se agruparon, de manera cambiante, en dos tendencias:
los dialoguistas y los combativos. En abril de 1979, cuando la
represión había menguado algo, los combativos realizaron un paro
general de protesta, que los dialoguistas no acataron y que concluyó
con la prisión de la mayoría de los dirigentes. A fines de 1980, los
combativos reconstituyeron la CGT y eligieron como secretario
general a Saúl Ubaldini, un dirigente poco conocido de un pequeño
sindicato. En 1981 la CGT realizó una nueva huelga general, con
consecuencias similares a la de 1979, y a fines de ese año una
marcha obrera hacia la iglesia de San Cayetano -patrono de los
desocupados-, reclamando “pan, paz y trabajo”. Por entonces, sus
quejas se unían a las de los estudiantes o de algunos grupos de
empresarios regionales. Las huelgas parciales se hicieron más
frecuentes e intensas; el 30 de marzo de 1982 la CGT convocó, por
primera vez desde 1975, a una movilización en la Plaza de Mayo,
que el gobierno reprimió con violencia: hubo dos mil detenidos en
Buenos Aires y un muerto en Mendoza.
También la Iglesia modificó su comportamiento a medida que el
régimen militar empezaba a dar muestras de debilidad. Al comienzo
tuvo una actitud complaciente, y el gobierno estableció una
asociación muy estrecha con la jerarquía eclesiástica. Esta aceptó
mansamente los asesinatos de varios religiosos -entre ellos el obispo
Enrique Angelelli, de La Rioja-, calló cualquier crítica, hizo poco
por quienes reclamaron su ayuda, justificó de manera poco velada la
llamada “erradicación de la subversión atea”, y hasta toleró que
algunos de sus miembros participaran directamente en ella. Pero en
forma progresiva esta respuesta inicial, que revelaba el triunfo del
sector local más tradicional, fue dejando paso a otra más elaborada,
influida por la orientación del nuevo papa Juan Pablo II. Revisando
sus anteriores posiciones, la Iglesia se propuso renunciar a la
injerencia directa en las cuestiones sociales o políticas -en cualquier
sentido- y consagrarse a la evangelización de una sociedad
excesivamente secularizada. En 1979, el Arzobispado de Buenos
Aires impulsó la Pastoral Social para reconstruir el vínculo entre
Iglesia y trabajadores, siguiendo el ejemplo del sindicato polaco
Solidaridad. También se ocupó de los jóvenes para dar forma al
nuevo impulso de religiosidad que se manifestaba en las concurridas
peregrinaciones a pie a Luján y llenar el lugar dejado vacante por la
generación anterior de activistas. Las preocupaciones por las
cuestiones morales o por la familia se extendían hacia los derechos
individuales y la política: el documento “Iglesia y comunidad
nacional”, de 1981, afirmó los principios republicanos, indicó la
opción de la Iglesia por la democracia, su apartamiento del régimen
militar y su vinculación con los crecientes reclamos de la sociedad.
El más notable de ellos fue el de los derechos humanos. En
medio de lo más terrible de la represión, un grupo de madres de
desaparecidos -forma eufemística con que se denominaba a las
víctimas del terrorismo de Estado- empezó a reunirse todas las
semanas en la Plaza de Mayo. Marchaban con la cabeza cubierta por
un pañuelo blanco, reclamando por la aparición de sus hijos.
Combinando lo dolorosamente testimonial con lo ético, en nombre
de principios que los militares no podían cuestionar ni englobar en
la “subversión”, atacaron el centro mismo del discurso represivo y
empezaron a conmover la indiferencia de la sociedad. En forma
gradual, las Madres de Plaza de Mayo -víctimas ellas mismas de la
represión- se convirtieron en la referencia de un movimiento cada
vez más amplio de asociaciones defensoras de los derechos
humanos y fueron instalando una discusión pública, fortalecida
desde el exterior por la prensa, los gobiernos y las organizaciones
civiles. Desde fines de 1981, los militares se vieron obligados a dar
alguna respuesta. Aunque en general coincidieron en que la
cuestión debía darse por concluida, mostraron diferencias y
contradicciones
que
agudizaron
sus
anteriores
disensiones
y
ampliaron un poco más la brecha por la que la opinión pública,
largamente acallada, comenzaba a reaparecer.
Este clima empezó a insuflar algo de vida a los partidos políticos.
La veda política, impuesta en 1976, congeló la actividad partidaria y
a la vez prorrogó a las dirigencias que, carentes de impulsos vitales,
tuvieron una actitud escasamente crítica. La prohibición política
terminó de hecho en 1981. Los dispersos grupos de derecha fueron
convocados para constituir una fuerza política oficialista por el
propio
gobierno,
que
ensayó
su
apertura
política,
mientras
peronistas y radicales entablaban conversaciones con otros partidos
menores que culminaron, a mediados de 1981, con la constitución
de la Multipartidaria. Esta organización no tenía mayor vitalidad
que la ya escasa de los partidos que la integraban, anquilosados y
poco representativos. Ricardo Balbín, el veterano político radical
que animó este intento, murió en 1981 -su entierro convocó la
primera gran manifestación callejera de esos años-, poniendo más
en evidencia la vacancia de dirección política. Los partidos se
comprometían a no colaborar con el gobierno en una salida
electoral condicionada ni a aceptar una democracia sometida a la
tutela militar. Se trataba de un acuerdo mínimo. Pero también ellos,
progresivamente, fueron elevando su tono, se reclamaron los únicos
depositarios de la legitimidad política e incorporaron las protestas
de empresarios y sindicalistas o las vinculadas con los derechos
humanos, aunque cuidando dejar abierta la puerta para una salida
concertada. Junto con las otras voces -sindicalistas, empresarios,
estudiantes, religiosos, intelectuales, y sobre todo defensores de
derechos humanos- fueron formando un coro que, a principios de
1982, era difícil de ignorar.
La guerra de Malvinas y la crisis del régimen militar
Desde 1980, los dirigentes del Proceso discutían la cuestión de la
salida política. Les preocupaba la crisis económica, el aislamiento, la
adversa opinión internacional -en la que pesaban cada vez más los
reclamos por los derechos humanos, que el gobierno intentaba
minimizar tachándolos de “campaña antiargentina”- y, sobre todo,
los enfrentamientos intestinos, que a la vez dificultaban los acuerdos
necesarios para la salida buscada. Las disidencias se manifestaron
públicamente con la designación de Viola -a la que se opuso la
Marina-, se agudizaron en el largo período que medió hasta su
asunción, en marzo de 1981, y maduraron cuando fue evidente la
decisión del nuevo presidente de modificar el rumbo de la política
económica.
Viola procuró aliviar la situación de los empresarios locales,
golpeados por la crisis financiera y la violenta devaluación de la
moneda, y a la vez trató de concertar la política económica,
incorporándolos al gabinete. Tomó contacto con distintos políticos
-los “amigos” del Proceso- y discutió con ellos las alternativas para
una eventual y lejana transición, pero no logró organizar ningún
apoyo consistente, ni tampoco atenuar la crisis económica. Lo
hostigaban los sectores que habían rodeado a Martínez de Hoz, y
distintos grupos militares lo acusaban de falta de firmeza en la
conducción. A fines de 1981, una enfermedad de Viola dio la
ocasión para su desplazamiento y reemplazo por el general
Leopoldo Fortunato Galtieri, quien retuvo su cargo de comandante
en jefe del Ejército, modificando así la precaria institucionalidad
que los mismos jefes militares habían establecido.
Galtieri se presentó como el salvador del Proceso, el dirigente
vigoroso capaz de conducirlo a un final victorioso. En su reciente
estancia en Estados Unidos había sido asiduamente cultivado por
miembros de la administración de Ronald Reagan. Galtieri se
manifestó dispuesto a alinear al país con Estados Unidos y a
apoyarlo en la guerra encubierta que libraba en América Central. El
país contribuyó por entonces con asesores y armamentos y obtuvo
de Estados Unidos, junto con una cálida adhesión personal a
Galtieri, el levantamiento de las sanciones que la administración de
Cárter había impuesto al país por las violaciones a los derechos
humanos. Probablemente fue entonces cuando Galtieri concibió su
destino de conductor de la Argentina hacia el mundo de las grandes
potencias, protegido por su poderoso aliado.
Designado presidente, Galtieri se lanzó a la política activa e
intentó armar un movimiento en el que los “amigos políticos”
sustentaran su propio liderazgo, mientras anunciaba vagamente una
futura institucionalización. Su ministro de Economía, Roberto
Alemann, se rodeó del equipo de Martínez de Hoz y retornó a la
senda inicial, definiendo sus prioridades: “la desinflación [sic], la
desregulación y la desestatización”. En lo inmediato, la recesión se
agudizó, y con ella las protestas de sindicatos y empresarios; para el
largo plazo, anunció un plan de privatizaciones, particularmente del
subsuelo, que suscitó oposición incluso en sectores del gobierno.
Así, el ímpetu de Galtieri chocó pronto con resistencias cada vez
más enconadas y altisonantes, y hasta con movilizaciones callejeras,
como la lanzada por la CGT el 30 de marzo de 1982.
Fue en ese contexto cuando se concibió y lanzó el plan de
ocupar las islas Malvinas, que aparecía como la solución para los
muchos
problemas
del
gobierno.
La
Argentina
reclamaba
infructuosamente a Inglaterra esas islas desde 1833, cuando fueron
ocupadas por los británicos. En 1965, las Naciones Unidas habían
dispuesto que ambos países debían negociar sus diferencias. Los
británicos hicieron poco para avanzar en ese sentido, mientras el
gobierno argentino se acercó a los habitantes de las islas y les
suministró distintos servicios educativos y sanitarios. En el país
existía un reclamo unánime en su fondo, aunque no en las formas y
en los medios para lograrlo. Desde la perspectiva de los militares,
una acción militar para lo que llamaban “recuperar las islas”
permitiría unificar a las Fuerzas Armadas tras un objetivo común y
ganar, de un golpe, la cuestionada legitimidad ante una sociedad
visiblemente disconforme.
Una acción militar tendría una segunda ventaja: encontrar una
salida al atolladero que había creado la cuestión con Chile por el
canal del Beagle. En 1971, los presidentes Alejandro Lanusse y
Salvador Allende habían acordado someter a arbitraje la cuestión de
la posesión de tres islotes que dominan el paso por aquel canal, que
une los océanos Atlántico y Pacífico. En 1977, el laudo arbitral los
otorgó a Chile, y el gobierno argentino lo rechazó. En 1978, ambos
países parecían dispuestos a dirimir la cuestión por las armas
cuando, casi en el último minuto, decidieron aceptar la mediación
del Papa, por intermedio del cardenal Antonio Samoré. A fines de
1980, el Vaticano comunicó reservadamente su propuesta, que en lo
sustantivo mantenía lo establecido en el laudo, y el gobierno
argentino -imposibilitado tanto de rechazarla como de aceptarlaoptó por dilatar la respuesta y retomar la situación de activa
hostilidad con Chile.
Por entonces había cobrado forma definida entre los militares y
sus amigos una corriente de opinión belicista, que arraigaba en una
veta del nacionalismo argentino y se alimentaba con vigorosos
sentimientos chauvinistas. Diversas fantasías largamente acuñadas
en el imaginario de la sociedad -la “patria grande”, los “despojos”
de los que el país había sido víctima- se sumaban a la nueva fantasía
de “entrar en el Primer Mundo” mediante una política exterior
“fuerte”. Todo ello se sumaba al ya tradicional mesianismo militar y
a la ingenuidad de sus estrategas, ignorantes de los datos básicos de
la política internacional. La agresión a Chile, bloqueada por la
mediación papal, fue desplazada hacia Gran Bretaña, el tradicional
imperio, que se suponía viejo y achacoso. Ya en 1977, la Marina
había planteado la propuesta de ocupar las islas, vetada por Videla y
por Viola, que retomó apenas Galtieri asumió la presidencia. La idea
era sencilla y atractiva. Luego del golpe de mano, que presentaba
pocas dificultades, se contaba con el apoyo estadounidense y la
reluctante reacción de Gran Bretaña, que finalmente admitiría la
ocupación, a cambio de todas las concesiones y compensaciones
necesarias. En ninguna de las hipótesis entraba la posibilidad de una
guerra.
El 2 de abril de 1982, las Fuerzas Armadas desembarcaron y
ocuparon las Malvinas, luego de vencer la débil resistencia de las
escasas tropas británicas. El hecho, sorprendente para casi todos,
suscitó un amplio apoyo: la gente se reunió espontáneamente en la
Plaza de Mayo, y volvió a hacerlo, en forma multitudinaria, allí y en
las capitales provinciales, cuando fue convocada, una semana
después,
en
ocasión
de
la
visita
del
secretario
de
Estado
estadounidense Alexander Haig. Ese día, el presidente Galtieri tuvo
la satisfacción de arengar a la multitud desde el “histórico balcón”
de Perón. Todas las instituciones de la sociedad -colectividades
extranjeras, clubes deportivos, asociaciones culturales, sindicatos,
partidos políticos- manifestaron su adhesión sin reserva. Los
dirigentes políticos viajaron, junto con los jefes militares, para
asistir a la asunción del nuevo gobernador militar de las islas,
general Mario Benjamín Menéndez, y a la imposición de su nuevo
nombre -Puerto Argentino- a su capital, llamada hasta entonces
Puerto Stanley. Los dirigentes de la CGT, que habían sido
fuertemente
reprimidos
apenas
tres
días
atrás,
trataron
de
diferenciar su adhesión a la acción de un eventual apoyo al
gobierno, pero esta distinción no era fácil de explicar. El gobierno
militar había obtenido una cabal victoria política al identificarse con
una reivindicación de la sociedad arraigada en un profundo
sentimiento,
alimentado
por
una
tradición
nacionalista
y
antiimperialista, que resurgió con vigor. También había captado las
formas pueriles y superficiales en que esos sentimientos se
manifestaban, el torpe chauvinismo con que se mezclaba, así como
el fácil triunfalismo y el belicismo acrítico -fue sorprendente que en
la práctica nadie discutiera la licitud de los medios-, revelador de
una desintegración de convicciones políticas que otrora habían sido
más sólidas y profundas. La sociedad que había festejado el triunfo
argentino en el Campeonato Mundial de Fútbol ahora se alegraba
de haber ganado una batalla, y con la misma inconsciencia se
disponía a avanzar, si era necesario, hacia una guerra. Si triunfaban,
los militares habrían saldado sus deudas con la sociedad, al solo
precio de conceder una cierta libertad para que se expresaran voces
no regimentadas.
La reacción fue sorprendentemente dura en Gran Bretaña,
donde la primera ministra Margaret Thatcher se propuso sacar
réditos políticos de una victoria militar. De inmediato se alistó una
fuerza naval de importancia, que incluía dos portaaviones; el 17 de
abril la Fuerza de Tareas se había reunido en la isla Ascensión, en el
Atlántico, e iniciaba su marcha hacia las Malvinas. Gran Bretaña
obtuvo rápidamente la solidaridad de la Comunidad Europea y el
apoyo del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, que
declaró a la Argentina nación agresora y exigió el retiro de las
tropas. Este poderoso bloque apenas era contrapesado por el
latinoamericano -con excepción de Chile, que colaboró con los
británicos-, ampliamente solidario en lo declarativo pero de poco
peso militar; a eso podía sumarse una distante simpatía de la Unión
Soviética y una actitud equidistante y mediadora del gobierno
estadounidense.
Sin respaldos consistentes, e ignorando sus reglas, el gobierno
militar se lanzó al juego grande del Primer Mundo. Suponían que,
luego del hecho consumado, la cuestión se resolvería por medio de
una
negociación,
de
modo
que
la
reacción
inglesa
resultó
inesperada. Estados Unidos, por medio del secretario de Estado
Haig, trató de encontrar una salida negociada y una fórmula
transaccional. El gobierno estuvo dispuesto a aceptar distintas
condiciones, siempre que Gran Bretaña se comprometiera a
reconocer, a plazo fijo, la soberanía argentina sobre las islas, lo que
era inaceptable para los británicos. El gobierno militar tampoco
podía
resignar
lo
que
había
proclamado
como
su
objetivo
fundamental. Sólo así la operación podía ser presentada como una
victoria ante la sociedad y ante la multitud que se reuniría en la
plaza, cuya magia ya habían experimentado los militares. En los
términos que ellos mismos habían planteado, cualquier otro
resultado equivalía a una derrota. Así, los gobernantes argentinos
quedaron apresados por la movilización patriótica que habían
lanzado, y los más prudentes debieron ceder ante las voces de los
más exaltados.
El gobierno argentino fue víctima de un aislamiento diplomático
creciente, agravado por los antiguos reclamos sobre violaciones a los
derechos humanos, pues en el exterior se argumentó que su triunfo
significaría convalidar todo su desempeño anterior. De nada sirvió
el envío al exterior, para explicar la posición argentina, de
empresarios, sindicalistas y políticos, quienes utilizaron la tribuna
para señalar sus críticas al gobierno. También intentó presionar a
Estados Unidos a través de la Organización de Estados Americanos
(OEA). Los miembros mantuvieron su respaldo a la Argentina, pero
de una manera amplia y general, que no implicó un compromiso
militar. Luego de un mes de intentar convencer a la Junta Militar, y
en momentos en que empezaba el ataque británico a las islas,
Estados Unidos abandonó su mediación; el Senado votó sanciones
económicas a la Argentina y ofreció apoyo a Gran Bretaña. Cada vez
más solo, el gobierno argentino buscó aliados imposibles -los países
del Tercer Mundo, la Unión Soviética y hasta Cuba- que lo alejaban
definitivamente de la ilusión de entrar al Primer Mundo. Mientras
tanto, la batalla militar se acercaba de manera inexorable.
En los últimos días de abril la Fuerza de Tareas británica, que
había llegado a la zona de Malvinas, recuperó las islas Georgias. El 1
de mayo, comenzaron los ataques aéreos a las Malvinas, y al día
siguiente un submarino británico hundió el crucero argentino
General Belgrano, ubicado lejos de la línea de batalla, con lo que la
flota argentina optó por alejarse definitivamente del frente de
guerra. Siguió luego un largo combate aeronaval: la aviación
argentina causó importantes daños a la flota británica, pero no logró
impedir que las islas quedaran aisladas del territorio continental. En
ellas, los jefes militares habían ubicado cerca de diez mil soldados,
en su mayoría bisoños -por algún motivo, se prefirió destinar a la
tropa más entrenada a la frontera con Chile-, escasos de
abastecimientos, sin equipos ni medios de movilidad, y sobre todo
sin planes, salvo resistir. En Buenos Aires, se soñaba con una
resistencia heroica y con algún cambio en el mundo. En las islas, en
cambio, sometidas a un demoledor ataque de artillería y aviones, las
dudas fueron trocándose en desmoralización.
Un cambio similar se dio en la opinión pública, demorado en
parte por la total manipulación de las informaciones, que llegaban a
un público dispuesto a creer que la Argentina estaba ganando la
guerra. En medio del clima triunfalista empezaron a aparecer voces
críticas: algunos reclamaban contra el alineamiento con regímenes
comunistas; otros exigían profundizar los aspectos antiimperialistas
del conflicto y atacar a los representantes locales de los agresores.
En los actos de la CGT por el Io de Mayo, volvieron a alzarse las
voces agrias, mientras que dentro del radicalismo, cuya conducción
oficial había apoyado la política de guerra, Raúl Alfonsín, que
dirigía el sector opositor, propuso la constitución de un gobierno
civil de transición, que encabezaría el expresidente Illia. Así, entre
protestas crecientes por la falta de información, el tema del país
luego de la guerra se instaló en la opinión pública, y reafirmó a los
militares en su convicción inicial: no había otra salida que la
victoria.
El 24 de mayo, los ingleses desembarcaron y establecieron una
cabecera de puente en San Carlos. El 29 se libró un combate
importante en el Prado del Ganso, donde varios cientos de
argentinos se rindieron. El 10 de junio, Galtieri pudo dirigirse por
última vez a la gente reunida en la Plaza de Mayo, y dos días
después llegó el papa Juan Pablo II, quizá para preparar los ánimos
ante la inminente derrota. Antes de que finalizara su breve estadía,
comenzó el ataque final a Puerto Argentino, donde se había
atrincherado la masa de las tropas. La desbandada fue rápida y la
rendición, prácticamente incondicional, se produjo el 14 de junio,
74 días después de iniciado el conflicto, que dejó más de 700
muertos o desaparecidos y casi 1.300 heridos. Los gobernantes
convocaron al día siguiente al pueblo a la Plaza de Mayo, sólo para
reprimir en forma extremadamente violenta a aquellos que,
convencidos por los medios de difusión de que la victoria estaba
cercana, no podían ni entender ni admitir la rendición. Por
entonces, los generales exigían a Galtieri su renuncia.
LA VUELTA DE LA DEMOCRACIA
La derrota agudizó la crisis del régimen militar e hizo públicos los
conflictos
hasta
entonces
disimulados.
La
cuestión
de
la
responsabilidad de la derrota -que cada uno atribuía a los otros- se
resolvió finalmente, luego de una investigación a cargo de
prestigiosos jefes retirados. Se culpó a la Junta Militar, cuyos
miembros fueron luego enjuiciados y condenados. En lo inmediato,
en medio de un conflicto entre las tres fuerzas, fue designado
presidente el general Reynaldo Bignone, quien logró un consenso
mínimo
de
las
fuerzas
políticas
para
un
programa
de
institucionalización, sin plazos precisos.
El gobierno se proponía negociar la salida electoral y asegurar
que su retirada no sería un desbande. Se intentó lograr el acuerdo de
los partidos para una serie de cuestiones, futuras y pasadas: la
política económica, la presencia institucional de las Fuerzas
Armadas en el nuevo gobierno y, sobre todo, una garantía de que no
se investigarían ni los actos de corrupción ni las responsabilidades
en lo que empezaban a llamar la “guerra sucia”. La propuesta de los
militares fue rechazada por la opinión pública y por los partidos,
que convocaron poco después a una marcha civil en defensa de la
democracia. La asistencia fue masiva y, casi de inmediato, el
gobierno fijó la fecha de elecciones para fines de 1983. Pero no dejó
de intentar cerrar el debate: un documento sobre los desaparecidos
declaró que no había sobrevivientes y que todos habían caído
combatiendo; una ley estableció una autoamnistía, eximiéndolos de
cualquier eventual acusación.
Quizá la mayoría de la dirigencia política se hubiera avenido a
un acuerdo que implicara correr un telón sobre el pasado y asegurar
una transformación no traumática del régimen militar en otro civil.
Pero lo impidió tanto la movilización cada vez más intensa de la
sociedad como la propia debilidad de las Fuerzas Armadas,
corroídas por sus conflictos internos. El gobierno era incapaz de
controlar el aparato represivo, que cobró algunas nuevas víctimas,
registradas con horror por la sociedad sensibilizada. Tampoco
podían tomar compromisos, porque de hecho las Fuerzas Armadas
habían entrado en estado deliberativo. Los militares debían
enfrentarse con la evidencia de su fracaso como administradores de
un país desquiciado y como conductores de una guerra absurda.
Debían contemplar a sus antiguos aliados -los empresarios, la
Iglesia, Estados Unidos-, ganados por la nueva fe democrática, o a
los otrora disciplinados jueces llevando a juicio a oficiales acusados
de corrupción. Sobre todo, debían enfrentarse con una sociedad que
asistía al show del horror y se enteraba de la existencia de vastos
enterramientos de personas desconocidas, de centros clandestinos
de detención, de denuncias realizadas por exagentes; en suma, de
una historia siniestra, de la que hasta entonces pocos habían
querido saber.
Después
de un
largo letargo, la sociedad despertaba, y
encontraban
nueva
resonancia
voces
hasta
entonces
poco
escuchadas, como la de los militantes de las organizaciones
defensoras de los derechos humanos y muy especialmente las de las
Madres de Plaza de Mayo. Su incontrastable manera de desafiar el
poder militar se combinaba con una forma original de activismo,
más laxa y menos facciosa que las tradicionales, que no inhibía otras
pertenencias. Las marchas de los jueves, con escasa concurrencia en
los años duros de la represión, se convirtieron luego de la guerra de
Malvinas en nutridas “marchas por la vida”, otro acierto discursivo
que identificó al enemigo con la muerte. Las organizaciones de
derechos
humanos
no
sólo
instalaron
la
cuestión
de
los
desaparecidos y el reclamo de justicia. Impusieron a toda la práctica
política una dimensión ética, un sentido del compromiso y una
valoración de los acuerdos básicos de la sociedad por encima de las
afiliaciones partidarias que, en el contexto de las experiencias
anteriores, era verdaderamente original.
A medida que la represión retrocedía, empezaron a aparecer
nuevos
protagonistas
sociales,
junto
con
otros
que
habían
sobrevivido ocultándose. La crisis económica generó motivos
movilizadores: impuestos, indexación, suba de alquileres, deudas
impagas dejadas por una quiebra bancaria; quienes reclamaron
cuestionaban tanto la política económica como la clausura de lo
público. En otros casos fue todo un fragmento de sociedad -un
barrio, un pueblo- el que se organizó para reclamar -a veces con
violencia, como en los “vecinazos” del Gran Buenos Aires a fines de
1982-, así como para buscar solidariamente soluciones al margen de
las autoridades: cooperativas, asociaciones de fomento o ligas de
amas de casa eran la respuesta a un Estado cuya crisis se hacía
visible. El nuevo activismo social se manifestó en los campos más
diversos. Los grupos culturales, como Teatro Abierto, que desde
1980 mostró la vitalidad de una práctica cultural convertida en
acción política sucedánea. Lo mismo ocurrió con los jóvenes que
animaban
grupos
en
las
parroquias,
los
que
nutrían
las
multitudinarias peregrinaciones a Luján o los gigantescos recitales
de rock nacional, que a su manera también resultaban actos
políticos. El activismo renació en las universidades, reclamando
contra los cupos de ingreso o el arancelamiento, y en las fábricas,
donde empezaron a reconstituirse las comisiones internas y la
participación sindical.
La sociedad experimentaba una nueva primavera: el enemigo
común, algo menos peligroso pero aún temible, estimulaba la
solidaridad y alentaba una organización y una acción de la que se
esperaban resultados concretos. Nuevamente, los conflictos de la
realidad aparecían transparentes, y la solución de los problemas era
posible si los hombres y las mujeres de buena voluntad se
organizaban en una fuerza consistente. Pero a diferencia de la
anterior primavera, a fines de los años sesenta, no sólo había un
repudio total de la violencia o de cualquier forma velada de guerra,
sino también una confianza menor en la posibilidad de encontrar
una gran solución, única, radical y definitiva. También era menor la
seguridad de que el amplio conjunto de demandas planteadas
definiera un gran protagonista, un actor único de la gesta, como lo
había sido, por mucho tiempo, el “pueblo peronista”. En esa
diversidad se nutrió la nueva democracia, pluralista y consensual.
Parte de este nuevo espíritu vino de la movilización sindical, que
fue intensa: los sindicalistas sacaron a la gente a la calle para
reclamar contra la crisis económica y en favor de la democracia. A
lo largo de 1982 y 1983, hubo una serie de paros generales y
abundantes huelgas parciales, en las que se destacaron, por su nueva
y aguerrida militancia, los gremios estatales. Pero los sindicalistas
pusieron sus mejores esfuerzos en la recuperación del control de los
sindicatos intervenidos, la “normalización”, que negociaron con el
gobierno combinando la presión y el acuerdo. Las distintas
fracciones coincidieron en este objetivo. Su acción movilizadora fue
perdiendo especificidad y confluyó en la lucha más general por
aquello que concentraba las mayores ilusiones: la recuperación de la
democracia.
La democracia fue en primer lugar una ilusión: la tierra
prometida, que sería alcanzada sin esfuerzo por una sociedad cuyos
integrantes, en su mayoría, muy poco antes, adherían a los términos
y las opciones planteados por los militares. Luego del doble sacudón
de la crisis económica y la derrota militar, la democracia aparecía
como la llave para superar desencuentros y frustraciones; sería una
fórmula de convivencia política y también la solución de cada uno
de los problemas concretos. Varias décadas sin una práctica real
hacían necesario un nuevo aprendizaje de las reglas del juego, y
también de sus valores y principios más generales, de la democracia
y también de la república. Ese conocimiento vago y aproximativo,
que subrayaba más los derechos que los deberes, facilitó que se
encabalgaran en la nueva ilusión quienes nunca habían creído en
ella. Pero se la aprendió con intensidad y se la puso en práctica
pronto. La afiliación a los partidos políticos -luego de que el
gobierno levantó definitivamente la veda- fue tan masiva que uno
de
cada
tres
electores
pertenecía
a
alguno
de
ellos.
Las
movilizaciones en defensa de la democracia recordaron por su
número a las de diez años atrás, pero, a diferencia de aquéllas, no
eran ni fiestas ni ejercicios para la toma del poder, sino la expresión
de
una
voluntad
colectiva:
mostrarse
y
reconocerse
como
integrantes de la civilidad. Esa diferencia se expresó también en los
lugares de concentración elegidos: junto con la tradicional Plaza de
Mayo, estuvo el Cabildo o los Tribunales, lo que indicaba el papel
central que se esperaba de la Justicia.
La afiliación masiva transformó a los partidos políticos. Hubo
un amplio deseo de participación y se animaron los comités o las
unidades básicas. También se renovaron los cuadros dirigentes, y se
incorporaron quienes venían de militar en organizaciones juveniles
o estudiantiles, como en el caso de la Coordinadora radical, así
como muchos intelectuales, que renovaron los temas de la
discusión. Los viejos cuadros dirigentes se vieron desafiados por
otros
que
desde
los
márgenes
habían
planteado
posiciones
discrepantes, de modo que la renovación fue amplia e integral.
Las transformaciones del peronismo fueron notables, pues el
viejo movimiento, siempre en tensión con la democracia, empezó a
convertirse en un aceptable partido. La cuestión del verticalismo
quedó
postergada
simbólicamente
la
-Isabel
Perón
presidencia-,
y
sólo
el
había
partido
ocupado
combinó
la
organización territorial con la sindical. Tímidamente, aparecieron
las formas participativas y los temas democráticos, que nunca
habían sido el fuerte del movimiento. Pero la renovación más
sustantiva fue lenta. Los viejos caudillos provinciales compartieron
las decisiones con el metalúrgico Lorenzo Miguel, jefe de las 62
Organizaciones, y Herminio Iglesias, un sindicalista de trayectoria
poco clara, fue candidato a gobernador de la provincia de Buenos
Aires. El candidato a presidente fue ítalo Luder, un jurista de
prestigio, que no pudo disipar la desconfianza suscitada por el
peronismo en sectores importantes de la sociedad.
El radicalismo se renovó por impulso de Raúl Alfonsín, que en
1972 había creado el Movimiento de Renovación y Cambio para
disputarle el liderazgo a Ricardo Balbín. Durante el Proceso se
distinguió del resto de los políticos, pues criticó a los militares con
mucha energía, asumió la defensa de detenidos políticos y el
reclamo por los desaparecidos y evitó envolverse en la euforia de la
guerra de Malvinas. Desde el fin de la guerra, su ascenso fue
vertiginoso y en la puja interna le permitió derrotar a los herederos
de Balbín. Hizo de la democracia su bandera, y la combinó con un
conjunto de propuestas de modernización de la sociedad y el
Estado, una reivindicación de los aspectos éticos de la política y un
discurso ganador, muy distinto del tradicional discurso radical, que
atrajeron al partido a una masa de afiliados y simpatizantes.
Radicales y peronistas cosecharon amplios apoyos y dejaron
poco espacio para otros partidos. A la derecha, como siempre, fue
difícil unificar las fuerzas. Muchas de ellas habían militado entre los
“amigos” del Proceso. El ingeniero Alsogaray fundó la Unión del
Centro Democrático y predicó el liberalismo económico ortodoxo,
pero sus mejores frutos vendrían años después. A la izquierda, el
Partido Intransigente logró reunir un amplio y heterogéneo
espectro de simpatizantes, que, aunque compartían muchas de sus
propuestas, eran reacios al dirigente radical.
Alimentados por la movilización de la sociedad y por esta
segunda y apacible primavera de los pueblos, los partidos, sin
embargo, tuvieron dificultades para dar completa cabida a las
múltiples demandas y no llegaron a constituir plenamente un
espacio de negociación de los intereses. Las organizaciones de
derechos humanos fueron cada vez más intransigentes en un
reclamo -la aparición con vida y el juicio y castigo a los
responsables- que los partidos intentaban traducir en términos
aceptables para el juego político. La misma dificultad se manifestó
respecto de los intereses sociales más estructurados, como los
sindicales o los empresarios, que prefirieron canalizar sus demandas
por los cauces corporativos tradicionales.
No era un problema inquietante por entonces, pues en la
sociedad se manifestaba una entusiasta adhesión a una democracia
que entendía como la primacía de la civilidad. Las formas de hacer
política del pasado reciente -la intransigencia de las facciones, la
subordinación de los medios a los fines, la exclusión del adversario,
el conflicto entendido como guerra- dejaban paso a otras en las que
se afirmaba el pluralismo, el respeto de las formas institucionales y
una subordinación de la práctica política a la ética. Celebrando la
novedad -en rigor, el país nunca había conocido una democracia
institucional de este tipo-, se valoró y hasta sobrevaloró la eficacia
de este instrumento. Para cuidarlo, nutrirlo y fortalecerlo, se puso
sobre todo el acento en el consenso alrededor de las reglas y en la
acción conjunta para la defensa del sistema. Se postergó una
dimensión esencial de la práctica política: la discusión de programas
y opciones, que necesariamente implican conflictos, ganadores y
perdedores, y se confió sólo en el poder de la civilidad unida. Esta
combinación de la valoración de la civilidad con un fuerte
voluntarismo derivó en un cierto facilismo, en una especie de
“democracia boba”, aséptica y conformista.
Los problemas se verían más adelante. Por el momento, la
civilidad vivió plenamente su ilusión, y acompañó al candidato que
mejor captó ese estado de ánimo colectivo. El peronismo encaró su
campaña con mucho del viejo estilo, convocando a la liberación
contra la dependencia, apeló a lo peor de su folclore político y pagó
los costos. Raúl Alfonsín, en cambio, recurrió en primer lugar a la
Constitución,
cuyo
Preámbulo
-seguramente
escuchado
por
primera vez por muchos de sus jóvenes adherentes- era un “rezo
laico”. Agregó una apelación a la transformación de la sociedad, que
definía como moderna, laica, justa y colaborativa. Estigmatizó al
régimen militar, aseguró que se haría justicia con los responsables y
denunció un espurio pacto de impunidad entre militares y
sindicalistas. Sobre todo aseguró que la democracia no sólo podía
resolver los problemas de largo plazo -los cincuenta años de
decadencia-,
sino
también
satisfacer
la
masa
de
demandas
acumuladas y prestas a plantearse. La mayoría de la sociedad le
creyó, y el radicalismo, con más de la mitad de los votos, superó
holgadamente al peronismo, que por primera vez en su historia
perdía una elección nacional. Una alegría profunda y sustantiva,
aunque un poco inconsciente, envolvió a sus seguidores y en alguna
medida a toda la civilidad, que por un momento olvidó cuántos
problemas quedaban pendientes y qué poco margen de maniobra
tenía el nuevo gobierno.
VIII. El impulso y su freno, 1983-1989
La ilusión democrática
El nuevo presidente, Raúl Alfonsín, asumió el 10 de diciembre de
1983 y convocó a una concentración en la Plaza de Mayo; para
marcar las continuidades y las rupturas con la tradición política
anterior, desechó los “históricos balcones” de la Casa Rosada y
eligió los del Cabildo. Como en 1916, la multitud que se volcó a las
calles sentía que la civilidad había alcanzado el poder. Pronto se
puso de relieve no sólo la capacidad de resistencia de los enemigos
juzgados vencidos, sino la dificultad para satisfacer el conjunto de
demandas de todo tipo que la sociedad había venido acumulando y
que esperaba ver resueltas de inmediato, quizá porque a la clásica
imagen del Estado providente se sumaba la convicción -alimentada
por el candidato triunfante- de que el retorno a la democracia
suponía la solución de todos los problemas.
Pero éstos subsistían, y sobre todo los económicos, aunque en la
campaña electoral se habló poco de ellos. Más allá de sus problemas
de fondo, la economía se encontraba desde 1981 en estado de
desgobierno y casi de caos: inflación desatada, deuda externa
multiplicada y con fuertes vencimientos inmediatos, y un Estado
carente de recursos, sin posibilidad de atender a los variados
reclamos de la sociedad, desde la educación o la salud hasta los de
carácter salarial de sus propios empleados, y aun con una fuerte
limitación en su capacidad para dirigir la crisis.
Esa
incertidumbre
acerca
de
la
capacidad
del
gobierno
democrático se extendía a los otros campos, donde los poderes
corporativos
-los
militares,
la
Iglesia,
los
empresarios,
los
sindicatos- habían demostrado tener una enorme fuerza. Pero casi
todos ellos habían quedado comprometidos con el régimen caído, o
salpicados por su derrumbe, y se encontraban a la defensiva. Sus
viejas solidaridades estaban rotas y faltaba un centro político que
articulara sus voces, de modo que debieron mantenerse a la
expectativa, sumándose al coro de alabanzas a la democracia
restaurada y rindiendo homenaje al nuevo poder democrático. El
adversario
político
principal
del
radicalismo
gobernante,
el
peronismo, vivía una fuerte crisis interna, latente desde antes de la
elección pero agudizada luego de lo que fue su primera derrota en
una elección presidencial. Mientras el sindicalismo peronista se
separaba de la conducción partidaria y ensayaba su propia estrategia
para enfrentar los embates del gobierno, el peronismo político
buscó sin éxito definir su perfil, atacándolo desde la derecha o desde
la izquierda, o desde ambos lados a la vez, como lo hacía el senador
Vicente Saadi.
El poder que administraba el presidente Alfonsín era, a la vez,
grande y escaso. El radicalismo había alcanzado una proporción de
votos sólo comparable con los grandes triunfos plebiscitarios de
Yrigoyen o Perón, y tenía mayoría en la Cámara de Diputados, pero
había perdido en el interior tradicional y no controlaba la mayoría
del Senado. Si el liderazgo de Alfonsín en su partido era fuerte, la
Unión Cívica Radical (UCR) constituía una fuerza no demasiado
homogénea, donde se discutieron y hasta se obstaculizaron muchas
de las iniciativas del presidente, quien prefirió rodearse de un grupo
de intelectuales y técnicos recientemente acercados a la vida
política, y de un grupo radical juvenil, la Coordinadora, que avanzó
con fuerza en el manejo del partido y del gobierno. Fuerte en la
escena política, el radicalismo no tenía, en cambio -más allá de las
adhesiones que inicialmente cosecha todo triunfador-, muchos
apoyos consistentes en el ámbito de los poderes corporativos, un
territorio donde sus adversarios peronistas se movían en cambio
con toda fluidez. El Estado -que debía librar sus combates contra
esos poderes y al que el gobierno no controlaba por completocarecía de eficiencia y aun de credibilidad para la sociedad.
Pero cuando asumió el gobierno, el presidente Alfonsín tenía
detrás de sí una enorme fuerza, cuya capacidad era aún una
incógnita: la civilidad, identificada toda ella, más allá de sus
opciones políticas, con la propuesta de construir un Estado de
derecho, al cual esos poderes corporativos debían someterse, y
consolidar un conjunto de reglas, capaces de zanjar los conflictos de
una manera pacífica, ordenada, transparente y equitativa. Era poco
y muchísimo: se trataba de una identidad política fundada en
valores éticos, que subsumía los intereses específicos de sus
integrantes, en muchos casos representados precisamente por
aquellas
corporaciones,
pero
que
en
el
entusiasmo
de
la
recuperación democrática quedaban postergados. Mucho más aún
que los gobernantes, la civilidad vivió la euforia y la ilusión de la
democracia, poderosa y “boba” a la vez. Con estos respaldos, en
cierto sentido fuertes y en otros débiles, el presidente debía elegir
entre gobernar activamente, tensando al máximo el polo de la
civilidad, lo que implicaba confrontar con intereses establecidos y
aun introducir fisuras en su frente de apoyo, o privilegiar las
soluciones consensuadas, los acuerdos con los poderes establecidos,
lo que implicaba postergar los problemas que requerían definiciones
claras. El gobierno eligió en general la primera línea, pero debió
aceptar la segunda cuando algunos fuertes golpes le demostraron los
límites de su poder. No obstante, hasta 1987 mantuvo la iniciativa,
buscando caminos alternativos y presentando ante cada contraste
nuevas
propuestas,
que
Alfonsín
sacaba
-decían
muchos
observadores- como de la galera de un mago.
En el diagnóstico de la crisis, los problemas económicos
parecían por entonces menos significativos que los políticos: lo
fundamental era eliminar el autoritarismo y encontrar los modos
auténticos de representación de la voluntad ciudadana. El gobierno
atribuyó una gran importancia, simbólica y real, a la política
cultural y educativa, destinada en el largo plazo a remover el
autoritarismo que anidaba en las instituciones, las prácticas y las
conciencias, representado en la difundida imagen del “enano
fascista”.
Coincidiendo
con
los
deseos
de
la
sociedad
de
participación y de ejercicio de la libertad de expresión y de opinión,
largamente
postergada,
las
consignas
generales
fueron
la
modernización cultural, la participación amplia y sobre todo el
pluralismo y el rechazo de todo dogmatismo.
En este terreno se avanzó inicialmente con facilidad: se
desarrolló un programa de alfabetización masiva, se atacaron los
mecanismos represivos que anidaban en el sistema escolar y se
abrieron los canales para discutir contenidos y formas -a veces
puestas en práctica con una alta dosis de utopismo y voluntarismo-,
lo que debía culminar en un Congreso Pedagógico que, como el de
cien años atrás, determinaría qué educación quería la sociedad. En
el campo de la cultura y de los medios de comunicación manejados
por el Estado, la libertad de expresión, ampliamente ejercida,
permitió un desarrollo plural de la opinión y un cierto “destape”,
para algunos irritante, en las formas y en los temas. En la
universidad y en el sistema científico del Estado volvieron los
mejores intelectuales e investigadores, cuya marginación había
comenzado en 1966. Aunque en muchas universidades los cambios
no fueron significativos, en otras, como la de Buenos Aires, hubo
profundas
transformaciones.
Estas
instituciones,
que
debieron
resolver el problema planteado por un masivo deseo de los jóvenes
de ingresar a ellas, se reconstruyeron sobre la base de la excelencia
académica y el pluralismo, y en algunos casos alcanzaron niveles de
calidad similares a los de su época dorada, a principios de la década
de 1960.
Además de volver a la vida académica, los intelectuales se
incorporaron a la política, y la política se intelectualizó. Su presencia
fue habitual en los medios de comunicación. Alfonsín recurrió a
ellos, como asesores o funcionarios técnicos, y su discurso, que
traducía en clave política lo que los académicos elaboraban, resultó
moderno, complejo y profundo, a tono con lo que en el mundo se
esperaba de un estadista. No fue el único -su más notorio
compañero en ese camino fue el peronista Antonio Cafiero- y la
discusión política adquirió brillo y, en menor medida, profundidad.
El punto culminante de esta modernización cultural fue la
aprobación de la ley que autorizaba el divorcio vincular -un tema
tabú- y posteriormente la referida a la patria potestad compartida,
que avanzaba en el proyecto de modernización de las relaciones
familiares, campo en el que la Argentina estaba sensiblemente
atrasada respecto de las tendencias mundiales. La ley sobre divorcio
fue sancionada a principios de 1987, luego de una breve pero
intensa discusión. Los sectores más tradicionales de la Iglesia
católica intentaron oponerse, con los mecanismos habituales de
presión y con manifestaciones en las que hasta la Virgen de Luján
fue sacada a la calle. Fracasaron, por el alto consenso existente
alrededor de la nueva norma, incluso entre sectores católicos,
preocupados quizá por las consecuencias familiares de una práctica
ya habitual en sus propios círculos. En cambio, la Iglesia se movilizó
con éxito alrededor del Congreso Pedagógico -cuestión que le
interesaba de manera directa y profunda, por su fuerte participación
en la educación privada- defendiendo, paradójicamente, contra un
supuesto avance estatal, el pluralismo y la libertad de conciencia.
La Iglesia, que en 1981 se había definido por la democracia aunque sin hacer la crítica de su relación con el gobierno militar-,
fue evolucionando hacia una creciente hostilidad al gobierno
radical, irritada por su escasa injerencia -al menos, menor a sus
aspiraciones- en el área de la enseñanza privada, la sanción de la ley
de divorcio y el tono en general laico del discurso cultural que
circulaba por las instituciones y los medios del Estado. Confluyeron
a ello un cambio en el equilibrio interno del episcopado local y la
orientación general impresa a la Iglesia por el papa Juan Pablo II,
decidido a dar una batalla por la integridad de la comunidad
católica que tenía su centro precisamente en lo cultural. Ese
combate, asumido por los obispos locales más conservadores, les
permitió empezar a reconstruir su arco de solidaridades con otros
integrismos deseosos de volver. Enfrentado de manera creciente con
el gobierno radical -el presidente respondió de manera enérgica en
un templo a las opiniones políticas de un obispo, que además era
vicario castrense-, este sector de la Iglesia, que paulatinamente
empezaba a dominar en ella, asumió el papel de censor social, con
un discurso de combate. La democracia -decían- resultaba ser el
compendio de los males del siglo: la droga, el terrorismo, la
pornografía o el aborto.
El discurso ético, centrado en los valores de la democracia, la
paz, los derechos humanos, la solidaridad internacional y la
independencia de los Estados, fue puesto al servicio de una
reinserción
del
país
en
la
comunidad
internacional,
que
recientemente había censurado y hasta aislado al régimen militar.
Pronto, la oveja negra se convirtió en el hijo pródigo; los éxitos en
este terreno, expresados en la gran popularidad alcanzada por el
presidente en distintos lugares del mundo, fueron utilizados para
afianzar y fortalecer las instituciones democráticas locales, todavía
precarias. Con esos criterios se encararon las principales cuestiones
pendientes, con Chile por el Beagle y con Gran Bretaña por las
Malvinas. En el primer caso, el laudo papal, que los militares habían
considerado inaceptable pero sin atreverse a rechazarlo, fue
asumido
como
la
única
solución
posible
para
el
gobierno
democrático, que necesitaba reafirmar los valores de la paz y
eliminar un conflicto capaz de mantener vivo el militarismo. Para
doblegar las resistencias internas a su aprobación -nutridas en el
tradicional nacionalismo y en un reluctante belicismo-, se convocó
a un referéndum popular no vinculante, que corroboró el amplio
consenso existente para esa solución pacífica e inmediata. Aun así,
la aprobación por el Senado -donde el peronismo tenía la mayoríase logró por el mínimo margen de un voto. En el caso de las
Malvinas, donde la torpeza militar había llevado a la pérdida de lo
largamente ganado en la opinión pública internacional y en las
negociaciones
bilaterales,
también
se
recuperó
terreno:
las
votaciones en las Naciones Unidas, instando a las partes a la
negociación, fueron cada vez más favorables, incluyeron a las
principales potencias occidentales y aislaron al gobierno británico.
Sin embargo, la expectativa de que ello sirviera para convencerlo de
la conveniencia de iniciar una negociación que incluyera de alguna
manera el tema de la soberanía resultó totalmente defraudada.
Asociada con otros países que acababan de retornar a la
democracia -Uruguay, Brasil, Perú-, la Argentina se propuso
mediar en el conflicto en Centroamérica, y sobre todo en la cuestión
de Nicaragua. Se trataba de aplicar los principios éticos y políticos
generales, y también de evitar los riesgos internos que podía
acarrear uno de los episodios finales de la Guerra Fría. En
discrepancia con Estados Unidos, pero aprovechando su buena
voluntad hacia las democracias restauradas, logró que al final se
alcanzara una solución relativamente equitativa. Actuando con
independencia,
dialogando
reivindicando
los
con
principios
los
pero
países
no
alineados,
absteniéndose
de
los
enfrentamientos más duros -por ejemplo, constituir un “club de
deudores” para negociar la deuda externa-, el gobierno argentino
mantuvo una buena relación con el estadounidense, que respaldó
con firmeza las instituciones democráticas, cortó toda vinculación
con militares nostálgicos y apoyó luego los diversos intentos de
estabilización de la economía.
La corporación militar y la sindical
En el terreno cultural y en el de las relaciones exteriores, el gobierno
radical pudo avanzar con relativa facilidad, pero el camino se hizo
más empinado cuando afrontó los problemas de las dos grandes
corporaciones
cuyo
pacto
había
denunciado
en
la
campaña
electoral: la militar y la sindical. En los dos terrenos, pronto quedó
claro que el poder del gobierno era insuficiente para forzar a ambas
a aceptar sus reglas.
El grueso de la sociedad, que había empezado condenando a los
militares por su fracaso en la guerra, se enteró de manera
abrumadora de aquello que hasta entonces había preferido ignorar:
las atrocidades de la represión, puestas en evidencia por un alud de
denuncias judiciales, por los medios de comunicación y, sobre todo,
por el cuidadoso informe realizado por la Comisión Nacional sobre
la
Desaparición
de
Personas
(CONADEP),
constituida
por
el
gobierno con personalidades independientes, y presidida por el
escritor Ernesto Sábato. Su texto, difundido masivamente con el
título de Nunca más, resultó incontrovertible, aun para quienes
querían justificar a los militares. En la sociedad se manifestaron
algunas confusiones y ambigüedades: ¿eran culpables de haber
hecho la guerra de Malvinas, o tan sólo de haberla perdido?; ¿eran
culpables de haber torturado, o simplemente de haber torturado a
inocentes? Pero la inmensa mayoría los repudió en forma masiva, se
movilizó y exigió justicia, amplia y exhaustiva, y castigo a los
culpables.
La derrota en la guerra de Malvinas, el rotundo fracaso político,
las divisiones entre las fuerzas, los propios cuestionamientos
internos, que afectaban la organización jerárquica, todo ello
debilitaba la institución militar, que, sin embargo, no había sido
expulsada del poder. Como se repetía por entonces, en la Argentina
no había habido una toma de la Bastilla. Pronto, la solidaridad
corporativa de los militares se reconstituyó en torno de lo que
reivindicaban como su éxito: la victoria en la “guerra contra la
subversión”. Rechazaron la condena de la sociedad, recordaron que
su acción contó con la complacencia generalizada, incluso de los
políticos luego sumados al coro de los detractores, y que a lo sumo
estaban dispuestos a admitir “excesos” propios de una “guerra
sucia”.
En los años del Proceso, el presidente Alfonsín había estado
entre los más enérgicos defensores de los derechos humanos, y
había hecho de ellos una bandera durante la campaña, en la que
también fustigó duramente a la corporación militar. Sin duda
compartía
los
reclamos
generalizados
de
justicia,
pero
se
preocupaba también por encontrar la manera de subordinar a las
Fuerzas Armadas al poder civil, de una vez y para siempre. Para ello
proponía algunas distinciones, lógicas pero difíciles de ser admitidas
por la sociedad movilizada, y en particular por las organizaciones de
derechos humanos: separar el juicio a los culpables del juzgamiento
a la institución, que era y seguiría siendo parte del Estado, y poner
límite a aquel juicio, deslindando responsabilidades y distinguiendo
entre quienes dieron las órdenes que condujeron a la masacre,
quienes se limitaron a cumplirlas y quienes se excedieron,
cometiendo delitos aberrantes. Se trataba de concentrar el castigo en
las cúpulas y en las más notorias bétes noires, y aplicar al resto el
criterio de la obediencia debida. Sobre todo, el gobierno confiaba en
que las propias Fuerzas Armadas se comprometieran con esta
propuesta, intermedia entre las demandas de la civilidad y la
postura dominante entre los militares, que asumieran la crítica de
su propia acción y procedieran a su depuración, castigando a los
máximos culpables. Para ello, se procedió a reformar el Código de
Justicia Militar, estableciendo una primera instancia castrense y otra
civil, y se dispuso el enjuiciamiento de las tres primeras Juntas
Militares, a las que se sumó la cúpula de las organizaciones armadas
Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) (de hecho, extinguida) y
Montoneros.
Se
trataba
de
transitar
un
difícil
camino
entre
dos
intransigencias. El primer contratiempo sobrevino cuando se hizo
evidente que los militares se negaban a revisar su acción y a juzgar a
sus jefes: a fin del año 1984, cuando se sentían los primeros
remezones en los cuarteles, los tribunales castrenses proclamaron la
corrección de lo actuado por las juntas, y entonces el Ejecutivo
trasladó las causas judiciales a la Cámara Federal de la Capital. En
abril de 1985, en un clima mucho más agitado aún, comenzó el
juicio público de los excomandantes. El juicio, que duró hasta fin de
año, terminó de revelar las atrocidades de la represión, pero mostró
una cierta pérdida de militancia de la civilidad, mientras las
organizaciones defensoras de los derechos humanos hacían oír una
voz cada vez más dura e intransigente. Comenzaron a escucharse
otras
voces,
hasta
entonces
prudentemente
silenciadas,
que
defendieron la acción de los militares y reclamaron su amnistía. A
fin de 1985, poco después de que el gobierno ganara las elecciones
legislativas, se conoció el fallo de la Cámara Penal, que condenó a
los excomandantes, negó que hubiera habido guerra alguna que
justificara su acción, distinguió entre las responsabilidades de cada
uno de ellos y dispuso continuar la acción penal contra los demás
responsables de las operaciones. La Justicia había certificado la
aberrante conducta de los jefes del Proceso, había descalificado
cualquier justificación y los militares habían quedado sometidos a la
ley civil. Esta circunstancia fue absolutamente excepcional, y en ese
sentido fue un fallo ejemplar y un fundamento notable para el
Estado de derecho que la democracia se proponía establecer. Pero
no clausuraba el problema pendiente entre la sociedad y la
institución militar, sino que lo mantenía abierto.
De ahí en más, la Justicia siguió activa, dando curso a las
múltiples
denuncias
contra
oficiales
de
distinta
graduación,
citándolos y encausándolos. La convulsión interna de las Fuerzas
Armadas, y muy especialmente del Ejército, tuvo un nuevo eje: ya
no se trataba tanto de la reivindicación global como de la situación
de los citados por los jueces, oficiales de menor graduación y en
actividad, que no se consideraban los responsables, sino los
ejecutores de lo imputado. El gobierno, por su parte, inició un largo
y desgastante intento de acotar y poner límites a la acción judicial,
para así contener ese clima de fronda que fermentaba en los
cuarteles,
alimentado
por
una
solidaridad
horizontal
que
desbordaba la estructura jerárquica. Se trataba de una decisión
política, ni ética ni jurídica, basada en un cálculo de fuerzas que
demostró ser bastante ajustado, materializada sucesivamente en las
leyes llamadas de Punto Final y de Obediencia Debida. La primera,
sancionada a fines de 1985, ponía un límite temporal de dos meses a
las citaciones judiciales, pasado el cual ya no habría otras nuevas.
Nadie acompañó al gobierno en la sanción de esta ley: la derecha,
peronista o liberal, porque era partidaria de una amnistía completa;
los sectores progresistas, incluyendo al peronismo renovador, por
no cargar con sus costos políticos. Éstos fueron altos, y sus
resultados terminaron siendo contraproducentes, pues sólo se logró
un alud de citaciones judiciales y enjuiciamientos que en lugar de
aligerar el problema lo agudizaron.
En ese contexto, se llegó al episodio de Semana Santa de 1987.
Un grupo de oficiales, encabezado por el teniente coronel Aldo
Rico, se acuarteló en Campo de Mayo, exigiendo una solución
política a la cuestión de las citaciones y, en general, una
reconsideración de la conducta del Ejército, a su juicio injustamente
condenado. No se trataba de los típicos levantamientos de los
anteriores 50 o 60 años, pues los oficiales amotinados no
cuestionaban el orden constitucional, sino que reclamaban al
gobierno que solucionara el problema de un grupo de oficiales.
Tampoco tuvieron, a diferencia de todos aquellos levantamientos
anteriores, el respaldo de sectores civiles, que normalmente eran los
motores de los golpes. Cuestionaban en cambio, y con vehemencia,
a la propia conducción del Ejército: los generales que descargaban
sus responsabilidades en los subordinados, y que además eran
responsables de la derrota en Malvinas y de la “entrega” del país a
los intereses extranjeros. Pues los amotinados asumieron las
consignas del nacionalismo fascistizante, así como formas de acción
en verdad subversivas del orden militar, movilizando a las bases -es
decir, a los oficiales de baja graduación- y proclamándose como la
conducción de lo que llamaron el auténtico Ejército nacional.
Frente a ellos, la reacción de la sociedad civil fue unánime y
masiva. Todos los partidos políticos y todas las organizaciones de la
sociedad -patronales, sindicales, culturales, civiles de todo tipomanifestaron activamente su apoyo al orden institucional, firmaron
un Acta de Compromiso Democrático -que incluía desde las
organizaciones empresarias hasta a los dirigentes de izquierda- y
rodearon al gobierno. La reacción masiva e instantánea permitió
evitar deserciones o ambigüedades, y cortó toda posibilidad de
apoyo civil a los amotinados. La civilidad se movilizó, llenó las
plazas del país y se mantuvo en vigilia durante los cuatro días que
duró el episodio. Muchos de ellos estaban dispuestos a marchar
sobre Campo de Mayo. La tensión del polo civil -que en el fondo
era el gran respaldo del gobierno- fue máxima. Alcanzó para
detener un ataque directo a la institucionalidad, pero no fue
suficiente para lograr que los militares se doblegaran ante la
sociedad. Aunque el motín suscitó pocas adhesiones explícitas entre
los militares, en el fondo todos acordaban con sus camaradas
“carapintadas”: ninguno de ellos estuvo dispuesto a disparar un tiro
para obligarlos a deponer su actitud.
Durante las cuatro tensas jornadas hubo muchas negociaciones,
pero éstas no se concretaron hasta que Alfonsín -quien presidía la
gran concentración cívica de Plaza de Mayo- no se entrevistó con
los amotinados en Campo de Mayo. Se llegó a un extraño acuerdo.
El gobierno sostuvo que haría lo que ya había decidido hacer -lo
que luego sería la ley de obediencia debida, que exculpaba
masivamente a los subordinados- y los amotinados no impusieron
ninguna condición y aceptaron la responsabilidad de su acción. Sin
embargo, pareció una claudicación del gobierno, en parte porque
así lo presentaron tanto los “carapintadas” amotinados como la
oposición política, que no quiso asumir ninguna responsabilidad en
el acuerdo. Pero pesó mucho más el desencanto, la evidencia del fin
de la ilusión: la civilidad era incapaz de doblegar a los militares. Para
buena parte de la sociedad, era el fin de la ilusión de la democracia y
el comienzo de una prolongada desilusión. Para el gobierno, el
fracaso de su intento de resolver de manera digna el enfrentamiento
del Ejército con la sociedad y el comienzo de un largo y desgastante
calvario.
Comparativamente, el combate con la corporación sindical, que
tuvo resultados similares, fue mucho menos heroico. El poder de los
sindicalistas, restaurado en parte al final del gobierno militar, se
hallaba debilitado por la derrota electoral del peronismo -en cuya
conducción los dirigentes sindicales tenían un peso importante- y
en general por el repudio de la sociedad a las viejas prácticas de la
corporación, que habían aflorado durante la campaña, a lo que
debía sumarse la profunda división existente entre los dirigentes.
Por otra parte, su situación era institucionalmente precaria: buena
parte de la legislación que normaba la acción gremial había sido
barrida
por
el
régimen
intervenidos,
y
en
otros
militar;
los
muchos
dirigentes
sindicatos
sólo
tenían
estaban
títulos
provisionales, o mandatos prorrogados desde 1975, de modo que la
normalización electoral debía ser inmediata.
El gobierno se propuso aprovechar esa debilidad relativa, así
como el respaldo de la civilidad, que, según juzgaba, debía incluir
sectores no desdeñables de trabajadores, cuya voluntad participativa
se manifestaba claramente. Se lanzó a democratizar los sindicatos,
para abrir las puertas a un espectro más amplio de corrientes. El
ministro Antonio Mucci -un veterano sindicalista de origen
socialista- proyectó una ley de normalización institucional de los
sindicatos que incluía el voto secreto, directo y obligatorio, la
representación de las minorías, la limitación de la reelección y,
sobre todo, la fiscalización de los comicios por el Estado. Se trataba
de un desafío frontal, ante el cual se unificaron todas las corrientes
del peronismo, gremial y político: en marzo de 1984 la ley fue
aprobada en la Cámara de Diputados, pero el Senado la rechazó, por
un único pero decisivo voto. De inmediato el gobierno arrió
banderas, puso a funcionarios más flexibles al frente de la
negociación con los gremialistas y acordó con ellos nuevas normas
electorales. A mediados de 1985 se habían normalizado los cuerpos
directivos de los sindicatos, y aunque las listas de oposición habían
ganado algunos lugares, en lo esencial las viejas direcciones
resultaron confirmadas.
El impulso civil y democrático había experimentado un
temprano y fuerte contraste ante el poder sindical reconstituido,
que apoyándose en las crecientes dificultades económicas se
enfrentó sistemáticamente con el gobierno. Entre 1984 y 1988,
cuando decidió concentrar su atención en la campaña electoral, la
Confederación General del Trabajo (CGT) organizó trece paros
generales contra el gobierno constitucional, cifra que contrastaba
con la escasa movilización en tiempos del anterior gobierno militar.
Salvo el breve período posterior a junio de 1985, cuando el gobierno
obtuvo un respaldo importante de la sociedad para su plan
económico, convalidado en la excelente elección de noviembre, la
presión de la CGT fue intensa. Se apoyó en las indudables tensiones
sociales generadas por la inflación -que llevaba a una permanente
lucha por mantener el salario real- y más tarde en los comienzos del
ajuste del sector estatal, que movilizó particularmente a los
empleados públicos. Pero su carácter fue dominantemente político.
Los
sindicalistas
lograron
expresar
de
manera
unificada
el
descontento social, e integrar a sectores no sindicalizados, como los
jubilados, pero también establecieron alianzas tácticas con los
empresarios, la Iglesia y los grupos de izquierda. Los reclamos
fueron poco coherentes -incluían desde las aspiraciones más
liberales del establishment económico hasta pedidos de ruptura con
el Fondo Monetario Internacional (FMI)-, pero se unificaban en un
común ataque contra el gobierno, que incluyó en algún momento
de exaltación el reclamo de que “se vayan”.
La CGT no rehusó participar en las instancias de concertación
que abrió el gobierno, pero lo hizo con el estilo que había
desplegado exitosamente entre 1955 y 1973: negociar y golpear,
conversar y abandonar la negociación con un “portazo”, lo cual
permitió unir y galvanizar las fuerzas propias, que en otros aspectos
presentaban profundas diferencias. Su secretario general, Saúl
Ubaldini, proveniente de un pequeño sindicato, fue la figura
característica de esta etapa, no sólo por su peculiar estilo político,
adecuado para sellar el arco de alianzas del mundo del trabajo y la
pobreza, sino sobre todo porque su escasa fuerza propia lo convertía
en punto de equilibrio entre las distintas corrientes en que se dividía
el sindicalismo.
El gobierno, que abrió permanentemente los espacios para el
diálogo y la concertación, pero sin poner en discusión los
lincamientos de la política económica, pudo resistir bien el fuerte
embate sindical, pese a los inconvenientes que significaba para la
estabilización económica, en tanto contó con el apoyo consistente
de la civilidad y la escasa presión de otras fuerzas corporativas. A
principios de 1987 la apertura de distintos frentes de oposición, y
muy particularmente el militar, impulsaron al gobierno a una
maniobra audaz: concertar con un grupo importante de sindicatos los “15”, que incluían a los más importantes de la actividad privada
y de las empresas del Estado- y nombrar a uno de sus dirigentes en
el cargo de ministro de Trabajo. El acuerdo era transparente, e
incluía la sanción del conjunto de leyes que organizaba la actividad
sindical -de asociaciones profesionales, de convenciones colectivas,
de obras sociales, controladas por los sindicatos- en términos
similares a los de 1975. A cambio de esas importantes concesiones,
el gobierno -que sacrificaba principios enunciados largamenteobtenía poco: una relativa tregua social, pues la oposición sindical
quedó profundamente dividida, y un eventual apoyo político, que
en rigor nunca se concretó. Quizá, también, un respaldo frente al
embate de la corporación militar, que no debía darse por
descontado. Luego de la victoria del peronismo en la elección de
septiembre de 1987, los sindicalistas abandonaron el gobierno. Pero
con la nueva legislación, el poder de la corporación sindical quedaba
reconstituido por completo y la ilusión de la civilidad democrática
de someterlos a sus reglas se desvanecía.
El Plan Austral, la inflación y la crisis del Estado
La cuestión económica, que al principio pareció mucho menos
urgente que los problemas políticos, era extremadamente grave y
condicionó las políticas del gobierno. La inflación, un problema
endémico, se había acelerado desde mediados de 1982. Todos los
actores habían incorporado el supuesto de la incertidumbre a sus
prácticas, y la gente especulaba incluso para defender modestos
ingresos. Junto con el déficit fiscal y la deuda externa, que seguía
creciendo, constituía la parte más visible del problema. Se
prolongaba en una economía estancada desde principios de la
década, cerrada e ineficiente y muy vulnerable en lo externo.
Escaseaban los empresarios dispuestos a arriesgar y apostar al
crecimiento, y los grupos económicos más concentrados -que
absorbían una buena porción de los recursos del Estado- podían
bloquear los intentos que eventualmente el gobierno hiciera para
modificar su situación privilegiada.
El flujo de capitales se había cortado desde 1981, pero la deuda
externa siguió creciendo por la elevación de los intereses, y al fin de
la década duplicó con exceso los valores de 1981. El Estado, que en
1982 había asumido la deuda en dólares de los particulares, cargaba
con el pago de unos servicios que insumían buena parte de sus
ingresos
corrientes.
Esas
obligaciones
se
refinanciaban
con
frecuencia, pero sólo cuando se contó con la buena voluntad del
FMI, que a cambio presionaba para la adopción de políticas que
priorizaran la capacidad de pago del gobierno. El pago de los
servicios era un componente muy importante del déficit fiscal.
Sobre cuáles eran las otras causas, había un debate en parte
ideológico y en parte de intereses. Los críticos liberales -muy
escuchados por los empresarios- culpaban a la emisión monetaria y
a los gastos estatales excesivos, particularmente en el empleo.
También apuntaban a los gastos sociales, acrecentados por la
prometida satisfacción de muchas demandas acumuladas. Otros
comenzaban a señalar a las subvenciones de todo tipo otorgadas a
distintos sectores empresarios, a veces como parte de políticas
generales de promoción y otras como resultado de eficaces
presiones de los interesados.
Esa masa de gastos debía afrontarse con recaudaciones en baja,
mermadas por la inflación y la indisciplina de los contribuyentes. El
Estado tenía poco crédito externo, y el interno escaseaba porque
todo el mundo transformaba sus ahorros en dólares. Tampoco
había grandes masas de recursos acumulados de los que apropiarse,
como antaño lo habían sido los excedentes del comercio exterior o
las cajas de jubilaciones. El Estado sólo podía salir del paso
emitiendo dinero, lo que producía más inflación, distorsionaba la
economía, afectaba la recaudación fiscal y, finalmente, la propia
capacidad del Estado, ya menguada por el deterioro de su
burocracia y de sus agencias.
Las soluciones de fondo -ya instaladas en la discusión mundialfueron postergadas por el gobierno de Alfonsín, cuya prioridad era
consolidar la endeble democracia institucional. El gobierno evitó
tomar decisiones que dividieran al campo de la civilidad, su gran
apoyo, o que significaran costos elevados para el conjunto de la
sociedad. La necesidad de una reforma profunda del Estado
tampoco era evidente desde la perspectiva del radicalismo, que
compartía con el peronismo la visión acerca de sus obligaciones
sociales. Por otra parte, si esas reformas habrían de tener un sentido
democrático, equitativo y justo, era necesario un poder estatal fuerte
y sólidamente respaldado, que primero debía ser reconstruido y
consolidado en lo político y en lo institucional.
Durante el primer año del gobierno radical, la política
económica del ministro Bernardo Grinspun se ajustó a las fórmulas
dirigistas y redistributivas clásicas, similares a las aplicadas entre
1963 y 1966, que en sus rasgos generales el radicalismo compartía
con el peronismo histórico. La mejora en la remuneración de los
trabajadores, junto con créditos ágiles a los empresarios medios,
sirvió para la reactivación del mercado interno y la movilización de
la capacidad ociosa del aparato productivo. La política incluía el
control estatal del crédito, el mercado de cambios y los precios, y se
completaba con importantes medidas de acción social, como el
Programa
Alimentario
Nacional
(PAN),
que
proveyó
de
las
necesidades mínimas a los sectores más pobres, afectados por la
recesión y el desempleo. Con todo ello se apuntaba a mejorar la
situación de los sectores medios y populares y a satisfacer las
demandas de justicia y equidad social, que habían sido banderas en
la campaña electoral.
Pero empresarios y sindicalistas convergieron en la crítica a esta
política. Los empresarios cuestionaron en general el gasto y la
intervención estatal, aunque cada uno hizo salvedad de aquellas
políticas que lo beneficiaban directamente. La CGT se movilizó tanto
por razones sindicales como políticas, pues era la columna vertebral
de la oposición peronista. Aunque sus acuerdos eran mínimos,
coincidieron en hacer fracasar la política de concertación sectorial a
la que habían apostado Grinspun y su equipo.
El gobierno debió afrontar ese juego de pinzas de los dos
grandes actores corporativos y la puja desatada por la distribución
del ingreso, que la inflación agudizaba. Todo ponía de manifiesto la
insuficiencia de una política que no tomaba en cuenta la radical
transformación de las condiciones de la economía luego de 1975, y
en especial el déficit fiscal y el deterioro del aparato productivo y su
incapacidad para reaccionar eficientemente ante los estímulos de la
demanda. Con la deuda externa -que afectaba tanto el balance fiscal
como la autonomía de las decisiones-, se osciló entre dos caminos,
que reflejaban el espíritu del impulso democrático de la hora. Se
trató de lograr la buena voluntad de los acreedores, con el
argumento de que las jóvenes democracias debían ser protegidas, y
también se los amenazó con la constitución de un “club de
deudores” latinoamericano, que repudiara la deuda en conjunto.
Ambos resultaron igualmente inconducentes.
A principios de 1985, cuando la inflación amenazaba desbordar
en una hiperinflación, la conflictividad social se agudizaba y los
acreedores
externos
hacían
sentir
en
forma
enérgica
su
disconformidad, el presidente Alfonsín reemplazó a su ministro de
Economía por Juan Sourrouille, un economista recientemente
acercado al radicalismo, que lo acompañó casi hasta el final de su
gobierno. Por esos meses se sumó otro elemento conflictivo: la
agitación militar, en vísperas del inicio del juicio a las Juntas. A fines
de abril se denunció un posible intento de golpe de Estado contra la
frágil democracia: la civilidad, convocada a la Plaza de Mayo para
defender al gobierno, recibió el sorpresivo anuncio del inicio de una
“economía de guerra”. El 14 de junio de 1985, Sourrouille anunció
el nuevo plan económico, bautizado como Plan Austral.
Su objetivo era superar la coyuntura adversa y estabilizar la
economía en el corto plazo a través de un fuerte shock, de modo de
crear las condiciones para poder proyectar transformaciones más
profundas. Lo primero era detener la inflación, reduciendo las
expectativas
inflacionarias
que
la
impulsaban.
Se
congelaron
simultáneamente precios, salarios y tarifas de servicios públicos, se
regularon los cambios y las tasas de interés, se suprimió la emisión
monetaria para equilibrar el déficit fiscal -lo que suponía asumir
una rígida disciplina en gastos e ingresos- y se eliminaron los
mecanismos de indexación desarrollados durante la etapa de alta
inflación y responsables de su mantenimiento inercial. Como
símbolo del inicio de una nueva etapa, se cambió la moneda y el
peso argentino fue reemplazado por el austral
El ministro Sourrouille estuvo acompañado por un equipo
técnico de excelente nivel, que no venía de la UCR. Al decidido
apoyo del presidente sumó un respaldo amplio en toda la sociedad,
pues pronto logró frenar la inflación, sin afectar específicamente a
ningún sector. No hubo caída de la actividad ni desocupación, que
con frecuencia acompañaban los planes de estabilización, pero
tampoco se afectó a los sectores empresariales, incluyendo a los que
medraban con el Estado. El ajuste fiscal fue sensible pero no
dramático: los salarios de los empleados estatales fueron congelados
más estrictamente que los del sector privado, pero no hubo
despidos; la recaudación mejoró, por la fuerte reducción de la
inflación, sumado a algunos impuestos excepcionales, aunque no
hubo drásticas reducciones en los gastos del Estado. Los acreedores
externos apreciaron la manifiesta intención del gobierno de cumplir
los compromisos, la mejora de las finanzas estatales y, sobre todo, el
firme apoyo que el plan recibió tanto del gobierno estadounidense
como
de
las
principales
instituciones
financieras
mundiales.
También fue apoyado por los “capitanes de industria”, el núcleo de
los
grandes
empresarios
-Bulgheroni,
Macri,
Rocca,
Pérez
Companc, Pescarmona- que incluía a los contratistas del Estado y a
los beneficiaros de los diversos regímenes de promoción. El
gobierno mantuvo todos los mecanismos de promoción -incluso los
más
claramente
prebendarlos-
y
agregó
otros
nuevos,
para
estimular las exportaciones industriales, cuyo incremento debería
ayudar a mejorar el balance de pagos. A cambio esperaba su
colaboración para mantener estables los precios, y también que
repatriaran sus capitales y los invirtieran en el país.
Se trataba del “plan de todos”, quizá la más pura de las
realizaciones de la ilusión democrática: entre todos, con solidaridad
y sin dolor, se podían solucionar los problemas más complejos, aun
aquellos que implicaban choques de intereses más profundos. El
gobierno obtuvo su premio en las elecciones parciales de noviembre
de 1985: apenas seis meses después de que el país estuviera al borde
del caos, logró un claro éxito electoral que significaba el apoyo
general de la civilidad a la política económica. La novedad estaba,
sin embargo, en que en la preocupación general las cuestiones
económicas, principalmente la inflación, habían pasado al primer
plano, de modo que en lo sucesivo serían la medida de los éxitos y
de los fracasos del gobierno.
La placidez duró poco. Ya desde fines de 1985, se advirtió la
vuelta incipiente de la inflación, que el gobierno debió reconocer en
abril de 1986 con un “sinceramiento” y ajuste parcial. Influyó el
derrumbe de los precios mundiales de los cereales, que obligó al
Estado a eliminar una fuente de ingresos -las retenciones a las
exportaciones-, pues los productores rurales estaban al borde de la
ruina. Tampoco hubo inversiones significativas de los grandes
empresarios, que aceptaron los beneficios recibidos sin dar mucho a
cambio. A esto se sumó el aflojamiento de la disciplina social
requerida por el plan, muy sensible a cualquier modificación de los
precios
relativos.
realimentaron
la
Renacieron
inflación:
la
las
CGT,
pujas
sectoriales,
embanderada
contra
que
el
congelamiento salarial, que afectaba sobre todo a los empleados
estatales, y los empresarios, liderados por los productores rurales,
que se movilizaron contra el congelamiento de precios. Esta vez,
ambos coincidían en un reclamo común contra el Estado. La
reaparición tan rápida de los viejos problemas indicaba que, en el
fondo, nada había cambiado demasiado. El plan, eficaz para la
estabilización rápida, no preveía cambiar las condiciones de fondo,
o intentaba hacerlo con ajustes que no supusieran ni dolores ni
conflictos.
Desde fines de 1986 el gobierno comenzó a considerar la
posibilidad de reformas mayores, en particular en la relación de
colusión del Estado con un conjunto de empresas beneficiarías de
diversas prebendas. El problema venía de antiguo, y derivaba de las
políticas industrialistas y desarrollistas de la posguerra. Los distintos
regímenes de promoción, basados originariamente en criterios de
interés general, se fueron convirtiendo en prebendas que favorecían
a grupos con capacidad para presionar al gobierno y hasta de dirigir
sus decisiones. Las prebendas florecieron en los años sesenta y
setenta, y siguieron creciendo después de 1976. Las empresas del
Estado, donde medraban los contratistas, sumaban otro elemento
en la conformación del considerable déficit fiscal: el sobreempleo,
fruto de su larga relación de colusión con los sindicatos. Pablo
Gerchunoff estimó que ese conjunto de “asistencias”, que explicaba
el déficit fiscal, insumía hasta el 10% del producto bruto interno.
El gobierno exploró distintos caminos para atacar el problema.
Hubo un proyecto para unificar y disciplinar su manejo financiero,
y otro para incorporar empresas extranjeras al manejo de la
Empresa Nacional de Telecomunicaciones (ENTEL) y de Aerolíneas
Argentinas.
Se
intentó
reactivar
la
inversión
extranjera,
especialmente en el área petrolera -el presidente Alfonsín anunció
este plan en Houston-, y también se esbozaron planes de reforma
fiscal más profunda y de desregulación de la economía. Todo ello
chocaba con ideas y convicciones muy firmes en la sociedad,
arraigadas tanto en el peronismo como en el propio partido
gobernante, de donde surgieron bloqueos a estas iniciativas. Sobre
todo, cualquiera de estos rumbos hubiera significado, a diferencia
del Plan Austral, enfrentarse con alguno de los fuertes intereses
constituidos, o también hacer cargar al grueso de la sociedad con los
costos de la reforma. A medida que se hacía más clara la necesidad
de encarar soluciones de fondo, el gobierno radical descubría que
sus bases de apoyo eran más tenues.
No era fácil mantener un rumbo reformista consecuente y a la
vez sortear las fuertes dificultades coyunturales. Los proyectos
reformistas estaban en sintonía con los reclamos del FMI -cuya
buena voluntad era indispensable a medida que aumentaba el
incumplimiento de los pagos externos- y también con el ánimo
crecientemente liberal de los empresarios. Pero la conversión de esa
sintonía en apoyos políticos concretos no era automática. Como ya
se dijo, a principios de 1987, cuando volvió a agudizarse la
conflictividad social, el gobierno decidió incorporar a hombres de
los sindicatos más importantes y de los grandes empresarios. Un
sindicalista se hizo cargo del Ministerio de Trabajo, un político
radical de militancia en las asociaciones rurales fue nombrado
secretario de Agricultura y un grupo de dirigentes de las grandes
empresas ligadas a los contratos estatales se incorporó a la dirección
de las empresas públicas. Se renunciaba así al propósito de controlar
desde el Estado a los poderes corporativos.
En lo inmediato, se consiguieron réditos políticos importantes.
Hubo una tregua social, y cuando en abril de 1987 los militares
desafiaron al poder civil, por primera vez desde 1930 no
encontraron ningún apoyo en la sociedad. En cierto sentido, la
institucionalidad democrática se salvó, a costa de renunciar a la
posibilidad de una reforma estatal más profunda y democrática.
Ninguno de los grupos convocados dejó de perseguir sus propios
objetivos. Los sindicalistas reforzaron su poder y neutralizaron los
proyectos de flexibilización laboral, alentados por los empresarios.
Éstos lograron ventajas específicas, como la participación en la
explotación de las reservas de Yacimientos Petrolíferos Fiscales
(YPF). Pero no acompañaron otras reformas, como la privatización
de las empresas públicas, que afectaban los subsidios y las ventajas
de cada uno, pues aunque creían en general en las virtudes del
liberalismo económico, cada uno reclamó que se mantuvieran sus
privilegios particulares.
En septiembre de 1987, luego de la derrota electoral, la posición
del gobierno se debilitó aceleradamente. En noviembre, los
gremialistas se alejaron del gabinete. El peronismo, sobre todo,
apuntando con nuevo optimismo a las elecciones presidenciales de
1989, se negó a respaldar reformas cuyo costo social era evidente.
De ese modo, la proyectada reconciliación con las corporaciones,
que supuso un fuerte deterioro de la imagen del gobierno radical
ante la civilidad, tampoco rindió los frutos esperados en el terreno
económico, donde la inestabilidad y la sensación de falta de
gobernabilidad fueron crecientes.
LA APELACIÓN A LA CIVILIDAD
Inicialmente el gobierno radical sólo había sido tolerado por las
grandes corporaciones -en rigor, el candidato peronista hubiera
satisfecho mucho más cabalmente a las Fuerzas Armadas y a la
Iglesia-, de modo que debía respaldarse en su poder institucional.
Pero allí también su apoyo era limitado, en particular en el
Congreso: la mayoría que tuvieron los radicales en la Cámara de
Diputados hasta 1987 se contrapesaba con la mayoría relativa de los
peronistas en el Senado, donde un grupo de representantes de
partidos provinciales desempeñaba el beneficioso papel de árbitro
inconstante. Así, los dos grandes partidos tenían en el Congreso que
debía
ser
el
corazón
del
nuevo
sistema
democrático
institucional- la posibilidad de vetarse recíprocamente. Debido a
que no hubo acuerdos previos sobre cómo se conduciría el proceso
político, que nadie dudaba en calificar como transicional, fue más
difícil aún llegar a ellos cuando cada partido procuró desempeñar
con eficacia sus respectivos papeles de oficialismo y oposición.
Esta situación le planteó al gobierno, necesitado de un fuerte
apoyo político, dificultades para encarar los problemas de la crisis, y
también los del proceso de institucionalización de la democracia,
todavía frágil. A menudo se le planteó la opción entre dos
alternativas: gobernar efectivamente, desplegando su voluntad pero
tensando las cuerdas institucionales, o tratar de concertar las
distintas opiniones y llegar a acuerdos que, al costo de soslayar
problemas y opciones, fortalecieran la república. Tironeado por
distintas tradiciones, el gobierno radical adoptó, mientras pudo, una
suerte de vía media.
Los grandes apoyos del gobierno se encontraban en el
radicalismo y en el amplio conjunto de la civilidad que directa o
indirectamente lo había respaldado. Se trataba de un actor político
nuevo, mucho más inestable que aquél, pero que, por las peculiares
circunstancias de la crisis del régimen militar, tuvo en sus inicios un
gran poder. La UCR había sido tradicionalmente el gran partido de
la civilidad, y el que contaba con mayores antecedentes y
capacidades para organizaría. En realidad, se trataba de un partido
complejo y fragmentario, en el que coexistían variadas tendencias y
donde se representaban múltiples intereses, a menudo de peso local
o regional, todo lo cual daba un gran mosaico, difícil de unificar.
Desde 1983 Raúl Alfonsín estableció un fuerte liderazgo
partidario, capitalizando el apoyo que había ganado en la civilidad.
Su agrupación interna, el Movimiento de Renovación y Cambio que fundó en 1972, cuando disputaba la conducción con Ricardo
Balbín-, era poco más que una red de alianzas personales, eficaz
para ganar elecciones internas, pero poco consistente cuando se
trataba de proponer a la sociedad grandes líneas programáticas. Más
notable fue la acción de un grupo de dirigentes jóvenes,
provenientes en su mayoría de la militancia universitaria, que
integró
la
Junta
Coordinadora
Nacional,
la
“Coordinadora”.
Surgido hacia 1968, el grupo conservaba rasgos de la etapa anterior
a 1975: confluencia de tradiciones socialistas y antiimperialistas,
sentido de la militancia orgánica y de la disciplina partidaria, fe en
la movilización de las masas. Volcados en 1982 a la vida partidaria
detrás de Alfonsín, aportaron algunos elementos ideológicos a su
discurso, pero sobre todo una gran capacidad para la organización y
la movilización de esa civilidad que estaba constituyéndose en actor
político, y a la que Alfonsín convocaba con el programa de la
Constitución. También aportaron cuadros tanto para la lucha
partidaria como para la administración del país, que sobresalieron
por su disciplina, su eficacia y también su pragmatismo para tejer
alianzas y ejecutar políticas sólo genéricamente filiadas en los
contenidos programáticos originales. La Coordinadora ganó mucho
poder y suscitó resistencias internas, en un contexto de disputa
partidaria en el que la unidad, difícil y precaria, sólo podía
mantenerse gracias a la conducción, fuerte y en cierto modo
caudillesca, de quien era a la vez presidente de la Nación y del
partido.
El pacto entre Alfonsín y la civilidad se selló en la campaña
electoral de 1983, con los actos masivos y con la fe común en la
democracia como panacea. Consciente de que allí residía su gran
capital
político,
Alfonsín
siguió
utilizando
esa
movilización,
convocándola para resolver la cuestión del Beagle o enfrentar el
cúmulo de amenazas que se cernía en las vísperas del Plan Austral.
Sobre
todo,
constitución
trabajó
de
la
intensamente
civilidad
como
en
su
actor
educación,
político
en
maduro
la
y
consciente. Para la movilización callejera -un estilo político
emparentado con el de las grandes jornadas de diez años atrás-, la
Coordinadora era insustituible, pero para esta otra labor necesitó
del apoyo de un conjunto de intelectuales, convocados para
asesorarlo en diversos lugares e instancias. Éstos le suministraron
los insumos de ideas, reelaboradas y volcadas con singular pericia
por un dirigente que -como ha puntualizado Carlos Altamiranoestaba convencido de que el único gobierno legítimo era el que se
basaba en el convencimiento de la sociedad por medio de
argumentos racionales.
Alfonsín le propuso los grandes temas y las grandes metas. La
lucha contra el autoritarismo y por la democratización cubrió la
primera fase de su gobierno. Pero desde el Plan Austral, y sobre
todo luego del triunfo electoral de noviembre de 1985, su discurso
se orientó hacia los temas del pacto democrático, la participación y
la concertación, y hacia la nueva meta de la modernización, un
concepto que incluía desde las estructuras institucionales hasta los
mecanismos de la economía, en los que las cuestiones de la reforma
del Estado, la apertura y la desregulación aparecían formulados en
el contexto de la democracia, la equidad y la ética de la solidaridad.
Tales temas se manifestaron en una serie de reformas concretas, de
disímil viabilidad, que sucesivamente propuso: la reforma del
Estado, el traslado de la Capital al sur o la reforma constitucional,
no concretadas pero con las que logró mantener la iniciativa en la
discusión pública. En todos ellos subyacía una inquietud común: la
convergencia de distintas tradiciones políticas detrás de un único
proyecto democrático y modernizador. También una tentación: la
articulación de esas tradiciones en un movimiento político que las
sintetizara y que, con referencia a los antecedentes del yrigoyenismo
y el peronismo, comenzó a denominarse el tercer movimiento
histórico.
Este planteo, que nunca llegó a explicitarse plenamente, hizo
rechinar la estructura del partido gobernante, que llevaba cuatro
décadas combatiendo el movimientismo: de Perón, de Frondizi, de
la corporación sindical, de algunos sectores empresarios. Pero sobre
todo, la apelación a la movilización de la civilidad, sumada al fuerte
protagonismo
presidencial,
suscitó
dudas
sobre
su
relación
armónica con el proceso de institucionalización democrática. Dado
el equilibrio de fuerzas y el reparto de posiciones institucionales, el
gobierno a menudo debió elegir entre atenerse estrictamente a las
normas republicanas y aceptar una concertación que lo alejara de
sus objetivos programáticos, o combinar aquel apoyo, de naturaleza
más bien plebiscitaria, con el amplio margen de autoridad
presidencial que las normas y los antecedentes acordaban, y así
presionar al Congreso desde la calle, pasarlo por alto, orientar
quizás a la Justicia. En varios casos, el gobierno de Alfonsín avanzó
por este camino, pero sus sólidas convicciones éticas lo frenaron
pronto, y con ello moderaron una voluntad política que, contra
Maquiavelo, se negaba a convertir en razón suprema.
Las frágiles bases de su poder residían en la coherencia y la
tensión de esa civilidad que lo había consagrado presidente. Sus
limitaciones pasaban por la fidelidad al pacto inicial, construido en
torno del principio del interés general, pronto corroído por el
resurgimiento de los intereses sectoriales, por la primacía de nuevas
cuestiones, no contempladas inicialmente, como la económica, y
por la emergencia de nuevas alternativas políticas, que lo privaron
de la iniciativa discursiva. Éstas surgieron a izquierda y derecha,
pero sobre todo de un peronismo renovado.
Un heterogéneo conjunto de fuerzas provenientes de la
izquierda y de la experiencia de 1973 se núcleo en torno del Partido
Intransigente (Pl), con un programa que se ubicaba en el mismo
terreno que el del alfonsinismo -la defensa de los derechos
humanos, la reivindicación de la civilidad y la democracia-, aunque
agregaba consignas nacionalistas y antiimperialistas, aplicadas a la
cuestión de la deuda externa. Inicialmente esta fuerza aspiró -de
una manera ya conocida en la izquierda- a capitalizar la prevista
disgregación del peronismo, pero luego se dedicó a señalar la
infidelidad del gobierno al programa primigenio y a radicalizar las
consignas
de
los
derechos
humanos,
al
tiempo
que
el
antiimperialismo le permitía sintonizar con aquellos sectores del
sindicalismo que levantaron la bandera del repudio a la deuda
externa. No lograron, sin embargo, constituir un polo alternativo: el
PI se disgregó y fue absorbido por el peronismo renovado.
A la derecha, e intentando también aprovechar el debilitamiento
de la bipolaridad de 1983, creció la Unión del Centro Democrático
(uceDé), fundada por Alvaro Alsogaray, el veterano mentor de las
ideas liberales. Esas ideas, que gozaban de un gran predicamento en
el mundo, en el contexto de las crisis del bloque soviético y del
Estado de bienestar, fueron traducidas aquí de una manera
novedosa y atractiva por un partido que encontró en el contexto de
la democracia la fórmula de la popularidad, particularmente entre
los jóvenes. Su éxito electoral fue relativo -no logró afirmarse más
allá de la Capital-, aunque pudo aspirar a convertirse en la tercera
fuerza, que arbitrara entre radicales y peronistas. Mucho más
rotundo fue su éxito ideológico, sobre todo a medida que la crisis
económica ponía de relieve la necesidad de soluciones de fondo. No
es seguro que el liberalismo las tuviera, pero en cambio disponía de
recetas fáciles y atractivas, y de una aguda capacidad para señalar los
males del estatismo y del dirigismo. Compitió con éxito con el
alfonsinismo en la educación de la civilidad, y hasta reclutó adeptos
en el propio partido gobernante.
Al competir con la fuerza gobernante en el terreno de la opinión
pública, los partidos y las instituciones, izquierdas y derechas -con
la salvedad de grupos extremos y minoritarios- contribuyeron a
reforzar la institucionalidad. Algo similar ocurrió con el peronismo
luego de una etapa inicial de vacilación. Inmediatamente después de
las elecciones de 1983, y en medio de un gran desconcierto y de
profundas divisiones, predominaron quienes -encabezados por el
dirigente de Avellaneda Herminio Iglesias- quisieron combatir al
gobierno desde las viejas posiciones nacionalistas de derecha, y
alentaron el acuerdo de políticos y sindicalistas peronistas con los
militares y con quienes, como el expresidente Frondizi, se habían
convertido en sus voceros. En ese contexto, se opusieron al acuerdo
con Chile y fueron categóricamente derrotados en el plebiscito. De
manera progresiva fue articulándose dentro del peronismo una
corriente opuesta -la renovación- que combatió duramente con la
conducción oficial, hasta que a fines del año 1985 conquistó la
preeminencia en el partido. El peronismo renovador -entre sus
principales figuras se encontraban Antonio Cañero y el gobernador
de La Rioja, Carlos Menem- se proponía adecuar el peronismo al
nuevo contexto democrático, insertarse en el discurso de la civilidad
y sumarle el de las demandas sociales tradicionalmente asumidas
por el peronismo, compitiendo desde la izquierda de su propio
terreno con el gobierno, al que acompañaron incluso en temas
como el plebiscito sobre el Beagle. Cuando se produjo la crisis
militar de Semana Santa de 1987, los dirigentes renovadores
manifestaron
una
solidaridad
total
con
la
institucionalidad
democrática y respaldaron sin condiciones al gobierno. No sólo
inscribían al peronismo en el juego democrático, sino que,
finalmente, parecían crear
la condición de éste: la posible
alternancia entre partidos competidores y copartícipes.
El fin de la ilusión
El año 1987 fue decisivo para el gobierno de Alfonsín. El episodio de
Semana Santa representó la culminación de la participación de la
civilidad, el máximo de tensión que se podía alcanzar, y al mismo
tiempo la evidencia de su limitación para doblegar un factor de
poder
también
tensado.
En
la
Pascua
de
1987,
concluyó
definitivamente la ilusión del poder ilimitado de la democracia.
Además, y ya embarcado en la negociación con los distintos
intereses
que
habían
sobrevivido
al
embate
civil
-militares,
empresarios, sindicalistas-, Alfonsín perdió la exclusividad del
liderazgo sobre la civilidad. Si bien los competidores de derecha e
izquierda cosecharon algo, las mayores ganancias fueron para el
peronismo renovador. En un clima de deterioro económico
agudizado y de inflación creciente, las elecciones de septiembre de
1987 les dieron un triunfo si no categórico, importante en términos
de poder: el radicalismo perdió la mayoría en la Cámara de
Diputados y el control de todas las gobernaciones, con excepción de
las de Córdoba y Río Negro, únicos distritos, junto con la Capital
Federal, en los que logró triunfar.
El gobierno sintió fuertemente el impacto de una derrota que
cuestionaba su legitimidad y su capacidad de gobernar, y desde
entonces hasta que traspasó el mando, en julio de 1989, las
dificultades para su gestión fueron crecientes, hasta llegar a
convertirse en un calvario. El plan económico lanzado en julio y
completado en octubre le dio un momentáneo respiro, sobre todo
porque la oposición peronista aceptó compartir la responsabilidad
en la aprobación de los nuevos impuestos necesarios para equilibrar
las cuentas del Estado. Pero no acompañó al gobierno en las
transformaciones de fondo, como el programa de privatización de
empresas estatales, de modo que la credibilidad de la nueva
orientación fue escasa y los signos de la crisis -fuerte inflación,
incapacidad
para
afrontar
los
pagos
de
la
deuda-
pronto
reaparecieron.
En
el
propio
partido,
alzaron
sus
voces
los
disconformes con la conducción de Alfonsín, quien rápidamente
propuso como candidato presidencial para 1989 al gobernador de
Córdoba, Eduardo Angeloz, proveniente de los sectores más
tradicionales
y
poco
identificado
con
las
tendencias
del
alfonsinismo.
La cuestión militar, no cerrada en abril de 1987, tuvo dos nuevos
episodios, en parte porque la situación de los oficiales seguía
irresuelta, pero sobre todo porque los activistas militares estaban
dispuestos a aprovechar la debilidad del gobierno. En enero de
1988, el teniente coronel Aldo Rico, jefe de aquel alzamiento, huyó
de su prisión y volvió a sublevarse en un lejano regimiento en el
nordeste. A diferencia del año anterior, la movilización civil fue
mínima, aunque también el respaldo militar a los sublevados resultó
escaso: Rico fue perseguido por el Ejército, y luego de un breve
combate, se rindió y fue encarcelado en un establecimiento penal.
A fines de 1988, hubo una nueva sublevación, encabezada por el
coronel Mohamed Alí Seineldín, que como Rico pertenecía al grupo
de los denominados “héroes de las Malvinas”, y a quienes todos
sindicaban como el verdadero jefe de los “carapintadas”. Seineldín
se sublevó en un regimiento próximo a la Capital y reclamó una
amplia amnistía, una reivindicación de la institución y una
renovación de los mandos, pues simultáneamente se dirimía una
cuestión interna. Como en Semana Santa, se comprobó que el
grueso del Ejército, y probablemente porciones importantes de las
otras armas, se negaban a reprimirlo, compartían sus ideas y hasta
hacían suyo su programa. Como en Semana Santa, y pese a que los
amotinados terminaron en prisión, el resultado final fue incierto.
Desde el punto de vista del gobierno, quedaba claro que no acertaba
a conformar ni a la civilidad -que lo encontraba claudicante- ni a
los oficiales, cuyos reclamos pasaban de la “amplia amnistía” al
indulto a los condenados y la reivindicación de la lucha contra la
subversión. En definitiva, el proyecto de reconciliar a la sociedad
con las Fuerzas Armadas había fracasado. Aquélla se sentía del todo
ajena a las inquietudes de los “carapintadas”, y aun quienes
tradicionalmente habían apelado a los militares repudiaban su
actitud subversiva y el nacionalismo fascistizante que esgrimían.
Éstas, por su parte, se encerraban en reivindicaciones por completo
corporativas, pues la demanda de su rehabilitación se sumaba a
novedosos planteos salariales que mostraban que también ellos
habían sido alcanzados por la crisis del Estado.
En enero de 1989 un grupo terrorista, escaso en número, pobre
en recursos, aislado y trasnochado, asaltó el cuartel de La Tablada
en el Gran Buenos Aires, y el Ejército encontró la ocasión para
realizar una aplastante demostración de fuerza, que culminó con el
aniquilamiento de los asaltantes. El reconocimiento que recogió por
la acción fue el primer indicio del cambio de prioridades y valores
en la opinión pública. Podía anticiparse que finalmente la cuestión
militar abierta llevaría a la reivindicación de los militares, el olvido
de los crímenes de la “guerra sucia” y el entierro de las ilusiones de
la civilidad, aunque le tocaría al gobierno de Menem dar el gran
paso de amnistiar a los jefes condenados.
La cuestión política tampoco se cerró satisfactoriamente para la
civilidad democrática. Luego de la elección de septiembre de 1987
creció la figura de Antonio Cañero, gobernador de Buenos Aires,
presidente del Partido Justicialista y jefe del grupo renovador, que se
perfilaba como probable sucesor de Alfonsín. En muchos aspectos,
Cañero y los renovadores habían remodelado el peronismo a
imagen y semejanza del alfonsinismo: estricto respeto a la
institucionalidad
republicana,
combinada
con
un
persistente
movimientismo; propuestas modernas y democráticas, elaboradas
por sectores de intelectuales; distanciamiento de las grandes
corporaciones, y establecimiento de acuerdos mínimos con el
gobierno para asegurar el tránsito ordenado entre una presidencia y
otra.
Quizás eso los perjudicó frente a su competidor dentro del
peronismo: el gobernador de La Rioja, Carlos Menem, también
enrolado en la renovación, pero cultor de un estilo político mucho
más tradicional. Menem demostró una notable capacidad para
reunir en torno suyo diferentes segmentos del peronismo, desde los
dirigentes
sindicales,
rechazados
por
Cañero,
hasta
antiguos
militantes de la extrema derecha o la extrema izquierda de los años
setenta, junto con caudillos o dirigentes locales desplazados por los
renovadores, como Eduardo Duhalde, que le construyó una sólida
base electoral en la provincia de Buenos Aires. Con este heterogéneo
apoyo,
explotando
su
figura
de
caudillo
tradicional
para
diferenciarse de sus rivales modernizadores, y sin necesidad de
precisar una propuesta o programa, ganó la elección interna realizada mediante el voto directo de los afiliados-, y en julio de
1988 quedó consagrado candidato a presidente.
En los meses siguientes extendió y perfeccionó su fórmula. Se
familiarizó con las propuestas neoliberales, que estaban ganando
consenso, y se vinculó con el grupo Bunge y Born. Tejió en privado
sólidas alianzas con los dirigentes de la Iglesia y los oficiales de las
Fuerzas Armadas, incluyendo a los “carapintadas”. Pero en público
apeló al vasto mundo de “los humildes”, a quienes se dirigió con un
mensaje de estilo mesiánico, con un despliegue escenográfico que
resaltaba su figura de santón, en el que la “revolución productiva” y
el “salariazo” preanunciaban la entrada en la tierra de promisión. Si
en el voluntarismo se acercaba al estilo de Alfonsín, todo lo demás
lo diferenciaba, al tiempo que testimoniaba la realidad de una
sociedad que estaba emergiendo, dominada por la miseria, en la que
este
tipo
de
discurso
resultaba
mucho
más
eficaz
que
la
interpelación racional. En suma, nadie podía asegurar qué haría
exactamente el candidato peronista en caso de resultar triunfante,
pero estaba claro que sería pragmático y poco apegado a
compromisos programáticos.
El gobernador de Córdoba, Eduardo Angeloz, su competidor,
trató de capitalizar el temor que suscitaba el populismo de Menem y
también intentó captar al electorado que criticaba las facetas más
progresistas de Alfonsín. Por ello, se acercó a las propuestas
neoliberales, y mientras Menem prometía volver al paraíso de la
distribución, Angeloz anticipaba un recorte del gasto fiscal, que
simbolizaba con un lápiz rojo dispuesto a tachar todo rubro
innecesario.
Es posible que con esas alternativas fuera inevitable el triunfo
del candidato opositor, según una dinámica muy propia de las
democracias consolidadas, en las que las dificultades de la sociedad
se cargan en la cuenta de los gobernantes. Pero faltaba el ingrediente
final, que transformó una posible transición ordenada en otra
catastrófica. En agosto de 1988 el gobierno lanzó un nuevo plan
económico, que denominó “Primavera”, con el propósito de llegar a
las elecciones con la inflación controlada, pero sin realizar ajustes
que
pudieran
congelamiento
enajenar
de
la
precios,
voluntad
salarios
de
y
la
tarifas
población.
-aceptado
Al
a
regañadientes por los representantes empresarios-, se agregó la
declarada intención de reducir drásticamente el déficit estatal,
condición para lograr el indispensable apoyo de los acreedores
externos, mucho más remisos que antes. En condiciones políticas
muy distintas que las de 1985, el plan marchó de entrada con
dificultades: la predisposición de los distintos actores a mantener el
congelamiento fue escasa; los cortes en los gastos fiscales fueron
resistidos, sobre todo por los aguerridos sindicatos estatales; la
negociación con las entidades financieras externas marchó muy
lentamente, y los fondos prometidos llegaron con cuentagotas; en
cambio lo hicieron los capitales especulativos, para aprovechar la
diferencia entre tasas de interés elevadas y cambio fijo, contando
con retornar en cuanto se anunciara la posibilidad de una
devaluación.
Se trataba, en suma, de una situación explosiva, que reposaba
exclusivamente sobre la confianza existente en la capacidad del
gobierno para mantener la paridad cambiaria. En diciembre de 1988
ocurrió el episodio de Seineldín, al que siguió una aguda crisis en el
suministro de electricidad y, poco después, el asalto al cuartel de La
Tablada. Por entonces el Banco Mundial y el FMI limitaron sus
créditos
al
gobierno
argentino.
Cuando
ambas
instituciones
hicieron este anuncio, todo el edificio se derrumbó. El 6 de febrero
de 1989, el gobierno anunció la devaluación del austral -que devoró
la fortuna o los ahorros de quienes no supieron retirarse a tiempo,
incluyendo a importantes grupos empresarios- e inició un período
en que el dólar y los precios subieron vertiginosamente y la
economía entró en descontrol. Luego de largos períodos de alta
inflación, había llegado la hiperinflación, que destruyó el valor del
salario y de la moneda misma y afectó la producción y la circulación
de bienes.
En ese clima se votó el 14 de mayo de 1989. El Partido
Justicialista obtuvo un rotundo triunfo y Carlos Menem quedó
consagrado presidente. La fecha prevista para el traspaso era el 10
de diciembre, pero pronto fue evidente que el gobierno saliente no
estaba en condiciones de gobernar hasta esa fecha, máxime cuando
el candidato triunfante rehusó toda colaboración para la transición.
A fines de mayo la hiperinflación tuvo sus primeros efectos
dramáticos:
asaltos
y
saqueos
a
supermercados,
duramente
reprimidos. Poco después, Alfonsín renunció, para anticipar el
traspaso del gobierno, que se concretó el 9 de julio, seis meses antes
del plazo constitucional. La imagen de 1983 se había invertido, y
quien había sido recibido como la expresión de la regeneración
deseada se retiraba acusado de incapacidad y de claudicación.
IX. La gran transformación, 1989-1999
El 9 DE JULIO DE 1989, el presidente Alfonsín entregó el mando al
electo Carlos Saúl Menem. Se trataba de la primera sucesión
constitucional desde 1928, y de la primera vez, desde 1916, que un
presidente dejaba el poder al candidato opositor. Por otra parte,
comenzó un nuevo ciclo de sucesivos gobiernos peronistas. El
presidente electo puso su sello en la primera fase del segundo
peronismo: el menemismo. Menem asumió en medio de la crisis
hiperinflacionaria
e
inició
un
vasto
conjunto
de
reformas
económicas y estatales, cuyas consecuencias se fueron manifestando
gradualmente. En 1995, fue reelecto, por cuatro años, luego de que
la reforma constitucional de 1994 habilitara esa posibilidad. En
1999, al fin de su mandato, entregó el poder a Fernando de la Rúa,
candidato de la Alianza, una coalición opositora que incluía a la
Unión Cívica Radical (UCR). El peronismo conservó importantes
posiciones en los gobiernos provinciales y en el Congreso.
Nuevamente, los principios institucionales parecían consolidados.
Ajuste y reforma del Estado
Menem inició su gobierno en medio de una crisis formidable: la
hiperinflación, desatada en abril, se prolongó hasta agosto; en julio
la inflación fue del 200%, y en diciembre todavía se mantenía en el
40%. Mientras todo el mundo convertía sus australes en dólares,
grupos
de
personas
desesperadas
asaltaron
tiendas
y
supermercados, y la represión dejó varios muertos. Con un fisco en
bancarrota, moneda licuada, sueldos inexistentes y violencia social,
quedó expuesta la incapacidad del Estado para gobernar y hasta
para asegurar el orden. Para Menem, además, estaba en cuestión el
poder que había ganado en las urnas y que debía legitimar con una
gestión eficaz.
Lo nuevo no era la crisis, sino su violencia y espectacularidad.
Para enfrentarla, existía una receta genérica, elaborada en el mundo,
en la década anterior, reelaborada para América Latina en el
llamado “Consenso de Washington”, transmitida por el Fondo
Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial y difundida por
economistas y periodistas, que fueron conformando un nuevo
sentido común: era necesaria una profunda transformación de la
relación entre el Estado y la sociedad, tal como estaba funcionando
desde 1930. Los gastos del Estado benefactor eran excesivos.
Subsidios y prebendas restaban eficiencia a la economía y agravaban
el déficit fiscal, que se saldaba con emisión monetaria. La pertinaz
inflación había desembocado finalmente en el colapso fiscal. La
solución consistía en una drástica reforma y un ajuste del Estado,
que a la vez suprimiera el déficit fiscal y liberara a la economía de
una tutela asfixiante.
Se trataba de un consenso genérico. Carlos Altamirano recordó
consensos similares en 1958 con el “desarrollismo” y en la segunda
mitad de los sesenta con el “cambio de estructuras”. Cada uno lo
interpretó a su modo, a veces actuando para el mismo gobierno.
Luego, los resultados dependieron de otros factores, no siempre
previsibles. Durante el Proceso, Martínez de Hoz inició ese camino,
aunque sin avanzar mucho, y, de otro modo, también lo ensayó
Alfonsín al final, sin poder ni convicción. Había fuertes resistencias
entre quienes asociaban las reformas con la dictadura y los grandes
intereses; los empresarios, que en general acordaban con la
reducción de la intervención estatal, hacían la salvedad, cada uno,
con su propio subsidio o prebenda. En 1989 la hiperinflación allanó
las resistencias y convenció a todos de que no había alternativa a la
reforma y el ajuste.
Carlos Menem fue uno de los conversos. Percibió el riesgo de la
hiperinflación
-terminar
atrapado
por
la
vorágine,
como
su
predecesor- y también la oportunidad: había tanta necesidad social
de orden público y estabilidad que las reformas, hasta entonces
rechazadas, resultarían tolerables, y además le permitirían reunir el
apoyo necesario para consolidar su poder. Debía ganar la confianza
del
establishment
económico,
pero
no
lo
ayudaban
ni
sus
antecedentes ni tampoco su campaña electoral, de estilo peronista
tradicional. Pero con notable audacia, apartándose de su tradición
ideológica y discursiva, dio un giro copernicano, anunció la
necesidad de una “cirugía mayor sin anestesia”, abjuró del
“estatismo”, alabó la “apertura”, proclamó la necesidad y la bondad
de las privatizaciones y se burló de quienes “se habían quedado en el
45”. También apeló a gestos casi desmedidos: se abrazó con el
almirante Rojas, se rodeó de los Alsogaray -padre e hija- y confió el
Ministerio de Economía a un alto directivo del grupo Bunge y Born,
de quien se decía que traía un plan económico salvador. Con frases
contundentes, dio testimonio de sus nuevas convicciones y de su
capacidad para llevarlas adelante, más allá de presiones y vetos
sectoriales. Quizá por eso fue que, de entre las muchas formas de
aplicar la receta reformista -graduar los tiempos, tomar los
resguardos y calibrar las transiciones-, eligió una simple, tosca y
destructiva. Es posible que también calibrara la calidad de los
instrumentos
estatales
disponibles,
poco
aptos
para
una
instrumentación más refinada.
El gobierno emprendió con decisión el camino de la reforma y el
ajuste estatal. El Congreso sancionó dos grandes leyes, que daban al
Ejecutivo amplias prerrogativas. La ley de emergencia económica
suspendió todo tipo de subsidios, privilegios y regímenes de
promoción, y autorizó el despido de empleados estatales. La de
reforma del Estado declaró la necesidad de privatizar una extensa
lista de empresas estatales. De un plumazo se eliminó el llamado
“capitalismo asistido” -aunque hubo unas cuantas excepciones- y
se redujo drásticamente el déficit fiscal.
El gobierno se concentró en la rápida privatización de la
Empresa Nacional de Telecomunicaciones (ENTEL) y de Aerolíneas
Argentinas. Perseguía varios propósitos: demostrar voluntad y
capacidad reformista, obtener dinero contante para el fisco, dar
señales a los acreedores externos y compensar a los contratistas que
perdían sus prebendas. Así, se convocó a grupos mixtos, integrados
por empresarios locales, operadores internacionales expertos y
banqueros que aportaban títulos de la deuda externa; éstos fueron
aceptados a su valor nominal, de modo que los acreedores
cambiaron papeles de dudoso cobro por activos empresariales. Se
aseguró a las nuevas empresas un sustancial aumento de tarifas,
escasas regulaciones y una situación casi monopólica. En términos
parecidos, en poco más de un año se habían privatizado la red vial,
los canales de televisión, buena parte de los ferrocarriles y de las
áreas petroleras de Yacimientos Petrolíferos Fiscales (YPF). También
se proclamó la apertura económica, atenuada por las urgencias
fiscales.
Pese a la mejora en los ingresos, sobre todo por los fondos de las
privatizaciones, no se alcanzó el equilibrio fiscal y la inflación se
mantuvo
alta.
A
fines
de
1989
se
produjo
una
segunda
hiperinflación,
con
saqueos
y
pánico,
aunque
pasó
más
silenciosamente. El nuevo ministro de Economía, Antonio Erman
González, del íntimo círculo presidencial, actuó de manera drástica.
Con el Plan Bonex se apropió de los depósitos a plazo fijo de los
ahorristas, que cambió por bonos en dólares de largo plazo. A eso
agregó una fuerte restricción de los pagos estatales y de la
circulación monetaria. La inflación se redujo, pero a costa de una
fortísima recesión que, al cabo de un año, había deprimido los
ingresos fiscales. Para solucionarlo, se apeló de nuevo a la emisión, y
la inflación volvió a desatarse. A fines de 1990, con la economía otra
vez en estado crítico, estalló el escándalo del Swiftgate.
El embajador estadounidense denunció que el frigorífico Swift
era
presionado
por
miembros
del
círculo
presidencial
-la
denominada “carpa chica”- que reclamaban coimas para permitir la
sanción de determinados decretos. El tráfico de influencias,
favorecido por la excepcionalidad de las medidas, era bien
conocido; el diputado José Luis Manzano se hizo célebre por la frase
“yo robo para la Corona”. En este caso, la intervención del gobierno
estadounidense provocó una serie de cambios y rotaciones en el
gabinete que, a principios de 1991, llevaron al Ministerio de
Economía al entonces canciller Domingo Cavallo.
Cavallo encaró el problema de la inflación mediante la
trascendente ley de convertibilidad, que durante diez años marcó las
pautas de la economía. Se estableció una paridad cambiaria fija;
emblemáticamente, un dólar equivaldría a un nuevo “peso”, y se
prohibió al Poder Ejecutivo emitir moneda por encima de las
reservas, de modo de garantizar esa paridad. El Estado consiguió
desalentar las perspectivas inflacionarias, pero a costa de renunciar
a su más importante instrumento de intervención en la economía.
Culminaba así una historia de reducción de la capacidad de acción
del Estado, iniciada en 1976 y profundizada luego con el
endeudamiento externo. Los resultados inmediatos fueron muy
exitosos: cayó la inflación y también la fuga de divisas, volvieron
capitales emigrados, bajaron las tasas de interés, hubo una rápida
reactivación económica y mejoró la recaudación fiscal.
La convertibilidad -una drástica medida- fue reforzada por
otras dos disposiciones. La reducción general de aranceles -cayeron
a una tercera parte de su anterior valor- concretó la tantas veces
anunciada
apertura
económica.
Para
mejorar
rápidamente
la
recaudación fiscal, se elevaron los impuestos más fáciles de cobrar al Valor Agregado y a las Ganancias-, a costa de mejorar el ahorro y
la inversión o de considerar algún criterio de equidad social. Por
otra parte, la Dirección General Impositiva (DGI) logró una mejor
recaudación, persiguiendo a los evasores, incluso a los “ricos y
famosos”, y el número tributario personal -la Clave Única de
Identificación
Tributaria
(CUIT)-
se
convirtió
en
el
nuevo
documento de identidad.
Con las cuentas fiscales mejoradas y con suficientes pruebas
sobre la seriedad del rumbo adoptado, el gobierno pudo renegociar
su deuda externa, en el marco del Plan Brady, acordando un plan de
pagos razonable. La Argentina volvió a ser confiable para los
inversores globales, en momentos en que una masa de dólares
circulaba por el mundo a la búsqueda de “mercados emergentes”
más rendidores que los metropolitanos, por entonces retraídos.
Entre 1991 y 1994, entró al país una cantidad considerable de
dólares, con los que el Estado cumplió sus compromisos y saldó su
déficit, y las empresas se reequiparon. La estabilidad lograda con la
convertibilidad potenció el primer proyecto reformista, retomado
por el ministro Cavallo, un economista de formación ortodoxa y
con fuerte vocación política. Éste incorporó a un grupo numeroso
de economistas y técnicos de alta capacidad profesional, lo dirigió
de manera coherente y disciplinada y lo proyectó a diversas áreas
del gobierno, logrando que éstas se alinearan con su proyecto. Fue
decisivo el apoyo del presidente Menem, que se encargó sobre todo
de lidiar con los viejos peronistas. Durante cuatro años, ambos se
potenciaron recíprocamente, combinando claridad en el rumbo con
intuición política. Así fortalecido, el equipo gobernante dejó de
estar a merced de los humores de los operadores financieros, los
acreedores o los grandes empresarios, y pudo fijar un rumbo en
forma independiente de sus requerimientos cotidianos.
Cavallo avanzó con firmeza en las reformas estructurales
iniciadas en 1989, pero con más prolijidad. Para achicar el déficit
fiscal, el Estado nacional transfirió a las provincias la mayoría de los
servicios de salud y educativos, aunque sin incluir los recursos
presupuestarios correspondientes. Se continuó con la venta de las
empresas del Estado, pero la privatización de las de electricidad, gas
y agua incluyó garantías de competencia, mecanismos estatales de
regulación y control y la venta de acciones a particulares; incluso se
previo la participación de los sindicatos en algunas de las nuevas
empresas, con lo que ganó la buena voluntad de los gremialistas.
YPF, la emblemática empresa estatal, fue privatizada por etapas.
Primero se la fraccionó, se vendieron las refinerías y se entregó a los
contratistas las áreas con reservas comprobadas de petróleo, que
pudieron exportar libremente. Luego se vendieron las acciones;
diversas agencias del Estado conservaron una cantidad importante,
y los trabajadores otra parte. Con los ingresos se saldaron deudas
con los jubilados, lo que sirvió para atenuar las opiniones adversas.
En otros terrenos las resistencias disminuyeron el ímpetu
reformista. Se encaró la privatización del régimen previsional, lo
que implicaba un problema fiscal inmediato, al perderse los aportes
de los trabajadores; pero se esperaba un beneficio en el mediano
plazo,
cuando
estas
nuevas
empresas
privadas
de
jubilación
movilizaran una considerable masa de ahorro interno. La reforma
traía un cambio de criterio importante, pues se pasaba del conocido
sistema basado en la solidaridad intergeneracional a otro fundado
en el ahorro personal. Hubo resistencias, que se expresaron en el
Congreso, y finalmente se acordó mantener en parte el régimen
estatal.
Similar
criterio
contemporizador
se
tuvo
con
la
flexibilización del régimen laboral; los sindicatos pudieron evitar
cambios significativos, lo mismo que con la desregulación de las
obras sociales. Con las provincias se firmó un Pacto Fiscal, para que
acompañaran la política de reducción de gastos, pero se tuvo una
amplia tolerancia con el empleo de recursos fiscales para paliar los
efectos del ajuste. La provincia de Buenos Aires recibió un
sustancioso
Fondo
de
Reparación
Histórica
del
Conurbano
Bonaerense, que significó un millón de dólares por día.
De
ese
modo,
merced
a
la
feliz
coyuntura
financiera
internacional, mientras se avanzaba en reformas irreversibles, se
atenuaron sus efectos más duros. Vistos en la perspectiva de lo
pasado y lo por venir, fueron tres años dorados: el Producto Bruto
creció en forma sostenida, a tasas más que respetables, la inflación
cayó drásticamente, creció la actividad económica y el Estado
mejoró su recaudación y hasta gozó de un par de años de superávit
fiscal, en buena medida debido a los ingresos por la privatización de
las empresas. El consumo se expandió, con créditos pactados en
dólares; muchas personas viajaron al exterior y otras compraron
artículos importados, abaratados por la baja de aranceles.
Esta bonanza ocultó por un tiempo los aspectos más duros de la
gran transformación, particularmente el desempleo, que pasó del 7
al 12% en 1994. Cada privatización estuvo acompañada de una
elevada cantidad de despidos, sobre todo en las empresas estatales,
dotadas de planteles superabundantes, por obra de la histórica
colusión entre administradores públicos y sindicalistas. Los efectos
se disimularon al principio, por las importantes indemnizaciones
pagadas, pero explotaron a partir de 1995. Cerraron muchas
empresas privadas, que sufrieron la competencia de los productos
importados; sobrevivieron las que se tecnificaron, incorporaron
nuevas maquinarias y redujeron su personal, y también las que se
convirtieron en importadoras. Otros sectores eran golpeados por el
congelamiento de sus haberes, como los empleados estatales o los
jubilados, por el encarecimiento de los servicios públicos, debido a
la privatización de las empresas o por los cortocircuitos financieros
de varios gobiernos provinciales.
Lejos de replegarse, en estos años el Estado desplegó una
importante actividad, dirigida a aliviar los costos de la transición a
algunos sectores o empresarios seleccionados y a paliar las
consecuencias sociales más duras. Sus medidas fueron singulares y
discrecionales, ajustadas a los criterios de focalización de la
intervención estatal que difundía el Banco Mundial. La Secretaría de
Desarrollo Social puso en marcha distintos planes destinados a lo
que se llamó la reconversión de los desocupados, como por ejemplo
el estímulo a los microemprendimientos, pero fue una acción
esporádica e ineficiente. Más consistente fue el apoyo a los grandes
empresarios. La industria automotriz recuperó casi todos sus
beneficios, y los grandes exportadores, perjudicados por el peso
sobrevaluado, recibieron distintas compensaciones fiscales. Los
contratistas del Estado tuvieron el premio mayor: participar de las
privatizaciones en condiciones ventajosas. Algunos grandes grupos,
como Pérez Companc o Soldati, cosecharon los beneficios iniciales
y luego se desprendieron de sus participaciones.
Hacia 1994, pasada la euforia, muchos de ellos ya podían
advertir los límites de la transformación. La sobrevaluación del
peso, consecuencia de la convertibilidad, afectó a los exportadores.
El gobierno había renunciado a las herramientas tradicionales de
compensación, como el crédito subsidiado o el manejo de las tarifas
de los servicios públicos, y sólo mantuvo los reintegros a las
exportaciones,
propios
del
viejo
capitalismo
asistido,
que
significaban para el fisco un costo no despreciable. La solución
tradicional -una devaluación que hiciera más competitiva la
producción local- era imposible, y la convertibilidad se iba
convirtiendo en un lecho de Procusto.
Para sobrevivir día a día, enjugar el déficit y honrar los
compromisos con los acreedores externos, fijados en el Plan Brady,
eran indispensables nuevos préstamos. Ya la decisión no dependía
del FMI, del cual podía esperarse una mirada general, sino de
inversores globales, como los grandes fondos de inversión, ágiles
para encontrar en cada momento el rendimiento más alto en
cualquier lugar del mundo. Pero al apelar a este recurso, cualquier
oscilación
global
produciría
una
cascada
de
efectos
locales
desastrosos: por la convertibilidad, la economía argentina se había
tornado extremadamente vulnerable.
Esa vulnerabilidad se manifestó a principios de 1995 por el
“efecto Tequila”: una devaluación en México produjo una corrida
mundial de inversores que abandonaron los mercados emergentes.
En la Argentina hubo un retiro masivo de fondos externos, se
precipitaron el déficit fiscal y la recesión, y la desocupación trepó al
insólito nivel del 18%. El gobierno actuó rápida y eficientemente:
hubo una poda presupuestaria, reducción de sueldos estatales,
fuerte aumento de impuestos y un consistente apoyo del FMI y del
Banco Mundial. En lo inmediato, la “crisis del Tequila” fue
superada. Pese a la corrida, el sistema bancario pudo ser salvado,
aunque unos cuantos bancos cerraron o fueron vendidos. Muchos
de los dólares fugados retornaron. El Producto Bruto, que cayó el
4% en 1995, se recuperó en 1996 y avanzó con fuerza en 1997,
creciendo por encima del 8%. Pero la desocupación no cedió, y se
mantuvo apenas por debajo del 15 por ciento.
Por su eficacia, el gobierno fue premiado electoralmente en
1995, y Menem -que había logrado reformar la Constitución- fue
reelecto con amplitud. Pero quedó claro que la estabilidad
económica dependía de la convertibilidad, y que no existía la opción
de abandonarla. Un dato inquietante era el crecimiento de la deuda
externa, que pasó de 60 mil millones de dólares de 1992 a 100 mil en
1996. Definitivamente, la economía argentina dependía del flujo de
capitales externos y de las volátiles decisiones de los inversores, cada
vez más preocupados por los sucesivos derrumbes en los mercados
emergentes.
La restricción del flujo de inversiones significó recesión, penuria
fiscal y mayores dosis de ajuste. Por ese camino, quedó poco
margen para lo que hasta entonces había hecho Menem, con la
tolerancia de los técnicos: distribuir un poco, compensar, acallar
quejas, ganar complicidades. Los acreedores reclamaron ajuste en
las cuentas fiscales, en momentos en que aumentaban los reclamos
de distintos sectores de la sociedad. En ese punto el gobierno
abandonó el diseño de largo plazo y se limitó a capear la situación,
día a día.
Quien primero sintió el impacto fue Cavallo. El ministro salió
con éxito de la crisis de 1995. Inició una nueva serie de
privatizaciones -el Correo, las centrales nucleares-, declaró la
emergencia previsional y restringió los fondos transferidos a los
gobiernos provinciales, que pasaron por momentos de zozobra;
muchos no pudieron pagar los sueldos de sus empleados, y
finalmente se vieron obligados a realizar su propio y doloroso
ajuste. Pero Cavallo quedó en el ojo de la tormenta. Los políticos
peronistas se hicieron eco del fuerte malestar social, que sumaron a
sus urgencias electorales, recordaron sus viejos discursos y desde el
Congreso centraron sus baterías en el ministro. Cavallo se enfrentó
también con los allegados que rodeaban a Menem, y desde la
llamada “carpa chica” gestionaban negocios poco claros y muy
rendidores. Con la ley de patentes medicinales, Cavallo chocó con
los senadores, encabezados por Eduardo Menem, que defendían al
poderoso lobby de los laboratorios locales. Con la privatización del
Correo, chocó con el empresario postal Alfredo Yabrán, que
manejaba negocios vastos y poco conocidos, a quien acusó de
evasor de impuestos y de mafioso; también involucró a los ministros
de Interior y de Justicia, ambos del círculo íntimo del presidente.
Con sus acusaciones, instaló en la discusión pública el tema de la
corrupción gubernamental, que creció vertiginosamente en los años
siguientes. La relación con Menem se rompió, y en julio de 1996
Cavallo fue remplazado por Roque Fernández, un economista
ortodoxo que presidía el Banco Central.
Formado en la ortodoxia liberal, Fernández se preocupó
principalmente del ajuste de las cuentas fiscales. Elevó los
impuestos, redujo el número de empleados públicos y recortó el
presupuesto. Además, impulsó las privatizaciones pendientes: el
Correo, los aeropuertos y el Banco Hipotecario Nacional, y vendió
las acciones de YPF en poder del Estado, inclusive la “acción de oro”.
El sector político del gobierno, preocupado por las fúturas
elecciones presidenciales, puso obstáculos. Así fracasó en el
Congreso el proyecto sobre flexibilización laboral, una cuestión tan
emblemática para los empresarios y para el FMI como para los
sindicalistas. Incluso fracasó Menem, quien intentó sortear la
resistencia
con
un
Decreto
de
Necesidad
y
Urgencia,
sorpresivamente objetado por la Justicia. En 1997, en pleno tiempo
electoral, Menem abandonó la reforma y su ministro de Trabajo
acordó con los gremialistas una ley intrascendente. Fernández
siguió defendiendo la ortodoxia presupuestaria: se opuso a una ley
sobre mejoramiento salarial para los docentes y rechazó un
ambicioso proyecto de construcción de 10 mil km de autopistas, que
hubiera significado un rápido descenso de la desocupación, pero
también un buen aumento del déficit. En vísperas de elecciones
decisivas, y en un contexto cada vez más recesivo, el gobierno
enfrentó el desafío de encontrar un balance entre los criterios
fiscales del ministro de Economía y los criterios electorales de los
políticos.
La jefatura
Luego de electo, en 1989, y mientras se ganaba la confianza del
establishment, Menem procedió a ampliar los márgenes de poder
del Ejecutivo, estirando los límites de lo legal y hasta subvirtiendo
algunas de sus instituciones. Las leyes de emergencia y de reforma le
dieron importantes atribuciones, que manejó discrecionalmente.
Con la ampliación de la Corte Suprema -en la que designó cuatro
miembros de su confianza-, se aseguró la mayoría; la Corte falló en
favor del Ejecutivo en cada situación discutida, y hasta avanzó por
sobre jueces y Cámaras, mediante el novedoso recurso del per
saltum. Para eliminar controles y restricciones, removió a casi todos
los miembros del Tribunal de Cuentas y al fiscal general -el
prestigioso Ricardo Molinas-, nombró por decreto al procurador
general de la Nación, redujo el rango institucional de la Sindicatura
General de Empresas Públicas y desplazó o reubicó a jueces o
fiscales cuyas iniciativas resultaban incómodas. Más tarde, cuando
el Congreso empezó a cuestionar algunas de sus iniciativas, Menem
recurrió a los vetos parciales de las leyes y a los Decretos de
Necesidad y Urgencia. Todo ello
fue convalidado por
representantes, funcionarios y magistrados, quienes aceptaron esta
delegación de autoridad en el presidente.
A eso le sumó un estilo de gobierno singular. Se concentró en la
política, pero no se ocupó mucho de las cuestiones de
administración o gestión, que delegó en un grupo de colaboradores
de destacada capacidad, como los ministros Carlos Corach, Roberto
Dromi o el ya mencionado Cavallo. Después de separarse de su
esposa, Zulema Yoma, a la que debió desalojar de la quinta de
Olivos, transformó esta residencia en una suerte de corte, rodeado
de un círculo íntimo, con el que también recorrió el mundo a bordo
de un nuevo y lujoso avión presidencial. Integraban el grupo
antiguos amigos personales y compañeros de su vieja vida nocturna,
a los que sumó a políticos de provincia, sindicalistas o antiguos
militantes, reclutados de los más diversos ámbitos del peronismo. A
los vínculos de amistad se sumaron otros, derivados del poder y sus
beneficios. “El jefe”, como empezó a llamárselo, concedía a sus fieles
protección e impunidad, y distribuía con generosidad los frutos de
un tráfico de influencias practicado sin disimulo. Gradualmente la
corrupción se hizo menos ostentosa, se confundió con el tradicional
sistema prebendario y se integró con la máquina política. Los
agentes de los grandes lobbies, o quienes forjaban una nueva fortuna
al calor del poder, destinaban parte de los beneficios a las “cajas
negras”, cuyo contenido se redistribuía entre los funcionarios, según
precisas normas de rango y jerarquía.
Este círculo íntimo compartió responsabilidades con el grupo de
técnicos dirigido por el ministro Cavallo, que a menudo entró en
conflicto con las huestes presidenciales. Los políticos se quejaron de
los costos sociales y políticos de la gran transformación y también
del recorte de los recursos que ellos manejaban discrecionalmente.
Preocupado por la opinión de los inversores externos, Cavallo trató
de corregir las formas más groseras de la corrupción y los
escándalos, como el protagonizado por Amira Yoma, cuñada del
presidente y su jefa de audiencias, que apareció vinculada con el
tráfico de drogas y el lavado de dinero.
El talento de Menem se manifestó, sobre todo, en su capacidad
para hacer que el peronismo aceptara las reformas, que suponían un
giro radical en sus tradiciones. El peronismo de 1989 ya no era el de
antes. Luego de la derrota de 1983, aceptó las nuevas condiciones de
la democracia y se convirtió en un partido de organización
territorial. El control de gobernaciones e intendencias y de sus
recursos permitió a los dirigentes políticos independizarse de los
sindicalistas. Por otra parte, en el nuevo contexto de pluralismo, se
atenuó
la
identificación
-raigal
en
su
cultura
política-
del
peronismo con el “pueblo”. Los otrora “enemigos del pueblo”
pasaron a ser simplemente adversarios y en ese sentido se mantuvo
la convivencia política instalada en 1983.
Esos cambios no alteraron el tradicional criterio peronista de
jefatura o liderazgo, aunque fue significativo que Menem -el primer
líder, luego de Perón- llegara allí por una elección interna. En la
tradición de Roca, Yrigoyen o Perón, Menem sumó los recursos de
jefe partidario y presidente, para mandar sobre un conjunto de
dirigentes y cuadros acostumbrados a obedecer; aunque expresaran
sus disidencias, y hasta llegaran al enfrentamiento, rara vez estaban
dispuestos a romper o -según la colorida frase de Perón- a “sacar
los pies del plato”. De acuerdo con la tradicional “vocación
frentista”
del
peronismo,
Menem
sumó
apoyos
fuera
del
movimiento, adecuados para su nueva orientación: el ingeniero
Alsogaray, jefe de la Unión del Centro Democrático (uceDé), o el
periodista
televisivo
Bernardo
Neustadt,
muy
ligado
al
establishment, que le organizó una de sus pocas manifestaciones
plebiscitarias, la llamada “Plaza del sí”, en abril de 1990.
Menem no necesitó ni la Plaza ni el balcón para comunicarse
fácilmente con la gente, más allá de sus identidades políticas. Por
ejemplo, jugaba al fútbol o al básquet, o visitaba los programas de
televisión populares, opinando sobre los temas más diversos y
agregando aquí y allá su coletilla política. Atento a los humores y a
las demandas de la sociedad, percibidas a través de la prensa o de las
encuestas de opinión, daba una respuesta rápida, que no requería de
mucha
deliberación.
En
suma,
Menem
demostró
que,
para
gobernar, en última instancia, podría prescindir del peronismo y de
sus cuadros.
Los
recursos
del
Estado
prebendario fueron ampliamente
usados para construir la jefatura. El movimiento “renovador” se
disolvió, y muchos de sus dirigentes se incorporaron a la caravana
menemista.
reemplazado
En
por
la
provincia
el
de
vicepresidente
Buenos
Aires,
Eduardo
Cañero
Duhalde,
fue
electo
gobernador en 1991 y reelecto en 1995. Ayudado por el ya
mencionado Fondo de Reparación Histórica, que obtuvo del
gobierno nacional, Duhalde construyó en la provincia un sólido
aparato político y se perfiló como candidato a la sucesión
presidencial. Entre los sindicalistas, Saúl Ubaldini intentó nuclear a
los golpeados por las reformas, como los trabajadores estatales, pero
Menem logró la adhesión de otros sindicalistas, que advirtieron los
beneficios de plegarse a la política reformista, y sobre todo los
costos de no hacerlo. Muchos dirigentes obtuvieron beneficios
personales, y algunos gremios como Luz y Fuerza o la Unión
Ferroviaria,
transformados
en
organizaciones
empresarias,
aprovecharon las prebendas de la privatización.
En los comicios de 1991, Menem lanzó al ruedo a nuevos
dirigentes: el cantante Ramón “Palito” Ortega y el automovilista
Carlos “Lole” Reutemann fueron electos gobernadores de Tucumán
y Santa Fe respectivamente. Estas elecciones fúeron un éxito para el
presidente y convencieron a los dudosos de que el peronismo tenía
un nuevo jefe. La excepción fúe un pequeño grupo de diputados,
“los
ocho”,
que
encabezados
por
Carlos
“Chacho”
Álvarez
abandonaron el partido. Por entonces Menem comenzó a hablar de
la “actualización doctrinaria” del peronismo: declaró que se
apartaba de la línea histórica trazada por Perón -aunque aseveró
que el líder hubiera hecho lo mismo- y empezó a pensar en la
posibilidad de su reelección.
Fuera del peronismo, la oposición política fue mínima. La UCR
no pudo remontar el descrédito de 1989, y en las elecciones de 1991
sólo ganó en la Capital Federal, Córdoba, Río Negro, Chubut y
Catamarca. En 1993 perdió incluso en la Capital Federal, un distrito
tradicionalmente adverso al peronismo. En rigor, los radicales no
sabían cómo enfrentar a Menem, que llevaba adelante de manera
brutal pero exitosa la política reformista que Alfonsín intentó
encarar en 1987; las diferencias en su ejecución, aunque eran
importantes, no alcanzaban para sustentar un argumento opositor.
En 1990 Menem clausuró el flanco militar y cerró, de un modo
inesperado, el proceso iniciado en 1983. La cuestión militar tenía
dos aspectos: el castigo a los responsables del terrorismo de Estado y
el sostenido reclamo de los “carapintadas”, que apuntaba a la
remoción de la conducción del Ejército. Antes de llegar al gobierno,
Menem había establecido sólidos contactos con ellos, y en especial
con el coronel Mohamed Alí Seineldín. A fines de 1989 los indultó,
junto con militares procesados, jefes guerrilleros y responsables de
la guerra de Malvinas, dentro de su política más general de
reconciliación, completada en diciembre de 1990, cuando indultó a
los integrantes de las Juntas Militares condenados en 1985, pese a la
fuerte movilización en contra de la medida. Poco antes de este
segundo indulto, los “carapintadas”, encabezados por Seineldín, se
habían sublevado nuevamente, reclamando el cumplimiento de una
promesa de Menem: remover al alto mando militar y entregarles la
conducción del Ejército. Menem ordenó una represión en regla y -a
diferencia de lo que venía sucediendo desde 1987- los mandos
militares acataron la orden. Hubo en total 13 muertos y más de 200
heridos; los responsables fueron juzgados y Seineldín fue
condenado a prisión perpetua.
Poco después asumió la jefatura del Ejército el general Martín
Balza, que acompañó a Menem hasta el final de su segundo
gobierno. Balza logró mantener la disciplina y la subordinación del
Ejército al poder civil, en medio de circunstancias difíciles. El
presupuesto militar fue drásticamente reducido, en el contexto del
ajuste de los gastos estatales, y se privatizaron numerosas empresas
militares. En 1994 murió en Zapala el conscripto Ornar Carrasco,
víctima de malos tratos; el escándalo, cuando Menem preparaba su
reelección, culminó en la supresión del servicio militar obligatorio y
su reemplazo por un sistema de voluntariado profesional. La
función de las Fuerzas Armadas se desdibujó, pero el gobierno
encontró para los oficiales una alternativa profesional atractiva en la
participación militar en acciones internacionales, lideradas por las
Naciones Unidas o por Estados Unidos.
En 1995, sorpresivamente, Balza realizó una crítica de la acción
del Ejército en la represión clandestina, y afirmó que la “obediencia
debida” no justificaba los actos aberrantes cometidos. Coincidió con
la confesión de un oficial de Marina, quien declaró haber
participado en los llamados “vuelos de la muerte”. Se sumaron así la
primera autocrítica militar y el primer reconocimiento por parte de
un protagonista. La declaración de Balza tuvo poco eco en las otras
armas y provocó reacciones hostiles en el Ejército, pero contribuyó
al comienzo de la revisión de lo actuado durante el Proceso.
Un apoyo similar encontró Menem en la Iglesia, en el cardenal
Antonio Quarracino, arzobispo de Buenos Aires. Un grupo de
obispos, que creció a medida que se agudizaban los efectos sociales
del
ajuste
y
la
reforma,
comenzó
a
reclamar
políticas
compensatorias. Quarracino moderó a este coro de disconformes, y
evitó pronunciamientos masivos de la Conferencia Episcopal; a su
vez, Menem lo acompañó en la defensa de las posiciones más
tradicionales, sostenidas por el Papa, como el rechazo del aborto y el
“derecho a la vida”. Así, Menem se hizo aceptar por el grueso de la
jerarquía eclesiástica, ciertamente pragmática, si se tiene en cuenta
su condición de divorciado y su conducta personal poco recatada.
Otro
apoyo
importante
lo
obtuvo
de
los
presidentes
estadounidenses de entonces. Menem estableció excelentes vínculos
personales con George Bush, los recreó rápidamente con Bill
Clinton, y pudo acudir a ellos en busca de respaldo. El canciller
Guido Di Telia estableció relaciones que denominó “carnales”, que
fueron complementarias del acuerdo alcanzado con los bancos
acreedores. La Argentina abandonó el Movimiento de Países No
Alineados, se clausuró el Proyecto Cóndor de construcción de
misiles, se respaldaron todas las posiciones internacionales de
Estados Unidos y se lo acompañó en sus empresas militares,
enviando tropas al Golfo Pérsico y a la ex Yugoslavia. Involucrarse
en las cuestiones de Medio Oriente tuvo un precio: dos terribles
atentados con explosivos, uno en la embajada de Israel y otro en la
Asociación
instituciones
Mutual
Israelita
asistenciales
Argentina
judías,
(AMIA),
probablemente
sede
de
hayan
las
sido
consecuencias derivadas de aquellas acciones.
Di Telia inició negociaciones con Inglaterra sobre las islas
Malvinas, y postergó la cuestión de la soberanía, para solucionar las
nuevas y urgentes cuestiones sobre derechos pesqueros. Con el
mismo espíritu, en 1991 zanjó todas las cuestiones limítrofes
pendientes con Chile, con excepción de dos: Laguna del Desierto,
donde el arbitraje internacional fue favorable a la Argentina, y los
Hielos Continentales, que suscitó un fuerte debate y postergó el
acuerdo final hasta 1999. Durante todo este período, Menem viajó
mucho al exterior y lució su imagen de vencedor de la inflación y
reformador exitoso. Fue un personaje popular en el mundo.
Pese a la dureza del ajuste, el gobierno enfrentó inicialmente
escasa
oposición
a
las
reformas.
Hubo
algunos
incipientes
movimientos de resistencia: trabajadores de empresas privatizadas,
empleados de estados provinciales, con problemas para cobrar sus
sueldos,
jubilados
y
docentes.
La
Central
de
Trabajadores
Argentinos (CTA), no encuadrada en el peronismo, y luego el
Movimiento
de
Trabajadores
Argentinos
(MTA),
peronista
disidente, encabezado por el camionero Hugo Moyano, lograron
coordinar sus protestas en la Marcha Federal, de julio de 1993, y un
posterior paro general al que no adhirió la Confederación General
del Trabajo (CGT). En diciembre de 1993, se produjo en Santiago del
Estero un estallido violento: una pueblada, con incendio de edificios
públicos y viviendas de políticos, que inició una nueva forma de
protesta.
Desde 1991, Menem comenzó a plantear la cuestión de su
reelección, lanzando la consigna “Menem 95”. Se apoyó en el
precedente de un proyecto de Alfonsín para modernizar el texto
constitucional.
Menem
trabajó
con
notable
empeño
en
su
reelección, superó todo tipo de dificultades, políticas y personales una enfermedad grave y la muerte de su hijo- y finalmente lo logró.
No le fue fácil. En el peronismo encontró reticencias entre quienes
aspiraban a sucederlo, y el establishment económico temió por los
posibles conflictos aparejados. El problema principal estaba en el
Congreso: la reforma constitucional debía ser habilitada en ambas
Cámaras, por dos tercios de los votos. En 1993, Menem logró la
aprobación del Senado, y convocó a una consulta popular, no
vinculante, para presionar a los diputados de la oposición. También
exploró la posibilidad de hacerla aprobar por ley, contando con la
futura convalidación de la Corte. La UCR estaba dividida, pues
Alfonsín se oponía, pero los gobernadores radicales, que dependían
de los aportes del fisco nacional, eran más proclives a un
entendimiento. Sorpresivamente, en noviembre de 1993, Menem y
Alfonsín acordaron en secreto -el llamado “Pacto de Olivos”- las
condiciones para la reforma constitucional, que habría de contener
la cláusula de reelección y una serie de modificaciones impulsadas
por la UCR para modernizar el texto y reducir el margen de
discrecionalidad
presidencial:
elección
directa,
con
balotaje,
reducción del mandato a cuatro años, con la posibilidad de una
reelección consecutiva -pero sin vedar la electividad futura-,
creación del cargo de jefe de Gabinete, designación de los senadores
por voto directo, incluyendo un tercero por la minoría, elección
directa del jefe de Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, creación
del Consejo de la Magistratura y reglamentación de los Decretos De
Necesidad y Urgencia. Alfonsín fundamentó su decisión en los
riesgos institucionales que tendría una reforma llevada adelante por
el presidente sin el consentimiento de las fuerzas políticas, así como
los
beneficios
modernización
que
podrían
institucional.
obtenerse
El
partido
del
acuerdo
radical
lo
para
la
aceptó
a
regañadientes, pero en el resto del ámbito opositor el rechazo fue
importante.
En las elecciones para convencionales de abril de 1994 el
justicialismo perdió votos y la UCR sufrió un fuerte drenaje en
beneficio del Frente Grande, opuesto a la reforma, que alcanzó el
12% y se impuso en la Capital Federal y en Neuquén. Era una fuerza
política nueva, que reunió a los peronistas disidentes de Chacho
Álvarez, grupos socialistas y democristianos, y militantes de
organizaciones de derechos humanos como Graciela Fernández
Meijide. En la Convención, reunida en Santa Fe y Paraná, los
partidos mayoritarios respetaron el acuerdo y aprobaron en bloque
las coincidencias básicas, que debían luego ser reglamentadas por el
Congreso.
A principios de 1995, la ya mencionada “crisis del Tequila” dio
nueva fuerza a la campaña reeleccionista, pues Menem pasó a
encarnar en la opinión el orden y la estabilidad, amenazados por la
crisis. En las elecciones enfrentó a una UCR debilitada y a una nueva
fuerza, el Frente para un País Solidario (Frepaso), que sumaba al
Frente Grande un nuevo grupo peronista disidente encabezado por
el exgobernador mendocino José O. Bordón. Menem, acompañado
por Carlos Ruckauf, derrotó a la fórmula Bordón-Álvarez, que dejó
al candidato radical Horacio Massaccesi en un lejano tercer lugar. El
triunfo de Menem fue muy claro: logró prácticamente el 50% de los
votos. El poder del jefe llegó allí al cénit.
Un país transformado
Al finalizar la década de los noventa, estaba claro que la Argentina
era un país nuevo, en cualquiera de sus dimensiones, muy distinto a
la vieja Argentina, vital y conflictiva, de las décadas anteriores. Así
lo muestra cualquier indicador que compare la situación en 1974 y
en 1999. El sentido total de esa transformación no fue claramente
percibido por los contemporáneos, sobre todo porque lo mucho que
se derrumbaba era más visible que lo que apenas comenzaba a
emerger. Las políticas de la década menemista, no siempre
coherentes, contribuyeron a esa transformación, pero no fueron el
único factor. El cambio estaba en marcha desde mediados de los
años setenta, por razones que también hacen a procesos de la
sociedad local y del mundo. Menem le dio un fuerte impulso al
cambio y, sobre todo, creó un modelo de gestión política, social y
económica que se mantuvo en la década siguiente.
En la economía, los cambios fueron consecuencia de las
reformas del gobierno de Menem, y también del cese de la inflación,
que había acompañado a los argentinos desde mediados de siglo. En
ciertos sentidos, los cambios profundizaron el giro iniciado en 1976.
El Estado redujo la asistencia estatal a muchos sectores a través de
promociones o subsidios, hubo una apertura de la economía a los
capitales y a los bienes importados, y, como alternativa, se
promovieron las exportaciones. Las consecuencias fueron variadas.
El golpe más fuerte lo recibió el tradicional sector industrial
volcado al mercado interno, surgido en los años treinta y cuarenta
como consecuencia de las políticas de sustitución de importaciones.
Una parte importante de las empresas debió cerrar, en especial entre
las pequeñas y medianas, y sólo sobrevivieron las que pudieron
reconvertir sus procesos de producción y adecuarse a los nuevos
estándares mundiales. Algunas se convirtieron en importadoras;
muchas se vendieron a empresas extranjeras, aunque algunos
empresarios
favorable
locales
para
pudieron
comprar
aprovechar
maquinarias
el
y
tipo
de
cambio
modernizarse.
Estas
empresas ocupaban tradicionalmente a muchos trabajadores, de
modo que los cierres y la tecnificación produjeron una considerable
reducción en el nivel de ocupación, lo que, sumado a los despidos
en las empresas estatales privatizadas, como YPF, conformó un
importante
primer
gran
contingente
de
desocupados,
cuya
magnitud fue desde entonces uno de los rasgos dominantes de la
nueva Argentina.
Hubo
también
ganadores,
sobre
todo
entre
quienes
consiguieron aprovechar las nuevas prebendas estatales o mantener
las antiguas. Los grandes grupos nacionales, contratistas del Estado,
se asociaron con los consorcios internacionales para adquirir las
empresas del Estado. Se trató de un negocio ocasional; la mayoría
vendió pronto su participación y dedicó esa ganancia extraordinaria
a
consolidar
su
núcleo
principal.
Las
automotrices,
nunca
desprotegidas, encontraron su solución integrando su producción
con plantas brasileñas al amparo del Mercosur. Éste comenzó a
funcionar eficientemente y también fue aprovechado por otras
empresas
exportadoras.
El
gobierno
alentó
en
especial
las
exportaciones mediante subsidios -otra subsistencia del antiguo
capitalismo
asistido-,
destinados
a
los
grupos
fabricantes
de
celulosa, aluminio o acero, los productores de aceite o golosinas y
las empresas petroleras. Algunas de estas empresas instalaron filiales
en otros países y se convirtieron en cabeceras de grupos
multinacionales. En suma, al fin de un proceso darwiniano, un
grupo no menor se había adecuado a las condiciones de la economía
globalizada, otro había desaparecido y un tercero subsistía con
dificultad.
Más significativa aún fue la transformación del mundo agrario.
Los precios internacionales, bajos en los años ochenta, mejoraron
desde
1996,
y
alentaron
la
profimdización
de
los
cambios
productivos, ya iniciados en la década de 1970, sin que la caída
fuerte de los precios desde 1999 produjera un retroceso. El motor
estuvo en los cereales y las oleaginosas, y fue el resultado de una
combinación virtuosa de nuevos procedimientos tecnológicos y
formas de organizar la producción. Se incorporaron masivamente
fertilizantes y herbicidas, lo que contribuyó a aumentar la
productividad, junto con el empleo de maquinarias de mayor
envergadura y velocidad, la siembra directa y el uso de semillas
transgénicas y del glifosato, un eficaz herbicida para la soja, que
comenzó a ser demandada en los mercados mundiales. Por otra
parte, se generalizaron los pooles de siembra, que permitieron
combinar de manera efectiva distintos factores de la producción. El
pool reunía a diferentes inversores medianos, ajenos al campo,
alquilaba tierras y maquinarias y colocaba a un profesional en la
dirección. La frontera agraria comenzó a expandirse, superando los
tradicionales límites de la pampa húmeda. La soja, las otras
oleaginosas,
los
aceites
y
los
cereales
incrementaron
significativamente las exportaciones del sector, que se asomó a los
mercados asiáticos, mientras que los productores de frutas y
hortalizas encontraron su alternativa exportadora en el Mercosur.
La eficiencia de este reducido sector industrial y agrario, todavía
incipiente, no mejoró la demanda de empleo ni derramó sus
beneficios al resto de la sociedad. Los empresarios tampoco
abandonaron
sus
antiguas
prácticas
prebendarías,
que
reaparecieron aquí y allá, cuando el Estado dispuso de algunos
recursos. Éste, en cambio, renunció a la posibilidad de regular a los
actores económicos, incluso para salvaguardar los intereses públicos
básicos. A esto se sumó la continua corrosión del instrumento
estatal. La reforma en curso no mejoró su eficiencia, salvo quizá en
lo fiscal, ni tampoco mejoraron los instrumentos estatales de
control del gobierno, que desplegó una autoridad discrecional. Por
otra parte, el Estado fue desentendiéndose de sus funciones sociales,
aun de las más básicas. Para achicar su déficit, el Estado nacional
transfirió su responsabilidad a los estados provinciales, y hubo un
deterioro en la calidad de los servicios. En general, abandonó los
principios
de
universalidad
y,
aplicando
el
principio
de
subsidiariedad, asumió solamente la parte destinada a los pobres o
indigentes, aunque de manera focalizada, de acuerdo con las
urgencias, con la capacidad de presión sectorial o con las
necesidades de construcción de la maquinaria política.
El discurso neoliberal, al que se apeló para impulsar reformas no
siempre coherentes, impuso en la opinión sus propuestas y su
agenda de problemas. Todo el debate público se redujo a la
economía, y sobre todo a la “estabilidad”. Así, se abandonaron
ilusiones caras a la sociedad, revitalizadas con el retorno a la
democracia, como el buen salario, el pleno empleo, el derecho a la
salud, la educación, la jubilación y, en general, a la igualdad de
oportunidades, garantizada por el Estado. Luego de 1995, ante las
consecuencias reales de la reforma y el ajuste, algunos actores
recuperaron aquellas aspiraciones, pero de manera casi nostálgica,
limitada por los parámetros del pensamiento neoliberal.
Los cambios en la economía y en el Estado le dieron a la sociedad
un perfil absolutamente diferente al que había tenido en los cien
años anteriores. Desde fines del siglo XIX y hasta la década de 1970,
un largo ciclo expansivo fue conjugando crecimiento económico,
pleno empleo, fuerte movilidad y sostenida capacidad para integrar
nuevos contingentes al disfrute de los derechos, civiles, políticos y
sociales. Fueron oleadas sucesivas de movilización e integración,
que en las últimas décadas del siglo XX alcanzaron incluso a los
migrantes de los países limítrofes. La tendencia, que se mantuvo
aún con la fúerte conflictividad de los años sesenta y setenta, cambió
de sentido luego de 1976. La radicalidad de los cambios tardó en
percibirse, en parte por las fúertes oscilaciones cíclicas, que
combinaron momentos de dinero fácil con otros de depresión
profunda, y en parte también por la ilusión colectiva instalada en
1983 sobre la potencia de la democracia y del Estado para dar
respuesta a las demandas sociales.
Sin embargo, la ejecución del Plan Alimentario Nacional (PAN)
durante la gestión de Alfonsín reveló un problema hasta entonces
insospechado: vastos sectores de la población padecían hambre. La
hiperinflación de 1989 desnudó y escenificó los cambios, que fúeron
profundizados -al menos en sus efectos inmediatos- por las
políticas reformistas de los noventa. Tanto la apertura económica
como las privatizaciones de empresas públicas agravaron los
problemas
de
empleo,
mientras
que
las
reformas
estatales
provocaron el deterioro de los servicios de salud, educación y
seguridad.
Vista en su conjunto, la sociedad se polarizó. La gran
transformación dejó ganadores y perdedores. Mientras un vasto
sector se sumergió en la pobreza o vio deteriorado su nivel de vida,
muchos ricos prosperaron ostentosamente, de modo que las
desigualdades no se disimularon, sino que se escenificaron y se
espectacularizaron. El grupo “ganador” incluyó a una buena parte
de los antiguos ricos -aunque la reestructuración produjo algunas
caídas significativas- y a una porción de la antigua clase media,
incorporada al sector más dinámico de la economía. La antigua
sociedad,
relativamente
aspectos,
dejó
paso
homogénea
a
otra
muy
e
igualitaria
segmentada,
en
de
muchos
partes
incomunicadas, separadas por su diferente capacidad de consumo y
de acceso a los servicios básicos, y hasta por desigualdades civiles o
jurídicas. Graciela Silvestri y Adrián Gorelik han mostrado la
existencia en las ciudades -las llaman “máquinas de dualizar”- de
un reflejo de estos cambios, que expresan a la vez el contraste y la
exclusión: deterioro de la infraestructura urbana y de los servicios,
crisis del control y del orden público, ruptura del espacio urbano
homogéneo y desarrollo de algunos espacios aislados -el shopping,
el country, ciertos barrios privados- donde grupos reducidos creían
vivir en un mundo ordenado, seguro, próspero y eficiente.
Las clases medias, lo más característico de la vieja sociedad
móvil e integrativa, experimentaron una fuerte diferenciación
interna, particularmente en sus ingresos. Las actividades o las
profesiones dejaron de indicar con certeza la posición social. Fueron
historias singulares, con factores múltiples, las que separaron a
quienes lograron “salvarse” de quienes cayeron. Los primeros
pudieron conservar su vivienda y su auto, mandar a sus hijos a una
escuela paga, tener un sistema médico prepago y mantener las
expectativas de transmitir su posición social a los hijos. Otros
muchos mantuvieron la respetabilidad a duras penas, resignando
mucho de lo que creían una condición de vida digna. También
cambiaron los valores de las viejas clases medias. En un mundo
cambiante y ferozmente competitivo, la previsión -una de sus
virtudes clásicas- dejó lugar a una suerte de vivir al día,
aprovechando las ocasiones -un viaje al exterior o la compra de un
aparato electrónico-, mientras se alejaba la tradicional expectativa
de la casa propia, base del hogar burgués.
Un extenso sector de las viejas clases medias se deslizó barranca
abajo en los años ochenta y noventa, sumándose gradualmente al
heterogéneo mundo de la pobreza: empresarios medianos o
pequeños, comerciantes o talleristas, abatidos en alguna de las crisis;
empleados públicos despedidos o con sueldos disminuidos, como
los docentes; profesionales proletarizados, como los médicos, o
egresados
universitarios
sin
empleo.
Las
diferentes
historias
personales tuvieron que ver con la edad y la capacidad de
adaptación a circunstancias cambiantes: poner un kiosco, manejar
un taxi, desarrollar un emprendimiento original. Lo constante fue la
vulnerabilidad en que quedaron, pues a la precariedad laboral se
sumó la pérdida de la atención médica o de la jubilación. Quienes
señalaron estos fenómenos tempranamente hablaron de los intentos
de salvar las apariencias y ajustar el modo de vida “puertas adentro”.
Pero
de
manera
progresiva
la
nueva
pobreza
se
exhibió
abiertamente, cuando la familia debió emigrar a una vivienda más
económica,
o,
como
anota
Inés
González
Bombal,
cuando
frecuentaron los “clubes de trueque”, que se expandieron luego de
1996, buscando no sólo la provisión de las necesidades básicas, sino
también la sociabilidad.
La formación de un extenso mundo de pobreza fue el dato más
significativo de la nueva sociedad. Este mundo era visible sobre todo
en el conurbano de Buenos Aires, que ya alojaba a una cuarta parte
de la población del país, y también en otros grandes conglomerados
industriales, como el de Rosario. Los cambios laborales fueron
decisivos: reducción del empleo estable, aumento del trabajo
ocasional y del empleo informal o “en negro”, baja de los salarios y
aumento de la desocupación son los datos generales. Desde el punto
de vista del trabajador, significó una pérdida de la cantidad y
calidad del trabajo, y la combinación habitual de ciclos de empleo
ocasional con otros de desocupación. Pero el cambio fue más
profundo. Los índices que medían niveles salariales o de desempleo
fueron perdiendo su antiguo sentido, en beneficio de los referidos a
la pobreza o indigencia, basados en los hogares y sus necesidades. Se
ha estimado que en el Gran Buenos Aires hacia 2000 el índice de
pobreza variaba entre el 25% en las zonas más protegidas y el 43%
en las más abandonadas.
Las cifras globales no dan cuenta de la heterogeneidad de este
mundo ni del impacto diferente que tuvieron tanto los cambios del
antiguo mundo laboral como el ingreso de nuevos pobres,
provenientes de los sectores medios en declinación, así como de
nuevos contingentes de migrantes, tanto del interior como de países
vecinos. María del Carmen Feijóo trazó un cuadro de esas
diferencias en el Gran Buenos Aires en 2000, en vísperas de la crisis.
En los barrios más viejos y cercanos a la Capital, con pocos
asentamientos nuevos, había muchos talleres cerrados, a menudo
convertidos en kioscos. En el segundo cordón, se encontraban las
ruinas
del
antiguo
mundo
industrial
-fábricas
desaparecidas,
remplazadas por hipermercados- y muchos asentamientos nuevos,
en tierras fiscales o privadas, en general inadecuadas para asentar
viviendas. En el tercer cordón, predominaban los asentamientos
posteriores a 1960, donde una habitación precaria indicaba el inicio
frustrado del proyecto de casa propia. El cuarto cordón, el más
pobre, entre urbano y rural, carente de infraestructura y servicios,
reunía a los expulsados de las villas de Buenos Aires con los
inmigrantes recientes. Es un dibujo grueso, pues lo característico del
conurbano es el imbricado entrelazamiento de lo viejo y lo nuevo,
los barrios deteriorados de clase media, las villas de emergencia más
pobres y también los lujosos countries y barrios privados, cercados y
vigilados.
Otros cambios, más profundos, tuvieron que ver con los valores
y proyectos de vida. El mundo de los ricos y exitosos, profusamente
exhibido por la televisión, puso en cuestión las expectativas de la
antigua sociedad: para qué trabajar o ahorrar, para qué estudiar,
para qué obedecer la ley, si no había recompensa probable. El
cuestionamiento fue más fuerte entre aquellos jóvenes cuyos padres
no llegaron a tener un trabajo estable, que no trabajaban ni
estudiaban y combinaban el consumo de cerveza o de drogas con la
delincuencia
ocasional.
Según
Gabriel
Kessler,
la
misma
combinación entre trabajo y delito ocasional era frecuente entre
quienes salían cada día a buscar cómo mantener a su familia y
eventualmente hacerse de un ingreso extra. Pero la lucha por la
supervivencia también estimuló una solidaridad orientada a unir y
fortalecer las demandas: tierra para una vivienda precaria, alimentos
o alguno de los diversos subsidios repartidos por el Estado o las
organizaciones no gubernamentales.
La retirada del Estado fue uno de los aspectos más dramáticos de
la nueva situación. La atención médica, que ya era desigual, declinó
espectacularmente. Los hospitales públicos -que supieron ser el
orgullo de la vieja Argentina- se deterioraron por sus escuálidos
presupuestos y por la concurrencia masiva de los pobres carentes de
obras sociales sindicales. Aunque también deterioradas, las escuelas
fueron de las pocas instituciones estatales que permanecieron en
pie. Se convirtieron en agencias múltiples, dedicadas a ofrecer
alimentación, salud o contención familiar, a costa de su función
docente específica. Otros factores concurrieron en el deterioro de la
escuela pública: un sindicalismo que concentró sus huelgas en las
escuelas estatales, un sostenido deterioro de la formación docente y,
por último, una reforma educativa mal encarada -particularmente
en la provincia de Buenos Aires-, que destruyó las instituciones
existentes sin alcanzar a reemplazarlas por otras. Quien pudo
pagarlo, abandonó la escuela pública, que perdió su tradicional
papel integrador y se convirtió en otra institución reproductora de
la desigualdad.
También retrocedió el Estado en su función de proveer
seguridad. En los grandes conglomerados se hizo más difícil la
prestación de servicios, en parte por el acelerado crecimiento de la
población y también por el acentuado cuestionamiento social a las
normas, ya fuera por declararlas autoritarias, por no percibir que
hubiera sanciones por su incumplimiento o simplemente por
ignorancia de su vigencia y sentido. También contribuyó la propia
corrupción de la institución policial, en particular la de la provincia
de Buenos Aires, y algo parecido ocurrió con la justicia. En la “zona
gris”, que caracterizó Javier Auyero, el delito entró en la
habitualidad social, y la policía participó de sus frutos y hasta lo
organizó. Con la aquiescencia de las autoridades provinciales, la
célebre “Bonaerense” participó en las distintas actividades delictivas:
las tradicionales, como el juego y la prostitución, y las más
novedosas, como el robo de autos y camiones, el tráfico de drogas o
los secuestros.
El
Estado
reemplazó
las
costosas
y
complejas
políticas
universales de sus épocas de esplendor por intervenciones parciales
y focalizadas, allí donde detectó emergencias. Fue un conjunto de
acciones esporádicas, no sistemáticas y poco articuladas, menos
costosas y a la vez más útiles para obtener réditos políticos. Se
nutrieron
de
criterios
y
discursos
diversos
-desde
la
vieja
beneficencia a la moderna solidaridad social- y fueron ejecutadas
por agencias de distinto tipo: agencias estatales de distintos niveles,
organizaciones no gubernamentales, de índole y seriedad diferente,
y también las iglesias. Los fondos venían principalmente del Estado,
aunque en muchos casos los recibía de organismos internacionales
como el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo
(BID), que las recomendaron como un sustituto factible de las
antiguas políticas, que el Estado era incapaz de mantener. Se
destinaron a programas muy variados: vivienda, recalificación
laboral, fomento de emprendimientos, salud y educación. Es difícil
cuantificar la magnitud de la ayuda y también hacer un balance de
su eficacia. Puede afirmarse que el mundo de la pobreza no
desapareció, sino que, por el contrario, se consolidó. También que
estas acciones, aunque de manera irregular y poco equitativa,
contribuyeron a hacer menos terribles las consecuencias de la gran
mutación social.
La gran transformación tuvo efectos contundentes en la política,
sobre todo en el Gran Buenos Aires, de decisivo peso electoral. En
las barriadas pobres, la sociedad se articuló en torno de un complejo
universo
de
sociedades
de
fomento,
juntas
municipales,
cooperativas, comunidades parroquiales o evangélicas -de notable
crecimiento-, centros sociales y culturales, clubes de fútbol o
comedores.
En
este
entramado
social
surgieron
dirigentes,
comúnmente llamados “referentes”, con capacidad para establecer
un cierto orden y ayudar en la solución de las situaciones de
emergencia. Su tarea requería relacionarse con la administración
municipal que, a través de funcionarios de distinto nivel, repartía de
manera selectiva los bienes y servicios otrora asignados con criterios
más universales. Se planteó un desafío para los partidos políticos.
Quien más rápido se adecuó a estos cambios fue el peronismo, a
través de una densa red de unidades básicas, promovidas por
espontáneos punteros. Las unidades básicas fueron simultánea o
alternativamente
comedores,
jardines
o
centros
culturales,
convertidos en potenciales beneficiarios de los subsidios destinados
a las organizaciones no gubernamentales. Le dieron al Partido
Justicialista
(PJ)
una
organización
permanente,
flexible
y
autofinanciada, que también podía conectarse con las zonas más
oscuras de la sociedad -barras bravas y delincuentes de tiempo
parcial- que podían encargarse de una parte del trabajo político.
Punteros y referentes sociales articularon las redes políticas y
sociales. En una zona de legalidad imprecisa y lealtades cambiantes,
circularon empleos precarios, bolsones de comida, medicamentos,
favores variados y alguna protección judicial o policial. Entre
punteros y jefes barriales se negociaban contingentes de votantes,
importantes sobre todo para la disputa interna. Se trataba de
conjuntos antes que de individuos: redes familiares extensas, grupos
unidos por diversos tipos de solidaridades o simplemente habitantes
de un par de manzanas. El individuo sufragante, presionado por la
necesidad de asegurar la subsistencia y sin el amparo de otras
instituciones, se pareció poco al modelo de ciudadano racional y
autónomo. Subsumido en el grupo, encontraba en la elección la
ocasión para obtener, a cambio de su sufragio, algo de lo mucho que
necesitaba. Pero el beneficio concreto debía incluirse en un contexto
de
solidaridades,
valores
y
discursos
compartidos,
cuya
construcción constituyó todo un desafío para las organizaciones
políticas. Allí es donde el peronismo obtuvo una ventaja decisiva.
En
el
convergente.
resto de la
A
partir
sociedad, se
de
1983
la
produjo una evolución
ciudadanía
militante
y
comprometida dio nueva vida a los partidos políticos, que
discutieron los problemas de la agenda en un clima de concordia,
tolerancia y consenso. Pero, gradualmente, perdió relevancia el
debate de ideas y la formulación de líneas y propuestas. A la
desconfianza hacia lo que se llamó “las ideologías”, propia de la
época, se sumó el repliegue de la ciudadanía activa de 1983,
desilusionada con las promesas no cumplidas de la democracia, y
también la concentración del poder de decisión en la cúpula del
gobierno.
Los
partidos
acompañaron
esta
transformación
y
desarrollaron otras funciones, no menos importantes. Nuclearon a
una cantidad de gente joven que había decidido hacer de la política
su profesión. La nueva generación demostró eficiencia en manejar
campañas electorales de nuevo estilo -los medios masivos y las
encuestas
de
opinión
reemplazaron
las
antiguas
prácticas
militantes- y en proveer de cuadros eficientes para el Congreso o el
gobierno, capaces de adecuarse a las líneas políticas establecidas por
las jefaturas. Los dirigentes también se hicieron expertos en la
construcción de sus carreras y, gradualmente, fueron conformando
una nueva corporación. De ese modo, aunque la democracia
funcionó de manera normal, sin alteraciones institucionales, la
ciudadanía se fue reduciendo y los partidos perdieron vitalidad y
representatividad.
Las instituciones republicanas, restablecidas en 1983, se fueron
resintiendo, sobre todo después de 1989. Las urgencias de la crisis y
la idea de jefatura del peronismo tensaron al límite la relación entre
los poderes y de manera gradual se fue restableciendo la antigua
concepción de la democracia de líder. Sin embargo, en momentos
significativos el Congreso y la Justicia, junto con la opinión pública,
marcaron al Ejecutivo límites que la reforma constitucional buscó
consolidar. Se trató entonces de equilibrar las necesidades del
gobierno en tiempos de emergencia con las exigencias republicanas
de controles, balances y contrapesos.
En la segunda mitad de la década de 1990, se advirtió un cierto
renacimiento
del
espíritu
ciudadano,
que
se
manifestó
con
intensidad en las cuestiones pendientes del terrorismo de Estado.
Las organizaciones de derechos humanos trabajaron sobre una
brecha legal de la ley de obediencia debida -la sustracción de niñosque permitió retomar la acción penal contra algunos de los
responsables.
También
hubo
una
acción
militante
por
la
construcción de una memoria colectiva más fiel a los principios de
1983.
Instituciones
profesionales
y
especializadas,
hasta
una
un
nueva
competente
grupo
de
especialidad
académica
revitalizaron, con saludables controversias, el discurso político
moral original, que había sido arrinconado al comenzar los años
noventa. Su acción se desarrolló al costado de la política partidaria,
acentuando su función vigilante y censora. Por otra parte, entre el
activismo contestatario creció una nueva lectura del pasado, que
recordó el carácter de militantes de las llamadas “víctimas
inocentes”, soslayado en la versión del Nunca más. A la vez,
iniciaron la reivindicación de la lucha de los años setenta -e incluso
de su dimensión armada-, acorde con el nuevo clima de protesta
social que se insinuaba.
El fin del menemismo
Cuando el anunciado final de su mandato colocaba al presidente
Menem en la incómoda situación del “pato rengo”, una nueva crisis
internacional desequilibró el edificio económico e inició una larga
recesión. La devaluación de Tailandia en julio de 1997 dio lugar a
una serie de derrumbes -Corea del Sur, Japón, Rusia- que minó la
confianza global en las “economías emergentes” y reorientó las
inversiones hacia mercados más seguros. Otro golpe duro fue la
devaluación de la moneda brasileña, a principios de 1999. La
imprevista medida alteró las relaciones comerciales, intensificadas
desde 1995 con el Mercosur. Cayeron las exportaciones y hubo un
aluvión
de
importaciones.
Las
empresas
locales
reclamaron
protección, y las más grandes consideraron la posibilidad de
trasladarse a Brasil. La devaluación del peso, que habría solucionado
de manera sencilla estos desequilibrios, era imposible por el
régimen de la convertibilidad, que comenzó a mostrar su cara
negativa.
La crisis fue más profunda y prolongada que la del “Tequila”.
Todo se sumó: aumento de los intereses de la deuda, escasez y alto
costo del crédito, caída de los precios de productos exportables y
recesión interna. En 1998, el PBI retrocedió alrededor del 4% y la
producción de automotores cayó casi a la mitad. Muchas empresas
y bancos fueron vendidos a corporaciones multinacionales o a
grandes fondos de inversión. El gobierno de Menem llegó a su final
sin margen siquiera para hacer beneficencia electoral, y debió cerrar
su presupuesto con un déficit abultado y una deuda externa que
trepaba por entonces a 160 mil millones de dólares, el doble que en
1994.
Constreñido a profundizar el ajuste, Menem empezó a sufrir
una oposición social cada vez más activa. Quienes hasta entonces
habían callado empezaron a hablar, y las demandas confluyeron, se
expresaron de manera novedosa y efectiva y ganaron una nueva
legitimidad.
Antes de 1995, las manifestaciones sociales habían tenido, en
general, escasa difusión y proyección. En 1995, se hicieron más
violentas y espectaculares en varias provincias, encabezadas por
empleados públicos que cobraban en bonos provinciales de dudoso
valor; en Tucumán se agregó el cierre de varios ingenios y en Tierra
del Fuego, el retiro de las fábricas electrónicas, ante el fin del
régimen promocional. Al año siguiente, mientras las organizaciones
gremiales -la CGT, el MTA y la CTA- confluían para realizar dos
huelgas generales contra la ley de flexibilización laboral y la política
económica, la oposición política impulsó una protesta ciudadana
consistente en un apagón eléctrico y un “cacerolazo”. En esa época,
la Iglesia cambió su anterior posición y empezó a sumarse a las
protestas. En 1997, los gremios docentes instalaron frente al
Congreso una “carpa blanca”, donde desarrollaron una protesta de
gran repercusión en los medios y la opinión, sin el costo de la
interrupción de las clases.
Por
entonces,
estaban
surgiendo
las
organizaciones
de
desocupados, los “piqueteros”, identificados en primer lugar por
una forma novedosa de protesta: el corte de la ruta. Comenzaron en
1996 en Cutral Có, en Neuquén, y de manera más contundente
poco después en Tartagal y General Mosconi, en Salta. En ambos
lugares la presencia de YPF era central en toda la vida comunitaria, y
los
trabajadores
“piqueteros”
despedidos
cortaron
las
encabezaron
rutas,
la
protesta.
incendiaron
Los
neumáticos,
organizaron ollas populares y reunieron además a jóvenes que
nunca pudieron trabajar, a sus familiares y amigos, dispuestos a
enfrentar a pecho descubierto, con piedras y palos, una represión
que fue muy dura. Era la movilización de los desocupados, violenta
y a la vez reacia a cualquier tipo de acción organizada. El gobierno a
veces apeló a la Justicia y otras a la Gendarmería, y entonces hubo
violencia, heridos y hasta muertos. Otras veces negoció, entregando
ayuda en alimentos o ropa, y sobre todo contratos de empleo, los
“planes Trabajar”, transitorios y siempre insuficientes; con ellos
lograba un alivio momentáneo del conflicto, pero a la vez generaba
nuevos reclamos.
La organización de los desocupados también se desarrolló, en un
contexto distinto, en el Gran Buenos Aires, donde el mundo de la
pobreza era más antiguo y diverso. Allí había una tradición de
organizaciones sociales dedicadas a los problemas de la tierra -la
falta de títulos de propiedad- y de la vivienda. En la zona de La
Matanza -un distrito que ya contaba con más de un millón de
habitantes-, la Federación de Tierra y Vivienda (FTV) y la CTA -que
incluía
distintos
grupos
gremiales
y
sociales
no
peronistas-
impulsaron los reclamos de los desocupados, y lo mismo hizo la
Corriente
Clasista
y
Combativa
(CCC),
originada
en
grupos
sindicales de izquierda. El gobierno nacional y el provincial
distribuían por entonces distintos planes de ayuda, como el ya
mencionado “Trabajar”, principalmente a través de las intendencias
y las redes políticas del peronismo. Las nuevas organizaciones
reclamaron su parte en el reparto de planes, y lo hicieron cortando
rutas. En 1998, estas organizaciones estaban sólidamente instaladas
en La Matanza, y otros grupos se desarrollaban en la parte sur del
conurbano.
Este tipo de movilización callejera se acentuó a medida que
avanzaba la crisis, involucrando a grupos muy variados: estudiantes,
empleados
públicos,
productores
rurales
o
desocupados,
que
marchaban, cortaban las calles o atacaban edificios públicos. Como
en los años setenta, la política volvía a las calles; lo hacía sin la
dimensión revolucionaria de aquella época, pero se desarrollaba
ante la televisión, pues la espectacularidad fue clave en la nueva
protesta.
Simultáneamente, la perspectiva de las elecciones presidenciales
de 1999 agitó el ambiente en el peronismo, donde comenzó a
cuestionarse la “gran transformación”. Ya en 1995, apenas reelecto
Menem, el gobernador de Buenos Aires, Eduardo Duhalde, anunció
su candidatura, tomó distancia del “modelo” y reivindicó las
banderas históricas del peronismo. Pese a que la Constitución era
categórica al respecto, Menem intentó jugar la carta de otra
reelección -la “re-reelección”-, en parte para tratar de conservar el
poder hasta el final, y lanzó de modo informal su candidatura,
distribuyendo millones de camisetas, globos y carteles que decían
simplemente “Menem 99”.
Se inició una guerra violenta entre el antiguo jefe del
justicialismo y quien pretendía sucederlo. Uno de los caminos fue la
denuncia periodística de hechos de corrupción, nutrida con
informaciones que unos y otros hacían circular para perjudicar a sus
ocasionales rivales. Los medios difundieron ampliamente episodios
como la venta clandestina de armas a Croacia y a Ecuador, las
exportaciones ficticias de la “mafia del oro”, la “aduana paralela”,
más tolerante que la oficial, o los sobornos de la empresa IBM a los
directores del Banco Nación. También hubo hechos violentos, como
la explosión de la fábrica de armamentos de Río Tercero, que habría
borrado las huellas del contrabando de armas, a costa de muchas
vidas.
Se trató de un “destape”, que instaló el tema de la corrupción en
la agenda pública. La Policía de la Provincia de Buenos Aires, “la
Bonaerense”, apareció implicada en varios casos de delincuencia,
incluido el atentado a la AMIA, ocurrido en 1994. Poco después
estalló el “caso Cabezas”: el brutal asesinato de un periodista gráfico,
por orden del empresario Alfredo Yabrán, con la complicidad de
miembros de la Bonaerense. Poco antes de ser capturado, Yabrán se
suicidó. Quedó claro que la corrupción penetraba en todas las
instituciones del Estado, y que la violencia mañosa era parte de la
disputa por el poder y los negocios.
En octubre de 1997, el justicialismo sufrió una fuerte derrota en
las elecciones legislativas. Perdió incluso en sus bastiones: Santa Fe y
Buenos Aires, donde la esposa del gobernador encabezaba la lista de
diputados. Duhalde, el “candidato natural”, quedó maltrecho, y
Menem lo golpeó aún más: afirmó que sólo él podía ganar en 1999,
y se lanzó abiertamente a una nueva reelección. Como en 1994, jugó
varias cartas: una interpretación caprichosa de la Constitución por
parte de la Corte, o un plebiscito que demandara la reforma
constitucional. A la vez, presionó a los gobernadores para alinearlos
con él y dejar desamparado a Duhalde. Al fin la Justicia declaró que
su proyecto era absolutamente ilegal.
Enfrascados
en
su
conflicto,
Menem
y
Duhalde
se
desentendieron de las instituciones, y también de la suerte del
peronismo, cuya derrota se adivinaba. Aunque fracasó, Menem
pudo mantener viva la ilusión casi hasta el final de su período.
Además, logró herir a Duhalde, que en la campaña electoral tuvo
que acentuar su perfil opositor al gobierno que integraba, y
presentar
propuestas
alternativas,
que
cuestionaban
la
convertibilidad. Los gobernadores peronistas prefirieron tomar
distancia del conflicto; abandonaron el proyecto de Menem, pero
sin comprometerse con el destino de Duhalde, que no pudo
encabezar un partido unido y galvanizado. Como en 1983, el
peronismo llegó a la elección de 1999 sin líder, y fue derrotado.
Por entonces, el despertar de la civilidad se manifestó en la
política. Fue una nueva “primavera” ciudadana, más modesta que
las anteriores, pero indicativa de que la sociedad seguía viva. A las
batallas por la memoria y la protesta social, se agregó el debate
público sobre la injusticia social, la corrupción, el abuso de poder y
la impunidad. En ese contexto, la propuesta del Frepaso, una
coalición política reciente, logró dar forma al entusiasmo y la
voluntad colectivos.
En 1995 -se dijo antes-, el Frepaso había tenido en su debut un
promisorio desempeño en las elecciones presidenciales, aunque casi
en seguida se alejó su candidato presidencial, José O. Bordón. Pero a
fin de ese año, Graciela Fernández Meijide fue electa senadora por
la Capital Federal, con el 46% de los votos, mientras el gobierno
sufría otras dos derrotas, en Tucumán y en Chaco. Convergían en el
Frepaso disidentes del peronismo y del radicalismo, socialistas y
otros grupos de izquierda, movimientos sociales, vinculados con la
CTA, así como fragmentos de la maquinaria electoral justicialista.
Fue una fuerza política sin una gran inserción territorial ni una
estructura institucional clara, pero con un dirigente de fuerte
liderazgo: Chacho Álvarez. El Frepaso recogió distintas aspiraciones
del momento: la renovación de la política y de los hombres, y la
constitución de una fuerza de centroizquierda, alternativa de los dos
partidos tradicionales. Sin repudiar de raíz las políticas de la gran
transformación de los noventa, puso el acento en los problemas
sociales y en las cuestiones éticas y políticas: la corrupción y el
deterioro de las instituciones. Manejó con habilidad las nuevas
técnicas de comunicación y logró imponer su mensaje.
La UCR logró superar los efectos del final de la presidencia de
Alfonsín y obtuvo algunos éxitos electorales significativos, sobre
todo con Fernando de la Rúa, electo en 1996 primer jefe de
Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires, cuya autonomía política
había sido establecida en la reforma constitucional de 1994. Desde
1995, la UCR y el Frepaso iniciaron conversaciones para concertar su
acción y avanzar hacia una alianza formal, no fácil de establecer,
pues la UCR tenía una vieja resistencia a los acuerdos políticos. Pero
primó la convicción de que juntos podían vencer al justicialismo. En
1997 crearon la Alianza por el Trabajo, la Justicia y la Educación, y
obtuvieron un notable triunfo en las elecciones legislativas: en total,
superaron al PJ por diez puntos, y Graciela Fernández Meijide, dos
veces triunfadora en la Capital, venció en la provincia de Buenos
Aires a Chiche Duhalde, la esposa del gobernador.
Mientras el justicialismo se desgarraba en su pelea interna, la
Alianza avanzó hacia el triunfo en 1999. Como la mayoría de la
opinión tenía puesta su fe en la convertibilidad, se acordó no
cuestionarla y poner el acento en la equidad social, las instituciones
republicanas y la lucha contra la corrupción. La candidatura
presidencial se resolvió mediante una elección abierta, en la que De
la Rúa venció ampliamente a Fernández Meijide. Lo acompañó en la
fórmula Chacho Alvarez; en el justicialismo, Palito Ortega hizo lo
propio con Duhalde; por su parte, Domingo Cavallo creó otra
fuerza política, Acción para la República, para ganar el voto del
sector de centroderecha.
En las elecciones de octubre de 1999, De la Rúa y Álvarez
obtuvieron un triunfo claro: el 48,5% de los votos, casi diez puntos
más que Duhalde. En el momento de asumir, la Alianza gobernaba
en seis distritos y tenía mayoría en la Cámara de Diputados; el
justicialismo tenía amplia mayoría en el Senado y controlaba 14
distritos, entre ellos los más importantes: Buenos Aires, Santa Fe y
Córdoba, donde en el año anterior los radicales habían perdido la
gobernación por primera vez desde 1983. De la Rúa recibió un
poder limitado en lo político y condicionado por la crisis
económica, que seguía su desarrollo. Pronto se agregaría la
dificultad para transformar una alianza electoral en una fuerza
gobernante. Mientras tanto, el segundo peronismo, replegado en sus
bastiones, continuó desarrollando su proceso de transformación y
arraigo.
X. Crisis y reconstrucción, 1999-2005
El GOBIERNO de la Alianza debió enfrentar un complejo problema
económico, centrado en el mantenimiento o el abandono de la
convertibilidad. El presidente De la Rúa renunció en diciembre de
2001, cuando comenzaba una profunda crisis económica, política y
social, y Eduardo Duhalde fue elegido por el Congreso para
completar su mandato. Durante 2002, la crisis se desplegó
plenamente,
pero
a
comienzos
de
2003
el
gobierno
había
conseguido encarrilar los principales problemas. En mayo de ese
año, fue electo presidente Néstor Kirchner, quien inicialmente
completó la tarea iniciada por Duhalde, con la colaboración del
ministro de Economía Roberto Lavagna. En 2005, ya con la
economía en expansión y las cuentas fiscales saneadas, Kirchner
despidió a Lavagna y se hizo cargo plenamente del gobierno. Se
cerraba la transición y comenzaba el kirchnerismo, la nueva fase del
segundo peronismo.
El gobierno de la Alianza
Encabezada por Fernando de la Rúa, la Alianza por el Trabajo, la
Justicia y la Educación llegó al gobierno con un amplio crédito de
confianza y varios problemas de solución casi imposible. Su poder
estaba limitado por la presencia dominante del peronismo en el
Senado y en la mayoría de las provincias. En el interior de la
coalición
había
diagnósticos
y
propuestas
diferentes
y
poco
ensambladas. La movilización social, latente desde 1998, seguía
presente y articulada. Sobre todo, la economía ponía un límite
férreo a la acción del gobierno.
El nuevo gobierno recibió una economía que estaba en recesión
desde 1998, un déficit fiscal mucho mayor del previsto y un régimen
de convertibilidad cuyo mérito residía en limitar estrictamente la
acción estatal en materia monetaria y asegurar a los inversores
globales -preocupados por la seguridad de sus fondos- que el país
cumpliría con sus compromisos. Quedó en evidencia toda la
fragilidad de la bonanza de los noventa. Así lo entendió la opinión
pública: todo reposaba sobre la convertibilidad, y mantenerla fue la
nueva ilusión colectiva y también el principal respaldo del gobierno.
Las políticas que contribuían a sostener la convertibilidad, con la
esperanza de que se reiniciara el ciclo virtuoso, profundizaban la
recesión local. El estancamiento se manifestaba en la experiencia
cotidiana: elevada desocupación, empleo “en negro”, tasas de interés
altísimas, retracción comercial, atraso en los pagos del Estado y
desaliento a los inversores. Para convencer a sus acreedores, el país
debía cumplir con sus compromisos, y esto sólo era posible con
nuevos préstamos. El Fondo Monetario Internacional (FMI) se
mostró tolerante y benévolo con el país mientras duró la
administración Clinton en Estados Unidos. Pero la perspectiva de
quienes manejaban los grandes fondos de inversión privados era
distinta: sólo les preocupaba abandonar a tiempo un mercado
riesgoso. El “riesgo país”, la sobretasa de interés que debía pagarse
en los mercados financieros mundiales, registraba la fragilidad de la
solvencia, sostenida por hilos cada vez más tenues.
La convertibilidad, sumada a diez años de inflación interna, tuvo
como
consecuencia
competir
en
los
un
peso
mercados
sobrevaluado,
mundiales;
que
así
hacía
difícil
retrocedieron
las
exportaciones industriales, que habían sido uno de los pilares de la
transformación de los noventa. Pagar los vencimientos de la deuda
requería un enorme esfuerzo fiscal y una reducción de los gastos del
Estado: congelar salarios, suprimir partidas, achicar la inversión.
Todo ello profundizaba la recesión, y además reducía los ingresos
provenientes de los impuestos.
Así, los distintos problemas confluían en el “ajuste” fiscal. El
Estado gastaba más de lo que percibía. En parte porque no recibía
nuevos préstamos, en parte por la recesión y en parte porque
durante la bonanza de los noventa el gobierno no había controlado
los gastos, había alimentado la maquinaria política, cuyo apoyo
necesitaba,
y
también
al
vasto
sector
de
prebendados
y
depredadores de distinto tipo que sorbían sus recursos.
En 2000, no se discutían tanto las causas profundas como las
consecuencias: quiénes serían los afectados por la inevitable
reducción fiscal y cómo se equilibrarían las presiones de los
afectados, más impuestos, menos salarios, menos fondos para los
gobiernos provinciales. Éste era un problema particularmente
complejo, en el que se cruzaban cuestiones políticas y sociales; el
gobierno nacional necesitaba reducir las transferencias a las
provincias; los afectados -en especial los empleados estatales
provinciales-
reaccionaban
violentamente
y
los
gobernadores
debían afrontar esos conflictos y a la vez negociar con el gobierno
nacional.
En 2000, la política económica fue conducida de manera
ecléctica
y
razonable
por
el
ministro
José
Luis
Machinea,
combinando un poco de ajuste salarial, un poco de elevación de
impuestos y un poco de reducción de gastos. Por otro lado, apostó a
la reactivación, y trató de atraer a los empresarios reduciendo los
costos salariales mediante la reforma de la ley laboral. Sobre todo,
consiguió el apoyo del FMI, que a fines de 2000 acordó fondos para
el “blindaje” de la deuda externa.
Pero la recesión no cedió, la desconfianza de los inversores se
mantuvo, continuó la fuga de capitales, aumentó el riesgo país y se
alejaron las posibilidades de nuevos préstamos. En marzo de 2001,
Machinea dejó su lugar a Ricardo López Murphy, quien apostó a
reducir el déficit del Estado mediante un drástico recorte de gastos.
Hubo una reacción social y política generalizada, y el ministro
abandonó su cargo de inmediato. Entonces De la Rúa convocó a
Domingo Cavallo, el “padre de la convertibilidad”, transformado en
la única esperanza de salvación para la ya desesperada opinión
pública. Cavallo se convirtió de hecho en un “superministro”, un
papel adecuado a su personalidad.
En medio de una crisis social ya desbocada, Cavallo ensayó una
solución no ortodoxa: cerrar las importaciones y reactivar las
exportaciones industriales, mediante estímulos fiscales. Pero el
elevado costo fiscal de esta política aumentó la desconfianza de los
inversores y la fuga de dólares. Por entonces se había agregado otra
dificultad: la nueva administración estadounidense, encabezada por
George W. Bush, retaceó su apoyo al gobierno argentino, y después
del episodio del 11 de septiembre de 2001, se desentendió
completamente de su suerte.
Al borde de la cesación de pagos, Cavallo se concentró en la
deuda externa. Primero acordó con los acreedores un “megacanje”,
permutando vencimientos inmediatos por otros a mayor plazo y
mayor interés. Intentó flexibilizar la convertibilidad, combinando
en la paridad dólares con euros, con resultado catastrófico: el Estado
estaba admitiendo que la insolvencia estaba cercana. La última y
desesperada medida para recuperar la confianza de los inversores
fue anunciar en julio de 2001 un presupuesto de “déficit cero”: el
Estado sólo pagaría el equivalente de lo que recaudara. De
inmediato se advirtieron las consecuencias: recortes de sueldos y
jubilaciones y sobre todo reducción de las transferencias a las
provincias. Para pagar los sueldos, los gobiernos provinciales
emitieron bonos y otras cuasi monedas que sólo circulaban en cada
provincia. Pero a juzgar por el “riesgo país”, que ya llegaba a las
nubes, nada cambió las expectativas de los inversores.
Al implacable avance de la crisis fiscal se sumó una movilización
social de creciente intensidad. Pese a ello, el gobierno de la Alianza
tuvo inicialmente un razonable margen de maniobra. El peronismo,
muy desarticulado, no lo obstaculizó de manera sistemática: los
gobernadores negociaron los fondos de sus provincias y los
senadores negociaron sus votos para la aprobación de las leyes. Por
otra
parte, a medida
que
se
revelaba la fragilidad de la
convertibilidad, la opinión pública apoyó firmemente a un gobierno
que parecía ser la última garantía de su mantenimiento.
Pero la Alianza, exitosa en lo electoral, no fúncionó como
coalición de gobierno. Por razones profúndas o mezquinas, la
Unión Cívica Radical (UCR) tuvo fricciones cada vez más fuertes
con el grupo que rodeaba a De la Rúa. Alfonsín fue tomando
distancia de la defensa a ultranza de la convertibilidad. El
vicepresidente
Carlos
Álvarez,
nexo
entre
ambos
dirigentes
radicales, procuró ampliar la Alianza dialogando con el espectro no
peronista, mientras que el presidente apostó a la colaboración de los
senadores y los gobernadores justicialistas. Combinar tendencias y
puntos de vista divergentes no era imposible, pero hubiera
requerido un liderazgo, una decisión y un talento político de los que
De la Rúa carecía, de modo que los conflictos se agudizaron.
El “escándalo del Senado” desencadenó la ruptura. En abril de
2000, se aprobó la ley de reforma laboral, resistida por los
sindicatos. Poco después trascendió que un grupo de senadores,
peronistas
y
radicales,
habían sido sobornados para que la
aprobaran. Al parecer, se trataba de una práctica habitual durante el
gobierno de Menem, a la que habría recurrido el ministro de
Trabajo Alberto Flamarique, encargado de la operación. Chacho
Álvarez, en su calidad de presidente del Senado, impulsó una
investigación profunda, acorde con la propuesta del Frepaso sobre
la reforma política. Los senadores peronistas y radicales se unieron
para obstaculizarla y defender al cuerpo, y Álvarez sólo tuvo un
tibio respaldo de De la Rúa. Finalmente, sólo hubo algunas
renuncias entre los senadores y la investigación se paralizó, pero
Álvarez, visiblemente desautorizado por el presidente, renunció a su
cargo en octubre de 2000.
Su renuncia desencadenó una crisis en el gobierno. Aunque
Álvarez sostuvo que el Frepaso seguía integrándolo, e incluso
continuó aconsejando a De la Rúa -por ejemplo, sobre la
incorporación de Cavallo al gabinete-, los diputados del Frepaso se
desgranaron. A fin de 2000, varios grupos desprendidos de la UCR,
el Frepaso y el socialismo constituyeron Afirmación para una
República Igualitaria (ARl), que encabezó Elisa Carrió. Las medidas
de ajuste que en marzo propuso López Murphy, aunque efímeras,
sumaron nuevas deserciones y acabaron con la frágil mayoría que el
gobierno tenía en Diputados. La designación de Cavallo, que
fúncionó como un virtual jefe del gabinete, distanció a Alfonsín,
quien comenzó a explorar la alternativa de un gobierno de unidad
nacional capaz de iniciar el abandono de la convertibilidad.
Aislado de sus aliados, y encerrado en un círculo muy reducido,
el gobierno enfrentó las elecciones legislativas de octubre de 2001.
En ellas el desempeño de la UCR fue malo; el peronismo, que
también
perdió
muchos
votos,
sin
embargo
avanzó
considerablemente en el control de las Cámaras. Los partidos de
izquierda y el ARI obtuvieron buenos resultados. Pero lo más
notable fue lo que se llamó el “voto bronca” o “voto castigo”: un
22% de los sufragantes votó en blanco o anuló su voto. Un 24% no
fue a votar, un porcentaje un poco mayor que el normal. El “voto
bronca” file impulsado por una campaña sistemática, que dio forma
y expresión a la extendida disconformidad de la ciudadanía. Se
culpaba al conjunto de los políticos de las dificultades económicas,
de no hacerse cargo de las demandas de la sociedad y de
preocuparse sólo por defender sus privilegios.
Protesta, crisis y final de la Alianza
Las elecciones de octubre iniciaron la crisis final del gobierno. Los
senadores peronistas eligieron a uno de ellos -Ramón Puertacomo presidente provisional del Senado, primero en la línea
sucesoria luego de la renuncia de Álvarez. Anunciaban así que se
preparaban para retomar el gobierno. Los gobernadores peronistas
se organizaron para defender su parte de unos recursos fiscales que
se reducían aceleradamente. El gobierno, huérfano del respaldo del
FMI -pese a los desesperados intentos de Cavallo- comenzó a
recortar todo tipo de gastos, lo que agudizó las reacciones.
La crisis fiscal reactivó la protesta social, que renació a mediados
de 2000 y creció sostenidamente, hasta culminar en diciembre de
2001. La singularizó su dimensión nacional, su heterogeneidad y la
convergencia
práctica.
Prendió
primero
en
algunas
capitales
provinciales lejanas de Buenos Aires. En mayo de 2000, hubo un
nuevo corte en General Mosconi, Salta, duramente reprimido, que
concluyó con una pueblada victoriosa e importantes logros. En
noviembre del mismo año las organizaciones piqueteras de La
Matanza obtuvieron un éxito similar, en momentos en que estallaba
otro episodio violento en Mosconi. Las cosas fueron más duras en
2001. El “déficit cero” establecido por Cavallo en julio y su secuela
de
recortes
presupuestarios
profundizaron
el
descontento,
involucrando ciudades menores y pueblos. A fines de año, como se
verá, los vecinos de la ciudad de Buenos Aires pasaron de
espectadores a participantes activos de una protesta que en las
grandes conurbaciones incluyó el saqueo, la violencia, la represión y
las muertes.
Los protagonistas se fueron ampliando y renovando. Las dos
CGT y la Central de Trabajadores de la Argentina (CTA), unidas o
separadas, convocaron a huelgas generales y organizaron marchas
nutridas y turbulentas. Muy activos fueron los trabajadores estatales
de las capitales provinciales, y sobre todo los docentes. En los
municipios, la protesta se profundizó al sumar a organizaciones
vecinales y otras redes de base territorial.
Pero
los
actores
principales
fueron
las
organizaciones
“piqueteras”. Su peso se incrementó cuando el gobierno de la
Alianza, que trataba de reducir la influencia de las redes políticas
peronistas, decidió negociar con ellas y encargarles la distribución
de los planes de ayuda. Esto confirmó la intuición de los
demandantes: como en los noventa, el gobierno renunciaba a
aplicar
políticas
universales
y
se
ocuparía
de
aquellos
que
presionaran adecuadamente. Como los beneficios otorgados eran
precarios, las demandas crecientes y la competencia intensa, las
organizaciones
debían
permanecer
activas,
para
defender
lo
recibido y ampliarlo. De ese modo se cerraba el círculo: en
definitiva, el Estado subsidiaba y hacía crecer a los grupos que se
habían organizado para presionarlo.
Las organizaciones piqueteras eran complejas: al núcleo de
desocupados se sumaban jubilados, ocupantes de tierras y, en
general, familias necesitadas. Construir las organizaciones fue la
tarea de veteranos militantes sociales, antiguos dirigentes sindicales
y también activistas políticos. Una novedad fue la participación de
las mujeres, que articularon la dimensión militante con las tareas
comunitarias,
de
proliferaron,
con
creciente
importancia.
diferencias
de
Las
envergadura,
organizaciones
perspectivas
y
estrategias, aunque coincidieron en la táctica -el corte de rutas y de
calles- y en la práctica organizativa, basada en las asambleas, en las
que se discutía lo concreto y lo general. Diferían en sus perspectivas
de largo plazo. Para algunas organizaciones, el horizonte estaba en
las
puebladas
y
en
la
insurrección
popular.
Otras
fueron
promovidas por partidos de izquierda, que las acomodaron a sus
respectivas líneas políticas. Un grupo importante apuntó a lo que
llamaban la autoorganización popular. Un punto esencial eran los
subsidios
necesitados
estatales,
y
que
además
solucionaban
posibilitaban
los
el
problemas
funcionamiento
de
los
y
la
expansión de las organizaciones. Las organizaciones piqueteras
procuraron darle un significado diferente al que era común en el
ámbito de las redes del peronismo. Los subsidios no debían ser
considerados una dádiva, sino una conquista. El Estado tenía la
obligación de garantizar los derechos básicos de los ciudadanos: la
salud, la educación, la alimentación, el trabajo y la vivienda. No
hacerlo suponía una injusticia que debía ser reparada, y en ello
residía el derecho y la dignidad.
En 2001, las organizaciones piqueteras pasaron a primer plano,
avanzando en su integración y coordinación. A fines de julio se
reunió una Asamblea Piquetera Nacional, y se acordó un plan de
acciones en común, que culminó el 7 de agosto con cortes de rutas
en todo el país. Sin embargo, afloraron las diferencias estratégicas y
hubo muchas escisiones. Las organizaciones más antiguas, como la
Federación de Tierra y Vivienda (FTV) y la Corriente Clasista y
Combativa (CCC), impulsaban reformas sociales, como el seguro
universal que mejoraran la situación de los desocupados, y no
desdeñaban negociar con las autoridades. Las que eran impulsadas
por partidos de izquierda, como el Polo Obrero (PO), consideraban
que existía en el país una situación prerrevolucionaria y orientaron
sus acciones en ese sentido. A principios de diciembre este grupo
profundizó la escisión conformando el Bloque Piquetero.
En los últimos meses de 2001, el fantástico nivel alcanzado por el
“riesgo país” descartó cualquier posibilidad de acceso al crédito
internacional. Se corporizó así el fantasma del default o declaración
del cese de los pagos de la deuda. Unos sacaron sus dólares del país;
otros retiraron sus depósitos de los bancos. La corrida amenazaba
con destruir todo el sistema bancario. Para frenarla, Cavallo tomó
una medida excepcional, pronto conocida como “corralito”: el Io de
diciembre redujo a una pequeña suma la extracción de efectivo de
los bancos, aunque siguieron habilitadas las transferencias, los
cheques y los pagos con tarjetas. Pocos días después, ante la falta de
respuesta del FMI, se anunciaron nuevos cortes presupuestarios.
El
“corralito”
relanzó
la
protesta
social.
La
desafección
institucional, el cuestionamiento de todos los mecanismos de
representación y la búsqueda de nuevos canales se pusieron de
manifiesto en la adhesión al plebiscito convocado por el Frente
Nacional contra la Pobreza (FRENAPO), organizado por la CTA y
otras agrupaciones sociales y políticas, que proponía establecer un
ingreso ciudadano básico. Entre el 13 y el 17 de diciembre votaron
tres
millones
de
personas.
Los
organizados por distintas instituciones:
lugares
de
sufragio
fúeron
sindicatos, centros
estudiantiles, parroquias, asociaciones profesionales, sociedades de
fomento, hospitales, cárceles; su diversidad revela la extensión del
cuestionamiento.
Por entonces, la protesta ya había tomado otro rumbo. El 13 de
diciembre las tres centrales obreras organizaron un paro nacional
que tuvo una adhesión casi unánime; ese día, en muchas ciudades
hubo manifestaciones callejeras y actos de violencia que se
prolongaron en los días siguientes. Las organizaciones piqueteras
reunieron a su gente alrededor de los grandes supermercados y
negociaron con los gerentes y con algún funcionario público la
entrega de bolsones de alimentos. Pero la acción se extendió por
todo el país, y esa semana fúeron saqueados unos trescientos
negocios. La represión fúe inconexa, pero hubo 18 muertos
-algunos a manos de los comerciantes- y cientos de heridos.
El 18 de diciembre, comenzaron los saqueos en el Gran Buenos
Aires y en otros grandes conurbanos. En los barrios populares,
fúeron asaltados muchos supermercados pequeños, aprovechando
la sospechosa pasividad de las fúerzas policiales, que se limitaron a
proteger los locales de las grandes cadenas. Hubo una parte
importante
de
espontaneidad,
pero
también
los
estimularon
muchos dirigentes peronistas locales, con intención de darle el
último empujón al gobierno. El 19, la protesta estalló en la Capital
Federal, movilizando a nuevos actores. Al son de los cacerolazos,
salieron a la calle muchos vecinos de Buenos Aires, afectados por la
crisis o movilizados por la indignación y la desilusión. Por la noche
el presidente decretó el estado de sitio; no tuvo ningún efecto
disuasivo, pero en cambio avivó el conflicto y puso en movimiento a
quienes aún se mantenían apartados. En la Capital, se congregaron
frente al Congreso o en la Plaza de Mayo muchedumbres de
reclamantes, a las que se sumaron grupos del Gran Buenos Aires. El
día 20, la Policía reprimió a los manifestantes en la Plaza y hubo
cinco muertos.
Ya había renunciado el ministro Cavallo y el presidente, en un
último intento, convocó a un gobierno de unidad nacional. Por
entonces, los dirigentes peronistas y buena parte de los radicales
habían coincidido en que con De la Rúa la crisis no tenía salida. Por
la noche, el presidente renunció a su cargo y en un helicóptero
abandonó la Casa de Gobierno, sitiada por los manifestantes
furiosos. En esos días habían muerto un total de 39 personas.
Curiosamente, De la Rúa volvió al día siguiente a la Casa de
Gobierno, para esperar que su renuncia fúera aceptada.
Así terminó el breve interludio de un gobierno no peronista en el
ciclo del segundo peronismo. Surgida en un contexto de optimismo
ciudadano que recordaba el de 1983, la Alianza entusiasmó al
principio con su promesa de trabajo, educación y justicia, aunque
terminó concitando el apoyo de quienes, de manera más modesta,
querían
salvar
la
convertibilidad.
Ambas
aspiraciones
eran
igualmente utópicas. Los datos duros de la economía ya indicaban
en 1999 que, salvo algún cambio importante en las condiciones
externas, el derrumbe fiscal era imposible de detener. En los dos
años de gobierno de la Alianza los datos sólo cambiaron para peor,
en particular con la nueva política de Estados Unidos y el FMI.
Era inevitable que la crisis provocara un remezón social y
político. Pudo haber sido diferente su forma y su profúndidad, y eso
fúe responsabilidad del gobierno de De la Rúa. Al menos hasta
octubre de 2001, nadie se propuso definidamente derribarlo o
ponerle obstáculos imposibles de superar. La gestión de De la Rúa
no intentó sumar a otras fuerzas políticas y tratar de hacerlas
copartícipes de un derrumbe que se avizoraba, y del que también
eran responsables. Tampoco fúe capaz de mantener la unidad ciertamente precaria- de la Alianza. Con mayor habilidad política,
quizás hubiera podido evitar, si no el estallido social, al menos las
muertes. Quizá también hubiera podido morigerar el derrumbe
institucional y político, que a la larga fúe la herencia más dura
dejada por una crisis que en diciembre de 2001 recién comenzaba a
manifestarse.
El año de la crisis
Desde entonces, y durante 2002, la crisis se desplegó en todo su
alcance. Se conjugaron la crisis económica que originó el derrumbe
de la convertibilidad, la crisis política derivada de la acefalía
presidencial y profundizada por el cuestionamiento general a la
legitimidad de los gobernantes, y la crisis social, alimentada por la
de la economía y motorizada por la expresión de distintas formas de
protesta y reclamo. Como trasfondo, se desplegaron imágenes
terroríficas, quizás exageradas, pero operantes: guerra civil, saqueos,
quiebras en cadena, anarquía. Todo formó parte del “año de la
crisis”. Curiosamente, a fines de ese año, los fantasmas estaban
desapareciendo y los problemas parecían encaminarse a una
solución.
La crisis política transcurrió sobre un fondo de violentas
manifestaciones
sociales.
Con
la
presidencia
vacante,
el
protagonismo se trasladó a la Asamblea Legislativa, que dudó entre
designar un presidente interino que llamara inmediatamente a
elecciones o uno que concluyera el mandato de De la Rúa. La falta
de acuerdo entre los distintos sectores del peronismo llevó a elegir la
primera opción y, luego del breve interinato del presidente
provisional del Senado, Ramón Puerta, fue designado el gobernador
de San Luis, Adolfo Rodríguez Saá, quien contó con el apoyo de la
mayoría de los gobernadores. Pese a lo acotado de su mandato, el
nuevo presidente anunció que no se pagaría la deuda externa decisión aprobada por el Congreso entre aplausos y vítores
antiimperialistas- y encaró proyectos de largo plazo, para los que
buscó respaldo en distintos sectores sociales y políticos. Pero apenas
una semana después sus colegas le retiraron el apoyo, y optó por
renunciar, en días en que una multitud asaltaba el Congreso de la
Nación e incendiaba algunas oficinas. Interinamente asumió el
presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Camaño.
El primer día de 2002, la Asamblea Legislativa designó como
nuevo presidente -ahora para concluir el mandato de De la Rúa- a
Eduardo Duhalde, ex gobernador de Buenos Aires y candidato
presidencial derrotado en 1999. Era el quinto presidente en apenas
diez días. Duhalde tenía una importante base en su provincia, y
logró el apoyo de los gobernadores peronistas y de la UCR, lo que le
aseguró un buen respaldo en el Congreso. En cambio, la Corte
Suprema de Justicia -con mayoría de jueces designados por
Menem- le fue siempre hostil, sobre todo porque el Congreso inició
un juicio político a sus integrantes. En la calle, los distintos grupos
movilizados
seguían
reclamando
con
ira,
de
modo
que
la
legitimidad del nuevo presidente estaba lejos de ser sólida.
El Congreso resultó el ancla más sólida de un gobierno que
debió dar respuesta a situaciones no imaginadas. Nadie había
previsto el abrupto fin de la convertibilidad. No había una salida
que pudiera conformar a todos, y la cuestión fue cómo se
repartirían las pérdidas. Cada actor presionó por lo que consideraba
suyo. Las primeras medidas, tomadas bajo presión, fueron azarosas
y frecuentemente contradictorias, pero sus efectos resultaron
contundentes. Rodríguez Saá había anunciado el default de la deuda
externa privada, aunque se seguiría pagando la deuda privilegiada
con los organismos internacionales, como el FMI. El Congreso
agregó el fin de la convertibilidad y confirió amplios poderes al
presidente para las resoluciones consecuentes. Duhalde dispuso una
devaluación del 40%, de efectos limitados, pues llevó el dólar a 1,40
pesos, mientras que el dólar real llegó a cotizarse a 4 pesos. También
dispuso transformar en pesos las deudas en dólares, pero con
criterios diferentes: para quienes tenían deudas locales, a razón de 1
peso por dólar; para quienes tenían depósitos en bancos, a razón de
1,40 por dólar, más un coeficiente de indexación. Esto resultó
necesario, porque se extendió el “corralito” -que pasó a llamarse
“corralón”- a los depósitos a plazo fijo.
Esta masiva ruptura de los contratos dejaba una cantidad de
cuestiones por resolver, y por el momento no había acuerdo sobre
cómo hacerlo. A los bancos se les prometió un bono, para
compensar la diferencia entre acreencias y deudas. Se reformó la ley
de quiebras, para suspender la ejecución de la masa de afectados por
los cambios. Por su parte, muchos ahorristas recurrieron a la
justicia, y encontraron jueces que concedían recursos de amparo,
algunos con llamativa rapidez, que les permitían recuperar sus
depósitos bancarios. Esta salida de depósitos complicó la situación
de los bancos, que reclamaron una solución general al problema. La
Corte Suprema, en guerra franca con el gobierno, amenazó con
declarar inconstitucionales todas las medidas de excepción.
Entre tantas medidas forzadas, contradictorias o inconducentes
-como un proyecto de reforma constitucional-, Duhalde tomó una
decisión efectiva y de perdurables efectos sociales y políticos: la
creación del Plan Jefes y Jefas de Hogar, destinado a los
desocupados, para el que obtuvo fondos del Banco Mundial y del
Banco Interamericano de Desarrollo (BID). Tenía una cobertura
mucho
mayor
que
los
planes
anteriores
-apuntaba
a
la
universalidad- y su ejecución se derivaba a los intendentes,
asesorados por consejos consultivos en los que intervenían diversas
organizaciones, entre ellas las piqueteras. La suma entregada era
modesta -150 pesos, es decir, unos 40 dólares-, pero significativa.
En 2002 se habían otorgado más de un millón de subsidios, y un
año después llegaban a dos millones.
Los efectos tardaron unos meses en hacerse sentir, y en el año de
la crisis esto era una eternidad. A fines de abril, el gobierno había
perdido el control. El dólar se vendía a 4 pesos; las provincias
estaban inundadas de bonos, llamados eufemísticamente “cuasi
monedas”; la inflación del año llegaba ya al 21%, lo mismo que la
desocupación, más alta aún en el conurbano bonaerense. La mitad
del país se encontraba por debajo de la línea de pobreza, y una
cuarta parte traspasaba la línea de indigencia. El gobierno debía
encontrar soluciones rápidas para situaciones que no la tenían:
cómo satisfacer a ahorristas con depósitos “acorralados”, a bancos
amenazados por corridas, a acreedores con acreencias en dólares
convertidos a pesos, y sin la posibilidad de ejecutar a los deudores. Y
además, el FMI, convertido en el principal y más urgente acreedor,
había decidido no conceder nada al gobierno argentino hasta que
éste no realizara “cambios profundos”, que iban desde la restitución
de la ley de quiebras hasta una “hiperinflación controlada”, que
licuara todos los pasivos y llegara a lo que denominaban un nuevo
equilibrio. En el fondo de todos los problemas había una situación
común: todos los contratos estaban cuestionados, y no había
moneda. Como escribió Hugo Quiroga, “la moneda es productora
de sociabilidad”. Tras este cruce de intereses contradictorios, se
desenvolvía una crisis social profúnda y una crisis radical de
legitimidad política no menos aguda.
El doble cuestionamiento de la autoridad política y de la moneda
impulsó el despliegue de la crisis social y política. En el año de la
crisis se agravó la situación de los “perdedores” de la gran
transformación de las décadas anteriores y se sumaron nuevos
segmentos. En un escenario ampliamente exhibido por los medios,
expresaron su ira y sus reclamos, que nadie pudo ignorar. También
comenzaron a aparecer propuestas, fragmentarias, utópicas, pero
con una dosis de creatividad, para organizar de manera diferente la
sociedad y la política. Para muchos, la crisis fúe una oportunidad.
El escenario más visible de la crisis, y también el punto de mayor
concentración de sus expresiones, fue la ciudad de Buenos Aires,
sede del poder que concentraba los reclamos. Cada día se veían en la
Plaza de Mayo, el Congreso o los Tribunales manifestaciones de
vecinos indignados que golpeaban sus cacerolas o de ahorristas que
atacaban a martillazos las sedes de los bancos, rompiendo vidrieras
o pintando frases condenatorias. Los unía la consigna “que se vayan
todos”, referida en principio a los políticos, pero también a otros
grupos dirigentes. Asimismo cotidianamente aparecían columnas
de piqueteros, que lucían amenazantes, con sus palos y las caras
cubiertas con pasamontañas, reclamando subsidios y “planes”. Por
las tardes, los vecinos de los barrios se reunían en asambleas, para
deliberar y organizarse. Al anochecer, aparecían los cartoneros:
familias y grupos muy organizados que venían a buscar algo valioso
entre los residuos. Otros vecinos se organizaban en clubes de
trueque, para sustituir la moneda y mantener el mercado.
Soluciones de emergencia, protestas sin futuro, pero, a la vez,
intentos de buscar un camino distinto.
Las jornadas de diciembre, con su épica y sus mártires, pusieron
a los vecinos de Buenos Aires y de otras grandes ciudades en estado
de movilización. Continuaron marchando, golpeando sus cacerolas.
Luego de derribar a dos presidentes -pensaban-, su blanco era la
Suprema Corte de Justicia, que para unos era el emblema de los
aborrecidos años noventa y para otros la esperanza de un fallo
judicial que les devolviera sus ahorros. Los ahorristas constituían el
núcleo más violento de los manifestantes urbanos; era el grupo más
centrado en un objetivo específico y también contradictorio, pues la
furia en contra de los bancos unía a deudores y a acreedores.
La mayoría de los vecinos, devenidos ciudadanos, asumió la
responsabilidad de construir el interés general. Lo hicieron en las ya
mencionadas asambleas barriales -funcionaron más de cien en la
Capital y otras tantas o más en el resto del país-, caracterizadas por
la aspiración a la horizontalidad, al diálogo razonado y a una
democracia directa que cerrara la brecha dejada por el fracaso
político. En las asambleas se debatieron grandes cuestiones y otras
más específicas, de gestión barrial; se establecieron relaciones
solidarias con otros grupos -especialmente los cartoneros del
barrio- y se organizaron marchas y “escraches”: manifestaciones de
tinte jacobino contra personajes odiados, como el exministro
Cavallo o algunos represores incógnitos.
Para
profundizar
la
autogestión,
surgieron
coordinadoras
interbarriales que, como en la Comuna de París, buscaron resolver
los dilemas de la democracia directa. Los partidos de izquierda,
convencidos de la proximidad del momento revolucionario, se
sumaron a las asambleas y trataron de imponerles su propio orden y
sus líneas políticas, difícilmente conciliables con la autogestión
vecinal. La militancia asambleísta alcanzó sus picos en la marcha del
24 de marzo de 2002, cuando lograron imprimir un nuevo sentido
al reclamo por los derechos humanos, y a fin de junio de ese año,
cuando la muerte de dos militantes piqueteros -Maximiliano
Kosteki y Darío Santillán- estimuló un acercamiento entre esas
organizaciones y los vecinos. Pero a fin de año, las aguas se fueron
separando -el 20 y 21 de diciembre de 2002 organizaron dos
conmemoraciones separadas- y comenzó a predominar entre los
vecinos el anhelo de una salida ordenada para la crisis.
Fue difícil dar una expresión política al “que se vayan todos”.
Algunos políticos, reconocidamente honestos, se salvaron de la
descalificación general y muchos confiaron en que sobre esa base
podía regenerarse la práctica política. A mediados de año se
popularizó la propuesta de una Asamblea Constituyente que
refundara la república, pero la iniciativa se diluyó.
En ese año admirable hubo otros colectivos singulares. Los
cartoneros -esos grupos que ocupaban la ciudad por la noche y
desaparecían al amanecer- suscitaron tanto miradas horrorizadas
como humanitarias. Entre ambas perspectivas, pudo descubrirse en
ese fragmento de los “perdedores” de la nueva sociedad un orden
propio: eran familias enteras, con su base en los barrios del
conurbano. También su ligazón con algún tentáculo del mercado,
interesado en los metales, los papeles o el cartón, y presto a
construir los circuitos articuladores de la recolección. Otro colectivo
notable fue el de los trabajadores que se hicieron cargo de las
fábricas abandonadas por sus propietarios y las pusieron en
funcionamiento, con la ambigua ayuda del Estado, que alternaba
entre la asistencia social y el rigor judicial. Otro colectivo fueron los
clubes de trueque, potenciados por la crisis monetaria. Además de
su capacidad de contención para los más golpeados por la crisis,
apostaron a construir un sistema autogestionado, alternativo del
mercado. Terminaron siendo víctimas de su propio éxito -deberían
haber tenido un equivalente del Banco Central para regular la
expansión- y declinaron cuando la economía normal recuperó su
estabilidad.
Las organizaciones piqueteras fueron las grandes protagonistas
de la movilización social del año de la crisis. Crecieron por el
aumento de la desocupación, pero sobre todo por la creación del
Plan para Jefes y Jefas de Hogar, que multiplicó la ayuda social del
Estado. La parte mayoritaria fue repartida a través de las redes
vinculadas con el aparato político justicialista, que comenzó a
reconfigurarse, pero una porción significativa se destinó a las
organizaciones piqueteras. No les era difícil obtenerlos de un
gobierno para el cual la prioridad era apagar el amenazante
conflicto social. Esta distribución de paquetes de planes hizo posible
el crecimiento de esas organizaciones. A la vez, se reconfiguraron y
se dividieron, pues la unidad era menos necesaria frente a un
gobierno dispuesto a ceder.
Las organizaciones piqueteras fueron islotes singulares en el
mundo del conurbano, que convivieron en competencia con la red
de base estatal. Los planes asistenciales y las contraprestaciones
permitieron desarrollar la dimensión asistencial: copas de leche,
comedores, talleres y otras iniciativas de sentido autogestionario.
Pero todas las conquistas eran precarias y discrecionales. Pertenecer
a una agrupación consistía en marchar, regularmente, para defender
lo
conseguido, recuperarlo
o
acrecentarlo, en una
dinámica
asimilable a la de la tradición sindical. Los “planes” y otros subsidios
fueron el centro de las organizaciones y el origen de sus diferencias.
Algunas privilegiaron el acuerdo más o menos estable con las
autoridades: las autoridades peronistas acordaron con la Federación
de Tierra y Vivienda y con la Corriente Clasista y Combativa, las
organizaciones más grandes y tradicionales. Otras pusieron el
énfasis en consolidar la organización del núcleo social formado en
torno de la organización y en la defensa militante de lo que se le
arrancaba al gobierno. Un grupo grande, finalmente, fue organizado
por los partidos de izquierda, convencidos de la inminencia del
momento revolucionario, el “argentinazo”, como lo denominaba el
Partido Obrero, trotskista.
Tanto el Bloque Piquetero, de los partidos de izquierda, como
las organizaciones autónomas practicaron un estilo de movilización
más duro y agresivo, y frente a ellos el gobierno, que en general
prefirió negociar, ensayó la represión. El 26 de junio de 2002, la
Policía Bonaerense intentó detener una marcha en Avellaneda y,
como se dijo, asesinó a dos militantes, Kosteki y Santillán. El hecho,
que quedó documentado y tuvo otras repercusiones políticas,
exacerbó la movilización piquetera, de presencia diaria, cortando
rutas y calles, y estrechó los vínculos con los vecinos movilizados,
como lo expresó la consigna “piquetes, cacerolas, la lucha es una
sola”. Por entonces, no había día en que una marcha, grande o
chica, no manifestara frente a una dependencia gubernamental,
generando un caos en el centro de la ciudad de Buenos Aires y en
otras grandes ciudades. La táctica era efectiva, y la estrategia
revelaba la convicción de que nadie tenía derecho a ignorar los
padecimientos de los perdedores.
Quienes vivían en las ciudades solían tener sentimientos
mezclados: solidaridad con quienes reclamaban y fastidio por los
contratiempos. La misma dualidad tenía el gobierno, que podía
ignorar a los asambleístas y trocadores, pero no a los piqueteros.
Nadie
dudaba
de
que
el
sistema
de
planes
sociales
era
imprescindible en lo inmediato. Sobre esa base, el gobierno procuró
negociar con las organizaciones para acotar los efectos de las
protestas y también para introducir divisiones. Pero a la vez, debió
encarar la cuestión del orden público, y también de la represión a
quienes se aventuraban en la vía insurreccional. Entre orden y
represión había una zona gris, una frontera borrosa, tanto en lo
conceptual como en lo práctico, pues el gobierno no podía controlar
completamente a la Policía o a la Gendarmería, tal como se mostró
el 26 de junio. De modo que hubo una oscilación entre aceptar el
derecho a la protesta y el deber de mantener el orden, que hacia
fines de 2002, y sobre todo en los meses siguientes, se fue inclinando
más hacia una represión solapada, practicada lejos de las cámaras de
televisión.
A fines de abril de 2002 Duhalde se desprendió de su ministro de
Economía, Jorge Remes Lenicov, luego de que el Congreso,
impulsado por la llamada “Liga de Gobernadores peronistas”,
rechazara su impopular propuesta de reemplazar los depósitos por
bonos compulsivos. Designó entonces en el Ministerio de Economía
a Roberto Lavagna, quien lo acompañó hasta el final de su mandato,
en mayo de 2003. Ambos conformaron una dupla exitosa. Duhalde
resolvió razonablemente bien la crisis política y Lavagna dirigió el
tránsito de la crisis a un crecimiento económico notable.
Esto se debió en parte a la pericia del ministro, pero también al
cambio del contexto económico nacional e internacional. La salida
catastrófica de la convertibilidad, además de dejar un tendal de
damnificados y un país sumido en la miseria, creó las condiciones
para la recuperación fiscal y económica. Los salarios cayeron el 20%
y las jubilaciones, el 50%, lo que significó un alivio para el Estado y
para las empresas, que también fueron estimuladas por la reducción
de
las
importaciones
-consecuencia
directa
de
la
fuerte
devaluación- y por el congelamiento de las tarifas de servicios, que
el gobierno impuso a las empresas privadas. La inflación también
mejoró los ingresos fiscales, mientras que los gastos debieron
reducirse debido al cese total del financiamiento externo. Todas
estas mejoras, que eran la contracara de la crisis, hubieran sido
efímeras si simultáneamente, y de manera inesperada, no hubieran
mejorado de manera notable el precio y la demanda internacional
de la soja, sobre todo por las compras realizadas por los países
asiáticos. Con ese estímulo, la producción se recuperó, y en 2003
duplicó la de 1998. El gobierno impuso una retención a las
exportaciones del 23,5%, y esos ingresos tonificaron vigorosamente
las cuentas fiscales.
Desde entonces, y por varios años, el superávit fiscal primario y
el superávit comercial fueron los pilares de la recuperación
económica. Sobre esa base, Lavagna comenzó la tarea de desmontar
todos los conflictos generados por la salida de la convertibilidad,
que en conjunto constituían una bomba de tiempo. Los problemas
eran muchos, y ninguna solución podía dejar satisfechos a todos.
Muchos propusieron salidas drásticas, que ignoraban los costos así
como
cualquier
criterio
de
equidad
-como
la
mencionada
“hiperinflación controlada” sugerida por el FMI-, pero Lavagna optó
por
buscar
ayudando
soluciones
a
restablecer
intermedias,
una
regulando
autoridad
los
política
tiempos
que
se
y
iba
reconstituyendo gradualmente.
Lo más urgente era restablecer la confianza en los bancos, que,
como se dijo, eran cotidianamente atacados por los ahorristas
furiosos, y encontrar soluciones aceptables para ambos sectores.
Lavagna
descartó
las
propuestas
extremas
-imponer
a
los
depositantes un bono obligatorio, o estatizar la deuda en dólares de
las empresas- y ofreció a los depositantes una serie de bonos
optativos, que fueron aceptados de manera gradual, a medida que
mejoraba la credibilidad en el fisco. Con las provincias también
siguió una vía intermedia: redujo el envío de fondos -lo que las
obligó a ajustar su déficit-, pero absorbió todas las “cuasi monedas”
y los bonos emitidos desde 2001.
La negociación más difícil fue con el FMI, que era un acreedor
privilegiado, no comprendido por el default. No cumplir con esos
pagos -muy acrecidos por los cuantiosos préstamos de los años
previos al derrumbe de la convertibilidad- implicaba una ruptura
con el mundo financiero mucho más profunda que el default con
los acreedores privados. El FMI se negaba a cualquier refinanciación
si
el
gobierno
argentino
no
realizaba
reformas
drásticas,
inaceptables para la sociedad y letales para la inicial recuperación
económica. Lavagna negoció largamente, pagó a veces y dejó de
hacerlo en otras, concedió algunas de las demandas e ignoró otras;
hasta contó con el sorpresivo apoyo del gobierno estadounidense de
George W. Bush. Finalmente, en enero de 2003, firmó un acuerdo
transitorio con el FMI, vigente hasta septiembre, para refinanciar los
pagos.
Llegar a enero fue difícil. Pero gradualmente los indicadores de
la crisis fueron mejorando: bajó la inflación, se estabilizó el dólar en
un nivel adecuado y comenzó una cierta reactivación. En distintos
momentos todo pudo derrumbarse, por la presión de los distintos
grupos damnificados, como los ahorristas, que contaron para
recuperar sus depósitos con el apoyo no siempre desinteresado de
los jueces y el respaldo de la Corte Suprema, enfrentada, como se
dijo, con el Ejecutivo. Pero la bonanza fiscal, la política de subsidios
y una cierta reactivación económica tranquilizaron los ánimos. En
marzo de 2003, en vísperas electorales, se liberó parte de los ahorros
y se convirtió a los restantes en sólidos bonos en dólares.
La mejora en la economía facilitó la salida política, que tuvo sus
complicaciones. Quien la guio, el presidente Duhalde, carecía de
legitimidad electoral y también de fondos en su caja, que siempre
ayudan a la gobernabilidad. Los gobernadores creían que Duhalde
aspiraba a hacerse elegir presidente y retaceaban su apoyo. En la
sociedad movilizada predominaba un ánimo general destituyente y
regeneracionista, que hacía dudar del éxito de una convocatoria
electoral. Los sucesos del 26 de junio de 2002 -la muerte de Kosteki
y Santillán a manos de oficiales de la Policía Bonaerense- lo
decidieron a acortar su mandato y a autoexcluirse de la candidatura.
El sacrificio mejoró su situación, sobre todo porque conservaba
un gran poder para incidir en la elección de su sucesor. Desde
entonces tuvo el consistente apoyo de los gobernadores y del
Congreso, incluyendo a la oposición radical. La Corte Suprema, en
cambio, siguió haciéndole la guerra, en parte por simpatía con
Menem y en parte porque el Congreso pretendía destituirlos
mediante el juicio político.
La salida electoral estaba llena de incertidumbres. La opinión
respaldaba a candidatos marginales, cuyo principal capital era la
crítica al sistema político. La ley electoral disponía que en cada
partido se realizaran elecciones internas abiertas -uno de los pocos
logros de la proclamada reforma política-, pero los partidos estaban
en
crisis
y
no
representaban
mucho.
En
el
justicialismo,
particularmente, el candidato de Duhalde debería competir con
Carlos Menem, que conservaba mucho arraigo en las bases
peronistas -que lo asociaban con tiempos mejores- y también con
el puntano Adolfo Rodríguez Saá. Duhalde contaba con un buen
respaldo en el conurbano bonaerense, donde la política de asistencia
social le había permitido construir una nueva maquinaria política.
Pero carecía de un candidato adecuado, pues Carlos Reutemann,
prestigioso gobernador de Santa Fe, declinó competir, y el cordobés
José Manuel De la Sota fracasó en las encuestas de opinión.
Finalmente, Duhalde optó por cambiar las reglas electorales.
Suspendió las internas abiertas, para evitar el probable triunfo de
Menem dentro del justicialismo, y optó por apoyar al gobernador de
Santa Cruz Néstor Kirchner. Éste, que tenía escaso reconocimiento
fuera de las provincias del sur, aceptó el padrinazgo de Duhalde y
también
la
continuidad
de
Lavagna,
cuyo
apoyo
sumó
probablemente muchos votos a una candidatura algo escuálida.
De modo que el Partido Justicialista (Pj) concurrió con tres
candidatos, que dirimirían sus diferencias en la elección nacional.
Por fuera del PJ, surgieron dos candidaturas de exradicales: Ricardo
López Murphy, defensor de las rigurosidad fiscal, y Elisa Carrió,
impugnadora de la corporación política; ambos coincidían en la
valoración de los principios republicanos. En la primera vuelta,
realizada el 27 de abril de 2003, se impuso Menem, que obtuvo algo
más del 24% de los sufragios; lo siguió Kirchner, con el 22%; López
Murphy,
Rodríguez
Saá
y
Carrió
obtuvieron
cada
uno
aproximadamente diez puntos menos que el ganador. El peronismo
en sus diversas variantes mejoró notablemente su performance pues
los tres candidatos justicialistas lograron el 60% de los sufragios; la
UCR, que postuló a Leopoldo Moreau, sólo obtuvo el 2%. Era el fin
del bipartidismo.
La adhesión a la candidatura de Menem fue llamativa, pero se
sabía que la resistencia que despertaba era suficiente para unir a
buena parte del resto de los votantes. Sorpresivamente, Menem
renunció a la competencia, y privó a Kirchner de una adecuada
legitimación electoral. No importaba demasiado. La elección había
sido exitosa y mostró una nueva convalidación del sistema
representativo. Los partidos políticos habían quedado en el camino,
pero el régimen democrático había superado la crisis, al igual que la
economía.
La salida de la crisis
Néstor Kirchner, nuevo presidente, recibió un gobierno en situación
bastante promisoria. Lo peor de la crisis había pasado, aunque
todavía quedaban muchas cuestiones por resolver y muchas
demandas por satisfacer. La más importante era la deuda en default,
pero con superávit comercial y fiscal las perspectivas de solución
eran buenas. En cuanto a la sociedad, la primera demanda consistía
en el restablecimiento del orden y de la autoridad presidencial. Por
detrás venían otras dos, que no tenían la misma unanimidad:
encontrar una salida a la desocupación y a la pobreza extrema y
restablecer la legitimidad, el lazo entre gobernantes y gobernados.
El nuevo gobierno arrancaba con un handicap político: una
reducida legitimidad electoral. En su primera etapa, eso fue
compensado por el respaldo de Eduardo Duhalde, ya con buena
imagen y seguro manejo de la provincia de Buenos Aires, quien le
traspasó a varios de sus ministros. Sobre esa base, el nuevo
presidente se dedicó a construir sus propios apoyos y a adecuar el
gobierno a su estilo de conducción.
La solución del problema con los acreedores externos fue la
principal tarea de Kirchner y Lavagna. Éste siguió aportando su
capacidad técnica y su talento negociador, y Kirchner le agregó un
fuerte respaldo político y ocasionalmente una fructífera cuota de
dureza e intransigencia. En septiembre de 2003, el precario acuerdo
con el FMI fue renovado por tres años. El FMI era un acreedor
privilegiado, y los 21 mil millones de dólares de deuda a corto plazo
constituían el problema más urgente. Pero el buen desempeño
argentino en materia fiscal, comercial y de inflación facilitó las
cosas. Los compromisos con el Fondo fueron mínimos: mantener
un superávit fiscal del 3% e iniciar las negociaciones con los
acreedores. Más pesado resultó a la larga el requisito de las
revisiones periódicas de las cuentas nacionales, que el Fondo
practicaba con los países deudores.
Respecto de la cuantiosa deuda externa, el objetivo fue reducirla,
simplificarla y sobre todo alargar los plazos de los vencimientos,
para
impedir
que
el
incipiente
impulso
económico
quedara
sepultado por las exigencias de pago. También se decidió tratar a
todos los acreedores por igual. En septiembre de 2003 se hizo una
primera propuesta y, luego de una rueda de negociaciones y algunos
ajustes la propuesta final, se formuló en noviembre de 2004, y el
canje se concretó en febrero de 2005. Entretanto, hubo arduas
negociaciones con cada uno de los grupos de deudores -el 40% de la
deuda estaba en manos de argentinos-, en las que el argumento
principal fue que el país solo podía comprometer en los pagos un
3% del superávit fiscal. Una ley estableció que quienes no aceptaran
los términos quedarían fuera de las negociaciones y atados a algún
lejano fallo judicial.
El país ya era por entonces más creíble, y la aceptación fue alta:
el 76% de los títulos ofertados, a los que se les hizo una quita del
75%, de modo que la deuda total se redujo de 191 a 126 mil millones
de dólares. La variedad de títulos quedó reducida a tres, y los pagos
se reprogramaron, postergando los vencimientos de importancia
hasta 2012. Quedaron problemas pendientes, que por entonces no
eran urgentes. La deuda con los organismos internacionales
permaneció intacta, y no se llegó a un acuerdo con los acreedores
del llamado “Club de París”. Además, un grupo de bonistas rechazó
el canje e inició un largo litigio.
La recuperación de la economía se mantuvo. El PBI creció
anualmente alrededor del 9%, y en 2005 alcanzó el nivel que tenía
en 1998, antes de que comenzara la larga recesión. El crecimiento se
debió en parte al contexto internacional, pero también a las
condiciones creadas por la profunda crisis posterior al derrumbe de
la convertibilidad, que generaron las condiciones para una rápida
recuperación. El dólar encontró un punto de equilibrio alto, que el
gobierno mantuvo, y los salarios sufrieron una espectacular
depreciación. La industria orientada al mercado interno, con
elevada capacidad ociosa, aprovechó la protección cambiaria, y su
reactivación comenzó a influir sobre el empleo, de acuerdo con la
vieja lógica del stop and go. El sector exportador, tanto agrícola
como industrial, se benefició doblemente con el dólar alto y la
mejora de los precios internacionales. Automotores, siderurgia,
aluminio y papel recuperaron sus beneficios -el petróleo mermó su
volumen exportable-, lo mismo que el sector agrícola. La soja, en
particular, aprovechó la gran demanda de China e India, que elevó
considerablemente los precios internacionales. El Estado, que desde
2002 aplicaba retenciones a las exportaciones, fue un socio
privilegiado de este crecimiento.
Por entonces, la política del Estado fue virtuosa. El superávit
fiscal, basado en las retenciones a las exportaciones y en la
reducción de las obligaciones de pago de la deuda, se completó con
una moderación de los gastos, en particular las transferencias a las
provincias. Esto evitó alentar la inflación, que pese a la reactivación
creció en forma moderada, y subió del 3,7 en 2003 al 12,3 en 2005.
Pese a las incipientes demandas -que crecían a medida que se
reactivaba el empleo-, se contuvo el aumento de salarios, que sólo
fue significativo en 2005. En cambio, el Estado volcó dinero en
forma de subsidios sociales, con contraprestaciones laborales, y de
obras públicas, que generaban empleo rápidamente.
El crecimiento de estos años estuvo principalmente en manos
del sector exportador, consolidado en los noventa: productores
agrarios y agroindustriales y de commodities, como el acero o el
aluminio, junto con los automotores y su tradicional régimen
especial, integrado con Brasil. En 2004, una ley estableció
importantes beneficios para las inversiones de estas empresas. La
reactivación del sector industrial dirigido al mercado interno
tampoco significó un cambio en su perfil. Basada sobre todo en la
utilización de la capacidad ociosa, hubo pocas inversiones nuevas, lo
que podía augurar la llegada del clásico stop. Pero todos los sectores
empresarios
tuvieron
en
estos
años
de
reconstrucción
una
rentabilidad muy elevada, basada, como se dijo, en el dólar alto y los
salarios bajos.
Los indicadores hablan de una mejora en la situación de los
trabajadores. El aumento en la ocupación fue significativo, aunque
las cifras no eran unívocas, por la alta incidencia del empleo
precario o en negro, que incluía desde los cali centers hasta el
trabajo “esclavo” de algunas fábricas. También se contabilizaban los
beneficiaros de los planes sociales, pues su módica contraprestación
laboral los ubicaba en la categoría de ocupados. En cualquier caso,
la reactivación llegó al empleo: algo en los sectores más dinámicos,
que ocupaban pocos trabajadores, y mucho en la industria y en la
construcción. En los salarios comenzó una lenta mejoría, que estuvo
por detrás del incremento del empleo. Sólo en 2008 se alcanzarían
los niveles de ingreso real de 2001, que ya eran bajos. El gobierno
comenzó a elevar el salario mínimo y en 2005 reinició la
convocatoria a paritarias, lo que tuvo un fuerte efecto en la
revitalización de las alicaídas organizaciones sindicales y en el
aumento de los conflictos laborales. Todo ello constituye el mejor
indicador de la recuperación económica.
Los niveles de pobreza declinaron, aunque las cifras -siempre
discutibles- siguieron siendo muy altas: en 2005, habría 42% de
pobres, que incluía el 20% de indigentes. La mejora en la ocupación
tenía un techo y una masa considerable dependió de los planes
sociales, que el gobierno distribuyó ampliamente; aunque ayudaban
a sobrevivir, estaban lejos de constituir un trabajo digno o un
ingreso suficiente. Fueron un buen elemento de contención y, a la
vez, una herramienta política poderosa.
Hacia fines de 2005, no sólo había pasado lo peor de la crisis,
sino que el gobierno estaba en condiciones de desarrollar otro
manejo político. El superávit fiscal, la centralización de recursos en
manos del gobierno nacional -las retenciones a la exportación no
eran coparticipables con las provincias- y la regulación del gasto
permitieron construir una caja robusta, que se convirtió en un
instrumento de poder. Para manejar el déficit de las provincias, los
gobernadores dependieron de la transferencia de recursos de la
Tesorería de la Nación, o de la asignación de obras públicas,
realizadas por el Estado nacional, que aliviaban el desempleo. La
asignación de los planes sociales fue otro poderoso elemento de
negociación con las organizaciones sociales y con los intendentes.
Con esos recursos fiscales en sus manos, el presidente estaba en
condiciones de llevar adelante una política de tipo discrecional,
como la que había practicado en la década anterior en su provincia,
Santa Cruz.
La crisis social, sin reabsorberse, se manifestaba de manera distinta.
En el mundo de la pobreza había más gente con algún tipo de
trabajo, y fluía más dinero. Pero el núcleo duro se mantenía. Se
sobrevivía con los planes, pero no se vislumbraba una salida.
Su visibilidad era menor en Buenos Aires y en los noticieros de
televisión. Los cartoneros, tan temibles como inofensivos, estaban
mucho
más
organizados,
aparecían
a
horas
fijas
y
luego
desaparecían. Pero el centro de la ciudad seguía ocupado por
vendedores ambulantes, cuidadores de autos o mendigos, tras los
cuales se adivinaban otras redes organizadas. También había
delincuentes ocasionales, que se multiplicaban en el conurbano.
Este costado peligroso de la pobreza instaló en la opinión la
cuestión de la inseguridad. En marzo de 2004, Juan Carlos
Blumberg, padre de un joven asesinado tras un secuestro, organizó
unas marchas multitudinarias reclamando cambios en las leyes
penales, que fueron en buena medida aprobados por el Congreso.
Luego, se la recordaría como una de las escasas ocasiones en que
Kirchner cedió ante una movilización pública.
Las calles y las plazas de Buenos Aires siguieron ocupadas por
columnas de manifestantes provenientes del conurbano. Las había
de todo tipo, orientación y objetivos. Muchos beneficiarios de
planes del gobierno eran convocados para apoyarlo, con el
argumento de que una presencia visible aseguraría a su grupo el
mantenimiento del beneficio. Las organizaciones piqueteras de
perfil opositor tuvieron más motivos para mantener su presencia y
manifestarse con energía y rudeza: sin marchas no se conservaban
los planes logrados. Los partidos de izquierda, que apostaban a un
nuevo brote insurreccional, acentuaron su perfil confrontativo.
Grupos de trabajadores combinaban el reclamo sindical tradicional
con el recurso a la calle y el corte. Pertenecían a la CGT pero sobre
todo a la CTA, con los aguerridos trabajadores estatales y docentes.
También había grupos sindicales alineados con la izquierda. En
cambio, no los acompañaban ya los sectores de clase media,
fatigados de las molestias generadas por los cortes.
Había una demanda de orden público, recibida de manera
ambigua por el gobierno, deseoso de alejar a los grupos más
virulentos pero cuidadoso de no quedar asociado con alguna forma
de represión. Para desactivar la protesta, atrajeron a las grandes
organizaciones sociales con más afinidad política e ideológica, como
la Federación de Tierra y Vivienda, de Luis D’Elía, el Movimiento
Evita, de Emilio Pérsico, Barrios de Pie, de Jorge Ceballos, y Libres
del Sud, de Humberto Tumini. Sus dirigentes recibieron cargos en
la administración, desde donde pudieron favorecer a los suyos en el
reparto de los planes sociales; por su parte, atemperaron las
movilizaciones y apoyaron activamente al gobierno. Los intendentes
del conurbano tuvieron nuevos recursos para fortalecer su poder:
administraban una parte de los planes sociales y también ejecutaban
las obras públicas financiadas por el gobierno nacional, que
utilizaban empleo local. Por esos caminos, a la vez que se contenían
las expresiones de protesta más duras, el mundo de la pobreza fue
convirtiéndose en una de las bases de poder del gobierno.
Néstor Kirchner buscó más soportes para consolidar y ampliar su
autoridad, retaceada por un mezquino resultado electoral inicial.
Exploró otros ámbitos de la opinión pública, atendió los reclamos
pendientes dejados por la crisis, así como la disponibilidad existente
en el sector denominado “progresista”, que anteriormente había
encontrado su cauce en el Frepaso.
La primera medida importante fue la renovación de la Corte
Suprema de Justicia. Junto con los políticos, toda la Justicia había
sido duramente cuestionada durante la crisis. La Corte en particular
era un bastión del menemismo; en 2002 se había iniciado el juicio
político a sus miembros, que debió ser abandonado. A poco de
asumir, Kirchner promovió su reanudación y desató una fuerte
campaña de opinión. Finalmente obtuvo la renuncia de cuatro de
los jueces y la remoción por el Congreso de otros dos. Para designar
a los reemplazantes aplicó un novedoso sistema de consulta pública
y
propuso
sucesivamente
a
cuatro
juristas
distinguidos
e
imparciales. A lo largo del tiempo, la renovación de la Corte se
sostuvo como uno de sus logros más ampliamente reconocidos.
Simultáneamente, propuso la anulación de las leyes de Punto
Final y Obediencia Debida, sancionadas en 1987, que bloqueaban
los juicios a los responsables de la represión. Las leyes ya habían
sido derogadas en 1998, pero sin efecto retroactivo. Los juicios, por
otra parte, no se habían interrumpido por completo; continuaron
los de apropiación de bebés nacidos en cautiverio, y un número
importante de jefes militares estaba en prisión y había recibido
condenas. Pero la anulación de la ley -dispuesta por el Congreso y
ratificada en 2005 por la Corte Suprema- tuvo un efecto rotundo.
Permitió encausar a todos los presuntos partícipes, militares,
policías o civiles, sin distinción de rango, y aunque el proceso fúe
lento y complejo, finalmente fueron llegando las condenas. Salvo
sectores reducidos, la opinión acompañó con entusiasmo estas
medidas, que ampliaron el apoyo al gobierno.
Por entonces, el presidente estableció estrechos vínculos con las
organizaciones de derechos humanos y en particular con Madres y
Abuelas de Plaza de Mayo, encabezadas respectivamente por Hebe
de Bonafini y Estela de Carlotto. El 24 de marzo de 2004, al
recordarse el golpe de 1976, Kirchner realizó otro acto muy
significativo: en el Colegio Militar ordenó al jefe del Ejército que
retirara los cuadros de los expresidentes Videla y Bignone. Vistos en
perspectiva, esos actos de fúerte carga simbólica completaban un
largo proceso, iniciado en circunstancias muy difíciles en 1983, al
que de un modo u otro contribuyeron los gobiernos anteriores, de
acuerdo con sus fuerzas. Alfonsín había sometido a juicio a los
excomandantes
y
Menem,
que
los
indultó,
subordinó
definitivamente al Ejército al poder civil. Kirchner eligió separarse
de esa tradición cuando afirmó que en 20 años el Estado no había
hecho nada por los derechos humanos. Fue una de las primeras
manifestaciones de su estilo político confrontativo y polarizador.
En otras áreas de su gobierno se tomaron medidas también
acordes con la sensibilidad progresista, como las referidas a la
procreación responsable y a la educación sexual, o la declaración de
que la protesta social no sería criminalizada. En conjunto, todo eso
se tradujo en un nivel de aprobación del 75 por ciento.
Sobre esa base, Kirchner se propuso construir una base política
alternativa, aunque no excluyente, a la del PJ, donde sus rivales aún
conservaban fuerte apoyo. Las aspiraciones de renovación dejadas
por la crisis y el deterioro organizativo e identitario de todas las
fuerzas políticas, incluido el PJ, crearon las condiciones favorables
para formar una nueva corriente de opinión, sustentada en el apoyo
gubernamental y en un discurso capaz de aglutinar simpatías
variadas. Recuperó la tradicional y algo olvidada línea nacional,
popular y antiimperialista del peronismo, rescató la tradición de los
años setenta y repudió el llamado “neoliberalismo” y las políticas de
los años noventa. Pero además, confrontó con buena parte de la
tradición política democrática construida en 1983. Reclamó la
paternidad de tópicos comunes -como la condena de los militaresy se apartó de otras tradiciones de entonces, como el respeto a la ley
y a las instituciones y la práctica del diálogo plural.
Con ese discurso aglutinó a muchas organizaciones sociales,
como varias de las dedicadas a la defensa de los derechos humanos y
otras tantas de origen piquetero, que recibieron distinto tipo de
reconocimientos, ayudas y prebendas. Parte de la CTA acompañó
esta propuesta, a la que terminó sumándose la CGT encabezada por
Moyano.
También
incorporó
fragmentos
sueltos
de
distintos
partidos -cuya división alentó- y a figuras políticas individuales, a
las que atrajo. Quienes tenían responsabilidades de gobierno intendentes, gobernadores- fueron invitados convincentemente a
unirse al nuevo movimiento, encabezado por quien administraba
los principales recursos fiscales. La propuesta recordaba a la de
Perón en 1945: había llegado el momento de barajar y dar de nuevo,
constituyendo el Frente Transversal Nacional y Popular.
Su instrumentación enfrentó problemas serios: la división
interna de algunos de sus apoyos -las organizaciones de derechos
humanos, la CTA- y la resistencia de algunos candidatos naturales a
sumarse al frente. Además, Kirchner no pudo prescindir del PJ, pues
a la hora de las elecciones era decisivo el apoyo de quienes
controlaban lo que se llamaba “el territorio”. Para subordinar al PJ
en el decisivo distrito bonaerense, debía derrotar a Duhalde y su
aparato, algo que logró fácilmente utilizando los recursos fiscales
para disciplinar a las autoridades locales. De ese modo, junto con el
ideológico e inestable frente transversal, construyó un opaco pero
eficiente partido del gobierno.
En esta construcción política, así como en la gestión del final de
la
crisis,
Kirchner
hizo
un
amplio
uso
de
los
recursos
gubernamentales y políticos. El recurso autoritario plebiscitario
para forzar la renuncia de los jueces de la Corte no se condecía bien
con la institucionalidad democrática. La anulación retroactiva de
una ley, como la de obediencia debida, menos aún. Hugo Quiroga
caracterizó este decisionismo democrático, construido en el margen
del Estado de derecho, y a menudo fuera de él. Muchos recordaron
que tal práctica había sido ampliamente desarrollada por Kirchner
en el gobierno de Santa Cruz. Como en 1989 y en 2002, la
emergencia fue un buen argumento para mantener las facultades
excepcionales del Ejecutivo. Otro argumento fue la fragilidad de un
Estado que aparentemente sólo funcionaba cuando lo tensaba una
mano dura. Lo más notable desde el punto de vista de la cultura
política es que estas prácticas no hirieron demasiado la sensibilidad
mayoritaria.
En octubre de 2005, hubo elecciones parlamentarias, en las que
el gobierno debía ratificar el consenso logrado. La elaboración de las
listas le permitió a Kirchner dividir aguas con Duhalde, con quien se
negó a establecer un acuerdo. Su esposa, Cristina Fernández,
derrotó en la elección de senador bonaerense a Chiche Duhalde,
esposa del expresidente. En las elecciones legislativas nacionales las
listas del gobierno obtuvieron, sumando todos los distritos, un
ajustado 40%, suficiente para imponerse con comodidad a un
conjunto muy fragmentado de fuerzas opositoras. Sin embargo, no
lograron triunfar en dos grandes ciudades: en Buenos Aires se
impuso Mauricio Macri, un recién llegado a la política, y en Rosario,
Hermes Binner, del Partido Socialista, que gobernaba la ciudad
desde 1995.
El resultado electoral confirmó ampliamente el liderazgo de
Kirchner. Unas semanas después pidió la renuncia a Roberto
Lavagna, su ministro de Economía. Concluida la crisis, comenzaba
entonces la era del kirchnerismo.
XI. Una nueva oportunidad, 2005-2010
A FINES DE 2005, comezó el período dominado por la figura de
Néstor Kirchner, que se cierra con su muerte en octubre de 2010. En
diciembre de 2007 completó su período presidencial y lo sucedió su
esposa, la senadora Cristina Fernández, junto con el radical Julio
Cobos. Comenzó entonces una etapa política singular e inédita,
pues el expresidente conservó una participación importante en la
dirección de los asuntos de gobierno.
En 2008, el conflicto con las entidades agrarias concluyó con
una severa derrota del gobierno y un resurgimiento de la oposición.
Luego de un año de intensa confrontación, en las elecciones
parlamentarias de junio de 2009, los opositores obtuvieron éxitos
significativos. Por entonces, la crisis económica internacional y
particularmente la caída del los precios de la soja se hacían sentir en
la economía y en los recursos fiscales.
Luego de la derrota, el kirchnerismo robusteció sus filas y
dividió a una oposición incapaz de capitalizar su éxito. A lo largo de
2010 el prestigio del gobierno se había recuperado de manera
considerable
y
Néstor
Kirchner
preparaba
su
candidatura
presidencial, cuando murió sorpresivamente, en octubre de ese año.
A fines de 2011 Cristina Kirchner obtuvo la reelección. Dentro de la
continuidad del kirchnerismo, se insinuaron cambios importantes,
cuyo alcance no se puede vislumbrar aún.
LA ECONOMÍA: LA SOJA Y LOS SUBSIDIOS
Hasta 2007, en los dos años finales del mandato de Kirchner, la
economía mantuvo su ritmo de crecimiento. Desde entonces, el
crecimiento a “tasas chinas” -el 8 o el 9% anual del Producto Bruto
Interno (PBI)- se atenuó un poco, y en 2009 hubo una fuerte caída,
seguida de una recuperación en 2010. La soja siguió liderando el
conjunto, pues India y China continuaron comprando porotos,
aceite y pellets, usados principalmente para alimentación animal.
Junto con las cantidades exportadas, subieron los precios, que en
2007 duplicaron los de 2003, aunque con la crisis de 2009 bajaron
un poco. Las mejoras tecnológicas extendieron el área sembrada
hasta Santiago del Estero o Salta, sin reducir las dedicadas al maíz o
al trigo, que conservaron sus mercados tradicionales. Así, la
producción del conjunto de cereales y oleaginosas llegó en 2010 a
cerca de 100 millones de toneladas, superando el récord de 70
millones obtenido en 2005. Los principales beneficiarios fueron los
grandes productores o los pooles de siembra, pero la bonanza llegó
también a los chacareros pequeños o medianos, y se extendió a los
pueblos y ciudades, donde fue visible la abundancia de dinero. La
situación no fue tan buena para el trigo, la carne o los lácteos, pues
el gobierno redujo las exportaciones para aumentar la oferta interna
y hacer bajar los precios.
Las exportaciones industriales colaboraron con la soja. Acero,
aluminio,
químicos
y
automotores
-cuya
producción
estaba
integrada con la de Brasil- sumaron su parte para configurar el
espectacular superávit comercial. Los grandes grupos empresarios
del sector, ya beneficiados con la apreciación del dólar, recibieron
además subsidios gubernamentales. En este caso, los efectos sobre el
conjunto de la economía fueron menores, por el bajo empleo de
mano de obra y la limitada reinversión de utilidades por parte de los
empresarios. En el sector orientado al mercado interno, en cambio,
comenzó a notarse la reversión del fuerte impulso posterior a la
crisis. Como no hubo políticas de apoyo a las pequeñas y medianas
empresas, ni inversiones que mejoraran la productividad, la
recuperación tocó su techo hacia 2008 y, en un contexto de
abaratamiento del dólar, los productos importados reaparecieron en
el mercado.
Hubo pocos cambios en la estructura del mundo industrial que
se había conformado en los años noventa. La escisión en dos
sectores, lejos de atenuarse, se profundizó. Uno estaba integrado en
la
economía
mundial,
obtenía
importantes
beneficios
y
sus
empresarios podían influir en las decisiones económicas. Pero sus
conexiones con el conjunto de la economía eran limitadas y, sobre
todo, era escasa su incidencia en el empleo, que constituía la
cuestión fundamental de la Argentina posterior a la crisis. El otro
sector, más directamente ligado a la generación de empleo y a la
expansión del consumo, era poco competitivo, carecía de peso
corporativo y recibió una atención distraída por parte del gobierno.
Continuaron desarrollándose dos procesos iniciados en los años
noventa -la creciente concentración, así como la compra de muchas
industrias
por
empresas
extranjeras-,
que
profundizaron
las
diferencias.
La minería creció en la zona andina -La Rioja, Catamarca, San
Juan- por obra de grandes grupos dedicados sobre todo a la
extracción de oro. Aunque la parte procesada localmente era
reducida, su impacto en esas provincias escasas en recursos fue
importante. También lo fue su contribución al superávit comercial.
En cambio, el sector de la energía se convirtió de manera gradual en
un problema serio. En petróleo y gas, la falta de inversiones redujo
primero las reservas comprobadas y finalmente la producción.
Tampoco hubo adecuada inversión en electricidad, de modo que se
debió importar fuel oil y gas para salvar el déficit energético, que se
acentuó con los años. La era de la exportación de gas y de petróleo
había concluido, y también la de la autonomía energética.
El gobierno decidió reducir los precios de venta interna de los
combustibles y la electricidad, compensar a las empresas con
subsidios y desentenderse de las inversiones, lo que generó un
problema muy serio, pues los combustibles comenzaron a pesar en
el saldo del comercio exterior, socavando el superávit comercial. A
la vez, el aumento de la producción industrial y agropecuaria
también demandó más insumos y bienes de capital importados, y
todo el balance comercial dependió de las exportaciones, como en
los viejos tiempos. La soja sostenía casi todo, pero el peso de las
importaciones comenzó a reducir el margen de la bonanza.
Esto se manifestó en el empleo. Hasta 2007, la ocupación creció
el 5% anual, aumentaron los salarios y se redujo la desocupación. En
2008 el salario real había llegado a recuperar el nivel que tenía en
2001, al menos para los trabajadores regulares o en blanco, y en
2010 lo superaba en el 10%. El matiz es importante, pues desde 2007
el crecimiento de la industria y de la construcción se estancó, y la
ocupación en ambos sectores apenas aumentó el 1% anual. La
locomotora de la soja tiraba de la economía cada vez con más
dificultad, y esto se debía, en buena medida, al modo de
intervención del gobierno.
La fuerte intervención gubernamental, que caracterizó a la gestión
de estos años, apuntó a utilizar el amplio superávit fiscal para
expandir el gasto social y político, afectando lo menos posible a los
otros pilares de la economía. La presencia de Kirchner en las
decisiones fue grande, cuando fue presidente y también después.
Hubo varios ministros de Economía, pero ninguno tuvo un perfil
comparable al de Lavagna, y se limitaron a ejecutar los lincamientos
marcados por el presidente.
En los primeros años, se avanzó mucho en la reducción de la
deuda externa. En diciembre de 2005, se saldó la deuda con el
Fondo Monetario Internacional (FMl); aunque la suma a pagar era
significativa, y el préstamo podía renovarse a bajo interés, Kirchner
sostuvo que quería ganar “libertad para la decisión nacional”, es
decir, evitar las revisiones regulares del FMl y sus recomendaciones.
En los años siguientes se cumplieron los pagos con los organismos
internacionales, pero se dilató el acuerdo con el Club de París, lo
que dificultó la gestión de nuevos préstamos. En 2010, se canceló
buena parte de la deuda no canjeada en 2005, fuente de inacabables
problemas judiciales en Estados Unidos. Por entonces, el Estado
había recuperado una porción importante de los bonos de la deuda,
en manos de las Administradoras de Fondos de Jubilaciones y
Pensiones (AFJP), estatizadas en 2008. La deuda tenía un peso
muchísimo menor que diez años atrás, pero el pago de servicios y
amortizaciones, postergados en 2005, comenzó a hacerse gravoso,
sobre todo porque era difícil conseguir nuevos préstamos externos.
Los recursos fiscales se volcaron en parte a los subsidios sociales.
Los planes de ayuda existentes se mantuvieron, con algunos
cambios, y se agregaron otros nuevos, como Argentina Trabaja,
destinado a cooperativas de trabajo, repartido por los intendentes y
en parte por las organizaciones piqueteras. A fines de 2006, y ya con
vistas a las elecciones presidenciales de 2007, se extendieron los
derechos jubilatorios a alrededor de dos millones de personas cuyos
aportes previos eran irregulares o nulos. La medida casi duplicó el
número de jubilados existente y tuvo un significativo costo fiscal:
unos 10 mil millones de pesos anuales. En términos globales, la
suma se compensó en parte con el congelamiento de los haberes
jubilatorios,
con
excepción
de
los
mínimos,
que
fueron
regularmente aumentados. Esta situación duró hasta 2008, cuando
se dispuso una actualización semestral igual para todos.
En octubre de 2009, luego de la derrota en las elecciones
parlamentarias de junio, y con las elecciones presidenciales de 2011
en el horizonte, un decreto creó la Asignación Universal por Hijo.
El proyecto no era propio; ya había sido propuesto en 2001, y fue
reiterado posteriormente por organizaciones sociales y partidos
opositores. Se dirigió al sector más vulnerable, formado por unos
cuatro millones de niños y jóvenes. El costo fiscal fue grande alrededor de 7 mil millones de pesos anuales-, pero se redujo en
parte por la absorción de algunos subsidios anteriores.
Los
subsidios
tarifarios
fueron
mucho
más
costosos.
Se
destinaron a las empresas de electricidad, gas y transporte colectivos, trenes, subtes-, cuyas tarifas habían sido congeladas en
2002 y reajustadas por decretos presidenciales, prescindiendo de lo
establecido en los contratos. Considerados como subsidios sociales,
se limitaron a la ciudad de Buenos Aires y a su conurbano -lo que
indica su propósito político-, y beneficiaron a todos sus habitantes,
necesitados
o
no.
Los
subsidios,
mal
controlados
por
las
instituciones estatales, generaron relaciones de colusión entre los
empresarios
-un
grupo
reducido
y
muy
próspero-
y
los
funcionarios del Ministerio de Infraestructura y de su Secretaría de
Transporte,
a
cargo
de
Julio
de
Vido
y
Ricardo
Jaime,
respectivamente. Por otro lado, generaron distorsiones en los
precios y en los incentivos de inversión. Su costo fue creciendo, y en
2010 llegó a 40 mil millones de pesos, el 12% del total del gasto fiscal
y el doble de lo asignado de manera directa a los sectores
vulnerables.
El Estado subsidió a sus empresas -la reestatizada Aerolíneas
Argentinas recibió unos 700 millones de pesos por año- y a
programas de asistencia denominados genéricamente “Para Todos”.
Hubo muchos, anunciados en cada caso con gran despliegue
propagandístico, aunque, en la mayoría de los casos, los efectos
fueron reducidos. El más famoso fue el más caro: la televisación del
fútbol por canales abiertos, acordada con la Asociación del Fútbol
Argentino (AFA), costó, el primer año, 600 millones de pesos.
Hubo también subsidios a distintas actividades económicas, por
unos 8 mil millones de pesos anuales; su efecto fue reforzar el perfil
productivo y beneficiar a las grandes empresas. Una agencia estatal,
la Oficina Nacional de Control Comercial Agropecuario (ONCCA),
los distribuyó entre las agroalimentarias, como compensación por la
moderación en la suba de precios de los alimentos. Se mantuvieron
varios regímenes de promoción establecidos en los años noventa, y
se les sumó la llamada “ley Techint” -el Holding recibió buena parte
de los beneficios- que favoreció al grupo de grandes empresas
exportadoras.
La obra pública -viviendas, calles y caminos, obras sanitariasconstituyó una parte importante del gasto fiscal y un estímulo
significativo al empleo. El gobierno nacional distribuyó de manera
discrecional los fondos entre los gobiernos provinciales y locales.
Otros se destinaron a financiar el consumo, a través de préstamos a
tasa subsidiada, que fueron aplicados sobre todo a la compra de
electrodomésticos, pantallas de plasma o productos similares. Esas
ventas contribuyeron a mantener elevado el nivel de la actividad
económica.
La expansión del gasto y el incremento del consumo, en una
economía no preparada para una expansión similar de la oferta,
generó inflación. En 2006, ya fue del 12% y en los años siguientes
estuvo por encima del 20%; hasta 2010 acumuló un incremento
superior al 100%, casi el triple de lo reconocido por el Instituto
Nacional de Estadística y Censos (INDEC), cuyos datos fueron
alterados por el gobierno. Para controlarla o disimularla, sin reducir
el gasto fiscal y el fomento del consumo, el gobierno recurrió al
acuerdo de precios con supermercados y grandes proveedores. Los
negoció el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, que ganó
notoriedad por sus métodos poco burocráticos y contundentes.
Inicialmente, los acuerdos funcionaron, pero pronto se redujeron a
un sector menor de la oferta, que sirvió para justificar las
mediciones oficiales de la inflación. Sin embargo, los acuerdos
salariales surgidos de las paritarias se atuvieron a los precios reales
estimados y los salarios en blanco acompañaron la inflación real.
Por su parte, el gobierno decidió que el valor del dólar no
acompañara
la
inflación,
y
el
Banco Central,
con reservas
abundantes, administró su precio. Por esa vía, el peso se fue
apreciando, y el valor de la paridad, que en 2003 duplicaba el de
2001, en 2010 era sólo de 1,29. No se estaba lejos de la paridad de la
convertibilidad.
A fines de 2007, cuando Néstor Kirchner se aprestaba a
transferir el poder a Cristina Fernández de Kirchner, distintos
problemas afectaban al llamado “modelo” de políticas económicas y
sociales. El gasto fiscal se incrementó significativamente durante la
campaña electoral. Las exportaciones seguían viento en popa, pero
el crecimiento de las importaciones achicó el saldo comercial. Los
“superávits
crecimiento
gemelos”
-el
económico,
fiscal
estaban
y
el
comercial-,
amenazados.
La
pilares
del
inflación
se
conjugó con el atraso cambiario, y se sumó una incipiente fuga de
capitales, que expresaba de manera clara las dudas y los temores de
los grandes empresarios y de los banqueros. Los pagos de la deuda y
el mantenimiento del superávit fiscal comenzaron a constituir un
problema. Al año siguiente sobrevino la crisis de Wall Street y poco
después, en 2009, una sequía pertinaz y la caída de los precios de los
productos primarios se sumaron para golpear fuertemente los
ingresos por las exportaciones.
Pasadas las elecciones presidenciales de 2007, el gobierno buscó
recursos fiscales adicionales. El primer objetivo fue la soja. A fin de
año se elevaron las retenciones a las exportaciones del 28 al 35% y
en marzo de 2008, en plena escalada del precio internacional, un
decreto
estableció
un
sistema
que
elevaba
el
porcentaje
acompañando el aumento del precio. La medida suscitó un fuerte
rechazo en todo el sector agropecuario y en un amplio sector de la
sociedad, generando un fuerte conflicto. Culminó, tres meses
después, cuando el Congreso rechazó la ley que pretendía
convalidar el nuevo impuesto. Poco después la cuestión se tornó
abstracta, pues a fin de año el precio de la soja había caído el 40 por
ciento.
En los meses siguientes, se discutieron diversas alternativas: una
devaluación drástica, la búsqueda de financiamiento externo -que
hubiera requerido un acuerdo con el Club de París y con el FMI- y la
gestión de un crédito con el gobierno de Venezuela, concretado en
términos
onerosos.
Al
final
se
encontró
una
solución
transitoriamente eficaz: la estatización de las AFJP, creadas en los
años noventa para manejar los fondos de pensión privados. Los
beneficios inmediatos fueron notables: los ingresos fiscales se
incrementaron en 1.600 millones de pesos, y el Estado se apropió de
un Fondo de Garantías de 100 mil millones de pesos. El Fondo
incluía bonos de la deuda externa, con lo que la porción privada de
ésta se achicó considerablemente, así como acciones de grandes
empresas, lo que habilitó al gobierno a participar, como accionista,
en sus directorios.
No fue suficiente, pues 2009 fue un mal año. Lo fue por la crisis
internacional, la baja de los precios de bienes primarios, las
devaluaciones de los países vecinos, especialmente el brasileño, que
dificultaron las exportaciones, y también por la fuga de capitales,
estimulada por la convicción de que antes o después habría una
actualización del precio del dólar. Además, luego de la derrota
electoral de junio, y con el propósito de recuperar apoyo popular, el
gobierno decidió aumentar el gasto estatal, tanto en el área social -la
Asignación Universal por Hijo- como en subsidios al consumo.
Frente al problema de cerrar el déficit fiscal y cumplir con los
vencimientos de la deuda, el gobierno apeló a un nuevo recurso
extraordinario: las reservas del Banco Central, cuyo fortalecimiento
había sido una de las claves del “modelo” consolidado por Lavagna
y Kirchner. Un decreto estableció el Fondo del Bicentenario, que
autorizaba su uso para pagar la deuda; la resistencia del presidente
del Banco Central culminó con su destitución.
El año 2010 fue más auspicioso. La inflación no cedió, el dólar
siguió atrasado, se acentuó la fuga de divisas y creció enormemente
el gasto fiscal por las demandas electorales. Pero, en cambio,
repuntaron los precios internacionales, la producción cerealera se
acercó a los 100 millones de toneladas, Brasil volvió a importar
automotores y se negoció con la casi totalidad de los tenedores de
bonos de la deuda que no habían ingresado al canje en 2005. El
gobierno celebró el Bicentenario de la patria con optimismo y un
gran despliegue festivo.
Sin embargo, en 2009 se había vislumbrado el límite de la
fórmula que desde el fondo de la crisis de 2002 había posibilitado
uno de los crecimientos más espectaculares de la Argentina.
Quienes podían mirar más allá de la fiesta de subsidios y de
consumo característica de ese año advertían que los datos básicos
habían
cambiado
exportaciones
sustancialmente.
sojeras
funcionaba
a
La
locomotora
pleno,
el
de
las
endeudamiento
externo se había reducido al mínimo y las reservas del Banco
Central eran considerables. Pero en todo el resto, lo que quedaba del
modelo era poco. El aumento de las importaciones achicó el
superávit comercial; sólo una parte de éstas era prescindible, pues el
grueso -combustibles, bienes de capital e insumos- era esencial
para el sector industrial, las exportaciones y el empleo. El superávit
fiscal había desaparecido, sin que se advirtiera mayor preocupación
por revertir la situación. La inflación se encontraba por encima del
20%, alimentada por la política gubernamental de incrementar el
consumo, y el dólar la seguía con gran retraso. Esa situación de
inflación alta y dólar bajo era excepcional en el contexto de los
países sudamericanos -con excepción de Venezuela-, que, al igual
que la Argentina, se beneficiaban con el aumento de las
exportaciones.
A la hora de las cuentas, la balanza de pagos oscilaba entre un
ligero superávit o un ligero déficit. La posibilidad de obtener
préstamos externos era lejana, tanto por la crisis internacional como
por la errática política gubernamental. Por el contrario, la huida de
capitales fue enorme. Las reservas del Banco Central eran la única
fuente segura para afrontar las importaciones, el déficit fiscal, los
servicios de la deuda y la eventual fuga de capitales. Aunque en otra
escala, y con mucho más margen de maniobra, a fines de 2010 el
país se acercaba a la conocida situación de los ciclos de stop and go.
El Estado y la caja
Los recursos disponibles -la caja- y su uso discrecional para
acumular poder constituyeron la clave de las políticas del gobierno
de Kirchner, que tenía una larga experiencia previa de ese tipo de
manejo en su provincia. En los dos primeros años Kirchner aceptó
las limitaciones puestas por la presencia del ministro Lavagna, y
también por una opinión pública que desde la crisis reclamaba
mayor control de los gobernantes. Luego de la elección de 2005, esas
restricciones dejaron de preocuparlo.
Las políticas tributarias se orientaron a conservar el superávit
logrado con los ajustes de 2002. Así, se mantuvieron elevados los
mínimos imponibles -pese a la inflación-, el impuesto al cheque y
el Impuesto al Valor Agregado (IVA) del 21%, establecidos durante
la gestión de Cavallo, y se elevaron las retenciones a las
exportaciones. Como se señaló, cuando el superávit fiscal comenzó
a flaquear, se apeló a ahorros acumulados, como los de las AFJP o las
reservas del Banco Central.
El Ejecutivo tuvo una enorme libertad para disponer de los
fondos. El Congreso prorrogó las leyes de excepción que desde los
años
noventa
le
delegaban
la
reasignación
de
partidas
presupuestarias, así como la ley de emergencia de 2002, que
suspendió los regímenes de reajuste de las tarifas de servicios
públicos. La sistemática subestimación del presupuesto aprobado
generó excedentes de libre disposición, estimados en unos 25 mil
millones de dólares entre 2003 y 2010. El Ejecutivo nacional se
apropió de una porción creciente de los fondos provinciales,
reduciendo la coparticipación. En suma, el presidente dispuso con
libertad de una parte importante de una caja fiscal cuyo llenado se
atendió prioritariamente.
También dispuso de una “caja negra”. Todo gobierno la tiene,
pero su cuantía es variable. En parte depende de la cantidad de
asuntos que el gobierno resuelve, en favor de unos u otros, y en los
que se puede reclamar una comisión, soborno o “coima”. En los
años noventa, en tiempos de la “carpa chica”, estos ingresos ya
habían aumentado considerablemente. Con Kirchner hubo un
enorme incremento y sobre todo una organización más sistemática,
a cargo de un grupo de funcionarios con amplia experiencia previa
en Santa Cruz, a quienes se conoció como “pingüinos”.
El rubro principal fueron los contratos para obras públicas o
vivienda popular, que se adjudicaban por licitación. La práctica
habitual incluía el acuerdo entre los participantes, los sobreprecios y
el pago de elevadas comisiones -el tradicional 10% se habría elevado
al 25%-, que eran costeadas con los anticipos hechos por la
Tesorería del Estado, y que engrosaban la “caja negra”. Esquemas
similares funcionaron en otros negocios importantes, como los
subsidios al transporte -pagados sin los mínimos controles-, las
concesiones para los casinos o las concesiones petroleras, y en
muchos otros de menor envergadura. Los negocios con Venezuela a la que se compraban combustibles- constituyeron un capítulo
especial, vislumbrado cuando en un aeropuerto apareció una valija
llena de dólares, traída por funcionarios de ese país. Indicios más
contundentes aparecieron en el caso de la constructora extranjera
Skanska, que admitió haber pagado sobornos. Todo indica que
cualquier decisión del gobierno que involucrara intereses tuvo
características similares.
En el montaje de estos negocios privilegiados probablemente
participaron funcionarios de confianza de Kirchner, testaferros y
empresarios amigos: los más mencionados fueron Julio De Vido y
Ricardo Jaime entre los funcionarios, y Lázaro Báez, Cristóbal
López y Claudio Cirigliano entre los empresarios. En un segundo
círculo estaban los empresarios “amigos”, como los banqueros Jorge
Brito y Sebastián Eskenazi, quien adquirió, casi sin costo, una
porción
de
Yacimientos
Petrolíferos
Fiscales
(YPF),
en
una
operación que habría diseñado el propio Kirchner. También
participaron dueños de canales de televisión, gerentes de las
empresas extranjeras de servicios públicos o jefes de grandes grupos
empresariales. Cada uno de sus negocios dependía de una decisión
del
gobierno,
cuyos
costos
seguramente
ya
habían
sido
incorporados a los presupuestos.
También hubo negocios compartidos con los sindicatos, que
prolongaron los que se hicieron en los años noventa. Los dirigentes
de los gremios de servicios públicos -desde el transporte ferroviario
hasta la recolección de residuos- tenían sus propias empresas,
receptoras de concesiones y subsidios. El resto percibía los
tradicionales subsidios para sus obras sociales, administrados desde
el Ministerio de Salud Pública por fúncionarios provenientes del
riñón del sindicalismo. Dirigentes de las organizaciones sociales
amigas -como Luis D’Elía o Emilio Pérsico- ocuparon fúnciones en
la administración y en el reparto de subsidios sociales. Incluso
Madres de Plaza de Mayo se incorporó al club de los subsidios, con
un proyecto de construcción de viviendas organizado por Sergio
Schoklender, que concluyó en un desfalco fenomenal.
Se trató de una nueva fase del Estado prebendario. Éste había
florecido en los años sesenta, se expandió durante el Proceso, volvió
a florecer con las privatizaciones de los años noventa y se desplegó
con potencia con el nuevo estatismo. Con Kirchner fue similar en lo
esencial, pero tuvo sus singularidades, entre ellas, como se verá, una
justificación discursiva propia. Unos cuantos nombres se agregaron
al grupo de beneficiarios, que tuvo también algunas bajas. Pero
hubo otra novedad: en las funciones clave, se redujeron los
participantes que provenían de las corporaciones establecidas -ya
fueran empresarias o sindicales- y aumentaron quienes venían del
grupo íntimo de Kirchner y de su etapa en Santa Cruz. La
expoliación
del
Estado
se
mantuvo,
pero
los
beneficios
se
distribuyeron de manera algo diferente. Aumentó la parte de
quienes integraban el grupo gobernante, que desde 2008 pudo
avanzar incluso en el control de algunas grandes empresas, por
medio de los paquetes accionarios de las AFJP. La zona gris entre el
Estado público y los intereses particulares se expandió, llenándose
de “amigos del gobierno”.
Con Kirchner se robusteció el poder del gobierno, en detrimento de
las capacidades estatales de control. Esta distinción quedó algo
oscurecida por un discurso oficial centrado precisamente en la
recuperación del Estado, que se contraponía con el neoliberalismo
de los años noventa. Pero el proceso de concentración de las
decisiones en el presidente, lanzado durante el gobierno de Menem,
se desarrolló sin cambios en los años de Kirchner. Lo mismo
ocurrió con la destrucción sistemática de las instituciones o agencias
estatales encargadas de controlarlo. Por otro lado, el gobierno
ignoró la opinión disidente u opositora y descartó promover la
deliberación
colectiva,
que
en
otros
contextos
caracteriza
habitualmente la formulación de las políticas de Estado.
Como se señaló, en los dos años iniciales, Kirchner había
tomado
medidas
tendientes
a
reconstruir
la
deteriorada
institucionalidad, como la modificación de la Corte. Pero la
preocupación por lo institucional fue abandonada desde fines de
2005. El Congreso ratificó y amplió todas las leyes de excepción.
También modificó la composición del Consejo de la Magistratura,
para dar más peso a los representantes políticos oficialistas. El
Consejo comenzó a disciplinar a los jueces, amenazándolos con la
posibilidad de un juicio político. El desbalance de poderes se
acentuó con algunos notorios desconocimientos de fallos judiciales,
incluso de la Corte Suprema, y con una campaña en contra de lo
que se llamó “la corporación judicial”, que descalificaba a la Justicia
toda.
En el mismo sentido se operó sobre los medios de prensa. Los
funcionarios vigilaron la opinión de los periodistas y sugirieron el
desplazamiento de los más críticos. Un instrumento efectivo fue la
asignación de la publicidad oficial, repartida preferentemente entre
aquellos medios que disciplinaban su línea editorial. El poder de
regulación de las emisiones de radio y de televisión también
constituyó un argumento importante, sobre todo con las empresas
de televisión. Empresarios amigos del gobierno compraron radios y
diarios, aunque rara vez lograron que creciera su circulación. Por
otro lado, la radio y la televisión pública y la agencia de noticias
Telam
se
convirtieron
en
desembozadas
propagandistas
del
gobierno. La suma de presiones, y el desarrollo de una cadena
propia, con periodistas que se autodefinían como “militantes”,
configuró un aparato mediático significativo, que sin embargo
estuvo
lejos
del
monopolio,
pues
algunos
grandes
medios
mantuvieron su independencia.
Gradualmente, el Estado fue avanzando sobre las libertades
personales y los derechos humanos. Los servicios de información se
dedicaron al espionaje sistemático, que incluyó hasta a funcionarios
del gobierno. Las organizaciones sociales y también “patotas” o
“barras bravas” intimidaron en la calle a los opositores, y las policías
y la Gendarmería se involucraron gradualmente en acciones
violentas, sobre todo cuando no había cámaras de televisión cerca.
La intervención del gobierno alcanzó a las agencias estatales
encargadas del control de los gobernantes. En la mayoría de los
casos -como la Sindicatura General del Estado o la Fiscalía de
Investigaciones-, se colocó al frente a funcionarios amigos. A la
Auditoría General de la Nación -que debía ser presidida por un
representante del principal partido opositor-, se le recortaron las
funciones. El caso extremo fue el del INDEC, una agencia de enorme
prestigio, cuya tarea fue esencial para la administración del Estado.
Para poder falsear los datos de la inflación, el INDEC fue intervenido
en 2007, y se removió a buena parte de su planta técnica. Desde
entonces,
el
INDEC
da
informaciones
falsas
sobre
inflación,
desocupación, pobreza y otras cuestiones indispensables para llevar
adelante un gobierno responsable. Pocas personas creen en ellas, y
hasta muchos partidarios del gobierno reclaman su normalización.
Pero el gobierno ha convertido en cuestión de principio el no
desandar el camino.
En cada uno de los ámbitos del Estado se ha operado de la
misma
manera,
robusteciendo
el
vértice
y
achicando
las
instituciones. Se consolidó así el poder decisionista del Ejecutivo,
cimentado en el desgaste y el desarme de la institución estatal, pero
profundizado por la decisión de Kirchner de no dejar que la
normativa institucional limitara su libertad de acción. Poco
preocupado por el largo plazo, practicó un estilo de gobierno
errático, pero muy atento a las coyunturas y muy consecuente en
cuanto a su finalidad principal: la construcción y conservación del
poder.
Gobernar
a
los
golpes
estuvo
condicionado
por
las
deficiencias del Estado que recibió, dañado en su instrumental fino,
pero, a la vez, contribuyó a agravar su deterioro.
El manejo de la inflación fue paradigmático. Para combatirla, se
encararon acuerdos de precio con los grandes empresarios, logrados
mediante
presiones
y
promesas,
y
ampliamente
publicitados.
Generalmente eran precios nominales, de escasa vigencia real, pero
el INDEC los usó para construir un índice de precios en el que nadie
creía. Cuando se difundieron otras mediciones -basadas en parte en
estadísticas provinciales-, se prohibió su difusión.
En el gasto público también hubo una orientación constante
hacia la obtención de réditos políticos. La centralización de los
recursos fiscales fue usada para disciplinar a los gobiernos
provinciales y a los intendentes del conurbano. Una cuarta parte de
los recursos de estos gobernantes provenía de transferencias del
tesoro nacional, o de fondos para obras públicas administrados por
el Ministerio de Planificación Federal. El reparto nunca se ajustó a
normas prefijadas, y una porción considerable se establecía en
acuerdos
específicos
con
cada
uno
de
los
gobernadores
o
intendentes. Quienes no los recibían debían enfrentar a empleados
públicos
furiosos
por
el
atraso
en
sus
sueldos.
Así,
independientemente del partido político que los hubiera llevado al
gobierno, gobernadores e intendentes terminaron actuando de
manera disciplinada a las órdenes del Poder Ejecutivo.
En suma, los años de Kirchner se caracterizaron por una amplia
disposición de recursos fiscales, de uso discrecional, utilizados para
sostener, por distintos caminos, una estructura de poder obediente y
disciplinada, que reproducía los recursos disponibles. De ese modo
se completaba la ecuación que unía el poder con la caja.
LA SOCIEDAD: GANADORES Y PERDEDORES
El resultado de la gran transformación de los años noventa fue una
sociedad globalmente empobrecida, polarizada y segmentada. La
crisis de 2002 profundizó todo esto y a la vez generó una
movilización demandante y contestataria. En 2005 se había
superado lo peor de la crisis, y el país gozaba de una inédita bonanza
económica. Muchos pensaron que había una oportunidad para que
se recuperara la antigua dinámica social, su movilidad y capacidad
para
la
integración,
o
al
menos
para
aplacar
y
canalizar
adecuadamente la conflictividad y reabsorber el terrible bolsón de
pobreza que se había constituido. El gobierno dispuso de muchos
recursos y de amplia libertad para usarlos, y, según afirmó, una de
sus prioridades era lograr la inclusión social. Pero sus políticas
específicas atendieron preferentemente a objetivos de corto plazo, y
los resultados globales fúeron magros en relación con los recursos
disponibles. Al final del ciclo de Néstor Kirchner el balance indicaba
que el país había perdido una buena oportunidad.
Los
trabajadores
fueron
objeto
de
especial
atención
del
gobierno. Los efectos no fueron homogéneos, en parte porque la
heterogeneidad del sector era parte central del problema y en parte
por la poca sistematicidad de las políticas públicas. El empleo creció
de manera firme hasta 2007, y luego lo hizo de un modo
sensiblemente menor, aunque desde entonces las cifras disponibles
son poco seguras. El sector de los trabajadores formales o en blanco
se benefició con el restablecimiento de las convenciones paritarias y
el
fortalecimiento
de
los
sindicatos,
cuyos
reclamos
fueron
respaldados por el gobierno. Pero hubo importantes diferencias, no
sólo entre los distintos gremios -los privados superaron a los
estatales, y los camioneros estuvieron por delante de todos-, sino
dentro de cada actividad, debido al amplio desarrollo de los
acuerdos por empresa. Las mayores diferencias estuvieron entre los
trabajadores “en blanco” y los informales o “en negro”, no
protegidos por los sindicatos, que podían ganar la mitad de sus
equivalentes en blanco. Aunque el gobierno realizó varias campañas
en favor del “blanqueamiento”, hacia 2010 había en el sector
informal alrededor de cuatro millones de trabajadores.
El gobierno canalizó muchos fondos fiscales para reducir la
pobreza. El conjunto de los subsidios sociales, nunca contabilizados
con precisión, llegó a beneficiar a ocho o diez millones de personas.
Dos grandes programas, la moratoria jubilatoria y la Asignación
Universal por Hijo, favorecieron a más de cinco millones de
personas. El área metropolitana se vio además beneficiada por los
subsidios al transporte y a los servicios públicos, que permitieron
mantener bajas las tarifas. Los pobres, que en el pico de la crisis de
2002 eran más del 50% de la población, se redujeron al 2%, una cifra
aún menor que el 38% de fines de 2001. Eran diez millones de
personas que, pese a todo lo hecho, permanecieron en la pobreza.
En momentos de máxima bonanza, se destinó a los subsidios un 4%
del PBI, aunque sólo una cuarta parte de ellos se dirigió a los pobres;
el resto benefició a sectores medios, algunos necesitados y otros
muchos no. No es fácil saber si esto se debió a la tosquedad de los
instrumentos estatales o a un propósito deliberado, quizás de tipo
político. Después de 2007, fue difícil sostenerlos con recursos
fiscales normales y hubo que apelar a los extraordinarios, lo que
puso en duda la sustentabilidad de estas políticas que, pese a todo,
no habían reabsorbido el bolsón de pobreza.
En materia educativa, uno de los terrenos más afectados por la
deserción del Estado en los años noventa, una ley garantizó el
aumento sustancial de la parte del PBI destinada a educación. Sus
efectos fueron desparejos, por el desigual reparto de los recursos
fiscales entre las provincias, que afectó especialmente a la de Buenos
Aires, la más poblada. Los sueldos docentes mejoraron mucho, pero
la calidad educativa siguió declinando: así lo mostraron las
mediciones internacionales, en las que la Argentina fue quedando
retrasada respecto de los otros países hispanoamericanos. En las
escuelas públicas el deterioro fue grande. El gobierno dispuso que se
diera prioridad a distintas funciones sociales, lo que afectó las
específicamente educativas. Además, se desatendieron cuestiones
más delicadas, como el fortalecimiento de la función directiva y la
mejora en la capacitación docente. Este deterioro se reflejó en la
acelerada deserción de escolares, en beneficio de las escuelas de
gestión privada. No sólo migraron los sectores altos y medios, sino
también aquellos sectores populares que materialmente podían
hacerlo -hubo escuelas privadas de muy bajo costo-, de modo que
la escuela estatal se consolidó como la escuela de los pobres,
reproduciendo la segregación de la sociedad. En este aspecto, la
política de inclusión no dio muchos resultados.
Dos problemas diferentes, emergentes de la gran transformación
social, generaron cuestionamientos al Estado por su manejo de las
fuerzas policiales y de seguridad: las protestas callejeras, que
afectaban el orden público, y el aumento de la criminalidad. Las
políticas fueron ambiguas y cambiantes. En sintonía con su discurso
progresista, el gobierno declaró que no reprimiría ni criminalizaría
la protesta social. Pero de manera creciente y solapada, fueron
duramente reprimidos los activistas sociales adversos al gobierno.
Otro
aspecto
fue
la
corrupción
de
la
institución
policial.
Periódicamente, algún episodio delictivo mostraba la estrecha
relación de sus miembros con los criminales. En la provincia de
Buenos Aires hubo intentos de eliminar la corrupción de la Policía
Bonaerense, pero fueron esporádicos y poco exitosos, y finalmente
se volvió al sistema de acuerdos espurios, para tolerar sus
actividades y limitar su visibilidad. En el caso de la Policía Federal,
el gobierno nacional aceptó durante estos años sus prácticas
corruptas tradicionales, y así lo denunciaron en años posteriores
otros funcionarios gubernamentales.
Por otra parte, el delito aumentó de manera evidente, tanto en
número como en violencia y espectacularidad, y aunque no hubo
demostraciones masivas como la promovida en 2004 por Blumberg,
ya mencionada, la seguridad se convirtió en el problema que más
preocupó a la opinión. A las cuestiones reales se sumó una mirada
sobre el tema, considerado una consecuencia de la emergencia y el
descontrol del mundo de la pobreza. Se sumaron así la inseguridad
y su percepción, amplificada. Para minimizar el problema, el
gobierno sostuvo que se trataba sobre todo de una “sensación de
inseguridad”. Pero los resultados logrados en este campo fueron
exiguos, sea por inconsecuencia o por incapacidad de gestión.
El impulso de la economía y la masa de subsidios permitieron
algunas mejorías específicas en la situación de los distintos grupos
sociales, pero no bastaron para que la sociedad recuperara su
antigua dinámica de integración y movilidad. Al final de los años de
Kirchner, la distancia entre los ingresos de los muy ricos y los muy
pobres -que indica el grado de polarización social- se había
reducido respecto de 2002, momento pico de la crisis. Pero, en
rigor, la mejora se detuvo en 2006; comenzó entonces un leve
retroceso, y en 2008 la distancia entre ambos extremos era mayor
que la de 1997. En suma, en los diez años de gran prosperidad y de
vigencia de un modelo declarado de inclusión social, en lo esencial,
la desigualdad generada por la gran transformación de los noventa
se mantuvo.
Los indicadores generales, como el de la distribución del
ingreso, no dan cuenta de las fuertes desigualdades internas,
regionales y sociales. La mortalidad infantil se redujo en general,
pero era alarmante en Formosa, donde había elevados índices de
desnutrición. En las zonas pobres, eran sorprendentemente altos los
índices de mortalidad de los adolescentes, cuyas vidas eran tan
intensas como breves. Diez millones de argentinos carecían de
servicios básicos, como la conexión cloacal o de gas, con el
agravante de que las garrafas no recibían los beneficios de los
subsidios.
Hubo
también
efectos
sociales
negativos
de
la
prosperidad. En la ciudad de Buenos Aires, con la suba del precio de
la tierra, aumentaron los desalojos en viviendas colectivas, y en
consecuencia
se
elevó
la
población
residente
en
villas
de
emergencia, que creció el 50% en estos diez años. Algo similar
ocurrió en el conurbano.
Sobre todo, se profundizaron las fracturas de una sociedad que
otrora se había caracterizado por la continuidad y la falta de cortes
profundos. Hubo una polarización entre los de más abajo y los de
más de arriba; a algunos les fue extraordinariamente bien,
incluyendo al propio matrimonio Kirchner. Pero además, se
profundizó la brecha que venía dividiendo a la tradicional “clase
media”.
Una
posibilidades
parte
de
encontró
adaptarse
y
en
la
nueva
prosperar,
sobre
dinámica
todo
social
quienes
disponían de los conocimientos adecuados para manejarse en el
nuevo mundo globalizado. Quienes elegían una escuela de alto
costo para sus hijos estaban desertando de la antigua empresa de la
educación común. Así formados, los jóvenes emprendedores se
acostumbraron
a
mirar
en
primer
lugar
al
mundo,
y
se
comprometieron menos con su país, lo que agregó a la deserción
una cuota de egoísmo que aumentaba la fragmentación. En el
mismo batallón creció otro contingente, que encontró en la política
un camino para mantener abierta la aventura del ascenso,
aprovechando los gajes del Estado y “haciendo una diferencia”,
legítima en estos años y adecuada para afirmarse entre los que “se
salvaban”.
Una parte mayor de la vieja clase media venía siendo castigada
por las nuevas reglas de la economía desde la hiperinflación de
1989, que arrasó con sus ahorros. Entre ellos había profesionales,
pequeños empresarios, comerciantes, cuentapropistas y docentes.
Su déficit de saberes y conocimientos adecuados para el mundo
nuevo se acentuó, y a la vez sus tradicionales límites éticos también
operaron como una barrera para su adecuación. Se empobrecieron
relativamente -los subsidios que iban más allá de los pobres fueron
bien recibidos-, pero lograron mantenerse en pie. Luego de la
experiencia de 2002, apreciaron el orden y la estabilidad, que
muchos asociaron con el gobierno de los Kirchner.
La misma fractura se produjo entre los trabajadores asalariados.
Los que trabajaban en condiciones formales estuvieron amparados
por toda la legislación protectora, descuidada en los noventa y
rehabilitada durante los años de Kirchner. Tuvieron aumentos
salariales regulares, protección por despido y obras sociales. La
Confederación General del Trabajo (CGT) recuperó los viejos
métodos de presión y acuerdo y defendió exitosamente a sus
trabajadores. La situación fue muy distinta para quienes trabajaban
en negro, y en general eran poco tenidos en cuenta por las
organizaciones sindicales. No había para ellos ni convenciones, ni
obras sociales ni jubilación. La informalidad acompañaba tanto al
trabajo ocasional como al llamado “esclavo”. Pero muchas empresas
importantes solían tener un sector informal significativo, con
capacidad para reclamar, asumida generalmente por comisiones
internas opuestas a las conducciones y también al gobierno, y
dirigidas por militantes de izquierda.
El escaso éxito de las políticas de inclusión se manifestó en el
mundo de la pobreza. Allí, la crisis de 2002 estableció un nuevo
umbral. Si bien el número de pobres se redujo, y fueron menos
quienes debieron luchar por su supervivencia cotidiana, se mantuvo
un núcleo duro e irreductible, ajeno a la antigua cultura del trabajo
regular. En el mundo de la pobreza la vida se estructuró sobre otras
bases, con su lógica y sus mecanismos de reproducción.
El Estado tuvo una presencia ambigua, y no hubo mucha
preocupación por mejorar el cumplimiento de las normas o
penalizar las transgresiones. Sus agentes -funcionarios, policías,
jueces-
se
dedicaron
en
cambio
a
distribuir
franquicias
y
concesiones entre los referentes barriales, y fueron construyendo
con ellos una versión local del Estado prebendario. Como mostró
Jorge Ossona, los referentes -que frecuentemente eran los jefes de
familias extensas y poderosas- tenían autoridad para solucionar
problemas cotidianos: litigios por la ocupación de los terrenos,
autorización de remises ilegales, concesión de puestos de venta en
calles o ferias. En un nivel más alto, se autorizaban los boliches y
prostíbulos, los talleres clandestinos o los desarmaderos de autos, y
se protegía u organizaba el robo de autos o el tráfico de drogas.
Entre lo legal y lo ilegal -si esa distinción hubiera tenido sentidoun club de fútbol convertía a un grupo de muchachos del barrio en
“barras bravas”, que ingresaban en diversos tráficos, incluyendo la
droga, y estaban disponibles para tareas políticas que requerían
presencia y potencia física. Nada era nuevo, pero creció mucho, y el
gobierno, en general poco preocupado por el ordenamiento
institucional, no hizo mucho para cambiar la situación, convivió
con ella y hasta encontró el modo de sacarle provecho.
La presencia del Estado fue rotunda en la distribución de
subsidios sociales. El Plan Jefes y Jefas de Hogar de 2002 fue
gradualmente
reemplazado
microemprendimientos,
que
por
otros
más
requerían
el
focalizados,
sustento
de
como
alguna
organización social. La Asignación Universal por Hijo de 2009 tuvo
un
carácter más
intermediación.
cooperativas
de
universal que las
Pero
anteriores, y redujo la
simultáneamente,
trabajo,
distribuidos
nuevos
por
los
subsidios
a
intendentes,
fortalecieron los mecanismos discrecionales. Por esa vía, el gobierno
fue reabsorbiendo la protesta social, todavía viva, y a la vez
construyó una maquinaria política eficaz.
Las organizaciones piqueteras perdieron algo de su anterior
significación, por la reducción del desempleo y el uso político de los
subsidios, aunque ninguna organización quedó al margen del
reparto de planes sociales. Aquellas vinculadas con los partidos de
izquierda, que radicalizaron su protesta, fueron estigmatizadas por
los medios oficialistas, perseguidas judicialmente y hasta reprimidas
por la Gendarmería, que fue ocupando el lugar de la Policía en el
mantenimiento del orden. Pero conservaron sus comedores y
cooperativas, y sus movilizaciones. Marchar hacia un ministerio era
el comienzo de una negociación nunca interrumpida, que se
concluía en la oficina de los funcionarios encargados de autorizar
los pagos. Por esa vía, no muy diferente de la sindical, la protesta
entró en el camino de la institucionalización
Otras organizaciones piqueteras redujeron su activismo cuando
se sumaron al kirchnerismo. Sus dirigentes ocuparon funciones
públicas, relacionadas con los subsidios, como D’Elía y Pérsico, o
recibieron tratamiento preferencial, como la activista jujeña Milagro
Sala o Madres de Plaza de Mayo, que administraron importantes
planes de construcción de viviendas. La Federación de Tierra y
Vivienda mantuvo su independencia formal, pero el Movimiento de
Trabajadores Desocupados Evita se fusionó con otros grupos
peronistas en el Movimiento Evita, que combinó la tarea de
promoción
social
con
la
competencia
interna
dentro
del
justicialismo.
Por esa vía, la reabsorción de la protesta social se combinó con
la creación de una red política extensa, en la que los gobiernos
municipales cumplieron un papel central. Negociaron con el
gobierno nacional la realización de obras públicas en sus municipios
-fuente de empleo y prebendas-, colaboraron de distintas maneras
con las numerosas asociaciones vecinales -se reconocía una por
barrio- y paralelamente organizaron una red política
Los planes sociales estaban en el centro de la vida cotidiana de
los pobres. Tener un beneficiado en la familia hacía una diferencia
fundamental en sus vidas. Lograrlo y mantenerlo era un proceso
largo y nunca acabado. Había que anotarse como aspirante a un
plan, esperarlo, recibirlo, cobrarlo y eventualmente pedir la baja.
Podía trabarse en cualquier punto, y para reactivar el proceso había
que recurrir a facilitadores o gestores. Por aquí se entraba, de
manera gradual, al mundo de la política. Julieta Quirós ha mostrado
que en el mundo de la pobreza no era necesario comprometerse
definitivamente con ninguna de las alternativas que se ofrecían: el
puntero político, el referente social, el militante de una asociación
vecinal o una organización piquetera. Las lealtades se construían de
forma gradual, por acumulación. La sutil contraprestación consistía
en “acompañar”, para fortalecer lo recibido: una marcha, un acto en
apoyo de un dirigente, una gran concentración, actividades para las
que los organizadores suministraban la logística necesaria. Por esa
vía, los planes sociales llevaban a la producción de apoyo político y,
en última instancia, del sufragio.
LA POLÍTICA: LOS VOTOS Y EL DISCURSO
Construir su poder, con independencia de otra finalidad, fue la
ocupación principal de Kirchner. La tarea, permanente y cotidiana,
realizada con pericia singular, se basó en dos pilares: la conversión
de recursos estatales en sufragios y la imposición de un discurso
capaz de convocar a amplios sectores fuera del peronismo.
Para la producción de sufragios, el conurbano bonaerense decisivo en las elecciones- constituyó un desafío especial. Se trataba
no sólo de cosechar votos en el mundo de la pobreza -una tarea en
la que el peronismo ya había sacado una buena ventaja-, sino de
mantener
alineada
y
disciplinada
una
estructura
política
caleidoscópica. En la base, el trabajo capilar de los punteros se hacía
por conjuntos de votantes, o “paquetes”, que correspondían a las
diversas formas asociativas. A través de los referentes barriales, los
subsidios, las franquicias, las licencias o los favores cotidianos se
convertían finalmente en votos. Pero nada era automático, y
siempre había demandas en competencia. A la tarea de negociar el
“paquete”, se agregaba otra más compleja: constatar que los
acuerdos
habían
sido
cumplidos.
Sólo
entonces
el
puntero
acreditaba su capacidad de conducción.
Por encima de la cadena jerárquica de los operadores políticos,
el intendente era el administrador principal de los recursos y de los
resortes administrativos del proceso electoral en su fase local. Si era
eficaz en su tarea, podía permanecer en el cargo o elegir a su
sucesor. Por lo general el peronismo se alineaba en la cúspide -el
gobernador o el presidente, que solía intervenir directamente en los
asuntos provinciales o locales-, pero en la base la competencia era
intensa, y a veces se complicaba con los cambios o conflictos en la
provincia o la nación, que derivaban en cambios en la jefatura local,
a través de elecciones o, más simplemente, mediante la destitución
del intendente. En 2005 todo el aparato que apoyaba a Duhalde se
pasó a Kirchner sin conflictos, pero en 2009 se dividió, y una parte
apoyó al grupo peronista disidente, vencedor en la ocasión.
Disciplinar a los gobernadores provinciales -la otra pieza clave
en la producción del sufragio- fue menos complicado. Kirchner
empleó el contundente argumento de los fondos de Tesorería. Les
reclamó a los gobernadores que no salieran del redil y que lo
apoyaran en el Congreso, y los dejó en libertad en su manejo
interno.
En
muchas
provincias
producir
el
sufragio
fue
relativamente sencillo, por el enorme peso de los empleados
públicos. En otras había tradiciones de partidos provinciales
dominantes, y en las más grandes, como Córdoba, Mendoza o Santa
Fe, hubo una verdadera competencia electoral. Pero aun cuando
triunfaran partidos opositores, el presidente pudo disciplinar y
encarrilar a las autoridades electas con el manejo de los recursos
fiscales.
Captar a gobernadores, diputados o intendentes elegidos por
otros partidos fue parte de una política genéricamente conocida
como “transversalidad”. Fue ensayada y abandonada varias veces, y
le sirvió a Kirchner para regular sus relaciones con los jefes
territoriales peronistas y para alimentar con algo de consistencia el
mito de la “nueva política”. Con vistas a la elección presidencial de
2007, Kirchner convocó a la Concertación Plural, e incluyó a
gobernadores e intendentes electos por la Unión Cívica Radical
(UCR); Julio Cobos, quien concluía su mandato como gobernador de
Mendoza, acompañó a Cristina Kirchner en la fórmula presidencial
triunfante. La Concertación se disgregó en 2008, con motivo del
“conflicto del campo”, que también dividió profundamente al
peronismo.
Como es habitual en el peronismo, el frente político kirchnerista
no tuvo una forma orgánica. Era un movimiento que también
incluía a la CGT, a las organizaciones piqueteras afines y hasta a
Madres de Plaza de Mayo. Para las elecciones, Kirchner disponía del
sello del Frente para la Victoria, amplio, flexible y capaz de incluir a
quien se quisiera. El Partido Justicialista tuvo un funcionamiento
intermitente, y en muchos lugares se dividió, sin que nadie lo
abandonara
o
se
considerara
excluido.
Tras
las
distintas
denominaciones había, como ocurría desde 1989, una jefatura y un
partido del gobierno, asentado sobre distintos poderes territoriales,
no siempre peronistas, que funcionaba con los recursos del Estado.
Una forma difícil de definir institucionalmente, pero de una eficacia
demoledora.
El segundo pilar del poder kirchnerista fue un discurso hábilmente
construido y eficazmente difundido. Kirchner asumió que, además
de las negociaciones concretas, en la política había una lucha por la
interpretación de la realidad, y que había que imponer un “relato”,
como se lo llamó. El relato le permitió trascender el ámbito del
peronismo y del mundo popular y convocar a un amplio sector de la
opinión pública que se definía como progresista. Consistía en una
lectura del pasado, reciente y lejano, un diagnóstico del presente y
una promesa para un futuro que ya estaba realizándose. Se alimentó
de las tradiciones y las nostalgias, resumió los reclamos de 2001 y se
encabalgó en la ola de prosperidad del presente. Incluyó una
reivindicación de los jóvenes idealistas de los años setenta, y en
especial de la Juventud Peronista (JP) y de Montoneros. Asumió la
bandera de los derechos humanos, entendidos sólo y estrictamente
como el juicio y castigo a los culpables de la represión dictatorial, así
como la construcción de una memoria colectiva alrededor de ese
tema. Desechó casi todo lo que había aportado la democracia
institucional de 1983, salvo el valor del sufragio, y condenó las
reformas neoliberales de los años noventa, hasta la crisis de 2001.
Todo ello constituyó el “infierno” heredado, del que el gobierno
de Kirchner estaba saliendo. Se reivindicó el papel del Estado,
entendido como poder no limitado, y sobre todo la autonomía de la
política y la libertad de acción de su jefe, más allá de las restricciones
provenientes de los poderes corporativos, y también de las
instituciones “formales”. Por esta vía el discurso se tornó en
epopeya, pues se valoró la audacia, la decisión y hasta la heroicidad
de la jefatura. Las sucesivas expresiones de su voluntad, decantadas
en hechos irreversibles, conformaban lo que denominaron un
“modelo económico de acumulación con matriz diversificada e
inclusión social”, conocido comúnmente como “el modelo”. A
diferencia de las concepciones planificadoras previas, el Modelo no
tenía una redacción explícita, lo que permitía su reinterpretación
cotidiana por medio de la palabra.
Por sus contenidos y por su modo de enunciación -que excluía
toda
forma
de
diálogo-,
este
discurso
se
propuso
dividir
tajantemente el campo político, integrar a los aliados y excluir a los
enemigos. De un lado, la tradición nacional y popular se sumaba al
progresismo
antidictatorial;
en
el
lado
opuesto
quedaba
“la
derecha”, en cuyo núcleo se hallaban los poderes corporativos,
locales y mundiales. Retomó así una tradición arraigada en la
cultura política argentina, que en 1983 se creyó superada: la
construcción de poder a partir del conflicto, el enfrentamiento y la
polarización.
En el relato se adecuó la forma dicotómica básica a las
cambiantes coyunturas, y en cada caso se definió un nuevo rostro
del enemigo. Allí residió la notable destreza de Kirchner, que
manejó los tiempos, eligió los temas, incluyó unos hechos, ignoró
otros y acomodó las explicaciones. Contó con la credulidad de sus
seguidores, dispuestos a acompañarlo en un juego que a menudo se
apartaba gruesamente de los hechos. El caso del INDEC y de la
inflación constituyó una verdadera prueba para los creyentes. La
condena genérica a las corporaciones pudo coexistir con la amigable
convivencia con muchas de ellas. La defensa de los derechos
humanos coincidió, en la prestigiosa aunque cuestionada voz de
Hebe de Bonafini, con la reivindicación lisa y llana de la violencia,
pasada y presente. Viejos militantes de los derechos humanos
debieron aceptar que sus organizaciones emblemáticas -Madres y
Abuelas- ingresaran sin reservas al frente político oficialista, y
finalmente al círculo de la corrupción generado por los subsidios.
Las mismas oscilaciones oportunistas se registraron en el caso
de las relaciones exteriores, manejadas de acuerdo con las
necesidades discursivas del frente político interno. Cancelar la
deuda con el FMI -de previsibles consecuencias negativas- satisfizo
a la opinión progresista y antiimperialista. Lo mismo ocurrió con
varios actos hostiles al gobierno de Estados Unidos, inútilmente
ofensivos, como la agresión al presidente Bush en la Cumbre de las
Américas
reunida
en
Mar
del
Plata
en
2005.
Igualmente
inconsistente fue la gestión del conflicto protagonizado por los
habitantes de Gualeguaychú contra una gran fábrica de pasta de
papel instalada en Uruguay. Ante el prolongado corte del puente
internacional que realizaron, el gobierno no encontró una respuesta
adecuada que articulara su íntima satisfacción por una gesta que
podía presentarse como nacional y antiimperialista, su negativa a
cualquier ejercicio de su autoridad y sus responsabilidades con el
país vecino. Así, dejó que la situación se prolongara en forma
indefinida. Esas medidas espectaculares e inconsistentes cosecharon
un éxito fácil entre el progresismo populista, ya claramente
escindido del que conservaba su tradición socialdemócrata, y
colocaron en difícil situación a quienes no querían ser ubicados en
la nefanda “derecha”.
Entre la elección de medio tiempo de 2005 y la presidencial de 2007
el kirchnerismo tuvo un período de esplendor, que no se repetiría
en vida de Kirchner. La economía en crecimiento, la holgura fiscal y
los avances importantes en los juicios a los represores generaron
satisfacción entre todos los que lo apoyaban. No faltaron algunas
advertencias, como la suba de la inflación o el plebiscito de Misiones
en 2006, cuando se rechazó la posibilidad de la reelección indefinida
del gobernador, algo de lo que Kirchner tomó debida nota. Por
entonces comenzó a discutirse quién sería el candidato en 2007: si
Néstor o su esposa Cristina Fernández, de destacada actuación
política, y que había obtenido en 2005 un resonante triunfo electoral
en la provincia de Buenos Aires. El suspenso sobre si sería
“pingüino o pingüina”, finalmente resuelto en favor de Cristina
Kirchner, se mantuvo hasta pocos meses antes de las elecciones de
octubre de 2007.
Antes de resolverlo, Kirchner ya había comenzado a armar la
nueva alianza electoral. Con la Concertación Plural sumó el apoyo
de casi todos los gobernadores y de muchos intendentes radicales, y
minó las bases de la UCR, principal partido opositor. Los partidos
políticos estaban en crisis, afectados por la escasa representatividad,
el deterioro de sus estructuras orgánicas, las escisiones y las
deserciones. Los nuevos protagonistas fueron los dirigentes con
alguna atracción personal y recursos para montar un aparato
electoral, y también las coaliciones, que se armaban persiguiendo el
ánimo cambiante de la opinión. La UCR llevó como candidato al
exministro Lavagna, peronista y moderado, con buena imagen por
su manejo de la crisis de 2002. Elisa Carrió, otro producto de la
crisis, levantó los temas de la corrupción y de las instituciones
republicanas, y organizó la Coalición Cívica, a la que se sumó el
Partido Socialista. Dentro del justicialismo hubo alguna oposición a
Kirchner, como la del puntano Alberto Rodríguez Saá, hermano de
Adolfo,
efímero
desarrollar
dominada
presidente.
debates
por
la
Ninguna
importantes
exitosa
en
gestión
de
una
estas
fuerzas
campaña
presidencial
y
logró
anodina,
la
amplia
distribución de subsidios.
Cristina Fernández de Kirchner resultó electa en la primera
vuelta; obtuvo el 42% de los votos y dobló los de la segunda, Elisa
Carrió, quien a su vez relegó a la UCR al tercer lugar. Algo faltó para
que el triunfo fuera completo: la mayoría fue holgada, pero escasa
para un régimen con vocación plebiscitaria. Los sectores medios
urbanos fueron esquivos y el gobierno volvió a perder en Buenos
Aires y Rosario, donde se confirmaron los liderazgos de Mauricio
Macri y del Partido Socialista. Comenzó así el segundo turno del
kirchnerismo, con una singular conducción dual. La presidenta
asumió todas las funciones de representación, con soltura y aplomo,
pero Néstor Kirchner siguió a cargo del manejo de la política y la
economía. En la intimidad, compartieron las decisiones sólo con el
jefe de Gabinete, Alberto Fernández, que continuó en su puesto.
Pero lo más importante era que ambos estaban habilitados para
presentarse en 2011, e incluso para alternarse indefinidamente,
sorteando la limitación que había puesto fin al gobierno de Menem.
Poco antes de entregar el mando a su esposa, Kirchner tomó
algunas medidas significativas: autorizó una importante fusión de
empresas de televisión por cable, que gestionaba el Grupo Clarín;
facilitó la venta de una parte de las acciones de Repsol YPF, a pagar
con los beneficios de la empresa, al banquero Eskenazi, que asumió
su manejo; por último, elevó al 35% las retenciones a las
exportaciones
de
soja,
cuyo
precio
estaba
aumentando
aceleradamente. El nuevo gobierno, preocupado por los primeros
signos de cortedad fiscal, decidió elevarlas aún más, introduciendo
un sistema móvil que permitía al Estado apropiarse de la parte
principal de los futuros aumentos. La Resolución 125, del 11 de
marzo de 2008, no pasó inadvertida; desató un conflicto que en
pocos meses se llevó buena parte del apoyo al nuevo gobierno.
La
medida,
plagada
de
irritativos
errores
técnicos,
fue
masivamente rechazada en lo que empezó a denominarse “el
campo”, que ya venía sumando enojos con las disposiciones,
juzgadas arbitrarias, del secretario de Comercio Moreno para
impedir la suba del precio de la carne. Los productores rurales se
reunieron con sus tractores en las plazas de pueblos y ciudades,
cortaron las rutas e iniciaron distintas acciones de fuerza. Las cuatro
principales organizaciones agropecuarias -incluidas la Sociedad
Rural y la Federación Agraria-, habitualmente enfrentadas, crearon
una mesa de enlace que asumió la dirección del conflicto.
Recibieron un amplio apoyo en las localidades y en las ciudades de
la zona agrícola, ligadas de un modo u otro a sus actividades. Pronto
se formó un movimiento de opinión que trascendió ampliamente el
círculo de los intereses agrarios y que cuestionó la política
gubernamental en su conjunto. El 25 de marzo hubo cacerolazos en
los barrios de Buenos Aires, en las cercanías de la residencia
presidencial y en la Plaza de Mayo, donde los manifestantes fueron
expulsados con violencia por militantes de organizaciones sociales
oficialistas. La agitación siguió y reanimó a los partidos políticos.
Por primera vez desde 2003 el gobierno enfrentaba una oposición
de esa consistencia.
Quizá por eso Kirchner decidió transformar el tema en una
cuestión política en la que el gobierno se jugaba algo importante.
Rechazó cualquier negociación, se propuso poner “de rodillas” al
enemigo y desarrolló una argumentación ideológica, hasta entonces
ausente, acorde con la épica revolucionaria del relato. La masa de
productores rurales, grandes, medianos y chicos, pasó a ser la
“oligarquía terrateniente”, de la que hablaba el revisionismo
histórico, y quienes se oponían a la Resolución 125 tenían
propósitos “destituyentes”. La amplia difusión televisiva de los
episodios salientes del conflicto -los cortes, los actos y hasta la
detención de un dirigente- lo llevó a acusar a la “corporación
mediática” y particularmente al Grupo Clarín. De ese modo
polarizó a la opinión, galvanizó a sus simpatizantes, incluso a los
más tibios, y organizó a la oposición, que después de muchos años
encontró una brecha adecuada. El tema de las retenciones se
convirtió en símbolo del arbitrario decisionismo presidencial, y
habilitó el reclamo por la discusión en el Congreso y por la vigencia
de las instituciones republicanas. En el interior del peronismo hubo
fracturas importantes, pues el masivo apoyo de regiones y
provincias al reclamo agrario movilizó a muchos intendentes,
diputados, senadores y hasta a gobernadores. Incluso los partidos de
izquierda se sumaron, con sus propios argumentos, a la condena al
gobierno. El 15 de julio, en vísperas de la votación decisiva en el
Congreso, se realizaron dos actos, uno oficialista en la plaza del
Congreso y otro opositor en Palermo; los partidarios del campo
duplicaron en número al oficialismo.
Previamente, el 17 de junio, el gobierno había dado un paso
atrás al pedir al Congreso la ratificación por ley de la Resolución.
Fue aprobada en Diputados, pero en el Senado las resistencias
fueron mayores y se llegó a una votación empatada, que definió el
vicepresidente
Cobos
con
un
sorpresivo
voto
“no
positivo”,
musitado en la madrugada del 17 de julio.
Se abrió así una etapa crítica para el gobierno. Mientras la
popularidad
presidencial
se
derrumbaba,
abandonó
su
cargo
Alberto Fernández, que hasta entonces era figura central del grupo
gobernante. La Concertación Plural comenzó a disolverse, las
grietas en el oficialismo llevaron a la formación de un polo
peronista disidente y la oposición comenzó a afianzarse. En los
meses siguientes las finanzas gubernamentales y la economía en
general fueron afectadas por la crisis de Wall Street, pero sobre todo
por el derrumbe del precio internacional de la soja. Pero en octubre
de 2008 la estatización de las AFJP significó un alivio para la caja
fiscal y a la vez un golpe político de efecto. El gobierno había
encontrado un jugoso botín y un tema que le permitió recuperar la
iniciativa, polarizar a la opinión y ganar a una amplia franja
progresista, que asociaba la jubilación privada con el detestado
neoliberalismo de los noventa. Los partidos opositores, que no
encontraron una respuesta común adecuada, volvieron a exhibir su
endeblez.
La medida solucionó los problemas de caja, pero no detuvo la
recesión
económica
ocasionada
por
la
extendida
crisis
internacional, que se prolongó hasta fines de 2009. La popularidad
presidencial siguió bajando, y en diciembre sólo llegaba al 20%, el
punto más bajo desde el comienzo del ciclo kirchnerista. El
gobierno había apostado a revertir la situación en las elecciones
parlamentarias de junio de ese año, adelantadas varios meses para
eludir parte de los esperados efectos de la crisis económica. La
fragmentada oposición comenzó a agruparse, de manera confusa. El
Acuerdo Cívico y Social reunió a la Coalición Cívica de Elisa Carrió,
al socialismo santafecino y al radicalismo, robustecido luego de las
demostraciones de pesar por la muerte de Raúl Alfonsín, el 31 de
marzo de 2009. Los peronistas disidentes, antiguos o recientes, se
agruparon de diversas maneras según las provincias. En la de
Buenos Aires, Francisco de Narváez y Felipe Solá se unieron con
Propuesta Republicana (PRO), de Mauricio Macri, e hicieron pie en
distintos fragmentos del aparato político del conurbano, más
fragmentado por el carácter local de la elección. Kirchner decidió
convertir esa elección legislativa en un test. Encabezó la lista
oficialista de diputados y ordenó a los principales funcionarios e
intendentes presentarse como candidatos, en el entendimiento de
que no se harían cargo de sus bancas. El experimento no funcionó.
Los resultados fueron magros para el oficialismo, que reunió en
todo el país el 30% de los votos, una cantidad igual a la del Acuerdo
Cívico y Social, mientras que los distintos grupos peronistas
disidentes alcanzaban el 25%. El oficialismo perdió en los grandes
distritos: Córdoba, Santa Fe, Capital Federal, Mendoza. Lo más
significativo fue su derrota en la provincia de Buenos Aires, e
incluso en el bastión del conurbano, a manos del heterogéneo
conglomerado de peronistas disidentes. Como consecuencia de
estos resultados, el gobierno perdió la mayoría propia en la Cámara
de Diputados y en el Senado.
Las torpezas cometidas no desalentaron a Kirchner, que retomó
la iniciativa. En agosto, con el plan Argentina Trabaja, pudo
estrechar los vínculos con los intendentes del conurbano. A fines de
octubre un decreto estableció la Asignación Universal por Hijo.
Antes de que asumieran los nuevos miembros, hizo aprobar en el
Congreso varias leyes importantes, como la renovación de la
emergencia económica y las facultades extraordinarias delegadas al
Ejecutivo. Pero la gran victoria fue la sanción de la ley de medios,
clave de la guerra desatada contra el Grupo Clarín.
El Grupo Clarín había crecido enormemente, apoyado por
diversos gobiernos, incluso el de Kirchner. A partir del conflicto con
el campo, el Grupo Clarín fue convertido en el enemigo principal,
contra quien se libraría la “madre de las batallas”. Kirchner
combinó dos objetivos: la política ideológica y de confrontación y el
propósito de controlar los grandes medios de comunicación. En la
guerra, se atribuyó a “la corporación mediática” la responsabilidad
en todo tipo de conspiraciones. Con la consigna “Clarín miente”,
repetida por funcionarios, periodistas y militantes, se apuntó a
afectar su credibilidad. Con distintas medidas administrativas
hostigaron a sus principales empresas, como Cablevisión y Fibertel.
El gobierno le quitó al Grupo la concesión para la televisación de los
partidos de fútbol; la transmisión pasó de los canales de cable a la
televisión abierta, e incluyó abundante publicidad gubernamental.
Se denunciaron oscuras negociaciones del Grupo con la dictadura
militar, que habrían llevado a justificar la expropiación de Papel
Prensa, aunque finalmente apareció un testimonio decisivo que
desbarató la maniobra. En la misma cuerda, se activó una denuncia
contra la señora de Noble, viuda del fundador de Clarín, por haber
adoptado a dos niños nacidos en cautiverio. Nada se probó, pero el
hostigamiento y la descalificación afectaron el prestigio y las
finanzas del poderoso grupo.
En ese contexto, el Congreso sancionó una nueva ley de medios,
que combinó propuestas genéricas, destinadas a democratizar el
acceso a los medios de comunicación, con medidas específicas,
útiles para afectar las posiciones del Grupo Clarín, y eventualmente
de otros medios oligopólicos. Como en el caso de las AFJP, el
gobierno volvió a atacar en un punto sensible para la oposición
progresista; una parte de ella se sintió obligada a acompañar un
proyecto lleno de buenos propósitos, aunque desconfiaba de sus
consecuencias
inmediatas.
Quienes
se
opusieron
no
lograron
elaborar una argumentación alternativa convincente. A fines de
2010, la ley no había tenido efectos prácticos, pero el rédito político
fue grande, sobre todo por la galvanización de sus partidarios, que
asumieron con entusiasmo la versión épica de los hechos.
La última medida de trámite urgente, ya instalado el nuevo
Congreso, fue la creación, mediante un Decreto de Necesidad y
Urgencia, del Fondo del Bicentenario, que autorizaba el uso de las
reservas del Banco Central para el pago de la deuda externa. La
medida fúe resistida por el presidente del Banco Central, fúe
suspendida por un juez y fue rechazada por el Congreso.
Finalmente el gobierno anuló el decreto, pero dictó otros nuevos,
que autorizaban el traspaso de las reservas a la Tesorería. La medida
se ejecutó de inmediato, y el hecho consumado tornó abstracta
cualquier objeción parlamentaria.
De ahí en más, el gobierno obstruyó con eficacia la actividad del
Congreso, desnudando la heterogeneidad de la oposición y su
incapacidad para organizar una acción en común. La perspectiva de
las elecciones presidenciales de 2011 acentuó las diferencias. A
mediados de 2010, obtuvo otro triunfo de opinión, con la sanción
de la ley que habilitaba el matrimonio entre personas del mismo
sexo. El Ejecutivo apoyó con energía este proyecto, que figuraba en
la agenda progresista. La cuestión agitó a la opinión y dividió a los
partidos, incluso al Justicialista, que dieron libertad de conciencia a
sus
legisladores.
La
ley
fue
apoyada
por
casi
todos
los
parlamentarios de los partidos de centroizquierda y por porciones
importantes del oficialismo y la UCR; fue rechazada por sectores
importantes del peronismo, especialmente en las provincias del
interior, que hubieran sido más si no hubiera mediado la fuerte
presión de los Kirchner. En definitiva, el gobierno logró una vez
más mantener la iniciativa, arrastrar a buena parte de la opinión
progresista y descolocar a la oposición.
Este avance político sostenido coincidió con una mejoría general
del clima económico. Volvió a brillar la soja, la Asignación
Universal por Hijo se hizo sentir y el crédito expandió el consumo.
Como al comienzo del kirchnerismo, unos se entusiasmaban con la
prosperidad y otros con la propuesta progresista, fervorosamente
difundida por grupos juveniles nucleados en la agrupación La
Cámpora, un nuevo protagonista de la política.
El 25 de mayo, se celebró el bicentenario de la patria y el relato
oficial se renovó con una visión de la historia argentina que
abrevaba en el revisionismo historiográfico. Según esa versión, el
país de 2010 se comparaba con ventaja con el de 1910 -dominado
por la oligarquía, el imperialismo y las corporaciones-, y también
aventajaba al de los anteriores años peronistas. Aunque se admitía
que el “modelo” debía ser profundizado, los años kirchneristas
representaban el punto más alto en la historia del pueblo y de la
nación. El gobierno volcó abundantes recursos en la difusión de este
relato en formas variadas, algunas refinadas y otras sencillas y
efectistas. Hubo monumentales festejos populares, que movilizaron
multitudes, atraídas por la presentación de artistas populares y por
un espectacular show móvil en el que se escenificó el relato
kirchnerista de la historia patria.
Quizá fue la prosperidad, quizá el nuevo vigor del relato y de sus
propagandistas, quizá los efectos del gran espectáculo. Lo cierto es
que la popularidad presidencial comenzó a subir a lo largo de 2010.
Desde el 20% de conformidad en 2009 -el punto mínimo de todo el
ciclo kirchnerista-, ésta trepó en octubre de 2010 al 40%. No era
abrumador, pero traducido en votos aseguraba el primer lugar en la
primera vuelta electoral en las elecciones presidenciales de 2011; si
además el segundo no llegaba al 30% -algo probable dada la
fragmentación opositora-, estaba asegurada la elección del nuevo
presidente.
¿Quién sería? Todo indicaba que Néstor Kirchner tomaría la
posta. Era una decisión arriesgada, pues si bien todos reconocían
que él era el jefe, su figura despertaba más resistencias que la de su
esposa. Su muerte dejó la pregunta sin respuesta. Su salud no era
buena, y su desgaste físico, enorme. En febrero de 2010 fue operado
de una obstrucción en la carótida; lo mismo le había ocurrido a
Menem en 1993. En septiembre, la obstrucción se produjo en una
arteria coronaria y hubo una nueva intervención quirúrgica.
Concentrado en la campaña electoral, no quiso dar muestras de
debilidad, y a los dos días ya asistía a un acto de la Juventud
Peronista. La realidad seguía siendo desafiante para un peleador
constitutivo, como era Kirchner. El 15 de octubre asistió a un acto
de la CGT; en el colmado estadio de River Píate escuchó los fuertes
reclamos del secretario general Hugo Moyano. El 20 de octubre el
asesinato de Mariano Ferreyra, joven obrero ferroviario y militante
de izquierda, puso al desnudo la trama de intereses de funcionarios
gubernamentales
y
sindicalistas
alrededor
de
los
servicios
ferroviarios. El 27 de octubre, en su casa de El Calafate, Néstor
Kirchner murió víctima de un ataque cardíaco. La enorme
movilización que originó su funeral recordó al de Perón en 1974.
Los jóvenes de La Cámpora tuvieron el rol principal, regulando
quiénes podían llegar hasta la presidenta, lo que anticipaba su nuevo
y destacado papel. La transmisión televisiva fue objeto de una
cuidada producción, centrada en la imagen de la presidenta Cristina
de Kirchner. En su papel de viuda doliente, estaba asumiendo la
conducción plena del gobierno.
En los meses siguientes, la popularidad de Cristina creció
aceleradamente, y siguió así hasta fines de 2011. La muerte de
Kirchner pareció alejar toda la carga negativa del kirchnerismo y
dejar en pie sólo los aspectos positivos. Fue una suerte de gambito
de rey: el sacrificio de una pieza mayor para obtener una ganancia
posicional decisiva. El pasaje de un gobierno bicéfalo a otro
manejado exclusivamente por Cristina Kirchner no trajo en lo
inmediato sorpresas o cambios de rumbo. La campaña electoral lo
dominó todo. El consumo, incrementado por la inyección de dinero
por el fisco, continuó alimentando la imagen de la prosperidad, y el
relato épico del kirchnerismo se potenció con la imagen glorificada
de quien, desde algún lugar, continuaba inspirando al gobierno.
Creció la politización de amplios sectores juveniles, lo que recordó
las
antiguas
grandes
movilizaciones
políticas.
La
oposición,
preparada para enfrentar a un Kirchner de carne y hueso y no a un
mito, quedó descolocada y sumida en sus peleas. En octubre de
2011, Cristina Kirchner obtuvo el 54% de los votos. Fueron muchos
más de los que nunca había conseguido el kirchnerismo. La
continuidad estaba garantizada, pero a la vez nadie dudaba de que,
con Cristina en soledad y con un apoyo electoral masivo, se abriría
una nueva etapa.
Epílogo
No ES FÁCIL concluir un libro cuando, como en nuestro caso, un
ciclo político está en proceso, y lleno de incógnitas para sus
contemporáneos. Sin embargo, creo que algo ha terminado con la
muerte de Néstor Kirchner, el “kirchnerismo”, y que estamos en el
primer tramo de un período distinto, el “cristinismo”. Es muy
pronto para apreciar la magnitud de las diferencias, y saber si son
sólo de estilo y acento, o también de orientación. Sin embargo, no
parece fácil que se recuperen las condiciones estructurales sobre las
que se sustentó el kirchnerismo, sobre todo los superávits gemelos,
fiscal y externo. En alguna medida, las políticas deberán ser
distintas.
Pero es difícil que los cambios de orientación modifiquen la
matriz del peronismo, instalado desde 1989, que ha mantenido su
continuidad a pesar de los fuertes giros en sus orientaciones
políticas, o quizá debido a su capacidad para producir esos giros. El
“partido del Estado” que gobierna actualmente no muestra mayores
fisuras, y parece capaz tanto de producir los sufragios necesarios
para su sustentación como de elaborar un discurso adecuado para
captar opiniones independientes, a diestra y siniestra.
No se trata de un peronismo eterno. Creo que es un segundo
peronismo, muy diferente del primero, aquel que gobernó entre
1945 y 1955. El de entonces fue el peronismo de los trabajadores y
de la justicia social; el actual es el peronismo de los pobres y de la
inclusión. Ambos corresponden a dos Argentinas muy diferentes,
cuyos perfiles hemos trazado a través de este libro. Existieron
sucesivamente desde comienzos del siglo XX, y las separa una
profunda brecha, ubicada en la década de 1970. En esa bisagra de la
historia
argentina
contemporánea
transcurrió
otro
gobierno
peronista. Fue breve e inestable. Entre 1973 y 1976 hubo cuatro
presidentes,
bastante
diferentes,
y
estuvieron
cruzados
por
conflictos de enorme magnitud, que remitían a otros centros de
poder, además del Estado. Ese gobierno no llegó a conformar una
experiencia sistemática, comparable a las del primer y el segundo
peronismo.
La vieja Argentina, que dio vida a la primera versión del
peronismo, se conformó a fines del siglo XIX. Fue un país vital y
conflictivo, con una economía relativamente próspera, capaz de dar
empleo a los sucesivos contingentes que se incorporaron a la
sociedad: la inmigración extranjera primero, los migrantes internos
luego, los migrantes de los países limítrofes finalmente. En el largo
plazo, su sociedad fue dinámica, móvil e integrativa, y con una
fuerte tendencia a que los hijos estuvieran en mejor situación que
los padres, en educación, en empleos y en ingresos. A eso se alude
con el concepto, tan esquivo, de clases medias, permanentemente
nutridas con hijos de los trabajadores que integraban una clase
obrera también difícil de conceptualizar. También fue una sociedad
conflictiva. Algunos de esos conflictos, como el de 1945, fueron
propios de la incorporación social acelerada. Otros, en cambio, se
explican por las características del Estado y su relación con las
diferentes corporaciones de intereses. Allí se encuentra una de las
claves de la crisis de la vieja Argentina.
Aquel Estado fue activo y potente, e intervino de manera
creciente para regular los conflictos de una sociedad cada vez más
compleja. Al desplegar sus funciones, desarrolló su capacidad para
conceder franquicias, privilegios, exenciones, o lisa y llanamente
prebendas. Del interés general, más visible en los tramos iniciales, se
fue deslizando hacia el favor a alguno de los grupos de interés
organizados -las corporaciones-, que negociaban con él y lo
presionaban adecuadamente. Fue característico de aquella sociedad
que cada uno tratara de encuadrarse en una corporación aguerrida y
combatiente, para obtener la resolución ministerial, el decreto
presidencial o la ley que necesitaban. En ese diálogo, el Estado
potente fue progresivamente colonizado por las corporaciones,
perdió su autonomía y se convirtió en el campo de combate y a la
vez en el botín de los grupos corporativos, hasta que los conflictos
llegaron al paroxismo de los tempranos años setenta.
La Argentina vital generó una ciudadanía informada, activa y
participativa, colocada por la ley Sáenz Peña en el centro de la
política. En la primera mitad del siglo XX, hubo dos grandes ciclos
políticos democráticos, uno radical y otro peronista. Más allá de las
diferencias de grado, que fueron importantes, hubo algunos rasgos
comunes: se trató de un tipo de democracia plebiscitaria, de líder,
fuertemente unanimista y poco preocupada por la institucionalidad
republicana. El radicalismo primero y el peronismo después se
proclamaron como la expresión de la nación y del pueblo; su jefe,
depositario de la voluntad colectiva, se asignaba una misión
regeneradora, y no se creía limitado por normas e instituciones. En
nombre de la unidad del pueblo, los adversarios del movimiento
fueron considerados enemigos del pueblo y de la nación.
El resultado fue una política facciosa, intolerante e inestable, que
atrajo las sucesivas intervenciones militares. Hubo en los militares
mucho de mesianismo, pero su acción no fue ajena a la lucha
política de los grupos de civiles, que los convocaron para zanjar sus
disputas.
Los
militares
aprovecharon
los
conflictos
de
la
democracia, y también las dificultades del Estado así gobernado,
para proponer la alternativa de la dictadura. La ejercieron por
períodos cada vez más largos y de manera cada vez más terrible.
La Argentina vital también produjo un nacionalismo robusto y
aguerrido, construido sobre la idea de la unidad y la homogeneidad
de la nación, condensada en el llamado “ser nacional”. Este
nacionalismo tuvo un cariz duro y agresivo, que lo singulariza en el
contexto latinoamericano: quizá fue la respuesta a la sociedad
abierta, móvil, plural y democrática, pero exasperada por sus
conflictos. La definición de la nacionalidad fue en sí misma
conflictiva; aquel que imponía la suya tenía la llave para decidir
quién pertenecía a la nación y quién era su enemigo. Poderosos
enunciadores se autoproclamaron dueños de la nación. El Ejército,
como defensor de sus valores fundamentales, que se ubicó por
encima de la república; la Iglesia, al declarar que la unidad argentina
residía en su catolicidad; los movimientos políticos, que aportaron
su propia definición esencial de la nación y de su pueblo. Aunque
diversas,
estas
imágenes
concurrieron
en
un
nacionalismo
intolerante y paranoico, que comenzó desconfiando de los países
vecinos,
como
Chile,
y
terminó
condenando
a
la
llamada
“subversión” por ser “apátrida”. La unidad nacional fue invocada
para legitimar la represión del Proceso, y también la guerra de
Malvinas, en 1982, cuando se manifestó al extremo la patología
nacionalista.
Surgida luego de la crisis política y social de inicios de los años
setenta, la última dictadura militar potenció al extremo los
conflictos y las malas pasiones de la vieja Argentina y, a su manera,
inició la construcción de la nueva, en la que vivimos. Globalmente,
es una Argentina decadente. Desde mediados de los años setenta su
economía experimentó un giro profundo: mucho se destruyó, y
también se construyeron algunas cosas nuevas, cuyos frutos se están
cosechando en este siglo, como un sector agropecuario apto para
responder a una coyuntura internacional excelente y un reducido
sector industrial también con capacidad para competir en el mundo.
Sin embargo, no se vislumbra que esta prosperidad acotada alcance
para
remediar
las
consecuencias
sociales
de
aquella
gran
transformación.
El “rodrigazo” de 1975 inició un proceso de empobrecimiento y
de redistribución regresiva del ingreso; fue profundizado por otros
colapsos, cada vez más profundos, en 1982, en 1989 y en 2001, que
jalonaron la gran transformación. Los cambios beneficiaron a
algunos, sobre todo a quienes tenían una relación privilegiada con el
poder; pero hubo una masa de afectados que sucesivamente
quedaron sumergidos en la desocupación y en la miseria. El
resultado ha sido una sociedad fragmentada y segmentada, en la que
aquellas clases medias que supieron caracterizarla pesan cada vez
menos.
En ese contexto social, tan poco adecuado para la formación de
ciudadanos y de ciudadanía, la Argentina hizo en 1983 su intento
más sistemático y voluntarioso de construcción de una democracia
republicana, como nunca conoció anteriormente. La clave de esta
paradoja se encuentra en que, por contraposición a los horrores de
la última dictadura -el Proceso-, pudo instalarse en el imaginario
social una democracia ideal, tan poderosa como aquél, pero
inequívocamente
volcada
al
bien.
También
retrocedió
el
nacionalismo integral y duro, y floreció un patriotismo más
pluralista y menos paranoico. La valoración de los derechos
humanos, de las instituciones republicanas y del Estado de derecho
fue característica de esos primeros años optimistas, en los que, a la
vez, comenzaron a sentirse los costos más duros de la gran
transformación: una deuda externa imposible de pagar y una
inflación imposible de controlar.
Luego de la crisis hiperinflacionaria de 1989, la prioridad en la
agenda pública pasó de la democracia a la reforma y al ajuste del
Estado. Esta transformación tuvo dos aspectos salientes. Uno fue la
privatización de las empresas del Estado, que alivió el problema de
la deuda externa y a la vez alimentó a un elenco de beneficiarios de
los spoils, los despojos del Estado. El otro fue la ley de
convertibilidad, que durante algunos años contuvo la inflación, pero
creó las condiciones para un final catastrófico. Cuando éste llegó, en
2001, reaparecieron los problemas de fondo de la nueva Argentina,
multiplicados por una profunda crisis política y social. En lo más
hondo de la crisis el país comenzó a resolver sus problemas debido
principalmente a la soja, un “yuyito” muy apreciado por China,
India y otros países que por entonces se convertían en actores
importantes en el mercado mundial. La exportación de soja y de
otras commodities permitió recomponer las finanzas de manera casi
milagrosa y aportó los recursos para atenuar la crisis social con una
generosa distribución de subsidios por parte del Estado. Las
consecuencias sociales de la gran transformación tuvieron un alivio,
pero el núcleo duro de la pobreza, ya arraigado en una nueva
cultura y una nueva forma de vivir, no desapareció.
A fines de 2010, el futuro de la Argentina sigue tan lleno de
interrogantes como cuando concluí la primera versión de este libro,
en 1992. No sabemos cuánto durará la actual prosperidad, basada
en un factor incontrolable: la demanda del mercado mundial.
Sospechamos que el mejor momento ha pasado y hasta tememos
que haya sido desaprovechado. Los beneficios extraordinarios se
gastaron de manera poco sensata, atendiendo más a la coyuntura
que al largo plazo, más a la política que al desarrollo. Una versión
más de la fábula de la cigarra y la hormiga. Eliminar el bolsón de la
pobreza, restablecer una sociedad integradora y no meramente
inclusiva y encaminar la economía en un crecimiento sustentable y
capaz de extender sus beneficios no tiene que ver sólo con los
cambios en la economía mundial. Tiene que ver sobre todo con el
gobierno y con el Estado argentinos.
Cuando escribí la
primera versión de este libro estaba
convencido -como muchos entonces- de que la clave estaba en la
democracia y en el gobierno democrático. El año 1983 me pareció
una bisagra fundamental en nuestra historia. Hoy, en cambio,
encuentro en el Estado la madre de todos los problemas, incluso del
democrático.
En la construcción democrática de 1983, se combinaron un viejo
conocido de nuestra política, el sufragio, y elementos hasta entonces
poco apreciados: la institucionalidad republicana, el Estado de
derecho, la pluralidad y la discusión racional, en la que se podían
fundar acuerdos y acotar disensos. Asimismo, era novedosa la
interpelación a una ciudadanía consciente y activa, no segmentada
por pasiones facciosas. También incluyó una revisión del dogma de
la nación y el pueblo unánimes, que se expresaban a través de la
voluntad de un líder. Treinta años después, queda poco de aquella
ilusión, salvo el sufragio, lo que no es poco. Cada vez son menos los
ciudadanos conscientes, reflexivos y comprometidos. Cada vez
pesan menos las instituciones republicanas, la opinión pública y
hasta el Estado de derecho, mientras que la función del sufragio se
restringe a legitimar gobiernos que usan discrecionalmente el poder.
Estos gobiernos han refinado las técnicas de producción del sufragio
utilizando las herramientas estatales.
En 1983, hubo otra ilusión: se creyó que el Estado podría llevar a
la práctica lo que el gobierno democrático decidiera. Por entonces,
su corrosión era visible: en sus agencias, su burocracia, su
normativa, sus rutinas; también en la incapacidad para subordinar a
los grupos de interés, instalados en él, que dirigían sus acciones. Los
modos de obtener beneficios del Estado cambiaron. Se pasó de
incidir en la orientación general de sus políticas -como en tiempos
de Frondizi o de Krieger Vasena- a la obtención de beneficios para
empresas
o
personas
específicas,
como
se
manifestó
en
el
emblemático caso de Aluar en los tempranos años setenta, o en casi
cualquier negocio de importancia realizado luego de 1976.
Predominaba entonces la opinión neoliberal, que predicaba el
achique del Estado, lo que en realidad significó desmontar sus
principales instrumentos de regulación y control. Se avanzó mucho
en esto durante el Proceso, y mucho más en los años noventa. Pero
la base del Estado prebendario se mantuvo y profundizó. Mucho
más aún en la primera década de este siglo XXI, cuando el discurso
neoliberal fue reemplazado por el estatista. Reestatizar empresas
resultó para los nuevos prebendados un negocio tan brillante como
antes lo había ido su privatización.
Hubo y hay una importante traslación de ingresos por la vía de
la política, que explica una parte no menor de la polarización social
en que vivimos. Pero además, el Estado fue perdiendo su burocracia
calificada, sus procedimientos, sus agencias de control, sus normas y
su ética. La máquina funciona muy mal, aunque quedan piezas
sueltas, que pueden ser utilizadas por gobernantes sin control.
Gobiernos discrecionales fueron destruyendo el Estado, pero en su
situación actual, es difícil que pueda ser gobernado por otro tipo de
gobiernos.
En el cruce de estas dos cuestiones se ha consolidado el segundo
peronismo, que mostró, como en ocasiones anteriores, una gran
capacidad de adaptación. Avanzó sin prejuicios en el desmonte del
Estado y particularmente de los distintos mecanismos de control.
Legitimó estas acciones con un discurso que, en una primera
versión, con Menem, esgrimió los argumentos del neoliberalismo y
la modernización, y en la segunda, con Kirchner, se hizo fuerte en el
estatismo, el populismo plebiscitario y otros ingredientes plasmados
con artificio, como la reinventada tradición de los años setenta o la
reivindicación de los derechos humanos. Como ha señalado
agudamente Juan Carlos Torre, volvió a incluir en su interior dos
alternativas: una tesis y su antítesis. Hoy predomina el discurso
populista, que reivindica al pueblo en contra de los poderosos; pero
se mantiene un lugar para el discurso de los años noventa, que
fomenta y legitima la construcción de poder y riqueza a través de la
política populista.
El más vigoroso sostén de este segundo argumento, que es el
más distante de la tradición peronista principal, se encuentra en la
práctica política. La democracia y particularmente la necesidad de
sustentar el poder en los sufragios abrieron nuevas posibilidades a la
profesionalización.
Una
de
sus
desdichadas
variantes
fue
la
posibilidad del enriquecimiento personal. Esto le cabe en alguna
medida a un enorme sector de políticos profesionales. Pero además,
en el peronismo se lo ha convertido en una virtud. Hay un cambio
cultural, que es el producto decantado de prácticas y hábitos. En
política hay que “hacer una diferencia”, ya sea para llenar la “caja
negra”, indispensable para la práctica, o para asegurar una buena
posición personal. Esa capacidad distingue al político exitoso del
fracasado. El segundo peronismo, siempre abierto para recibir a
nuevos creyentes, ha tenido capacidad para atraer a los políticos que
miran las cosas de esa manera y sienten que una práctica otrora
condenada es aceptada y valorada.
Los recursos para el enriquecimiento personal provienen, de
una u otra manera, del Estado. El segundo peronismo, escaso en lo
programático, más débil en lo identitario y abierto en lo
organizativo, se constituye en el Estado y con el Estado. Se trata de
un partido del Estado, dirigido por las mismas personas que dirigen
el Estado. Su trabajo principal es reunir los votos que legitimen a los
gobernantes, utilizando los fondos del Estado y las capacidades que
derivan del ejercicio de la autoridad del Estado. Ésos son los grandes
insumos de una maquinaria compleja, que llega hasta los niveles
capilares de la sociedad, donde referentes sociales y punteros
políticos realizan sus intercambios. El primer peronismo supo
hacerlo en el momento de auge de los trabajadores. El segundo
peronismo ha encontrado, antes que ninguna otra fuerza política, el
modo de hacerlo en una sociedad pobre y articulada de maneras
novedosas. Por esta vía ha logrado resolver el enigma de la
democracia: parafraseando a Hume, cómo lograr que los más elijan
a los menos.
De ese modo, Estado y democracia se imbrican de un modo
muy diferente de lo que constituía el horizonte de 1983. Diferente
también de lo que indica la Constitución, a la que, sin embargo, no
es
necesario
reformar
demasiado
para
que
acepte
este
funcionamiento. La prueba de fuego de los gobernantes del segundo
peronismo
no
está
en
su
mayor
o
menor
fidelidad
a
la
institucionalidad republicana, sino en su capacidad de llevar
adelante, en el corto y en el largo plazo, a un país que en los últimos
tiempos ha tenido experiencias muy traumáticas, que ha vivido en
emergencia y que valora, en primer lugar, la gobernabilidad y la
normalidad.
Volvemos así a los interrogantes de este ciclo inconcluso. Néstor
Kirchner construyó y gobernó esa normalidad luego de las
tormentas de 2002. Sabemos que un componente importante estuvo
en los famosos superávits gemelos, que fueron fruto tanto de la
coyuntura internacional como de una administración cuidadosa.
Otro componente fue su capacidad para imponer un gobierno duro
y autoritario, consolidar un amplio frente de apoyos y arrasar con
las oposiciones. Cabe la posibilidad de que en su fase actual -el
“cristinismo”- el segundo peronismo mantenga esta ecuación.
También cabe la posibilidad de que esto no ocurra. En ese momento
se advertirá, probablemente, cuán endeble es todo lo que está por
detrás de estos gobiernos discrecionales. Quizás entonces se ponga
de manifiesto la urgencia de reconstruir el Estado, y de gobernarlo
de una manera democrática e institucional.
Bibliografía
La BIBLIOGRAFÍA que aquí se indica, aunque no es exhaustiva,
constituye un punto de partida para el estudio sistemático de los
temas tratados en este libro. Como cualquier selección, supone una
opinión acerca del interés o la pertinencia de los textos.
Está
ordenada
en
cuatro
grandes
secciones
cronológicas.
Cuando la obra abarca más de una sección, sólo se la cita en la
primera. En cada sección, están agrupadas en cuatro grandes áreas
temáticas:
obras generales y problemas políticos; aspectos
económicos; aspectos sociales, y aspectos culturales e ideológicos.
Tal
clasificación es
sólo aproximativa, y las superposiciones
temáticas son muchas.
I. Hasta 1930
1. Obras generales y problemas políticos
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Indice de nombres
Agosti, Orlando: 239.
Alberdi, Juan Bautista: 13, 15, 19, 33.
Alem, Leandro N.: 39.
Alemann, Roberto: 262.
Alessandri, Arturo: 44.
Alfonsín, Raúl: 9, 10, 239, 266, 271, 273, 275-278, 281, 284, 289, 290,
293, 295-297, 299-302, 304-306, 317, 320, 321, 325, 336, 342, 343,
365, 397.
Allende, Salvador: 207, 218, 263.
Alonso, José: 174, 212.
Alsogaray, Alvaro: 164, 165, 167,168, 198, 272, 298, 307, 316.
Alsogaray, Julio: 198, 202.
Alsogaray, María Julia: 307.
Altamirano, Carlos: 296, 306.
Álvarez, Agustín: 33.
Álvarez, Carlos “Chacho”: 317, 321, 336, 337, 342-344.
Alvear, Marcelo T. de: 43, 50, 54, 60, 63, 72, 81, 92, 98, 99, 104.
Andreiev, Leonid: 95.
Angelelli, Enrique: 259.
Angeloz, Eduardo: 300, 302.
Ansermet, Ernest: 58.
Apold, Raúl: 130.
Aramburu, Pedro Eugenio: 153, 157, 168, 170, 202, 211, 212, 214.
Aráoz Alfaro, Rodolfo: 94.
Árbenz Guzmán, Jacobo: 142.
Arlt, Roberto: 95.
Astorgano, José: 129.
Astrada, Carlos: 138.
Auyero, Javier: 329.
Ávalos, Eduardo: 116.
Báez, Lázaro: 379.
Balbín, Ricardo: 129, 134, 146, 160, 162, 218, 261, 271, 272, 295.
Balza, Martín: 318, 319.
Barceló, Alberto: 99.
Barletta, Leónidas: 95.
Barrios, Américo: 137.
Batlle y Ordóñez, José Pablo: 43.
Belgrano, Manuel: 32.
Benegas, Tiburcio: 26.
Benítez, Hernán: 128.
Bignone, Reynaldo: 239, 267, 365.
Binner, Hermes: 367.
Bismarck, Otto von: 34.
Blumberg, Juan Carlos: 363, 385.
Bonafini, Hebe Pastor de: 364, 392.
Borbón, Isabel, infanta de: 32.
Bordabehere, Enzo: 90.
Bordón, José Octavio: 321, 336.
Born, Jorge: 235.
Botana, Natalio R.: 19.
Braden, Spruille: 118.
Bramuglia, Juan: 119.
Brito, Jorge: 379.
Bunge, Alejandro: 52, 63, 64.
Bunge, Carlos: 33.
Bush, George W.: 319, 342, 357, 393.
Cañero, Antonio: 236, 278, 299, 301, 302, 317.
Camaño, Eduardo: 349.
Cámara, Hélder: 207.
Cámpora, Héctor: 145, 217, 218, 226, 234, 236.
Camps, Ramón J.: 256.
Cañé, Miguel: 29.
Canitrot, Adolfo: 201.
Cantilo, José María: 103.
Cárcano, Miguel Ángel: 166.
Cárdenas, Lázaro: 129.
Carlés, Manuel: 50.
Carlotto, Estela Barnes de: 364.
Carrasco, Omar: 318.
Carrillo, Ramón: 125.
Carrió, Elisa: 343, 358, 394, 397.
Cárter, James: 262.
Castillo, Alberto: 137.
Castillo, Ramón S.: 99, 101-103, 105, 106, 109, 112.
Castro, Fidel: 166, 206.
Cavallo, Domingo: 11, 308-310, 313-316, 337, 341-344, 346, 347, 352,
377.
Ceballos, Jorge: 363.
Ciria, Alberto: 130.
Cirigliano, Claudio: 379.
Clemenceau, Georges: 32.
Clinton, William “Bill”: 319, 340.
Cobos, Julio César Cleto: 369, 391, 396.
Colón, Cristóbal: 45.
Cooke, John William: 142, 147, 191, 209.
Copello, Santiago: 128.
Corach, Carlos: 315.
Corradi, Juan E.: 243.
Cossa, Roberto: 188.
D’Abernon, Edgar Vincent, lord: 73, 89.
D’Andrea, Miguel: 128.
D’Elía, Luis: 363, 379, 388.
De Gaulle, Charles: 208.
De Iriondo, Simón: 82.
De la Plaza, Victorino: 44.
De la Rúa, Fernando: 305, 336, 337, 339, 341-343, 347-349.
De la Sota, José Manuel: 358.
De la Torre, Lisandro: 39, 42, 81, 90, 91, 94, 107.
De Narváez, Francisco: 397.
De Tomaso, Antonio: 70, 82.
De Vido, Julio: 373, 379.
Delfino, Enrique: 57.
Di Giovanni, Severino: 77, 78.
Di Telia, Guido: 319.
Dickmann, Enrique: 146.
Discépolo, Enrique Santos: 57,137.
Dorticós, Osvaldo: 218.
Dostoievsky, Fedor: 55.
Doyon, Louise M.: 125.
Dromi, Roberto: 315.
Duhalde, Hilda González de, “Chiche”: 336, 366.
Duhalde, Eduardo: 302, 317, 334, 335, 337, 339, 349, 350, 355, 357-359,
366, 390.
Duhau, Luis: 90.
Eisenhower, Dwight: 142.
Escudé, Carlos: 112.
Eskenazi, Sebastián: 379, 395.
Farrell, Edelmiro: 111-113.
Feijóo, María del Carmen: 327.
Fernández, Alberto: 394, 396.
Fernández, Roque: 314.
Fernández de Kirchner, Cristina: 366, 369, 375, 386, 391, 393, 394, 399,
401.
Fernández Meijide, Graciela: 321, 336, 337.
Ferrer, Aldo: 215.
Ferreyra, Mariano: 400.
Ferri, Enrico: 32.
Figueroa Alcorta, José: 40, 68.
Figuerola, José: 122.
Filippo, Virgilio: 128.
Flamarique, Alberto: 343.
Fresco, Manuel: 82, 93, 97, 99, 114.
Frigerio, Rogelio: 161,162, 166.
Frondizi, Arturo: 134, 142, 147, 150, 160-169, 171, 172, 175, 187, 189,
190, 200,215, 297, 298, 408.
Galimberti, Rodolfo: 217, 219.
Gallo, Vicente: 68, 69.
Galtieri, Leopoldo: 239, 257, 262-264, 267.
Ganghi, Cayetano: 41.
Gardel, Carlos: 57.
Gay, Luis: 125.
Gelbard, José Ber: 227, 231.
Gerchunoff, Pablo: 221, 292.
Germani, Gino: 186.
Goebbels, Paul: 130.
Gómez Morales, Alfredo: 140.
González, Antonio Erman: 308.
González, Elpidio: 74.
González, Joaquín V.: 33, 38.
González, Julio V.: 94.
González Bombal, Inés: 326.
Gorelik, Adrián: 325.
Gorostiza, Carlos: 138.
Goulart, Joáo: 174.
Gramsci, Antonio: 190.
Granata, María: 138.
Grinspun, Bernardo: 289.
Groisman, Enrique: 255.
Grondona, Mariano: 193.
Gruskoin, Mario: 11.
Guevara, Ernesto “Che”: 166, 207, 211, 212.
Guido, José María: 168.
Gutiérrez, Leandro: 16.
Haig, Alexander: 264, 265.
Halperin Donghi, Tulio: 62,147.
Hernández Arregui, Juan José: 190, 209.
Herrera de Noble, Ernestina: 398.
Hitler, Adolf: 98, 104.
Hueyo, Horacio: 82.
Hume, David: 410.
Huret, Jules: 32.
Ibarguren, Carlos: 78.
Ibsen, Henrik Johan: 95.
Iglesias, Herminio: 271, 298.
Illia, Arturo: 170,171, 174, 178,181,193, 194,198, 221, 267.
Ingenieros, José: 45.
Irazusta, Julio: 50, 70, 91, 107.
Irazusta, Rodolfo: 50, 70, 91, 107.
Ivanissevich, Oscar: 132.
Jaime, Ricardo: 373, 379.
James, Daniel: 159.
Jauretche, Arturo: 209.
Juan XXIII: 207.
Juan Pablo II: 259, 267, 279.
Juárez Celman, Miguel: 68.
Justo, Agustín P.: 71, 74, 77, 79-84, 89, 90, 92, 93, 97, 99, 104, 105, 109,
130.
Justo, Juan B.: 39.
Katz, Alejandro: 16.
Katz, Jorge: 177, 222, 250.
Kennedy, John F.: 166,175,190.
Kessler, Gabriel: 328.
Keynes, John: 85.
Kirchner, Néstor: 9, 11, 339, 358, 359, 363-367, 369, 370, 372, 375-383,
385-387, 389-395, 397-401, 403, 409, 410.
Korn, Alejandro: 94.
Korol, Juan Carlos: 11, 16.
Kosteki, Maximiliano: 352, 354, 357.
Krieger Vasena, Adalbert: 198, 202, 214, 408.
Kubitschek, Juscelino: 190.
Lacoste, Carlos Alberto: 257.
Lagomarsino, Raúl: 122.
Landrú, Juan Carlos Colombres, llamado: 184.
Lanusse, Alejandro: 202, 214-218, 263.
Larralde, Crisólogo: 147.
Lastiri, Raúl: 226.
Lavagna, Roberto: 339, 355-359, 367, 372, 376, 377, 394.
Le Bretón, Tomás A.: 62.
Lencinas, Carlos: 73.
Lenin, Vladimir Ilich: 190.
Levingston, Roberto: 214-216.
Llach, Juan José: 102.
Llach, Lucas: 221.
Lonardi, Eduardo: 150, 151,153.
López, Cristóbal: 379.
López Murphy, Ricardo: 341, 343, 358.
López Rega, José: 226, 231, 232, 236.
Lucero, Franklin: 143.
Luder, ítalo: 236, 271.
Lugones, Leopoldo: 50, 70.
Luna, Félix: 147.
Machinea, José Luis: 341.
Macri, Mauricio: 367, 394, 397.
Mallea, Eduardo: 108.
Manzano, José Luis: 308.
Maquiavelo, Nicolás: 297.
Marechal, Leopoldo: 138.
Márquez, Carlos D.: 105.
Martínez, Enrique: 74.
Martínez de Hoz, José Alfredo: 11, 244, 245, 248, 252, 253, 256-258,
261, 262, 306.
Martínez de Perón, María Estela, “Isabel”: 173, 174, 226, 231, 232, 236,
237, 271.
Martínez Estrada, Ezequiel: 108,116.
Marx, Karl: 190.
Massaccesi, Horacio: 321.
Massera, Emilio Eduardo: 239, 256, 257.
Maurras, Charles: 50, 107.
Meló, Leopoldo: 45, 69, 80, 82.
Menem, Carlos Saúl: 9-11, 299, 301-303, 305, 306, 309, 313-322, 332,
334, 335, 343, 349, 357, 358, 365, 380, 394, 400, 409.
Menem, Eduardo: 313.
Menéndez, Luciano Benjamín: 144, 256, 257.
Menéndez, Mario Benjamín: 264.
Mercante, Domingo: 117.
Merello, Tita: 136.
Miguel, Lorenzo: 231, 271.
Miranda, Miguel: 122, 140.
Mitre, Bartolomé: 32,137.
Molina, Juan: 93.
Molina, Ramón: 92.
Molinas, Luciano: 93.
Molinas, Ricardo: 315.
Monroe, James: 103.
Montt, Pedro: 32.
Mor Roig, Arturo: 215.
Moreau, Leopoldo: 358.
Moreno, Guillermo: 374, 395.
Moreno, Rodolfo: 109.
Moreno, Zully: 137.
Morgan, John: 59.
Mosca, Enrique: 118.
Mosconi, Enrique: 71, 72.
Moyano, Hugo: 320, 365,400.
Mucci, Antonio: 285.
Mugica, Adolfo: 166.
Mussolini, Benito: 46, 78,107,129.
Neustadt, Bernardo: 316.
O’Connell, Arturo: 60, 87.
O’Donnell, Guillermo: 223, 244.
Ocampo, Victoria: 95,146.
Onganía, Juan Carlos: 169, 174, 184, 193-196, 202, 212, 214, 216, 223,
228.
Ongaro, Raimundo: 201, 231.
Orilla Reynal, Arnaldo: 187.
Ortega, Ramón “Palito”: 317, 337.
Ortega y Gasset, José: 108.
Ortiz, Roberto M.: 97, 99,103, 105, 108.
Ossona, Jorge: 387.
Palacio, Ernesto: 70.
Palacios, Alfredo L.: 38, 91, 92, 107,136,150,166.
Paladino, Jorge: 202, 215, 217.
Palumbo, Gabriel: 11.
Pampillón, Santiago: 202.
Parravicini, Florencio: 57.
Pastor, Reynaldo: 146.
Patrón Costas, Robustiano: 109,111.
Peco, José: 94.
Pellegrini, Carlos: 29, 39, 40.
Perón, Eva Duarte de: 126-128, 131, 132,137,139,140,143-145, 235.
Perón, Juan Domingo: 111, 113-119, 122-126, 128-133, 140, 142-146,
148-150, 153, 154, 156-163, 165, 167, 170, 172-174, 192, 195, 198,
202, 208, 209, 213-215, 217-219, 223, 224, 226-236, 245, 264, 276,
297,316,317, 366,400.
Pérsico, Emilio: 363, 379, 388.
Pettoruti, Emilio: 58.
Pinedo, Federico: 70, 82, 83, 90, 93, 99, 101-105, 121, 168,178.
Platón: 55.
Pomar, Gregorio: 81.
Portantiero, Juan Carlos: 156.
Posada, Adolfo: 32.
Prebisch, Raúl: 83,158.
Primo de Rivera, Miguel: 46.
Puerta, Ramón: 344, 349.
Pueyrredón, Honorio: 77.
Puiggrós, Rodolfo: 190, 209.
Quadros, Jánio: 166.
Quarracino, Antonio: 319.
Quijano, Jazmín: 117, 130, 147.
Quino, Joaquín Salvador Lavado, llamado: 185.
Quintana, Manuel J.: 40.
Quiroga, Hugo: 351, 366.
Quirós, Julieta: 389.
Ramírez, Pedro Pablo: 109,111,113.
Ramos, Jorge Abelardo: 190, 209.
Ramos Mejía, José María: 33, 34.
Rawson, Arturo: 111.
Reagan, Ronald: 262.
Real, Juan José: 146.
Rega Molina, Horacio: 138.
Remes Lenicov, Jorge: 355.
Repetto, Nicolás: 81, 94.
Reutemann, Carlos “Lole”: 317, 358.
Reyes, Cipriano: 125.
Rico, Aldo: 283, 300.
Rivadavia, Bernardino: 32,190.
Roca, Deodoro: 94.
Roca, Julio Argentino [hijo]: 77, 88,103,104,108.
Roca, Julio Argentino [padre]: 19, 39, 40,130,137, 210, 316.
Rock, David: 47.
Rodó, José Enrique: 34, 45.
Rodrigo, Celestino: 231, 232, 236.
Rodríguez, Manuel A.: 80.
Rodríguez Saá, Adolfo: 349, 358, 394.
Rodríguez Saá, Alberto: 394.
Rofman, Alejandro: 15.
Rojas, Isaac F.: 153, 158, 307.
Rojas, Ricardo: 33.
Romero, Ana: 11.
Romero Brest, Jorge: 185.
Romero, José Luis: 27, 136, 219.
Roosevelt, Franklin: 103.
Rosa, José María: 190, 209.
Rosas, Juan Manuel de: 78, 91,107, 137, 158,190, 210.
Rouquié, Alain: 115.
Rozenmacher, Germán: 188.
Rubén Darío, Félix Rubén García Sarmiento, llamado: 33.
Rucci, José: 234.
Ruckauf, Carlos: 321.
Ruiz Guiñazú, Enrique: 104.
Runciman, Walter: 88.
Saadi, Vicente: 276.
Saavedra Lamas, Carlos: 82,103.
Sábato, Ernesto: 281.
Sabato, Jorge: 23, 86.
Sabattini, Amadeo: 93, 98, 115.
Sáenz Peña, Roque: 17, 40,41, 69.
Sala, Milagro: 388.
Salamanca, René: 231.
Samoré, Antonio: 263.
San Martín, José de: 137.
Sánchez Sorondo, Matías: 78.
Santillán, Darío: 352, 354, 357.
Santucho, Mario: 242.
Sarmiento, Domingo Faustino: 13, 15, 31, 33,137.
Sartre, Jean-Paul: 190.
Scalabrini Ortiz, Raúl: 107,108.
Schoklender, Sergio: 379.
Schvarzer, Jorge: 86, 245.
Sebreli, Juan José: 212.
Seineldín, Mohamed Alí: 300, 303, 318.
Sidicaro, Ricardo: 11, 16.
Sigal, Silvia: 133,189, 209, 235.
Silvestri, Graciela: 325.
Sojit, Luis Elias: 137.
Solá, Felipe: 397.
Solano Lima, Vicente: 170, 218, 226.
Sourrouille, Juan: 290, 291.
Spivacow, Boris: 187.
Stalin, Iósif: 98, 104.
Suárez Masón, Carlos: 256.
Subiza, Román: 129.
Taborda, Saúl: 94.
Tamborini, José P.: 118.
Taylor, Julie: 139.
Teisaire, Alberto: 130,147.
Terán, Oscar: 189, 191.
Thatcher, Margaret: 265.
Tonazzi, Juan: 105,106.
Toranzo Montero, Carlos: 165, 167.
Tormo, Antonio: 137.
Tornquist, Ernesto: 26, 86.
Torrado, Susana: 182.
Torre, Juan Carlos: 114,156, 230, 409.
Torres, Camilo: 207.
Torres, Juan José: 207.
Torrijos, Ornar: 207.
Tosco, Agustín: 203, 231.
Trotski, León: 190.
Tse-Tung, Mao: 190, 206.
Tumini, Humberto: 363.
Ubaldini, Saúl: 259, 286, 317.
Ugarte, Manuel: 45, 91.
Ugarte, Marcelino: 42.
Uriburu, José Félix: 71, 72, 74, 77-81, 83, 84, 93,112.
Urquiza, Justo José de: 137.
Valle, Juan José: 157.
Vandor, Augusto: 165, 167,172-174,192, 212.
Vasconcelos, José: 45.
Velasco Alvarado, Juan: 207.
Verón, Eliseo: 133, 209, 235.
Videla, Jorge Rafael: 11, 236, 239, 244, 247, 256-258, 263, 364.
Viguera, Aníbal: 11.
Villanueva, Javier: 63.
Viñas, David: 58.
Viola, Roberto: 239, 248, 256-258, 261-263.
Wilson, Thomas: 45.
Yabrán, Alfredo: 313, 335.
Yoma, Amira: 316.
Yoma, Zulema: 315.
Yrigoyen, Hipólito: 17, 18, 39, 41, 43-45, 48-52, 55, 58, 60, 61, 63-74, 77,
78, 80-82, 84, 90,105,113, 130, 210, 276, 316.
''
T
odo inrcnro de reconstrucción histórica parte de hs nece
sidades, hs dudas y los inccrroganrcs del presente", escribe
Luis Alberto Romero en su Breve historil comrmporÍnM
de l,1 Argmt,111. ¿Qué posibilidades hay de reconstruir una
sociedad abierta)' móvil, no segmemada en mundos aislados, con oponu
nilalcs para todos, fundada cn la competitividad pcro también en la soli
daridad y la justicia? ¿Qué car:1cterísticas dche tcner d sistema político para
asegurar la democr:1ci1 y htcer de clb una práctica con sentido social? l�st:1s
son las cuestiones cemralcs que guían su investigación.
Dirigido a un público amplio. el libro conjuga el trabajo riguroso del
historiador }' la relexión del ciudadano sobre el presente. Desde su publi
cación en 1994, tuvo una amplia recepción y demostró ser imprescindible
para el conocimiento de la historia argentina. En esta nueva edición. se
incluyen dos capítulos, que abarcan desde el gobierno d: D: b Rú:1 cn
1999 hasta la muerte d: Néstor Kirchncr en 2010. En el epílogo, el período
del kirchnerismo es incluido en b perspectiva de la brga e irresoluta crisis
argcncina.
Luis Alberto Romero sostiene que en esros a110s el especrncular creci
miento de las exportaciones agrícolas)' la solución de los problemas iscales
no bastaron para cambiar las condiciones del país. proundamente trans
formado desde 1976. Se acentuó el deterioro del Estado, la dcsigualdad
social sólo se redujo en part' y se consolidó el mundo de la polm-.:1. La
democr:1cia establecida en 1983 se mamuvo, pero fue derivando hacia un
sistema en el que los recursos del Esralo ueron usados con liberrad por sus
gobenantes para acumular poder y reproducirlo.
La Argentina presema hoy una realidad incierta)' un fmuro difícil. Si
bien el autor no da cabida a respuestas optimistas, todo su esuerLO crítico
y reflexivo se apoya en la co111:1nza en "la capacidad de los hombres para
realizar su historia. hacers' cargo de sus circunstancias )' construir una
sociedad mejor".