Terry Eagleton
SOBRE EL MAL
Título original: On Evil
Terry Eagleton, 2010
Traducción: Albino Santos Mosque
A Henry Kisinger
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INTRODUCCIÓN
Hace década y media, dos niños de diez años de edad
torturaron y mataron a otro de menos de tres en el norte de
Inglaterra. Aquello despertó un clamor de horrorizada indignación
popular, aunque el porqué de que la gente considerara tan
especialmente horrendo ese crimen en particular no está del todo
claro. A fin de cuentas, los niños son sólo unas criaturas a medio
socializar de las que, de vez en cuando, se puede esperar conductas
bastante salvajes. Si hacemos caso a Freud, exhiben un superego o
una conciencia moral más débil que la de sus mayores. En ese
sentido, resulta sorprendente que tan truculentos acontecimientos
no se repitan más a menudo. Tal vez los niños estén asesinándose
unos a otros todo el tiempo y lo que ocurre es que, simplemente, se
lo tienen muy callado. William Golding, autor sobre cuya obra
reflexionaremos en breve, parecía estar convencido, a juzgar por su
novela El señor de las moscas, de que un puñado de colegiales solos en
una isla desierta, sin supervisión alguna, no tardarían ni una
semana en masacrarse unos a otros.
Esto quizás se deba a que estamos dispuestos a creer toda
clase de noticias siniestras referidas a los niños porque nos resultan
como una especie de raza medio alienígena incrustada en nuestro
seno. Como no trabajan, no está claro para qué sirven. No practican
el sexo, aunque no es descartable que también eso se lo estén
callando. Tienen la rareza de aquellas cosas que se parecen a
nosotros en ciertos aspectos, pero no en otros. No es difícil,
entonces, fantasear incluso con la idea de que estén conspirando
colectivamente contra nosotros, como los protagonistas de la fábula
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Los cuclillos de Midwich, de John Wyndham. Como los niños no
forman del todo parte del juego social, pueden ser vistos como seres
inocentes; pero justamente por esa misma razón, también pueden
ser considerados engendros de Satanás. Los victorianos oscilaban
constantemente entre una visión angélica y otra demoníaca de su
propia prole.
Uno de los agentes de policía que se ocuparon del caso del
pequeño asesinado declaró que, desde el mismo momento en que
vio por primera vez a uno de los culpables, supo que estaba en
presencia de alguien malvado. Pero ésa es la clase de comentario
que da al mal su conocida reputación negativa. Lo que se pretendía
demonizando literalmente al muchacho de aquella manera era
coger desprevenidos a los «progres» de corazón blando. Se trataba
de un ataque preventivo contra quienes pudieran apelar a las
condiciones sociales a la hora de intentar comprender por qué
aquellos dos niños habían hecho algo así. Y semejante comprensión
siempre puede desembocar en el perdón o en una excusa.
Calificando la acción de malvada, se venía a decir que estaba fuera
del alcance de todo entendimiento. El mal es ininteligible. Es algo
único en sí mismo: como subir a un tren de cercanías abarrotado
ataviado únicamente con una boa constrictor gigante. No hay
contexto alguno que lo haga explicable.
El gran antagonista de Sherlock Holmes, el diabólicamente
malvado profesor Moriarty, es presentado por su autor como
alguien carente casi por completo de tal contexto. Pero resulta
significativo que Moriarty sea un apellido originario de Irlanda y
que Conan Doyle escribiera en una época en la que existía gran
inquietud en torno al fenianismo revolucionario irlandés en Gran
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Bretaña. Tal vez los fenianos le recordaran a Doyle a su propio
padre, nacido en Irlanda, borracho y violento, que acabó recluido en
un manicomio. De este modo, convertir a alguien apellidado
Moriarty en una imagen del mal puro es probablemente más
explicable de lo que parecería a simple vista. Aun así, sigue siendo
habitual que el mal sea algo a lo que no se le suponen pies ni cabeza.
Un obispo evangélico inglés escribió en 1991 que entre los síntomas
evidentes de que una persona era objeto de una posesión satánica
estaban reírse de forma inapropiada, hacer gala de algún tipo de
conocimiento inexplicable, esgrimir una sonrisa falsa, ser de
ascendencia escocesa, tener parientes que hubieran sido mineros
del carbón y elegir habitualmente el negro como color de ropa o de
coche. Nada de eso tiene sentido, pero eso mismo es lo que
podemos decir del mal en general. Cuanto menos sentido tiene, más
malvado es. El mal no guarda relación con nada que esté más allá de
sí mismo, ni siquiera (por ejemplo) con una causa.
De hecho, la palabra ha pasado a significar, entre otras cosas,
«sin causa». Si los asesinos infantiles hicieron lo que hicieron por
aburrimiento o por vivir en viviendas inapropiadas o por la
negligencia de sus padres, entonces (quizás temiera aquel agente de
policía) sus actos fueron consecuencia necesaria de sus
circunstancias, de lo que se deduciría que, en ese caso, no podrían
ser castigados por ello con tanta severidad (como él habría deseado).
Esto implica de forma errónea que una acción que tenga una causa
no puede realizarse libremente. Así vistas, las causas constituyen
formas de coerción. Si nuestras acciones no tienen causas, no
somos responsables de ellas. Yo no puedo responsabilizarme de
partirle a alguien un candelabro en la cabeza, porque fue su
golpecito recriminatorio en mi mejilla el que provocó mi reacción.
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El mal, sin embargo, se concibe como algo carente de causa o como
algo que es su propia causa. Éste, como veremos, es uno de sus
diversos puntos de similitud con el bien. Aparte del mal, sólo de algo
como Dios se dice que sea la causa de sí mismo.
En la opinión del policía hay cierta tautología o cierto
argumento circular implícito. Las personas hacen maldades porque
son malas. Algunas personas son malas del mismo modo que
algunas cosas son de color añil. Cometen sus maldades no para
alcanzar un objetivo, sino simple y únicamente por la clase de
personas que son. Pero ¿acaso no podría significar eso que no
pueden evitar hacer lo que hacen? Para el policía, la idea del mal
supone una alternativa a semejante determinismo. Pero, de ese
modo, parece que no hacemos más que descartar un determinismo
ambiental y lo sustituimos por un determinismo del carácter: ahora
es nuestro carácter y no nuestras condiciones sociales lo que nos
empuja a cometer actos incalificables. Y, aunque es fácil imaginarse
un cambio en el ambiente o en el entorno (erradicación de viviendas
insalubres, construcción de locales y clubes para jóvenes, expulsión
de los traficantes de drogas del barrio), cuesta bastante más
imaginar una transformación tan absoluta en el ámbito del carácter
humano. ¿Cómo podría yo transformarme por completo y seguir
siendo yo mismo? Pero, si diera la casualidad de que yo fuera
alguien malvado, mi único remedio no pasaría más que por tan
profundo e improbable cambio.
Así pues, las personas que piensan como el policía son, en
realidad, pesimistas, aun cuando, con toda probabilidad, se
irritarían bastante al oír una acusación así. Si nos enfrentamos a
Satán y no a unas condiciones sociales adversas, el mal parecerá
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imposible de derrotar. Y éstas son noticias ciertamente deprimentes
para (entre otras personas) la policía. Calificar a esos dos niños de
malvados dramatiza la gravedad de su crimen y busca frenar en seco
cualquier apelación bondadosa al papel de las condiciones sociales.
Dificulta el perdón para los culpables, sí, pero a costa de sugerir que
esa clase de conducta maligna jamás desaparecerá.
Ahora bien, si los asesinos infantiles del pequeñín no
pudieron evitar su maldad, lo cierto, entonces, es que eran
inocentes. En general, la mayoría de nosotros reconocemos que los
niños pequeños tienen la misma capacidad de ser malvados que de
divorciarse o suscribir acuerdos de compraventa, es decir, ninguna.
Pero siempre hay quienes creen en la malignidad de una estirpe o en
la malevolencia de los genes. Pero si de verdad hay personas que son
malas de nacimiento, no son más responsables de semejante
condición que de haber nacido aquejadas de fibrosis quística. La
condición que supuestamente los condena es también la que los
redime. Lo mismo sucede cuando se considera a los terroristas
como unos psicóticos, término que el principal asesor de seguridad
del gobierno británico ha empleado para referirse a ellos, lo que nos
lleva a preguntarnos si este hombre es el adecuado para el puesto
que ocupa. Si los terroristas están realmente locos, entonces
ignoran lo que están haciendo y, por lo tanto, son moralmente
inocentes. Se les debería dispensar atención psiquiátrica en centros
adecuados, y no mutilar sus genitales en prisiones secretas de
Marruecos.
De los hombres y las mujeres que son malvados se dice en
ocasiones que están «poseídos». Pero si de verdad son las víctimas
impotentes de unos poderes demoníacos, lo que debemos hacer es
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apiadarnos de ellas, no condenarlas. La película El exorcista muestra
una interesante ambigüedad al respecto de si debemos sentir
aversión o compasión por su pequeña y diabólica protagonista. Las
personas que se supone que están poseídas hacen que nos
planteemos de un modo trepidantemente teatral la ya vetusta
cuestión de la libertad frente al determinismo. ¿Es el diablo que vive
dentro de la niña de El exorcista la verdadera esencia de su ser (en
cuyo caso, deberíamos temerla y odiarla) o es un invasor foráneo (en
cuyo caso, deberíamos compadecernos de ella)? ¿Es la protagonista
simplemente un títere indefenso de ese poder o éste emana
directamente de lo que ella es? ¿O acaso es el mal un ejemplo de
autoalienación, en el sentido de que esa fuerza abyecta es al mismo
tiempo uno mismo y no-uno-mismo? Quizás sea una especie de
quintacolumnista, pero uno instalado en el núcleo central mismo de
la identidad de la persona. En ese caso, deberíamos sentir lástima y
temor al mismo tiempo, los mismos sentimientos que Aristóteles
creía que debían embargarnos como espectadores de la tragedia.
Quienes desean castigar a otros por su maldad necesitan
entonces afirmar que son malos por su propia y libre voluntad.
Quizás hayan elegido deliberadamente el mal como fin, como el
Ricardo III de Shakespeare cuando afirma desafiante «he resuelto a
demostrarme como un villano», o el Satanás del El paraíso perdido de
Milton cuando exclama «Mal, sé tú mi Bien», o el Goetz de Jean-Paul
Sartre, en su obra El diablo y Dios, cuando se jacta de «hacer el Mal
por el Mal mismo». Pero siempre es posible argumentar que las
personas de esa clase, que optan conscientemente por el mal, deben
de ser ya malas de por sí para elegir de ese modo. Tal vez estén
decantándose en cierto sentido por lo que ya son, como el camarero
de Sartre cuando juega a ser camarero. Lejos de asumir una
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identidad completamente diferente, quizás no estén más que
saliendo del armario moral.
Parecería entonces que el policía del caso del asesinato del
pequeño estaba intentando desacreditar cierta doctrina liberalprogresista según la cual comprenderlo todo es perdonarlo todo.
Esto podría entenderse como que las personas son en el fondo
susceptibles de rendir cuentas por lo que hacen, sí, pero que el
hecho de que adquiramos conciencia de las circunstancias que las
rodean nos inclina a tratarlas con indulgencia. Pero, al mismo
tiempo, cabría también deducir de ello que, si nuestras acciones son
explicables desde un punto de vista racional, no somos responsables
de ellas. La verdad, sin embargo, es que razón y libertad van
estrechamente unidas. Para quienes no lo acaban de entender,
cualquier tentativa de explicación de un acto malvado viene a ser un
intento de excusar a sus perpetradores. Pero explicar por qué me
paso los fines de semana hirviendo tejones vivos tan tranquilo no
significa necesariamente condonar lo que hago. Pocas personas
habrá que crean que los historiadores se esfuerzan por explicar el
ascenso de Hitler con el oscuro fin de que el personaje nos resulte
más atrayente. Pero, para ciertos comentaristas, intentar esclarecer
lo que motiva a los terroristas suicidas islámicos a actuar como lo
hacen, señalando para ello la desesperanza y la devastación que se
viven en la Franja de Gaza, por ejemplo, es como absolver a éstos de
su culpa. Ahora bien, se puede condenar a quienes vuelan por los
aires a niños pequeños en nombre de Alá sin, por ello, asumir que
no existe otra explicación para su atroz conducta que la de que
pulverizan a personas simplemente porque disfrutan con ello. Del
hecho de disponer de una explicación no cabe deducir que ésa es
razón suficiente para justificar lo que hacen. El hambre es motivo
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suficiente para que alguien haga añicos el escaparate de una
panadería a las dos de la madrugada, pero normalmente no se
considera un motivo aceptable (o, como mínimo, no en opinión de
la policía). No estoy sugiriendo tampoco que si se solucionara el
problema palestino-israelí (o cualquier otra situación que hace que
los musulmanes se sientan hoy víctimas de abuso y humillación), el
terrorismo islámico desaparecería de la noche a la mañana. La
cruda realidad es que, muy probablemente, ya es demasiado tarde
para eso. Como sucede con la acumulación de capital, el terrorismo
acaba adquiriendo un impulso propio. Pero sí es bastante razonable
aventurar que, sin tales humillaciones, ese terrorismo jamás habría
levantado el vuelo como lo hizo.
También resulta extraño suponer que la comprensión
conduce inevitablemente a una mayor tolerancia. En realidad, suele
suceder justo lo contrario. Cuantas más cosas aprendemos sobre los
factores que rodearon a las inútiles matanzas de la Primera Guerra
Mundial, por ejemplo, menos nos parece que éstas pudieran estar
justificadas. Las explicaciones pueden tanto endurecer los juicios
morales como suavizarlos. Además, si el mal escapa realmente a
toda explicación (es decir, si es un misterio insondable), ¿cómo
vamos siquiera a saber lo suficiente sobre él como para condenar a
quienes lo hacen? La palabra «mal» constituye por lo general una
manera drástica de poner fin a los debates, como un puñetazo en
pleno plexo solar. Tal como sucede con los gustos, contra los que
supuestamente no hay disputas, la simple enunciación del vocablo
«mal» actúa como una especie de freno final que prohíbe el
planteamiento de nuevas cuestiones. O bien las acciones humanas
son explicables, en cuyo caso no pueden ser malvadas, o bien son
malvadas, en cuyo caso no hay nada más que decir sobre ellas. Pues
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bien, el argumento del presente libro es que ninguno de esos dos
puntos de vista es cierto.
Ningún político occidental de la actualidad podría permitirse
sugerir en público la existencia de unas motivaciones racionales
detrás de las atrocidades que los terroristas cometen. «Racional»
podría entonces traducirse muy fácilmente como «encomiable». Y,
sin embargo, no hay nada de irracional en el hecho de atracar un
banco, aunque no sea algo considerado de forma habitual como
digno de alabanza. (Si bien, como bien comentó Bertolt Brecht,
«¿qué es robar un banco comparado con fundar uno?»). Es evidente
que el IRA tenía unos fines políticos muy sopesados, por muy
salvajes que fueran algunos de los métodos que empleaba para
conseguirlos. Aun así, en los medios de comunicación británicos,
había voces que insistían en caracterizarlo como una banda de
psicópatas. Si no queremos humanizar a semejantes ogros, venía a
decir esa lógica, no puede haber sentido ni razonamiento alguno en
sus acciones. Pero precisamente en el hecho de que sean humanos
es donde radica la atrocidad de lo que los terroristas hacen. Si de
verdad fueran inhumanos, posiblemente no nos sorprenderíamos
en lo más mínimo de su comportamiento. Los horrores que
perpetran bien podrían ser para nosotros como nimiedades
cotidianas en Alfa del Centauro.
El uso que aquel policía hizo del término «malvado» fue a
todas luces ideológico. Es probable que temiera que la población se
apiadara de los delincuentes por su tierna edad y creyó necesario
insistir en que incluso los pequeños de diez años son agentes
moralmente responsables. (De hecho, la población no se apiadó en
absoluto de ellos. Hay aún quienes arden en deseos de matarlos
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ahora que han sido puestos en libertad). Así que «malvado» puede
ser traducido aquí como «responsable de sus propias acciones», tan
responsable como su opuesto, «bueno». De todos modos, también a
veces se considera la bondad como algo independiente de los
condicionantes sociales. El más grande de los filósofos modernos,
Immanuel Kant, era precisamente de ese parecer. Se entiende, así,
que el Oliver Twist de Dickens no se deje corromper por la mala vida
del Londres de la delincuencia en el que se ve sumido. Oliver no
pierde jamás su semblante dulce, su rectitud moral y su misteriosa
capacidad para hablar un inglés estándar pese a haberse criado en
un asilo para pobres. (Sospecho que su compañero de banda Jack
Dawkins, «el Pillastre», habría hablado con acento cockney aunque se
hubiera criado en el castillo de Windsor). Pero eso no se debe a que
Oliver sea un santo. Si es inmune a la influencia contaminante de
los ladrones, los matones y las prostitutas, no lo es tanto porque sea
moralmente superior como porque su bondad tiene algo de genético
y es tan resistente a las influencias de las circunstancias como las
pecas o el tono pajizo de un cabello rubio. Pero si Oliver no puede
evitar ser bueno, entonces su virtud no es digna seguramente de
mayor admiración que el tamaño de sus orejas. Además, si es la
pureza de su voluntad la que lo inmuniza frente a la malignidad del
hampa, ¿cuán maligno es realmente ese submundo del delito?
¿Acaso un Fagin malvado de verdad no lograría corromper esa
voluntad? ¿No se ve involuntariamente librado de culpa el viejo
granuja por la inasequible virtud del pequeño? Podríamos
preguntarnos también, con la inexpugnable inocencia de Oliver en
mente, si en verdad admiramos una bondad imposible de poner a
prueba. En ese sentido, parece apropiado recordar la ya anticuada
visión puritana según la cual la virtud debe demostrar sus
credenciales en un extenuante combate contra sus enemigos, en el
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que, por consiguiente, debe exponerse a algo del depravado poder
de éstos.
En lo que a la responsabilidad respecta, Kant y un tabloide de
derechas como el Daily Mail tienen bastante en común. En términos
morales, ambos sostienen que somos enteramente responsables de
lo que hacemos. De hecho, es semejante responsabilidad propia la
que se supone la esencia misma de la moral. Desde esta perspectiva,
las referencias a las condiciones sociales no son más que una forma
de escurrir el bulto. Muchas personas, según señalan los
conservadores, crecen en unas condiciones sociales pésimas y, aun
así, acaban siendo ciudadanos y ciudadanas que respetan la ley. Es
una argumentación muy similar a la de quien concluye que, como
algunos fumadores no mueren de cáncer, nadie que fume morirá de
cáncer. Esta doctrina de la responsabilidad propia absoluta es la que
ha ayudado a generar la actual superpoblación de los corredores de
la muerte de las prisiones estadounidenses. Los seres humanos
deben ser considerados plenamente autónomos (literalmente:
«dictadores de sus propias leyes»), porque invocar la influencia que
unos factores sociales o psicológicos puedan tener en aquello que
hacen sería reducirlos a unos meros zombis. En la era de la Guerra
Fría, eso equivalía a reducirlos al peor de los horrores posibles: al de
los ciudadanos soviéticos. Así que los asesinos con una edad mental
de cinco años o las mujeres maltratadas que finalmente se vuelven
contra sus agresivos maridos deben de ser tan culpables como
Goebbels. Mejor ser un monstruo que una máquina.
No existe, sin embargo, una distinción absoluta entre estar
influidos y ser libres. Muchas de las influencias que recibimos sólo
llegan a afectar a nuestra conducta tras haber sido interpretadas, y
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la interpretación es un acto de creatividad. No es propiamente el
pasado el que nos condiciona, sino el pasado según lo interpretamos
(consciente o inconscientemente). Y siempre es posible que lo
descifremos de un modo diferente a como realmente fue. Además,
un individuo libre de toda influencia social sería tan «no-persona»
como un zombi. En el fondo, de hecho, no sería un ser humano en
absoluto. Si podemos actuar con libertad es, precisamente, gracias
a que somos moldeados por un mundo en el que el concepto de
«libertad de acción» tiene sentido: el mismo mundo que nos permite
actuar conforme a esa idea. Ninguno de nuestros comportamientos
característicamente humanos es libre en el sentido de que esté
eximido de todo determinante social, y eso incluye conductas tan
distintivamente humanas como sacarle los ojos a otra persona.
Nosotros no seríamos capaces de torturar y masacrar sin haber
recabado antes un buen número de habilidades sociales. Ni siquiera
cuando estamos solos, lo estamos en el mismo sentido en que
puedan estarlo un cubo de carbón o el puente del Golden Gate.
Precisamente porque somos animales sociales, capaces de
compartir nuestra vida interior con otros individuos a través del
lenguaje, podemos hablar de conceptos como la autonomía y la
responsabilidad personal. No son términos aplicables a los
cortapicos, por ejemplo. Ser responsable no significa estar
desprovisto de influencias sociales, sino estar relacionado con tales
influencias de una forma concreta. Significa ser más que un mero
títere de las mismas. En ciertos modos de pensar antiguos, el
«monstruo» designaba —entre otras cosas— a aquella criatura que
era totalmente independiente de las demás.
Los seres humanos pueden alcanzar un cierto grado de
autodeterminación. Pero sólo son susceptibles de hacerlo dentro del
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contexto de una dependencia (de naturaleza más profunda) con
respecto a otros individuos de su especie, la misma dependencia
que los hace humanos para empezar. Eso es justamente, como
veremos, lo que el mal niega. La autonomía pura es un sueño del
mal. Es también el mito por excelencia de la sociedad de clase
media. (Lo que no quiere decir que ser de clase media signifique ser
malvado. Ni los marxistas más combativos creen que eso sea así, en
parte, porque, para empezar, no tienden a creer en la existencia del
mal). En el teatro shakespeariano, quienes proclaman depender
solamente de sí mismos y reclaman la autoría en solitario de su
propio ser casi siempre son villanos. Se puede apelar a la autonomía
moral absoluta de las personas, pues, como vía para acusarlas de
maldad, pero, al hacerlo, se reafirma un mito que los propios
malvados se han creído a pies juntillas.
Varias décadas antes de que aquellos dos niños asesinasen a
aquel crío pequeño, otro clamor público de indignación por la
muerte de una criatura de muy corta edad sacudió hasta el último
de los confines de Gran Bretaña. Fue el de la oleada de histeria
moral desatada por la obra teatral de Edward Bond, Saved, en la que
un grupo de adolescentes lapidaban a un bebé en su cochecito hasta
matarlo. La escena constituía una forma muy adecuada de ilustrar
el viejo tópico de que las travesuras se nos pueden ir de las manos.
Su finalidad era mostrar, paso a paso, de forma inexorable, cómo
un puñado de jóvenes afectados de aburrimiento crónico podrían
cometer semejante atrocidad sin tener ni un ápice de maldad. El
ocio es la madre de todos los vicios, reza el dicho, lo que viene a
sugerir (de manera bastante peculiar) que mantenerse ocupado es el
mejor modo de evitarse un asiento en el banquillo de los acusados
de un tribunal por crímenes de guerra. El problema de los
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malvados, sin embargo, es que, lejos de no andar suficientemente
ocupados, lo están en demasía. Veremos más adelante que el mal
tiene mucho que ver con una cierta sensación de futilidad o falta de
sentido, y uno de los aspectos que la escena de Bond pretende
significar, por cruel que parezca, es que esos adolescentes están
tratando, en realidad, de improvisar algún sentido para sí mismos y
su existencia. Fue el carácter corriente del episodio, tanto como el
espanto del acto en sí, el que enfureció al siempre fácil de ofender
público británico. Nos estaban mostrando cómo lo absolutamente
familiar puede dar sin solución de continuidad en lo
incalificablemente atroz, y eso parecía disminuir la gravedad de la
acción. Se suponía que el mal es algo especial, no común. No es
como encender un cigarrillo. La malevolencia no puede ser
monótona. Veremos más adelante cómo ésa, irónicamente, es una
opinión compartida por los propios malvados.
Y es que, en realidad, hay tanto actos como individuos
malvados, y aquí es donde tanto los «progres» blandos como los
marxistas duros se equivocan por igual. En representación de los
segundos, el marxista estadounidense Fredric Jameson se ha
referido a «las arcaicas categorías del bien y el mal»1. Debemos
suponer entonces que Jameson no cree que la victoria del socialismo
sería algo bueno. El marxista inglés Perry Anderson da a entender
que términos como «bien» y «mal» sólo son relevantes para la
conducta individual, pero, en ese caso, cuesta entender por qué
deberíamos calificar de buenos actos como la lucha contra el
1 Véase Fredric Jameson, Fables of Aggression: Wyndham Lewis, the
Modernist as Fascist, Berkeley y Londres, 1979, p. 56.
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hambre o contra el racismo, o el desarme nuclear2. Los marxistas no
tienen por qué rechazar la noción del mal y mi propio caso da fe de
ello, pero Jameson y algunos de sus colegas de izquierdas sí lo
hacen, en parte, porque tienden a confundir lo moral con lo
moralista. Eso es algo en lo que, irónicamente, coinciden con gente
como la de la llamada Mayoría Moral estadounidense. El moralismo
significa considerar los juicios morales como si éstos existieran
únicamente dentro de su dominio sellado propio y exclusivo,
totalmente diferenciado de otros asuntos más materiales. De ahí
que algunos marxistas se sientan incómodos con la idea de la ética
en general, que ven más bien como una distracción innecesaria con
respecto a la historia y la política. Pero he ahí una concepción
errónea del tema. Bien entendida, la indagación moral sopesa todos
esos factores a la vez. Y eso es tan cierto en el caso de la ética de
Aristóteles como en las de Hegel o Marx. El pensamiento moral no
es una alternativa al pensamiento político. Para Aristóteles, el
primero forma parte del segundo. La ética toma en consideración
las cuestiones de valor, la virtud, las cualidades, la naturaleza de la
conducta humana y otros aspectos por el estilo, mientras que la
política se ocupa de las instituciones que hacen posible que tal
conducta florezca o sea reprimida. En este terreno, no existe
abismo insondable alguno que separe lo privado de lo público. Del
mismo modo que la moral no se ciñe exclusivamente a la vida
personal, tampoco la política atañe sólo a la pública.
2 Véase Perry Anderson, The Origins of Postmodernity, Londres, 1998,
p. 65. [Hay trad. cast.: Los orígenes de la posmodernidad, Barcelona, Anagrama,
2000.]
19
La gente difiere en torno a la cuestión del mal. Una encuesta
reciente reveló que la creencia en el pecado alcanza niveles máximos
en Irlanda del Norte (el 91 por 100 de los encuestados) y mínimos en
Dinamarca (el 29 por 100). A nadie que tenga cierto conocimiento de
primera mano de esa entidad patológicamente religiosa a la que
llamamos Irlanda del Norte (formada por la mayor parte del
territorio del Ulster) le habrá sorprendido en lo más mínimo ese
primer resultado. Está claro que los protestantes del Ulster tienen
una visión menos halagüeña de la existencia humana que los
hedonistas daneses. En cualquier caso, cabe entender que los
daneses, como la mayoría de las personas que leen los periódicos,
creen ciertamente que la codicia, la pornografía infantil, la violencia
policial y las mentiras descaradas de las empresas farmacéuticas
son reales. Sólo que prefieren no llamarlas pecados. Tal vez sea
porque consideren que el pecado es una ofensa contra Dios y no
contra otras personas, aunque ésa es una distinción sobre la que el
Nuevo Testamento no se extiende demasiado.
En general, las culturas posmodernas, a pesar de su
fascinación por los espíritus necrófagos y los vampiros, poco tienen
que decir sobre el mal. Es posible que esto se deba a que el individuo
(mujer u hombre) posmoderno —frío, provisional, despreocupado y
descentrado— carece de la profundidad que la verdadera
destructividad requiere. Para el posmodernismo, no hay nada que
redimir. Para los autores de la era dorada del modernismo, como
Franz Kafka, Samuel Beckett o el primer T. S. Eliot, sí que había
algo que redimir, pero hoy se ha vuelto imposible decir exactamente
el qué. Los paisajes desolados y devastados de Beckett transmiten la
impresión de un mundo que pide su salvación a gritos. Pero la
salvación presupone pecaminosidad, y las figuras humanas
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perdidas y evisceradas de ese mismo autor están demasiado
hundidas en la apatía y la inercia como para ser siquiera tibiamente
inmorales. No pueden ni tan sólo reunir las fuerzas necesarias para
ahorcarse, cuanto más para prender fuego a un pueblo y a sus
habitantes inocentes.
Ahora bien, reconocer la realidad del mal no es
necesariamente lo mismo que sostener que es algo que escapa a
cualquier explicación. Se puede creer en el mal sin suponer que
tiene un origen sobrenatural. Las concepciones del mal no tienen
por qué ir asociadas a la imagen de un Satanás con pezuñas. Cierto
es que algunos izquierdistas y humanistas, en sintonía con los
relajados daneses, niegan la existencia del mal. Y esto se debe en
gran medida a que consideran que la palabra «mal» funciona como
un mecanismo de demonización de quienes, en realidad, no son
más que unos desafortunados sociales. Es lo que podríamos
denominar una teoría de la moral desde la óptica del trabajador
social. Y es verdad que ésa es una de las acepciones más mojigatas
del término, como ya hemos visto. Pero rechazar la noción del mal
por ese motivo tiene sentido si pensamos en heroinómanos
desempleados de barrios de viviendas sociales, pero no si hablamos
de asesinos en serie o de oficiales nazis de las SS. Cuesta imaginarse
a un responsable de estos «escuadrones de protección»
nacionalsocialistas como si fuera una mera víctima de un
infortunio. Deberíamos guardarnos mucho de que la misma soga
que empleamos para ahorcar a los delincuentes juveniles vaya a
quedarnos luego demasiado holgada para prender a los jemeres
rojos.
Parte del argumento de este libro sostiene que el mal no es
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un misterio fundamental, si bien trasciende los condicionamientos
sociales cotidianos. El mal, a mi juicio, es ciertamente metafísico,
pues adopta una actitud hacia el ser como tal, y no sólo hacia una u
otra parte del mismo. En esencia, quiere aniquilarlo en su
integridad. Pero con esto no sugiero que sea necesariamente
sobrenatural ni que carezca de toda causalidad humana. Muchas
cosas —el arte y el lenguaje, por ejemplo— son más que un mero
reflejo de sus circunstancias sociales, pero eso no significa que
hayan caído del cielo. Lo mismo es cierto de los seres humanos en
general. Si no hay conflicto necesario entre lo histórico y lo
trascendente, es porque la historia misma es un proceso de
autotrascendencia. El animal histórico es constantemente capaz de
ir más allá de sí mismo. Existen, por así llamarlas, formas de
trascendencia tanto «horizontales» como «verticales». ¿Por qué
debemos pensar siempre en las segundas?
A lo largo de la modernidad se experimentó lo que podríamos
llamar una transición del alma a la psique. O, si así se prefiere, de la
teología al psicoanálisis. Muchos son los sentidos en los que el
segundo es un sustituto de la primera. Ambos son relatos del deseo
humano, si bien, para la fe religiosa, ese deseo puede consumarse
finalmente en el reino de Dios, mientras que, para el psicoanálisis,
está trágicamente condenado a no aplacarse. En ese sentido, el
psicoanálisis es la ciencia del descontento humano. Pero también lo
es la teología. Con Freud, la represión y la neurosis desempeñan la
función de lo que los cristianos han conocido tradicionalmente
como el pecado original. Desde ambas perspectivas, se entiende que
los seres humanos nacen enfermos, pero que no les está vedada la
redención. La felicidad no es algo que esté fuera de nuestro alcance;
lo que sí nos exige es una descomposición y recomposición
22
traumática de nosotros mismos, un proceso para el que el término
cristiano aplicable es el de «conversión». Ambos conjuntos de
creencias investigan fenómenos que sobrepasan finalmente los
límites del conocimiento humano, tanto si nos referimos a un
inconsciente enigmático como si hablamos de un Dios
inconmensurable. Ambos conjuntos están bien servidos de rituales
de iniciación, confesión y excomunión, y ambos están plagados de
luchas intestinas. También se asemejan en la incredulidad
desdeñosa que despiertan entre las personas de espíritu mundano,
realista y práctico. La teoría del mal que expongo en este libro está
fuertemente inspirada en el pensamiento de Freud, y no en menor
medida en su idea del impulso de muerte, pero también espero
mostrar durante el proceso que esta clase de argumento sigue
siendo fiel a múltiples ideas teológicas tradicionales. Una ventaja de
este enfoque es que abarca un abanico más amplio de fuentes que el
contenido en los debates y análisis más recientes sobre el mal.
Muchos de estos últimos estudios se han resistido a apartarse en
exceso de Kant —filósofo que, ciertamente, tiene cosas muy
interesantes que decir acerca del mal— y del Holocausto. Al final, la
realidad es que el mal gira íntegramente en torno a la muerte,
aunque tanto de la de quien hace el mal como de la de aquellos a
quienes aniquila. Pero para entender lo que eso significa,
tendremos que fijarnos antes en algunas obras de ficción.
23
1
FICCIONES DEL MAL
No hay muchas novelas en las que el personaje principal
muera en los primeros párrafos. Aún son menos aquellas en las que,
además, ése es el único personaje de todo el libro. Nos dejaría muy
desconcertados que la Emma Woodhouse de Jane Austen se
rompiera el cuello en el primer capítulo de Emma, o que el Tom
Jones de Henry Fielding naciera mortinato en las frases iniciales de
la novela. Algo así, sin embargo, sucede en la novela Martin el
náufrago, de William Golding, que comienza con la escena de un
hombre que se está ahogando:
Forcejeaba penosamente en todas direcciones, era el centro
del nudo retorcido y pataleante de su propio cuerpo. No había ni un
arriba ni un abajo, ni luz ni aire. Sintió que su boca se abría por sí
sola y que de ella prorrumpía una palabra convertida en un chillido.
«¡Socorro!».
Como no hay posibilidad alguna de ayuda allí cerca y el
hombre en cuestión, Christopher Martin, está braceando con su
último aliento en plena altamar, ésta promete ser una novela
gratamente breve. Sin embargo, con un aplomo encomiable, el
protagonista logra descalzarse sus botas de marinero, inflar su
salvavidas y llegar a duras penas hasta una roca cercana, donde
24
sobrevive por un tiempo. El problema es que sus esfuerzos son
verdaderamente en vano: la realidad es que Martin muere antes
incluso de sacarse las botas, aunque él no lo sabe. Tampoco lo sabe
el lector, quien no lo descubre hasta la última línea de la novela. Al
observar a Martin luchando por mantenerse en su roca imaginaria,
somos espectadores de excepción de la condición de los muertos
vivientes.
Martin el náufrago es el relato de un hombre que se niega a
morir. Pero pronto nos enteramos, a través de una serie de
analepsis, de que este oficial de marina avaricioso, lascivo y
manipulador nunca estuvo realmente vivo en ningún momento.
Según comenta un colega suyo, «nació con la boca y la bragueta
abiertas, y con ambas manos extendidas para apropiarse de todo lo
posible». Su aislamiento en la roca pone aún más de relieve el hecho
de que no ha sido más que un depredador solitario desde el
principio. Martin usa a las otras personas como instrumentos para
su propio provecho o placer, y sobre la roca se ve reducido a usar su
propio cuerpo exhausto como un mecanismo oxidado con el que
realizar tareas diversas. Como bien sugiere el estilo enérgico y
vigoroso de la novela, el protagonista es despojado de todo hasta
quedarse en la mera animalidad, en la criatura instintivamente
autoprotectora que siempre ha sido. Viene muy a cuento, pues, que
esté muerto sin saberlo, ya que la muerte reduce el cuerpo a un
pedazo de materia carente de sentido. Representa el divorcio entre
materialidad y significado.
Separado de su propio cuerpo, Martin es un ocupante del
mismo que lo hace funcionar como el operario de una grúa,
subiendo y bajando tantas palancas como miembros ha de mover. El
25
mal entraña una división entre cuerpo y espíritu: entre una voluntad
abstracta de dominación y destrucción, y el pedazo de carne sin
sentido en el que habita esa voluntad. Martin no ve, sino que «usa»
sus ojos para mirar las cosas que lo rodean. Mientras estuvo vivo,
negó la realidad de los cuerpos de otras personas y trató la carne de
éstas como un mero medio mecánico para su propia satisfacción.
Ahora, en una inversión de términos perfectamente irónica, trata su
propio cuerpo como si fuera el de otro individuo. Su fatiga extrema,
que le obliga a mover sus miembros por pura fuerza de voluntad,
resalta la manera en que ha tratado otros cuerpos humanos todo el
tiempo. Su armazón orgánico, desde luego, no forma parte de su
identidad. Más que el lugar en el que su yo se hace carne, es un ente
que está en guerra con su yo personal. Lo único que aún se remueve
en él es una voluntad sublimemente inquebrantable de sobrevivir,
que impulsa despóticamente la pesada maquinaria de su cuerpo. Al
trascender todas las limitaciones naturales, esa voluntad representa
una especie de infinitud. Como tal, supone una versión laica del
Dios contra el que Martin se verá enfrentado en una lucha a vida o
muerte.
El marinero náufrago es, pues, una masa de materia inerte
sujetada únicamente por un impulso incesante. Esa fuerza motriz
se localiza en lo que la novela denomina el «centro oscuro»: ese
núcleo de la conciencia, en perpetuo estado de vigilia, enterrado en
algún punto del cráneo de Martin, que parece ser el único lugar en el
que él se mantiene verdaderamente vivo (aunque hasta esto acabará
demostrándose finalmente como una mera ilusión). Ese centro
oscuro es el monstruoso ego del protagonista, un ego incapaz de
reflexionar sobre sí mismo. Esto es algo que podemos entender en
un sentido tanto fáctico como moral. La conciencia humana no
26
puede darse pellizcos a sí misma, pues cuando reflexionamos sobre
nosotros mismos, seguimos siendo nosotros quienes realizamos tal
reflexión. Nuestra impresión de las turbias regiones de las que
mana la conciencia es, en sí misma, un acto de la conciencia y, como
tal, dista ya mucho de esos otros territorios. Pero tampoco Martin el
náufrago puede conocerse a sí mismo tal como es y, a partir de ahí,
poner algún tipo de remedio a su propia naturaleza predatoria. Si
fuera capaz de hacer algo así, tal vez podría arrepentirse y, de ese
modo, morir de verdad. Pero tal como son las cosas, está atrapado y
bien amarrado dentro de su propio cráneo. Incluso se acaba dando
cuenta de que la roca, cuyos contornos le han resultado
curiosamente familiares todo el tiempo, tiene la misma forma
exacta que un diente que le faltaba en la encía. Está viviendo
literalmente dentro de su propia cabeza. El infierno no son los
demás, como afirmaba Jean-Paul Sartre. Es exactamente lo
contrario. Es estar atrapado para toda la eternidad con la más
deprimente e indescriptiblemente monótona de todas las
compañías: la de uno mismo.
Lo que se retrata en esa novela, a través de la figura de su
protagonista (muerto, pero para nada dispuesto a yacer inerte), es
una imagen escalofriante del Hombre de la Ilustración. Bien es
cierto que se trata de un retrato descaradamente parcial de esa
poderosa corriente de emancipación humana, como, por otra parte,
cabía esperar de un pesimista cristiano conservador como era
Golding. Pero capta con soberbia inmediatez algunos de sus
aspectos menos amables. Martin, como ya hemos visto, es un
racionalista que trata el mundo (incluidos su propio cuerpo y los de
las demás personas) como simple materia sin valor que su imperiosa
voluntad ha de moldear. Lo único que importa es su propio y brutal
27
interés particular. Como si de una especie de Crusoe colonialista de
nuestro tiempo se tratara, pretende incluso ejercer su dominio
sobre la roca en la que se ha quedado aislado, asignando nombres a
sus diversos sectores y cargando y desplazando sus fragmentos y
pedazos para crear cierto orden. Es casi como si con su diligente y
eficiente actividad sobre aquella roca pretendiese ocultarse a sí
mismo el hecho de que está muerto. También en ese sentido se
comporta Martin como Robinson Crusoe, quien corta leña y levanta
empalizadas en su isla desierta aplicando todo el imperturbable
sentido común de un carpintero de los Home Counties del Londres
suburbano. Presenciar tan tenaz sentido práctico anglosajón hasta
en el más exótico de los escenarios tiene algo de tranquilizador.
También hay en ello un cierto componente de ligera demencia.
En el fondo, la inteligencia práctica es lo que Martin tiene en
más alta estima. Se engaña a sí mismo creyéndose Prometeo,
poderoso héroe de los ilustrados y figura mitológica favorita de
Marx. Prometeo también acabó encadenado a una roca, pero se
negó a someterse a los dioses. «Ríndete, déjalo ya» es la tentación
que le murmuran seductoramente al oído, pero a él le aterra la idea
de soltar las riendas de sí mismo, pues eso significaría la muerte.
Como siempre se ha tenido a él y nada más, la única alternativa a la
supervivencia sería la nada absoluta. Hasta su atormentada vida a
medias sobre la roca es preferible a la inexistencia total.
Martin no puede morir porque se considera demasiado
precioso como para desaparecer eternamente. Pero tampoco puede
morirse porque es incapaz de amar. Sólo los buenos son capaces de
morir. Martin no puede entregarse a la muerte porque jamás ha
podido entregarse a otros en vida. En este sentido, el cómo
28
morimos viene determinado por el cómo vivimos. La muerte es una
forma de autodesposesión que debe ensayarse en vida para que
pueda luego llevarse a cabo con éxito. Si no, será un callejón sin
salida más que un horizonte. Ser-para-otros y ser-hacia-la-muerte
son aspectos de la misma condición. Hay quien considera que
Martin el náufrago es una novela sobre el infierno, pero es, en
realidad, un relato sobre el purgatorio. El purgatorio no es una
antesala en la que aguardan un conjunto de individuos moralmente
mediocres realizando toda clase de penitencias degradantes hasta
que alguien los llama por su número y ellos, entonces, entran —
arrastrando los pies, avergonzados— en el paraíso. Para la teología
cristiana, es más bien el momento mismo de la muerte, cuando la
persona descubre si tiene suficiente amor en su interior como para
ser capaz de entregarse con sólo una cantidad tolerable de lucha.
Ése es el motivo por el que, tradicionalmente, los mártires —
quienes aceptan activamente sus muertes al servicio de otros— van
directos al cielo.
Martin no está en el infierno. Aunque sea un muerto erguido
sobre sus pies, aún permanece en él cierto rastro fantasmal de sí
mismo, y en el infierno, que es un estado de pura aniquilación, no
puede haber vida. Es imposible que haya nadie «en» el infierno en la
misma medida en que no puede haber nadie en una ubicación física
a la que llamáramos deuda, amor o desesperación. Para la teología
tradicional, estar en el infierno es caer de las manos de Dios por
haber despreciado deliberadamente su amor, suponiendo que tal
situación fuese realmente concebible. En ese sentido, el infierno es
el cumplido más florido imaginable que se le podría dedicar a la
libertad humana. Si alguien puede incluso rechazar las lisonjas de
su Creador, es que debe de ser muy poderoso. Pero, dado que no
29
hay vida fuera de Dios, fuente de toda vitalidad, el carácter
definitivo del infierno tiene que ver con la extinción, no con la
perpetuidad. Si existe el fuego infernal, éste sólo puede ser el fuego
del inexorable amor de Dios, que consume a quienes no son capaces
de soportarlo hasta hacerlos cenizas. Los condenados son aquellos
para quienes la experiencia de Dios es la de un terror satánico,
puesto que él amenaza con abrirlos y arrancarles su ser. El amor y la
misericordia de Dios hacen que ellos se desaferren un poco de sí
mismos, con lo que se arriesgan a perder su posesión más preciada.
Quienes viven en el temor al fuego del infierno, pues, pueden estar
tranquilos. La buena noticia para ellos es que no se asarán por los
siglos de los siglos. Y eso es así porque (la mala noticia es que),
simplemente, se consumirán hasta que nada quede de ellos.
Esto, al final, es lo que probablemente le sucede a
Christopher Martin, aunque no podemos estar seguros de ello. Su
amigo Nathaniel, cuya torpe y desgarbada inocencia enfurece al
protagonista de un modo parecido a como el simple hecho de la
existencia de Otelo irrita a Yago hasta extremos insoportables, le
menciona la «técnica de morir en el cielo», disolviéndose en la
verdad suprema de las cosas. Martin reacciona de forma mucho
menos magnánima e intenta matarlo. En nuestra propia y retorcida
condición presente, sostiene Nat, el amor de Dios nos parecería una
«mera negación. Carente de forma o vacío. ¿Lo ves? Como un rayo
negro que destruye todo aquello a lo que llamamos vida». Dios es
una especie de nada sublime. Es un terrorista del amor, cuyo
perdón implacable sólo puede parecer una afrenta intolerable a
aquellos que no pueden desaferrarse de sí mismos. Los condenados
son quienes experimentan la infinitud «buena» de Dios como si
fuera «mala». Del mismo modo, cualquiera de nosotros puede
30
experimentar lo que los historiadores del arte califican de sublime
(las montañas imponentes, las tempestades en el mar, los cielos
infinitos) como algo terrible o magnífico, o como ambas cosas a la
vez.
Como Fausto, los condenados son demasiado orgullosos para
someterse a un límite. No hincarán la rodilla ante lo finito, y menos
aún ante su propia condición de criaturas. De ahí que el orgullo sea
el vicio satánico por antonomasia. Eso también explica por qué les
aterra tanto la muerte, que es el límite absoluto de lo humano. En la
novela, la nada «buena» de Dios tiene su contrapunto en la nada
«mala» del propio Martin, en su mera incapacidad para la vida.
«Escupo en tu compasión. […] ¡Me cago en tu cielo!», gruñe en el
enfrentamiento final. Mientras los relámpagos negros caen sin
piedad a su alrededor, sondeando la presencia de alguna grieta o
punto débil por el que penetrar, Martin va quedando reducido a un
par de enormes pinzas de langosta, encerrado como un caparazón
protector en torno al esquivo centro oscuro de su yo. Los rayos
golpean las pinzas, tratando con infinita paciencia de abrirlas:
No quedaban más que el centro y las pinzas. Éstas eran
enormes y fuertes, y se habían inflamado hasta volverse
incandescentes. Se aferraron la una a la otra. Se contrajeron. Su
contorno destacaba sobre la nada de fondo como un letrero luminoso
en plena noche mientras se mantenían prensadas con todas sus
fuerzas. […] El rayo se iba acercando. El centro no era consciente de
nada más que de las pinzas y la amenaza. […] Algunas de las líneas
del relámpago apuntaban al centro, aguardando el momento en que
pudieran perforarlo por fin. Otras se dirigían hacia las pinzas,
moviéndose sobre ellas, en busca de un punto débil, desgastándolas en
31
una compasión que era intemporal y despiadada.
Y aquí es donde nos despedimos de nuestro protagonista. No
sabemos si las exploraciones y las intentonas del rayo negro acaban
dando fruto. Tal vez Martin no acabase siendo aniquilado al final.
Desconocemos si el relámpago del amor implacable de Dios resulta
ser, en su caso, una mala o una buena negatividad: es decir, si lo
hace desaparecer o lo transforma. He ahí un motivo por el que
Martin el náufrago no es una novela sobre el infierno.
Hay un punto final que destacar a propósito de la conclusión
terroríficamente apocalíptica del libro. Cuando el rayo negro inicia
su obra de recreación destructiva, la roca y el océano que la rodea se
nos revelan como meras ficciones de papel:
El mar dejó de moverse, se inmovilizó, se convirtió en papel,
papel pintado que fue rasgado por una línea de relámpago negra. La
roca estaba pintada en ese mismo papel. Todo el mar pintado estaba
inclinado, pero nada se deslizaba hacia la negra grieta que se había
abierto en él. La grieta era completa, era absoluta, era triplemente
real. […] Las líneas de negrura absoluta alcanzaron y penetraron la
roca, y ésta resultó ser tan insustancial como el agua pintada. Los
trozos desaparecieron y ya no había más que una isla de papel
amontonado en torno a las pinzas, mientras que en el resto sólo
quedaba aquel modo que el centro conocía como la nada.
El mundo autocreado por Martin resulta ser, en un sentido
bastante literal, una ficción hueca. No es más que una fantasía
diseñada para tapar la intolerable negatividad de la muerte. Esta
revelación final es particularmente espeluznante si tenemos en
32
cuenta el estilo intensamente físico de la novela, dedicada en cuerpo
y alma a recrear la sensualidad de las cosas. Si algo tiene algún aire
de realidad, es esa masa recortada de roca y su ocupante, helado y
empapado. Pero incluso esa sensación de solidez resulta ser un
espejismo. El mal puede parecer robusto y sustancial, pero, en el
fondo, es tan endeble y fino como una telaraña. Hay otra clase de
negatividad, sin embargo, simbolizada por el rayo negro del amor
de Dios, que es más real que la realidad misma.
El apellido elegido por Golding para su protagonista tal vez
tenga cierta significación. No mucho antes de que se publicase la
novela, apareció un libro en el que se describía la Operación
Mincemeat, una célebre estratagema que se puso en práctica hacia
el final de la Segunda Guerra Mundial. Las fuerzas británicas
arrojaron un cadáver vestido con el uniforme de un oficial de la
armada británica frente a las costas españolas. En él colocaron una
serie de misivas con las que lograron engañar a los alemanes sobre
el lugar por el que los Aliados tenían previsto invadir Europa. El
nombre en código que asignaron a aquel cuerpo fue el de William
Martin, y en la introducción de una reedición de un conocido relato
de aquella operación, The Man Who Never Was, de Ewen Montagu,
John Julius Norwich sugiere la posibilidad de que el muerto, cuya
identidad continúa siendo un secreto aún hoy en día, fuese un tal
John McFarlane, un apellido aparentemente escocés3. En la película
basada en el libro de Montagu, pueden verse también una o dos
insinuaciones de que el cadáver anónimo fuese el de un escocés,
posiblemente de las Hébridas. Hay una referencia a las islas
3
Ewen Montagu, The Man Who Never Was, Stroud, 2007, p. IX.
33
Hébridas en Martin el náufrago, que podría ser justamente una
alusión al lugar de origen de Martin. En la Operación Mincemeat,
un hombre muerto salvó a miles de vivos, pues los alemanes,
confundidos, desviaron sus tropas hacia un lugar distinto del que
sería el del verdadero desembarco de los Aliados. En la novela de
Golding, un hombre muerto cree que él mismo es el rescatado. Pero
en ningún momento llegó a estar vivo. Martin el naúfrago es el
hombre que nunca existió.
Varias de las novelas de Golding se interesan por lo que
tradicionalmente se conoce como el pecado original. El señor de las
moscas, por ejemplo, es una fábula bastante tendenciosa sobre la
«oscuridad de los corazones de los hombres». Los esfuerzos de esos
colegiales por construir un orden civilizado en su isla se ven
inevitablemente socavados por la violencia y el sectarismo. Digo que
la fábula es «bastante tendenciosa», porque es fácil demostrar que la
civilización no pasa de superficial cuando las personas que se nos
muestran tratando de construirla (en este caso, niños) no son más
que animales parcialmente civilizados. Es tan sencillo como
demostrar del modo en el que lo hizo George Orwell en su novela
Rebelión en la granja que los seres humanos no pueden ocuparse de
sus propios asuntos caracterizándolos como animales de granja. En
ambos casos, la forma de la fábula determina el resultado moral.
Otra de las novelas de Golding, Los herederos, precisa con
exactitud el momento mismo de la Caída, pues una tribu de
34
homínidos primitivos (y, por tanto, previa a la Caída del Hombre) se
encuentra con otra, de una cultura más peligrosa y destructiva. Esta
segunda tribu, gracias a su mayor capacidad para el lenguaje, ha
realizado ya la crucial transición hacia la abstracción conceptual y la
tecnología. Y eso implica también el desarrollo de armas más
mortíferas. Es como si esta comunidad más evolucionada hubiera
cortado sus vínculos con la Naturaleza y hubiese traspasado el
umbral de la precariedad de la historia propiamente dicha, con
todas sus ganancias y pérdidas ambiguas. La Caída es así retratada
(con impecable corrección teológica) como una caída hacia arriba,
más que hacia abajo. Es una felix culpa, una culpa afortunada, por la
que los seres humanos se «desprenden» del mundo natural y de la
inocencia de las bestias, y lo hacen en dirección ascendente, hacia
una historia tan excitante como escalofriantemente inestable. Es,
por adoptar el título de otra de las novelas de Golding, una Caída
libre, ligada a la libertad fatal y de doble filo que la conciencia
lingüística avanzada trae consigo.
Caída libre es el título de la investigación más sutil del pecado
original publicada por Golding: un pecado original que nada tiene
que ver con reptiles despreciables y frutas prohibidas. «Original»
significa en este caso «en la raíz», no «en el principio». La novela
percibe que nuestra condición de «caídos» tiene que ver con el
sufrimiento y la explotación que acarrea inevitablemente la libertad
humana. Radica en el hecho de que somos animales
contradictorios, pues nuestros poderes creativos y destructivos
emanan más o menos de la misma fuente. El filósofo Hegel creía
que el mal florecía a la par que la libertad individual. Una criatura
dotada de lenguaje puede expandir mucho más allá el restringido
radio de acción de las criaturas no lingüísticas. Adquiere, por así
35
decirlo, poderes divinos de creación. Pero, como la mayoría de las
fuentes potentes de invención, estas capacidades son también
sumamente peligrosas. Un animal así corre el peligro constante de
desarrollarse demasiado rápido, sobrepasarse a sí mismo y acabar
quedándose en nada. La humanidad tiene un cierto elemento
potencial de autofrustración o autoperdición. Y eso es lo que el mito
bíblico de la Caída se esfuerza por formular, pues Adán y Eva
emplean sus poderes creativos para deshacerse a sí mismos. El
hombre es el Hombre Faustiano, de ambición demasiado voraz para
su propio bienestar y eternamente impelido más allá de sus propios
límites por el reclamo de lo infinito. Esta criatura hace el vacío a
todas las cosas finitas en su arrogante relación amorosa con lo
ilimitable. Y como el infinito es una especie de nada, el deseo de esa
nada constituye una expresión de lo que más adelante veremos que
es el impulso de muerte freudiano.
La fantasía faustiana, pues, delata el desagrado puritano por
lo carnal. Para alcanzar el infinito (un proyecto conocido, entre
otros nombres, por el de Sueño Americano), necesitaríamos
abandonar de un salto nuestros desconsoladamente limitantes
cuerpos. Lo que distingue al capitalismo de otros modos de vida
históricos es su conexión directa con la naturaleza inestable y
contradictoria de la especie humana. Lo infinito (el inacabable
impulso por obtener beneficios, la marcha incesante del progreso
tecnológico, el poder permanentemente creciente del capital)
siempre corre el riesgo de aplastar y ahogar a lo finito. El valor de
cambio —que, como bien reconoció Aristóteles, es potencialmente
ilimitado— prevalece sobre el valor de uso. El capitalismo es un
sistema que necesita estar en perpetuo movimiento simplemente
para mantenerse donde está. La transgresión constante forma parte
36
de su esencia. Ningún otro sistema histórico revela tan
descarnadamente la facilidad con la que unos poderes humanos
benéficos en potencia acaban pervirtiéndose en aras de unos fines
funestos. El capitalismo no es la causa de nuestra situación de
«caída», como tienden a imaginar los izquierdistas más ingenuos.
Pero, de todos los regímenes humanos, es el que más exacerba las
contradicciones incorporadas en un animal lingüístico.
Tomás de Aquino enseñó que nuestro raciocinio está
estrechamente ligado a nuestros cuerpos. Dicho en términos muy
generales, pensamos como lo hacemos porque somos la clase de
animales que somos. Es parte intrínseca de nuestro modo de
razonar, por ejemplo, que siempre lo hagamos dentro del contexto
de una situación concreta. Pensamos desde dentro de una
perspectiva particular del mundo. Eso no supone un obstáculo para
aprehender la verdad. Todo lo contrario: es la única manera que
tenemos de captarla. Las únicas verdades que podemos alcanzar son
aquellas que resultan apropiadas para seres finitos como nosotros
mismos. Y ésas no son ni las verdades de los ángeles ni las de los
osos hormigueros. Sin embargo, quienes ambicionan en exceso se
niegan a aceptar esas limitaciones habilitadoras. Para ellos, sólo las
verdades que estén libres de toda perspectiva pueden ser auténticas.
El único punto de vista válido es el que se tiene desde el ojo de Dios.
Pero ése es un punto de observación desde el que los seres humanos
no veríamos nada en absoluto. Para nosotros, el conocimiento
absoluto equivaldría a la ceguera total. Quienes intentan abandonar
de un salto sus situaciones finitas para ver con mayor claridad
acaban por no ver nada de nada. Quienes aspiran a ser dioses, como
Adán y Eva, se destruyen a sí mismos y acaban ocupando una
posición más baja que la de las bestias, que no están tan
37
atormentadas por la culpabilidad sexual como para necesitar un
taparrabos. Aun así, esta aberración forma parte esencial de nuestra
naturaleza. Es una posibilidad permanente para animales
racionales como nosotros. No podemos pensar sin abstracción, lo
que implica ir más allá de lo inmediato. Sabemos que hemos ido
demasiado lejos cuando los conceptos abstractos nos permiten
calcinar ciudades enteras. Integrada en nuestra capacidad para
interpretar y dotar de sentido se encuentra la eterna posibilidad de
que nuestros planes se tuerzan. Sin dicha posibilidad, la razón no
podría funcionar.
Hay otro sentido en el que la libertad y la destructividad se
encuentran estrechamente vinculadas. En la compleja red de los
destinos humanos, en la que tantas vidas se hallan intrincadamente
engranadas, las acciones libremente elegidas de un individuo
pueden generar efectos dañinos, por completo imprevisibles, en las
vidas de un sinfín de otras personas anónimas. Pueden incluso
regresar a nosotros, bajo una forma ajena, para atormentarnos. Los
actos que nosotros y otras personas hemos realizado libremente en
el pasado pueden acabar fusionándose en un proceso opaco que no
parece tener autor y al que nos vemos enfrentados en el presente
con toda la incorregible fuerza del destino. Somos, en ese sentido,
criaturas de nuestros propios hechos. Nuestra condición integra
una cierta autoseparación que nos resulta ineludible. «La libertad»,
señala Adrian Leverkühn en la novela de Thomas Mann Doctor
Faustus, «siempre se inclina hacia las inversiones dialécticas». De
ahí que el pecado original ataña tradicionalmente a un acto de
libertad (comerse una manzana), pero sea al mismo tiempo una
condición que nosotros no elegimos y que no es culpa de nadie. Es
un «pecado» porque implica un sentimiento de culpa y daño, pero
38
no es «pecado» entendido como un mal voluntariamente infligido.
Al igual que el deseo para Freud, no se trata tanto de un acto
consciente como de un medio comunitario en el que nacemos.
El carácter entretejido de nuestras vidas es la fuente de
nuestra solidaridad, pero es también la raíz del daño que nos
causamos mutuamente. En palabras del filósofo Emmanuel
Lévinas, es «como si la persecución a la que nos somete el Otro fuera
un elemento básico de la solidaridad con ese Otro» 4 . En un
momento conmovedor en la novela Ulises de James Joyce, el sufrido
protagonista judío, Leopold Bloom, se pronuncia a favor del amor
como opuesto del odio. La idea sería aceptable si fuese cierta. Pero
hay motivos freudianos de peso para considerar que el amor está
profundamente ligado al resentimiento y a la agresividad. Tal vez
no sea verdad que siempre acabemos matando el objeto de nuestro
amor, tal como decía Oscar Wilde, pero de lo que no hay duda es de
que tendemos a sentir una profunda ambivalencia hacia él. Y no es
de extrañar, puesto que el amor es un proceso laborioso que nos
obliga a arriesgarnos peligrosamente. El novelista Thomas Hardy
sabía que, después de una serie de decisiones libres y consideradas
con los demás, podemos acabar arrinconados en esquinas de las que
no podamos movernos ni un centímetro en dirección alguna sin
infligir un doloroso daño a quienes nos rodean.
«La gente parece no ser capaz de moverse sin matarse entre
4 Emmanuel Lévinas, Otherwise Than Being, Pittsburgh, 1981, p. 192.
[Hay trad. cast.: De otro modo de ser, o más allá de la esencia, Salamanca,
Sígueme, 1987.]
39
sí», comenta Sammy Mountjoy en Caída libre, de Golding. De ahí a
tener la impresión de que el simple hecho de existir ya supone ser
culpables hay un camino muy corto. Y ésta es la sensación de la que
la doctrina del pecado original da supuestamente fe. «La culpa se
reproduce en cada uno de nosotros», escribió Theodor Adorno. «Si
[…] supiéramos en todo momento lo que ha sucedido y a qué
concatenaciones debemos nuestra existencia, y hasta qué punto
está ésta entrelazada con la calamidad aunque no hayamos hecho
nada malo […] si fuéramos plenamente conscientes de todas las
cosas en todo momento, seríamos realmente incapaces de vivir»5.
Estar implicado en una calamidad sin haber hecho nada malo: he
ahí la esencia misma del pecado original, según la percibe Adorno.
Está estrechamente relacionada con lo que el arte trágico ha
considerado tradicionalmente como la figura del «inocente
culpable», el chivo expiatorio que, precisamente por estar libre de
culpa, carga con los delitos y las faltas de otros.
Ahí radica el gran absurdo de la doctrina católica de la
Inmaculada Concepción, según la cual María, la madre de Jesús, fue
concebida sin pecado original. Según esta lógica, el pecado original
sería una especie de mancha genética de la que alguien puede tener
la fortuna de estar liberado al nacer, del mismo modo, más o
menos, que cualquier otra persona podría tener el infortunio de
nacer sin hígado. El pecado original, sin embargo, no tiene que ver
con nacer santo o maligno. Sí tiene que ver, sin embargo, con el
hecho mismo de nacer. El nacimiento es el momento en el que, sin
5 Theodor Adorno, Negative Dialectics, Londres, 1973, p. 156. [Hay
trad. cast.: Dialéctica negativa, Madrid, Taurus, 1989.]
40
que nadie haya tenido la decencia de consultarnos al respecto, nos
introducimos en una red preexistente de necesidades, intereses y
deseos: una maraña inextricable a la que contribuiremos con el
mero hecho en bruto de nuestra existencia y que moldeará nuestra
identidad hasta la médula. Por eso, en la mayoría de iglesias
cristianas, los bebés son bautizados al poco de nacer, mucho antes
de que sepan nada sobre el pecado o sobre ninguna otra cosa. Y es
que ya entonces han reordenado drásticamente el universo sin tener
siquiera conciencia de ello. Si damos crédito a la teoría
psicoanalítica, tienen ya grabada una red invisible de impulsos que
vinculan sus cuerpos a los de las demás personas y que constituirán
una fuente constante de aflicción para ellas.
El pecado original no es el legado de nuestros primeros
padres, sino el de nuestros padres directos, quienes, a su vez, lo
heredaron de los suyos. El pasado es la sustancia de la que estamos
hechos. Multitudes de espíritus de nuestros ancestros pululan
incluso entre nuestros gestos más fortuitos, reprogramando
nuestros deseos y jugando traviesamente con nuestras acciones
hasta hacerlas fracasar. Y es que nuestra relación amorosa más
temprana y apasionada es la que se produce cuando somos aún unos
bebés desvalidos, y se halla entremezclada con la frustración y la
necesidad voraz. Y eso significa que nuestra manera de amar
siempre será defectuosa. Esta condición, como la doctrina del
pecado original, radica en el corazón mismo del yo, pero no es
responsabilidad de nadie. El amor es, a un tiempo, lo que
necesitamos para florecer y aquello en lo que fracasamos porque
hemos nacido para ello. Nuestra única esperanza estriba en
aprender a fracasar mejor, aunque, como es evidente, nuestros
fracasos podrían no llegar a ser nunca suficientemente buenos.
41
Jean-Jacques Rousseau, pues, se equivocaba al creer que los
seres humanos nacen siendo libres. Pero eso no significa tampoco
que nazcan siendo pecadores. Ninguna criatura carente de lenguaje
(como entendemos que es un bebé o un niño de muy corta edad)
podría serlo. El teólogo Herbert McCabe ha escrito que «todo el
mundo es concebido de forma inmaculada»6. Aun así, no deja de ser
cierto que las cartas morales no están ni mucho menos marcadas a
nuestro favor. Los niños pequeños son inocentes (literalmente,
inocuos) del mismo modo que los son las tortugas, pero no como lo
son los adultos que se niegan a apuntar con una ametralladora
contra la población civil. La inocencia de los primeros no les otorga
ningún mérito particular. Nacemos centrados en nosotros mismos
por efecto de nuestra biología. El egoísmo es una condición natural,
pero la bondad implica un conjunto de complejas habilidades
prácticas que tenemos que aprender. Los hombres y las mujeres se
ven impelidos al nacer a una profunda dependencia mutua, una
verdad que le resultaba escandalosa a Rousseau, quien, fiel a su
estilo pequeñoburgués, atribuyó un valor excesivo a la autonomía
humana. Pero el pecado original supone que toda autonomía total
de esa clase sea necesariamente un mito y, como tal, una noción de
carácter radical. Cuestiona la doctrina individualista que nos
declara dueños en exclusiva de nuestras propias acciones. Supone,
entre otras cosas, un argumento contrario a la pena capital. Con
ello, no niega la responsabilidad, sino que simplemente insiste en
que nuestras acciones no son más inalienables que nuestra
propiedad. ¿Quién puede saber a ciencia cierta, en la gran madeja
de acciones y reacciones humanas, quién es realmente el dueño de
6
Herbert, McCabe, Faith Within Reason, Londres, 2007, p. 160.
42
un acto en concreto? ¿Quién es exactamente el responsable de la
muerte del angelical Simon de El señor de las moscas? No siempre es
fácil determinar dónde termina mi responsabilidad (o, incluso, mis
intereses, mis deseos o mi identidad) y dónde comienza la de otra
persona. ¿Son ininteligibles preguntas como «¿quién actúa aquí?» o
incluso «¿quién desea aquí?»?
Cierto es que la idea del pecado original no se reduce
solamente a lo anterior. También debemos tener en cuenta, como ya
he escrito en otro libro, «la perversidad del deseo humano, el
predominio de la falsa ilusión y la idolatría, el escándalo del
sufrimiento, la anodina persistencia de la opresión y la injusticia, la
escasez de virtud pública, la insolencia del poder, la fragilidad de la
bondad y el formidable poder de los apetitos y del interés propio» 7.
Nada de esto significa que seamos impotentes para transformar
nuestra situación actual. Lo que sí quiere decir, por el contrario, es
que no lo conseguiremos sin antes admitir sobriamente nuestra
descorazonadora historia. No se trata de una historia que descarte
que el socialismo o el feminismo, por poner dos ejemplos, sean
posibles, pero sí de una que elimina toda posibilidad de utopía. Hay
ciertos rasgos negativos de la especie humana que no pueden ser
sustancialmente modificados. La tragedia de guardar luto por los
seres queridos que fallezcan, por ejemplo, no conocerá final
mientras existan el amor y la muerte. Podemos estar casi seguros
del todo de que no nos será posible erradicar la violencia sin
sabotear al mismo tiempo determinadas capacidades nuestras que
valoramos. Pero, si bien la anulación de la muerte y el sufrimiento
7
Terry Eagleton, Jesus Christ: The Gospels, Londres, 2007.
43
tal vez sea un logro que no esté en nuestra mano conseguir, no se
puede decir lo mismo de la injusticia social.
Por otra parte, que ciertas cosas no se puedan cambiar es
algo que dista mucho de ser negativo en sí. El único orden social con
tendencia a negar tal evidencia es aquel que idolatra lo nuevo. Pero
pensar así es uno más de los múltiples errores del posmodernismo.
No podemos alterar el hecho de que los niños pequeños necesiten
una buena nutrición, pero ésa no es razón para disgustarse. No toda
permanencia es una ofensa contra la izquierda política. La
continuidad es un factor, cuando menos, tan significativo en la
historia como el cambio, y son muchas las continuidades que
debemos valorar positivamente. Una característica en apariencia
persistente en las culturas humanas, por ejemplo, es que en ellas no
se masacra habitualmente a grandes masas de población por el
simple hecho de que sea luna llena. Pero ni siquiera los
posmodernos deberían estar alicaídos por ello. En sí misma, la
durabilidad no es más preciosa ni está más desprovista de valor de
lo que pueda serlo o estarlo el cambio. Suponer que el cambio es
radical mientras que la invariación es conservadora es una simple
ilusión. Richard J. Bernstein ha escrito que debemos resistirnos a la
tentación de ver el mal como «una característica ontológica fija de la
condición humana»8, pues esto último significa admitir que no hay
nada que hacer al respecto de ese mal. Simplemente, tenemos que
convivir con él. Ahora bien, de que algo sea un rasgo persistente de
la condición humana no se deduce que no haya ya nada que hacer al
8 Richard J. Bernstein, Radical Evil, Cambridge, 2002, p. 229. [Hay trad.
cast.: El mal radical: Una indagación filosófica, Buenos Aires, Lilmond, 2005.]
44
respecto. La enfermedad es una de esas características perdurables,
pero los médicos no se han dejado llevar por ningún ataque de
fatalismo y han seguido curando a los enfermos. Probablemente, las
personas nunca dejarán de enfrentarse en conflictos sangrientos,
pero eso no significa que no debamos esforzarnos por solucionar
tales contenciosos. Es muy posible que el deseo de justicia sea un
rasgo constante de la condición humana. Desde luego, la evidencia
histórica así parece sugerirlo. Las características ontológicas fijas
no siempre son de lamentar. Creer que sí lo son es un ejercicio
dogmático y, por consiguiente, alejado del espíritu de la
mutabilidad.
Un dogma posmoderno de igual nivel de miopía es el que
dice que la diferencia y la diversidad son siempre dignas de
encomio. No hay duda de que es así a menudo. Pero la cruda
realidad es que si la raza humana hubiese estado formada casi por
completo por latinos homosexuales, con apenas unos cuantos casos
desviados de heterosexualidad (los necesarios para mantener viva la
especie), muchos habrían sido los tumultos y las masacres que, con
casi total seguridad, se habrían evitado. Sin duda, los latinos
homosexuales estarían subdivididos desde mucho tiempo atrás en
un millar de sectas rivales, armada cada una de ellas hasta los
dientes y diferenciada de sus homónimas por matices de lo más
etéreo en cuanto a sus estilos de vida respectivos. Pero ese
divisionismo no sería nada en comparación con lo que tiende a
ocurrir cuando un grupo de seres humanos se encuentra con otro
caracterizado por marcas ostensiblemente distintas. Esas
disensiones adoptan, por supuesto, una forma eminentemente
política, pero es improbable que se solucionen si no reconocemos
antes nuestra tendencia intrínseca a experimentar temor,
45
inseguridad y antagonismo en presencia de predadores potenciales
(una tendencia que, sin duda, tiene unas funciones evolutivas de
suma utilidad).
Volvamos, sin embargo, sobre la idea del pecado original.
Sammy Mountjoy, el protagonista de Caída libre de Golding, se ha
propuesto desenmarañar el insondablemente intrincado texto de su
propia existencia con la esperanza de precisar con exactitud el
momento en que perdió su libertad. (Mountjoy es el nombre de una
prisión de Dublín). Quiere seguir el rastro de lo que él denomina «la
espantosa línea de transmisión» por la que la culpa se va
transfiriendo como un virus altamente contagioso de un ser
humano a otro. «No somos los inocentes ni los malvados»,
reflexiona Sammy. «Somos los culpables. Caemos. Nos arrastramos
a gatas. Lloramos y nos despedazamos». Pero la Caída no fue nunca
un simple momento nada más, y tampoco es cosa del pasado
solamente. Sammy ha destruido a su amante, Beatrice, y ahora se
dedica a sondear «este océano de causa y efecto que somos Beatrice
y yo». Pero a él también lo destrozó, de niño, una maestra de escuela
frustrada que estaba enamorada del cura pedófilo que lo adoptó. Y
así es como la enredada telaraña de daños y culpas, acción y
reacción, se va ramificando interminablemente. Este estado de
solidaridad negativa, como podríamos denominarlo, se proyecta
indefinidamente en todas direcciones.
En la novela de Golding, sólo un acto de perdón puede
interrumpir esa línea tóxica de transmisión, cortando el nudo y
forzando con ello la apertura del cerrado circuito letal de la causa y
el efecto. Así que Sammy regresa al hogar de su infancia para
perdonar a su maestra, pero allí descubre que ella ha reprimido el
46
sádico trato al que lo sometió y ha huido hacia la inocencia. Los
inocentes no pueden perdonar, apunta el narrador, porque no saben
que han sido ofendidos. Por consiguiente, Mountjoy sigue cargando
con su culpa a cuestas. Al final, quien se impone es su sádica
maestra. Asimismo, Beatrice, que había caído presa de la locura,
está ya fuera de todo alcance moral. Así que lo que realmente acaba
por romper la letal línea de transmisión no es el perdón de Sammy,
sino que él sea el perdonado: sólo cuando se apiadan de él en un
campo nazi de prisioneros de guerra y lo dejan salir de un armario
escobero donde se hallaba encerrado y loco de terror puede la novela
concluir por fin.
Si Martin el náufrago es una fábula del purgatorio, El tercer
policía, de Flann O’Brien, es una alegoría del infierno. En ésta, la
más gloriosamente fantástica y perversa de las ficciones irlandesas,
no es el protagonista quien muere en las primeras páginas, sino el
propio narrador. Éste ha planeado con un cómplice robarle al viejo
granjero Mathers la caja de caudales que guarda oculta bajo las
tablas del suelo de madera de su sala de estar; pero cuando
introduce el brazo bajo esas tablas buscando a tientas la caja, se
siente invadido por una sensación muy curiosa:
Me resulta imposible describir lo que fue, pero era algo que ya
me había asustado mucho antes de que hubiera llegado a comprender
en lo más mínimo lo que estaba sucediendo. Fue una especie de cambio
que me sobrevino o que se produjo en la estancia, tan
47
indescriptiblemente sutil como trascendental e inefable. Fue como si la
luz del día hubiese variado con una brusquedad antinatural, como si
la temperatura del atardecer se hubiese alterado considerablemente en
un instante, o como si, en un abrir y cerrar de ojos, el aire se hubiera
vuelto doblemente enrarecido o denso; tal vez ocurriera todo eso y más
al mismo tiempo, pues todos mis sentidos se quedaron desconcertados
de una vez, sin que pudieran darme explicación alguna. Los dedos de
mi mano derecha, extendidos dentro de aquella abertura en el suelo, se
habían cerrado mecánicamente sin encontrar nada de nada y salieron
al exterior de nuevo, vacíos. ¡La caja no estaba allí!
Al oír un suave carraspeo a sus espaldas, el narrador se
vuelve sobre sí y ve al granjero —sobre cuya cabeza había
descargado momentos antes un golpe mortal con una pala— que le
observa en silencio desde un rincón, sentado en su silla. El lector
descubre más tarde que el cómplice del narrador ya se había llevado
de allí la caja del dinero para quedarse su contenido y la había
sustituido por una bomba. La bomba ha explotado y es lógico que el
narrador haya sentido una transformación trascendental, pues
acaba de volar en mil pedazos.
El narrador de O’Brien no encuentra «nada de nada» en su
búsqueda a tientas de la caja con el dinero, y durante la
conversación que sigue con el granjero muerto-pero-vivo, se va
dando cuenta poco a poco de que cada respuesta que el viejo da a sus
preguntas está formulada en negativo. «Habría mucho que decir del
“No” como principio general», señala Mathers, haciéndose eco tal
vez de un comentario del novelista irlandés Laurence Sterne en
Tristram Shandy, donde escribió que deberíamos mostrar cierto
respeto por la nada, en vista de las muchas cosas peores aún que hay
48
en el mundo. En un tono similar, el más grande de los filósofos
irlandeses, el obispo Berkeley, también declaró en su momento que
el algo y la nada formaban una estrecha alianza. «Decidí decir que
no en lo sucesivo —informa Mathers al narrador— a cualquier
sugerencia, solicitud o pregunta, ya sea hacia fuera o para mis
adentros. […] He rechazado más solicitudes y formulado más
enunciados en términos negativos que ningún otro hombre, vivo o
muerto. He rechazado, renunciado, discrepado, rehusado y negado
hasta extremos increíbles».
El del El tercer policía es un mundo de imposibilidades
surrealistas. Las bicicletas y los ciclistas, por ejemplo, llegan —por
un sutil proceso de ósmosis— a entremezclar sus átomos y a asumir
de forma mutua y casi inadvertida sus características respectivas.
Nos encontramos incluso a hombres apoyados contra los hogares de
las casas como si estuvieran aparcados, reposando allí sus
manillares. Una bicicleta que ha delinquido es condenada a la horca,
lo que hace necesario fabricar un ataúd con su forma. La novela está
repleta de paradojas y acertijos metafísicos, y varios de ellos giran
en torno a los conceptos de la nada, el vacío y el infinito. Una vez
muerto, el propio narrador pierde su nombre (aunque nunca
llegamos a saber, tampoco, cómo se llamaba). Por alguna críptica
razón, esa ausencia de nombre lo inhabilita para ser propietario de
un reloj. Hay también alusiones paródicamente eruditas a un
supuesto estudioso francés, De Selby, que cree que la oscuridad de
la noche está formada por cierta sustancia negra tangible, un
material oscuro que se ha propuesto embotellar. Para él, el sueño es
una sucesión de desmayos causados por una semiasfixia debida a
ese nocivo «tizne de la atmósfera». En la teoría de De Selby, la nada
se convierte en algo. Es como si no pudiera soportar la idea de la
49
ausencia pura.
Hay más imágenes aún de urdimbres y nulidades imposibles,
al más puro estilo Escher: una sala de una comisaría que no tiene
tamaño alguno, otra comisaría incrustada en el interior de la pared
de una casa, un grupo de objetos sin dimensiones y de color
indefinible. El policía McCruiskeen confecciona una serie de cajas
pequeñas, algunas tan diminutas que resultan invisibles. Las
herramientas con las que las fabrica son también demasiado
minúsculas como para ser perceptibles. «La que estoy haciendo
ahora —informa al narrador— es casi tan pequeña como nada. En
la [Caja] Número Uno cabrían un millón de esas otras a la vez y aún
quedaría espacio para un par de pantalones de montar femeninos
bien doblados. Sabe Dios dónde se detiene y se termina». A lo que el
narrador responde cortésmente, aunque con un cierto dejo
prosaico: «Un trabajo así debe cansar mucho la vista».
McCruiskeen también consigue pinchar la mano del
narrador con una lanza sin aparentemente tocarla, gracias a que la
punta de dicha lanza no es la auténtica punta, sino tan sólo aquella
parte de la misma que resulta visible al ojo humano. «Lo que usted
cree que es la punta —explica McCruiskeen— no lo es en absoluto,
sino solamente el principio del remate puntiagudo. […] La punta
mide casi un palmo y es tan fina y afilada que no puede verse a
simple vista. La primera mitad del remate puntiagudo es gruesa y
robusta, pero usted tampoco puede verla porque el remate real se
funde con ella y, si usted viera uno, también podría ver el otro o
puede incluso que reparara en la juntura». La punta real, comenta
él, es «tan fina que podría introducirse en su mano y salir por su
otra extremidad y usted no notaría lo más mínimo, y tampoco vería
50
ni oiría nada. Es tan fina que quizás no exista en absoluto, y usted
podría pasarse media hora tratando de pensar en ella sin que, al
final, hubiera podido formular un pensamiento». El simple intento
de concebir cuán afilada es la punta real, advierte el metafísico
policía, podría provocarle «daños en la mollera [el cerebro] de tanto
atormentarse pensando». La escena confirma lo que argumentaba el
filósofo irlandés Edmund Burke cuando decía que lo sublime
(aquello que supera nuestro pensamiento o nuestra capacidad de
representación) tanto puede ser muy pequeño como inmensamente
grande. Las lanzas y las cajas diminutas de McCruiskeen se cuelan
por las aberturas de la red del lenguaje, exactamente igual que se
dice que sucede con el Todopoderoso.
Cabría esperar que una cultura intensamente religiosa como
la de la Irlanda de O’Brien tuviera cierto interés por el vacío. A fin de
cuentas, Dios es representado por uno de los más grandes
pensadores medievales irlandeses, Juan Escoto Erígena, como pura
vacuidad. Erígena, quien probablemente no fue el maestro más
carismático del mundo (se dice que fue asesinado por sus alumnos,
que lo apuñalaron con sus plumas), fue tan aficionado a negar y a
rebatir como el mismísimo viejo Mathers9. Desde su punto de vista,
Dios puede definirse únicamente en términos de lo que no es.
Incluso cuando lo llamamos «bueno», «sabio» o «todopoderoso», lo
estamos traduciendo a nuestros propios términos y, por lo tanto, lo
falsificamos. Erígena, como Tomás de Aquino, habría estado
completamente de acuerdo con los ateos que afirman que, cuando
9 Véase Dermot Moran, The Philosophy of John Scottus Eriugena,
Cambridge, 1989.
51
las personas hablan de Dios, no tienen ni idea de a qué se están
refiriendo. En esta manera de pensar, estaba influido por el filósofo
antiguo Pseudo Dionisio, cuyo discurso sobre Dios en Los nombres
divinos es de decidida negación: «No fue. No será. No llegó a ser. No
está en pleno proceso de llegar a ser. No llegará a ser. No. No es»10.
Sólo lo finito puede definirse, y como la subjetividad humana es
infinita para Erígena —pues comparte el abismo insondable de la
divinidad—, cabe deducir que también lo humano elude toda
definición.
Si Dios es no-ser, también lo son en esencia sus criaturas.
Pertenecer a él es compartir su «nulidad». En el núcleo del yo hay
una nada que hace que sea lo que es. Los seres humanos son
necesariamente inescrutables para sí mismos, según Erígena.
Jamás pueden aprehender de un modo total sus propias
naturalezas, porque no tienen nada suficientemente estable ni
determinado como para que podamos conocerlo con seguridad. En
ese sentido, nos resultan tan esquivos como el inconsciente
freudiano. Únicamente adquirimos un autoconocimiento completo,
según comentó Erígena, cuando no sabemos quiénes somos.
En la libertad humana radica la libertad perfecta de Dios. Del
mismo modo que Dios es ilimitado, también lo somos nosotros a
juicio de Erígena. Perteneciendo a Él, nos hacemos partícipes de Su
libertad infinita. Paradójicamente, pues, es dependiendo del
10 Pseudo-Dionysus: The Complete Works, Nueva York, 1987, p. 98. [De
Los nombres divinos hay varias traducciones castellanas, por ejemplo: Los
nombres divinos, Buenos Aires, Losada, 2007.]
52
Creador cuando somos libres y autónomos (como también es
confiando en un padre o una madre merecedora de tal confianza
cuando podemos finalmente tomar posesión de nuestra identidad
personal). Erígena fue una especie de anarquista espiritual. A su
entender, los seres humanos, al igual que Dios, son quienes dictan
sus propias leyes. Son su propio fundamento, causa, fin y origen,
igual que su Hacedor. Y son así porque son creación Suya, hechos a
Su propia imagen y semejanza.
En un gesto audaz, Erígena asignó a la mente humana un
estatus notablemente superior de lo que era habitual en el
pensamiento medieval. El animal humano tiene un poder divino
para crear y aniquilar. Para este filósofo medieval, como para el
poeta William Blake, ver las cosas materiales con claridad visionaria
significaba entender que sus raíces se hunden hasta el infinito. La
eternidad, según señaló Blake, está enamorada de los productos del
tiempo. Para el mal, por el contrario, las cosas finitas suponen un
obstáculo para la infinitud de la voluntad o el deseo, y como tales,
deben ser aniquiladas. La creación es para el malévolo una mácula o
una tacha en la pureza de lo infinito. El filósofo alemán Schelling
consideraba el mal como algo mucho más espiritual que el bien,
pues para él representaba un odio tan crudo como estéril hacia la
realidad material. Más adelante veremos que eso era, más o menos,
lo que también sentían los nazis.
El mundo, pensaba Erígena, era una especie de danza
exuberante sin final ni propósito. Ésta no sería una mala
descripción de las novelas de otro compatriota suyo muy posterior
en el tiempo: James Joyce. El cosmos tiene algo del carácter sinuoso,
revirado en espiral y envuelto en sí mismo del arte celta tradicional,
53
y existe, como este arte, puramente para su propio deleite y no para
cumplir con ningún objetivo imponente. Y ése es el síntoma más
seguro de que emana de Dios, quien tampoco tiene un sentido o un
propósito. Al igual que la ficción de Joyce, el mundo no ha sido
diseñado para que llegue a ningún lugar en concreto. Para Erígena,
como para algunos físicos modernos, la Naturaleza es un proceso
dinámico que varía conforme a la (variable) perspectiva del
observador. Es una infinidad de perspectivas parciales, una
exhibición interminable de múltiples puntos de vista. Hay rastros
de esta manera de concebirlo en las ideas del filósofo dublinés
Berkeley cinco siglos más tarde. Poco podrían haberle enseñado a
aquel audaz irlandés medieval filósofos más contemporáneos
nuestros como Friedrich Nietzsche o Jacques Derrida. Por profesar
esas ideas, Erígena tuvo el honor de ser condenado por herejía. La
libertad infinita del individuo no era precisamente lo que el papado
del siglo XIII quería oír.
No es de extrañar, pues, que El tercer policía esté tan
entusiasmado con todos esos átomos que dan vueltas y esos círculos
que giran en espiral. El sargento comenta que «todo se compone de
pequeñas partículas de sí mismo que vuelan en círculos
concéntricos, arcos, segmentos e innumerables figuras geométricas
adicionales, demasiado numerosas como para mencionarlas
colectivamente, y que nunca están quietas o en reposo, sino que
giran y se desplazan, disparadas como flechas, de aquí para allá y de
allí para acá, sin dejar de moverse en ningún momento. Estos
caballeros diminutos se llaman átomos». No es una visión del
cosmos muy alejada de la de Erígena. El mundo está hecho
principalmente de nada. En ese sentido, es difícil decir si se parece
más al cielo o al infierno. Las cosas se mueven rápidas como flechas
54
de un lado para otro sin llegar jamás a ningún lugar, justamente
igual que El tercer policía. Al final del relato, el narrador se encuentra
de vuelta en la comisaría de la que había salido anteriormente, un
lugar que describe con las mismas palabras exactas que había
empleado cuando la pisó por primera vez. Este extraño e
inquietante pasaje evoca el final de Martin el náufrago, cuando se nos
mostraba que la roca, el cielo y el mar del mundo supersólido de
Martin no eran más que papel pintado:
Había un recodo en el camino y, nada más doblarlo, me vi
frente a un espectáculo extraordinario. A unos cien metros de
distancia, había una casa que me dejó asombrado. Parecía pintada
como un anuncio en una valla publicitaria de carretera, muy mal
pintada, en realidad. Daba la impresión de una cosa completamente
falsa, nada convincente. Parecía carecer de profundidad y de
amplitud: su aspecto no podía engañar siquiera a un niño. Aquello por
sí solo no habría bastado para sorprenderme, porque yo ya había visto
antes imágenes y carteles al lado de las carreteras. Lo que me dejó
fascinado fue el convencimiento, profundamente arraigado en mi
mente, de que ésa era la casa que yo andaba buscando y que había
gente en su interior. En mi vida había visto con mis propios ojos algo
tan poco natural y tan espantoso, y mi mirada recorrió vacilante
aquella cosa sin entender, como si una de las dimensiones habituales
hubiera desaparecido y hubiera dejado sin significado al resto. La
apariencia de la casa era la mayor sorpresa que me había encontrado
jamás, y sentí miedo.
Aquí encontramos, reunidos, algunos de los elementos
principales del mal: su rareza, su terrible irrealidad, su naturaleza
sorprendentemente superficial, su agresión al sentido, la ausencia
55
en él de una u otra dimensión vital, su manera de hallarse atrapado
en la monotonía anestesiante de una reiteración eterna. El narrador
de O’Brien está en el infierno y se ve obligado por los siglos de los
siglos a recorrer penosamente el camino de vuelta al comienzo del
libro tras haber llegado a trompicones hasta el final del mismo. Los
condenados son aquellos que están muertos pero no están
dispuestos a yacer inertes. En eso guardan una extraña similitud
con el Jesús que supuestamente redimió al mundo.
Erígena concebía el tiempo como un bucle cerrado sobre sí
mismo, más que como una serie interminable. Lo mismo hicieron
James Joyce en Finnegans Wake o W. B. Yeats en sus mitologías. La
más célebre de las obras teatrales irlandesas, Esperando a Godot, fue
descrita en una ocasión como un drama en el que «no sucede nada…
dos veces». En la cultura irlandesa, es común un cierto sentido
cíclico del tiempo. Pero lo que para estos escritores es una especie
de exuberancia cósmica (la de que el mundo, en su avance juguetón,
describa una trayectoria curva de vuelta hacia atrás en lugar de
avanzar lenta y pesadamente hacia adelante) resulta ser en El tercer
policía el más terrible destino de todos. Ver el tiempo como algo que
se mueve en espiral sobre sí mismo se corresponde, en cierto
sentido, con un modo de entender la virtud. Se resiste a la visión
mecanicista para la que todo acto existe únicamente por causa de
otro. Tal es la existencia crepuscular de aquellos hombres y mujeres
dominados por la angustia y que, en palabras de D. H. Lawrence,
son «incapaces de vivir en el lugar en el que están»: banqueros,
ejecutivos de empresa, políticos y otras almas que corren un peligro
de muerte semejante. Pero el tiempo cíclico también se corresponde
con una determinada imagen del mal: con un mundo en el que los
condenados son aquellos y aquellas que han perdido la capacidad de
56
morir y que, incapaces de ponerse un fin, están sentenciados a la
repetición eterna. Slavoj Žižek ha señalado que solemos asociar la
inmortalidad a la bondad, pero que la realidad es justamente la
inversa. La inmortalidad primordial es la del mal: «El mal es algo
que amenaza con regresar perpetuamente —escribe Žižek— en
forma de dimensión espectral que sobrevive mágicamente a su
aniquilación física y no deja de perseguirnos»11. Hay una especie de
«infinitud obscena» en relación con el mal: una negativa a aceptar
nuestra mortalidad como seres naturales y materiales que somos.
Muchos hombres y mujeres aspiran a vivir para siempre; los
condenados son aquellos para quienes este seductor sueño se ha
vuelto atrozmente real.
Utilizando una audaz mezcla de modalidades literarias, la
novela de Graham Greene Brighton Rock sitúa a una figura de un mal
absoluto dentro del contexto de una casa de huéspedes barata de
Brighton. La novela es una fusión entre el género de suspense
ambientado en el mundo del hampa y la meditación metafísica: una
empresa arriesgada que se salda con fortuna desigual. No es fácil
retratar a un personaje que parece vivir al mismo tiempo en el
infierno y en el Londres suburbano de los Home Counties.
11 Slavoj Žižek, Violence: Six Sideways Reflections, Londres, 2008, p. 56.
[Hay trad. cast.: Sobre la violencia: Seis reflexiones marginales, Barcelona,
Paidós, 2009.]
57
¿Tenemos que considerar demoníaca la hostilidad que
Pinkie, un gángster de poca monta, muestra hacia la vida humana,
o se trata simplemente de un adolescente alienado más? La
respuesta que da la propia novela es inequívoca: en lo que a Greene
respecta, este matón de diecisiete años está condenado desde el
principio. Tal vez viva físicamente en un mundo turbio de fulanas,
mafiosos y atracciones baratas de playa, pero su morada espiritual
está en la eternidad, y esos dos mundos jamás podrán cruzarse.
Greene nos cuenta con un gesto retórico escabroso que «los ojos
grises [de Pinkie] estaban teñidos de aquella eternidad aniquiladora
de la que había venido y a la que se fue». Los malvados no están
realmente ahí: tienen un problema para estar presentes. Hannah
Arendt destacó la «lejanía de la realidad» de Adolf Eichmann, secuaz
de Hitler12. Cuando Pinkie muere, es «como si una mano lo hubiera
retirado súbitamente de toda existencia, pasada o presente,
arrebatado a toda prisa hacia el cero absoluto, hacia la nada». Cae al
mar, hacia su muerte, desde la cima de un acantilado, pero nadie
oye el sonido del impacto, pues, en realidad, no cae bulto alguno de
suficiente sustancia como para producir uno. Muere sin hacer
mucho ruido.
Si Martin el náufrago estaba literalmente muerto, Pinkie lo
está en sentido espiritual. Es un buen ejemplo del nihilista del que
habló Nietzsche, que se caracteriza por «su voluntad de nada, su
aversión a la vida», y que actúa «rebelándose contra los
12 Hannah Arendt, Eichmann in Jerusalem: A Report on the Banality of
Evil, Harmondsworth, 1979, p. 288. [Hay trad. cast.: Eichmann en Jerusalén:
Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1967.]
58
presupuestos más fundamentales de la vida»13. Como Martin el
náufrago, pone de manifiesto su incapacidad para cualquier modo
de vida que no sea el consistente en aprovecharse de otras personas
para sus propios fines destructivos. A diferencia del matón
adolescente corriente, está tan alejado de la existencia sensual
cotidiana como un monje cartujo. No baila, no fuma, no bebe, no
juega, no gasta bromas, no come chocolate y no tiene amigos.
Detesta la naturaleza y siente un terror aprensivo por el sexo.
«Casarse —piensa para sus adentros— fue como llenarse las manos
de inmundicia». Su modo de vida es tan inmaterial como el infinito.
No sólo es distante y austero, sino también violentamente hostil
hacia el mundo material como tal. Y esto, como veremos, es algo
característico del mal. Es como si a ese joven le hubiesen amputado
cierto pedazo vital. Carece de toda imaginación empática, incapaz
como es de concebir lo que otros sienten. Está tan poco instruido en
el idioma de las emociones como lo pueda estar en el hindi. El
comportamiento de otras personas le resulta tan indescifrable como
a nosotros el de una pulga. Hay en él algo más que meros detalles de
psicópata.
El hecho de que este matoncillo de barrio tenga sólo
diecisiete años de edad tal vez explique su falta de experiencia. Pero
la vacuidad espiritual de su interior apunta a profundidades
mayores que la de la mera ignorancia juvenil y sirve para confirmar
una cierta tesis ideológica que subyace a la novela en su conjunto: la
13 Friedrich Nietzsche, On the Genealogy of Morals and Ecce Homo, ed.
de W. Kaufmann, Nueva York, 1979, p. 163. [Hay trad. cast.: La genealogía de
la moral: Un escrito polémico, Madrid, Alianza, 1971.]
59
creencia de que el mal es una condición intemporal antes que una
cuestión de circunstancias sociales. Es de suponer que Pinkie estaba
tan vacío a los cuatro años como lo está ahora. Una persona puede
tener esta clase de mal a cualquier edad, como quien tiene la
varicela. Pinkie no es malo porque mate a personas, sino que mata a
personas porque es malo. Es de suponer que ya ha nacido siendo
maligno, pero esto no modifica el carácter de su maldad a ojos de su
autor, por mucho que aquí hayamos sugerido antes que sí debería
cambiarlo.
La novela juega profusamente con los conceptos de
«ignorancia», «inocencia» y «experiencia», y Pinkie entra de lleno en
la primera categoría. Hay en él una «ignorancia horrenda» o una
«virginidad agriada» que le hace observar los asuntos humanos con
la incomprensión perpleja de un venusiano. Tiene aquella pureza
sin valor de quienes no han vivido nunca. En palabras de un crítico
de la obra, es la «incapacidad [de Pinkie] para pertenecer a su propia
experiencia» lo que resulta tan llamativo. La intimidad humana se
alza ante él como una odiosa invasión de su ser, muy parecida a la
que siente Martin el náufrago frente al penetrante rayo negro.
Ambos personajes viven el amor como una exigencia horrible ante la
que saben que están en absoluta desigualdad. Las pasiones son
predatorias: cuando Pinkie siente ciertos indicios ligeros de placer
sexual con su novia Rose, «una enorme presión lo golpeó; era como
si algo tratara de introducirse en él; la presión de unas alas
gigantescas batiendo contra el cristal». «Era como un niño con
hemofilia —comenta el narrador—: cualquier contacto lo hacía
sangrar».
Un punto importante de la novela es que Pinkie es un
60
creyente religioso, mientras que Martin el náufrago no lo es. Greene
deja muy claro que su protagonista cree en el infierno y la condena
eterna, y (aunque sólo posiblemente) también en el cielo, si bien es
bastante más escéptico en lo tocante a este último apartado. En una
línea similar, otro condenado, el Adrian Leverkühn de Thomas
Mann sobre quien hablaremos en breve, opta en su juventud por
estudiar teología. Para que una persona esté condenada, debe saber
a qué está renunciando, del mismo modo que una persona debe
estar en plena posesión de sus facultades mentales para casarse.
Incluso Martin el náufrago logra darse cuenta finalmente de lo que
ha estado sucediendo todo ese tiempo, como evidencia su grito de
desafío a Dios. Si Golding no pusiera en boca de Martin una
expresión como «¡me cago en tu cielo!», éste no podría ser enviado
al infierno. El Todopoderoso cometería una distracción
imperdonable si despachara a algunas de sus criaturas al tormento
eterno sin haberlas alertado antes de tan ingrata posibilidad. Nadie
puede acabar en el infierno por accidente, como nadie puede
aprender portugués de forma fortuita.
Aquí está en juego, pues, una importante consecuencia
teológica, como es la de que Dios no condena a cualquiera al
infierno. Sólo se aterriza allí si se renuncia a Su amor, suponiendo
que tal rechazo sea concebible. Es la consecuencia final, aterradora,
de la libertad humana. Dios no puede ser responsable de que le den
plantón. Tal como dice Pinkie, «Dios no pudo abstraerse a la boca
malvada que eligió comerse su propia condenación». En este
sentido, el Creador está a merced de sus criaturas. Que alguien se
envíe a sí mismo a la perdición supone su propio triunfo malicioso
final sobre el Todopoderoso. Es, sobra decirlo, una victoria pírrica:
es como cortarse uno mismo la cabeza para eludir la guillotina. Pero
61
no hay otro modo de burlar a Dios. Ésa es la única forma eficaz de
ponerlo entre la espada y la pared.
Endosar un engaño a Dios significa desquitarse con él, y en
Brighton Rock, ésa es una de las diversas formas en las que el bien y el
mal demuestran tener una secreta afinidad. Otra característica
compartida es que ambos pueden ser producto de una falta de
conocimientos y experiencia. Esto es algo que ya hemos visto en el
caso de Pinkie, pero también sucede con Rose, cuya bondad se nutre
de su virginal desconocimiento del mundo. Resulta significativo
que ninguna de las figuras de la novela sea virtuosa y
experimentada al mismo tiempo. Tanto el bien como el mal
trascienden la existencia cotidiana. Tanto Pinkie como Rose se
caracterizan por el absolutismo dogmático de los ingenuos, y cada
uno de ellos expresa un tipo diferente de nulidad. Pinkie representa
el vacío o la antivida del mal, mientras que Rose es también una
forma de vacío porque su bondad se nutre de su inexperiencia. En
ese sentido, los dos son aliados a la vez que antagonistas. «El bien y
el mal vivían en el mismo país —comenta el narrador—, hablaban el
mismo idioma, se juntaban como viejos amigos». Si es verdad que
Dios siente un amor especial por el pecador, cabe deducir que los
condenados deben de serle especialmente queridos. Así visto, el mal
es una imagen desviada del amor divino, como no lo es la
inmoralidad pura y dura. Si no hay santidad a nuestro alrededor
que nos recuerde a Dios, tendremos disponible al menos una
imagen negativa de Él, conocida como la maldad pura no
adulterada.
El mal, pues, tiene ciertos tintes de privilegio. Pinkie
desprecia el mundo muy al modo de un aristócrata espiritual. Es
62
una especie de nihilista, y el nihilista es el artista supremo. Es un
artista porque consigue plasmar una nada tan pura que empobrece
todas las demás obras creadas, con sus manchas e imperfecciones.
Pecar a lo grande es alzarse sobre la mera virtud común o de jardín.
Puede que los católicos poco practicantes o heterodoxos, como el
propio Greene, sean pecadores, pero, al menos, son más
sofisticados espiritualmente que los aburridos obedientes. Es mejor
que lo expulsen a uno de un club exclusivo que no haber sido nunca
invitado a formar parte del mismo. El malvado debe ser consciente
de la trascendencia para poder rechazarla, pero quien es
meramente ético no la distinguiría aunque la tuviera delante de los
ojos.
Ahora bien, entre Pinkie y Rose, el sacerdotal delincuente y la
crédula virgen, hay, además, otro tipo de pacto. Como ella es buena
en sentido puro, Rose perdona a Pinkie aunque sabe que es un
asesino. Los buenos aceptan el mal acogiéndolo en su amor y su
misericordia. Al cargarlo sobre sus espaldas, sin embargo, se ven
arrastrados inexorablemente hacia su órbita. El del chivo expiatorio
trágico es un caso ilustrativo muy apropiado. Cristo, por ejemplo,
tal vez no fuera pecador, pero san Pablo señala que fue «hecho
pecado» por el bien de la humanidad. Un redentor debe saber en su
fuero interno qué es lo que está redimiendo, y no debe mantenerse
monacalmente alejado de ello. De no ser así, la situación sería
imposible de salvar desde dentro, que es la única forma de salvación
que funciona.
En su relación dialogante con el mal es donde los santos
aventajan a la que podríamos llamar la clase media moral. Ésta se
halla representada en Brighton Rock por Ida Arnold, una moralista
63
entrometida que se vanagloria con petulancia de conocer la
diferencia entre lo éticamente correcto y lo incorrecto. Mujer de
aspecto ordinario, carnal, de buen corazón y de mucho mundo, Ida
representa aquella moral suburbana por la que los metafísicos
Pinkie y Rose no sienten más que desprecio. «Ella no es nada —
gruñe Pinkie en una ocasión, añadiendo a continuación—: No
podría arder ni aunque quisiera». Lo correcto y lo incorrecto no
alcanzan ni a la suela de los zapatos del bien y el mal. Ida es
demasiado vulgar para el fuego infernal. Toda ella es sabiduría
deteriorada y tópicos morales deslustrados. La ética secular que
representa es fuerte en lo tocante a los deberes de un ciudadano,
pero confusa cuando se enfrenta a la salvación y la condenación. Ida
es una excursionista que se ha adentrado por error en un terreno
absolutista procedente del país de la moralidad pragmática. Y la
novela en sí, aun cuando tacha a Pinkie de impenitente, comparte
hasta la última gota del desprecio que éste siente por esa mujer. Las
Idas Arnold de este mundo, como los «hombres huecos» de Eliot,
son demasiado superficiales siquiera para condenarse. En lo que se
refiere a la moral respetable, difícilmente podemos dejar de notar
que el propio Greene se sitúa sin reservas en el bando del mal, y lo
hace por el más espiritualmente elitista de los motivos. No en vano
continuó siendo un amigo fiel del agente doble y «traidor» Kim
Philby, a pesar de la fuerte desaprobación de la clase dirigente de su
país.
Brighton Rock ayuda, pues, a reforzar un mito
particularmente dudoso en torno al mal: el de ese cierto heroísmo
venido a menos que lo rodea, como en el caso del Satanás de El
paraíso perdido de Milton. Mejor reinar en el infierno que pasar los
días sermoneando indignados sobre lo que está bien y lo que está
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mal en sórdidos cafés de Brighton. La novela rechaza a su propio
protagonista desde el punto de vista moral. Pero, al mismo tiempo,
abriga una visión del mal que refleja el modo de ver típico de ese
protagonista. La novela da por perdido a Pinkie por la incapacidad
de éste para rendirse a la vida humana; pero en ningún lugar del
libro se nos muestra esa vida humana como algo ante lo que valga la
pena rendirse. Él no puede entender la realidad humana cotidiana,
pero la vulgar existencia común presentada en la narración no
merece esfuerzo alguno de comprensión en ningún caso. La única
imagen de amor auténtico que se nos da —la de Rose— siente la
misma indiferencia ante lo común que su demoníaco novio. Lo que
nos queda es la imagen cautivadora de un hombre eternamente
distanciado de la existencia de los seres creados. Para obtener un
retrato más fino de esa clase de figura, podemos fijarnos ahora en el
Doctor Faustus de Thomas Mann, una novela en la que llegamos a oír
la música de los condenados.
Adrian Leverkühn, el compositor condenado de la obra de
Mann, representa una dramática vuelta de tuerca de la idea del mal
como autodestrucción. Leverkühn se infecta de sífilis a propósito en
una visita a una prostituta y lo hace para obtener visiones musicales
esplendorosas a partir de la degeneración gradual de su cerebro.
Con ello trata de convertir su enfermedad infernal en la gloria
trascendente de su arte. «¿Qué locura, qué deliberada y temeraria
forma de tentar a Dios, qué impulso a incluir el castigo en el pecado,
y, en última instancia, qué hondo y profundamente misterioso
65
anhelo de una concepción daimónica dionisíaca (de que se
desencadenara un cambio químico mortal en su naturaleza)
intervino en él que, habiendo sido advertido, despreció la
advertencia e insistió en poseer aquella carne [la de una prostituta
sifilítica]?», reflexiona el horrorizado narrador de Mann.
Adrian es un artista dionisíaco que sondea las profundidades
de la desdicha humana para arrancar orden del caos. Su arte pugna
por extraer el espíritu de la carne, la plenitud de la enfermedad, lo
angélico de lo demoníaco. Si el artista busca redimir a un mundo
corrupto mediante el poder de transfiguración de su arte, debe
mantener una relación íntima con el mal. Por eso, el artista
moderno es la versión secular del Cristo que desciende al infierno de
la desesperación y la miseria para llevárselas consigo a la vida
eterna. Como escribió W. B. Yeats, es «en la inmunda trapería del
corazón» donde el arte tiene sus poco agraciadas raíces. En
coincidencia con Yeats, el protagonista de Mann cree que «nada
puede estar unido o entero / que no haya sido ya desgarrado». Tal
como comenta uno de los personajes de Los hermanos Karamazov de
Dostoievski a propósito del disoluto Dimitri Karamazov, «la
experiencia de la degradación suprema es tan crucial para
semejantes naturalezas rebeldes y disolutas como lo es la
experiencia de la bondad pura». El artista debe mantener un trato
cordial con el mal porque debe concebir toda experiencia como
molienda en el molino de su arte, sea cual sea el valor moral
convencional de aquélla. De ahí que, para que su obra florezca, él
mismo deba ser una especie de inmoralista y abandone, muy a su
pesar, toda esperanza de santidad. Es como si su arte absorbiera
toda la bondad que hay en él. Cuanto más magnífico es ese arte,
más degenerada es su vida. Los años finales del siglo XIX están
66
repletos de paralelismos entre el artista —drogado, libertino,
angustiado, empapado de absenta— y el satanista. Ambas figuras
resultan igualmente escandalosas a ojos de la reputada clase media.
Y uno de los motivos estriba en que tanto el arte como el mal existen
por sí mismos: ni el uno ni el otro quieren trato alguno con la
utilidad o con el valor de cambio.
Leverkühn, pues, pone la muerte y la enfermedad al servicio
de la vida artística. En los términos mucho más técnicos de Freud,
diríamos que recluta a Tánatos (el impulso de muerte) para la causa
de Eros (los instintos de vida). Pero el precio que paga por este pacto
con el diablo es exorbitante. La vida que crea —su magnífica
música— es cerebral, discapacitada en el plano emocional,
inyectada de sarcasmo, nihilismo y orgullo satánico. Sus glaciales
autoparodias están desprovistas de toda empatía humana. La
virtuosidad misma de su música tiene algo de inhumano, marcada
como está por una vena de «ingenio diabólico». En su calidad de
esteta supremo, Leverkühn sacrifica literalmente su existencia en
aras del arte. Pero quienes desdeñan la vida a cambio del arte dejan
un rastro gélido de ese sacrificio en su obra, lo que hace que
semejante proyecto tenga tintes de contraproducente así como de
perversamente heroico.
El destino de Leverkühn es una alegoría de la Alemania nazi,
una nación que también se intoxicó adrede con veneno y que se fue
embriagando cada vez más con fantasías de omnipotencia hasta
sumirse en su propia ruina. Fue, según comenta el narrador, «una
dictadura disoluta entregada al nihilismo desde sus comienzos».
Con el fascismo, escribió Walter Benjamin, «la autoalienación ha
alcanzado un grado tal que [la humanidad] puede vivir su propia
67
destrucción como un placer estético de primer orden»14. Es de su
propia autodestrucción de donde Leverkühn cosecha el triunfo
estético de su música.
El mal, como veremos, está íntimamente ligado a la
destrucción en varios sentidos. El hecho de que la destrucción es, en
el fondo, el único modo de triunfar sobre el acto divino de la
creación constituye un vínculo entre ambos. El mal preferiría en
realidad que no hubiera nada en absoluto, ya que no le ve sentido
alguno a las cosas creadas. Las detesta porque, como bien afirmaba
Tomás de Aquino, ser es —en sí mismo— una forma de bien.
Cuanto más profusamente abundante es la existencia, más valor
hay en el mundo. El simple hecho de que en un lugar haya nabos,
telecomunicaciones y expectativas ilusionadas, es ya de por sí algo
bueno. (¿Y qué pasa entonces con la gripe aviar y el genocidio? Ya
analizaremos ese problema más adelante).
El mal, sin embargo, no ve las cosas de ese modo. «Todo lo
que nace / merece ser aniquilado», señala Mefistófeles en el Fausto
de Goethe. La posibilidad de un holocausto nuclear o de que el
mundo quede sumergido bajo sus propios océanos hace que el mal
se relama de placer. Cuando un amigo de Pinkie comenta en
Brighton Rock con su tono de conversación de barra de bar que «el
mundo tiene que seguir», la respuesta desconcertada del
protagonista es «¿por qué?». Se dice a veces que la pregunta más
fundamental que podemos hacernos es: «¿Por qué hay algo en vez de
14 Walter Benjamin, Illuminations, Londres, 1973, p. 244. [Hay trad.
cast.: Iluminaciones, 4 vols., Madrid, Taurus, 1998-1999.]
68
nada?». La respuesta personal de Pinkie a semejante cuestión sería
un sardónico «vaya, ¿y por qué?». ¿Qué sentido tiene preguntarse
algo así? ¿Acaso el mundo material no es irremediablemente banal y
monótono? ¿Y no le resultaría mucho mejor no existir en absoluto?
El filósofo Arthur Schopenhauer así lo creía sin duda. Nada le
parecía más evidentemente estúpido que suponer que la raza
humana en sí era una buena idea.
Ahora bien, ante la realidad intolerable de que las cosas
existen, lo mejor que puede hacer el mal es intentar aniquilarlas. De
ese modo, tiene la posibilidad de intentar desquitarse con Dios
dando la vuelta a su acto de creación, en una especie de parodia
truculenta del Libro del Génesis. Crear de la nada sólo puede ser la
obra de un poder absoluto. Pero también hay algo igual de absoluto
en el acto de la destrucción. Un acto de creación no puede repetirse
jamás, pero tampoco puede repetirse un acto de destrucción. No
podemos hacer añicos el mismo jarrón de porcelana china de valor
incalculable dos veces: como mucho, lo que destrozaremos será una
reconstrucción suya. Demoler puede ser tan fascinante como crear,
y de eso son bien conscientes los niños pequeños. Romper una
vidriera con un ladrillo puede resultar tan agradable como diseñarla
para fabricarla.
Aun así, el mal jamás puede llegar a desquitarse por
completo con el Todopoderoso y ésa es una de las razones por las
que Satanás está siempre tan enfurruñado. Para empezar, el mal
depende de que existan cosas materiales que ese mal pueda
destrozar a patadas. Al invertir el acto de la creación, es inevitable
que se le rinda a ésta un cierto homenaje, aunque sea a
regañadientes. Sebastian Barry ha escrito en su novela La escritura
69
secreta que «la tragedia particular del diablo es que es autor de nada
y arquitecto de espacios vacíos». De ser cierto, tal como comenta
uno de los personajes de Doctor Faustus, que «todo sucede en Dios, y
sobre todo, el hecho de caer de él», entonces el Todopoderoso va
adelantándose a cada paso a todos los que se rebelan contra él. Es
como formar parte de un club del que no podemos dimitir como
miembros. Revolverse contra él implica ineludiblemente reconocer
su existencia. Y ésta es, para el mal, una fuente de infinita
frustración. El lema del Satanás de Milton («¡Mal, sé tú mi bien!»)
sugiere que el bien tiene precedencia sobre el mal en el momento
mismo en que el mal trata de desbancarlo.
De un modo similar, la música de Adrian Leverkühn
constituye un producto de la genialidad, pero buena parte de ella es
más paródica que original. Se alimenta de formas ya creadas,
ridiculizándolas y caricaturizándolas, exactamente igual que hace el
mal. Como toda actividad de vanguardia, no puede evitar perpetuar
el pasado a través del acto mismo de hacerlo añicos. En este sentido,
el mal siempre va con retraso con respecto al bien. Parasita ese
mismo mundo que aborrece. Goetz, el protagonista de la obra de
Jean-Paul Sartre El diablo y Dios, alaba el mal porque es lo único que
Dios ha dejado crear a la humanidad tras haberse reservado para sí
mismo todo lo positivo. El mal cree ser enteramente
autodependiente, invocado de la nada, pero lo cierto es que él
mismo no es su propio origen. Siempre tiene que haber algo previo
a él. Y ése es un motivo por el que está eternamente abatido y triste.
El propio Satanás es un ángel caído, un ser creado por Dios, por
mucho que esté en —lo que su psicoterapeuta diría que es— una
fase de negación de ese hecho.
70
Destruyéndose a sí mismo, Leverkühn pasa a ocupar el
puesto de Dios, pues el suicida ejerce un poder cuasidivino sobre su
propia existencia. Ni siquiera Dios puede impedir que Adrian acabe
con su vida, y ahí es donde éste logra ser más gloriosa y vanamente
libre. La libertad puede ser usada para negarse a sí misma, como
hicieron los nazis. La libertad suprema desde ese punto de vista
consiste en abdicar de la libertad. Muy poderosos debemos de ser si
podemos renunciar a nuestra más preciada posesión. Dios es
entonces vulnerable a la libre actividad de sus propias criaturas. Es
impotente para impedirles que le escupan a la cara. La
autodestrucción es la falsa victoria de quienes no pueden
perdonarle que les diera la vida. Uno siempre puede vengarse de
Dios tratándose violentamente a sí mismo, aunque si ya no había
gran cosa en su interior, tal vez no se trate de una gran pérdida
después de todo.
Leverkühn, como Pinkie, lo sabe todo sobre teología. De
hecho, elige estudiarla en una universidad. Pero lo hace, según él
mismo confiesa, por pura arrogancia. Además, siempre es buena
idea conocer a la competencia. Y, también al igual que Pinkie, es un
personaje monacal, cerebral y distante, proclive a sentir asco por la
vida y a quien repugna el contacto físico. Se dice que Hitler sentía
más o menos lo mismo en lo referente a que le tocaran físicamente.
Leverkühn, según nos cuentan, «rehuía toda conexión con lo real
porque en lo real veía un robo de lo posible». Para él, lo real —lo que
es carnal y finito— sólo puede ser un obstáculo en el camino de la
voluntad infinita. Es algo que estorba a su ansia faustiana de
conocimiento y arte divinos. Las cosas finitas son un escándalo para
sus sueños incorpóreos de infinitud. Todo logro real pasa
automáticamente a ser trivial. Desde esa perspectiva maniqueísta,
71
la Creación y la Caída son una sola cosa, en el sentido de que todo lo
que existe debe de estar corrompido por el simple hecho de existir.
«La nada se ha matado a sí misma, la creación es su herida mortal»,
comenta Danton en el gran drama teatral de Georg Büchner La
muerte de Danton. La materia no es más que lo que queda tras la
muerte de la nada. Es como si estuviera ocupando el lugar de lo que,
idealmente, sería un vacío.
Para la mentalidad faustiana, cualquier logro concreto tiene
que parecerse a la nada, a diferencia de la infinitud del todo. El
carácter ilimitado de nuestro deseo reduce los objetos reales de
nuestro anhelo a meras bagatelas. Así pues, el mal rechazará a Dios
sin remedio, pues es en Dios, según san Agustín, donde finalmente
descansa la infinitud del deseo humano. Y semejante descanso
resulta intolerable para la voluntad voraz, que nunca debe dejar de
estar resentida e insatisfecha. El Fausto de Goethe irá a caer en las
garras de Mefistófeles en el momento mismo en que deje de luchar.
Así pues, la infinitud de la voluntad pasa a reemplazar a la eternidad
de Dios. Y ése es un intercambio dudosamente provechoso, porque
la eternidad, por citar a William Blake, está enamorada de los
productos del tiempo, mientras que la frenética voluntad está
secretamente enamorada de sí misma y nada más. Desprecia el
mundo desde su superioridad glacial y no ansía otra cosa que
perpetuarse a sí misma por los siglos de los siglos. Se encuentra,
pues, como veremos más adelante, muy próxima a lo que Freud
llamó el impulso de muerte.
El mal, por lo tanto, es una forma de trascendencia, aunque
desde el punto de vista del bien sea una trascendencia torcida.
Quizás sea la única forma de trascendencia que queda en un mundo
72
posreligioso. Ya no sabemos nada de coros de huestes celestiales,
pero sí conocemos bien lo acaecido en Auschwitz. Puede que lo
único que perviva hoy de Dios sea este rastro negativo suyo
conocido como maldad, del mismo modo que lo que seguramente
sobrevive de una gran sinfonía es el silencio con el que impregna el
aire en forma de sonido inaudible al alcanzar su esplendoroso final.
Tal vez el mal sea lo único que mantiene hoy caliente el espacio
donde solía estar Dios. Como bien apunta el narrador de Mann
refiriéndose a una de las composiciones musicales de Adrian, «una
obra que trata del Tentador, de la apostasía, de la condenación, ¿qué
otra cosa podría ser más que una obra religiosa?». Si de verdad el
mal es el último vestigio superviviente de Dios, sin duda atraerá a
quienes, como Leverkühn, quieren liberarse del mundo pero ya no
creen en un cielo. Al igual que el bien, el mal se pronuncia no sólo a
propósito de un fragmento de la realidad concreto, sino sobre la
realidad como tal. Ambas condiciones son metafísicas en ese
sentido. En lo que difieren es en sus valoraciones de la bondad o no
de la existencia.
Así pues, hay en el protagonista de Mann lo que el narrador
llama un cierto «nihilismo aristocrático». Es frío, irónico y
desconcertantemente reservado. La novela menciona su «humor
sardónico luciferiano». Su naturaleza no tiene nada de sensual. No
obtiene deleite alguno de lo visual; si opta por la música como
disciplina es porque se trata de la más puramente formal de las
artes. El arte modernista o experimental, como el que crea
Leverkühn, representa ese punto a partir del cual el arte cesa de
extraer su contenido del mundo que lo rodea y empieza a encerrarse
en sí mismo y a investigar sus propias formas, tomándose como
tema. Leverkühn es un formalista porque recela del contenido, que
73
para él es una molestia que no haría más que obstaculizar su ansia
de infinitud. Søren Kierkegaard hizo referencia en El concepto de la
angustia a «la terrible vacuidad y ausencia de contenido del mal»15.
La forma más pura, la más libre de todo contenido, es un vacío. Pero
como el caos es también un tipo de vacío, la forma y el desorden
puros son difíciles de distinguir. Algunos poetas modernistas
aseguraban estar convencidos de que no había poema más logrado
que una página en blanco. Nada hay menos vulnerable u
obstruccionista que la nada. De ahí que los alérgicos a la realidad
material estén tan enamorados de la vacuidad. El triunfo final del
espíritu libre sería la aniquilación del mundo entero, pues,
entonces, éste ya no podría intervenir entre la persona y su deseo.
Es en este sentido en el que, al final, el deseo es deseo de nada en
absoluto.
Para la teología, como ya hemos visto en el caso de Erígena,
Dios también es nada pura. No es un ente material ni un objeto
extraterrestre. No ocupa un lugar ni dentro ni fuera del universo.
En el fondo, también él es un formalista a su (exótico) modo. El
idioma que habla y que resuena a lo largo y ancho de su Creación es
lo que conocemos como matemáticas. En ellas está la clave de las
leyes del universo, pero están por completo desprovistas de
contenido. Consisten puramente en el manejo de unos signos. Las
matemáticas son todo forma y cero sustancia. En este sentido,
guardan una estrecha afinidad con la música. Pero la negatividad de
15 Søren Kierkegaard, The Concept of Anxiety, Princeton (Nueva
Jersey), 1980, p. 133. [Hay trad. cast.: El concepto de la angustia, Madrid,
Alianza, 2006.]
74
Dios no es tal que no pueda tolerar lo carnal y finito. Todo lo
contrario: según sugería Blake, Dios está enamorado de las cosas
materiales. La fe cristiana consiste en la creencia de que Dios
alcanza su máxima expresión propia en un cuerpo humano
torturado. Está presente en forma de carne, pero, sobre todo, en
forma de carne destrozada.
El infierno se antoja alarmantemente real, pero como ya
hemos visto en el caso de Martin el náufrago, se trata en realidad de
una especie de vacuidad. Denota una furia enconada y vengativa
contra la existencia como tal. «Ésos son el placer y la seguridad
secretos del infierno —leemos en Doctor Faustus— que de él no se
informa, que está protegido del habla, que simplemente es, pero no
puede publicarse en el periódico […] porque allí todo termina, no
sólo las palabras que describen, sino todo sin excepción». El
infierno está tan lejos del alcance del lenguaje como la página en
blanco del poeta simbolista. Tiene ese carácter enigmático de las
cosas que son cruda e inequívocamente ellas mismas. Las cosas que
son puramente ellas mismas se filtran por los agujeros de la red del
lenguaje y no hay modo de hablar de ellas. Tal como Ludwig
Wittgenstein comentó en sus Investigaciones filosóficas, no hay
proposición más inútil que la identidad entre una cosa y ella misma.
Lo mismo se puede decir de esas obras de arte modernistas o
experimentales que se amputan a sí mismas de la vida cotidiana.
También ellas parecen cosas-en-sí, totalmente divorciadas de la
historia que las dio a luz. Como el propio Leverkühn, existen libres
con respecto a su entorno social. Como el bien y el mal, parecen
haber nacido de ellas mismas.
Hay más afinidades entre el mal y el arte de Adrian. Tanto el
75
uno como el otro, por ejemplo, suponen una cierta mentalidad de
círculo restringido. Ya vimos en el caso de Pinkie que el mal es algo
muy exclusivo: un club en el que sólo unos pocos elegidos
espirituales pueden solicitar su entrada. Y el sumamente orgulloso
Leverkühn es otro buen ejemplo de ello. Para él, la vida corriente es
mezquina y degradada. Además, si el mal es nihilista, también lo es
el tipo de arte vanguardista que Adrian produce. Éste aspira a
borrar todo lo sucedido hasta entonces para empezar de nuevo,
desde cero. Sólo haciendo saltar por los aires a sus predecesores
puede presentarse a sí mismo como original. El diablo, personaje
invitado especial en Doctor Faustus, resulta ser un vanguardista
revolucionario, una especie de Rimbaud o Schoenberg ungulado.
Desprecia la mediocridad de la clase media («desprovista de
categoría teológica», dice en tono de mofa) y recomienda la
desesperación como verdadero camino a la redención. A Dios le
interesan los santos y los pecadores, no los buenos, obedientes y
aburridos suburbanitas. Los extremos se tocan, pues los
desesperados son capaces al menos de cierta profundidad
espiritual, por lo que constituyen versiones chapuceras o paródicas
de los santos. Podremos decir lo que queramos del diablo, pero no
podemos negar que el desprecio que siente por la puritana clase
media es firme y sólido. En eso se parece al greñudo artista
bohemio. Pero también los nazis despreciaban la moralidad
suburbana.
Por otra parte, la existencia cotidiana se ha vuelto tan
alienada y banal que sólo una dosis de lo diabólico puede
despertarla. Cuando la vida se hace cada vez más rancia e insípida,
el arte tal vez se sienta obligado a compartir mesa con el diablo, y a
asaltar lo extremo y lo incalificable con el fin de obtener algún
76
efecto. En ese caso, debe transgredir las convenciones desfasadas a
su malhumorado, iconoclasta y satánico modo. Tiene que invocar
los recursos de lo exótico y lo extremo. El arte demoníaco se
propone hacer añicos nuestra complacencia suburbana y liberar
nuestras energías reprimidas. Quizás así logre salvarse algún bien
entre tanto mal. De Charles Baudelaire a Jean Genet, el artista fue
cómplice del criminal, el loco, el adorador del diablo y el subversivo.
Esto ha servido para pasar por alto el hecho de que parte del arte
modernista fue tan vacuo como la existencia suburbana que
ridiculizaba. Su ansia de formalidad pura lo volvió cautivo de un
ideal del no-ser.
Tras estas cuestiones de carácter artístico, en Doctor Faustus
se oculta una pregunta política más profunda. Debemos resistir al
fascismo, pero ¿están el liberalismo y el humanismo convencionales
realmente a la altura de semejante tarea? ¿No es el liberalismo una
doctrina tan honorable como débil? ¿Cómo puede un credo que
desvía su mirada de lo verdaderamente diabólico que hay en la
humanidad, en un gesto de civilizado desagrado, aspirar a
derrotarlo? Tal vez deberíamos, en un gesto que podríamos calificar
de homeopático, aceptar lo demoníaco para vencerlo. Puede que el
socialismo y el modernismo sean opciones peligrosas, pero, como
mínimo, penetran hasta las mismas profundidades que el fascismo,
que es más de lo que podemos decir del humanismo liberal. La del
narrador liberal-humanista de la novela de Mann es un alma
demasiado decente y razonable para asumir en su totalidad la
monstruosa medida de todo aquello a lo que se enfrenta. El arte
modernista, desde Baudelaire hasta Yeats, supo tratar con
contundencia y diligencia tan cortés y educada tolerancia, y
proclamó que sólo descendiendo a los infiernos, enfrentándose a lo
77
que la humanidad tiene de salvaje, irracional y obsceno, es
concebible la redención. El socialismo, siguiendo una línea bastante
similar, sostiene que únicamente a través de la solidaridad con
quienes han sido tachados de escoria de la tierra (con los peligrosos
y los desposeídos) resulta posible transformar la historia. El
freudismo tiene el insensato coraje de mirar la cabeza de Medusa
directamente a la cara. Ahora bien, ¿no hace todo esto que estos
credos se alineen con la barbarie misma que se habían propuesto
superar? ¿Puede alguien sentarse a la misma mesa del diablo y
escabullirse de allí sin envenenarse? ¿Deberíamos antes de nada
despejar los escombros del humanismo liberal y generar así el
espacio necesario para un mundo mejor, o tal limpieza no haría más
que allanar el camino al surgimiento de alguna bestia horrenda y
peligrosa?
Al final, es posible que todo se reduzca a la postura de cada
uno y cada una ante la muerte. Podemos renegar de ella
entendiéndola como una afrenta intolerable contra los vivos, al
modo del narrador humanista de Mann. O, como su amigo
Leverkühn, podemos estrecharla tiernamente contra nuestro pecho
por los motivos completamente equivocados. Adrian tienta a la
muerte, presente en forma de enfermedad venérea, para extraer de
ella una especie de frenética vida a medias, un pastiche libertino de
lo que sería una existencia genuina. Existe como si fuera un
semivampiro o un semiparásito que chupa vida de su propia
disolución constante y languidece en alguna región crepuscular
situada entre los vivos y los muertos. Y ésa es una situación que
habitualmente hemos asociado con el mal. De todos los iconos
relacionados con tal condición, el vampiro es el más revelador, pues
el mal —como veremos— consiste en chuparles la vida a otros para
78
llenar una dolorosa ausencia en uno mismo. La extrañeza que
sentimos en presencia de una muñeca que parece siniestramente
viva es un vago eco de esa situación. También el arte se encuentra
suspendido entre la vida y la muerte. La obra artística parece estar
llena de energía vital, pero no es más que un objeto inanimado. El
misterio del arte reside en la riqueza con la que unas marcas negras
en una página, o un pigmento sobre un lienzo, o el deslizamiento de
un arco sobre unas cuerdas de catgut, pueden evocar vida.
Un arte experimental como el de Adrian también abraza la
muerte por la «inhumanidad» de la forma artística. Lejos de estar
embutida de contenido sensual, la música de Leverkühn es
austeramente impersonal. La forma es la dimensión no humana del
arte y éste es uno de los motivos por los que el realismo más
fervoroso trata de ocultarla. Pero si el arte de Adrian es clínico y
analítico hasta el extremo, también es exactamente lo inverso. En
sus energías diabólicas, representa un repliegue desde la inestable
intelectualidad de la era moderna hacia lo primitivo y lo
espontáneo. Buena parte del arte modernista busca lograr una
fusión entre lo arcaico y lo vanguardista. La tierra baldía de T. S.
Eliot podría ser un buen ejemplo de ello. El verdadero artista,
comentó Eliot en una ocasión, debe ser a un tiempo más primitivo y
más sofisticado que sus conciudadanos. Para que la civilización se
reponga, debemos inspirarnos en las energías primigenias del
pasado. Pero este emparejamiento impuro de lo más nuevo con lo
más antiguo es también propio del nazismo, que, en este sentido, es
un fenómeno típicamente modernista. Por un lado, el nazismo
marcha extasiado hacia un futuro revolucionario, tirando a su paso
de las más recientes y deslumbrantes tecnologías de la muerte. Por
otro lado, no deja de ser una cuestión de sangre, tierra, instinto,
79
mitología y dioses de las tinieblas. Semejante combinación supone
una de las razones de su potente atractivo. Es como si no hubiera
nadie a quien el fascismo no pueda seducir: desde los místicos hasta
los ingenieros mecánicos, desde los más entusiastas adalides del
progreso hasta los reaccionarios más estirados.
Así pues, tanto el modernismo como el fascismo pretenden
unir lo primitivo y lo progresista. Su objetivo es mezclar
sofisticación con espontaneidad, la civilización con la Naturaleza, la
intelectualidad con el Pueblo. El empuje tecnológico de lo moderno
debe ser impulsado por los instintos «bárbaros» de lo premoderno.
Debemos deshacernos de un orden social racionalista y recuperar
algo de la espontaneidad del «salvaje». Pero no se trata de un
ingenuo regreso a la Naturaleza. Todo lo contrario: tal y como
Adrian Leverkühn argumenta fiel a su estilo nietzscheano, la nueva
barbarie será consciente de sí misma, a diferencia de la antigua.
Representará una especie de versión superior y cerebral del viejo
«salvajismo»: una versión que lo eleve al nivel de la mente analítica
moderna. De ese modo, podrán volver a unirse una razón
sofisticada con todas las fuerzas elementales que ésta ha reprimido.
Es el tipo de ética que tanto le repugna ver a Rupert Birkin, el
protagonista de Mujeres enamoradas, en los arquetípicos individuos
de clase alta conscientemente «decadentes» que lo rodean. El culto
intelectual a la violencia se antoja aún más sórdido que la violencia
real en sí.
¿En qué sentido es relevante todo esto para el tema del mal?
Habrá quien diga que no es más que una falsa solución para el
problema que ese mal plantea. Lo curioso del mal es que tanto
parece ser clínico como caótico. Tiene algo del racionalismo glacial y
80
sardónico de Leverkühn, pero se deleita al mismo tiempo en lo
depravado y lo orgiástico. Adrian no es sólo un intelectual alienado.
Su música también se complace en una especie de sinsentido
obsceno. Delata lo que el narrador llama «una barbarie sanguínea al
tiempo que una intelectualidad sin sangre en las venas». «La
intelectualidad más altiva —comenta— es la que se sitúa en una
relación más inmediata con lo animal, con el instinto descarnado, y
es la que se entrega más descaradamente a él». ¿Cómo hemos de
concebir, entonces, tan mortal combinación?
En realidad, no hay en ello misterio alguno. La razón se
desliga de los sentidos y el efecto en ambas partes es catastrófico. La
razón se vuelve entonces abstracta e intrincada, y pierde el contacto
con la vida de la Creación. Como consecuencia de ello, puede llegar
a considerar esa vida como una mera materia sin sentido que ha de
manipular. Al mismo tiempo, la vida de los sentidos tiende a
descontrolarse, pues la razón ya no la moldea desde dentro. En
cuanto la razón se anquilosa en forma de racionalismo, la vida de los
sentidos degenera en sensacionalismo. La razón se convierte en una
forma de sentido vacío de vida, mientras que la existencia corpórea
deviene en una vida diezmada de sentido. El diablo es un intelectual
altanero, sí, pero también es un vulgar payaso que se burla de la idea
misma de la atribución de sentido. Tanto los nihilistas como los
bufones son alérgicos al más mínimo tufillo de significación. No es
de extrañar, entonces, que la música de Adrian esté obsesionada por
el orden y, a la vez, por un sentido infernal del caos. Después de
todo, es bien conocido que quienes se aferran neuróticamente al
orden suelen hacerlo en la medida en que con ello consiguen
mantener cierta agitación interior bajo control. Los integristas
cristianos —contumaces donde los haya, pero siempre pensando en
81
el sexo— son buen ejemplo de ello.
El novelista Milan Kundera escribió en El libro de la risa y el
olvido sobre lo que él llama los estados «angélico» y «demoníaco» de
la humanidad. Por «angélico», se refiere a los ideales vacuos y
grandilocuentes que carecen de enraizamiento en la realidad. Lo
demoníaco, sin embargo, es un arrebato de risa socarrona y
desdeñosa ante la idea misma de que alguna cosa humana pueda
tener algún tipo de significado o valor. Lo angélico está ahíto de
sentido, mientras que lo demoníaco está demasiado desprovisto de
él. Lo angélico está formado por tópicos altisonantes como «Dios
bendiga a este maravilloso país nuestro», a lo que lo demoníaco
responde: «Sí, claro». «Si hay demasiado sentido indiscutido sobre
la faz de la tierra (el reinado de los ángeles) —escribe Kundera—, el
hombre se desmorona bajo tanto peso; si el mundo pierde todo
sentido (el reinado de los demonios), la vida se vuelve del todo
imposible». Cuando el diablo prorrumpió en una carcajada
desafiante ante Dios, se oyó el grito de un ángel en señal de
protesta. La risa del diablo, comenta Kundera, «dejaba en evidencia
la ausencia de significación de las cosas, mientras que el grito del
ángel expresaba su gozo por lo racionalmente organizado, lo bien
concebido, lo hermoso, bueno y sensato que era todo sobre la
tierra». Los angélicos son como los políticos, optimistas e ilusos
incurables: el progreso avanza, se superan retos, se cumplen cuotas
y Dios sigue teniendo a Texas en un rinconcito de su corazón. Los
demoníacos, por el contrario, son unos burlones y cínicos innatos
cuyo lenguaje se aproxima más a lo que los políticos murmuran en
privado que a lo que sostienen en público. Creen en el poder, los
apetitos, el interés propio, el cálculo racional y nada más. Estados
Unidos, en un caso nada habitual entre las naciones del mundo, es
82
angélico y demoníaco al mismo tiempo. Pocos países más conjuntan
una retórica pública tan exagerada con ese flujo sin sentido de
materia conocido como capitalismo de consumo. La función de la
primera es proporcionar cierta legitimación para el segundo.
Como Satanás, que combina las facetas de ángel y demonio
en su propia persona, el mal en sí reúne también ambas
condiciones. Un lado de ese mal —el lado angélico y ascético—
quiere alzarse por encima del degradado ámbito de lo corporal en
búsqueda del infinito. Pero este acto de la mente, batiéndose en
retirada frente a la realidad, produce el efecto de arrebatarle al
mundo todo su valor. Lo reduce a mera materia, vacía de sentido,
en la que el lado demoníaco del mal puede entonces deleitarse. El
mal siempre formula demasiado sentido o demasiado poco, o mejor
dicho, siempre formula ambas cosas a la vez. Este rostro dual del
mal resultó suficientemente obvio en el caso de los nazis. Si, por un
lado, les sobraba ampulosidad «angélica» en lo relacionado con el
sacrificio, el heroísmo y la pureza de sangre, por el otro, también se
hallaban atrapados en lo que los freudianos han llamado un «placer
obsceno», enamorados como estaban de la muerte y del no-ser. El
nazismo es una forma de idealismo enloquecido al que aterra la
carnalidad humana. Pero también es un prolongado eructo de burla
en la cara misma de todos esos ideales. Es demasiado solemne y
demasiado sardónico a un tiempo: repleto de grandilocuencia de
gestos ceremoniosos con respecto al Führer y a la Patria, pero cínico
hasta la médula.
83
Estas dos caras del mal están estrechamente
interconectadas. Cuanto más disociada está la razón del cuerpo,
más se desintegra éste en un revoltijo absurdo de sensaciones.
Cuanto más abstracta se vuelve la razón, menos capaces son los
hombres y las mujeres de vivir una vida significativa como seres
creados, y más deben recurrir, por lo tanto, a la sensación banal
para demostrarse a sí mismos que aún existen. La orgía es la otra
cara del oratorio. De hecho, el gran oratorio de Adrian combina
ambas facetas del mal, revelando así lo que el narrador denomina
«la identidad sustancial entre lo más bendito y lo más maldito, la
unidad interna del coro de niños ángeles con la risa infernal de los
condenados». Leverkühn tal vez sea un artista majestuoso, pero
también siente un impulso irreprimible «a reírse, del modo más
deplorable, de los más misteriosos e impresionantes fenómenos».
Esto se debe a que la realidad misma le parece falsa, como si fuera
una mala imitación o un mal chiste. «¿Por qué todo me parece una
parodia de sí mismo?», se pregunta. Tiene buen ojo para detectar lo
fatuo y absurdo, y es capaz de encontrarlo absolutamente en
cualquier parte. El infierno no es solamente una agonía atroz: es
tormento rociado con una buena dosis de risa maníaca. Es la
carcajada despectiva de quienes creen que ya están de vuelta de
todo, pero que se deleitan perversamente en la chabacanería y el
escaso valor de todo lo que han visto, como los intelectuales que
sienten una terrible fascinación por Gran hermano. Saber que el valor
es falso supone una fuente de angustia, pero también confirma la
propia superioridad espiritual de quien lo sabe. Así que su tormento
es también su deleite.
Como el mismísimo diablo señala refiriéndose a su región
nativa:
84
Cierto que entre estas paredes sin eco grande será el ruido,
ensordecedor. Graznidos y arrullos, aullidos, lamentos, alaridos,
clamores y chillidos, gruñidos, vocerío de pendencieros, de mendigos y
de verdugos complacidos en el tormento. Tan grande será el barullo
que nadie oirá su propio cantar. […] El desprecio y la ignominia son,
además, parte integrante del tormento. La dicha infernal viene a ser
un ronco desprecio y una mofa lamentable del infinito sufrimiento,
siempre acompañados de gestos burlones y risas estentóreas. De aquí
arranca la doctrina según la cual los condenados han de sufrir,
además del tormento, la burla y la afrenta; la doctrina que presenta el
infierno como una monstruosa combinación de males a la vez
totalmente insoportables y eternamente soportados16.
El inframundo sólo puede ser descrito mediante una serie de
expresiones contradictorias: «complacidos en el tormento», «mofa
lamentable», «dicha infernal», etcétera. Es el ejemplo supremo de
jouissance o placer obsceno. Vibra con el deleite masoquista que
obtenemos cuando nos castigan. El infierno está tan lleno de
masoquistas como una convención «sadomaso». Estar en ese hoyo
infernal es caer bajo la soberanía del impulso de muerte, que nos
persuade para que derivemos una gratificación perversa de nuestra
propia destrucción. Las risas y las payasadas de los condenados
indican la mofa con la que se lo toman quienes saben que todo
(incluidos ellos mismos) es del todo fútil. Hay una especie de
satisfacción retorcida en el hecho de liberarse de la carga de la
significación. Puede percibirse en la risotada con la que se recibe el
16 Cita tomada (aunque con algunas modificaciones) de Thomas Mann,
Doktor Faustus, Barcelona, Edhasa, 1978, p. 288. (N. del T.).
85
eructo que interrumpe súbitamente un sermón. El infierno es la
victoria final del nihilismo sobre el idealismo. Resuenan en él los
ecos de la hilaridad y las carcajadas de quienes sienten un alivio
igualmente retorcido al saber que no pueden caer más abajo. Es
también la risa maníaca de quienes se regocijan con el que parece
ser el secreto definitivo, uno con el que los más sabios son los que
menos probabilidades tienen de tropezar: el de que nada significa
nada. Es el bramido de la farsa más vulgar, no la risa de la alta
comedia.
El infierno es ese reino de lo demente, lo absurdo, lo
monstruoso, lo traumático, lo surrealista, lo repugnante y lo
excremental que Jacques Lacan llamó Até en honor del antiguo dios
de la ruina y el estrago. Es un paisaje de desolación y desesperación.
Pero es una desesperación que sus habitantes no desearían ni por
un momento que se les arrebatara, pues no es sólo lo que les da
ventaja sobre los idealistas crédulos de todo pelaje, sino que
también se trata del sufrimiento que les garantiza que aún existen.
Pobres ilusos: ¡si supieran ellos que incluso esto es mentira! Y es
que, en términos teológicos, y como ya hemos visto, no puede haber
vida fuera de Dios. Como Martin el náufrago, los malvados —que
creen que ya lo han visto y entendido todo— están atrapados, pues,
en una falsa ilusión hasta el final.
86
2
PLACER OBSCENO
Hace unos veinte años, publiqué un pequeño estudio sobre
Shakespeare en el que argumenté de manera bastante precipitada
que las tres brujas eran las verdaderas protagonistas de Macbeth17.
Aquélla era una opinión que aún hoy defendería, por mucho que,
posiblemente, habría dejado perplejo al mismísimo autor de la obra.
Lo que sí necesita, en cualquier caso, es un ligero retoque a la luz de
lo dicho hasta aquí.
¿A qué pruebas me remito para tan perversa afirmación? Las
tres brujas de la obra son hostiles al violento y jerárquico orden
social de la Escocia de Macbeth y siembran en él una colosal
vorágine. Son exiliadas de ese régimen —obsesionado por el
estatus— y viven en su propia comunidad fraterno-femenina,
ubicada en las oscuras fronteras de aquél. No tienen trato con el
orden social establecido de rivalidades masculinas y honores
militares, salvo para estropearlo en todo lo posible. Mientras que los
personajes varones principales de la obra están resueltos a
enfrentarse si hace falta para ascender y proteger su estatus, las
brujas representan una especie de fluidez (desaparecen y vuelven a
materializarse) que mina toda esa identidad tan bien fundada. Por
su condición de «imperfectas oradoras» que comercian con acertijos
traicioneros, personalizan un ámbito de no significación y de juegos
poéticos de palabras situado en los límites externos de la sociedad
17
Terry Eagleton, William Shakespeare, Oxford, 1986, pp. 1-3.
87
ortodoxa. A medida que se va desarrollando la acción dramática, sus
acertijos, su «doble sentido» con el que «se burlan de nosotros»,
acaban infiltrándose en el orden social mismo, en el que generan
ambigüedad, causan estragos y hacen incluso que dos patriarcas de
la realeza tengan mal fin. Las hermanas le dicen a Macbeth, por
ejemplo, que jamás le dará muerte nadie «que de mujer haya
nacido». Al final, es asesinado por un hombre venido al mundo en
un parto por cesárea.
En este sentido, estas viejas y velludas hechiceras
representan lo que podríamos arriesgarnos a denominar como el
inconsciente de la obra: el lugar donde los significados resbalan y se
enredan. En su presencia, se disuelven las definiciones claras y se
invierten las contraposiciones: lo bueno es malo y lo malo es bueno,
nada es otra cosa que lo que no es. Las tres misteriosas hermanas
son andróginas (son mujeres barbudas) y singulares y plurales al
mismo tiempo (son tres en una). Con ello baten directamente contra
la raíz misma de toda estabilidad social y sexual. Son unas
separatistas radicales que desprecian el poder masculino y nos
descubren el sonido hueco y la furia que anida en el corazón de
dicho poder. Son devotas de una especie de culto femenino y sus
palabras y sus cuerpos ridiculizan la rigurosidad de los límites y el
carácter fijo de las identidades. No cabe duda, en definitiva, de que
estas viejas arpías detestables han estado leyendo toda la teoría
feminista más reciente salida de París.
Ahora bien, mi entusiasmo de antaño por estas ancianas
adivinas de dedos largos requiere hoy en día de una importante
matización. La negatividad de las brujas, que tergiversan
definiciones y cometen «una acción sin nombre», supone
88
ciertamente una amenaza para un orden social rígido como era el de
la Escocia de Macbeth. Pero es también una amenaza para cualquier
orden social concebible. Estas desdentadas y viejas lanzadoras de
maleficios son las enemigas de la sociedad política como tal. Su
negatividad considera aborrecible la existencia positiva misma, y no
sólo la existencia positiva de los nobles escoceses manchados de
sangre. De ahí que no pueda proporcionar alternativa política
alguna a esos hombres de armas asesinos. En el fondo, las brujas
obtienen un obsceno deleite de la desmembración de la vida creada:
no en vano arrojan vísceras envenenadas, un dedo de bebé, un ojo
de tritón, una lengua de perro y una pata de lagarto al brebaje
repugnante que bulle en su caldero.
Las
brujas
mismas
están
característicamente
«desanimalizadas». No parecen hallarse constreñidas por sus
cuerpos, pues se aparecen y se evaporan según su propia voluntad.
En este aspecto de su no existencia corpórea se asemejan a la figura
del «bufón» shakespeariano, quien, como ellas, es una especie de
camaleónico transfigurador de formas que también pronuncia una
especie de verdad a su manera: en clave de enigmas y acertijos. Pero
la incorporeidad, como le sucede al Ariel de La tempestad, tiene sus
pros y sus contras. Supone, como mucho, una forma negativa de
libertad. Ariel se evapora en cuanto recibe su libertad. Ya hemos
visto personajes como Martin el náufrago y Adrian Leverkühn,
disociados de sus propios cuerpos. Es de suponer que este desdén
por lo finito y lo material sea también propio de las brujas.
Ahora bien, justamente lo que confiere a estas andróginas
comedoras de serpientes su carácter revolucionario (el hecho de que
parezcan dispuestas a subvertir la sociedad política como tal) es lo
89
que nos da a entender también cuál es su defecto. Pueden rechazar
el orden social en su conjunto porque abjuran igualmente en bloque
de la existencia de las cosas y los seres creados, totalmente alejada
del mundo que ellas habitan, aun cuando ambas esferas se
entrecrucen de vez en cuando. Y semejante rechazo de lo creado,
como hemos visto, ha sido tradicionalmente asociado con el mal. El
repudio general del ser significa una negación no sólo de las
jerarquías masculinas, sino también de la diferencia y la diversidad.
En la noche de las brujas de Macbeth, todos los gatos parecen
pardos. Hay algo bueno en este socavar identidades celosamente
protegidas, que es lo que acaba por conducir a los aristócratas
guerreros a su ruina. Pero hay también algo malo, como es que lo
fusiona todo entre sí y niega cualquier diferencia.
En inglés, solemos asociar el mal con el limo (slime18) porque,
como éste, es monótono y amorfo. En el relato de El extraño caso del
Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson, Jekyll cree que,
«con toda esa energía vital» suya, el malvado Hyde tiene «algo no
sólo de infernal, sino también de inorgánico. Y esto era lo
espantoso: que el cieno de la fosa pareciera emitir gritos y voces; que
lo que estaba muerto y carecía de forma usurpara las funciones de la
vida»19. El mal tiene la uniformidad de la mierda o la de los cuerpos
18
En inglés, slime («limo», «cieno», «baba») y su adjetivo slimy
(«viscoso», «pegajoso») se usan también en sentido figurado con el sentido de
vileza (moral) y de vil u ofensivo aplicado a personas o cosas. (N. del T.).
19 R. L. Stevenson, The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Londres,
1956, p. 6. [Hay trad. cast.: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Barcelona,
Mondadori, 2000.]
90
en un campo de concentración. Es como ese engrudo espeso al que
las tres hermanas van añadiendo tranquilamente de todo: desde una
lengua de perro hasta el dedo de un bebé muerto al nacer. Puede
que uno de los rostros del mal sea elitista, pero el otro es justamente
lo contrario. Las cosas creadas son demasiado triviales como para
que valga la pena hacer distinciones entre ellas. Tanto los inocentes
como los culpables que aparecen en Macbeth acaban desgarrados por
el proceso letal que las brujas ponen en marcha. Ahí no hay mucho
que celebrar.
También deberíamos tener serias dudas respecto a las
hermanas en otro sentido, y es que, al hallarse fuera de la sociedad
política, carecen de objetivos o aspiraciones. Y esta falta de interés
por el mañana se refleja en el hecho de que se rigen por un tiempo
cíclico, que no lineal. Para las brujas, el tiempo procede en círculos y
no avanza en línea recta como lo hace (en vano) para Macbeth
(«mañana y mañana y mañana…»). El tiempo lineal es el medio en el
que se mueven la aspiración y el éxito, pero a estas arteras arpías las
asociamos con la danza en círculos, con los ciclos lunares y con la
repetición verbal. También dan la vuelta al tiempo por medio de su
previsión profética. Para ellas, el futuro ya ha tenido lugar. Pero
cuando logran infectar a Macbeth con su negatividad, ésta adopta
en él la forma de un deseo que se extiende interminable hacia el
porvenir. Esto se explica porque los seres humanos, a diferencia de
las brujas, viven dentro del tiempo. La negatividad se convierte en
una especie de «ambición inquieta» que nunca puede conformarse
con el presente, sino que debe anularlo continuamente en su ansia
por alcanzar el siguiente logro. En esta obra de Shakespeare, cada
paso que ese deseo da para consolidarse lo va desenrollando un poco
más allá. Macbeth acaba persiguiendo una identidad segura que le
91
es perennemente esquiva. El deseo se va anulando a sí mismo a
medida que avanza. Las acciones emprendidas para blindar el
estatus regio de Macbeth no hacen más que derribarlo. Así que la
nada de las brujas, una vez se introduce en la historia humana,
deviene puramente destructiva. Se nos muestra como la oquedad
presente en el corazón mismo del deseo y que lo empuja a logros
más fallidos e infructuosos aún. Hay, como hemos visto, un tipo de
«nada» bueno y otro malo, y bien se podría afirmar que las pérfidas
espectrales de esta obra combinan ambos.
¿Por qué quieren estas arpías de dedos largos abatir a
Duncan, a Macbeth, a Banquo, a la familia de Macduff y a unos
cuantos personajes más? La obra no aventura una conjetura al
respecto. Y no produce una respuesta porque no hay ninguna. Los
engaños mortales de las brujas carecen por completo de sentido. No
tienen ningún fin concreto en mente, como tampoco lo tienen sus
danzas en círculos en torno al caldero. Las hermanas no se han
propuesto conseguir nada, pues la idea misma de logro forma parte
de esa sociedad que repudian. El logro pertenece al terreno de los
medios y los fines, las causas y los efectos, y ese ámbito es ajeno a
estas feministas que chapotean en la vil mugre. Son hechiceras, no
estrategas. Buscan destruir a Macbeth no porque sea hombre de
mal corazón (de hecho, no lo era hasta su encuentro con ellas), sino
simplemente porque sí.
He aquí una idea que parece ocupar un lugar central en el
concepto del mal: éste no tiene (o no parece tener) propósito
práctico alguno. El mal es el sinsentido supremo. Algo tan rutinario
como sería un propósito o un fin empañaría su pureza letal. En esto
se parece a Dios, quien, si existe, no es porque tenga motivo alguno
92
para hacerlo. Él es su propia razón de ser. También creó el universo
por simple entretenimiento y no porque persiguiera un objetivo con
ello. El mal rechaza la lógica de la causalidad. Si tuviera un fin en
perspectiva, estaría internamente dividido, no sería autoidéntico,
iría por delante de sí mismo. Pero la nada no puede trocearse de ese
modo. Por eso no puede existir realmente en el tiempo, pues el
tiempo tiene que ver con la diferencia, mientras que el mal es
tediosa y perpetuamente el mismo. Es en ese sentido en el que se
dice que el infierno es para toda la eternidad.
El otro gran ejemplo shakespeariano de malvado que parece
carecer de finalidad alguna para serlo es el Yago de Otelo. Yago
aduce diversos motivos para explicar la aversión que siente hacia el
moro protagonista, exactamente igual que hace Shylock para
justificar su antipatía por Antonio en El mercader de Venecia. En
ambos casos, sin embargo, las razones declaradas se antojan
extrañamente desproporcionadas con la virulencia del odio sentido.
Ambos hombres alegan, además, un sospechoso excedente de
motivos, como si intentaran racionalizar una pasión que ni ellos
mismos pueden entender muy bien. Resulta tentador, pues,
localizar la raíz de la hostilidad de Yago hacia Otelo en su nihilismo.
Yago es un cínico y un materialista que no cree en otra cosa más que
en la voluntad y el apetito, y para quien todo valor objetivo no vale
nada: «¿Virtud? ¡Qué desvarío! De nosotros mismos depende ser de
una manera o de otra. Nuestros cuerpos son jardines y nuestras
voluntades son sus jardineros, y si queremos plantar ortigas o
sembrar lechugas, criar hisopo y escardar tomillo, […] el poder y la
autoridad correctora para tales cosas residen en esas voluntades
nuestras».
93
El mundo no es más que un material maleable que la
voluntad individual soberana puede moldear dándole la forma que
le plazca. Y eso es también aplicable a uno mismo. Los seres
humanos son criaturas que se dan forma a sí mismas, que se crean a
sí mismas. Siguen su propio ejemplo y no el de Dios, la Naturaleza,
su parentela humana o el valor objetivo. Varios de los más
destacados villanos de Shakespeare abogan por esta causa. Son
naturalistas o anticonvencionalistas hasta la médula. Los valores,
las imágenes, los ideales y las convenciones son puras apariencias y
ornamentaciones que los malvados aseguran tener perfectamente
caladas. Pero, en realidad, imaginar la posibilidad de una realidad
humana sin esas dimensiones significa ser aún más ingenuo que el
crédulo Otelo. Quienes pretenden ser autores de sí mismos se
parecen mucho a los celos sexuales, que, como Emilia —la esposa de
Yago— bien observa en esta obra, son «un monstruo, / engendrado
en sí mismo, nacido de sí mismo». Shakespeare apreciaba una
peculiar inutilidad y malevolencia en las cosas que se dan a luz a sí
mismas, que se alimentan de sí mismas o que se definen a sí
mismas tautológicamente en sus propios términos. De hecho, ésta
fue una imagen a la que el dramaturgo regresó en sus obras una y
otra vez. Coriolano es un buen ejemplo de esa vana circularidad,
pues se trata de un personaje que se comporta «como si un hombre
fuese autor de sí mismo / y no conociera otro parentesco». Pero esa
orgullosa singularidad es también pura vacuidad: «No era nadie, un
simple hombre sin título, / hasta que se forjó un nombre en las
llamas / del incendio de Roma».
Yago, como muchos cínicos shakespearianos, es en parte un
payaso que disfruta ridiculizando y bajándole los humos a la gente.
Hannah Arendt comentó a propósito de la autoridad suprema del
94
genocidio nazi, Adolf Eichmann, que, en el juicio contra él, «todo el
mundo pudo ver que este hombre no era ningún “monstruo”, pero lo
que, en realidad, resultaba difícil era no sospechar que se tratara de
un payaso»20. Eichmann, pensaba ella, no fue un personaje diabólico
que adoptó conscientemente el mal como su bien. Tampoco fue una
gran figura del mal, como Macbeth, y ni siquiera fue un idiota sin
más. La suya, en opinión de Arendt, fue una «irreflexión pura» que
lo convirtió en uno de los mayores criminales modernos. Arendt se
atreve incluso a percibir en todo esto algo no sólo banal, sino
«incluso gracioso»21. Pero cuando la payasada es llevada al extremo
de negar todo valor, es cuando se convierte verdaderamente en
monstruosa. La farsa surge cuando se despoja a las acciones
humanas de todo significado y se reducen a un mero movimiento
físico. Esto era también lo que los nazis tenían reservado para los
judíos.
Bien es cierto que la ridiculización puede constituir un
ejercicio positivo de bufonería, que revienta los pomposos delirios
de quienes se engañan a sí mismos. Pero también puede deslizarse
peligrosamente hacia el nihilismo de quienes, como Yago, sólo son
capaces de ganarse una especie de identidad vicaria para sí
burlándose y destruyendo. Esta clase de malvado, que se deleita
maliciosamente despedazando las cosas para empequeñecerlas,
siempre tiene un cierto aire de patética sensiblería. El problema,
20
Hannah Arendt, Eichmann in Jerusalem: A Report on the Banality of
Evil, Harmondsworth, 1979, p. 54. [Hay trad. cast.: Eichmann en Jerusalén: Un
estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1967.]
21
Ibid., p. 288.
95
entonces, estriba en que una sana iconoclasia puede acabar
tomando derroteros muy cercanos al cinismo patológico. Yago no
puede siquiera detener la vista en la virtud y la belleza sin sentir la
intolerable ansia de desfigurarlas. Parte de su actitud hacia Otelo
queda recogida en lo que comenta sobre otro personaje, Casio: «Hay
en su vida una hermosura cotidiana / que afea la mía».
Al contrario que Yago, Otelo parece hallarse embelesado por
la integridad de su propio ser. Hay en él un aire de monumental
satisfacción consigo mismo que irrita a Yago hasta extremos
insoportables. Esa autoadmiración se refleja en su forma rotunda y
oratoria de expresarse:
Como el mar del Ponto,
cuya corriente helada e imponente curso
no conoce nunca el reflujo, sino que continúa derecho su
camino
hacia el Propóntico y el Helesponto,
así mis pensamientos sanguinarios, con paso violento,
jamás volverán la vista atrás, jamás refluirán hacia el
humilde amor
hasta que una venganza tan amplia como completa
los engulla.
Éstas son las cosas que ponen de los nervios al taimado Yago.
Para él, tan exaltado idealismo sólo puede ser falso, y quizás en
parte lo sea. Parafraseando a Milan Kundera, pues, Otelo es
angélico mientras que Yago es demoníaco. El lenguaje de Otelo está
demasiado atiborrado de retórica con la que llenarse la boca, una
retórica demasiado extravagante e hiperbólica. El habla de Yago,
96
por el contrario, es basta y pragmática. Como otros villanos
shakespearianos, su actitud ante el lenguaje es estrictamente
funcional. Se mofa del discurso del moro calificándolo de «ambages
ampulosos / horriblemente henchidos de epítetos de guerra». Pese a
la intención maliciosa que se esconde tras esas palabras, no son una
mala descripción de un protagonista capaz de entremezclar en su
discurso expresiones tan rimbombantes en inglés como
«exsufflicate and blown surmises»22. Incluso el suicidio final de
Otelo, que él mismo prologa con un discurso preparado y
característicamente grandilocuente, es lo que un crítico de la obra
ha llamado «un magnífico coup de théâtre», declamado con la vista
astutamente puesta en el público. Este héroe militar parece vivir
directamente de la imagen exagerada que tiene de sí mismo. Como
su identidad está tan íntegramente exteriorizada, deja tras de sí una
especie de ausencia o vacío que su enemigo puede penetrar y
ocupar.
Desde el punto de vista de Yago, Otelo representa una
pomposa plenitud del ser tras la que se oculta una carencia interna.
Y dicha carencia consiste irónicamente en su incapacidad para
percibir ausencia alguna en su identidad, o lo que es lo mismo, para
percatarse de lo que ésta pueda tener de inestable o de incompleto.
Su exaltado concepto de sí mismo es una escapatoria para no tener
que enfrentarse al caos de su ser interior. Yago, sin embargo,
comenta a propósito de sí mismo que «no soy lo que soy», queriendo
decir con ello que, mientras que Otelo parece ser más o menos
22
Traducible por algo así como «frívolas y desmesuradas conjeturas».
(N. del T.).
97
idéntico a su imagen pública de guerrero, la personalidad propia de
su lugarteniente no es más que un excedente vacío de cualquiera de
las máscaras con las que se presenta ante el mundo en cada
momento determinado. Yago no puede definirse más que en
términos negativos, es decir, como el otro de aquello que aparenta
ser. Lo mismo le es aplicable cuando comenta: «No soy más que un
crítico». Como buen crítico, es un parásito de la creación, una
creación que desprecia en secreto. Al carecer de una identidad
sólida y resistente —él es un actor, una figura puramente
performativa—, vive solamente en el acto de subvertir la identidad
de otras personas.
De ahí que Yago, aguijoneado en su orgullo hasta límites
insoportables por la identidad aparentemente perfecta de Otelo,
decida desmantelarla. Él inicia este proceso de demolición
insinuando una insidiosa nada en el corazón mismo de la identidad
del moro. Mientras que en Macbeth esta nada capciosa adopta la
forma de la ambición política, en Otelo se presenta bajo la apariencia
de los celos sexuales. Otelo pregunta a Yago qué le molesta y éste le
responde: «Nada, mi señor». Lo irónico de esta respuesta es que es
exacta. Nada de particular le sucede en realidad. Pero Yago especula
con razón que Otelo no tardará en interpretar algo terrible (la
supuesta infidelidad de su esposa Desdémona) en esa respuesta
negativa suya. La negatividad que acabará por roer a Otelo es la
nada de los celos sexuales sin motivo.
Como los equívocos pronunciados por las brujas de Macbeth,
este terror sin nombre mina toda la estabilidad de la identidad
personal. Transforma el mundo entero en un estado aterrador de
ambigüedad. La contradicción, la inversión, la duplicidad y la lógica
98
embrollada son las marcas distintivas de esta condición, como
también lo son de las brujas de Macbeth. «Creo que mi esposa es
honrada —se queja Otelo—, y creo que no lo es». Las astutas
sugerencias de Yago lo transportan a ese estado de angustia en el
que uno puede creer y no creer una misma cosa al mismo tiempo.
En sus celos paranoicos, el mundo se convierte en un texto que
puede ser eternamente interpretado y malinterpretado. Se pueden
descifrar los más horrorosos sentidos a partir de sus signos,
aparentemente inocuos. Otelo está empeñado en desentrañar el
corazón del misterio, olvidándose de que no hay misterio alguno.
Todo lo que le rodea parece ser siniestramente irreal, pues no es
más que un escaparate pintado que se niega a revelar nada de la
espantosa realidad sexual que enmascara. Nada es otra cosa más
que lo que no es. Los celosos patológicos no pueden aceptar el
escándalo de que todo esté abierto a nuestra vista, de que las cosas
sean simplemente como son, de que lo que vemos es —créanlo
ustedes— lo que de verdad es. Como clama el celoso paranoico
Leontes en El cuento de invierno:
¿Cuchichear no es nada?
¿Tampoco es nada que sus mejillas se apoyen la una en la otra?
¿Ni
que la nariz de él se toque con la de ella?
¿Y besarse con el interior de los labios? […]
Pues entonces, ni el mundo ni nada de lo que en él hay son
nada;
el cielo que nos cobija no es nada; Bohemia, nada;
nada es mi esposa ni nada tienen todas esas nadas.
Si esto no es nada…
99
Miremos donde miremos no vemos nada, más o menos como
le sucede a Martin el náufrago cuando la roca, el cielo y el océano se
disuelven. El lenguaje, como el «nada» de Yago, rasga el mundo y
abre en él un enorme agujero. Hace presente lo ausente y nos induce
a ver con intolerable claridad lo que no está ahí en absoluto.
Otelo es presa especial de este engaño, pues, en términos
freudianos, ha sublimado sus impulsos «más bajos» en un idealismo
exaltado. Quienes hacen algo así, según Freud, debilitan tales
instintos y, con ello, los dejan a merced del impulso de muerte. Eso
explica por qué lo angélico puede dar un vuelco sin previo aviso
hacia lo demoníaco: por qué Otelo queda reducido en apenas un
puñado de escenas de una venerada figura pública a un atropellado
maníaco loco de sexo. Su elocuencia majestuosa se deshilvana
inexorablemente por las costuras cuando saluda a un grupo de
dignatarios de visita con el enloquecido grito de «¡cabrones y
monos!». No es ni mucho menos la clase de bienvenida que alguien
espera de una autoridad estatal de alto rango. La idealizada
Desdémona ha funcionado para él como una especie de fetiche; para
Freud, la función del fetiche es, precisamente, la de ahuyentar las
turbulentas realidades del inconsciente. «Oh, sí que la amo —gime
Otelo—, y cuando no la amo / vuelve el caos». Si necesita el amor de
su esposa, es eminentemente para expulsar de sí mismo una idea
aterradora. Y es sobre esa ausencia en el interior de Otelo sobre la
que Yago puede ir sembrando insidias hasta provocar la implosión
de la identidad de aquél.
100
Son muy abundantes las obras literarias dedicadas al mal,
pero no muchas las que han sido tachadas precisamente de
malignas. Ésa fue, sin embargo, la suerte que corrió Las amistades
peligrosas (1782) de Pierre de Laclos, libro que algunas jóvenes damas
de la época sólo se atrevían a leer a puerta cerrada y que acabó
siendo condenado como «peligroso» por la mismísima corte real
parisina. Los protagonistas de la novela, la marquesa de Merteuil y
su examante, el vizconde de Valmont, son unos monstruos de la
manipulación que arruinan las vidas de otras personas provocando
intrigas sexuales, básicamente, por diversión. Valmont acepta
despiadado el reto de seducir a la angelical presidenta de Torvel,
pues la piedad y la castidad de las que ésta hace gala la convierten en
un «enemigo» digno de las maquinaciones del vizconde. Visto así,
hay en la actitud de éste hacia ella un dejo de Yago. Tras tomarse
media novela para seducir a la devota presidenta, la abandona y deja
que muera de desesperación. Luego se venga de madame de
Volanges, quien había tratado de advertir a la presidenta de Torvel
del sucio carácter del vizconde, seduciendo a su hija quinceañera,
Cécile. Valmont se entretiene especialmente imaginando lo que su
respetable novia adolescente hará en su noche de bodas con las
sofisticadas técnicas sexuales en las que la ha adiestrado. Cécile
acaba quedándose embarazada y se retira en un convento; el
indignado joven aristócrata que la ama mata entonces a Valmont en
un duelo.
La entusiasta compañera de fechorías del vizconde es la
marquesa de Merteuil, mujer de quien se dice que es una de las
canallas de más negro corazón de toda la literatura mundial. Estos
dos aristócratas corruptos son grandes conocedores del arte del
«amor», un juego que ejecutan con la delectación sádica propia de
101
los psicópatas. En su disipada alta sociedad parisina, la amante es la
antagonista, cortejarla es darle caza hasta matarla y llevársela a la
cama es destruirla. Valmont y su exquerida no son malvados porque
sean víctimas de una pasión incontrolable, sino, precisamente,
porque no lo son. Su fusión de lo cerebral con lo erótico es lo que les
confiere ese carácter tan estereotipadamente galo. Esta patricia
pareja está tan disociada de su propia vida emocional como Adrian
Leverkühn y, por eso, arrasa con las criaturas vulnerables que tiene
a su alrededor. El amor es una escaramuza militar o un
experimento marcial que ha de llevarse a cabo porque sí, por el
mero placer destructivo que hay en ello. No tiene casi nada que ver
con el afecto. En la maligna ausencia de motivos que tienen para sus
conquistas ambos se acercan mucho a un tipo tradicional de mal,
una condición que puede encontrarse en toda una tradición que
abarca desde Sade hasta Sartre. Existen sobrados motivos, pues,
para creer que el diablo es un señor francés.
Otelo nos regala el espectáculo de un hombre que destruye
sistemáticamente a otro por ninguna razón aparente. Uno diría que
el mal es todo un ejemplo del más puro espíritu desinteresado. De
ser cierto, lo sorprendente es que difícilmente alguna de las figuras
literarias que hemos examinado hasta aquí cumpliría con los
requisitos que la consagrarían como malvada. El Martin el náufrago
de Golding, según las pruebas aportadas por la propia novela, no
extermina a otros porque sí, sin más. Él no es, en absoluto, la clase
de hombre que hace algo (creativo o destructivo, es igual) por
102
hacerlo. Cuesta imaginarlo silbando alegremente sentado ante el
torno del alfarero. La voluntad de Martin está al servicio de su
implacable interés propio, mientras que el mal «puro» devasta y
extermina aun cuando con ello amenace con sabotear los intereses
mismos de quienes lo pilotan. En realidad, puede causarles una
gran dosis de angustia, como veremos en breve. Lo que sucede es
que, para el mal, esa angustia supone también una fuente de gran
satisfacción. El filósofo John Rawls escribió (en un tono bastante
sorprendente para quienes estén familiarizados con su adusto estilo
académico) que «lo que mueve al hombre malvado es el amor a la
injusticia: se deleita en la impotencia y la humillación de quienes se
encuentran sometidos a él y se complace en que éstos lo reconozcan
como autor de su degradación»23. El mal es pura perversidad. Es
una especie de perfidia cósmica. Puede proclamar la inversión de
los valores morales convencionales hasta el punto de que la
injusticia se convierta en un logro merecedor de admiración, pero lo
cierto es que, en el fondo y en secreto, no cree en ninguno de ellos.
En el Pinkie de Graham Greene se delatan algunos de los
rasgos tradicionales del mal. Pero también él mata por razones
prácticas (para evitar que lo identifiquen como autor del delito, por
ejemplo) y no por el hecho de matar sin más. En eso se parece a los
gánsteres en general, que no son proclives, en general, a cometer lo
que los franceses conocen como un acte gratuit, es decir, una acción
deliberadamente innecesaria y sin sentido. El Adrian Leverkühn de
Thomas Mann no destruye a nadie más que a sí mismo, por mucho
que se considere responsable de la muerte de un niño. Y tampoco
23
Citado en Peter Dews, The Idea of Evil, Oxford, 2007, p. 4.
103
acaba con su propia vida porque sí: hay un propósito artístico en su
prolongado suicidio. El narrador sin nombre de El tercer policía está
indudablemente en el infierno, pero asesina al viejo Mathers por un
interés económico, no porque el asesinato sea un fin en sí mismo.
Así que, tal vez, también los que podríamos llamar «simplemente
viciosos» acaben en el infierno, junto con los decididamente
malvados. Las brujas de Macbeth parecen arrasar con la vida
humana pura y exclusivamente porque sí, pero ya hemos visto que,
como las brujas de la vida real, no son ni mucho menos tan «negras»
como sus críticos las han pintado a lo largo de la historia. Quizás sea
Yago quien con menores reparos responda al perfil de la
malignidad.
Habrá quien diga que cualquier definición del mal que
excluya a semejante galería de granujas es contraproducentemente
limitada. ¿No estaríamos entonces ante una acepción del mal
demasiado técnica y precisa para que pueda resultar válida?
Conforme a ella, el mal se define en la práctica como aquello que
Immanuel Kant llamó «el mal radical». El mal sería entonces la
maldad voluntaria por la maldad en sí, algo que Kant no creía que
fuera siquiera posible, pues, para él, hasta el más depravado de los
individuos debe reconocer la autoridad de la ley moral. Pero el
carácter restringido de la definición podría darnos a entender
también cuán extraordinariamente raro es el mal en realidad, a
pesar de todas esas voces prontas a asignar de forma disciplente tal
etiqueta a los asesinos de niños o a Corea del Norte. Además, una
definición tan amplia del término como la manejada por estos
últimos encierra también serios peligros. Kant, por ejemplo, emplea
términos como mal, maldad, depravación y corrupción de la
conducta, que muchos liberales más relajados no valorarían más
104
que como tibiamente inmorales. Para él, el mal radica en nuestra
propensión a desviarnos de la ley moral. Pero el mal es mucho más
interesante que algo tan limitado. Y no todas las desviaciones de esa
clase son dignas de tal nombre.
Donde el mal quizás no sea tan raro es en las altas esferas de
las organizaciones fascistas. Pero éstas tienen una presencia
gratamente exigua sobre el terreno, al menos la mayor parte del
tiempo. No es menos cierto que, cuando el mal se desata, tiende a
hacerlo con gran estruendo, como los accidentes aéreos. El
Holocausto viene de inmediato a la mente en ese sentido. Aun así,
deberíamos tener presente el carácter excepcional de semejante
suceso. No fue excepcional, desde luego, en cuanto al inmenso
número de hombres, mujeres y niños inocentes asesinados. Las
carnicerías de Estado de Stalin y Mao acabaron con la vida de
muchos más individuos. El Holocausto fue inusual porque la
racionalidad de los Estados políticos modernos es, por lo general,
instrumental y se dirige hacia la consecución de fines concretos.
Asombra, pues, descubrir un acte gratuit monstruoso como ése, un
genocidio por el genocidio en sí, una orgía de exterminio cometida,
al parecer, por el puro exterminio y en plena era moderna
contemporánea. Semejante mal se encuentra casi siempre
confinado en el ámbito privado. Los llamados asesinos de los Moors
de la Gran Bretaña de los años sesenta, que, al parecer, no padecían
enfermedad mental alguna y que, según se sospecha, torturaron y
mataron a niños por el simple placer obsceno de hacerlo, podrían
ser un buen ejemplo.
Sin embargo, resulta sumamente difícil dar con ejemplos de
devastación pública por la mera devastación en sí. Por un lado, tales
105
sucesos requieren de una ingente dosis de organización, y las
personas suelen ser reacias por naturaleza a dedicar tiempo y
energía a semejantes empresas a menos que no perciban
expectativas de alguna recompensa sustancial. La psicosis masiva
dista mucho de ser un fenómeno cotidiano, a menos que estemos
dispuestos a incluir la religión o el club de fans de Michael Jackson
dentro de esa categoría. Una de las características más grotescas de
los campos de la muerte nazis fue el modo en que se aplicaron toda
una serie de medidas sobrias, meticulosas y utilitaristas al servicio
de una obra desprovista de finalidad práctica alguna: como si los
fragmentos y pedazos individuales del proyecto tuvieran sentido,
pero no su conjunto. Lo mismo sucede con los juegos, en los que se
realizan movimientos o jugadas con un propósito coherente dentro
de una situación global que carece de toda función práctica.
Stalin y Mao masacraron por un motivo. Sus asesinatos
estuvieron respaldados, en su mayor parte, por una racionalidad de
naturaleza brutal. Esto no convierte sus acciones en menos abyectas
o culpables que las de los nazis. A fin de cuentas, a las víctimas de
semejantes atrocidades no les importa mucho si perecen sin motivo
particular alguno o conforme a un plan meticuloso. Arrojar a un
perfecto extraño de un vagón de ferrocarril en marcha porque sí,
como ocurre en la novela Los sótanos del Vaticano, de André Gide, no
es tan malo como arrojar a media docena de ellos para tener más
espacio para estirar las piernas. Los crímenes de Stalin y Mao no son
necesariamente menos abominables que los de Hitler. Tan sólo
pertenecen a una categoría distinta.
Habrá quien diga que, en realidad, la llamada Solución Final
no carecía de todo propósito; que, después de todo, los propios
106
nazis la veían como una solución, por lo que es de presumir que
tuviera alguna finalidad. Para empezar, por ejemplo, la
demonización de los judíos era útil para la causa de la unidad
nacional, meta que resulta siempre más fácil de alcanzar frente a un
peligro omnipresente. También había razonas prácticas claras para
deshacerse de enemigos políticos del régimen, como los
comunistas. Por otra parte, ellos creían que asesinando a los
«pervertidos» sociales o a las personas con discapacidad física o
mental, purificaban la raza germánica. Volveremos en breve sobre
esta explicación basada en la «purificación de la raza», pero antes
vale la pena señalar que no hace falta matar a seis millones de
personas para fabricar un chivo expiatorio. Siempre es posible
convertir a unas personas en chivos expiatorios sin erradicarlas. De
hecho, esos dos fines resultan irreconciliables en última instancia: si
alguien se deshace de su chivo expiatorio, tendrá que encontrarle un
sustituto. Así que, después de todo, ¿qué se pretendía solucionar
con esa Solución Final?
También es verdad que, a veces, no existe una línea de
separación clara entre lo pragmático y lo que no lo es. ¿A cuál de las
dos categorías corresponde la Inquisición, por ejemplo? El arte y el
humor son principalmente no pragmáticos, pues no suelen tener
grandes efectos prácticos. Aun así, sí son capaces de producirlos de
vez en cuando. Pensemos, si no, en una marcha patriótica
compuesta para celebrar las conquistas militares de la nación.
También las purgas y los pogromos tienen, por lo general, algún
objeto político: ya sea la apropiación de tierras o la destrucción de
enemigos potenciales del Estado. Pero son difícilmente reducibles a
esos objetivos prácticos, como la violencia excesiva invertida en
ellos ya nos da a entender. Si son así de salvajes, es porque en ellos
107
suelen estar implicados no sólo la tierra o el poder, sino también las
identidades de las personas. Los seres humanos suelen tomarse
molestias bastante brutales para seguir siendo quienes son. Y en
cualquier campaña de ese signo, lo pragmático y lo no pragmático
tienden a ir unidos de un modo inextricable. Para Sigmund Freud,
el impulso de muerte siempre excede inútil y sádicamente los fines
prácticos para los que lo utilizamos (como la subyugación de la
naturaleza, por ejemplo). Se trata, pues, de un servidor
notoriamente poco fiable, siempre a punto de salir corriendo a
hacer de las suyas. Primo Levi, por ejemplo, comentó que, durante
la época de Hitler, la violencia parecía siempre ser o bien un fin en sí
misma o bien desproporcionada para el objetivo que supuestamente
perseguía24.
El Holocausto no fue irracional en el sentido de ser una
matanza puramente aleatoria, como si a alguien se le hubiera
ocurrido matar a seis millones de violinistas o a seis millones de
individuos con ojos de color avellana. Quienes perecieron en él
perdieron la vida por ser judíos, roma, homosexuales o de cualquier
otro grupo de personas que los nazis consideraban indeseables. El
hecho de que se masacrara a gais, mujeres e izquierdistas sirve para
recordarnos que la Solución Final no consistió simplemente en una
matanza de aquellos y aquellas a quienes, como los judíos (incluidos
los judíos alemanes), se consideraba extranjeros étnicos o raciales.
Pero ¿por qué eran consideradas indeseables todas esas personas?
Porque se creía que constituían una amenaza para la pureza y la
24 Primo Levi, The Drowned and the Saved, Londres, 1988, p. 101. [Hay
trad. cast.: Los hundidos y los salvados, Barcelona, El Aleph, 2002.]
108
unidad de la nación alemana y de la llamada raza aria. Así que, tal
vez, ésta fuera razón suficiente para los campos de la muerte.
Ahora bien, la amenaza no era en su mayor parte de
naturaleza práctica. En general, estos (así denominados)
extranjeros suponían una amenaza para el Estado no por lo que
estuvieran tramando, sino por el simple hecho de existir, de manera
muy parecida a como la existencia misma de Otelo parece amenazar
a Yago. No era únicamente porque fueran un «Otro», por utilizar la
jerga posmoderna de moda. La Alemania nazi tenía «Otros» de
sobra, incluidos los Aliados, pero no elaboró planes esmerados para
exterminarlos en masa, más allá de bombardearlos hasta arrasarlos.
Los nazis no asesinaron a belgas simplemente porque fueran de ese
país. Los Aliados constituían un peligro literal para los nazis, pero
no eran la que podríamos denominar una amenaza ontológica: una
amenaza a su propio ser. No socavaban insidiosamente las raíces de
su identidad, como se suponía que hacían los judíos y otros
colectivos. Los «Otros» que impulsan a alguien a cometer un
asesinato en masa suelen ser aquellos que, por uno u otro motivo,
devienen en un símbolo de un terrible no-ser instalado en el núcleo
central de la identidad de ese alguien. Esa dolorosa ausencia es la
que intenta llenar con fetiches, ideales morales, fantasías de pureza,
la voluntad desbocada, el Estado absoluto o la fálica figura del
Führer. En esto, el nazismo se asemeja a otras formas de
fundamentalismo. El placer obsceno derivado de la aniquilación del
Otro pasa a ser el único modo de convencerse a uno mismo de que
aún existe. El no-ser presente en el centro de la propia identidad es,
entre otras cosas, un anticipo de la muerte, y una forma de
ahuyentar el terror de la mortalidad humana consiste en liquidar a
aquellos y aquellas que encarnan ese trauma en sus propias
109
personas. De ese modo, el liquidador demuestra que tiene
autoridad sobre el único antagonista —la muerte— que no puede
ser vencido ni siquiera en principio.
El poder aborrece la debilidad porque ésta le restriega su
propia flaqueza secreta. Los judíos eran para los nazis una especie
de nada o de excrecencia vil, un indicador obsceno de humanidad
en su nivel más vergonzantemente vulnerable. Eso era lo que había
que aniquilar para preservar la propia integridad del ser de los
nazis. Para el filósofo Otto Weininger, por ejemplo, eran las
mujeres las que encarnaban una forma de no existencia aterradora.
Su seducción de los hombres, según argumentó en Sexo y carácter,
representa el anhelo infinito de Algo que siente la Nada. Pero ¿cómo
se elimina la nada? ¿Y cuándo se sabe a ciencia cierta que se ha
conseguido eliminarla? ¿No es contraproducente hasta lo absurdo
imaginar que podemos disipar el miedo a la nada que sentimos en
nuestro interior creando aún más de lo mismo a nuestro alrededor?
Lo cierto es que es imposible destruir el no-ser; por eso, el Tercer
Reich habría tenido que florecer durante, al menos, mil años,
cuando no por toda la eternidad. De ahí también que el infierno
dure por los siglos de los siglos en la mitología popular. Siempre hay
más cosas materiales repugnantes que hay que erradicar; siempre
hay una pureza más refinada, más perfecta, que alcanzar. Matar a
todos los judíos del planeta suponía una propuesta atrayente para
los nazis por varios motivos, pero uno de ellos había que buscarlo en
su perfección estética. De la noción de la destrucción absoluta se
puede extraer cierto deleite diabólico. Los defectos, los cabos
sueltos y las aproximaciones son cosas que el mal no puede
soportar. Ahí radica una de las razones por las que mantiene cierta
afinidad natural con la mentalidad burocrática. La bondad, sin
110
embargo, está enamorada de la naturaleza desigual e inacabada de
las cosas.
Pese a todo, ya hemos visto que el mal exhibe aquí dos caras
que los nazis ejemplifican mejor que nadie. Por un lado, nos enseña
una especie de insidiosa deficiencia del ser; por el otro, viene a ser
justamente lo contrario: una monstruosa generación de materia sin
sentido. Para la ideología nazi, los judíos y las demás víctimas que
los acompañaron en aquella fatalidad simbolizaban ambas cosas al
mismo tiempo. Por una parte, representaban una ausencia de ser
(ausencia que, como hemos visto, amenazaba con evocar en los
nazis el horror a su propia nada esencial). Por otra parte, los judíos
representaban una materia sin sentido, mera basura subhumana.
En esta segunda vertiente, planteaban una amenaza al aspecto
«angélico» del nazismo: a su ansia de orden e idealismo. Por
muchos judíos que masacraran, por mucho que sus verdugos
insistieran en la disciplina y la autoridad, siempre quedaría algún
rastro de ese excremento humano que contaminara sus elevados
planes. Como escribió Milan Kundera en El libro de la risa y el olvido,
«la muerte tiene dos caras. Una es la del no-ser; la otra es la del
aterrador ser material que supone el cadáver». La muerte es, a un
tiempo, una ausencia y un exceso de ser. Es solemnemente
significativa, pero también tan vacía como una página en blanco.
Lo que tienen en común estas dos dimensiones del mal es un
cierto horror a la impureza. Por una parte, puede verse la impureza
como la vil mugre nauseabunda de la negatividad; en ese caso, la
pureza radica en una angélica plenitud del ser. Por otra parte,
puede verse la impureza como el excedente obscenamente abultado
del mundo material cuando éste ha sido despojado de sentido y
111
valor; en comparación con éste, es el no-ser el que denota pureza.
Los nazis oscilaron constantemente entre esas dos posturas. Dieron
virajes que los hicieron moverse entre lo angélico y lo demoníaco:
entre la repugnancia por el caos y la delectación en él. En cuanto a
esta segunda actitud, contamos con el testimonio del teólogo
alemán Karl Jaspers, quien, escribiendo a la sombra del nazismo, se
refirió a cómo éste se complacía «en la actividad sin sentido, en
torturar y ser torturado, en la destrucción por la destrucción, en el
odio iracundo hacia el mundo y hacia el hombre, unido al odio
iracundo hacia la despreciada existencia propia»25. Sería difícil
hallar un resumen más conciso de lo diabólico. El mal es una especie
de acertijo tramposo o una contradicción, que es uno de los motivos
por los que las brujas de Macbeth se expresan con dobles sentidos. Es
austero, pero también es disoluto. Es espiritualmente elevado, pero
también corrosivamente cínico. Supone una sobrevaloración
megalómana del yo y, al mismo tiempo, una devaluación
igualmente patológica del mismo.
Volvamos, pues, sobre la cuestión de si conviene entender el
mal como una especie de maldad gratuita (o no pragmática). En
cierto sentido, la respuesta es un sí rotundo. El interés principal del
mal no son las consecuencias prácticas. Como ha escrito el
psicoanalista francés André Green: «El mal carece de “porqué”
porque su razón de ser consiste en proclamar que nada de lo que
existe tiene significado, obedece a ninguna orden o persigue
finalidad alguna, y que todo depende únicamente del poder que es
25 Karl Jaspers, Tragedy Is Not Enough, Londres, 1934, p. 101. [Hay
una trad. cast. parcial: Esencia y formas de lo trágico, Buenos Aires, Sur, 1960.]
112
capaz de ejercer para imponer su voluntad sobre los objetos de su
apetito»26. No es una mala descripción de Pinkie o de Martin el
náufrago. Pero los malvados sí tienen finalidades de un
determinado tipo. Puede parecer que arrasan con las cosas
simplemente porque sí, pero ésa no es toda la verdad. Ya hemos
visto que infligen violencia a quienes plantean una amenaza a su
propia identidad. Pero también destrozan y sabotean para aligerar
el conflicto infernal en el que están atrapados, y del que veremos un
poco más en breve. Los malvados sienten dolor, y como muchas
personas que sufren, están dispuestos a ir muy lejos para hallar
algún tipo de alivio. Se trata, pues, de factores que muy bien
podríamos calificar de motivos, aun cuando no pertenezcan a la
misma categoría que los de las masacres de campesinos por sus
opiniones contrarrevolucionarias. Por lo tanto, en ese sentido,
incluso el mal está amparado en una cierta forma truculenta de
racionalidad.
No es menos cierto que también podemos retrotraer la
cuestión a un estadio previo y preguntarnos por qué querría nadie
aferrarse a su propia identidad. No se puede decir que haya siempre
una razón práctica imperiosa para hacer algo así. En realidad, en
términos prácticos, yo podría muy bien estar mejor siendo otra
persona. A mí, en concreto, me viene a la mente la figura de Mick
Jagger. Usted podría afirmar, como hicieron los nazis, que su
identidad es inconmensurablemente superior a la de los demás,
hasta el punto de creer que, de irse a pique una raza suprema como
ésa, algo sumamente preciado sucumbiría con ella. Pero no cuesta
26
Citado en Peter Dews, The Idea of Evil, Oxford, 2007, p. 133.
113
mucho ver que, en el fondo, ésa es una manera de racionalizar el
impulso patológico de identidad propia que los nazis evidenciaban.
Y se podría decir que eso no era más que una versión más escabrosa
y letal de nuestra propia compulsión cotidiana a persistir en lo que
somos.
No hay razón particular alguna que nos obligue a querer
seguir siendo argelinos, trapecistas o veganos anglocatólicos. En
realidad, hay ocasiones en las que queremos perseverar en una
identidad que no tenemos en gran estima. Simplemente, el ego
contiene un impulso innato a mantenerse intacto. Podemos ver,
pues, por qué es tan ambigua la cuestión de la funcionalidad o no
funcionalidad del mal. El mal es algo que se comete en nombre de
otra cosa y, en ese sentido, tiene una finalidad; pero esa otra cosa no
tiene utilidad alguna por sí misma. Yago destruye a Otelo, en parte,
porque lo considera una monstruosa amenaza a su propia
identidad, pero el porqué de la validez de semejante razón para
destruirlo continúa siendo algo impenetrable. Aun así, las acciones
reales de Yago tienen sobrado sentido: de ahí que no sea del todo
correcto decir que el mal es algo que se hace por el mal mismo. Se
trata, más bien, de una acción con un propósito que se emprende en
nombre de una condición que, ésta sí, carece de propósito. También
en este caso el ejemplo del juego serviría como una de las analogías
más aproximadas del mal.
En el fondo, si nos remontamos suficientes estadios, toda
actividad provista de un propósito resulta estar al servicio de un
estado o situación carente de sentido u objeto. ¿Por qué salió ella
corriendo para no perder el autobús? Porque quería llegar a la
farmacia antes de que cerrara. ¿Por qué quería hacer algo así? Para
114
comprar dentífrico. ¿Por qué quería dentífrico? Para cepillarse los
dientes. ¿Por qué cepillarse los dientes? Para mantenerse sana. ¿Por
qué mantenerse sana? Para seguir disfrutando de la vida. Pero ¿qué
tiene de valioso una vida placentera? Ciertamente, no es uno de los
valores que Pinkie suscribiría. Llegados a ese punto, como diría
Ludwig Wittgenstein, nuestra pala toca el lecho rocoso del fondo.
Los motivos, como él mismo comentó en las Investigaciones filosóficas,
tienen que terminarse en algún punto. Sólo un niño de cinco años,
con su incesante interrogatorio metafísico, es incapaz de aceptar
algo así.
En un estudio titulado Ethics, Evil, and Fiction, el filósofo Colin
McGinn señala que el sádico valora el dolor por el dolor en sí, y por
eso crea todo el que puede infligiéndoselo a otras personas. El
sádico no considera que el dolor tenga una finalidad concreta, como
los brigadas encargados de la instrucción castrense y,
probablemente, el duque de Edimburgo tienden a creer. McGinn
opina que hay ciertos tipos de mal que sí tienen una finalidad. Pero
también existe una clase de mal «primitivo» que carece de motivo
alguno y no admite ninguna explicación adicional. Sucede
simplemente, según comenta McGinn, que algunas personas han
sido «fabricadas» así. Una de las razones por las que se ve obligado a
recurrir a una forma tan poco convincente de expresarlo es que,
como buen filósofo anglosajón ortodoxo, no quiere saber nada de
misterios europeos continentales como el psicoanálisis. (Ese mismo
descuido lo lleva a proponer algunos remedios sorprendentemente
inverosímiles para combatir el mal). Si McGinn estuviera preparado
para dar a esas ideas su merecido reconocimiento, tal vez
descubriría que el mal no es una vieja forma de sadismo más: es,
más bien, la clase de crueldad que pretende aliviar una aterradora
115
ausencia interior. Y, en la medida en que eso es así, ni siquiera el
mal «primitivo» está enteramente exento de sus propios motivos.
De hecho, en otras partes de su libro, McGinn ofrece un
argumento excelente que pone en peligro su propia defensa de la
ausencia de motivos del mal. Concretamente, señala que el efecto
del sufrimiento intenso es la corrosión del valor de la existencia
humana. Para quienes padecen un tormento, la vida se ha
convertido en una carga intolerable de la que hay que
desembarazarse. Muchas personas desesperadas de dolor
preferirían estar muertas. Y algunas de las que están muertas en el
plano espiritual gozan contemplando ese tormento, porque no hace
más que confirmar su propio desprecio ascético por la existencia
humana. Así pues, su entusiasmo por las aflicciones de otras
personas tiene un motivo. (En un sentido parecido, el dolor que se
siente ante el éxito de otra persona [es decir, la envidia] tiene un
sentido, ya que los logros de otros nos obligan a enfrentarnos de
forma humillante con nuestros propios fracasos). Hay un tipo
concreto de sádico que hace aullar de dolor a otras personas para
transformarlas en una parte más de su propia naturaleza nihilista.
El mal aporta un falso consuelo a los angustiados murmurándoles al
oído que, de todos modos, la vida no tiene valor alguno. El enemigo
de ese mal, como siempre, no es tanto la virtud como la vida en sí. Si
le escupe a la virtud a la cara, es porque, como bien sabían
Aristóteles y Tomás de Aquino, la virtud es, con diferencia, la
manera más plena de vivir y la que procura un placer más profundo.
116
En ese gran monumento a la desesperanza humana que es El
mundo como voluntad y representación, el filósofo decimonónico Arthur
Schopenhauer distinguió entre lo que él llamó lo bueno, lo malo y lo
malvado. Las acciones malas eran, según él, las egoístas; pero las
acciones malvadas no pertenecían a ese apartado. No consistían en
simples muestras de egoísmo despiadado o de fanático interés
propio. Schopenhauer entendía por malvado más o menos lo mismo
que he querido decir yo aquí al emplear ese término. Para él, los
actos malvados estaban motivados por la necesidad de obtener un
alivio para el tormento interior de aquello que él denominaba la
Voluntad. Y semejante alivio se conseguía infligiendo ese mismo
tormento a otras personas. Así pues, en términos psicoanalíticos, el
mal es una forma de proyección.
Para Schopenhauer, la Voluntad es un impulso maligno que
reside en el núcleo mismo de nuestro ser, pero que es cruelmente
indiferente a nuestro bienestar personal. Prescribe sufrimiento sin
finalidad alguna. De hecho, no tiene otro propósito visible más que
su propia y vana autorreproducción. Los hombres y las mujeres
sometidos al albur de semejante fuerza, según escribió
Schopenhauer, ven insatisfecho un deseo tras otro, pero, «al final,
se acaba por agotar todo deseo posible y la presión de la Voluntad
sigue ahí, aun sin un motivo reconocido, y se hace notar con
indecible dolor en forma de una sensación de atroz desolación y
vacío» 27 . Es precisamente cuando dejamos de desear algo en
27 Arthur Schopenhauer, The World as Will and Idea, Nueva York,
1966, vol. 1, p. 364 (traducción modificada). [Hay trad. cast.: El mundo como
voluntad y representación, Madrid, Akal, 2005.]
117
particular cuando nos invade el dolor inmaculado del deseo en sí: el
deseo en su estado más puro.
Sigmund Freud, muy influido por Schopenhauer, redefinió
esa fuerza malignamente sádica y la denominó «impulso de
muerte». Su originalidad, sin embargo, residió en argumentar que,
para nosotros, ese poder vengativo resulta agradable además de
mortal. De hecho, la muerte nos resulta extraordinariamente
gratificante en un cierto sentido. Eros y Tánatos, el amor y la
muerte, están estrechamente interrelacionados a juicio de Freud.
Ambos implican, por ejemplo, un abandono del yo. Atacado de
forma salvaje por el superego, asolado por el ello y apaleado por el
mundo exterior, es comprensible que el pobre y magullado ego esté
enamorado de su propia disolución. Como si de una bestia
gravemente mutilada se tratase, para él su única seguridad final
pasa por arrastrarse como pueda hacia la muerte. Sólo regresando
al estado inanimado desde el que empezó puede cesar su
sufrimiento. Se trata de una situación con la que el arte literario
está familiarizado desde hace mucho tiempo. Detenerse en plena
noche y sin dolor, por emplear la expresión de Keats, es, en palabras
de Hamlet, una consumación fervientemente deseable. Al final de la
gran novela de Thomas Mann Los Buddenbrook, el agonizante
Thomas Buddenbrook se da cuenta de que «la muerte era una
alegría tan grande, tan profunda, que sólo podía ser soñada en
momentos de revelación como el presente. Era el regreso de un
deambular insoportablemente doloroso, la corrección de un grave
error, el aflojamiento de las cadenas, la apertura de las puertas:
reparaba un lamentable infortunio».
Ése era, pues, el verdadero escándalo que suscitaba el
118
psicoanálisis: no la sexualidad de los niños pequeños, que estaba
admitida desde hacía tiempo (entre otros, por los propios
pequeños), sino la propuesta de que los seres humanos deseaban
inconscientemente su propia destrucción. En el núcleo del yo
palpita un impulso de nada absoluta. Es eso que habita en nuestro
interior lo que perversamente clama por nuestra propia perdición y
ruina. Para guardarnos del daño conocido como «la existencia»,
estamos dispuestos incluso a aceptar de buen grado nuestra propia
desaparición.
Quienes caen bajo el influjo del impulso de muerte sienten
esa extática sensación de liberación que surge de pensar que, en
verdad, nada importa. El placer de los malditos estriba
precisamente en que nada les merece la pena. Hasta el interés
propio dejan a un lado, pues los condenados son gente
desinteresada a su (retorcido) modo, ansiosos como están de
anularse junto con el resto de la creación. El impulso de muerte es
una revuelta delirantemente orgiástica contra el interés, el valor, el
sentido y la racionalidad. Es el descabellado anhelo de hacer añicos
todo eso en nombre de nada en absoluto. Y es un anhelo que no
siente respeto alguno por el principio de placer ni por el de realidad,
los cuales está alegremente dispuesto a sacrificar por igual por el
estrépito, obscenamente gratificante para sus oídos, del mundo
desmoronándose a su alrededor.
Para Freud, el impulso de muerte está inseparablemente
unido al superego: la facultad de la conciencia moral, que nos
reprende por nuestras transgresiones. En realidad, Freud describe
el superego como «un puro cultivo del instinto de muerte».
Castigándonos por nuestras transgresiones, este poder reprochador
119
aviva en nosotros un caldo letal de culpabilidad. Pero como somos
criaturas masoquistas y también nos regocijamos con las regañinas
del superego, somos capaces de abrazar nuestras cadenas y de
encontrar una perversa fuente de placer en nuestra culpabilidad
misma. Y lo que esto consigue es que nos sintamos aún más
culpables. Esta culpa excedentaria hace que sobre nuestras cabezas
descienda el noble terrorismo del superego con una fuerza más
vengativa aún, si cabe, lo que nos lleva a sentirnos más culpables
todavía y, por lo tanto, más gratificados… y así sucesivamente.
Estamos atrapados en un círculo vicioso de culpa y transgresión, o
de Ley y deseo. Cuanto más tratamos de aplacar esa Ley implacable,
más inclinados nos sentimos a destrozarnos.
Llevado al extremo, este impasse puede sumirnos en lo que
Freud llama «melancolía» (y que nosotros tal vez denominaríamos
actualmente una depresión clínica aguda). Y esto, en el peor de los
casos, puede desembocar en la extinción del ego por suicidio. Toda
renuncia a una satisfacción de los instintos fortalece la autoridad
del superego, refuerza su rencor demencial y, por lo tanto, ahonda
nuestra culpa. Esta vengativa facultad se ceba con los deseos
mismos que prohíbe. Además, en una dolorosa e irónica vuelta de
tuerca, la misma Ley que castiga nuestras transgresiones es la que
las provoca. Sin las paranoicas prohibiciones del superego, no
seríamos conscientes del crimen ni de la culpa para empezar. Como
escribió san Pablo en su Epístola a los Romanos: «Yo no conocí el
pecado sino por la ley […] y hallé que el mismo mandamiento que era
para vida a mí me resultó para muerte». Ésta, si lo prefieren, es la
versión freudiana del pecado original. Para Pablo, el único modo de
romper con ese círculo vicioso era transformando la Ley de la
censura y la condena en la Ley del amor y el perdón.
120
De igual manera que Freud sostuvo que los sueños eran una
privilegiada vía de entrada en el inconsciente, una de nuestras más
fiables formas de acceso al impulso de muerte es la adicción.
Tomemos el caso, por ejemplo, de un alcohólico sumido en el trance
de una fuerte borrachera. Si le cuesta tanto apartar de sí la botella,
no es porque se deleite en el sabor de aquella sustancia. De hecho, lo
más probable es que el sabor le dé igual. Si le cuesta, es porque la
bebida llena una herida o hendidura abierta en su ser interior. Al
taponar ese hueco intolerable, actúa como una especie de fetiche:
como Desdémona para Otelo. Pero la botella también es difícil de
apartar porque el alcohólico es adicto a su propia destrucción. Y esto
es así porque ésta es una potente fuente de placer. De ahí que
continúe bebiendo aun cuando haya destruido ya hasta el último
nervio de su organismo y se sienta, como se suele decir, «a morir».
El placer es inseparable de la autoviolencia. El impulso de muerte no
se contenta sin más con ver cómo nos hacemos pedazos a nosotros
mismos. Con descarada insolencia, nos ordena disfrutar del
proceso mientras estamos en él. Quiere que seamos unos
pervertidos, además de unos suicidas.
El ladrón no infringe la ley por mera diversión: lo hace para
enriquecerse. Pero san Agustín explicó en sus Confesiones que,
cuando de joven robó una vez fruta de un huerto, «me complací en
el pecado y en el hurto mismos. […] Fui malvado sin propósito y sin
que hubiera más causa de aquella malicia mía que la malicia en sí.
Fue algo retorcido y, aun así, me encantó; amé perecer. Amé el
pecado, no lo que obtuve con él; amé el pecado en sí […] sin desear
beneficio alguno de mi vergüenza sino saciar mi sed de vergüenza
121
misma»28. En un apartado posterior del libro, san Agustín escribió
sobre quienes se deleitan en su propia maldad diciendo que sentían
«un placer pernicioso y una felicidad miserable»29. Era su forma de
describir lo que en nuestro tiempo ha sido bautizado como placer
obsceno. Los condenados son aquellos que se atan a la Ley, bien
ceñidos a ella, porque están enamorados del acto mismo de
quebrantarla. Cada vez que se rebelan contra la autoridad, desatan
la sádica furia de ésta sobre sus propias cabezas. Lo hacen con la
misma seguridad con la que un alcohólico exprime las últimas gotas
de placer que a duras penas logra extraer de la botella: con la terrible
certeza de que eso le provocará el más espantoso estado de colapso
físico y mental.
Sólo a través de este horrible proceso puede el alcohólico
sentirse vivo o, cuando menos, disfrutar de esa especie de
desdichada existencia crepuscular, suspendida entre la vida y la
muerte, que la bebida le proporciona. Beber es la única parte que no
está del todo muerta en él, y, por ello, debe aferrarse a la bebida
como quien se estuviera ahogando se aferraría a una tabla de
salvación. Si se desasiera de ella aunque sólo fuera por un instante,
como Martin el náufrago sobre su roca, podría morir de verdad: es
decir, podría tener que enfrentarse a la aterradora posibilidad de
abandonar su adicción y renacer. Pero su disolución es lo que lo
mantiene más o menos entero. Cuanto más bebe, más puede
28
The Confessions of St. Augustine, Londres, 1963, pp. 61-62. [Hay
trad. cast.: San Agustín, Confesiones, Madrid, Alianza, 1999.]
29
Ibid., p. 72.
122
representar una parodia espeluznante del hecho mismo de estar
vivo, y, con ello, más puede ahuyentar el momento en el que caerá
en el dolor agonizante de la devastación que el alcohol —como si de
la torturadora Voluntad de Schopenhauer se tratara— habrá
producido en su cuerpo. Ya lo dijo Søren Kierkegaard: «Igual que un
borracho continúa embriagándose día tras día por miedo a dejarlo y
a la angustia mental que eso le produciría, y a las posibles
consecuencias si algún día volviera a estar completamente sobrio,
así sucede también con el demoníaco. […] Sólo mediante la
continuación del pecado sigue siendo él mismo30.
¿Cuánto quiere beber un alcohólico? La respuesta es: una
cantidad infinita. Si no le estorbara su carne mortal, bebería sin
cesar de aquí a la eternidad. Sus ganas de alcohol son aterradora y
sublimemente inagotables. Puede sobrevivir a cualquier número de
infartos de miocardio, transplantes de hígado, ataques epilépticos y
horrendas alucinaciones. Si para Freud hay algo de imperecedero en
el impulso de muerte, que —como los nazis— aniquila cada vez más
materia y, aun así, nunca llega a saciarse, la bebida para el
alcohólico tampoco es un ente finito en ningún sentido. Como el
deseo mismo, siempre queda suficiente para quien la quiera. Y del
mismo modo que para el psicoanálisis el deseo no es nada personal,
sino más bien una red anónima en la que nos insertamos al nacer, el
impulso de destrucción es algo puramente formal, absolutamente
impersonal e implacablemente inhumano. Para Freud, es ese algo
que está ahí, en el núcleo mismo de nuestro yo, y que no tiene el más
30 Søren Kierkegaard, The Sickness unto Death, Londres, p. 141. [Hay
trad. cast.: La enfermedad mortal, Madrid, Trotta, 2008.]
123
mínimo interés en la suerte que corramos. La suya es la visión
contraria a la de Tomás de Aquino, para quien existe también un
poder totalmente extraño que nos hace ser lo que somos, pero que
se preocupa más por nosotros de lo que nosotros mismos nos
preocupamos.
El alcohólico no quiere beber, como tampoco quiere
desangrarse hasta morir. No es una cuestión de querer o no querer.
No tiene ni un ápice de subjetiva. Como sucede con las palabras,
una bebida lleva a otra, y ésta, a otra más. Igual que no hay una
última palabra, tampoco hay una última bebida. La idea de que ese
impulso enloquecido pueda ser satisfecho por algo determinado —
seis bebidas, por ejemplo, o incluso seiscientas— es absurda. El
alcohólico es presa de un deseo faustiano que aspira a engullir al
mundo entero y que no se detendrá ante nada para conseguirlo. No
es que sea una persona con muy poca voluntad; sucede, más bien,
que la tiene en dosis sobrecogedoras, infinitas. No es un juerguista
que se regodee en los deleites carnales del vino, las mujeres y la
canción. Todo lo contrario: su beber es un austero rechazo de la
carne. Es tan antimundano como la vida monástica. Está tan
alejado de una bacanal como pueda estarlo el mensaje de Navidad
de la Reina. Siempre existe, claro está, una oportunidad de
redención, de optar por la vida antes que por la muerte. Pero incluso
en el harto improbable caso de que el bebedor tomara una decisión
así, seguiría presente la permanente posibilidad de que volviera a
enviarse al infierno de nuevo.
El impulso de muerte representa una especie de eternidad en
el tiempo, o una forma de muerte en vida. Como el mal, no se
somete a límites espaciales ni temporales. Según la terminología de
124
Hegel, representa una especie de infinitud «mala» que podemos
contrastar con la infinitud «buena» de lo que san Pablo llama «la
gracia» o «la caridad». De igual modo que el deseo no tiene final,
tampoco lo tiene la caridad. Hay una clase mala de muerte-en-vida,
que es la de la existencia vampírica de los muertos vivientes. Es el
mundo desdichadamente crepuscular de aquellos, como el
alcohólico o el Pinkie de Graham Greene, en quienes sólo puede
agitarse la vida cuando paladean el sabor de la destrucción. Pero
también hay una forma benigna de muerte-en-vida, que es la
«muerte» del yo abnegado que se da a sí mismo a los demás. Eso es
lo que los condenados no pueden hacer. Para ellos, el yo es
demasiado precioso como para regalarlo. Como bien comentó
Kierkegaard, «precisamente en la incapacidad de morir está el
tormento de la desesperación»31. En cierto sentido, sostenía el
propio Kierkegaard, los desesperados quieren realmente morir:
«Que la desesperación no lo consuma dista mucho de ser un
consuelo para quien desespera: más bien, es justamente tal consuelo
el que lo atormenta, es lo que mantiene vivo el dolor y, al mismo
tiempo, mantiene la vida en tal sufrimiento. Y es que lo que […] lo
desespera es precisamente eso: que no pueda consumirse, que no
pueda llegar a ser nada […] lo que le resulta insoportable es que no
pueda deshacerse de sí mismo»32. Quienes desesperan se frustran a
sí mismos. Quieren morir para escapar a su desventurada
condición, pero languidecen presa de un impulso que,
perversamente, los mantiene activos. Si no pueden morir, es
31
Ibid., p. 48.
32
Ibid., pp. 48-49.
125
porque, como Martin el náufrago, temen más a la nada —al
abandono total del yo— que a su propia y honda aflicción. Como
escribió Friedrich Nietzsche, el hombre prefiere tener voluntad de
lo que sea antes que no tener voluntad alguna. Ésa es, entonces,
para Kierkegaard, la única enfermedad que la muerte no puede
curar, porque la dolencia en sí consiste precisamente en la
incapacidad de morir.
El alcohólico, pues, está desesperado. Está atrapado en un
circuito eterno de anhelo y aversión a sí mismo del que no parece
haber salida. Metafóricamente, vive en una especie de infierno. Uno
de los grandes borrachos de la literatura mundial, el Geoffrey
Firmin de la novela de Malcolm Lowry Bajo el volcán, tiene
precisamente esa terrible intuición: «De pronto, sintió algo que
nunca antes había sentido con tan espantosa certeza: que él mismo
estaba en el infierno». Pero no se trata de una región infernal que el
alcohólico tenga el más mínimo interés en abandonar, pues su
angustia, como ya hemos visto, es lo único que lo mantiene con
vida. Sin ella, teme él, estaría muerto de verdad. La barrera que lo
separa de la libertad y la felicidad es, pues, él mismo. El adicto es
alguien que se ha convertido en un obstáculo insuperable de cara a
su propio bienestar. Y he ahí un aspecto en el que se parece a
quienes son malvados. Firmemente atrapados en las garras del
impulso de muerte, los condenados se deleitan en sus propios
tormentos, así como en el sufrimiento de aquellos que hacen presas
suyas, pues el aferrarse a la agonía de éstos es la única alternativa
que les queda a la aniquilación. Son como aquellas personas
atrapadas en un árbol que, agarrotadas por el pánico y con los
nudillos blancos de tanto aferrarse al tronco, son incapaces de darse
cuenta de lo sencillo que sería soltarse sin más para bajar de él.
126
Están preparados para desear lo infernal y monstruoso, lo
repugnante y excremental, con tal de que ése sea el precio a pagar
por sentirse vivos. Si escupen a la salvación directamente a la cara,
es porque ésta los despojaría de esa aterradora gratificación, que es
todo lo que les queda de la vida humana.
Tal vez dos citas sirvan para ilustrar lo que quiero decir. La
primera está tomada una vez más de Kierkegaard, quien en su
momento reconoció que los desesperados tienen tanto de
arrogantes como de seres que se consumen a sí mismos:
[La desesperación] quiere ser ella misma en su odio a la
existencia: ser ella misma conforme a su sufrimiento. Ni siquiera
quiere ser ella misma en un tono desafiante, sino que quiere serlo por
puro resentimiento. Ni siquiera quiere cortar desafiantemente sus
lazos con el poder que la instauró. Lo que quiere, por pura maldad, es
presionar sobre ese poder, importunarlo, aferrarse a él por malicia.
[…] Rebelándose contra toda existencia, cree haber adquirido pruebas
contra la existencia en general y contra la bondad de ésta. El que
desespera cree que él mismo es esa prueba. Y eso es lo que quiere ser;
ésa es la razón por la que quiere ser él mismo, ser él mismo en su
agonía, para protestar con dicha agonía contra toda existencia. Este
desesperado, como el desesperado débil, no quiere oír nada acerca del
consuelo que le depara la eternidad, pero no quiere oírlo por una razón
distinta de la del débil: en su caso, el consuelo sería su ruina33.
Los condenados se niegan a ser salvados, pues eso los
33
Ibid., p. 105.
127
privaría de su rebelión adolescente contra el conjunto de la realidad.
El mal es una especie de enfurruñamiento cósmico. Y se enfurece
con mayor virulencia precisamente contra quienes amenazan con
arrebatarle su insoportable desdicha. Sólo persistiendo en su ira y
proclamándola teatralmente al mundo puede el mal proporcionar
pruebas condenatorias de la quiebra de la existencia. Es testimonio
vivo de la locura de la creación. Si pretende continuar siendo él
mismo por los siglos de los siglos, rechazando la muerte por
considerarla un insulto insufrible a su orgullo, no es sólo porque se
considere demasiado valioso para perecer. También se debe a que,
para él, desaparecer del escenario sería como dejar que el cosmos se
saliera con la suya. La gente podría entonces confundir este
universo con un lugar benigno y tragarse crédulamente la
propaganda sentimental de su Hacedor. Ahora bien, otra parte de la
ira de los condenados radica, como ya hemos visto, en su
constatación del hecho de que son parásitos de la bondad, de igual
modo que el rebelde es un ser dependiente de la autoridad que
rechaza. Están obsesionados con la virtud que desprecian y, por
ello, son lo contrario de las personas religiosas que no pueden
pensar en otra cosa que no sea el sexo. Tal como escribió
Kierkegaard, quieren «aferrarse a [ese poder] por malicia», quieren
irritarlo y acosarlo constantemente, como aquel vejete testarudo
que se niega a morir porque disfruta siendo un incordio constante
para su sufridora esposa.
La segunda cita procede del padre Zosima, el santo monje de
Los hermanos Karamazov, de Dostoievski. Los satánicos, declara él,
«exigen que no haya Dios ni vida, que Dios se destruya a sí mismo y
a toda su creación. Y arderán eternamente en las llamas de su
propio odio y anhelarán la muerte y el no-ser. Pero la muerte no les
128
será concedida». Si se dice que el infierno no tiene fin, es porque su
fuego se alimenta a sí mismo, de manera muy parecida a como lo
hacen la malicia y el rencor. La lumbre infernal es tan imposible de
extinguir como la furia que no ceja nunca en el empeño de
reavivarse. Un frenesí que no va dirigido simplemente contra algo
en particular, sino contra el hecho mismo de la existencia, no puede
ser más que ilimitado. Los malvados quieren que Dios y su mundo
se suiciden para que ellos puedan reinar soberanos en el vacío que
los otros dos dejen tras de sí. Pero mientras ansíen ese no-ser, no
podrá haber tal vacío, ya que el anhelo en sí es un signo del ser. He
ahí un aspecto más de la naturaleza «autofrustrante» del mal: el
deseo mismo de no existencia mantiene a los nihilistas en la
existencia. La rebelión contra la creación forma parte de dicha
creación. De ahí que, como bien comenta el padre Zosima, los
condenados ansíen morir pero sean incapaces de conseguirlo. Lo
que les falta es la profundidad interior que podría permitirles morir
de verdad. Como no son más que meras parodias de seres humanos,
carecen de los recursos para desaferrarse de sí mismos con la
esperanza de un posible renacimiento posterior. Se sienten
orgullosos de haber sido desposeídos del mundo, pero librarse de
sus identidades significaría perder el yo que realiza tal desposesión.
En cualquier caso, hay formas buenas y malas de rechazar el
mundo. De igual modo que está el camino del nihilista, también
existe la acción del revolucionario. Se trata de dos vías que no
siempre resultan fáciles de distinguir. Rupert Birkin, el
protagonista de la novela de D. H. Lawrence Mujeres enamoradas,
quiere renunciar al presente para despejar el espacio y dejarlo libre
para la llegada de un futuro transformado. Pero difícilmente
podemos sustraernos a la sospecha de que lo que le exaspera no es
129
solamente la versión histórica particular de la realidad material a la
que se enfrenta, sino la realidad material en sí. En ese sentido, es
tanto el aliado como el antagonista del espiritualmente vacuo
Gerald Crich, un personaje que sólo se sostiene sobre su voluntad
dominadora y que se descompondría si la fuerza de ésta decayera en
algún momento.
Los alcohólicos, por supuesto, no son malvados. La
dipsomanía está muy alejada de lo diabólico. El mal aparece en
escena únicamente cuando quienes sufren un dolor que podríamos
calificar de ontológico lo desvían hacia otros para darse a la fuga de
sí mismos. Es como si pretendieran abrir los cuerpos de otras
personas para exponer la nulidad, la nada, que se oculta dentro de
ellas. Al hacerlo, pueden encontrar en esa nada un reflejo
consolador de sí mismos. Al mismo tiempo, pueden demostrar con
ello que la materia no es indestructible, que es posible asfixiar, con
nuestras propias manos, esos pedazos de materia conocidos como
cuerpos humanos hasta expulsarlos de la existencia. Lo asombroso
es que las personas que están muertas están pura, total y
absolutamente muertas. No hay duda posible al respecto. Así que,
como mínimo, un tipo de absoluto pervive en un mundo tan
alarmantemente provisional como éste. Matar a otras personas
evidencia, como seguramente se propone hacer Raskolnikov en
Crimen y castigo de Dostoievski, que los actos absolutos son posibles
incluso en un mundo de relativismo moral, antros de comida rápida
y programas de telerrealidad. El mal, como el fundamentalismo
religioso, es, entre otras cosas, una forma de nostalgia de una
civilización más antigua y simple, en la que había certezas como la
salvación y la condenación, y en la que siempre se sabía el lugar que
se ocupaba. El Pinkie de Greene es un moralista mojigato y
130
anticuado en ese preciso sentido. Según un curioso modo de
entenderlo, el mal es una protesta contra la degradada calidad de la
existencia moderna. El diablo es un reaccionario de clase alta a
quien dicha existencia moderna le resulta desagradable. No tiene ni
siquiera la hondura suficiente para estar condenado. Su objetivo es
inyectar en la existencia algo un poco más exótico desde el punto de
vista espiritual.
Oponiéndose decididamente al espíritu de la utilidad, el mal
también exhibe un cierto y seductivo aire de radicalismo, pues la
utilidad constituye uno de los fundamentos de una civilización
como la nuestra. A diferencia de los censores de cuentas y de los
agentes inmobiliarios, el mal no cree que los resultados prácticos
sean lo único que vale la pena. Busca reintroducir la idea de Dios en
una cultura escéptica y racionalista, pues matar supone ejercer un
poder divino sobre otras personas. El asesinato es nuestra manera
más potente de robarle a Dios su monopolio sobre la vida humana.
Pero la idea de que el mal tiene glamour es uno de los grandes
errores morales de la era moderna. (Cuando le dije a mi hijo
pequeño que estaba escribiendo un libro sobre el mal, exclamó:
«Wicked!»34. Ya hice referencia en otro libro a cuál es el posible
origen de tal error35. Desde el momento en que la clase media se
34
«Wicked!» significa literalmente «malvado» o «perverso», aunque
en este contexto es una expresión de aprobación y se traduciría como
«¡genial!». (N. del T.).
35 Véase Terry Eagleton, Holy Terror, Oxford, 2005, p. 57. [Hay trad.
cast.: Terror santo, Barcelona, Debate, 2008.]
131
apodera de la virtud, hasta el vicio nos parece atractivo. Desde el
momento en que los propagandistas puritanos y los emprendedores
evangélicos redefinen la virtud y la equiparan con el ahorro, la
prudencia, la castidad, la abstinencia, la sobriedad, la
mansedumbre, la frugalidad, la obediencia y la autodisciplina, es
fácil entender por qué el mal pasa a ser visto como una opción más
excitante. Como en el caso de la magnífica música de Adrian
Leverkühn, el diablo parece tener las mejores melodías. Para el vicio
satánico, la virtud suburbanita es una pobre rival. Todos
preferiríamos tomarnos una copa con el Fagin de Dickens o con el
Heathcliff de Emily Brontë que charlar con el Dios de El paraíso
perdido de John Milton, que habla como un funcionario estreñido. ¡A
quién no le gusta un canalla!
Sí, pero ¿de verdad nos gustan? Tal vez sería más exacto decir
que los que nos encantan de verdad son los canallas adorables.
Admiramos a aquellas personas que se burlan de la autoridad, pero
no a los violadores ni a las empresas que estafan a sus clientes.
Sentimos un secreto afecto por quienes roban saleros del hotel
Savoy, pero no por los integristas islámicos que desmiembran a
personas a bombazos. No podemos negar que la mayoría de los
lectores disfrutan con el Satanás de El paraíso perdido, y de su agrio (y
condenado al fracaso) desafío al Todopoderoso. Pero de él nos
gustan, sobre todo, sus cualidades más positivas (el coraje, la
resistencia, la determinación, etcétera) y no tanto lo que pueda
tener específicamente de malvado. De hecho, hay muy poco de
específicamente malvado en él. Dar de comer una manzana a Adán
y Eva no es precisamente, desde nuestro actual punto de vista, la
más espantosa de las transgresiones.
132
Ahora bien, la transgresión ha pasado a hacer furor desde el
momento mismo en que esta civilización de clase media ha entrado
en su fase posmoderna. En los círculos posmodernos, la palabra
misma es empleada casi siempre en sentido afirmativo, aun cuando
en ella también estén contenidos actos como estrangular bebés y
hundir hachas en los cráneos de otras personas. Pero para
transgredir de verdad, debemos creer que las convenciones contra
las que nos rebelamos tienen cierta vigencia; cuando la transgresión
misma se convierte en la norma, deja de ser subversiva. Quizás
fuese eso lo que el psicoanalista Jacques Lacan tenía en mente
cuando señaló, fiel a su críptico estilo, que si Dios está muerto, nada
está permitido. Y es que el permiso implica una autoridad que
pueda otorgarnos algún tipo de licencia, y si dicha autoridad ya no
rige, es inevitable que la idea de permiso pierda su vigencia. ¿Quién
se está encargando de permitir en plena era de la «permisividad»?
Conceder un permiso conlleva la posibilidad de retirarlo, y en
algunos círculos contemporáneos, la sola idea de algo así resultaría
inconcebible.
La hastiada sensibilidad de la cultura posmoderna apenas
puede escandalizarse ya con la sexualidad. Así que, en su lugar,
recurre al mal o, cuando menos, a lo que su cándida imaginación le
dice que es el mal: vampiros, momias, zombis, cadáveres en
descomposición, risas maníacas, niños demoníacos, paredes que
sangran, vómitos multicolores, etcétera. Obviamente, nada de esto
tiene un ápice siquiera de malvado: no es más que desagradable.
Como tal, es susceptible de recibir aquella acusación que el novelista
Henry James dirigió (por cuestionable que fuera) contra la poesía de
Charles Baudelaire: «El mal para él empieza fuera y no dentro, y está
formado primordialmente por grandes dosis de paisaje escabroso y
133
mobiliario sin limpiar. […] El mal queda representado como una
cuestión de sangre, carroña y enfermedad física. […] Sin cadáveres
pestilentes, prostitutas famélicas y botellas de láudano vacías, el
poeta no se inspira de verdad»36. El mal no es aquí más que un teatro
banal. Por el contrario, en la propia escritura de James puede
detectarse el fétido aroma de la corrupción en el simple hecho, por
ejemplo, de descubrir a un caballero que, estando a solas en una
habitación con una dama que no es su esposa, permanece sentado
mientras ella está de pie.
Las sociedades «angélicas» son aquellas cuya política consiste
en poco más que un conjunto de técnicas administrativas diseñadas
para mantener contentos a sus ciudadanos y ciudadanas.
Precisamente por ello, son proclives a engendrar lo demoníaco
como reacción adversa a su propia naturaleza anodina, y, de hecho,
no sólo lo demoníaco, sino toda clase de alternativas falsas a sí
mismas, desde los cultos a las celebridades y el fundamentalismo
religioso, hasta el satanismo y las majaderías de la New Age. Las
sociedades que privan a las personas de una creación y atribución
adecuadas de sentido tienden a externalizar la manufacturación de
ese sentido a industrias subcontratadas como la astrología y la
cábala. Hoy tenemos a nuestra disposición un sinfín de formas
baratas de trascendencia lista para llevar. Cuanto más tediosamente
angélicos se hacen nuestros regímenes oficiales, más nihilismo
ciego generan. La superabundancia de sentido conduce a su
agotamiento. Y cuanto más fútil y anárquica se vuelve la existencia
social, más necesarias resultan esas ideologías angélicas que vienen
36
134
repletas de devotas y encendidas referencias a Dios y a la grandeza
nacional, a fin de contener las disensiones y los graves trastornos
que esa situación puede provocar.
El mal no ha sido visto tradicionalmente como algo
excitante, sino más bien como un fenómeno increíblemente
monótono. En El concepto de la angustia, Kierkegaard equiparó lo
demoníaco con «lo carente de contenido, lo aburrido». Como cierto
arte del modernismo, es todo forma sin sustancia. Hannah Arendt,
refiriéndose a la banalidad pequeñoburguesa de Adolf Eichmann,
consideró que era alguien desprovisto de profundidad y de toda
dimensión demoníaca. Pero ¿y si su nula profundidad fuese
justamente una característica de lo demoníaco? ¿Y si lo demoníaco
se pareciera más a un oficial de bajo rango que a un tirano
extravagante? El mal es aburrido porque carece de vida. Su encanto
seductor es puramente superficial. Tal vez apreciemos un rubor de
frenesí en su semblante, pero, como sucede con los personajes de La
montaña mágica de Mann, no es más que el resplandor engañoso de
los enfermos. No es vitalidad: es fiebre. El horror, como el vil Mr.
Hyde del relato de Robert Louis Stevenson, consiste en que algo que
es en realidad inorgánico pueda parecer tan engañosamente lleno
de energía. El mal es un estado transitorio del ser: un dominio
inserto entre la vida y la muerte, motivo por el que lo asociamos con
fantasmas, momias y vampiros. Cualquier cosa que no esté muerta
del todo ni completamente viva puede convertirse en una imagen
suya. Es aburrido porque no deja de hacer nunca la misma y
monótona cosa de siempre, atrapado como está entre la vida y la
muerte. El narrador de El tercer policía seguirá regresando a la
comisaría durante toda la eternidad, en una especie de bucle
infernal. Pero el mal es también aburrido porque carece de
135
sustancia real. No tiene ni idea, por ejemplo, de las complejidades
emocionales. Como una concentración nazi, es tan espectacular en
apariencia como secretamente hueco y vacío. Tiene tanto de parodia
de la vida auténtica como el paso de la oca con respecto al caminar
normal de las personas.
El mal es ignorante, kitsch y banal. Tiene esa pomposidad
ridícula del payaso que pretende hacerse pasar por emperador. Se
defiende de las complejidades de la experiencia humana con algún
dogma heredado o un lema vulgar. Como el Pinkie de Brighton Rock,
es peligroso precisamente por culpa de su letal inocencia. No
comprende nada del mundo humano y le desconciertan tanto los
brotes genuinos de emoción como a la familia real británica. Carece
de savoir faire y se encuentra igual de perdido que un bebé ante la
pena, la euforia o la pasión sexual. Si no cree absolutamente en
nada, es porque no tiene vida interior suficiente que lo capacite para
algo así. El infierno no es un escenario de indescriptibles
obscenidades. Si lo fuera, podría muy bien valer la pena apuntarse
para entrar. El infierno es tener que oír hablar durante toda la
eternidad a un hombre con anorak que conoce hasta el último
detalle del sistema de alcantarillado de Dakota del Sur.
Para Tomás de Aquino, cuanto más consigue una cosa
materializar su verdadera naturaleza, más podemos decir de ella
que es buena. La perfección de algo, sostenía él, depende de la
medida en la que ha alcanzado su realización. Las cosas son buenas
si florecen del modo que les es apropiado. Cuanto más prospere una
cosa conforme a su propia manera particular, mejor será. Todo ser,
considerado como tal, es bueno. Y si Dios es el ser más perfecto de
todos, ello se debe a que es pura autorrealización. A diferencia de
136
nosotros, no hay nada que Él pudiera ser y que no sea. Así pues,
para Tomás de Aquino, no existe ningún ser que sea malo. Tener a
Billy Connolly o a los peruanos entre nosotros es algo bueno en sí,
aun cuando sean capaces de vez en cuando de llevar a cabo acciones
que no se puedan considerar admirables. El poeta William Blake
fingía en ocasiones tomar partido por el diablo, y así lo hizo, entre
otros escritos, en El matrimonio del cielo y el infierno. En concreto,
invertía maliciosamente la contraposición convencional entre el
bien y el mal convirtiendo este último en la categoría positiva y el
bien, en la negativa. Pero eso no es más que una táctica destinada a
escandalizar a los cristianos respetables de clase media,
caracterizados por su anémica noción de virtud. Lo que Blake cree
verdaderamente se resume en una sola frase: «Todo lo que vive es
sagrado».
Tomás de Aquino estaba totalmente de acuerdo con esa idea.
Como san Agustín, su gran predecesor, pero también como parte
del pensamiento griego y judaico antiguo, Tomás de Aquino
considera que el mal no es algo que existe, sino una especie de
deficiencia del ser. Para él, el mal es ausencia, negación, defecto,
privación. Es una especie de disfunción, un fallo en el corazón
mismo del ser. El dolor físico, por ejemplo, es malo porque supone
un atasco en el funcionamiento del cuerpo. Significa una
incapacidad para lo que tendría que ser una abundancia de vida.
San Agustín, por su parte, también adoptó en gran medida esa
misma línea de pensamiento con la intención de cargar
argumentalmente contra los maniqueos, que sostenían la teoría
gnóstica de que la materia es mala en sí misma. Para ellos, el mal
era una fuerza o sustancia positiva que nos invade desde el exterior.
Es la visión de la realidad propia de la ciencia ficción. San Agustín
137
argumentaba, en sentido totalmente opuesto, que el mal no es
ningún tipo de cosa ni de fuerza. Pensar algo así es convertirlo en
un fetiche, como en las películas de terror. Surge de nosotros y no
de algún poder ajeno y exterior a nosotros. Y surge de nosotros
mismos porque es el efecto de la libertad humana. Es, según san
Agustín, «la proclividad de lo que tiene más ser hacia aquello que
tiene menos ser».
Así entendido, el mal es una especie de paseo espiritual por
los bajos fondos. La doctrina del pecado original, que san Agustín
contribuyó a elaborar como ningún otro pensador cristiano
primitivo, viene a ser, entre otras cosas, una protesta contra una
visión cosificada o supersticiosa del mal. El mal es un asunto ético y
no algo relacionado con unos supuestos entes tóxicos que infectan
nuestra carne. Es una lástima que san Agustín manchara luego su
buen nombre afirmando también que el pecado original se
transmitía a través del acto de la reproducción sexual. Ésa, como era
de prever, ha sido la única parte de su argumentación que ha
perdurado en la memoria histórica. Y semejante visión supone
seguramente llevar el materialismo un poco más allá de lo debido.
De hecho, algunos de los excesos más absurdos de la Iglesia Católica
provienen no tanto de una visión falsamente espiritualista del
mundo como de un enfoque groseramente materialista de las
acciones y los cuerpos.
Si el mal no es nada en sí, entonces ni siquiera un Dios
omnipotente podría haberlo creado. Contrariamente al prejuicio
popular, según el cual el Todopoderoso puede hacer todo lo que le
apetezca, hay en realidad ciertos tipos de actividad que están fuera
de su alcance. Por ejemplo, no puede hacerse girl scout, ni peinarse,
138
ni atarse los zapatos, ni cortarse las uñas. No puede crear un
triángulo cuadrado. No puede ser literalmente el padre de
Jesucristo, pues no tiene testículos. Y no puede crear la nada, ya que
la nada no es algo que se pueda crear ni destruir. Sólo un truco
gramatical nos induce a pensar otra cosa. Pero incluso el
Todopoderoso debe ceñirse a las leyes de la lógica. Que el mal no sea
nada positivo no implica en ningún caso que no tenga efectos
positivos. No se trata de fingir que el dolor es una ilusión. Tampoco
la oscuridad ni el hambre tienen nada de positivo, pero nadie
negaría que producen consecuencias reales. (Es cierto, como hemos
visto, que el De Selby de Flann O’Brien concibe la oscuridad como
una entidad positiva, pero al hacerlo se inscribe en el seno de una
aberrante minoría). Un agujero no es algo que podamos ponernos
en el bolsillo, pero un agujero en la cabeza es ciertamente real.
Hay quienes se sienten incómodos con esta manera de
entender el mal. ¿Cómo puede nadie hablar de los individuos
depurados en las monstruosas purgas de Mao o de quienes
perecieron en los campos de concentración nazis, como si se tratara
de víctimas de una simple deficiencia? ¿No nos arriesgamos con ello
a infravalorar la aterradora «positividad» del mal37? Es en este
punto, creo yo, donde la teoría psicoanalítica puede acudir a
nuestro rescate, pues nos permite mantener que el mal es una
forma de privación sin, por ello, dejar de reconocer su formidable
poder. El poder en cuestión, como ya hemos visto, es esencialmente
37 Véase un excelente (aunque difícil) análisis de este problema en
John Milbank, «Darkness and Silence: Evil and the Western Legacy», in John D.
Caputo, ed., The Religious, Oxford, 2002.
139
el del impulso de muerte, dirigido hacia el exterior con el objeto de
volcar su insaciable rencor contra uno o más de nuestros
congéneres. Pero esta furiosa violencia implica una especie de
ausencia: una insoportable sensación de no-ser que genera una
frustración que debe descargarse, por así decirlo, sobre el otro.
También está orientada a otra forma de ausencia: la nulidad de la
muerte en sí. Aquí se unen, pues, su carácter de fuerza aterradora y
de vacuidad absoluta. En su libro Esbozo de dogmática, el teólogo Karl
Barth ha señalado que el mal es una nada de corrupción y
destrucción, y no sólo de ausencia y privación.
Los malvados, por lo tanto, son personas deficientes en el
arte de vivir. Para Aristóteles, vivir es algo que sólo podemos hacer
bien a base de constante práctica, como tocar el saxofón. Es algo,
pues, a lo que los malvados no han conseguido encontrarle el
tranquillo. En realidad, tampoco nosotros lo hemos conseguido; lo
que sucede es que a la mayoría se nos da mejor que a Jack el
Destripador. Que todos seamos defectuosos en ese apartado tal vez
sorprenda a quienes nos visiten desde otro mundo; estos visitantes
podrían tener la razonable expectativa de dar, como mínimo, con
un puñado de ejemplares perfectos de la especie humana, además
de con un buen número de versiones más estropeadas. De hecho,
algo así parecería tan razonable como esperar que en un huerto
haya un cierto número de manzanas excelentes además de otras
muchas podridas. Que todos los seres humanos sin excepción sean
disfuncionales en uno u otro sentido podría resultarles tan extraño
a esos extraterrestres de visita por aquí como la idea de que todos
los cuadros del Museo Guggenheim de Nueva York son
falsificaciones. Sin embargo, lo cierto es que si los malvados
padecen una deficiencia descarada en el arte de vivir, el resto de
140
nosotros también la padecemos, pero en moderada medida.
En este sentido, aunque el mal no es de esa clase de cosas con
las que topamos a diario, sí guarda una relación estrecha con la vida
corriente. El impulso de muerte no tiene nada de especial, como
tampoco andamos faltos de sádicos. Pensemos, si no, en ese
malicioso deleite que nos producen las desgracias de los demás y
que los alemanes llaman Schadenfreude. El filósofo David Hume
afirmó en su Tratado sobre la naturaleza humana que el placer de los
demás nos produce placer, pero también cierto dolor, y que, aunque
el dolor de otra persona nos duele también a nosotros, nos genera
igualmente cierto placer. Esto, a juicio de Hume, no es más que un
hecho de la vida y no tiene nada de perversidad diabólica. No hay
ninguna razón particular por la que debamos sentirnos
escandalizados por ello.
Colin McGinn considera que un sentimiento común y
corriente como la envidia es, posiblemente, lo más que llegamos a
acercarnos la mayoría de nosotros al mal, cuando menos, en el
sentido en el que aquí hemos venido definiendo el término 38. A los
envidiosos les duele el placer de otra persona, porque pone de
relieve sus propias existencias frustradas. Así se lamenta, por
ejemplo, el Satanás de Milton:
[…] cuanto mayores son
los encantos que me rodean, más grande es
el tormento que llevo dentro, como si viviera yo asediado entre
38
Colin McGinn, Ethics, Evil, and Fiction, Oxford, 1997, p. 69 y ss.
141
sentimientos tan encontrados; cualquier dulzura se convierte
para mí
en veneno, y hasta en el Cielo más triste aún sería mi suerte.
[…]
Me muevo animado
no por la esperanza de alcanzar una condición menos
miserable,
sino por el deseo de hacer a otros tan desdichados
como lo soy yo, aunque redunde en mayor desventura mía,
pues sólo en la destrucción hallan sosiego
mis implacables anhelos.
Igual que Freud pensaba que la vida diaria tenía sus propios
elementos psicopatológicos, también nosotros podemos hallar
analogías del mal en el mundo cotidiano. Como muchos fenómenos
raros, el mal tiene sus orígenes en lo común. Adolf Eichmann, cuyo
aspecto era más el de un empleado de banca agobiado por el trabajo
que el de un arquitecto del genocidio, es un ejemplo ilustrativo de
ello. Tomado en ese sentido, el mal no es solamente una cuestión
elitista, como algunos de los que lo practican preferirían creer. Pero
tampoco debería esto llevarnos a sobreestimar su presencia real. La
perversidad pura y dura, como la que lleva a las personas a destruir
vecindarios enteros para obtener una rentabilidad financiera o la
que las hace estar dispuestas a usar armas atómicas, es muchísimo
más común que el mal en estado puro. El mal no es algo que nos
deba quitar demasiado el sueño.
142
3
LOS CONSUELOS DE JOB
Siempre que se produce alguna tragedia o algún desastre
natural en nuestros días, podemos estar seguros de que habrá un
grupo de hombres y mujeres que saldrán a la calle con pancartas en
las que exhibirán la consabida y elocuente pregunta: «¿Por qué?».
Estas personas no buscan explicaciones fácticas. Saben muy bien
que el terremoto fue el resultado de una fisura abierta en las
profundidades de la tierra, o que el crimen fue obra de un asesino
en serie a quien las autoridades pusieron en libertad demasiado
pronto. «¿Por qué?» no significa en este caso «¿cuál fue la causa de
esto?». Es más un lamento que una pregunta. Es una protesta
contra una cierta (y profunda) falta de lógica en el mundo. Es una
reacción ante lo que parece ser el crudo sinsentido de las cosas.
Una rama del pensamiento tradicional, conocida como
teodicea, ha intentado dar cuenta de este aparente absurdo. La
palabra «teodicea» significa literalmente «justificar a Dios». Así que
el objeto de ese intento de explicación de por qué el mundo parece
tan lamentablemente torcido es defender a un supuesto Dios
amante de todas las criaturas y las cosas frente a la acusación de
haber incumplido catastróficamente con sus obligaciones. La
teodicea trata de explicar la existencia del mal eximiendo a Dios de
toda responsabilidad. El mayor proyecto artístico de esta índole en
la cultura literaria británica es el formidable poema épico de John
Milton El paraíso perdido, en el que el poeta se propuso «justificar los
caminos de Dios ante los hombres» explicando por qué la
humanidad se halla en tan desdichado estado. Para Milton el
143
revolucionario, esto incluye también la cuestión de por qué el
paraíso político que él esperaba que surgiera como consecuencia de
la guerra civil inglesa había fracasado tan estrepitosamente. No
obstante, para algunos lectores, los devotos esfuerzos del poeta para
exonerar al Todopoderoso sólo sirven para hacer más honda aún Su
condena. Intentar justificar a Dios facilitándole elaborados
argumentos para su propia defensa, tal como hace el poema, no
puede más que rebajar a tan divina figura a nuestro propio nivel. Se
supone que los dioses (como los príncipes o los jueces) no dan
explicaciones ni se enzarzan en debates.
El teólogo Kenneth Surin ha apuntado que, cuanto más
vemos el mundo como un todo racional y armonioso, al estilo de la
Ilustración europea del siglo XVIII, más acuciante se vuelve el
problema del mal39. Los intentos modernos de explicar el mal surgen
en realidad del optimismo cósmico ilustrado. El mal es la sombra
tenebrosa que la luz de la Razón no ha podido desterrar. Es el
comodín en la baraja, la arenilla en la ostra, el factor que se
encuentra fuera de lugar en un mundo ordenado. La teodicea tiene
una oferta diversa de argumentos para explicar esa anomalía. Está,
para empezar, la tesis del boy scout (o de la «ducha fría»), según la
cual la existencia del mal resulta esencial para la construcción del
carácter moral. Es la clase de argumento que nos imaginamos que
atraerá a alguien como el príncipe Andrés, quien, mientras
combatía en la guerra de las Malvinas, comentó que recibir un
disparo era excelente para la formación del carácter. Desde ese
39
Kenneth Surin, Theology and the Problem of Evil, Londres, 1986, p.
32.
144
punto de vista, el mal nos proporciona la oportunidad de hacer el
bien y de ejercer nuestra responsabilidad. Un mundo sin mal sería
demasiado insulso como para inducirnos a realizar acciones
virtuosas. El diablo de Los hermanos Karamazov de Dostoievski
adopta ese mismo argumento para justificar su propia existencia: su
papel, según hace saber a Iván Karamazov, consiste en actuar como
una especie de fricción o negatividad en la creación de Dios, un
elemento a contracorriente que impide que ésta se derrumbe por
puro aburrimiento. Él es, tal como comenta, la «x en una ecuación
indeterminada»: la «negatividad requerida» en el universo, sin la
cual la armonía pura y el orden absoluto invadirían y liquidarían
todo.
Al final, la defensa del mal basada en su condición de
resistencia o trastorno necesario se reduce a afirmar que si alguien
le arranca a usted las entrañas, las quema y se las vuelve a meter por
la boca, le está haciendo un favor: le está haciendo un hombre.
Como si de una temporada en los marines se tratara, le ofrece a
usted la nada común oportunidad de mostrar de qué está hecho
realmente. Dios, ha escrito Richard Swinburne, tiene motivos
justificados para permitir cosas como «Hiroshima, Belsen, el
terremoto de Lisboa o la Peste Negra», pues así los seres humanos
pueden vivir en un mundo real, en vez de en uno de juguete40.
Cuesta creer, sin embargo, que nadie que no fuera un profesor de
Oxbridge pudiera poner semejante sentimiento por escrito.
Es cierto que, en ocasiones, del mal pueden salir cosas
40
Richard Swinburne, The Existence of God, Oxford, 1979, p. 219.
145
buenas. Tal vez haya personas muy arrogantes a quienes no vendría
mal algún infortunio grave, aunque fuera muy de vez en cuando.
Hay quien ha sostenido que el desmoronamiento aparente del
sentido en el mundo moderno puede parecernos alarmante, pero
que, en el fondo, constituye una bendición. En cuanto nos hemos
dado cuenta de que las cosas no son significativas por sí mismas,
nos hemos sentido libres de asignarles aquellas significaciones que
consideramos más fructíferas. De los escombros de los significados
tradicionales, podemos erigir los nuestros propios, más prácticos.
Así que, al final, podemos cosechar frutos de algo que, en principio,
se nos antojaba catastrófico.
Pero del mal no siempre se desprende un bien, e incluso
cuando sí ocurre, el bien derivado difícilmente compensa como para
justificar el mal inicial. Puede que los arrogantes encuentren algún
modo menos drástico de aprender un poco de humildad que no
implique la pérdida de alguno de sus miembros corporales. Es
indudable que el Holocausto también produjo cosas buenas, entre
las que cabe destacar la valentía y el compañerismo de algunas de
sus víctimas. Pero imaginar que la mera generosidad humana, por
muy grande y extendida que ésta fuera, podría haber justificado
semejante hecatombe sería una verdadera obscenidad moral.
Aunque el Nuevo Testamento nos presenta a un Jesús que dedicó
buena parte de su tiempo a curar a los enfermos, éste no aconseja ni
una sola vez a los dolientes que se reconcilien con su propio
sufrimiento, sino todo lo contrario: Jesús parece considerar sus
dolencias como obra del diablo. Tampoco sugiere que el cielo vaya a
ser una compensación adecuada por sus tribulaciones. Aunque el
padecimiento nos haga más gentiles y sabios, no deja de ser malo
para nosotros. Continúa siendo malo que ésa y no otra fuera la
146
manera en que conseguimos hacernos más gentiles y sabios.
Esto nos lleva de vuelta al tema de la Caída afortunada.
¿Significa «afortunada» que fue bueno que sucediera? Nuestra
ruptura con la Naturaleza y nuestra entrada en la historia
¿constituyeron un acontecimiento positivo? No necesariamente. La
historia trae consigo algunos logros magníficos, sin duda, pero a
costa de una dosis colosal de desdicha. Los marxistas son quienes
creen que estos dos aspectos del relato de la humanidad se hallan
estrechamente interrelacionados. Tal vez todos estaríamos mejor si
fuéramos simples amebas. Si la especie humana acaba
destruyéndose a sí misma —lo que parece un final plausible para
una historia tan asombrosamente bárbara como la suya—, es
posible que haya quienes pasen sus últimos instantes pensando
justamente eso. ¿Fueron la evolución y la historia humana a la que
dicha evolución dio finalmente lugar un prolongado y espantoso
error? ¿No se debería haber cancelado todo antes de que se nos
hubiera ido tan escandalosamente de las manos? Desde luego, ha
habido pensadores que así lo han creído. Arthur Schopenhauer,
como hemos visto, fue uno de ellos.
En El paraíso perdido, John Milton adopta una postura
bastante más ambigua al respecto. Como buen puritano
revolucionario que cree en la necesidad del conflicto, Milton no se
muestra muy entusiasmado con el armonioso, pero también
estático, mundo del Edén. Pero como pensador utópico que ansía el
reino de Dios, y que se atrevió a esperar que el partido puritano en
la guerra civil inglesa ayudara a instaurarlo en la tierra, hay también
un Milton que siente nostalgia por aquel jardín de la felicidad.
Quizás la verdad a ojos de Milton fuese que habría sido mejor que
147
nunca nos hubieran expulsado de nuestro primer hogar, pero, dado
que nos echaron de allí, tenemos ahora la oportunidad de alcanzar
una dicha aún más resplandeciente.
Sorprendentemente, ese argumento es relevante no sólo para
Milton, sino también para el marxismo. ¿Creen los marxistas que
los males del capitalismo son también algo bueno, porque
conducirán finalmente a una situación más deseable conocida como
socialismo? Marx, desde luego, no escatimó elogios al capitalismo al
considerarlo el modo de producción más revolucionario jamás visto
en la historia. Es cierto, sí, que se trata de un sistema explotador
que ha castigado a la humanidad con horrores indecibles. Pero,
desde el punto de vista de Marx, también ha potenciado las
capacidades de hombres y mujeres hasta límites sin precedentes.
Sus ricas tradiciones del liberalismo y la Ilustración representan
legados de vital importancia para un socialismo viable. ¿Significa
eso que la «Caída» de la historia en el capitalismo fue no sólo
afortunada, sino también necesaria? ¿Podría haber un socialismo
verdadero sin ella? ¿Acaso no resultó precisa la existencia del
capitalismo para desarrollar la riqueza de la sociedad hasta el punto
en que el socialismo pueda ya encargarse de ella y reorganizarla en
interés de todos y todas?
Desde luego, algunos marxistas sí han defendido tal
argumento. Los mencheviques de la Rusia revolucionaria son uno
de los ejemplos más conocidos. De ser extensible al marxismo en
general, esta ideología constituiría un ejemplo claro de teodicea,
pues trataría de justificar unos males históricos insistiendo en el
bien al que finalmente han dado lugar. De hecho, en opinión de
algunos marxistas, la esclavitud del mundo antiguo, por muy
148
lamentable que fuera desde el punto de vista moral, fue necesaria
porque condujo a un régimen más «progresista» como fue el
feudalismo. Algo similar podría tal vez argumentarse a propósito de
la transición del feudalismo al capitalismo. Ahora bien, sólo una
minoría muy reducida entre quienes se consideran marxistas hoy en
día defendería una proposición tan audaz. Para empezar, diría la
mayoría, el capitalismo no se sigue como una condición
férreamente necesaria del feudalismo. Tampoco es el socialismo
una derivación inevitable del capitalismo, como una rápida ojeada
al mapa mundial nos confirmará. Ahora bien, dado que, en
cualquier caso, el capitalismo surgió realmente, los socialistas
pueden hoy esforzarse por poner los recursos espirituales y
materiales acumulados por ese sistema al servicio de la humanidad
en su conjunto. En cualquier caso, habría sido preferible que
hubiera existido alguna otra vía de alcanzar ese objetivo, del mismo
modo que Milton habría preferido probablemente que la Caída del
Edén jamás hubiera llegado a producirse. Los socialistas podrían
incluso sostener (aunque apenas ninguno de ellos lo hace) que tal
vez habría sido preferible que la historia humana en sí nunca
hubiera tenido lugar. Aunque seamos capaces de construir una
sociedad justa, es posible que ésta no constituya recompensa
suficiente para la atroz naturaleza de nuestro pasado y nuestro
presente. No puede redimirnos de los muertos, por ejemplo. No
puede hacer que la esclavitud, Bob Hope o la guerra de los Treinta
Años nos resulten tolerables en retrospectiva. La historia, bien es
verdad, podría haberse desarrollado de forma distinta. Pero, dado
que se ha producido como se ha producido, no es irrazonable
afirmar que, con socialismo o sin él, habría sido mejor que nunca
hubiera llegado a tener lugar. Quizás no sea verdad, pero, insisto,
no es una afirmación irrazonable.
149
Aunque haya un bien que se derive del mal, el filósofo Brian
Davies se pregunta: «¿Qué hemos de pensar de alguien [es decir,
Dios] que organiza males para que puedan surgir bienes de ellos?»41.
¿No podría haber dado con un modo más aceptable de poner a
prueba nuestra entereza que el dengue, Britney Spears o las
tarántulas? Puede que el mal sea inevitable en un mundo de este
tipo en concreto, pero, entonces, ¿por qué no pudo haber creado
Dios uno distinto? Algunos teólogos son de la opinión de que Dios
no pudo haber creado un mundo material que no incluyera el dolor y
el sufrimiento. Según esta teoría, si queremos placeres sensoriales,
o si simplemente queremos tener cuerpos, estamos abocados a
soportar los ocasionales momentos de dolor que ello conlleva. El
filósofo Leibniz afirmó que lo que aquí tenemos es el mejor de todos
los mundos posibles. Pero para algunos pensadores, esa noción (la
del mejor de los mundos posibles) es tan incoherente como la idea
de la búsqueda del número primo más elevado. Dado un mundo en
particular, siempre es posible imaginar otro mejor (uno en el que
Kate Winslet viva en la casa de al lado, por ejemplo).
Luego está el que podríamos llamar argumento de la «visión
de conjunto», según el cual el mal no es realmente malo, sino que se
trata simplemente de un bien que no sabemos reconocer como tal.
Si fuéramos capaces de contemplar el panorama cósmico en su
totalidad y viéramos el mundo desde la perspectiva del ojo de Dios,
nos daríamos cuenta de que lo que, en principio, nos parece malo
desempeña un papel esencial en un todo que es benéfico. Sin ese
41 Brian Davies, The Reality of God and the Problem of Evil, Londres y
Nueva York, 2006, p. 131.
150
mal (que lo es sólo en apariencia), ese todo no funcionaría como
debe. Desde el momento en que ponemos las cosas en su justo
contexto, pues, lo que parece malo pasa a ser visto como bueno. Un
niño pequeño se horrorizaría seguramente al ver a una mujer
serrando un dedo humano, sin comprender que dicha mujer es una
cirujana y que el dedo en cuestión está gravemente dañado y no
tiene otra cura posible. El mal, según esta versión, se nos aparece
como tal porque los árboles no nos dejan ver el bosque. A nosotros
nos parecerá, como criaturas cortas de miras que somos, que asar a
niños pequeños en hogueras es algo mucho menos que deseable,
pero si pudiéramos ampliar nuestro ángulo de comprensión y
captáramos el papel que semejante acción desempeña en un plan
más global que desconocemos, veríamos su sentido y puede,
incluso, que echáramos una mano entusiasta a sus perpetradores.
Desde luego, ha habido argumentos más convincentes que éste en la
historia del pensamiento humano. Una versión a la inversa de esa
misma tesis aflora en la obra de Friedrich Nietzsche: éste afirmó
que si damos nuestro asentimiento a una experiencia gozosa
cualquiera, también se lo estamos dando a todo el mal y la pena
presentes en el mundo, pues todas las cosas están
interrelacionadas.
Hay quien concibe el mal como un misterio. Pero, en cierto
sentido, la razón por la que el mundo humano no es perfecto salta a
la vista: es porque los seres humanos son libres de hacerse daño,
explotarse y oprimirse unos a otros. Eso no explica lo que algunos
denominan el mal natural (los terremotos, las enfermedades y otras
catástrofes por el estilo), si bien los hombres y las mujeres de hoy en
día tienen más motivos que sus antepasados para adquirir
conciencia de cuántos de los llamados males naturales son, en
151
realidad, obra nuestra. La era de la modernidad va diluyendo
progresivamente la línea que separa la Naturaleza de la historia.
Según la tradición apocalíptica, el mundo terminará entre llamas e
inundaciones, montañas desmoronándose, cielos haciéndose
añicos, convulsiones celestiales y portentos cósmicos de variada
índole. Lo que nunca se les ocurrió a tales visionarios fue que
pudiéramos ser nosotros, animales insignificantes donde los haya,
los responsables de tan grandioso escenario. El Apocalipsis siempre
fue concebido como algo que se nos infligía, no como algo generado
por acción nuestra. Pero bien capaces que somos de crearlo
nosotros solitos.
La verdadera cuestión que se plantean los creyentes
religiosos no es la de por qué existe la maldad en el mundo. La
respuesta a ese interrogante es bastante obvia. No hay mucho
misterio en por qué se le ocurre a un proxeneta encerrar a treinta
esclavas sexuales albanesas de importación en un burdel británico.
La verdadera pregunta para los creyentes es por qué los seres
humanos fueron así creados, con libertad para hacer ese tipo de
cosas. Algunos creyentes sostienen que habría sido un
contrasentido que los humanos no hubiéramos sido creados libres,
pues el Creador en cuestión es Dios, que es pura libertad. Ser
hechos a imagen y semejanza de Dios significa precisamente no ser
unos títeres. Si aquellos y aquellas que Él crea han de ser
auténticamente Suyos, deben vivir con arreglo a Su propia vida
libre. Y si son libres, entonces deben ser libres también para
torcerse. De acuerdo con esa teoría, cualquier animal capaz de
hacer el bien debe ser lógicamente capaz de hacer también el mal.
Pero ¿se sigue realmente una cosa de la otra? No resulta en
152
absoluto evidente que Dios fuese incapaz de crear hombres y
mujeres que fueran libres, sí, pero no para equivocarse. A fin de
cuentas, es así como Él mismo se supone que es. Dios no puede
traficar con esclavas sexuales albanesas, no sólo porque no tenga
cuenta corriente en la que guardar su mal habido dinero, sino
porque hacer algo así iría en contra de la clase de ser que es. Y, a
diferencia de nosotros, Dios no puede estar enfrentado consigo
mismo. Vimos anteriormente que para la teología cristiana
convencional, las cosas son buenas en sí mismas y el mal es una
especie de conato fallido o privación del ser. Cuanto más florecen
las cosas (haciendo lo que se supone que deben hacer), mejores son.
De ahí se deduce que un tigre que devora nuestro brazo es bueno,
porque está haciendo aquello que se supone que corresponde hacer
a los tigres. El único problema es que su forma de florecer acaba
pugnando con la nuestra. También los virus, por ejemplo, se
dedican a lo que les corresponde desencadenando infecciones. Los
virus en sí no tienen nada que sea mínimamente objetable. Seguro
que algún día surgirá un grupo disidente dedicado a reclamar que
se respeten los derechos de los virus, y que exhibirá pancartas con
mensajes de indignación a las puertas de los hospitales y atacará a
los médicos que tratan de erradicarlos. El problema consiste
simplemente en que, comportándose de ese modo tan
singularmente creativo suyo, los virus tienden a matar a seres
humanos que, por consiguiente, se ven así privados de comportarse
conforme a su propio y humano modo de ser singularmente
creativos. ¿Por qué no pudo haber creado Dios un universo en el que
la prosperidad de un tipo de cosas no entrara en conflicto con la de
otro tipo de cosas? ¿Por qué se parece tanto el mundo a una especie
de libre mercado?
153
Algunos teólogos de la actualidad adoptan frente al problema
del mal la misma línea (más o menos) que Dios en el Libro de Job.
Preguntarse por las razones de Dios para permitir el mal, afirman
ellos, es imaginárselo como una especie de ser racional o moral, que
es lo más alejado que podemos concebirlo de su propia naturaleza.
Pensar así es más bien como imaginarse a los extraterrestres como
unos humanoides de color verde, ojos triangulares y pulmones
adaptados para respirar sulfuro, a los que, siniestramente,
olvidamos dotar de riñones, y no hace más que dar fe de lo limitada
que es la imaginación humana. Hasta lo más descabelladamente
extraño acaba siendo una versión apenas disimulada de nosotros
mismos. No podemos concebir a Dios como si fuera la versión
agrandada de un agente moral, con sus deberes, sus
responsabilidades, sus obligaciones, sus oportunidades de buena
conducta, etcétera. Ésa —se argumenta desde esta postura— es la
concepción del Todopoderoso típica de la Ilustración: una visión con
la que se pretende recortarlo idólatramente a medida e imagen
nuestra. Según la filósofa Mary Midgley: «Si Dios está ahí, es sin
duda algo más grande y misterioso que una simple autoridad
corrupta o estúpida»42. Dios no entra dentro del alcance de la lógica
humana, como Él mismo se apresura a indicarle a Job en el Antiguo
Testamento. Cuando Job se lamenta de su adversidad y se pregunta
por qué tuvo Dios que infligir semejantes penurias a un inocente
como él, él mismo se consuela con una serie de pseudoexplicaciones
que transpiran el tono frívolo característico de un niño de familia
acomodada. Quizás, se dice, sus antepasados cometieron ciertos
42
Mary Midgley, Wickedness: A Philosophical Essay, Londres, 1984, p.
1.
154
pecados por los que él esté penando ahora. Finalmente, Dios mismo
acaba por intervenir y descarta de un plumazo todas esas
sugerencias sin fundamento. Lejos de ofrecer a Job una explicación
de por qué ha permitido que sufriera hasta ese extremo, lo que hace
es, básicamente, decirle que se vaya al infierno. ¿Qué sabrás tú de
mí?, es el resumen básico de su iracunda intervención. ¿Cómo osas
imaginar que puedes aplicarme a mí tus códigos morales y
racionales? ¿Acaso no es como si un caracol intentara cuestionar a
un científico? ¿Quién demonios te crees que eres? Al final, Job
decide amar a Dios «a cambio de nada»: amarlo sin consideración
alguna de sus méritos o deméritos, de sus recompensas o
retribuciones, con un amor tan gratuito como los azotes que ha
padecido.
«Después de lo de Auschwitz —escribió Richard J.
Bernstein—, es obsceno seguir hablando del mal y del sufrimiento
como si fueran algo justificable por (o reconciliable con) un plan
cosmológico benevolente»43. ¿Pero no lo había sido siempre? ¿Por
qué sólo después de lo de Auschwitz? Eran muchas las personas a las
que tales explicaciones les resultaban ofensivas mucho antes de que
existieran los campos de concentración nazis. Carecemos, en
definitiva, de respuesta a por qué «permitió» Dios que se asesinara a
seis millones de judíos, suponiendo que «permitir» sea el verbo
correcto. Los creyentes religiosos bien podrían dejar de buscar
explicaciones de ese tipo por improductivas. Todos los argumentos
43 Richard J. Bernstein, Radical Evil, Cambridge, 2002, p. 229. [Hay
trad. cast.: El mal radical: Una indagación filosófica, Buenos Aires, Lilmond,
2005.]
155
producidos hasta el momento son falaces e, incluso, uno o dos de
ellos alcanzan la categoría de moralmente indignantes. Por eso
escribió Kant un ensayo titulado «Sobre el fracaso de todo ensayo
filosófico en la Teodicea». La teodicea, según las palabras del
filósofo Paul Ricoeur, es un «proyecto disparatado»44. Si eso es lo
mejor que se les ocurre a los cristianos, será mejor que admitan su
derrota y se hagan agnósticos (como mínimo, en lo referente a tan
trascendental tema). E, incluso así, todavía tendrían que vérselas
con el hecho de que la existencia del mal es un argumento
sumamente poderoso en contra de la existencia de Dios.
«Mucho mal —escribió Midgley— es causado por motivos
reposados, respetables, nada agresivos, como la pereza, el temor, la
avaricia y la codicia»45. Según los términos del presente libro, esos
motivos se entenderían más como perversos o inmorales que como
malvados, pero la idea general es seguramente válida. En la mayoría
de los casos, son el interés propio y la voracidad tradicionales lo que
tenemos que temer, no el mal. No todos los actos monstruosos son
siempre cometidos por individuos monstruosos, ni mucho menos.
Los torturadores de la CIA son sin duda unos esposos y padres
44
Paul Ricoeur, The Conflict of Interpretations, Evanston (Indiana),
1974, p. 281. [Hay trad. cast.: El conflicto de las interpretaciones: Ensayos de
hermenéutica, México, Fondo de Cultura Económica, 2003.]
45
Ibid., p. 3.
156
devotos. Ningún individuo en solitario suele ser responsable de una
matanza militar, por mucho que en su momento se escribiera
alegremente de cómo Julio César había derrotado a tribus enteras.
Quienes roban dinero de los fondos de pensiones o contaminan
regiones enteras del planeta son unos individuos bastante afables
que simplemente creen que los negocios son los negocios. Y esto es
algo que deberíamos ver como una fuente de esperanza. Lo que
pretendo decir con ello es que la mayoría de perversidades
malintencionadas son de origen institucional. Son el resultado de
unos intereses creados y de unos procesos anónimos, y no de los
actos malignos de unos individuos. No es que debamos subestimar
la importancia de tales actos, ni mucho menos, como tampoco
deberíamos excedernos en nuestra sofisticación hasta el punto de
rechazar por sistema la posibilidad misma de las conspiraciones. Es
un hecho que, de vez en cuando, hay hombres y mujeres que,
guiados por turbias intenciones, se reúnen en alguna sala (libre de
humos, cómo sino en los tiempos que corren) para planear una
atrocidad moral de cualquier tipo. Ahora bien, en su mayor parte,
tales atrocidades son producto de unos sistemas particulares.
Como la mayoría de formas de perversidad son
consustanciales a nuestros sistemas sociales, es muy posible que los
individuos que sirven a esos sistemas no sean conscientes de la
gravedad de sus acciones. Eso no significa que sean meros títeres en
manos de unas fuerzas históricas. Generalmente sucede, como bien
comentó Noam Chomsky en una ocasión, que los intelectuales no
necesitan decirle la verdad al poder, porque el poder ya sabe la
verdad. Pero aunque la sepa, no deja de ser cierto que muchos
individuos que cometen actos políticamente detestables son
hombres y mujeres sensibles y con conciencia que creen que están
157
sirviendo desinteresadamente al Estado, a su empresa, a Dios o al
futuro del Mundo Libre (términos que, para algunos
estadounidenses de derecha, son bastante sinónimos). Es posible
que esas personas consideren sus propias y vergonzosas acciones
como algo desagradable aunque esencial, como si de un agente
secreto de John Le Carré se tratara. Si vivieran en un mundo ideal
en el que pudieran elegir, no optarían por arrancarles las uñas de los
dedos a otras personas, por ejemplo. Ése es uno de los motivos por
los que quienes arrancan uñas y, sobre todo, quienes les dan la
orden de hacerlo pueden seguir llenándose la boca hablando de
valores morales sin tener una excesiva sensación interna de
incongruencia. Tal vez esos valores sean muy reales para ellos; lo
que sucede es que ocupan un compartimento diferenciado del de los
negocios o del de la Realpolitik. Y no tenemos especiales expectativas
de que tales compartimentos se crucen ni se entremezclen. Como
diría el cínico, cuando la religión empieza a interferir en tu vida
diaria, es hora de dejarla.
Tenemos motivos, pues, para estar agradecidos por tener
falsa conciencia. Si muchos de quienes cometen actos vergonzosos
no estuvieran atrapados en ella (en cierta medida, al menos), nos
veríamos obligados a concluir que muchísimos hombres y mujeres
son malos y malas recalcitrantes. Y esto podría llevarnos a
cuestionar si merecerían o serían siquiera capaces de construir un
orden social superior al que ya tenemos actualmente. Marx y Engels
no se inspiraron en el concepto de ideología para dar una apariencia
de viabilidad a la política radical que propusieron, pero existe, aun
así, una relación una cosa y otra. Que los hombres y las mujeres
estén tan hondamente condicionados por sus circunstancias suele
ser un obstáculo para el cambio político, pero también nos da a
158
entender que no tenemos que descartarlos como seres inasequibles
a la redención política. No deja de ser irónico que el principal sostén
de las tesis de los humanistas radique, posiblemente, en la falsa
conciencia. Si las personas que mutilan y explotan a otras no saben
lo que hacen, por parafrasear un célebre pasaje del Nuevo
Testamento, entonces son, sin duda, unos mediocres morales, más
que unos sinvergüenzas sin remedio. Aunque capten en parte la
significación de lo que hacen, o sepan exactamente lo que están
haciendo pero lo estimen indispensable para un determinado fin
honorable, es posible que no hayan alcanzado aún límites
inaceptables. Y digo «posible», porque Stalin y Mao asesinaron en
aras de lo que para ellos era un fin honorable, y si ellos no
traspasaron los límites morales tolerables, es difícil imaginarse
entonces quién habrá podido hacerlo.
Si no fuera cierto que, muy a menudo, los actos perversos
son el resultado de unas concepciones falsas, unos intereses
dominantes y unas fuerzas históricas, nos encontraríamos ante
unas implicaciones ciertamente funestas. Podríamos vernos
forzados a afirmar que la especie humana es algo que,
sencillamente, no vale la pena conservar. De hecho, Schopenhauer
pensaba que, si alguien creía que sí, debía de estar muy engañado.
Para él, la vida humana no parecía merecer semejante esfuerzo. Lo
único en que consistía ésta, según él, era en «una gratificación
momentánea, un placer fugaz condicionado por necesidades, un
gran y prolongado sufrimiento, una lucha constante, un bellum
omnium, unos todos cazadores y todos cazados, un estado de
carencia, necesidad y angustia, una sucesión de gritos y alaridos. Y
159
todo ello reproduciéndose in saecula saeculorum o hasta el momento
en que quiebre de nuevo la corteza del planeta»46.
Podría objetarse que ese retrato de la existencia humana es
un tanto selectivo. Es como si ciertos elementos centrales hubieran
sido inexplicablemente omitidos. Pero aun reconociendo que
Schopenhauer olvidó incluir casi todo aquello que hace que la vida
merezca la pena, continuamos teniendo un problema. Desde luego,
hay amor además de guerra, risas además de alaridos, alegría
además de tortura. Pero ¿se han mantenido realmente equilibrados
esos dos conjuntos de características, positivas y negativas, en el
balance de cuentas de la historia humana hasta la fecha? La
respuesta es que seguramente no. Más bien al contrario: los
aspectos negativos no sólo han sido predominantes, sino que, en
muchos momentos y lugares, lo han sido de manera abrumadora.
Hegel consideraba que la historia era «el matadero en el que se han
sacrificado la felicidad de los pueblos, la sabiduría de los Estados y
la virtud de los individuos». Las épocas de felicidad a lo largo de la
historia fueron, para él, páginas en blanco. También se refirió al
«mal, la perversidad y la caída de los imperios más florecientes
jamás creados por el espíritu humano», unidos a «los indecibles
sufrimientos de los seres humanos»47. ¡Y todo esto, salido de la
pluma de un pensador habitualmente acusado de exceso de
optimismo histórico! «Una filosofía —escribió Schopenhauer— en
46
Arthur Schopenhauer, The World as Will and Idea, Nueva York,
1969, vol. 2, p. 354. [Hay trad. cast.: El mundo como voluntad y representación,
Madrid, Akal, 2005.]
47
Citado en Peter Dews, The Idea of Evil, Oxford, 2007, p. 107.
160
la que el lector no oye entre las páginas los llantos, los alaridos y el
castañeteo de dientes, ni el aterrador estruendo del asesinato
general y recíproco, no es filosofía»48. La suya fue una visión
compartida por Theodor Adorno, quien se refirió a la «catástrofe
permanente» de la historia humana.
La virtud apenas ha florecido nunca en los asuntos públicos
más que de forma breve y precaria. Los valores que admiramos —la
misericordia, la compasión, la justicia, la generosidad afectuosa—
han quedado fundamentalmente restringidos dentro del ámbito
privado. La mayoría de culturas humanas han sido relatos de
rapiña, codicia y explotación. El tumultuoso siglo del que acabamos
de salir estuvo manchado en sangre desde el primero hasta el último
instante, y jalonado por millones de muertes innecesarias. Nos
hemos acostumbrado tanto a ver la vida política como algo violento,
corrupto y opresivo, que ya hemos dejado de sorprendernos ante la
curiosa persistencia de semejante condición. ¿No sería de esperar,
aunque sólo fuera por la mítica ley de los promedios estadísticos,
que nos fuéramos encontrando muchos más brotes de dulzura y luz
en los anales de la historia humana?
Podemos expresar esa misma idea de otro modo. Es un
tópico de conversación de bar decir que todos nosotros tenemos
parte de buenos y parte de malos. Los seres humanos son criaturas
mixtas, ambiguas y moralmente híbridas. Pero si esto es así, ¿por
qué no ha emergido el bien más a menudo a la superficie política?
Sin duda, se debe a la naturaleza de la historia social y política: las
48
Citado en ibid., p. 124.
161
estructuras, las instituciones y los procesos de poder. Ahora bien, la
visión conservadora de la cuestión es bastante diferente: los seres
humanos no sólo no son moralmente híbridos, como diría un
progresista sin querer mojarse demasiado en el asunto, sino que, en
su mayor parte, son unas criaturas corruptas e indolentes que
precisan de una disciplina y una autoridad constantes para que se
pueda extraer algo bueno de ellos. Desde ese punto de vista, quienes
esperen demasiado de la naturaleza humana (como los socialistas y
los libertarios, por ejemplo) acabarán cruelmente desencantados.
Seguirán sintiéndose tentados a idealizar a los hombres y a las
mujeres hasta la muerte. Para los conservadores, sin embargo, los
márgenes de mejora humana son descorazonadoramente estrechos.
Pero si éstos creen en el pecado original pero no en la redención,
algunos progresistas con tendencia a ver la vida de color de rosa
creen en la redención pero no en el pecado original. Según esa
visión panglossiana de las cosas, los hombres y las mujeres pueden
salir adelante pese a todo porque no hay nada suficientemente
calamitoso en su condición que lo impida. Para una cierta rama
ingenua del libertarismo, pues, los impedimentos para alcanzar el
bienestar humano son serios, pero casi todos ellos están situados en
el exterior de las personas. Tal como esos libertarios las ven, las
capacidades humanas que esas fuerzas bloquean son
inherentemente positivas. La única razón por la que no somos libres
es que algo se interpone en nuestro camino. Ahora bien, si esto
fuera verdad, resultaría sorprendente que la revolución y la
emancipación no hayan sido sucesos más frecuentes. Y el hecho de
que necesitemos emanciparnos de nosotros mismos es, sin duda,
uno de los motivos de que no lo sean.
Los radicales, por el contrario, están obligados a guardar un
162
equilibrio precario en este punto en concreto. Por un lado, deben
mantener una posición brutalmente realista en cuanto a la
profundidad y la tenacidad demostradas por la corrupción humana
hasta la fecha. De no hacerlo, restarían apremio y urgencia a su
proyecto de transformación de nuestra condición. Quienes
consienten y miman sentimentalmente a la humanidad no le hacen
ningún favor. Todo lo contrario: actúan como una barrera para el
cambio. Por otro lado, esta corrupción no puede ser tal que nos
obligue a desestimar dicha transformación por completo. Una
lectura demasiado optimista de la historia nos induce a creer que no
es preciso ningún cambio en profundidad, mientras que una visión
demasiado sombría de la misma puede sugerirnos que semejante
cambio es imposible.
Entonces, ¿cómo puede eludir el proyecto radical la amenaza
de verse desactivado por la contumacia mostrada hasta la fecha por
las injusticias históricas? ¿Y cómo puede conseguir que el realismo
no acabe minando la esperanza? Hay momentos en los que podría
parecer que, cuanto más apremiante es la necesidad de cambio
político, menos posible resulta éste. Ésa fue la situación en la que se
encontraron los bolcheviques rusos en 1917, el año de la revolución
soviética. Frente a la autocracia zarista, la escasez de instituciones
liberales y cívicas, un campesinado empobrecido y un proletariado
duramente
explotado,
los
bolcheviques
consideraban
imprescindible la revolución. Pero ésos eran también algunos de los
factores que dificultaban sobremanera ese cambio. Tal como Lenin
comentó en una ocasión, el atraso de la sociedad rusa fue lo que
hizo que la revolución fuese algo relativamente fácil de emprender.
Bastaba, más o menos, con un ataque directo contra el Estado
zarista, dado el monopolio que ejercía éste sobre el poder absoluto.
163
Pero, como añadió el propio Lenin, fue ese mismo atraso el que hizo
que la revolución fuera tan difícil de sostener una vez se produjo. En
el siglo XX acabó implantándose una forma horrorosamente
desfigurada de socialismo porque el socialismo como tal demostró
ser menos posible allí donde era más urgente. Y ésta fue sin lugar a
dudas una de las más grandes tragedias de aquella época.
Lo que impide que el radical se desplome en la desesperanza
política es el materialismo. Por tal entiendo la creencia según la cual
la mayor parte de la violencia y de la injusticia es el resultado de
fuerzas materiales, y no de las predisposiciones viciosas de los
individuos. Corresponde a ese materialismo, por ejemplo, no
esperar que las personas que padecen privación y opresión se
comporten como san Francisco de Asís. A veces, sí lo hacen, pero
entonces es el carácter inesperado en sí de dicha conducta el que
más nos impresiona. La virtud depende hasta cierto punto del
bienestar material. No podemos disfrutar de unas relaciones
aceptables con los demás cuando nos estamos muriendo de hambre.
Lo opuesto al materialismo así entendido sería el moralismo: la
creencia según la cual los actos buenos y los actos malos son
absolutamente independientes de sus contextos materiales, y que
esto forma parte de lo que los hace ser lo que son. Los radicales no
creen que transformar esos entornos signifique producir una
sociedad de santos. Ni mucho menos. Hay razones de sobra
(freudianas y de más clases) para creer que buena parte de la maldad
humana sobreviviría incluso al más profundo de los cambios
políticos. Todo materialismo auténtico que se precie como tal debe
ser consciente de los límites de lo político y, con ello, de nuestra
situación como especie material que somos. Aun así, lo que los
radicales proponen es que resulta factible mejorar mucho la vida
164
para un gran número de personas. Y esto seguramente no es más
que realismo político.
No es probable que quienes están inmersos en una lucha
material por la supervivencia rebosen virtud precisamente por esa
razón, y no porque sean todos Pinkies de armario o miniLeverkühns. En parte, es debido a la escasez artificial de recursos
generada por la sociedad de clases (así como por su negación de
reconocimiento humano a tantos y tantos millones de personas) por
lo que el expediente de la historia viene tan repleto de atrocidades e
ignorancia. No podemos divorciar la moral del poder. Además, de
igual modo que quienes son tratados con crueldad tienden a
desnaturalizarse, también entre quienes mandan se generan toda
clase de vicios exóticos. Como algunas superestrellas del mundo de
las celebridades, muchos de los ricos y poderosos acaban creyendo
con el tiempo que son inmortales e invencibles. No admitirían tal
cosa si se lo preguntáramos directamente, como es obvio, pero ésa
es la creencia que su conducta delata. Y cuando hablamos de
creencias, debemos fijarnos en lo que las personas hacen, no en lo
que dicen. Amparados en esa convicción interior, esos individuos
llegan a blandir y ejercer el poder destructor característico de los
dioses. Sólo aquellos cuyas circunstancias les hacen adquirir
conciencia de su mortalidad tienen alguna probabilidad de sentirse
solidarios con sus congéneres.
Ya he explicado antes que buena parte de la conducta
inmoral que observamos está estrechamente ligada a las
instituciones materiales, y eso, hasta este punto y de manera muy
parecida a lo que sucede con el pecado original, no es del todo culpa
de quienes cometen tales inmoralidades. De hecho, lo que he
165
propuesto aquí es una interpretación materialista de esa doctrina.
Las acciones pueden ser inicuas sin que quienes las realizan lo sean
también. Lo mismo sirve para la bondad. Los sirvengüenzas pueden
ser buenos samaritanos alguna que otra vez. Desde un punto de
vista histórico, las buenas acciones son posiblemente más
importantes que los buenos individuos. Mientras una persona
ayude a que funcione el sistema de ayuda contra el hambre, el hecho
de que lo haga para impresionar a su novio con su altruismo no es
realmente relevante. Sí, pero ¿y qué pasa con el mal? En ese caso, la
distinción entre actos y personas parecería mucho menos sólida.
¿Puede haber actos malvados sin que existan personas malvadas que
los lleven a término? No si el argumento de este libro se tiene en pie,
pues el mal es tanto una condición del ser como una cualidad de la
conducta. Dos acciones pueden parecer exactamente iguales, y una
ser mala y la otra no. Pensemos, por ejemplo, en la diferencia entre
alguien que practica el sadismo para obtener placer erótico en una
relación sexual consentida, y alguien que fuerza a otra persona a
padecer un dolor insoportable para mitigar su propia sensación
nauseabunda de no-ser.
Pero si el mal requiere de un sujeto humano, ¿qué pasa con
los nazis? ¿De quién fue el estado subjetivo del ser que condujo a
Auschwitz? ¿De Hitler? ¿De toda la vanguardia del partido en
bloque? ¿De la psique nacional? No son preguntas que tengan fácil
respuesta. Tal vez la mejor que podamos aventurar sea que el mal en
la Alemania nazi, como en otras situaciones similares, funcionó a
muy diferentes niveles. Hubo quienes conspiraron y participaron
sobre el terreno en un proyecto malvado no porque ellos fueran
malvados, sino porque, como miembros de las fuerzas armadas o
como funcionarios menores de algún otro departamento, se
166
sintieron en la obligación de hacerlo. Hubo otros que fueron
partícipes entusiastas de dicho proyecto (matones, patriotas,
antisemitas ocasionales y gente por el estilo) y que fueron, por
consiguiente, más culpables, pero que a duras penas podríamos
calificar de malignos. Y hubo también quienes cometieron actos
indescriptiblemente atroces, pero no porque obtuvieran una
gratificación particular con ello. Eichmann podría muy bien encajar
dentro de esta última categoría. Y, finalmente, hubo quienes
(presumiblemente, como el mismo Hitler) se entregaron a sus
propias fantasías de aniquilación y que probablemente podamos
considerar como auténticamente malvados y malignos. Podríamos
quizás atrevernos de forma tentativa a mencionar la existencia de
una particular psique nacional: una serie de fantasías que captaron
y contagiaron a muchos que no se las habían inventado, pero que
acabaron afectados, a través de la propaganda nazi, por la sensación
escalofriante de estar invadidos y debilitados por una vil mugre
extranjera.
Si mi argumento en torno a la moral y las condiciones
materiales tiene un mínimo de validez, una importante
consecuencia se deriva del mismo: no podemos dictar un juicio
moral sobre la especie humana porque jamás hemos sido capaces de
observarla más que en condiciones desesperadamente deformadas.
Sencillamente, no podemos decir cómo podrían haber sido los
hombres y las mujeres si las condiciones hubieran sido distintas.
Hay quienes creen que la verdad sobre la humanidad sólo sale a
relucir cuando las personas son sometidas a una presión extrema.
Arrinconándolas contra la pared y enfrentándolas (por ejemplo) en
una sala perfectamente iluminada con aquello que más las aterra, se
revelarán como verdaderamente son. Pero eso es a todas luces falso.
167
Es probable que la mayoría de individuos mataran a otros por
comida y agua si se dieran ciertas condiciones, pero eso revela muy
poco acerca del estado normal de sus almas.
Los hombres y las mujeres sometidos a una presión intensa
son generalmente incapaces de mostrar su mejor versión. Es verdad
que hay quien dice que algunas personas ofrecen su mejor cara en
las crisis. Ésa es una virtud que supuestamente exhiben los
británicos, por poner un ejemplo. Pasan el tiempo que transcurre
entre una crisis y otra aguardando pacientemente la oportunidad de
volver a dar muestras de extraordinario heroísmo. Pero ese tipo de
personas no son más que una minoría. Si los hombres y las mujeres
sometidos a presión necesitan que les sean levantadas tales
restricciones, no es únicamente por el bien de su salud, sino
también porque sólo entonces tendrán la oportunidad de descubrir
quiénes son realmente o de llegar a ser quienes quieren ser. A juicio
de Marx, todo lo que ha acontecido hasta el momento en la historia
no ha sido verdaderamente historia propiamente dicha, sino que ha
constituido lo que él llamó «prehistoria». No ha sido más que una
sucesión de variantes del deprimentemente persistente tema de la
explotación. Sólo rompiendo con esa dinámica y avanzando hacia la
historia bien entendida, tendremos la oportunidad de descubrir
nuestra composición moral. Obviamente, lo que nos encontremos a
partir de ahí podría no ser muy agradable. Quizás descubramos
incluso que, todo este tiempo, no hemos sido más que unos
monstruos. Pero, como mínimo, estaremos por fin en disposición
de vernos tal como somos, sin la visión distorsionada provocada por
una incesante lucha por los recursos o por una brutal imposición de
poder.
168
Desde cierta perspectiva, los absolutistas morales tienen
razón. La distinción que importa es la que se establece entre lo
bueno y lo malo. Pero no en el sentido en que ellos la imaginan. A
nivel moral, lo que de verdad divide a las personas entre sí es si
reconocen o no que la historia transcurrida hasta la fecha ha sido,
en su mayor parte, un relato de sangre y despotismo, que la
violencia ha sido mucho más típica de nuestra especie que la
conducta civilizada, y que muchísimos hombres y mujeres nacidos
en este planeta habrían estado casi sin lugar a dudas mejor si jamás
hubieran llegado a ver la luz del día. A algunos izquierdistas les
incomodarán
estos
sentimientos
tan
adustamente
schopenhauerianos. Tal vez les parezcan tristemente derrotistas y
consideren que, por ello, amenazan con minar el ánimo y la moral
política. Se trata de izquierdistas para quienes el pesimismo es una
especie de delito ideológico, de igual modo que hay
estadounidenses, optimistas crónicos, para quienes toda
negatividad es una forma de nihilismo. Pero en el realismo se
encuentra la raíz de toda sabiduría política. Thomas Hardy sabía
que sólo si se sabía analizar lo peor con la cabeza fría, podía
avanzarse aunque fuera a tientas hacia lo mejor.
En la actualidad, resulta irónico que sea un determinado
progresismo irreflexivo el que suponga una amenaza para el cambio
político: una amenaza mayor que la que pueda plantear una
adecuada toma de conciencia sobre el carácter pesadillesco de la
historia. Los verdaderos antirrealistas son quienes, como el
científico Richard Dawkins, tienen el sorprendentemente
autosatisfecho convencimiento de que todos nos estamos haciendo
mejores personas y más civilizadas. «En el siglo XXI, la mayoría de
nosotros —ha escrito en El espejismo de Dios— estamos […] muy por
169
delante de nuestros congéneres de la Edad Media, o de los tiempos
de Abraham, o incluso de una época tan reciente como la década de
1920. La ola en su conjunto no deja de moverse y hasta la vanguardia
de un siglo anterior […] se encontraría muy por detrás de los
rezagados de una centuria más tardía. Siempre hay reveses locales y
temporales, como los que Estados Unidos está sufriendo por culpa
de su gobierno a principios del nuevo milenio. Pero, considerada en
una escala temporal más amplia, la tendencia de progreso es
inconfundible y no cesará»49.
Es cierto que Dawkins se refiere aquí, sobre todo (aunque no
exclusivamente) al crecimiento de los valores liberales. Y ése es un
ámbito en el que sin duda se ha producido un progreso muy de
agradecer (aunque bastante desigual). Así que Dawkins, pese a esa
altaneramente dogmática sentencia final «y no cesará» (¿acaso tiene
una bola de cristal?), está absolutamente en lo cierto al insistir en el
valor inestimable de este desarrollo frente a aquellos para quienes la
idea misma de progreso no es más que un mito imperialista. Es
verdad que hay cosas que mejoran en ciertos aspectos. Quienes
dudan de la realidad del progreso podrían probar a que les
extrajeran una muela sin anestesia. También podrían tratar de
mostrar mayor respeto por las hermanas Pankhurst o por Martin
Luther King. Pero también hay cosas que empeoran. Y de éstas, el
ingenuo Dawkins apenas tiene nada que decir. Nadie deduciría de
su ufana versión de la evolución de la humanidad en cuanto a su
grado de sabiduría que hoy también nos enfrentamos a la
49 Richard Dawkins, The God Delusion, Londres, 2006, pp. 70-71. [Hay
trad. cast.: El espejismo de Dios, Madrid, Espasa Calpe, 2007.]
170
devastación planetaria, a la amenaza de un conflicto nuclear, a la
propagación de catástrofes como el sida y otros virus letales, al
fervor neoimperial, a las migraciones masivas de los
desfavorecidos, al fanatismo político, a un retorno de las
desigualdades económicas típicas de la era victoriana, y a un
número diverso de otros desastres potenciales. Para los adalides del
Progreso, la historia es una oleada acumulativa de conocimiento y
tolerancia atravesada por algunas corrientes menores de
ignorancia. Quedan aún unas cuantas anomalías incivilizadas
pendientes de arreglo, limpieza o eliminación. Para Dawkins, la
llamada «Guerra contra el Terror» no es más que un breve ataque
histórico de hipo. Para el radical, sin embargo, la historia aúna
tanto civilización como barbarie. Y ambas están inseparablemente
entretejidas. Leyendo a quienes piensan como Dawkins, uno se da
cuenta de por qué la doctrina del mal o del pecado original puede ser
una creencia de signo radical, pues sugiere que nuestra situación es
tan desesperada que sólo podemos aspirar a corregirla con una
transformación bien a fondo.
Richard J. Bernstein ha escrito en su libro El mal radical que la
destrucción del World Trade Center en 2001 fue «el epítome mismo
del mal de nuestro tiempo»50. Parece no haberse dado cuenta de que
Estados Unidos ha matado inconcebiblemente a más población civil
inocente en el último medio siglo que la que pereció en aquella
tragedia en Nueva York. Mientras escribo, puede que un número de
personas cientos de veces superior hayan sido masacradas ya en la
guerra criminal a la que aquella tragedia dio lugar en Irak.
50
Richard J. Bernstein, Radical Evil, Cambridge, 2002, p. X.
171
Bernstein pasa por alto las tiranías y las carnicerías perpetradas por
su propia nación en nombre de la libertad. La perversidad de
creernos lo que dice siempre es cosa de otros. Hoy en día, en
Occidente, tal perversidad parece patrimonio principalmente de los
regímenes políticos que Estados Unidos no puede dominar en este
momento, como Irán y Corea del Norte, así como del terrorismo
islámico, que, sin duda, supone una grave amenaza (aunque
grandemente hiperbolizada) para el bienestar humano.
Conforme a los términos del presente libro, sin embargo,
dicho terrorismo es perverso, pero no malvado, y la diferencia
estriba en algo mucho más sustancial que una simple sutileza
verbal. En realidad, nuestra seguridad y nuestra supervivencia
mismas podrían acabar dependiendo de ella. Los malvados no
pueden ser disuadidos de su conducta destructiva porque no hay
racionalidad alguna que respalde sus acciones. Para ellos, la
racionalidad que otras personas tratan de aplicar a la cuestión es, en
realidad, parte del problema. Por el contrario, con quien sí es
teóricamente posible debatir es con quienes usan medios
inescrupulosos para alcanzar fines racionales o, incluso,
admirables. Los treinta años de conflicto en Irlanda del Norte han
tocado a su fin, en parte, porque el republicanismo armado irlandés
entraba de lleno en esta categoría. Pero ése podría haber sido el caso
también en cierto momento con parte del fundamentalismo
islámico. Si Occidente hubiera actuado de forma distinta en el trato
dispensado a ciertos países musulmanes, tal vez se hubiera librado
(al menos, en parte) de la agresión de la que es hoy objeto.
Con esto no pretendo afirmar que el integrismo islámico sea
particularmente racional. Todo lo contrario: está infectado por las
172
más virulentas cepas del prejuicio y la intolerancia, como atestiguan
sobradamente sus despedazadas y masacradas víctimas. Pero esas
mortíferas fantasías están entremezcladas con algunos agravios
políticos específicos, por muy ilusorios o injustificados que los
consideren sus enemigos. Creer que no es así equivale a imaginarse
no ya que los terroristas islámicos sean unos brutales cabezotas,
sino que no tienen cabeza alguna sobre los hombros. Equivale a
afirmar no ya que sus agravios son equivocados, sino que no hay
absolutamente nada que discutir. Nos encontramos, pues, ante un
prejuicio irracional que rivaliza con el de los propios islamistas: un
prejuicio que sólo puede empeorar las cosas. La tragedia no consiste
únicamente en que millones de ciudadanos y ciudadanas corran hoy
peligro de muerte sin culpa propia alguna: consiste también en que,
posiblemente, nunca hizo falta que corrieran semejante peligro.
Indudablemente, es posible que hubieran existido de todas
formas ideologías islamistas brutales e ignorantes, como también
hay credos occidentales brutales e ignorantes. Pero es improbable
que las Torres Gemelas se hubieran desmoronado por culpa
simplemente de algo así. Para que eso ocurriera hizo falta también
la sensación de enojo y humillación del mundo árabe ante la larga
historia de abusos políticos cometidos allí por Occidente. Calificar
el terrorismo islámico de malvado —en el sentido de la palabra
empleado en este libro— significa negarse a reconocer la realidad de
esa ira. Puede que sea ya demasiado tarde para llevar a cabo el tipo
de acciones políticas que podrían ayudar a mitigarla. El terrorismo
ha adquirido en la actualidad un letal impulso propio. Pero existe
una diferencia entre lamentarse de esta oportunidad trágicamente
perdida y tratar a los enemigos como bestias salvajes que jamás se
dejarán influir por ninguna acción racional. Para los valedores de
173
este último punto de vista, la única solución a la violencia terrorista
es más violencia. Más violencia engendra más terror, lo que, a su
vez, pone aún más vidas inocentes en peligro. El resultado de
clasificar el terrorismo dentro de la categoría de lo malvado es una
exacerbación del problema. Y quien empeora así el problema se
vuelve cómplice, aunque sea inadvertidamente, de la barbarie
misma que tanto condena.
174
Contenido
Introducción ........................................ 5
1 Ficciones Del Mal ................................................. 24
2 Placer Obsceno .................................................... 87
3 Los Consuelos De Job ........................................... 143
175
TERRY EAGLETON (Inglaterra, 1943). Eagleton nació en Salford en una
familia obrera y católica, cuyos abuelos paternos eran inmigrantes irlandeses,
más humildes. De niño hizo de monaguillo y de portero en un convento de
carmelitas, como recuerda en su autobiografía, de tono a menudo irónico. Sintió
enseguida el elitismo de la universidad en la que estudió, y donde se doctoró, el
Trinity College de Cambridge. A continuación, fue profesor en el Jesus College de
Cambridge. Tras varios años de haber enseñado en Oxford —Wadham College,
Linacre College y St. Catherine’s College—, obtuvo la cátedra John Rylands de
Teoría Cultural de la Universidad de Mánchester, donde enseña actualmente.
Eagleton fue discípulo del crítico marxista Raymond Williams. Empezó
su carrera como estudioso de la literatura de los siglos XIX y XX, para pasar
después a la teoría literaria marxista, en la estela de Williams. En los últimos
tiempos, Eagleton ha integrado los estudios culturales con la teoría literaria
tradicional. En los años sesenta formó parte de Slant, un grupo católico de
izquierda, y escribió varios artículos de corte teológico, como el libro Towards a
New Left Theology.
Sus publicaciones más recientes evidencian un interés renovado por los
temas teológicos. Otra de las grandes influencias teóricas de Eagleton es el
psicoanálisis. Ha sido, además, uno de los principales valedores de la obra de
Slavoj Žižek en el Reino Unido.
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