Text o. Globalización – Consecuencias Humanas
Aut or. Zigmunt Bauman
Introducción
La "globalización" está en boca de todos; la palabra de moda se transforma rápidamente en un
fetiche, un conjuro mágico, una llave destinada a abrir las puertas a todos los misterios presentes y
futuros. Algunos consideran que la "globalización" es indispensable para la felicidad; otros, que es
la causa de la infelicidad. Todos entienden que es el destino ineluctable del mundo, un proceso
irreversible que afecta de la misma manera y en idéntica medida a la totalidad de las personas.
Nos están "globalizando" a todos; y ser "globalizado" significa más o menos lo mismo para todos
los que están sometidos a ese proceso.
Las palabras de moda tienden a sufrir la misma suerte: a medida que pretenden dar transparencia
a más y más procesos, ellas mismas se vuelven opacas; a medida que excluyen y reemplazan
verdades ortodoxas, se van transformando en cánones que no admiten disputa. Las prácticas
humanas que el concepto original intentaba aprehender se pierden de vista, y al expresar
"certeramente" los "hechos concretos" del "mundo real"; el término se declara inmune a todo
cuestionamiento. "Globalización" no es la excepción a la regla.
Este libro se propone demostrar que el fenómeno de la globalización es más profundo de lo que salta a
la vista; al revelar las raíces y las consecuencias sociales del proceso globalizador, tratará de disipar
algo de la niebla que rodea a un término supuestamente clarificador de la actual condición humana.
La frase "compresión tiempo/espacio" engloba la continua transformación multifacética de los
parámetros de la condición humana. Una vez que indaguemos las causas y las consecuencias
sociales de esa compresión, advertiremos que los procesos globalizadores carecen de esa unidad
de efectos que generalmente se da por sentada. Los usos del tiempo y el espacio son tan
diferenciados como diferenciadores. La globalización divide en la misma medida que une: las
causas de la división son las mismas que promueven la uniformidad del globo. Juntamente con las
dimensiones planetarias emergentes de los negocios, las finanzas, el comercio y el flujo de
información, se pone en marcha un proceso "localizador", de fijación del espacio. Estos dos
procesos estrechamente interconectados introducen una rajante línea divisoria entre las
condiciones de existencia de poblaciones enteras, por un lado, y los diversos segmentos de cada
una de ellas, por otro. Lo que para algunos aparece como globalización, es localización para otros;
lo que para algunos es la señal de una nueva libertad cae sobre muchos más como un hado cruel
e inesperado. La movilidad asciende al primer lugar entre los valores codiciados; la libertad de
movimientos, una mercancía siempre escasa y distribuida de manera desigual, se convierte
rápidamente en el factor de estratificación en nuestra época moderna tardía o posmoderna.
Nos guste o no, por acción u Omisión, todos estamos en movimiento. Lo estamos aunque
físicamente permanezcamos en reposo: la inmovilidad no es una opción realista en un mundo de
cambio permanente. Sin embargo, los efectos de la nueva condición son drásticamente
desiguales. Algunos nos volvemos plena y verdaderamente "globales"; otros quedan detenidos en
su "localidad", un trance que no resulta agradable ni soportable en un mundo en el que los
"globales" dan el tono e imponen las reglas del juego de la vida.
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Ser local en un mundo globalizado es una señal de penuria y degradación social. Las desventajas
de la existencia localizada se ven acentuadas por el hecho de que los espacios públicos se hallan
fuera de su alcance, con lo cual las localidades pierden su capacidad de generar y negociar valor.
Así, dependen cada vez más de acciones que otorgan e interpretan valor, sobre las cuales no
ejercen el menor control..., digan lo que dijeren los intelectuales globalizados con sus
sueños/consuelos comunitaristas.
Los procesos globalizadores incluyen una segregación, separación y marginación social
progresiva, Las tendencias neotribales y fundamentalistas, que reflejan y articulan las vivencias de
los beneficiarios de la globalización, son hijos tan legítimos de ésta como la tan festejada
"hibridación" de la cultura superior, es decir, la cultura de la cima globalizada. Causa especial
preocupación la interrupción progresiva de las comunicaciones entre las elites cada vez más
globales y extraterritoriales y el resto de la población, que está "localizada". En la actualidad, los
centros de producción de significados y valores son extraterritoriales, están emancipados de las
restricciones locales; no obstante, esto no se aplica a la condición humana que esos valores y
significados deben ilustrar y desentrañar.
Con la libre movilidad en su centro, la polarización; actual tiene muchas dimensiones. Este nuevo
centro da nuevo lustre a las distinciones consagradas entre ricos y pobres; nómadas y
sedentarios; lo "normal" y lo anormal, y lo que está dentro o fuera de la ley. El entrelazamiento y la
influencia recíproca de estas diversas dimensiones de la polaridad es otro de los complejos
problemas que este libro trata de abordar.
El primer capítulo analiza el vínculo entre la naturaleza históricamente variable del tiempo y el
espacio, por una parte, y el patrón y escala de la organización social, por otra, y sobre todo, los
efectos de la actual compresión espacio/tiempo sobre la estructuración de las sociedades y
comunidades territoriales y planetarias. Uno de los efectos que se analizan es la nueva versión de
la "propiedad absentista": la reciente independencia de las elites globales con respecto a las
unidades territorialmente limitadas del poder político y cultural, con la consiguiente "pérdida de
poder" de estas últimas. Se atribuye el impacto de la separación entre los respectivos asientos de
la "cima" y la "base" de la nueva jerarquía a la organización variable del espacio y el nuevo
significado de la palabra "vecindario" en la metrópoli contemporánea.
Las etapas sucesivas de las guerras modernas por el derecho de definir e imponer el significado
del espacio compartido constituye el tema del segundo capítulo. Bajo esta luz se analizan las
aventuras de la planificación urbana global en el pasado, así como las actuales tendencias a la
fragmentación del diseño y la construcción destinada a la exclusión. Por último, se analizan la
suerte del Panóptico, que fue el patrón moderno preferido de control social, su improcedencia
actual y su muerte gradual.
El tema del tercer capítulo es el futuro de la soberanía política: en particular, la constitución propia
y el autogobierno de las comunidades nacionales, y en general territoriales, bajo la globalización
de la economía, las finanzas y la información. Se presta especial atención a la creciente brecha
que existe entre el ámbito decisorio institucional y el universo en el cual se producen, distribuyen,
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asignan y otorgan los recursos necesarios para la toma y ejecución de decisiones. Se estudian, en
particular, los efectos inhabilitantes de la globalización sobre la capacidad decisoria de los
gobiernos estatales: los focos principales, aún no reemplazados, de la gestión social eficaz
durante la mayor parte de la historia moderna.
El cuarto capítulo reseña las consecuencias culturales de las transformaciones mencionadas. Se
postula como efecto general la bifurcación y polarización de las vivencias humanas, donde los
símbolos culturales compartidos sirven a dos interpretaciones nítidamente diferenciadas. La "vida
errante" tiene significados diametralmente opuestos para quienes ocupan la cima y quienes
ocupan la base de la nueva jerarquía; en tanto, el grueso de la población la "nueva clase media",
que oscila entre los dos extremos— sobrelleva el mayor peso de esa oposición, y por ello padece
una aguda incertidumbre existencial, ansiedad y miedo. Se sostiene que la necesidad de mitigar
esos miedos y neutralizar su potencial para generar descontento es, a su vez, un poderoso factor
que contribuye a una mayor polarización de los dos significados de la movilidad.
El último capítulo indaga las expresiones radicales de la polarización: la tendencia actual a criminalizar
los casos que se hallan por debajo de la norma idealizada y el papel de la criminalización de mitigar las
penurias de la "vida errante" al volver cada vez más odiosa y repugnante la imagen de su alternativa, la
vida inmóvil. Se tiende a reducir la compleja cuestión de la inseguridad existencial provocada por el
proceso de globalización al problema aparentemente sencillo de "la ley y el orden". Por esa vía, la
inquietud por la "seguridad", reducida en la mayoría de los casos a la preocupación por la seguridad del
cuerpo y las posesiones personales, se "sobrecarga" de ansiedad, generada por esas otras
dimensiones cruciales de la existencia actual: la inseguridad y la incertidumbre.
Las tesis de este libro no constituyen un programa para la acción; la intención del autor es que
sirvan para la discusión. Son más las preguntas formuladas que las respondidas, y no se llega a
un pronóstico coherente de las consecuencias que las tendencias actuales tendrán en el futuro. Y
sin embargo —como sostiene Cornelius Castoriadis— el problema de la condición contemporánea
de nuestra civilización moderna es que ha dejado de ponerse a sí misma en tela de juicio. No
formular ciertas preguntas conlleva más peligros que dejar de responder a las que ya figuran en la
agenda oficial; formular las preguntas equivocadas suele contribuir a desviar la mirada de los
problemas que realmente importan. El silencio se paga con el precio de la dura divisa del
sufrimiento humano. Formular las preguntas correctas constituye la diferencia entre someterse al
destino y construirlo, entre andar a la deriva v viajar. Cuestionar las premisas ostensiblemente
incuestionables de nuestro modo de vida es sin duda el servicio más apremiante que nos debemos
a nuestros congéneres y nosotros mismos. Este libro busca, ante todo, preguntar e incitar a
preguntar; aunque no pretende formular las preguntas correctas, formular todas las preguntas
correctas y —lo más importante— todas las preguntas que ya han sido formuladas.
I. Tiempo y Clase
"La empresa pertenece a las personas que invierten en ella: no a sus empleados, sus proveedores
ni la localidad donde está situada."1 de esta manera, Albert J. Dunlap, famoso "racionalizador" de
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la empresa moderna (un dépeceur —"despedazados", "descuartizador", "desmembrador"—, según
la designación tan sustanciosa cuan exacta de Denis Duelos, sociólogo del CNRS),2 resumió su
credo en el autoelogioso informe de sus actividades que publicó Times Books para ilustración y
edificación de todos los buscadores del progreso económico.
Desde luego, Dunlap no se refería a "pertenecer" en el sentido puramente legal de la propiedad,
un punto que casi no está en discusión ni requiere una reafirmación, ni menos aún con semejante
énfasis. El autor tenía en mente, sobre todo, lo que implica el resto de la frase: que los empleados,
proveedores y voceros de la comunidad no tienen voz en las decisiones que puedan tomar las
"personas que invierten"; que los inversores, los verdaderos tomadores de decisiones,
Aunque los fallos tengan poco o nada que ver con la vida local, no existe la intención de que se los
ponga a prueba a la luz de las vivencias de la gente, a pesar de que rigen su conducta. Nacidos de
una experiencia que los destinatarios del mensaje conocen, en el mejor de los casos, apenas de
oídas, pueden aumentar el sufrimiento aunque la intención sea provocar júbilo. Los originales
extraterritoriales entran a la vida anclada a la localidad sólo como caricaturas; acaso como
mutantes y monstruos. De paso, expropian los poderes éticos de los locales y los privan de los
medios para reducir los daños.
II. Guerras por el Espacio: Informe de una Carrera
Se dice con frecuencia, y en general se da por sentado, que la idea del "espacio social" nació (en
las cabezas de los sociólogos, ¿dónde, si no?) a partir de una transposición metafórica de
conceptos formados dentro de la vivencia del espacio físico "objetivo". Sin embargo, la verdad es
lo contrario. La distancia que hoy tendemos a llamar "objetiva", y a medir en comparación con la
longitud del Ecuador en lugar de las partes del cuerpo, la destreza corporal o las
simpatías/antipatías de sus habitantes, tenía como patrón el cuerpo y las relaciones humanas
mucho antes de que la vara metálica llamada metro, encarnación de lo impersonal e incorpóreo,
fuera depositada en Sèvres para que todas la respetaran y obedecieran.
El gran historiador social Witold Kula demostró más exhaustivamente que cualquier otro estudioso
que desde tiempos inmemoriales el cuerpo humano era "la medida de todo", no sólo en el sentido
sutil derivado de las meditaciones filosóficas de Protágoras sino también en un sentido mundano,
literal y nada filosófico. Durante toda su historia y hasta el reciente comienzo de la modernidad, los
seres humanos medían el mundo con sus cuerpos –pies, puños o codos–; con sus productos –
canastos u ollas – o con sus actividades. Por ejemplo, se dividían los campos en Morgen, parcelas
que un hombre podía arar entre el alba y el ocaso.
Sin embargo, un puñado no es igual a otro, ni un canasto, tan grande como otro; las medidas
“antropomórficas” y "praxeomórficas" no podían ser sino tan diversas y accidentales como los
cuerpos y las prácticas humanas a las que aludían. De ahí las dificultades que surgían cuando los
dueños del poder querían acordar un tratamiento uniforme a un gran número de súbditos, al
exigirles "los mismos" impuestos o gabelas. Había que encontrar la manera de soslayar y
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neutralizar el impacto de la variedad y la contingencia, y para ello se impusieron patrones
obligatorios de medida de distancia, superficie o volumen, a la vez que se prohibieron todas las
normas locales basadas en criterios individuales o grupales.
Pero el problema no se limita a la medición "objetiva" del espacio. Antes de llegar a la medición es
necesario tener un concepto claro de aquello que se ha de medir. Si esto es el espacio (más aún, si
se lo ha de concebir como algo mensurable), ante todo se necesita la idea de "distancia", que en su
origen derivó de la distinción entre cosas o personas "cercanas" v "lejanas", así corno de la vivencia
de que algunas eran más "cercanas" al sujeto que otras. Inspirándose en la tesis de Durkheim y
Mauss sobre los orígenes sociales de la clasificación, Edmund Leach descubrió un paralelismo
asombroso entre las categorías populares de espacio, clasificación de parentesco y el tratamiento
diferenciado de los animales domésticos, de crianza y salvajes.3 En el mapa popular del mundo, las
categorías de hogar, granja, campo y lo "lejano" parecen ocupar un lugar basado en un principio muy
similar, casi idéntico, al de las mascotas domesticas, ganado, animales de caza y "animales
salvajes" por un lado y las de hermano, primo, vecino y forastero o "extranjero" por el otro.
Como sugiere Claude Lévi-Strauss, la prohibición del incesto, que entraña la imposición de
distinciones conceptuales artificiales a individuos física, corporal y "naturalmente" indiferenciados, fue el primer acto constitutivo de la cultura, que a partir de entonces consistiría en
insertar en el mundo "natural" las divisiones, distinciones y clasificaciones que reflejaban la
diferenciación de las prácticas humanas y los conceptos unidos a ellas. No eran atributos
propios de la "naturaleza" sino de la actividad y el pensamiento humanos. La tarea que
enfrentaba el Estado moderno ante la necesidad de unificar el espacio sometido a su
dominación directa no fue una excepción; consistió en separar las categorías y distinciones
espaciales de las prácticas humanas no controladas por el poder estatal. La tarea se reducía a
sustituir las prácticas locales y dispersas por las administrativas del Estado, punto de referencia
único y universal para toda medida y división del espacio.
La Batalla de los Mapas
Lo que resulta fácilmente legible o transparente para algunos puede ser oscuro y opaco para otros.
Donde algunos encuentran el rumbo sin la menor dificultada otros se sienten desorientados y
perdidos. Mientras las mediciones fueron antropomórficas y tomaron como puntos de referencia
prácticas locales sin coordinación entre sí, las comunidades humanas pudieron emplearlas como
escudo para ocultarse de los ojos curiosos y las intenciones hostiles de los intrusos; sobre todo, de
las imposiciones de los poderosos.
Para recaudar impuestos y reclutar soldados, los poderes premodernos, incapaces de interpretar
realidades legibles solamente para sus súbditos, debieron actuar como fuerzas foráneas, hostiles:
recurrir a invasiones armadas y expediciones punitivas. En verdad, la recaudación de impuestos
casi no se distinguía del robo y el pillaje, y la práctica de reclutar soldados era casi idéntica a la de
tomar prisioneros; los secuaces armados de príncipes y nobles usaban la espada y el látigo para
convencer a los "nativos" de que entregaran sus bienes o hijos; obtenían todo lo posible por medio
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de la fuerza bruta. Ernest Gellner bautizó "Estado odontológico" al sistema de dominación
premoderno: la especialidad de los gobernantes era la extracción por medio de la tortura.
Ofuscados y confundidos por la desconcertante variedad de los sistemas locales de medición y
recuento, los poderes fiscales y sus agentes por lo general preferían con corporaciones en lugar
de con súbditos individuales; con jefes de aldea o de parroquia en vez de agricultores o inquilinos;
incluso en el caso de gabelas tan "individuales" y "personales" como los impuestos sobre las
chimeneas o las ventanas, las autoridades preferían asignar un monto global a la aldea, y que los
locales se repartieran el peso. Asimismo, cabe suponer que preferían cobrar los impuestos en
dinero en lugar de productos agrícolas, sobre todo porque los valores monetarios, determinados
por la casa de la moneda estatal, eran independientes de las costumbres locales. Ante la ausencia
de mediciones "objetivas" de la tenencia de la tierra, los catastros y los inventarios de ganado, el
método de recaudación preferido por el Estado premoderno era el impuesto indirecto sobre
actividades tales como la venta de sal y tabaco, el uso de caminos y puentes, los pagos por
puestos oficiales o títulos, difíciles o imposibles de ocultar en medio de la maraña de interacciones
tan transparentes para los locales como oscuras y engañosas para el visitante ocasional. Como
dijo Charles Lindblom, ese Estado no tenia dedos, sino solamente pulgares.
No es casual que la legibilidad y transparencia del espacio se haya convertido en uno de los
objetivos principales en la batalla del Estado moderno por imponer la soberanía de su poder. Para
lograr el control legislativo y regulatorio sobre los patrones y las lealtades de la interacción social,
el Estado debía controlar la transparencia del marco en el cual se ven obligados a actuar los
diversos agentes que participan en esa interacción. Los poderes modernos promovían la
modernización de las pautas sociales con el fin de establecer y perpetuar el control así concebido.
Un aspecto decisivo del poder modernizador fue, pues, la prolongada guerra que se libró en
nombre de la reorganización del espacio, Lo que estaba en juego en la batalla más importante de
esa guerra era el derecho de controlar el servicio cartográfico.
La esquiva finalidad de la guerra espacial moderna era la subordinación del espacio social a un
solo mapa, aquel que elaboraba y sancionaba el Estado. Este proceso era acompañado v
complementado por la desautorización de todos los mapas o interpretaciones del espacio rivales
de aquél, así como por el desmantelamiento o la anulación de toda institución y emprendimiento
cartográfico que no fuera creado, financiado o autorizado por el poder. Al cabo de esa guerra
debía quedar una estructura espacial perfectamente legible para el poder estatal y sus agentes, a
la vez que inmune a toda manipulación semántica por parte de usuarios o víctimas, resistente a
cualquier iniciativa de interpretación "desde abajo" que pudiera saturar fragmentos de ese espacio
con significados desconocidos e ilegibles para las autoridades constituidas y de ese modo
volverlos invulnerables al control ejercido desde arriba.
La invención de la perspectiva pictórica, realizada en el siglo XV por Alberti y Brunelleschi
conjuntamente, significó un paso decisivo y un punto de inflexión en el largo camino hacia la
concepción moderna del espacio y los métodos para ponerla en práctica. La idea de la perspectiva
se hallaba a mitad de camino entre la visión del espacio firmemente arraigada en las realidades
colectivas e individuales, por una parte, y su posterior desarraigo moderno, por otra. Daba por
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sentada la función decisiva de la percepción humana en la organización del espacio: el ojo del
observador era el punto de partida de toda perspectiva; determinaba el tamaño v las distancias
relativas de todos los objetos que ocupaban el campo y era el único punto de referencia para la
asignación de los objetos y el espacio. Lo novedoso era que el ojo del observador era un "ojo
humano en cuanto tal", y por lo tanto algo nuevo, "impersonal". No importaba quiénes fueran los
observadores, sino sólo el hecho de que se situaban en el punto de observación indicado. Ahora
se dice —más aún, se da por sentado— que cualquier observador situado en ese punto verá las
relaciones espaciales entre los objetos de la misma manera,
En lo sucesivo, la disposición espacial de las cosas no dependería de las cualidades del
observador sino de la situación plenamente cuantificable del punto de observación, su localización
grafica en un espacio abstracto y vacío, libre de seres humanos, un espacio social y culturalmente
indiferente e impersonal. La concepción de la perspectiva logró un doble objetivo, y así sujetó la
naturaleza praxeomórfica de la distancia a las necesidades de la nueva homogeneidad promovida
por el Estado moderno. Reconocía la subjetividad relativa de los mapas del espacio, y a la vez
neutralizaba su influencia: despersonalizaba las consecuencias de los orígenes subjetivos de las
percepciones de manera casi tan drástica como la imagen husserliana del significado nacido de la
subjetividad "trascendente".
El centro de gravedad de la organización espacial se ha desplazado, pues, de la pregunta
"¿Quién?" a la pregunta "¿Desde qué punto del espacio?". Sin embargo, apenas se planteó la
pregunta resultó evidente ya que no todas las criaturas humanas ocupan el mismo lugar ni
contemplan el mundo desde la misma perspectiva –que no todas las observaciones tendrían el
mismo valor. Por tanto, debe o debería existir un punto privilegiado desde el cual se pueda obtener
la mejor percepción. Se comprendía fácilmente que "mejor" quería decir "objetivo", lo cual
significaba, a su vez, impersonal o suprapersonal. El "mejor" era un punto de referencia singular
hasta el punto de ser capaz de realizar el milagro de elevarse por encima de su propio relativismo
endémico, y superarlo.
Lo que reemplazaría a la caótica y desconcertante diversidad premoderna de los mapas no sería
una imagen del mundo compartida universalmente sino una jerarquía estricta de las imágenes. En
teoría, "objetivo" significaba, ante todo, "superior"; su superioridad práctica era una situación ideal
que los poderes modernos debían alcanzar, y a partir de entonces se convertiría en uno de los
principales recursos de aquéllos.
Los territorios domesticados, conocidos e inteligibles a los fines de las actividades cotidianas de
aldeanos o parroquianos seguían siendo confusa y aterradoramente foráneos, inaccesibles y
salvajes para las autoridades de la capital; la inversión de esa relación fue un indicador y una
dimensión principal del "proceso de modernización".
La legibilidad y la transparencia del espacio, consideradas en los tiempos modernos las señales
del orden racional, no fueron, en cuanto tales, invenciones modernas; en todo tiempo y lugar
eran las condiciones indispensables para la convivencia humana, ya que ofrecían el mínimo de
certeza y confianza sin el cual la vida cotidiana era poco menos que inconcebible. La novedad
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moderna consistió en postular la transparencia y la legibilidad como un objetivo que se ha de
buscar de manera sistemática: una tarea; algo cuidadosamente diseñado con ayuda de la
pericia de los especialistas y a lo cual hay que someter una realidad recalcitrante. La
modernización significó, entre otras cosas, hacer del mundo un lugar acogedor para la
administración comunal regida por el Estado; y la premisa para ello fue volver el mundo
transparente y legible para el poder administrador.
En su fecundo estudio sobre el "fenómeno burocrático", Michel Crozier ha mostrado la íntima
conexión existente entre la escala de certidumbre/incertidumbre y la jerarquía del poder. El autor
dice que, en cualquier colectividad estructurada (organizada), la posición dominante corresponde a
las unidades cuyas situaciones son opacas, y sus acciones, impenetrables para los de afuera —
aunque transparentes para ellos—, libres de brumas y a prueba de imprevistos. En el mundo de
las burocracias modernas, la estrategia de todo sector existente o aspirante consiste, invariable y
consecuentemente, en tratar de tener las manos libres y aplicar presión para imponer reglas
estrictas y rígidas sobre todos los demás miembros de la organización. El sector que gana la
mayor influencia es el que consigue hacer de su propia conducta una incógnita variable en las
ecuaciones elaboradas por los otros sectores para hacer sus cálculos, a la vez que logra hacer de
la conducta ajena un factor constante, regular y previsible. Dicho de otra manera, las unidades con
mayor poder son aquellas que constituyen fuentes de incertidumbre para las demás. La
manipulación de la incertidumbre es la esencia de lo que está en juego en la lucha por el poder y
la influencia en cualquier totalidad estructurada, ante todo, en su forma más acabada: la
organización burocrática moderna, en especial la burocracia estatal moderna.
El modelo panóptico del poder moderno de Michel Foucault se basa en un postulado muy
similar. El factor decisivo del poder que ejercen los supervisores ocultos en la torre central del
Panóptico sobre los presos encerrados en las alas del edificio con forma de estrella es la
combinación de la plena y constante visibilidad de los presos can la total y perpetua invisibilidad
de los supervisores. El preso nunca sabe con certeza si los supervisores están observándolo, si
su atención está concentrada en otro lugar, si están dormidos, distraídos o absortos en otros
quehaceres, y por lo tanto debe actuar en todo momento como si estuviera bajo vigilancia.
Supervisores y supervisados (sean presos, obreros, soldados, alumnos, pacientes o lo que
fuere) residen en "el mismo" espacio, pero se encuentran en situaciones diametralmente
opuestas. Nada obstruye las líneas visuales del primer grupo, en tanto el segundo se ve forzado
a actuar en un territorio brumoso y opaco.
Adviértase que el Panóptico era un espacio artificial, construido sobre la base de la asimetría de la
capacidad visual. Se trataba de manipular conscientemente y reordenar a voluntad la
transparencia del espacio como relación social: en última instancia, como relación de poder. La
artificialidad del espacio hecho a medida era un lujo fuera del alcance de los poderes empeñados
en manipularlo en escala estatal. En lugar de crear a partir de cero un espacio nuevo,
funcionalmente impecable, los poderes estatales modernos –mientras perseguían sus objetivos
"panópticos"– tuvieron que darse por satisfechos con una solución para salir del paso. Así, la
primera tarea estratégica de la guerra moderna por el espacio consistió en levantar un mapa que
resultara legible para la administración estatal y a la vez violara los usos y las costumbres locales,
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privara a los "nativos" de sus medios probados de orientación y los desconcertara. Esto no
significó el abandono del ideal panóptico, sino simplemente su postergación a la espera de que
llegara una tecnología más potente. Una vez que se alcanzaran los objetivos de la primera fase, se
podía abrir la vía hacia la etapa siguiente, aún más ambiciosa, del proceso modernizador. En ésta
se trataba no sólo de trazar mapas elegantes, uniformes y uniformadores del territorio estatal, sino
de reformar el espacio físico de acuerdo con el patrón de elegancia alcanzado hasta entonces
únicamente por los mapas conservados en la oficina cartográfica; no de limitarse a registrar la
imperfección existente del territorio, sino de imponerle a la tierra el grado de perfección logrado en
el tablero de dibujo.
Anteriormente, el mapa reflejaba y registraba los accidentes del territorio; ahora le tocaba a este
último convertirse en reflejo del mapa, elevarse al nivel de transparencia racional al que aspiraban
las cartas. Era necesario partir de cero para reformar el espacio a imagen del mapa y de acuerdo
con las decisiones de los cartógrafos.
Del Mapa del Espacio a la Especialización del Mapa
Según indica la intuición, la estructura espacial geométricamente sencilla, constituida por bloques
uniformes del mismo tamaño, parece la más apta para satisfacer la exigencia mencionada. No es
casual que en todas las visiones utópicas modernas de la "ciudad perfecta", las normas
urbanísticas y arquitectónicas en las cuales los autores centraron su atención indivisa e implacable
giraran en torno de los mismos principios fundamentales: ante todo, la planificación estricta,
detallada y exhaustiva del espacio urbano, la construcción de la ciudad "a partir de cero" en un
lugar deshabitado, de acuerdo con un diseño terminado antes de iniciar la construcción; en
segundo lugar, la regularidad, uniformidad, homogeneidad y posibilidad de reproducir los
elementos espaciales en torno de los edificios administrativos situados en el centro o, mejor aún,
en lo alto de una colina desde la cual se abarcara la totalidad del espacio urbano. Las siguientes
"leyes fundamentales y sagradas" expuestas por Morelly en su Code de la Nature, ou le véritable
esprit de ses lois de tout temps négligé ou méconnu, publicado en 1755, constituyen un ejemplo
del concepto moderno del espacio urbano perfectamente representado:
En torno de una gran plaza de proporciones regulares [éstas y todas las itálicas son
nuestras. [N. del A.] se erigirán depósitos públicos para almacenar las provisiones
necesarias y el salón para reuniones públicas, todos de apariencia uniforme y agradable.
Fuera de ese círculo se dispondrán regularmente los distritos de la ciudad: todos del
mismo tamaño, de forma similar y divididos por calles iguales [...]
Todos los edificios serán idénticos [...]
Todos los distritos estarán planificados de manera tal que, en caso de necesidad se los
pueda extender sin perturbar su regularidad [...]
En el pensamiento de Morelly, como en el de otros visionarios y profesionales de la planificación y
administración urbana moderna, los principios de uniformidad y regularidad (y, por lo tanto, de
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permutabilidad) de los elementos de la ciudad se complementaban con el postulado de la
subordinación funcional de las soluciones arquitectónicas y demográficas a las "necesidades de la
ciudad en su conjunto" (en las palabras de Morelly, "el número y las dimensiones de todos los
edificios serán dictados por las necesidades de una ciudad dada"), así como a la exigencia de
separar espacialmente las partes dedicadas a distintas funciones, o que difieren en la calidad de
sus habitantes. Así, "cada tribu ocupará su propio distrito y cada familia un apartamento propio".
(Morelly se apresura a añadir que los edificios serán los mismos para todas las familias; cabe
pensar que este requisito obedece al deseo de neutralizar el efecto potencialmente perjudicial de
las tradiciones tribales idiosincrásicas sobre la transparencia general del espacio urbano.) Los
residentes que, por cualquier motivo, no alcancen los patrones de normalidad ("ciudadanos
enfermos", "ciudadanos inválidos y seniles" y todos los que "merezcan estar aislados
temporariamente del resto") quedarán confinados a zonas "por fuera de los círculos, a cierta
distancia". Por último, los residentes que merezcan "la muerte cívica, es decir, la exclusión de por
vida de la sociedad", serán encerrados en celdas cavernarias de "muros y barrotes muy fuertes" al
lado de los biológicamente muertos, dentro del "cementerio amurallado".
Estas visiones de la ciudad perfecta trazada por la pluma de los utópicos no se parecían en
absoluto a las ciudades reales, donde estos dibujantes vivían y soñaban. Pero, como señalaría
Carlos Marx un poco más adelante (con un gesto de aprobación), no les interesaba representar o
explicar el mundo, sino cambiarlo. Mejor dicho, sentían rencor hacia la realidad que imponía
límites a la ejecución de sus diseños ideales y soñaban con reemplazarla por una nueva, libre de
los rastros malsanos de los accidentes históricos, creada desde cero y a medida de las
necesidades. La "letra chica" de cada proyecto de ciudad por crear ex nibilo entrañaba la
destrucción de una urbe existente. En medio del presente –desorganizado, ferido, tortuoso y
caótico, merecedor de la pena de muerte –, el pensamiento utópico era una avanzada de la
perfección ordenada y el orden perfecto del futuro.
Sin embargo, la fantasía rara vez es realmente "ociosa", y –aún menos – inocente. Los planos
eran pasos hacia el futuro, y no sólo en la imaginación febril de los dibujantes de planos. No
faltaban ejércitos y generales ávidos de utilizar las cabeza de puente utópicas para lanzarse al
asalto de los poderes del caos y ayudar al futuro a invadir y conquistar el presente. En su lúcido
estudio de las utopías modernas, Bronislaw Baczko habla de un "doble movimiento: el de la
imaginación utópica para conquistar el espacio urbano v el de los sueños de planificación y
arquitectura urbanas en busca de un marco social donde puedan materializarse".4 Los pensadores
y hacedores estaban igualmente obsesionados con "el centro" en torno del cual se dispondría
lógicamente el espacio de las ciudades futuras de acuerdo con las condiciones de transparencia
impuestas por la razón impersonal. Baczko diseca magistralmente esa obsesión en todos sus
aspectos interconectados en su análisis del provecto de "Ciudad llamada Libertad" publicado el 12
de floreal del año V de la República Francesa por el agrimensor y geómetra F.L. Aubry con la
intención de que fuera el croquis de la futura capital de la Francia revolucionaria.
Para los teóricos y los profesionales, la ciudad del futuro era la encarnación, el símbolo y el
monumento espacial a la libertad, conquistada por la Razón en su prolongada guerra mortal contra
la contingencia ingobernable e irracional de la historia; así como la libertad prometida por la
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Revolución habría de purificar el tiempo histórico, el espacio soñado por los urbanistas utópicos
sería un lugar "jamás contaminado por la historia". Esta condición severa eliminaba de la
competencia a todas las ciudades existentes, y las condenaba a la destrucción.
Es verdad que Baczko se refiere a uno solo entre los muchos lugares de encuentro de soñadores y
hombres de acción: la Revolución Francesa, Pero era un lugar que recibía visitas de viajeros que
venían de lejos y de cerca en busca de inspiración; el lugar donde el encuentro era más íntimo, y
celebrado con mayor júbilo por ambas partes que cualquier otro. Los sueños del espacio urbano
perfectamente transparente sirvieron a los dirigentes políticos de la revolución como una fecunda
fuente de inspiración y valor. AI mismo tiempo, para los soñadores, aquélla era ante todo una audaz,
resuelta e ingeniosa compañía de diseño y construcción, dispuesta a instalar en las ciudades perfectas
las formas elaborarlas en los tableros de dibujo utópicos durante interminables noches en vela.
Veamos uno de muchos ejemplos analizados por Baczko: la historia del país ideal de Sévarambes
y su capital aún mas perfecta, Sévariade:5
Sévariade es "la ciudad más bella del mundo"; se caracteriza por "el buen mantenimiento de
la ley y el orden". "La capital está concebida de acuerdo con un plan racional, claro y
sencillo, aplicado con rigor, que hace de ella la ciudad más regular del mundo." La
transparencia del espacio urbano deriva principalmente de la decisión de dividirla
prolijamente en 260 unidades idénticas, llamadas osmasies, cada una de las cuales consiste
de un edificio cuadrado con una fachada de quince metros de frente, un gran patio interior,
cuatro puertas y mil habitantes "cómodamente instalados". La "regularidad perfecta" de la
ciudad llama la atención del visitante, "Las calles son anchas y tan rectas que uno tiene la
impresión de que fueron trazadas con una regla" y todas desembocan en "plazas
espaciosas en el medio de las cuales se alzan fuentes y edificios públicos", asimismo de
tamaño y dimensiones idénticas. "La arquitectura de las casas es casi uniforme", aunque
una suntuosidad adicional caracteriza las residencias de las personas importantes. "No hay
nada caótico en estas ciudades: en todas partes reina un orden perfecto y notable" (los
enfermos, los discapacitados mentales y los criminales han sido expulsados fuera de sus
límites). Cada cosa cumple una función y por eso todo es hermoso, ya que la belleza se
caracteriza por la visibilidad de sus fines y la simplicidad de sus formas. Casi todos los
elementos de la ciudad son intercambiables, lo mismo que las ciudades en si. Quien visita
Sévariade conoce todas las ciudades de Sévarambes.
Según Baczko, no sabemos si los proyectistas de las ciudades perfectas estudiaban los pianos
ajenos, pero el lector no puede evitar la impresión de que "lo único que hacen a lo largo del siglo
es reinventar la misma ciudad". Esta impresión obedece a los valores comunes a todos los
creadores de utopías y su interés por alcanzar "un cierto grado de racionalidad feliz, o sí se quiere,
felicidad racional" —lo que implica vivir en un espacio perfectamente ordenado, despojado de todo
azar, libre de todo lo que sea casual, accidental y ambivalente.
Las ciudades descriptas en la literatura utópica son, en la feliz frase de Baczko, "ciudades
literarias"; no sólo en el sentido de productos de la imaginación del autor sino en otro, más
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profundo: se las podía describir en minucioso detalle, ya que nada en su interior era inefable,
ilegible ni desafiaba la clara representación. A la manera de la concepción de Jürgen Habermas de
la legitimidad objetiva de las afirmaciones y los patrones, que sólo puede ser universal y por ello
exige "borrar el espacio y el tiempo",6 la visión de la ciudad perfecta entrañaba rechazar totalmente
la historia y arrasar sus restos tangibles. En verdad, esa visión desafiaba la autoridad tanto del
tiempo como del espacio, al eliminar la diferenciación cualitativa de este último, que siempre es un
sedimento del tiempo igualmente diferenciado y, por ello, histórico.
El postulado de semejante "desmaterialización" del espacio y el tiempo combinado con la idea de
la "felicidad racional" se vuelve un mandamiento resuelto e incondicional apenas se observa la
realidad humana desde las ventanas de las oficinas administrativas. Sólo cuando se la contempla
a través de esas ventanas, la diversidad de los fragmentos espaciales y en especial la flexibilidad y
subdeterminación de sus fines, su susceptibilidad a las interpretaciones múltiples, parecen negar
la posibilidad de actuar racionalmente. Desde esta perspectiva administrativa, es difícil imaginar un
modelo de racionalidad distinto del propio y un modelo de felicidad distinto de la vida en un mundo
que lleva la impronta de esa racionalidad. Las situaciones que se prestan a muchas definiciones
netas, que se pueden interpretar con diversas claves, aparecen no sólo corlo obstáculos de la
transparencia del propio campo de acción sino como un defecto, una señal de "opacidad en
cuanto tal"; no como señal de la multiplicidad de órdenes coexistentes sino como un síntoma de
caos; no sólo como un impedimento para la aplicación del modelo propio de acción racional sino
como un estado de cosas incompatible con la "razón en sí".
Desde el punto de vista de la administración del espacio, la modernización entraña el monopolio
de los derechos cartográficos. Sin embargo, ese monopolio es imposible de ejercer en una ciudad
similar a un palimpsesto, erigida sobre las capas de los sucesivos accidentes de la historia; una
ciudad que ha surgido y sigue surgiendo de una asimilación selectiva de tradiciones divergentes,
así corno de la absorción igualmente selectiva de innovaciones culturales, con ambas selecciones
sujetas a reglas cambiantes, casi nunca explícitas y, menos aún, presentes en el pensamiento de
la época en que tiene lugar la acción, y susceptibles a una codificación cuasi lógica sólo con ayuda
de la visión retrospectiva. Es mucho más fácil imponer el monopolio si el mapa precede al
territorio; si la ciudad, desde su creación y durante toda su historia, es una mera proyección del
mapa sobre el espacio; si, en lugar de tratar desesperadamente de aprehender la variedad
desordenada de la realidad urbana en la elegancia impersonal de la cuadrícula cartográfica, el
mapa se convierte en una matriz donde se trazarán las realidades urbanas aún inexistentes, que
derivan su significado y funciones sólo del lugar que se les asigna en la cuadrícula. Sólo entonces
sus significados y funciones estarán libres de ambigüedad; su Eindeutigkeit estará avalada de
antemano por la reducción a la impotencia o la expulsión de los intérpretes alternativos.
Los arquitectos y urbanistas más radicalmente modernistas de nuestra era –de los cuales el más
célebre fue Le Corbusier– soñaron en voz alta con esa condición, ideal para el monopolio
cartográfico. Como si quisiera demostrar la naturaleza suprapartidaria de la modernización
espacial y la ausencia de vínculo; entre sus principios y las ideologías políticas, Le Corbusier
ofreció sus servicios con el mismo entusiasmo y falta de escrúpulos a los gobernantes comunistas
de Rusia y los fascistizantes de la Francia de Vichy. Confirmando la nebulosidad endémica de las
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ambiciones modernistas, se enemistó con ambos regímenes: el pragmatismo de los gobernantes,
tan involuntario como inexorable, no podía sino cortarle las alas a la imaginación radical.
En La ville radieuse [La ciudad radiante],7 publicado en 1933 y destinado a convertirse en el
evangelio del modernismo urbano, Le Corbusier decretó la muerte de las ciudades existentes: el
depósito putrefacto de la historia ingobernable, irracional, urbanísticamente ignorante e impotente.
Las acusó de ser disfuncionales (algunas funciones lógicamente indispensables carecen de
agentes ejecutores, otras se superponen y entrechocan, sembrando la confusión entre los
habitantes), insalubres y ofensivas al sentido estético (debido al laberinto caótico de las calla y los
estilos arquitectónicos). Los defectos de las ciudades existentes eran demasiado numerosos para
rectificarlos por separado, lo cual exigía esfuerzos y recursos desmedidos. Era mucho más
razonable aplicar un tratamiento global que curara todos los males de sólo golpe: para ello se
podían arrasar las ciudades heredadas y evacuar los lugares que ocupaban para construir urbes
nuevas, planificadas hasta el último detalle; o abandonar los París de hoy a su suerte enfermiza y
transportar a sus residentes a localidades nuevas, concebidas correctamente desde el comienzo.
La ville radieuse presenta los principios que han de guiar la construcción de las ciudades del
futuro, concentrándose en los ejemplos de París (impenitente a pesar de la bravata del barón
Haussmann), Buenos Aires y Río de Janeiro; los tres proyectos parten de cero y obedecen
únicamente las normas de la armonía estética y la lógica impersonal de la división funcional.
En las tres ciudades imaginarias, la función tiene prioridad sobre el espacia; lógica y la estética
exigen la total falta de ambigüedad funcional en cualquier fragmento de la ciudad. En el espacio
urbano, como en la vida humana, es necesario distinguir y separar las funciones de trabajo, vida
de hogar, esparcimiento, culto y administración; cada función necesita su propio lugar, así como
cada lugar debe servir a una única función.
La arquitectura, dice Le Corbusier, es —como la lógica y la belleza— enemiga nata de la
confusión, la espontaneidad, el caos, el desorden; es una ciencia afín a la geometría, el arte de la
sublimidad platónica, el orden matemático, la armonía; sus ideales son la línea continua, las
paralelas, el ángulo recto; sus principios son la estandarización y la prefabricación. En la futura
Ciudad Radiante, imperio de la arquitectura significaría la muerte de la calle tal como la
conocemos: ese subproducto incoherente y contingente de la historia de la construcción
desorganizada y desincronizada, campo de batalla de usos incompatibles, el lugar propio del
accidente y la ambigüedad. Las arterias de la Ciudad Radiante, así como sus edificios, estarán
consagradas a tareas concretas; el único trabajo de aquéllas será el tráfico, el transporte de
personas y bienes de un lugar funcional a otro; esa función se verá liberada de todas las
perturbaciones causadas en la actualidad por paseantes sin rumbo, ociosos, merodeadores o
transeúntes casuales.
Le Corbusier sueña con una ciudad en la que el imperio de "le Plan dictateur" (siempre escribía la
palabra "plan" con mayúscula) sobre los residentes sea total e indiscutible. La autoridad del Plan,
derivada de las verdades objetivas de la lógica y la estética y basada en ellas, no admite el
disenso ni la polémica; no admite argumentos referidos ni apoyados en otra cosa que el rigor
lógico y estético. Por su naturaleza, las funciones del planificador urbano son inmunes a la
agitación electoral, sordas a las quejas de sus víctimas reales o imaginarias. El "Plan" (por ser
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producto de la razón impersonal, no de la imaginación individual, por brillante o profunda que ésta
sea) es la condición única —tanto necesaria como suficiente— de la felicidad humana, que no
puede basarse sino en la perfecta articulación de necesidades humanas definidas científicamente
y la disposición unívoca, transparente y legible del espacio vital.
La ville radieuse no pasó de ser un ejercicio sobre el papel. Pero al menos un arquitecto urbanista,
Oscar Niemeyer, trató de hacer carne el verbo de Le Corbusier cuando tuvo la oportunidad. Lo
contrataron para crear desde la nada, en un vacío desértico no agobiado por el peso de la historia,
una nueva capital a la altura de la inmensidad, la grandeza, los incontables recursos no
aprovechados y las ilimitadas ambiciones de Brasil. Esa capital, Brasilia, era el paraíso del
arquitecto modernista: por fin se presentaba la oportunidad anhelada de dar rienda suelta a la
fantasía arquitectónica, libre de restricciones o limitaciones, tanto materiales como sentimentales.
En una meseta hasta entonces desierta del Brasil central uno podía forjar a voluntad a los
residentes de la ciudad futura, preocupado solamente por la lealtad a la lógica y la estética; sin
comprometer ni, menos aún, sacrificar la pureza de los principios a las circunstancias,
improcedentes pero obstinadas, de tiempo y lugar. Podía calcular precisa y anticipadamente las
"necesidades de la unidad" aún tácitas y rudimentarias; podía forjar sin trabas a los habitantes aún
inexistentes y, por lo tanto, mudos y políticamente impotentes, de la futura ciudad. A ellos se los
consideraba como un conjunto científicamente definido y cuidadosamente medido de unidades de
necesidad respiratoria, térmica y de iluminación.
Para los experimentadores más interesados por una tarea bien realizada que por sus efectos en
los beneficiarios de sus acciones, Brasilia era un inmenso laboratorio, generosamente subsidiado,
en el cual se podían mezclar los ingredientes de la lógica y la estética en proporciones variables,
observar sus reacciones en un medio incontaminado y elegir el compuesto más agradable. Como
sugerían los postulados del modernismo arquitectónico corbusierano, en Brasilia uno podía
diseñar un espacio hecho a la medida del hombre (o, para ser más precisos, de todo lo que es
mensurable en el hombre), es decir, un espacio del cual el accidente y la sorpresa quedaban
desterrados para siempre. Sin embargo, para sus residentes Brasilia resultó ser una pesadilla. Sus
infelices víctimas acunaron rápidamente el concepto de "brasilitis", un nuevo síndrome patológico
del cual la ciudad es el prototipo y el epicentro más famoso hasta la fecha. Se estableció por
consenso que sus síntomas mas conspicuos son la falta de multitudes y aglomeraciones, las
esquinas desiertas, los espacios anónimos, los seres humanos sin rostro, y la monotonía
embrutecedora de un ambiente desprovisto de cualquier elemento que pueda provocar
desconcierto, perplejidad o emoción. El plan general de Brasilia eliminaba los encuentros casuales
de todos los lugares —salvo unos pocos, diseñados para las reuniones con fines
preestablecidos—. Según el chiste corriente, concertar un encuentro en el único "foro" previsto, la
inmensa "Plaza de las Tres Fuerzas", era como concertar una cita en el desierto de Gobi.
Tal vez Brasilia era un espacio perfectamente estructurado para recibir homúnculos, nacidos y
criados en probetas de laboratorio; para criaturas creadas con retazos de tareas administrativas y
definiciones legales. Sin duda (al menos en su intención), era un espacio perfectamente transparente
para los encargados de tareas administrativas y los que determinaban el contenido de éstas.
Reconocemos que podía serlo también para residentes ideales, imaginarios, que identificaran la
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felicidad con la vida sin problemas porque no contenía la menor situación ambivalente, necesidad de
elegir, amenaza de riesgo ni posibilidad de aventura. Para los demás resultó ser un lugar despojado
de todo factor humano: de todo lo que da sentido a la vida y la hace digna de ser vivida.
Pocos urbanistas consumidos por la pasión modernizadora pudieron disponer de un campo de
acción tan vasto como el encomendado a la imaginación de Niemeyer. La mayoría tuvo que limitar
sus fantasías (aunque no sus ambiciones) a los experimentos en pequeña escala dentro del
espacio urbano: enderezar o cercar aquí y allá el caos irresponsable y satisfecho de sí de la vida
en la ciudad, corregir tal o cual error u omisión de la historia, introducir un nicho resguardado de
orden en el universo del azar, pero siempre con consecuencias limitadas, en modo alguno
exhaustivas y en gran medida imprevisibles.
La Agorafobia y el Renacer del Localismo
Richard Sennett fue el primer analista de la vida urbana contemporánea que llamó la atención sobre la
inminente "caída del hombre público". Hace muchos años, advirtió la reducción lenta pero incesante del
espacio público urbano y el retiro igualmente incontenible de los residentes de la ciudad, con la
consiguiente devastación, de las pálidas sombras del agora que escapaban a la destrucción.
Posteriormente, en su brillante estudio sobre los "usos del desorden",8 Richard Sennett reseña los
descubrimientos de Charles Abrams, Jane Jacobs, Marc Fried y Herbert Gans –investigadores de
temperamentos diversos, pero afines en su sensibilidad a las vivencias de la vida urbana y en su
lucidez – y traza un cuadro aterrador de los estragos que sufren "las vidas de personas reales en
aras de un plan abstracto de desarrollo o renovación". Donde quiera que se ejecutaran esos
planes, los intentos de "homogeneizar" el espacio urbano, volverlo "lógico", "funcional" o "legible",
provocaban la desintegración de las redes de protección de los lazos humanos y la experiencia
psíquicamente destructiva del abandono y la soledad, sumadas a un vacío interior, el miedo a los
desafíos que puede traer la vida y un analfabetismo intencional a la hora de tomar decisiones
autónomas y responsables.
La búsqueda de la transparencia tuvo un precio sobrecogedor. En un ambiente concebido
artificialmente con el objeto de asegurar el anonimato y la especialización funcional del espacio,
los habitantes urbanos sufrieron un problema de identidad casi insoluble. La monotonía sin rostro y
la pureza clínica del espacio artificioso les negó la oportunidad de negociar valores y, por lo tanto,
de poseer las destrezas necesarias para abordar el problema y resolverlo.
Los planificadores podrían aprender la lección de la larga historia de la arquitectura moderna,
hecha de sueños excelsos y desastres abominables: el gran secreto de una "buena ciudad" es que
brinda a la gente la oportunidad de hacerse responsable de sus actos "en una sociedad
históricamente imprevisible", no en "un mundo onírico de armonía v orden preestablecido". Quien
quiera dedicarse a inventar un espacio urbano guiado tan sólo por los preceptos de la armonía
estética y la razón, hará bien en detenerse un instante a meditar sobre aquello de que "los
hombres no se vuelven buenos siguiendo las órdenes buenas o los buenos planes de otros".
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Se puede agregar que la responsabilidad humana, condición última e indispensable de la
moral en las relaciones humanas, hallaría en el espacio perfectamente diseñado una tierra
yerma, cuando no directamente venenosa. De ninguna manera podría crecer –ni qué hablar de
florecer– en un espacio higiénicamente puro, libre de sorpresas, ambivalencia y conflictos. Las
únicas personas capaces de afrontar su responsabilidad son aquellas que han dominado el
difícil arte de actuar en circunstancias de ambivalencia e incertidumbre, nacidas de la
diferencia y la variedad. Las personas moralmente maduras son seres humanos que aprenden
a "desear lo desconocido, a sentirse incompletos sin una cierta anarquía en sus vidas", que
saben "amar la ‘alteridad' a su alrededor".
La experiencia de las ciudades norteamericanas analizada, por Sennett apunta a un elemento
común casi universal: la suspicacia, la intolerancia de las diferencias, la hostilidad hacia los
forasteros y la exigencia de separarlos y desterrarlos, así como la obsesión histérica, paranoica,
por "la ley y el orden", tienden a alcanzar su más alto grado en las comunidades más uniformes,
las más segregadas en cuanto a raza, etnia y clase social, las más homogéneas.
No es casual; en esas localidades se tiende a buscar la "sensación de estar entre los nuestros" en
la ilusión de la igualdad, garantizada por la monótona similitud de todos los que están a la vista.
Esta garantía de seguridad está esbozada en la ausencia de vecinos que piensen, actúen o
tengan un aspecto distinto de los demás. La uniformidad genera conformismo, y el otro rostro de
éste es la intolerancia. En una localidad homogénea es sumamente difícil adquirir las cualidades
de carácter y las destrezas necesarias para afrontar las diferencias entre seres humanos y las
situaciones de incertidumbre, y en ausencia de estas destrezas y cualidades, lo más fácil es temer
al otro, por la mera razón de que es otro: acaso extraño y distinto, pero ante todo desconocido,
difícil de comprender, imposible de desentrañar totalmente, imprevisible.
La ciudad, que en un principio existió para proteger a sus residentes intramuros de los invasores
malignos que siempre venían de afuera, en nuestro tiempo "está asociada con el peligro más que
con la seguridad", dice Nan Elin. En nuestro tiempo posmoderno, "el factor miedo sin duda ha
crecido, como lo demuestran la proliferación de cerraduras en automóviles y casas, así como los
sistemas de seguridad; las comunidades ‘cercadas’ y ‘seguras' para grupos de todas las edades y
niveles de ingresos, la creciente vigilancia de los espacios públicos, además de los interminables
mensajes de peligro emitidos por los medios de comunicación masivos".9
Los miedos contemporáneos, típicamente "urbanos", a diferencia de aquellos que antaño
condujeron a la construcción de las ciudades, se concentran en el "enemigo interior". Quien sufre
este miedo se preocupa menos por la integridad y la fortaleza de la ciudad en su totalidad corno
propiedad y garantía colectivas de la seguridad individual— que por el aislamiento y la fortificación
del propio hogar dentro de aquélla. Los muros que antes rodeaban la ciudad ahora la cruzan y se
entrecruzan en varias direcciones. Vecindarios cercados, espacios públicos rigurosamente
vigilados y de acceso selectivo, guardias armados en los portones y puertas electrónicas; todos
ellos son recursos empleados contra el conciudadano indeseado más que contra los ejércitos
extranjeros, los salteadores de caminos, los merodeadores y otros peligros desconocidos que
aguardaban más allá de los portales.
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No solidarizarse con el otro sino evitarlo, separarse de él: tal es la gran estrategia de supervivencia
en la megalópolis moderna. Tampoco es cuestión de amar u odiar al prójimo, sino de mantenerlo a
distancia: así se anula el dilema y se vuelve innecesario elegir entre el amor y el odio.
¿Hay Vida Después del Panóptico?
Pocas imágenes alegóricas en el pensamiento social igualan el poder de persuasión del
Panóptico. Michel Foucault utilizó el proyecto frustrado de Jeremy Bentham para crear una
metáfora eficaz de la transformación, la redistribución y el redespliegue modernos de los poderes
controladores. Bentham, uno de los hombres más lúcidos de su época, supo despojar a los
poderes de sus variados disfraces para poner al descubierto su gran tarea común: imponer la
disciplina mediante la amenaza siempre real y tangible del castigo. Comprendió asimismo que, a
pesar de los diversos nombres dados a las distintas maneras de ejercer el poder, la estrategia
central fundamental de éste era hacerles creer a los súbditos que jamás podían sustraerse a la
mirada ubicua de sus superiores y que ninguna falta, por secreta que fuese, quedaría impune. En
su forma ideal, el Panóptico no admitía el espacio privado; o al menos, el espacio privado opaco,
no sujeto a la vigilancia o, peor aún, imposible de vigilar. En la ciudad descrita en Nosotros, de
Zamiatin, cada uno tiene su propia casa, pero las paredes son de vidrio. En 1984, de Orwell, cada
uno tiene su propio televisor, pero nadie puede desconectarlo ni sabe cuándo la pantalla se
convierte en una cámara...
Como señaló Foucault, las técnicas panópticas cumplieron una función crucial en la transición
desde los mecanismos de integración de base local, autovigilados, autorregulados y hechos a
medida de la capacidad natural del ojo y el oído humanos, hasta la integración supralocal,
administrada por el Estado, de territorios demasiado vastos para el alcance de las facultades
naturales. Dicha función exigía la asimetría de la vigilancia, la existencia del vigilante profesional y
una reorganización del espacio que permitiera al vigilante realizar su tarea e inculcara en el
vigilado la conciencia de que ello sucedía y podía suceder en todo momento. Estas demandas se
cumplieron casi plenamente en las grandes instituciones de la modernidad "clásica" dedicadas a
inculcar la disciplina, sobre todo en las plantas industriales y los ejércitos conscriptos, ambos
dotados de áreas de captación casi universales.
Como metáfora casi perfecta de la modernización del poder y el control en sus aspectos cruciales,
la imagen del Panóptico tiene la desventaja de abrumar la imaginación del sociólogo hasta el
punto de impedirle percibir la naturaleza del cambio actual, en lugar de facilitarle la tarea. En
detrimento del análisis, rendemos naturalmente a buscar en las disposiciones actuales del poder
una versión nueva y mejorada de viejas técnicas panópticas que en esencia permanezcan
intactas. Solemos pasar por alto el hecho de que la mayoría de la población no tiene la necesidad
ni la oportunidad de que la arrastren por los campos de entrenamiento de antaño. Asimismo,
tendemos a olvidas los factores del proceso de modernización que volvieron factibles y atractivas
las estrategias panópticas. Los desafíos de hoy son distintos, y en la tarea de enfrentar a muchos
de ellos –acaso los más importantes –, la aplicación de las estrategias panópticas ortodoxas con
renovado vigor seguramente resultaría inoportuna o directamente contra producente.
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En un brillante ensayo sobre la base de datos electrónica como versión ciberespacial actualizada
del Panóptico, Mark Poster postula que "nuestros cuerpos están conectados con las redes, las
bases de datos, las autopistas informáticas"; por ello, esos sitios de almacenamiento de
información donde nuestros cuerpos están, por así decirlo, "sujetos informáticamente" "ya no
sirven como un refugio donde uno no pueda ser observado ni un bastión en torno del cual se
pueda erigir una línea de resistencia". Según Poster, el almacenamiento de enormes cantidades
de datos, que aumentan con cada uso de una tarjeta de crédito y prácticamente con cada compra,
conducen a un "superpanóptico", pero con una diferencia respecto del Panóptico: al proporcionar
datos para su almacenamiento, el vigilado se convierte en un factor importante y complaciente de
la vigilancia. Es verdad que la gente se preocupa por la cantidad de información acumulada sobre
ella. En 1991, una encuesta de la revista Time reveló que entre el 70 y el 80% de los lectores
estaban "muy/bastante" preocupados por la información reunida por el gobierno y las compañías
financieras y de seguros, y no tanto por la que recolectaban empleadores, bancos y firmas de
marketing. En vista de ello, Poster se pregunta por qué "la ansiedad que provocan las bases de
datos no se ha convertido aún en un problema de alcance político nacional”.10
Sin embargo, uno se pregunta por qué habría de preguntarse... Vista más de cerca, la aparente
similitud entre el Panóptico de Foucault y las bases de datos contemporáneas parece bastante
superficial. El propósito principal de aquél era inculcar la disciplina e imponer patrones uniformes
de conducta a los internos; el Panóptico era, ante todo, un arma contra la diferencia, la elección y
la variedad. No es ése el blanco asignado a la base de datos y sus usos potenciales. Al contrario,
sus principales promotores y usuarios son las compañías de crédito y marketing, cuyo objetivo es
asegurarse de que los archivos confirmen la "credibilidad" de las personas registradas: su
fiabilidad como clientes que eligen, y que aquellos que no pueden elegir sean separados antes de
que se produzca el daño y se derrochen recursos; en verdad, ser incluido en la base de datos es la
primera condición para acceder al crédito y a "todo lo que vale la pena". El Panóptico convertía a
sus internos en productores y/o soldados, a quienes imponía una conducta rutinaria y monótona; la
base de datos señala a los consumidores fiables y dignos de confianza, a la vez que separa a los
demás, a quienes no cree capaces de participar en el juego del consumo simplemente porque en
sus vidas no hay nada digno de ser registrado, La función principal del Panóptico era asegurarse
de que nadie pudiera escapar del espacio rigurosamente vigilado; la de la base de datos es que
ningún intruso pueda ingresar con información falsa y sin las credenciales adecuadas. Cuanto
mayor es la información sobre alguien en la base de datos, mayor es su libertad de movimientos.
La base de datos es un instrumento de selección, separación y exclusión. Conserva a los globales
dentro del cedazo y separa a los locales. Admite a ciertas personas en el ciberespacio
extraterritorial, hace que se sientan como en casa donde quiera que vayan y las acoge
cordialmente cuando llegan; a otras las priva de pasaportes y visas de transito, les impide recorrer
los lugares reservados a los residentes del ciberespacio. Pero este efecto es subsidiario y
complementario de aquél. A diferencia del Panóptico, la base de datos es un vehículo para la
movilidad, no es la cadena que sujeta.
Considérese el destino histórico del Panóptico desde otro punto de vista. Según la frase
memorable de Thomas Mathiesen, la introducción del poder panóptico significó la transición
fundamental de una situación en la que los más vigilan a los menos a otra donde los menos vigilan
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a los más.11 En el ejercicio del poder, la vigilancia reemplazó al espectáculo. En épocas
premodernas, el poder para imponerse al populus permitía que éste contemplara, sobrecogido de
admiración y miedo, su pompa, riqueza y esplendor. En cambio, el nuevo poder moderno prefería
permanecer en la sombra, observar a sus súbditos sin dejarse observar por éstos. Mathiesen
critica a Foucault por no prestar atención al proceso moderno paralelo: el desarrollo de nuevas
técnicas del poder que consisten —por el contrario – en que muchos (tantos como jamás en la
historia) observan a pocos. Desde luego, se refiere al auge de los medios de comunicación de
masas, sobre todo la televisión, que conduce a la creación, junto al Panóptico, de otro mecanismo
de poder para el cual acuña otro nombre feliz: el Sinóptico.
Sin embargo, considérese lo siguiente. El Panóptico, aún cuando era de aplicación universal y
aunque las instituciones que utilizaban sus principios abarcaban a la inmensa mayoría de la
población, era por naturaleza un establecimiento local: la condición y el efecto de la institución
panóptica era la inmovilización de sus súbditos: la vigilancia existía para prevenir las fugas, o al
menos para impedir movimientos autónomos, contingentes y erráticos. El Sinóptico es global por
naturaleza; el acto de vigilar libera a los vigilantes de su localidad, los transporta siquiera
espiritualmente al ciberespacio, donde la distancia no importa, aunque sus cuerpos permanezcan
en lugar. Ya no tiene importancia si los blancos del Sinóptico, transformados de vigilados en
vigilantes, se desplazan o permanecen in situ. Donde quiera que estén y que vayan, pueden
conectarse a la red extraterritorial en la que los más contemplan a los menos, y lo hacen. El
Panóptico obligaba a la gente a ocupar un lugar donde se la pudiera vigilar. El Sinóptico no
necesita aplicar la coerción: seduce a las personas para que se conviertan en observadores. Y los
pocos a quienes los observadores observan son rigurosamente seleccionados. Según Mathiesen,
sabemos a quienes se permite Ingresar en los medios de comunicación desde el exterior
para expresar sus puntos de vista. Una serie de estudios noruegos e internacionales
demuestran que pertenecen siempre a las elites institucionales. Aquellos a quienes se
permite el ingreso son siempre hombres –no mujeres- de los estratos sociales superiores,
con poder en la vida política, la industria privada y la burocracia pública.
La tan elogiada "interactividad" de los nuevos medios es una exageración grosera; sería mas
correcto hablar de “un medio interactivo unidireccional”. No importa lo que crean los academicos,
que son miembros de la nueva elite global: la Internet y la Red no son para todos, y difícilmente
serán algún día de uso universal. Los que obtienen acceso deben realizar su elección dentro del
marco fijado por los proveedores, que los invitan a "gastar tiempo y dinero en la elección entre los
muchos paquetes que ofrecen". En cuanto al resto, relegado a la red de televisión satelital o por
cable, sin la menor pretensión de simetría entre ambas caras de la pantalla, su destino es la
observación lisa y llana. ¿Y que observan?
Los más miran a. los menos. Los menos, objetos de las miradas, son los famosos.. Pertenecen al
mundo de la política, el deporte, la ciencia o el espectáculo, o son célebres especialistas en
información. No importa de dónde provengan, todos los famosos exhibidos ponen en exhibición el
mundo de los famosos: un mundo cuyo rasgo particular es precisamente la cualidad de ser
observado por muchos, y en todos los rincones del globo; de ser global en su cualidad de ser
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observado. Digan lo que dijeren en el aire, transmiten el mensaje de un modo de vida total. Su
vida, su modo de vida. Preguntar qué impacto puede tener el mensaje sobre los observadores "no
tiene que ver tanto con las esperanzas y los miedos preconcebidos como con los ‘efectos' de
cristianismo sobre la visión del mundo del individuo o —como preguntaron los chinos— los del
confucionismo sobre la moral pública."12
En el Panóptico, o algunos locales selectos vigilaban a otros locales (y antes de su aparición, los
locales de más baja categoría observaban a los selectos). En el Sinóptico, los locales observan a
los globales. La autoridad de estos últimos está asegurada por su misma lejanía; los globales
están literalmente "fuera de este mundo", pero revolotean sobre los mundos de los locales de
modo mucho más visible, constante y llamativo que los ángeles sobre el antiguo mundo cristiano:
simultáneamente visibles e inaccesibles, excelsos y mundanos, muy superiores pero dejando un
ejemplo luminoso para que los inferiores lo sigan o sueñen con seguirlo; admirados y codiciados:
una realeza que guía en lugar de gobernar.
Segregados y separados sobre la Tierra, los locales conocen a los globales a través de las
transmisiones televisadas desde el cielo. Los ecos del encuentro reverberan globalmente, ahogan
todos los sonidos locales a la vez que se reflejan en las paredes locales, cuya solidez
impenetrable, semejante a la de una prisión, queda con ello revelada y reforzada.
Notas
1. Vease Albert J. Dunlap (con Bob Andelman), How 1 Saved Bad Companies and Made Good Companies
Great, Nueva York, Time Books, 1996, pp. 199-200.
2. Denis Duclos, "La cosmocratie, nouvelle classe planétaire", en Le monde diplomatique, agosto de 1997, p. 14,
3. Lease Edmund Leach, "Anthropological aspects of language: animal categories and verbal abuse", en New
Directions in the Study of Language, Eric H. Lenneberg (comp.), University of Chicago Press, 1964.
4. Bronislaw Baczko, Utopian Lights: The Evolution of the Idea of Social Progress, trad. inglesa de Judith L.
Greenberg,, Nueva York, Paragon House, 1989, pp. 219-235.
5. Según Baczko, Histoire des Sévarambes, de D. Veirasse, era un libro tan difundido durante el Siglo de las
Luces que, por ejemplo, Rousseau y Leibniz lo citaban sin indicar la fuente, que, evidentemente, era muy
conocida por sus lectores.
6. Vease Jürgen Haberman, The Philosophical Discourse of Modernity, Cambridge, Mass., MIT Press, 1987, p.323.
7. El contenido de La ville radieuse fue sometido a un análisis incisivo y lúcido por el sociólogo político Jim
Scott, de Yale; el comentario que sigue debe mucho a ese fecundo estudio.
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8. Richard Sennett, Uses of Disorder: Personal Identity and Cite Life, Londres, Faber & Faber, 1996, sobre
todo pp. 39-43, 101-109, 194-195,
9. Nan Elin, "Shelter from the Storm, or Form Follows Fear and Vice Versa", en Architecture of Fear, ob. cit., pp.
13, 26. Esta compilación se inspiró en las experiencias de Nan Elin durante su investigación de campo en la
"ciudad nueva" francesa Jouy-le-Moutier, cuidadosamente diseñada. Elin descubrió con asombro que "se
planteó el problema del miedo [1'insécurité) a pesar de la insignificante tasa de delincuencia de la zona" (p. 7).
10. Mark Poster, “Database as discourse, or electronic interpellations”, en Detraditionalization, ob.cit. pp. 291, 284
11. Véase Thomas Mathiesen, "The viewer society: Michel Foucault's ‘Panopticon’ revisited", en Theoretical
Criminology, 1997, pp. 215-234.
12. George Gerbner y Larry Gross, “Living with television: the violence profile", en Journal of Communication,
26, 1976, pp, 173-198. Citado por Mathiesen, ibidem.
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