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Sobre el mal

2020, LIbro

Una consideración filosófica sobre el tema

Terry Eagleton SOBRE EL MAL Título original: On Evil Terry Eagleton, 2010 Traducción: Albino Santos Mosque A Henry Kisinger 4 INTRODUCCIÓN Hace década y media, dos niños de diez años de edad torturaron y mataron a otro de menos de tres en el norte de Inglaterra. Aquello despertó un clamor de horrorizada indignación popular, aunque el porqué de que la gente considerara tan especialmente horrendo ese crimen en particular no está del todo claro. A fin de cuentas, los niños son sólo unas criaturas a medio socializar de las que, de vez en cuando, se puede esperar conductas bastante salvajes. Si hacemos caso a Freud, exhiben un superego o una conciencia moral más débil que la de sus mayores. En ese sentido, resulta sorprendente que tan truculentos acontecimientos no se repitan más a menudo. Tal vez los niños estén asesinándose unos a otros todo el tiempo y lo que ocurre es que, simplemente, se lo tienen muy callado. William Golding, autor sobre cuya obra reflexionaremos en breve, parecía estar convencido, a juzgar por su novela El señor de las moscas, de que un puñado de colegiales solos en una isla desierta, sin supervisión alguna, no tardarían ni una semana en masacrarse unos a otros. Esto quizás se deba a que estamos dispuestos a creer toda clase de noticias siniestras referidas a los niños porque nos resultan como una especie de raza medio alienígena incrustada en nuestro seno. Como no trabajan, no está claro para qué sirven. No practican el sexo, aunque no es descartable que también eso se lo estén callando. Tienen la rareza de aquellas cosas que se parecen a nosotros en ciertos aspectos, pero no en otros. No es difícil, entonces, fantasear incluso con la idea de que estén conspirando colectivamente contra nosotros, como los protagonistas de la fábula 5 Los cuclillos de Midwich, de John Wyndham. Como los niños no forman del todo parte del juego social, pueden ser vistos como seres inocentes; pero justamente por esa misma razón, también pueden ser considerados engendros de Satanás. Los victorianos oscilaban constantemente entre una visión angélica y otra demoníaca de su propia prole. Uno de los agentes de policía que se ocuparon del caso del pequeño asesinado declaró que, desde el mismo momento en que vio por primera vez a uno de los culpables, supo que estaba en presencia de alguien malvado. Pero ésa es la clase de comentario que da al mal su conocida reputación negativa. Lo que se pretendía demonizando literalmente al muchacho de aquella manera era coger desprevenidos a los «progres» de corazón blando. Se trataba de un ataque preventivo contra quienes pudieran apelar a las condiciones sociales a la hora de intentar comprender por qué aquellos dos niños habían hecho algo así. Y semejante comprensión siempre puede desembocar en el perdón o en una excusa. Calificando la acción de malvada, se venía a decir que estaba fuera del alcance de todo entendimiento. El mal es ininteligible. Es algo único en sí mismo: como subir a un tren de cercanías abarrotado ataviado únicamente con una boa constrictor gigante. No hay contexto alguno que lo haga explicable. El gran antagonista de Sherlock Holmes, el diabólicamente malvado profesor Moriarty, es presentado por su autor como alguien carente casi por completo de tal contexto. Pero resulta significativo que Moriarty sea un apellido originario de Irlanda y que Conan Doyle escribiera en una época en la que existía gran inquietud en torno al fenianismo revolucionario irlandés en Gran 6 Bretaña. Tal vez los fenianos le recordaran a Doyle a su propio padre, nacido en Irlanda, borracho y violento, que acabó recluido en un manicomio. De este modo, convertir a alguien apellidado Moriarty en una imagen del mal puro es probablemente más explicable de lo que parecería a simple vista. Aun así, sigue siendo habitual que el mal sea algo a lo que no se le suponen pies ni cabeza. Un obispo evangélico inglés escribió en 1991 que entre los síntomas evidentes de que una persona era objeto de una posesión satánica estaban reírse de forma inapropiada, hacer gala de algún tipo de conocimiento inexplicable, esgrimir una sonrisa falsa, ser de ascendencia escocesa, tener parientes que hubieran sido mineros del carbón y elegir habitualmente el negro como color de ropa o de coche. Nada de eso tiene sentido, pero eso mismo es lo que podemos decir del mal en general. Cuanto menos sentido tiene, más malvado es. El mal no guarda relación con nada que esté más allá de sí mismo, ni siquiera (por ejemplo) con una causa. De hecho, la palabra ha pasado a significar, entre otras cosas, «sin causa». Si los asesinos infantiles hicieron lo que hicieron por aburrimiento o por vivir en viviendas inapropiadas o por la negligencia de sus padres, entonces (quizás temiera aquel agente de policía) sus actos fueron consecuencia necesaria de sus circunstancias, de lo que se deduciría que, en ese caso, no podrían ser castigados por ello con tanta severidad (como él habría deseado). Esto implica de forma errónea que una acción que tenga una causa no puede realizarse libremente. Así vistas, las causas constituyen formas de coerción. Si nuestras acciones no tienen causas, no somos responsables de ellas. Yo no puedo responsabilizarme de partirle a alguien un candelabro en la cabeza, porque fue su golpecito recriminatorio en mi mejilla el que provocó mi reacción. 7 El mal, sin embargo, se concibe como algo carente de causa o como algo que es su propia causa. Éste, como veremos, es uno de sus diversos puntos de similitud con el bien. Aparte del mal, sólo de algo como Dios se dice que sea la causa de sí mismo. En la opinión del policía hay cierta tautología o cierto argumento circular implícito. Las personas hacen maldades porque son malas. Algunas personas son malas del mismo modo que algunas cosas son de color añil. Cometen sus maldades no para alcanzar un objetivo, sino simple y únicamente por la clase de personas que son. Pero ¿acaso no podría significar eso que no pueden evitar hacer lo que hacen? Para el policía, la idea del mal supone una alternativa a semejante determinismo. Pero, de ese modo, parece que no hacemos más que descartar un determinismo ambiental y lo sustituimos por un determinismo del carácter: ahora es nuestro carácter y no nuestras condiciones sociales lo que nos empuja a cometer actos incalificables. Y, aunque es fácil imaginarse un cambio en el ambiente o en el entorno (erradicación de viviendas insalubres, construcción de locales y clubes para jóvenes, expulsión de los traficantes de drogas del barrio), cuesta bastante más imaginar una transformación tan absoluta en el ámbito del carácter humano. ¿Cómo podría yo transformarme por completo y seguir siendo yo mismo? Pero, si diera la casualidad de que yo fuera alguien malvado, mi único remedio no pasaría más que por tan profundo e improbable cambio. Así pues, las personas que piensan como el policía son, en realidad, pesimistas, aun cuando, con toda probabilidad, se irritarían bastante al oír una acusación así. Si nos enfrentamos a Satán y no a unas condiciones sociales adversas, el mal parecerá 8 imposible de derrotar. Y éstas son noticias ciertamente deprimentes para (entre otras personas) la policía. Calificar a esos dos niños de malvados dramatiza la gravedad de su crimen y busca frenar en seco cualquier apelación bondadosa al papel de las condiciones sociales. Dificulta el perdón para los culpables, sí, pero a costa de sugerir que esa clase de conducta maligna jamás desaparecerá. Ahora bien, si los asesinos infantiles del pequeñín no pudieron evitar su maldad, lo cierto, entonces, es que eran inocentes. En general, la mayoría de nosotros reconocemos que los niños pequeños tienen la misma capacidad de ser malvados que de divorciarse o suscribir acuerdos de compraventa, es decir, ninguna. Pero siempre hay quienes creen en la malignidad de una estirpe o en la malevolencia de los genes. Pero si de verdad hay personas que son malas de nacimiento, no son más responsables de semejante condición que de haber nacido aquejadas de fibrosis quística. La condición que supuestamente los condena es también la que los redime. Lo mismo sucede cuando se considera a los terroristas como unos psicóticos, término que el principal asesor de seguridad del gobierno británico ha empleado para referirse a ellos, lo que nos lleva a preguntarnos si este hombre es el adecuado para el puesto que ocupa. Si los terroristas están realmente locos, entonces ignoran lo que están haciendo y, por lo tanto, son moralmente inocentes. Se les debería dispensar atención psiquiátrica en centros adecuados, y no mutilar sus genitales en prisiones secretas de Marruecos. De los hombres y las mujeres que son malvados se dice en ocasiones que están «poseídos». Pero si de verdad son las víctimas impotentes de unos poderes demoníacos, lo que debemos hacer es 9 apiadarnos de ellas, no condenarlas. La película El exorcista muestra una interesante ambigüedad al respecto de si debemos sentir aversión o compasión por su pequeña y diabólica protagonista. Las personas que se supone que están poseídas hacen que nos planteemos de un modo trepidantemente teatral la ya vetusta cuestión de la libertad frente al determinismo. ¿Es el diablo que vive dentro de la niña de El exorcista la verdadera esencia de su ser (en cuyo caso, deberíamos temerla y odiarla) o es un invasor foráneo (en cuyo caso, deberíamos compadecernos de ella)? ¿Es la protagonista simplemente un títere indefenso de ese poder o éste emana directamente de lo que ella es? ¿O acaso es el mal un ejemplo de autoalienación, en el sentido de que esa fuerza abyecta es al mismo tiempo uno mismo y no-uno-mismo? Quizás sea una especie de quintacolumnista, pero uno instalado en el núcleo central mismo de la identidad de la persona. En ese caso, deberíamos sentir lástima y temor al mismo tiempo, los mismos sentimientos que Aristóteles creía que debían embargarnos como espectadores de la tragedia. Quienes desean castigar a otros por su maldad necesitan entonces afirmar que son malos por su propia y libre voluntad. Quizás hayan elegido deliberadamente el mal como fin, como el Ricardo III de Shakespeare cuando afirma desafiante «he resuelto a demostrarme como un villano», o el Satanás del El paraíso perdido de Milton cuando exclama «Mal, sé tú mi Bien», o el Goetz de Jean-Paul Sartre, en su obra El diablo y Dios, cuando se jacta de «hacer el Mal por el Mal mismo». Pero siempre es posible argumentar que las personas de esa clase, que optan conscientemente por el mal, deben de ser ya malas de por sí para elegir de ese modo. Tal vez estén decantándose en cierto sentido por lo que ya son, como el camarero de Sartre cuando juega a ser camarero. Lejos de asumir una 10 identidad completamente diferente, quizás no estén más que saliendo del armario moral. Parecería entonces que el policía del caso del asesinato del pequeño estaba intentando desacreditar cierta doctrina liberalprogresista según la cual comprenderlo todo es perdonarlo todo. Esto podría entenderse como que las personas son en el fondo susceptibles de rendir cuentas por lo que hacen, sí, pero que el hecho de que adquiramos conciencia de las circunstancias que las rodean nos inclina a tratarlas con indulgencia. Pero, al mismo tiempo, cabría también deducir de ello que, si nuestras acciones son explicables desde un punto de vista racional, no somos responsables de ellas. La verdad, sin embargo, es que razón y libertad van estrechamente unidas. Para quienes no lo acaban de entender, cualquier tentativa de explicación de un acto malvado viene a ser un intento de excusar a sus perpetradores. Pero explicar por qué me paso los fines de semana hirviendo tejones vivos tan tranquilo no significa necesariamente condonar lo que hago. Pocas personas habrá que crean que los historiadores se esfuerzan por explicar el ascenso de Hitler con el oscuro fin de que el personaje nos resulte más atrayente. Pero, para ciertos comentaristas, intentar esclarecer lo que motiva a los terroristas suicidas islámicos a actuar como lo hacen, señalando para ello la desesperanza y la devastación que se viven en la Franja de Gaza, por ejemplo, es como absolver a éstos de su culpa. Ahora bien, se puede condenar a quienes vuelan por los aires a niños pequeños en nombre de Alá sin, por ello, asumir que no existe otra explicación para su atroz conducta que la de que pulverizan a personas simplemente porque disfrutan con ello. Del hecho de disponer de una explicación no cabe deducir que ésa es razón suficiente para justificar lo que hacen. El hambre es motivo 11 suficiente para que alguien haga añicos el escaparate de una panadería a las dos de la madrugada, pero normalmente no se considera un motivo aceptable (o, como mínimo, no en opinión de la policía). No estoy sugiriendo tampoco que si se solucionara el problema palestino-israelí (o cualquier otra situación que hace que los musulmanes se sientan hoy víctimas de abuso y humillación), el terrorismo islámico desaparecería de la noche a la mañana. La cruda realidad es que, muy probablemente, ya es demasiado tarde para eso. Como sucede con la acumulación de capital, el terrorismo acaba adquiriendo un impulso propio. Pero sí es bastante razonable aventurar que, sin tales humillaciones, ese terrorismo jamás habría levantado el vuelo como lo hizo. También resulta extraño suponer que la comprensión conduce inevitablemente a una mayor tolerancia. En realidad, suele suceder justo lo contrario. Cuantas más cosas aprendemos sobre los factores que rodearon a las inútiles matanzas de la Primera Guerra Mundial, por ejemplo, menos nos parece que éstas pudieran estar justificadas. Las explicaciones pueden tanto endurecer los juicios morales como suavizarlos. Además, si el mal escapa realmente a toda explicación (es decir, si es un misterio insondable), ¿cómo vamos siquiera a saber lo suficiente sobre él como para condenar a quienes lo hacen? La palabra «mal» constituye por lo general una manera drástica de poner fin a los debates, como un puñetazo en pleno plexo solar. Tal como sucede con los gustos, contra los que supuestamente no hay disputas, la simple enunciación del vocablo «mal» actúa como una especie de freno final que prohíbe el planteamiento de nuevas cuestiones. O bien las acciones humanas son explicables, en cuyo caso no pueden ser malvadas, o bien son malvadas, en cuyo caso no hay nada más que decir sobre ellas. Pues 12 bien, el argumento del presente libro es que ninguno de esos dos puntos de vista es cierto. Ningún político occidental de la actualidad podría permitirse sugerir en público la existencia de unas motivaciones racionales detrás de las atrocidades que los terroristas cometen. «Racional» podría entonces traducirse muy fácilmente como «encomiable». Y, sin embargo, no hay nada de irracional en el hecho de atracar un banco, aunque no sea algo considerado de forma habitual como digno de alabanza. (Si bien, como bien comentó Bertolt Brecht, «¿qué es robar un banco comparado con fundar uno?»). Es evidente que el IRA tenía unos fines políticos muy sopesados, por muy salvajes que fueran algunos de los métodos que empleaba para conseguirlos. Aun así, en los medios de comunicación británicos, había voces que insistían en caracterizarlo como una banda de psicópatas. Si no queremos humanizar a semejantes ogros, venía a decir esa lógica, no puede haber sentido ni razonamiento alguno en sus acciones. Pero precisamente en el hecho de que sean humanos es donde radica la atrocidad de lo que los terroristas hacen. Si de verdad fueran inhumanos, posiblemente no nos sorprenderíamos en lo más mínimo de su comportamiento. Los horrores que perpetran bien podrían ser para nosotros como nimiedades cotidianas en Alfa del Centauro. El uso que aquel policía hizo del término «malvado» fue a todas luces ideológico. Es probable que temiera que la población se apiadara de los delincuentes por su tierna edad y creyó necesario insistir en que incluso los pequeños de diez años son agentes moralmente responsables. (De hecho, la población no se apiadó en absoluto de ellos. Hay aún quienes arden en deseos de matarlos 13 ahora que han sido puestos en libertad). Así que «malvado» puede ser traducido aquí como «responsable de sus propias acciones», tan responsable como su opuesto, «bueno». De todos modos, también a veces se considera la bondad como algo independiente de los condicionantes sociales. El más grande de los filósofos modernos, Immanuel Kant, era precisamente de ese parecer. Se entiende, así, que el Oliver Twist de Dickens no se deje corromper por la mala vida del Londres de la delincuencia en el que se ve sumido. Oliver no pierde jamás su semblante dulce, su rectitud moral y su misteriosa capacidad para hablar un inglés estándar pese a haberse criado en un asilo para pobres. (Sospecho que su compañero de banda Jack Dawkins, «el Pillastre», habría hablado con acento cockney aunque se hubiera criado en el castillo de Windsor). Pero eso no se debe a que Oliver sea un santo. Si es inmune a la influencia contaminante de los ladrones, los matones y las prostitutas, no lo es tanto porque sea moralmente superior como porque su bondad tiene algo de genético y es tan resistente a las influencias de las circunstancias como las pecas o el tono pajizo de un cabello rubio. Pero si Oliver no puede evitar ser bueno, entonces su virtud no es digna seguramente de mayor admiración que el tamaño de sus orejas. Además, si es la pureza de su voluntad la que lo inmuniza frente a la malignidad del hampa, ¿cuán maligno es realmente ese submundo del delito? ¿Acaso un Fagin malvado de verdad no lograría corromper esa voluntad? ¿No se ve involuntariamente librado de culpa el viejo granuja por la inasequible virtud del pequeño? Podríamos preguntarnos también, con la inexpugnable inocencia de Oliver en mente, si en verdad admiramos una bondad imposible de poner a prueba. En ese sentido, parece apropiado recordar la ya anticuada visión puritana según la cual la virtud debe demostrar sus credenciales en un extenuante combate contra sus enemigos, en el 14 que, por consiguiente, debe exponerse a algo del depravado poder de éstos. En lo que a la responsabilidad respecta, Kant y un tabloide de derechas como el Daily Mail tienen bastante en común. En términos morales, ambos sostienen que somos enteramente responsables de lo que hacemos. De hecho, es semejante responsabilidad propia la que se supone la esencia misma de la moral. Desde esta perspectiva, las referencias a las condiciones sociales no son más que una forma de escurrir el bulto. Muchas personas, según señalan los conservadores, crecen en unas condiciones sociales pésimas y, aun así, acaban siendo ciudadanos y ciudadanas que respetan la ley. Es una argumentación muy similar a la de quien concluye que, como algunos fumadores no mueren de cáncer, nadie que fume morirá de cáncer. Esta doctrina de la responsabilidad propia absoluta es la que ha ayudado a generar la actual superpoblación de los corredores de la muerte de las prisiones estadounidenses. Los seres humanos deben ser considerados plenamente autónomos (literalmente: «dictadores de sus propias leyes»), porque invocar la influencia que unos factores sociales o psicológicos puedan tener en aquello que hacen sería reducirlos a unos meros zombis. En la era de la Guerra Fría, eso equivalía a reducirlos al peor de los horrores posibles: al de los ciudadanos soviéticos. Así que los asesinos con una edad mental de cinco años o las mujeres maltratadas que finalmente se vuelven contra sus agresivos maridos deben de ser tan culpables como Goebbels. Mejor ser un monstruo que una máquina. No existe, sin embargo, una distinción absoluta entre estar influidos y ser libres. Muchas de las influencias que recibimos sólo llegan a afectar a nuestra conducta tras haber sido interpretadas, y 15 la interpretación es un acto de creatividad. No es propiamente el pasado el que nos condiciona, sino el pasado según lo interpretamos (consciente o inconscientemente). Y siempre es posible que lo descifremos de un modo diferente a como realmente fue. Además, un individuo libre de toda influencia social sería tan «no-persona» como un zombi. En el fondo, de hecho, no sería un ser humano en absoluto. Si podemos actuar con libertad es, precisamente, gracias a que somos moldeados por un mundo en el que el concepto de «libertad de acción» tiene sentido: el mismo mundo que nos permite actuar conforme a esa idea. Ninguno de nuestros comportamientos característicamente humanos es libre en el sentido de que esté eximido de todo determinante social, y eso incluye conductas tan distintivamente humanas como sacarle los ojos a otra persona. Nosotros no seríamos capaces de torturar y masacrar sin haber recabado antes un buen número de habilidades sociales. Ni siquiera cuando estamos solos, lo estamos en el mismo sentido en que puedan estarlo un cubo de carbón o el puente del Golden Gate. Precisamente porque somos animales sociales, capaces de compartir nuestra vida interior con otros individuos a través del lenguaje, podemos hablar de conceptos como la autonomía y la responsabilidad personal. No son términos aplicables a los cortapicos, por ejemplo. Ser responsable no significa estar desprovisto de influencias sociales, sino estar relacionado con tales influencias de una forma concreta. Significa ser más que un mero títere de las mismas. En ciertos modos de pensar antiguos, el «monstruo» designaba —entre otras cosas— a aquella criatura que era totalmente independiente de las demás. Los seres humanos pueden alcanzar un cierto grado de autodeterminación. Pero sólo son susceptibles de hacerlo dentro del 16 contexto de una dependencia (de naturaleza más profunda) con respecto a otros individuos de su especie, la misma dependencia que los hace humanos para empezar. Eso es justamente, como veremos, lo que el mal niega. La autonomía pura es un sueño del mal. Es también el mito por excelencia de la sociedad de clase media. (Lo que no quiere decir que ser de clase media signifique ser malvado. Ni los marxistas más combativos creen que eso sea así, en parte, porque, para empezar, no tienden a creer en la existencia del mal). En el teatro shakespeariano, quienes proclaman depender solamente de sí mismos y reclaman la autoría en solitario de su propio ser casi siempre son villanos. Se puede apelar a la autonomía moral absoluta de las personas, pues, como vía para acusarlas de maldad, pero, al hacerlo, se reafirma un mito que los propios malvados se han creído a pies juntillas. Varias décadas antes de que aquellos dos niños asesinasen a aquel crío pequeño, otro clamor público de indignación por la muerte de una criatura de muy corta edad sacudió hasta el último de los confines de Gran Bretaña. Fue el de la oleada de histeria moral desatada por la obra teatral de Edward Bond, Saved, en la que un grupo de adolescentes lapidaban a un bebé en su cochecito hasta matarlo. La escena constituía una forma muy adecuada de ilustrar el viejo tópico de que las travesuras se nos pueden ir de las manos. Su finalidad era mostrar, paso a paso, de forma inexorable, cómo un puñado de jóvenes afectados de aburrimiento crónico podrían cometer semejante atrocidad sin tener ni un ápice de maldad. El ocio es la madre de todos los vicios, reza el dicho, lo que viene a sugerir (de manera bastante peculiar) que mantenerse ocupado es el mejor modo de evitarse un asiento en el banquillo de los acusados de un tribunal por crímenes de guerra. El problema de los 17 malvados, sin embargo, es que, lejos de no andar suficientemente ocupados, lo están en demasía. Veremos más adelante que el mal tiene mucho que ver con una cierta sensación de futilidad o falta de sentido, y uno de los aspectos que la escena de Bond pretende significar, por cruel que parezca, es que esos adolescentes están tratando, en realidad, de improvisar algún sentido para sí mismos y su existencia. Fue el carácter corriente del episodio, tanto como el espanto del acto en sí, el que enfureció al siempre fácil de ofender público británico. Nos estaban mostrando cómo lo absolutamente familiar puede dar sin solución de continuidad en lo incalificablemente atroz, y eso parecía disminuir la gravedad de la acción. Se suponía que el mal es algo especial, no común. No es como encender un cigarrillo. La malevolencia no puede ser monótona. Veremos más adelante cómo ésa, irónicamente, es una opinión compartida por los propios malvados. Y es que, en realidad, hay tanto actos como individuos malvados, y aquí es donde tanto los «progres» blandos como los marxistas duros se equivocan por igual. En representación de los segundos, el marxista estadounidense Fredric Jameson se ha referido a «las arcaicas categorías del bien y el mal»1. Debemos suponer entonces que Jameson no cree que la victoria del socialismo sería algo bueno. El marxista inglés Perry Anderson da a entender que términos como «bien» y «mal» sólo son relevantes para la conducta individual, pero, en ese caso, cuesta entender por qué deberíamos calificar de buenos actos como la lucha contra el 1 Véase Fredric Jameson, Fables of Aggression: Wyndham Lewis, the Modernist as Fascist, Berkeley y Londres, 1979, p. 56. 18 hambre o contra el racismo, o el desarme nuclear2. Los marxistas no tienen por qué rechazar la noción del mal y mi propio caso da fe de ello, pero Jameson y algunos de sus colegas de izquierdas sí lo hacen, en parte, porque tienden a confundir lo moral con lo moralista. Eso es algo en lo que, irónicamente, coinciden con gente como la de la llamada Mayoría Moral estadounidense. El moralismo significa considerar los juicios morales como si éstos existieran únicamente dentro de su dominio sellado propio y exclusivo, totalmente diferenciado de otros asuntos más materiales. De ahí que algunos marxistas se sientan incómodos con la idea de la ética en general, que ven más bien como una distracción innecesaria con respecto a la historia y la política. Pero he ahí una concepción errónea del tema. Bien entendida, la indagación moral sopesa todos esos factores a la vez. Y eso es tan cierto en el caso de la ética de Aristóteles como en las de Hegel o Marx. El pensamiento moral no es una alternativa al pensamiento político. Para Aristóteles, el primero forma parte del segundo. La ética toma en consideración las cuestiones de valor, la virtud, las cualidades, la naturaleza de la conducta humana y otros aspectos por el estilo, mientras que la política se ocupa de las instituciones que hacen posible que tal conducta florezca o sea reprimida. En este terreno, no existe abismo insondable alguno que separe lo privado de lo público. Del mismo modo que la moral no se ciñe exclusivamente a la vida personal, tampoco la política atañe sólo a la pública. 2 Véase Perry Anderson, The Origins of Postmodernity, Londres, 1998, p. 65. [Hay trad. cast.: Los orígenes de la posmodernidad, Barcelona, Anagrama, 2000.] 19 La gente difiere en torno a la cuestión del mal. Una encuesta reciente reveló que la creencia en el pecado alcanza niveles máximos en Irlanda del Norte (el 91 por 100 de los encuestados) y mínimos en Dinamarca (el 29 por 100). A nadie que tenga cierto conocimiento de primera mano de esa entidad patológicamente religiosa a la que llamamos Irlanda del Norte (formada por la mayor parte del territorio del Ulster) le habrá sorprendido en lo más mínimo ese primer resultado. Está claro que los protestantes del Ulster tienen una visión menos halagüeña de la existencia humana que los hedonistas daneses. En cualquier caso, cabe entender que los daneses, como la mayoría de las personas que leen los periódicos, creen ciertamente que la codicia, la pornografía infantil, la violencia policial y las mentiras descaradas de las empresas farmacéuticas son reales. Sólo que prefieren no llamarlas pecados. Tal vez sea porque consideren que el pecado es una ofensa contra Dios y no contra otras personas, aunque ésa es una distinción sobre la que el Nuevo Testamento no se extiende demasiado. En general, las culturas posmodernas, a pesar de su fascinación por los espíritus necrófagos y los vampiros, poco tienen que decir sobre el mal. Es posible que esto se deba a que el individuo (mujer u hombre) posmoderno —frío, provisional, despreocupado y descentrado— carece de la profundidad que la verdadera destructividad requiere. Para el posmodernismo, no hay nada que redimir. Para los autores de la era dorada del modernismo, como Franz Kafka, Samuel Beckett o el primer T. S. Eliot, sí que había algo que redimir, pero hoy se ha vuelto imposible decir exactamente el qué. Los paisajes desolados y devastados de Beckett transmiten la impresión de un mundo que pide su salvación a gritos. Pero la salvación presupone pecaminosidad, y las figuras humanas 20 perdidas y evisceradas de ese mismo autor están demasiado hundidas en la apatía y la inercia como para ser siquiera tibiamente inmorales. No pueden ni tan sólo reunir las fuerzas necesarias para ahorcarse, cuanto más para prender fuego a un pueblo y a sus habitantes inocentes. Ahora bien, reconocer la realidad del mal no es necesariamente lo mismo que sostener que es algo que escapa a cualquier explicación. Se puede creer en el mal sin suponer que tiene un origen sobrenatural. Las concepciones del mal no tienen por qué ir asociadas a la imagen de un Satanás con pezuñas. Cierto es que algunos izquierdistas y humanistas, en sintonía con los relajados daneses, niegan la existencia del mal. Y esto se debe en gran medida a que consideran que la palabra «mal» funciona como un mecanismo de demonización de quienes, en realidad, no son más que unos desafortunados sociales. Es lo que podríamos denominar una teoría de la moral desde la óptica del trabajador social. Y es verdad que ésa es una de las acepciones más mojigatas del término, como ya hemos visto. Pero rechazar la noción del mal por ese motivo tiene sentido si pensamos en heroinómanos desempleados de barrios de viviendas sociales, pero no si hablamos de asesinos en serie o de oficiales nazis de las SS. Cuesta imaginarse a un responsable de estos «escuadrones de protección» nacionalsocialistas como si fuera una mera víctima de un infortunio. Deberíamos guardarnos mucho de que la misma soga que empleamos para ahorcar a los delincuentes juveniles vaya a quedarnos luego demasiado holgada para prender a los jemeres rojos. Parte del argumento de este libro sostiene que el mal no es 21 un misterio fundamental, si bien trasciende los condicionamientos sociales cotidianos. El mal, a mi juicio, es ciertamente metafísico, pues adopta una actitud hacia el ser como tal, y no sólo hacia una u otra parte del mismo. En esencia, quiere aniquilarlo en su integridad. Pero con esto no sugiero que sea necesariamente sobrenatural ni que carezca de toda causalidad humana. Muchas cosas —el arte y el lenguaje, por ejemplo— son más que un mero reflejo de sus circunstancias sociales, pero eso no significa que hayan caído del cielo. Lo mismo es cierto de los seres humanos en general. Si no hay conflicto necesario entre lo histórico y lo trascendente, es porque la historia misma es un proceso de autotrascendencia. El animal histórico es constantemente capaz de ir más allá de sí mismo. Existen, por así llamarlas, formas de trascendencia tanto «horizontales» como «verticales». ¿Por qué debemos pensar siempre en las segundas? A lo largo de la modernidad se experimentó lo que podríamos llamar una transición del alma a la psique. O, si así se prefiere, de la teología al psicoanálisis. Muchos son los sentidos en los que el segundo es un sustituto de la primera. Ambos son relatos del deseo humano, si bien, para la fe religiosa, ese deseo puede consumarse finalmente en el reino de Dios, mientras que, para el psicoanálisis, está trágicamente condenado a no aplacarse. En ese sentido, el psicoanálisis es la ciencia del descontento humano. Pero también lo es la teología. Con Freud, la represión y la neurosis desempeñan la función de lo que los cristianos han conocido tradicionalmente como el pecado original. Desde ambas perspectivas, se entiende que los seres humanos nacen enfermos, pero que no les está vedada la redención. La felicidad no es algo que esté fuera de nuestro alcance; lo que sí nos exige es una descomposición y recomposición 22 traumática de nosotros mismos, un proceso para el que el término cristiano aplicable es el de «conversión». Ambos conjuntos de creencias investigan fenómenos que sobrepasan finalmente los límites del conocimiento humano, tanto si nos referimos a un inconsciente enigmático como si hablamos de un Dios inconmensurable. Ambos conjuntos están bien servidos de rituales de iniciación, confesión y excomunión, y ambos están plagados de luchas intestinas. También se asemejan en la incredulidad desdeñosa que despiertan entre las personas de espíritu mundano, realista y práctico. La teoría del mal que expongo en este libro está fuertemente inspirada en el pensamiento de Freud, y no en menor medida en su idea del impulso de muerte, pero también espero mostrar durante el proceso que esta clase de argumento sigue siendo fiel a múltiples ideas teológicas tradicionales. Una ventaja de este enfoque es que abarca un abanico más amplio de fuentes que el contenido en los debates y análisis más recientes sobre el mal. Muchos de estos últimos estudios se han resistido a apartarse en exceso de Kant —filósofo que, ciertamente, tiene cosas muy interesantes que decir acerca del mal— y del Holocausto. Al final, la realidad es que el mal gira íntegramente en torno a la muerte, aunque tanto de la de quien hace el mal como de la de aquellos a quienes aniquila. Pero para entender lo que eso significa, tendremos que fijarnos antes en algunas obras de ficción. 23 1 FICCIONES DEL MAL No hay muchas novelas en las que el personaje principal muera en los primeros párrafos. Aún son menos aquellas en las que, además, ése es el único personaje de todo el libro. Nos dejaría muy desconcertados que la Emma Woodhouse de Jane Austen se rompiera el cuello en el primer capítulo de Emma, o que el Tom Jones de Henry Fielding naciera mortinato en las frases iniciales de la novela. Algo así, sin embargo, sucede en la novela Martin el náufrago, de William Golding, que comienza con la escena de un hombre que se está ahogando: Forcejeaba penosamente en todas direcciones, era el centro del nudo retorcido y pataleante de su propio cuerpo. No había ni un arriba ni un abajo, ni luz ni aire. Sintió que su boca se abría por sí sola y que de ella prorrumpía una palabra convertida en un chillido. «¡Socorro!». Como no hay posibilidad alguna de ayuda allí cerca y el hombre en cuestión, Christopher Martin, está braceando con su último aliento en plena altamar, ésta promete ser una novela gratamente breve. Sin embargo, con un aplomo encomiable, el protagonista logra descalzarse sus botas de marinero, inflar su salvavidas y llegar a duras penas hasta una roca cercana, donde 24 sobrevive por un tiempo. El problema es que sus esfuerzos son verdaderamente en vano: la realidad es que Martin muere antes incluso de sacarse las botas, aunque él no lo sabe. Tampoco lo sabe el lector, quien no lo descubre hasta la última línea de la novela. Al observar a Martin luchando por mantenerse en su roca imaginaria, somos espectadores de excepción de la condición de los muertos vivientes. Martin el náufrago es el relato de un hombre que se niega a morir. Pero pronto nos enteramos, a través de una serie de analepsis, de que este oficial de marina avaricioso, lascivo y manipulador nunca estuvo realmente vivo en ningún momento. Según comenta un colega suyo, «nació con la boca y la bragueta abiertas, y con ambas manos extendidas para apropiarse de todo lo posible». Su aislamiento en la roca pone aún más de relieve el hecho de que no ha sido más que un depredador solitario desde el principio. Martin usa a las otras personas como instrumentos para su propio provecho o placer, y sobre la roca se ve reducido a usar su propio cuerpo exhausto como un mecanismo oxidado con el que realizar tareas diversas. Como bien sugiere el estilo enérgico y vigoroso de la novela, el protagonista es despojado de todo hasta quedarse en la mera animalidad, en la criatura instintivamente autoprotectora que siempre ha sido. Viene muy a cuento, pues, que esté muerto sin saberlo, ya que la muerte reduce el cuerpo a un pedazo de materia carente de sentido. Representa el divorcio entre materialidad y significado. Separado de su propio cuerpo, Martin es un ocupante del mismo que lo hace funcionar como el operario de una grúa, subiendo y bajando tantas palancas como miembros ha de mover. El 25 mal entraña una división entre cuerpo y espíritu: entre una voluntad abstracta de dominación y destrucción, y el pedazo de carne sin sentido en el que habita esa voluntad. Martin no ve, sino que «usa» sus ojos para mirar las cosas que lo rodean. Mientras estuvo vivo, negó la realidad de los cuerpos de otras personas y trató la carne de éstas como un mero medio mecánico para su propia satisfacción. Ahora, en una inversión de términos perfectamente irónica, trata su propio cuerpo como si fuera el de otro individuo. Su fatiga extrema, que le obliga a mover sus miembros por pura fuerza de voluntad, resalta la manera en que ha tratado otros cuerpos humanos todo el tiempo. Su armazón orgánico, desde luego, no forma parte de su identidad. Más que el lugar en el que su yo se hace carne, es un ente que está en guerra con su yo personal. Lo único que aún se remueve en él es una voluntad sublimemente inquebrantable de sobrevivir, que impulsa despóticamente la pesada maquinaria de su cuerpo. Al trascender todas las limitaciones naturales, esa voluntad representa una especie de infinitud. Como tal, supone una versión laica del Dios contra el que Martin se verá enfrentado en una lucha a vida o muerte. El marinero náufrago es, pues, una masa de materia inerte sujetada únicamente por un impulso incesante. Esa fuerza motriz se localiza en lo que la novela denomina el «centro oscuro»: ese núcleo de la conciencia, en perpetuo estado de vigilia, enterrado en algún punto del cráneo de Martin, que parece ser el único lugar en el que él se mantiene verdaderamente vivo (aunque hasta esto acabará demostrándose finalmente como una mera ilusión). Ese centro oscuro es el monstruoso ego del protagonista, un ego incapaz de reflexionar sobre sí mismo. Esto es algo que podemos entender en un sentido tanto fáctico como moral. La conciencia humana no 26 puede darse pellizcos a sí misma, pues cuando reflexionamos sobre nosotros mismos, seguimos siendo nosotros quienes realizamos tal reflexión. Nuestra impresión de las turbias regiones de las que mana la conciencia es, en sí misma, un acto de la conciencia y, como tal, dista ya mucho de esos otros territorios. Pero tampoco Martin el náufrago puede conocerse a sí mismo tal como es y, a partir de ahí, poner algún tipo de remedio a su propia naturaleza predatoria. Si fuera capaz de hacer algo así, tal vez podría arrepentirse y, de ese modo, morir de verdad. Pero tal como son las cosas, está atrapado y bien amarrado dentro de su propio cráneo. Incluso se acaba dando cuenta de que la roca, cuyos contornos le han resultado curiosamente familiares todo el tiempo, tiene la misma forma exacta que un diente que le faltaba en la encía. Está viviendo literalmente dentro de su propia cabeza. El infierno no son los demás, como afirmaba Jean-Paul Sartre. Es exactamente lo contrario. Es estar atrapado para toda la eternidad con la más deprimente e indescriptiblemente monótona de todas las compañías: la de uno mismo. Lo que se retrata en esa novela, a través de la figura de su protagonista (muerto, pero para nada dispuesto a yacer inerte), es una imagen escalofriante del Hombre de la Ilustración. Bien es cierto que se trata de un retrato descaradamente parcial de esa poderosa corriente de emancipación humana, como, por otra parte, cabía esperar de un pesimista cristiano conservador como era Golding. Pero capta con soberbia inmediatez algunos de sus aspectos menos amables. Martin, como ya hemos visto, es un racionalista que trata el mundo (incluidos su propio cuerpo y los de las demás personas) como simple materia sin valor que su imperiosa voluntad ha de moldear. Lo único que importa es su propio y brutal 27 interés particular. Como si de una especie de Crusoe colonialista de nuestro tiempo se tratara, pretende incluso ejercer su dominio sobre la roca en la que se ha quedado aislado, asignando nombres a sus diversos sectores y cargando y desplazando sus fragmentos y pedazos para crear cierto orden. Es casi como si con su diligente y eficiente actividad sobre aquella roca pretendiese ocultarse a sí mismo el hecho de que está muerto. También en ese sentido se comporta Martin como Robinson Crusoe, quien corta leña y levanta empalizadas en su isla desierta aplicando todo el imperturbable sentido común de un carpintero de los Home Counties del Londres suburbano. Presenciar tan tenaz sentido práctico anglosajón hasta en el más exótico de los escenarios tiene algo de tranquilizador. También hay en ello un cierto componente de ligera demencia. En el fondo, la inteligencia práctica es lo que Martin tiene en más alta estima. Se engaña a sí mismo creyéndose Prometeo, poderoso héroe de los ilustrados y figura mitológica favorita de Marx. Prometeo también acabó encadenado a una roca, pero se negó a someterse a los dioses. «Ríndete, déjalo ya» es la tentación que le murmuran seductoramente al oído, pero a él le aterra la idea de soltar las riendas de sí mismo, pues eso significaría la muerte. Como siempre se ha tenido a él y nada más, la única alternativa a la supervivencia sería la nada absoluta. Hasta su atormentada vida a medias sobre la roca es preferible a la inexistencia total. Martin no puede morir porque se considera demasiado precioso como para desaparecer eternamente. Pero tampoco puede morirse porque es incapaz de amar. Sólo los buenos son capaces de morir. Martin no puede entregarse a la muerte porque jamás ha podido entregarse a otros en vida. En este sentido, el cómo 28 morimos viene determinado por el cómo vivimos. La muerte es una forma de autodesposesión que debe ensayarse en vida para que pueda luego llevarse a cabo con éxito. Si no, será un callejón sin salida más que un horizonte. Ser-para-otros y ser-hacia-la-muerte son aspectos de la misma condición. Hay quien considera que Martin el náufrago es una novela sobre el infierno, pero es, en realidad, un relato sobre el purgatorio. El purgatorio no es una antesala en la que aguardan un conjunto de individuos moralmente mediocres realizando toda clase de penitencias degradantes hasta que alguien los llama por su número y ellos, entonces, entran — arrastrando los pies, avergonzados— en el paraíso. Para la teología cristiana, es más bien el momento mismo de la muerte, cuando la persona descubre si tiene suficiente amor en su interior como para ser capaz de entregarse con sólo una cantidad tolerable de lucha. Ése es el motivo por el que, tradicionalmente, los mártires — quienes aceptan activamente sus muertes al servicio de otros— van directos al cielo. Martin no está en el infierno. Aunque sea un muerto erguido sobre sus pies, aún permanece en él cierto rastro fantasmal de sí mismo, y en el infierno, que es un estado de pura aniquilación, no puede haber vida. Es imposible que haya nadie «en» el infierno en la misma medida en que no puede haber nadie en una ubicación física a la que llamáramos deuda, amor o desesperación. Para la teología tradicional, estar en el infierno es caer de las manos de Dios por haber despreciado deliberadamente su amor, suponiendo que tal situación fuese realmente concebible. En ese sentido, el infierno es el cumplido más florido imaginable que se le podría dedicar a la libertad humana. Si alguien puede incluso rechazar las lisonjas de su Creador, es que debe de ser muy poderoso. Pero, dado que no 29 hay vida fuera de Dios, fuente de toda vitalidad, el carácter definitivo del infierno tiene que ver con la extinción, no con la perpetuidad. Si existe el fuego infernal, éste sólo puede ser el fuego del inexorable amor de Dios, que consume a quienes no son capaces de soportarlo hasta hacerlos cenizas. Los condenados son aquellos para quienes la experiencia de Dios es la de un terror satánico, puesto que él amenaza con abrirlos y arrancarles su ser. El amor y la misericordia de Dios hacen que ellos se desaferren un poco de sí mismos, con lo que se arriesgan a perder su posesión más preciada. Quienes viven en el temor al fuego del infierno, pues, pueden estar tranquilos. La buena noticia para ellos es que no se asarán por los siglos de los siglos. Y eso es así porque (la mala noticia es que), simplemente, se consumirán hasta que nada quede de ellos. Esto, al final, es lo que probablemente le sucede a Christopher Martin, aunque no podemos estar seguros de ello. Su amigo Nathaniel, cuya torpe y desgarbada inocencia enfurece al protagonista de un modo parecido a como el simple hecho de la existencia de Otelo irrita a Yago hasta extremos insoportables, le menciona la «técnica de morir en el cielo», disolviéndose en la verdad suprema de las cosas. Martin reacciona de forma mucho menos magnánima e intenta matarlo. En nuestra propia y retorcida condición presente, sostiene Nat, el amor de Dios nos parecería una «mera negación. Carente de forma o vacío. ¿Lo ves? Como un rayo negro que destruye todo aquello a lo que llamamos vida». Dios es una especie de nada sublime. Es un terrorista del amor, cuyo perdón implacable sólo puede parecer una afrenta intolerable a aquellos que no pueden desaferrarse de sí mismos. Los condenados son quienes experimentan la infinitud «buena» de Dios como si fuera «mala». Del mismo modo, cualquiera de nosotros puede 30 experimentar lo que los historiadores del arte califican de sublime (las montañas imponentes, las tempestades en el mar, los cielos infinitos) como algo terrible o magnífico, o como ambas cosas a la vez. Como Fausto, los condenados son demasiado orgullosos para someterse a un límite. No hincarán la rodilla ante lo finito, y menos aún ante su propia condición de criaturas. De ahí que el orgullo sea el vicio satánico por antonomasia. Eso también explica por qué les aterra tanto la muerte, que es el límite absoluto de lo humano. En la novela, la nada «buena» de Dios tiene su contrapunto en la nada «mala» del propio Martin, en su mera incapacidad para la vida. «Escupo en tu compasión. […] ¡Me cago en tu cielo!», gruñe en el enfrentamiento final. Mientras los relámpagos negros caen sin piedad a su alrededor, sondeando la presencia de alguna grieta o punto débil por el que penetrar, Martin va quedando reducido a un par de enormes pinzas de langosta, encerrado como un caparazón protector en torno al esquivo centro oscuro de su yo. Los rayos golpean las pinzas, tratando con infinita paciencia de abrirlas: No quedaban más que el centro y las pinzas. Éstas eran enormes y fuertes, y se habían inflamado hasta volverse incandescentes. Se aferraron la una a la otra. Se contrajeron. Su contorno destacaba sobre la nada de fondo como un letrero luminoso en plena noche mientras se mantenían prensadas con todas sus fuerzas. […] El rayo se iba acercando. El centro no era consciente de nada más que de las pinzas y la amenaza. […] Algunas de las líneas del relámpago apuntaban al centro, aguardando el momento en que pudieran perforarlo por fin. Otras se dirigían hacia las pinzas, moviéndose sobre ellas, en busca de un punto débil, desgastándolas en 31 una compasión que era intemporal y despiadada. Y aquí es donde nos despedimos de nuestro protagonista. No sabemos si las exploraciones y las intentonas del rayo negro acaban dando fruto. Tal vez Martin no acabase siendo aniquilado al final. Desconocemos si el relámpago del amor implacable de Dios resulta ser, en su caso, una mala o una buena negatividad: es decir, si lo hace desaparecer o lo transforma. He ahí un motivo por el que Martin el náufrago no es una novela sobre el infierno. Hay un punto final que destacar a propósito de la conclusión terroríficamente apocalíptica del libro. Cuando el rayo negro inicia su obra de recreación destructiva, la roca y el océano que la rodea se nos revelan como meras ficciones de papel: El mar dejó de moverse, se inmovilizó, se convirtió en papel, papel pintado que fue rasgado por una línea de relámpago negra. La roca estaba pintada en ese mismo papel. Todo el mar pintado estaba inclinado, pero nada se deslizaba hacia la negra grieta que se había abierto en él. La grieta era completa, era absoluta, era triplemente real. […] Las líneas de negrura absoluta alcanzaron y penetraron la roca, y ésta resultó ser tan insustancial como el agua pintada. Los trozos desaparecieron y ya no había más que una isla de papel amontonado en torno a las pinzas, mientras que en el resto sólo quedaba aquel modo que el centro conocía como la nada. El mundo autocreado por Martin resulta ser, en un sentido bastante literal, una ficción hueca. No es más que una fantasía diseñada para tapar la intolerable negatividad de la muerte. Esta revelación final es particularmente espeluznante si tenemos en 32 cuenta el estilo intensamente físico de la novela, dedicada en cuerpo y alma a recrear la sensualidad de las cosas. Si algo tiene algún aire de realidad, es esa masa recortada de roca y su ocupante, helado y empapado. Pero incluso esa sensación de solidez resulta ser un espejismo. El mal puede parecer robusto y sustancial, pero, en el fondo, es tan endeble y fino como una telaraña. Hay otra clase de negatividad, sin embargo, simbolizada por el rayo negro del amor de Dios, que es más real que la realidad misma. El apellido elegido por Golding para su protagonista tal vez tenga cierta significación. No mucho antes de que se publicase la novela, apareció un libro en el que se describía la Operación Mincemeat, una célebre estratagema que se puso en práctica hacia el final de la Segunda Guerra Mundial. Las fuerzas británicas arrojaron un cadáver vestido con el uniforme de un oficial de la armada británica frente a las costas españolas. En él colocaron una serie de misivas con las que lograron engañar a los alemanes sobre el lugar por el que los Aliados tenían previsto invadir Europa. El nombre en código que asignaron a aquel cuerpo fue el de William Martin, y en la introducción de una reedición de un conocido relato de aquella operación, The Man Who Never Was, de Ewen Montagu, John Julius Norwich sugiere la posibilidad de que el muerto, cuya identidad continúa siendo un secreto aún hoy en día, fuese un tal John McFarlane, un apellido aparentemente escocés3. En la película basada en el libro de Montagu, pueden verse también una o dos insinuaciones de que el cadáver anónimo fuese el de un escocés, posiblemente de las Hébridas. Hay una referencia a las islas 3 Ewen Montagu, The Man Who Never Was, Stroud, 2007, p. IX. 33 Hébridas en Martin el náufrago, que podría ser justamente una alusión al lugar de origen de Martin. En la Operación Mincemeat, un hombre muerto salvó a miles de vivos, pues los alemanes, confundidos, desviaron sus tropas hacia un lugar distinto del que sería el del verdadero desembarco de los Aliados. En la novela de Golding, un hombre muerto cree que él mismo es el rescatado. Pero en ningún momento llegó a estar vivo. Martin el naúfrago es el hombre que nunca existió. Varias de las novelas de Golding se interesan por lo que tradicionalmente se conoce como el pecado original. El señor de las moscas, por ejemplo, es una fábula bastante tendenciosa sobre la «oscuridad de los corazones de los hombres». Los esfuerzos de esos colegiales por construir un orden civilizado en su isla se ven inevitablemente socavados por la violencia y el sectarismo. Digo que la fábula es «bastante tendenciosa», porque es fácil demostrar que la civilización no pasa de superficial cuando las personas que se nos muestran tratando de construirla (en este caso, niños) no son más que animales parcialmente civilizados. Es tan sencillo como demostrar del modo en el que lo hizo George Orwell en su novela Rebelión en la granja que los seres humanos no pueden ocuparse de sus propios asuntos caracterizándolos como animales de granja. En ambos casos, la forma de la fábula determina el resultado moral. Otra de las novelas de Golding, Los herederos, precisa con exactitud el momento mismo de la Caída, pues una tribu de 34 homínidos primitivos (y, por tanto, previa a la Caída del Hombre) se encuentra con otra, de una cultura más peligrosa y destructiva. Esta segunda tribu, gracias a su mayor capacidad para el lenguaje, ha realizado ya la crucial transición hacia la abstracción conceptual y la tecnología. Y eso implica también el desarrollo de armas más mortíferas. Es como si esta comunidad más evolucionada hubiera cortado sus vínculos con la Naturaleza y hubiese traspasado el umbral de la precariedad de la historia propiamente dicha, con todas sus ganancias y pérdidas ambiguas. La Caída es así retratada (con impecable corrección teológica) como una caída hacia arriba, más que hacia abajo. Es una felix culpa, una culpa afortunada, por la que los seres humanos se «desprenden» del mundo natural y de la inocencia de las bestias, y lo hacen en dirección ascendente, hacia una historia tan excitante como escalofriantemente inestable. Es, por adoptar el título de otra de las novelas de Golding, una Caída libre, ligada a la libertad fatal y de doble filo que la conciencia lingüística avanzada trae consigo. Caída libre es el título de la investigación más sutil del pecado original publicada por Golding: un pecado original que nada tiene que ver con reptiles despreciables y frutas prohibidas. «Original» significa en este caso «en la raíz», no «en el principio». La novela percibe que nuestra condición de «caídos» tiene que ver con el sufrimiento y la explotación que acarrea inevitablemente la libertad humana. Radica en el hecho de que somos animales contradictorios, pues nuestros poderes creativos y destructivos emanan más o menos de la misma fuente. El filósofo Hegel creía que el mal florecía a la par que la libertad individual. Una criatura dotada de lenguaje puede expandir mucho más allá el restringido radio de acción de las criaturas no lingüísticas. Adquiere, por así 35 decirlo, poderes divinos de creación. Pero, como la mayoría de las fuentes potentes de invención, estas capacidades son también sumamente peligrosas. Un animal así corre el peligro constante de desarrollarse demasiado rápido, sobrepasarse a sí mismo y acabar quedándose en nada. La humanidad tiene un cierto elemento potencial de autofrustración o autoperdición. Y eso es lo que el mito bíblico de la Caída se esfuerza por formular, pues Adán y Eva emplean sus poderes creativos para deshacerse a sí mismos. El hombre es el Hombre Faustiano, de ambición demasiado voraz para su propio bienestar y eternamente impelido más allá de sus propios límites por el reclamo de lo infinito. Esta criatura hace el vacío a todas las cosas finitas en su arrogante relación amorosa con lo ilimitable. Y como el infinito es una especie de nada, el deseo de esa nada constituye una expresión de lo que más adelante veremos que es el impulso de muerte freudiano. La fantasía faustiana, pues, delata el desagrado puritano por lo carnal. Para alcanzar el infinito (un proyecto conocido, entre otros nombres, por el de Sueño Americano), necesitaríamos abandonar de un salto nuestros desconsoladamente limitantes cuerpos. Lo que distingue al capitalismo de otros modos de vida históricos es su conexión directa con la naturaleza inestable y contradictoria de la especie humana. Lo infinito (el inacabable impulso por obtener beneficios, la marcha incesante del progreso tecnológico, el poder permanentemente creciente del capital) siempre corre el riesgo de aplastar y ahogar a lo finito. El valor de cambio —que, como bien reconoció Aristóteles, es potencialmente ilimitado— prevalece sobre el valor de uso. El capitalismo es un sistema que necesita estar en perpetuo movimiento simplemente para mantenerse donde está. La transgresión constante forma parte 36 de su esencia. Ningún otro sistema histórico revela tan descarnadamente la facilidad con la que unos poderes humanos benéficos en potencia acaban pervirtiéndose en aras de unos fines funestos. El capitalismo no es la causa de nuestra situación de «caída», como tienden a imaginar los izquierdistas más ingenuos. Pero, de todos los regímenes humanos, es el que más exacerba las contradicciones incorporadas en un animal lingüístico. Tomás de Aquino enseñó que nuestro raciocinio está estrechamente ligado a nuestros cuerpos. Dicho en términos muy generales, pensamos como lo hacemos porque somos la clase de animales que somos. Es parte intrínseca de nuestro modo de razonar, por ejemplo, que siempre lo hagamos dentro del contexto de una situación concreta. Pensamos desde dentro de una perspectiva particular del mundo. Eso no supone un obstáculo para aprehender la verdad. Todo lo contrario: es la única manera que tenemos de captarla. Las únicas verdades que podemos alcanzar son aquellas que resultan apropiadas para seres finitos como nosotros mismos. Y ésas no son ni las verdades de los ángeles ni las de los osos hormigueros. Sin embargo, quienes ambicionan en exceso se niegan a aceptar esas limitaciones habilitadoras. Para ellos, sólo las verdades que estén libres de toda perspectiva pueden ser auténticas. El único punto de vista válido es el que se tiene desde el ojo de Dios. Pero ése es un punto de observación desde el que los seres humanos no veríamos nada en absoluto. Para nosotros, el conocimiento absoluto equivaldría a la ceguera total. Quienes intentan abandonar de un salto sus situaciones finitas para ver con mayor claridad acaban por no ver nada de nada. Quienes aspiran a ser dioses, como Adán y Eva, se destruyen a sí mismos y acaban ocupando una posición más baja que la de las bestias, que no están tan 37 atormentadas por la culpabilidad sexual como para necesitar un taparrabos. Aun así, esta aberración forma parte esencial de nuestra naturaleza. Es una posibilidad permanente para animales racionales como nosotros. No podemos pensar sin abstracción, lo que implica ir más allá de lo inmediato. Sabemos que hemos ido demasiado lejos cuando los conceptos abstractos nos permiten calcinar ciudades enteras. Integrada en nuestra capacidad para interpretar y dotar de sentido se encuentra la eterna posibilidad de que nuestros planes se tuerzan. Sin dicha posibilidad, la razón no podría funcionar. Hay otro sentido en el que la libertad y la destructividad se encuentran estrechamente vinculadas. En la compleja red de los destinos humanos, en la que tantas vidas se hallan intrincadamente engranadas, las acciones libremente elegidas de un individuo pueden generar efectos dañinos, por completo imprevisibles, en las vidas de un sinfín de otras personas anónimas. Pueden incluso regresar a nosotros, bajo una forma ajena, para atormentarnos. Los actos que nosotros y otras personas hemos realizado libremente en el pasado pueden acabar fusionándose en un proceso opaco que no parece tener autor y al que nos vemos enfrentados en el presente con toda la incorregible fuerza del destino. Somos, en ese sentido, criaturas de nuestros propios hechos. Nuestra condición integra una cierta autoseparación que nos resulta ineludible. «La libertad», señala Adrian Leverkühn en la novela de Thomas Mann Doctor Faustus, «siempre se inclina hacia las inversiones dialécticas». De ahí que el pecado original ataña tradicionalmente a un acto de libertad (comerse una manzana), pero sea al mismo tiempo una condición que nosotros no elegimos y que no es culpa de nadie. Es un «pecado» porque implica un sentimiento de culpa y daño, pero 38 no es «pecado» entendido como un mal voluntariamente infligido. Al igual que el deseo para Freud, no se trata tanto de un acto consciente como de un medio comunitario en el que nacemos. El carácter entretejido de nuestras vidas es la fuente de nuestra solidaridad, pero es también la raíz del daño que nos causamos mutuamente. En palabras del filósofo Emmanuel Lévinas, es «como si la persecución a la que nos somete el Otro fuera un elemento básico de la solidaridad con ese Otro» 4 . En un momento conmovedor en la novela Ulises de James Joyce, el sufrido protagonista judío, Leopold Bloom, se pronuncia a favor del amor como opuesto del odio. La idea sería aceptable si fuese cierta. Pero hay motivos freudianos de peso para considerar que el amor está profundamente ligado al resentimiento y a la agresividad. Tal vez no sea verdad que siempre acabemos matando el objeto de nuestro amor, tal como decía Oscar Wilde, pero de lo que no hay duda es de que tendemos a sentir una profunda ambivalencia hacia él. Y no es de extrañar, puesto que el amor es un proceso laborioso que nos obliga a arriesgarnos peligrosamente. El novelista Thomas Hardy sabía que, después de una serie de decisiones libres y consideradas con los demás, podemos acabar arrinconados en esquinas de las que no podamos movernos ni un centímetro en dirección alguna sin infligir un doloroso daño a quienes nos rodean. «La gente parece no ser capaz de moverse sin matarse entre 4 Emmanuel Lévinas, Otherwise Than Being, Pittsburgh, 1981, p. 192. [Hay trad. cast.: De otro modo de ser, o más allá de la esencia, Salamanca, Sígueme, 1987.] 39 sí», comenta Sammy Mountjoy en Caída libre, de Golding. De ahí a tener la impresión de que el simple hecho de existir ya supone ser culpables hay un camino muy corto. Y ésta es la sensación de la que la doctrina del pecado original da supuestamente fe. «La culpa se reproduce en cada uno de nosotros», escribió Theodor Adorno. «Si […] supiéramos en todo momento lo que ha sucedido y a qué concatenaciones debemos nuestra existencia, y hasta qué punto está ésta entrelazada con la calamidad aunque no hayamos hecho nada malo […] si fuéramos plenamente conscientes de todas las cosas en todo momento, seríamos realmente incapaces de vivir»5. Estar implicado en una calamidad sin haber hecho nada malo: he ahí la esencia misma del pecado original, según la percibe Adorno. Está estrechamente relacionada con lo que el arte trágico ha considerado tradicionalmente como la figura del «inocente culpable», el chivo expiatorio que, precisamente por estar libre de culpa, carga con los delitos y las faltas de otros. Ahí radica el gran absurdo de la doctrina católica de la Inmaculada Concepción, según la cual María, la madre de Jesús, fue concebida sin pecado original. Según esta lógica, el pecado original sería una especie de mancha genética de la que alguien puede tener la fortuna de estar liberado al nacer, del mismo modo, más o menos, que cualquier otra persona podría tener el infortunio de nacer sin hígado. El pecado original, sin embargo, no tiene que ver con nacer santo o maligno. Sí tiene que ver, sin embargo, con el hecho mismo de nacer. El nacimiento es el momento en el que, sin 5 Theodor Adorno, Negative Dialectics, Londres, 1973, p. 156. [Hay trad. cast.: Dialéctica negativa, Madrid, Taurus, 1989.] 40 que nadie haya tenido la decencia de consultarnos al respecto, nos introducimos en una red preexistente de necesidades, intereses y deseos: una maraña inextricable a la que contribuiremos con el mero hecho en bruto de nuestra existencia y que moldeará nuestra identidad hasta la médula. Por eso, en la mayoría de iglesias cristianas, los bebés son bautizados al poco de nacer, mucho antes de que sepan nada sobre el pecado o sobre ninguna otra cosa. Y es que ya entonces han reordenado drásticamente el universo sin tener siquiera conciencia de ello. Si damos crédito a la teoría psicoanalítica, tienen ya grabada una red invisible de impulsos que vinculan sus cuerpos a los de las demás personas y que constituirán una fuente constante de aflicción para ellas. El pecado original no es el legado de nuestros primeros padres, sino el de nuestros padres directos, quienes, a su vez, lo heredaron de los suyos. El pasado es la sustancia de la que estamos hechos. Multitudes de espíritus de nuestros ancestros pululan incluso entre nuestros gestos más fortuitos, reprogramando nuestros deseos y jugando traviesamente con nuestras acciones hasta hacerlas fracasar. Y es que nuestra relación amorosa más temprana y apasionada es la que se produce cuando somos aún unos bebés desvalidos, y se halla entremezclada con la frustración y la necesidad voraz. Y eso significa que nuestra manera de amar siempre será defectuosa. Esta condición, como la doctrina del pecado original, radica en el corazón mismo del yo, pero no es responsabilidad de nadie. El amor es, a un tiempo, lo que necesitamos para florecer y aquello en lo que fracasamos porque hemos nacido para ello. Nuestra única esperanza estriba en aprender a fracasar mejor, aunque, como es evidente, nuestros fracasos podrían no llegar a ser nunca suficientemente buenos. 41 Jean-Jacques Rousseau, pues, se equivocaba al creer que los seres humanos nacen siendo libres. Pero eso no significa tampoco que nazcan siendo pecadores. Ninguna criatura carente de lenguaje (como entendemos que es un bebé o un niño de muy corta edad) podría serlo. El teólogo Herbert McCabe ha escrito que «todo el mundo es concebido de forma inmaculada»6. Aun así, no deja de ser cierto que las cartas morales no están ni mucho menos marcadas a nuestro favor. Los niños pequeños son inocentes (literalmente, inocuos) del mismo modo que los son las tortugas, pero no como lo son los adultos que se niegan a apuntar con una ametralladora contra la población civil. La inocencia de los primeros no les otorga ningún mérito particular. Nacemos centrados en nosotros mismos por efecto de nuestra biología. El egoísmo es una condición natural, pero la bondad implica un conjunto de complejas habilidades prácticas que tenemos que aprender. Los hombres y las mujeres se ven impelidos al nacer a una profunda dependencia mutua, una verdad que le resultaba escandalosa a Rousseau, quien, fiel a su estilo pequeñoburgués, atribuyó un valor excesivo a la autonomía humana. Pero el pecado original supone que toda autonomía total de esa clase sea necesariamente un mito y, como tal, una noción de carácter radical. Cuestiona la doctrina individualista que nos declara dueños en exclusiva de nuestras propias acciones. Supone, entre otras cosas, un argumento contrario a la pena capital. Con ello, no niega la responsabilidad, sino que simplemente insiste en que nuestras acciones no son más inalienables que nuestra propiedad. ¿Quién puede saber a ciencia cierta, en la gran madeja de acciones y reacciones humanas, quién es realmente el dueño de 6 Herbert, McCabe, Faith Within Reason, Londres, 2007, p. 160. 42 un acto en concreto? ¿Quién es exactamente el responsable de la muerte del angelical Simon de El señor de las moscas? No siempre es fácil determinar dónde termina mi responsabilidad (o, incluso, mis intereses, mis deseos o mi identidad) y dónde comienza la de otra persona. ¿Son ininteligibles preguntas como «¿quién actúa aquí?» o incluso «¿quién desea aquí?»? Cierto es que la idea del pecado original no se reduce solamente a lo anterior. También debemos tener en cuenta, como ya he escrito en otro libro, «la perversidad del deseo humano, el predominio de la falsa ilusión y la idolatría, el escándalo del sufrimiento, la anodina persistencia de la opresión y la injusticia, la escasez de virtud pública, la insolencia del poder, la fragilidad de la bondad y el formidable poder de los apetitos y del interés propio» 7. Nada de esto significa que seamos impotentes para transformar nuestra situación actual. Lo que sí quiere decir, por el contrario, es que no lo conseguiremos sin antes admitir sobriamente nuestra descorazonadora historia. No se trata de una historia que descarte que el socialismo o el feminismo, por poner dos ejemplos, sean posibles, pero sí de una que elimina toda posibilidad de utopía. Hay ciertos rasgos negativos de la especie humana que no pueden ser sustancialmente modificados. La tragedia de guardar luto por los seres queridos que fallezcan, por ejemplo, no conocerá final mientras existan el amor y la muerte. Podemos estar casi seguros del todo de que no nos será posible erradicar la violencia sin sabotear al mismo tiempo determinadas capacidades nuestras que valoramos. Pero, si bien la anulación de la muerte y el sufrimiento 7 Terry Eagleton, Jesus Christ: The Gospels, Londres, 2007. 43 tal vez sea un logro que no esté en nuestra mano conseguir, no se puede decir lo mismo de la injusticia social. Por otra parte, que ciertas cosas no se puedan cambiar es algo que dista mucho de ser negativo en sí. El único orden social con tendencia a negar tal evidencia es aquel que idolatra lo nuevo. Pero pensar así es uno más de los múltiples errores del posmodernismo. No podemos alterar el hecho de que los niños pequeños necesiten una buena nutrición, pero ésa no es razón para disgustarse. No toda permanencia es una ofensa contra la izquierda política. La continuidad es un factor, cuando menos, tan significativo en la historia como el cambio, y son muchas las continuidades que debemos valorar positivamente. Una característica en apariencia persistente en las culturas humanas, por ejemplo, es que en ellas no se masacra habitualmente a grandes masas de población por el simple hecho de que sea luna llena. Pero ni siquiera los posmodernos deberían estar alicaídos por ello. En sí misma, la durabilidad no es más preciosa ni está más desprovista de valor de lo que pueda serlo o estarlo el cambio. Suponer que el cambio es radical mientras que la invariación es conservadora es una simple ilusión. Richard J. Bernstein ha escrito que debemos resistirnos a la tentación de ver el mal como «una característica ontológica fija de la condición humana»8, pues esto último significa admitir que no hay nada que hacer al respecto de ese mal. Simplemente, tenemos que convivir con él. Ahora bien, de que algo sea un rasgo persistente de la condición humana no se deduce que no haya ya nada que hacer al 8 Richard J. Bernstein, Radical Evil, Cambridge, 2002, p. 229. [Hay trad. cast.: El mal radical: Una indagación filosófica, Buenos Aires, Lilmond, 2005.] 44 respecto. La enfermedad es una de esas características perdurables, pero los médicos no se han dejado llevar por ningún ataque de fatalismo y han seguido curando a los enfermos. Probablemente, las personas nunca dejarán de enfrentarse en conflictos sangrientos, pero eso no significa que no debamos esforzarnos por solucionar tales contenciosos. Es muy posible que el deseo de justicia sea un rasgo constante de la condición humana. Desde luego, la evidencia histórica así parece sugerirlo. Las características ontológicas fijas no siempre son de lamentar. Creer que sí lo son es un ejercicio dogmático y, por consiguiente, alejado del espíritu de la mutabilidad. Un dogma posmoderno de igual nivel de miopía es el que dice que la diferencia y la diversidad son siempre dignas de encomio. No hay duda de que es así a menudo. Pero la cruda realidad es que si la raza humana hubiese estado formada casi por completo por latinos homosexuales, con apenas unos cuantos casos desviados de heterosexualidad (los necesarios para mantener viva la especie), muchos habrían sido los tumultos y las masacres que, con casi total seguridad, se habrían evitado. Sin duda, los latinos homosexuales estarían subdivididos desde mucho tiempo atrás en un millar de sectas rivales, armada cada una de ellas hasta los dientes y diferenciada de sus homónimas por matices de lo más etéreo en cuanto a sus estilos de vida respectivos. Pero ese divisionismo no sería nada en comparación con lo que tiende a ocurrir cuando un grupo de seres humanos se encuentra con otro caracterizado por marcas ostensiblemente distintas. Esas disensiones adoptan, por supuesto, una forma eminentemente política, pero es improbable que se solucionen si no reconocemos antes nuestra tendencia intrínseca a experimentar temor, 45 inseguridad y antagonismo en presencia de predadores potenciales (una tendencia que, sin duda, tiene unas funciones evolutivas de suma utilidad). Volvamos, sin embargo, sobre la idea del pecado original. Sammy Mountjoy, el protagonista de Caída libre de Golding, se ha propuesto desenmarañar el insondablemente intrincado texto de su propia existencia con la esperanza de precisar con exactitud el momento en que perdió su libertad. (Mountjoy es el nombre de una prisión de Dublín). Quiere seguir el rastro de lo que él denomina «la espantosa línea de transmisión» por la que la culpa se va transfiriendo como un virus altamente contagioso de un ser humano a otro. «No somos los inocentes ni los malvados», reflexiona Sammy. «Somos los culpables. Caemos. Nos arrastramos a gatas. Lloramos y nos despedazamos». Pero la Caída no fue nunca un simple momento nada más, y tampoco es cosa del pasado solamente. Sammy ha destruido a su amante, Beatrice, y ahora se dedica a sondear «este océano de causa y efecto que somos Beatrice y yo». Pero a él también lo destrozó, de niño, una maestra de escuela frustrada que estaba enamorada del cura pedófilo que lo adoptó. Y así es como la enredada telaraña de daños y culpas, acción y reacción, se va ramificando interminablemente. Este estado de solidaridad negativa, como podríamos denominarlo, se proyecta indefinidamente en todas direcciones. En la novela de Golding, sólo un acto de perdón puede interrumpir esa línea tóxica de transmisión, cortando el nudo y forzando con ello la apertura del cerrado circuito letal de la causa y el efecto. Así que Sammy regresa al hogar de su infancia para perdonar a su maestra, pero allí descubre que ella ha reprimido el 46 sádico trato al que lo sometió y ha huido hacia la inocencia. Los inocentes no pueden perdonar, apunta el narrador, porque no saben que han sido ofendidos. Por consiguiente, Mountjoy sigue cargando con su culpa a cuestas. Al final, quien se impone es su sádica maestra. Asimismo, Beatrice, que había caído presa de la locura, está ya fuera de todo alcance moral. Así que lo que realmente acaba por romper la letal línea de transmisión no es el perdón de Sammy, sino que él sea el perdonado: sólo cuando se apiadan de él en un campo nazi de prisioneros de guerra y lo dejan salir de un armario escobero donde se hallaba encerrado y loco de terror puede la novela concluir por fin. Si Martin el náufrago es una fábula del purgatorio, El tercer policía, de Flann O’Brien, es una alegoría del infierno. En ésta, la más gloriosamente fantástica y perversa de las ficciones irlandesas, no es el protagonista quien muere en las primeras páginas, sino el propio narrador. Éste ha planeado con un cómplice robarle al viejo granjero Mathers la caja de caudales que guarda oculta bajo las tablas del suelo de madera de su sala de estar; pero cuando introduce el brazo bajo esas tablas buscando a tientas la caja, se siente invadido por una sensación muy curiosa: Me resulta imposible describir lo que fue, pero era algo que ya me había asustado mucho antes de que hubiera llegado a comprender en lo más mínimo lo que estaba sucediendo. Fue una especie de cambio que me sobrevino o que se produjo en la estancia, tan 47 indescriptiblemente sutil como trascendental e inefable. Fue como si la luz del día hubiese variado con una brusquedad antinatural, como si la temperatura del atardecer se hubiese alterado considerablemente en un instante, o como si, en un abrir y cerrar de ojos, el aire se hubiera vuelto doblemente enrarecido o denso; tal vez ocurriera todo eso y más al mismo tiempo, pues todos mis sentidos se quedaron desconcertados de una vez, sin que pudieran darme explicación alguna. Los dedos de mi mano derecha, extendidos dentro de aquella abertura en el suelo, se habían cerrado mecánicamente sin encontrar nada de nada y salieron al exterior de nuevo, vacíos. ¡La caja no estaba allí! Al oír un suave carraspeo a sus espaldas, el narrador se vuelve sobre sí y ve al granjero —sobre cuya cabeza había descargado momentos antes un golpe mortal con una pala— que le observa en silencio desde un rincón, sentado en su silla. El lector descubre más tarde que el cómplice del narrador ya se había llevado de allí la caja del dinero para quedarse su contenido y la había sustituido por una bomba. La bomba ha explotado y es lógico que el narrador haya sentido una transformación trascendental, pues acaba de volar en mil pedazos. El narrador de O’Brien no encuentra «nada de nada» en su búsqueda a tientas de la caja con el dinero, y durante la conversación que sigue con el granjero muerto-pero-vivo, se va dando cuenta poco a poco de que cada respuesta que el viejo da a sus preguntas está formulada en negativo. «Habría mucho que decir del “No” como principio general», señala Mathers, haciéndose eco tal vez de un comentario del novelista irlandés Laurence Sterne en Tristram Shandy, donde escribió que deberíamos mostrar cierto respeto por la nada, en vista de las muchas cosas peores aún que hay 48 en el mundo. En un tono similar, el más grande de los filósofos irlandeses, el obispo Berkeley, también declaró en su momento que el algo y la nada formaban una estrecha alianza. «Decidí decir que no en lo sucesivo —informa Mathers al narrador— a cualquier sugerencia, solicitud o pregunta, ya sea hacia fuera o para mis adentros. […] He rechazado más solicitudes y formulado más enunciados en términos negativos que ningún otro hombre, vivo o muerto. He rechazado, renunciado, discrepado, rehusado y negado hasta extremos increíbles». El del El tercer policía es un mundo de imposibilidades surrealistas. Las bicicletas y los ciclistas, por ejemplo, llegan —por un sutil proceso de ósmosis— a entremezclar sus átomos y a asumir de forma mutua y casi inadvertida sus características respectivas. Nos encontramos incluso a hombres apoyados contra los hogares de las casas como si estuvieran aparcados, reposando allí sus manillares. Una bicicleta que ha delinquido es condenada a la horca, lo que hace necesario fabricar un ataúd con su forma. La novela está repleta de paradojas y acertijos metafísicos, y varios de ellos giran en torno a los conceptos de la nada, el vacío y el infinito. Una vez muerto, el propio narrador pierde su nombre (aunque nunca llegamos a saber, tampoco, cómo se llamaba). Por alguna críptica razón, esa ausencia de nombre lo inhabilita para ser propietario de un reloj. Hay también alusiones paródicamente eruditas a un supuesto estudioso francés, De Selby, que cree que la oscuridad de la noche está formada por cierta sustancia negra tangible, un material oscuro que se ha propuesto embotellar. Para él, el sueño es una sucesión de desmayos causados por una semiasfixia debida a ese nocivo «tizne de la atmósfera». En la teoría de De Selby, la nada se convierte en algo. Es como si no pudiera soportar la idea de la 49 ausencia pura. Hay más imágenes aún de urdimbres y nulidades imposibles, al más puro estilo Escher: una sala de una comisaría que no tiene tamaño alguno, otra comisaría incrustada en el interior de la pared de una casa, un grupo de objetos sin dimensiones y de color indefinible. El policía McCruiskeen confecciona una serie de cajas pequeñas, algunas tan diminutas que resultan invisibles. Las herramientas con las que las fabrica son también demasiado minúsculas como para ser perceptibles. «La que estoy haciendo ahora —informa al narrador— es casi tan pequeña como nada. En la [Caja] Número Uno cabrían un millón de esas otras a la vez y aún quedaría espacio para un par de pantalones de montar femeninos bien doblados. Sabe Dios dónde se detiene y se termina». A lo que el narrador responde cortésmente, aunque con un cierto dejo prosaico: «Un trabajo así debe cansar mucho la vista». McCruiskeen también consigue pinchar la mano del narrador con una lanza sin aparentemente tocarla, gracias a que la punta de dicha lanza no es la auténtica punta, sino tan sólo aquella parte de la misma que resulta visible al ojo humano. «Lo que usted cree que es la punta —explica McCruiskeen— no lo es en absoluto, sino solamente el principio del remate puntiagudo. […] La punta mide casi un palmo y es tan fina y afilada que no puede verse a simple vista. La primera mitad del remate puntiagudo es gruesa y robusta, pero usted tampoco puede verla porque el remate real se funde con ella y, si usted viera uno, también podría ver el otro o puede incluso que reparara en la juntura». La punta real, comenta él, es «tan fina que podría introducirse en su mano y salir por su otra extremidad y usted no notaría lo más mínimo, y tampoco vería 50 ni oiría nada. Es tan fina que quizás no exista en absoluto, y usted podría pasarse media hora tratando de pensar en ella sin que, al final, hubiera podido formular un pensamiento». El simple intento de concebir cuán afilada es la punta real, advierte el metafísico policía, podría provocarle «daños en la mollera [el cerebro] de tanto atormentarse pensando». La escena confirma lo que argumentaba el filósofo irlandés Edmund Burke cuando decía que lo sublime (aquello que supera nuestro pensamiento o nuestra capacidad de representación) tanto puede ser muy pequeño como inmensamente grande. Las lanzas y las cajas diminutas de McCruiskeen se cuelan por las aberturas de la red del lenguaje, exactamente igual que se dice que sucede con el Todopoderoso. Cabría esperar que una cultura intensamente religiosa como la de la Irlanda de O’Brien tuviera cierto interés por el vacío. A fin de cuentas, Dios es representado por uno de los más grandes pensadores medievales irlandeses, Juan Escoto Erígena, como pura vacuidad. Erígena, quien probablemente no fue el maestro más carismático del mundo (se dice que fue asesinado por sus alumnos, que lo apuñalaron con sus plumas), fue tan aficionado a negar y a rebatir como el mismísimo viejo Mathers9. Desde su punto de vista, Dios puede definirse únicamente en términos de lo que no es. Incluso cuando lo llamamos «bueno», «sabio» o «todopoderoso», lo estamos traduciendo a nuestros propios términos y, por lo tanto, lo falsificamos. Erígena, como Tomás de Aquino, habría estado completamente de acuerdo con los ateos que afirman que, cuando 9 Véase Dermot Moran, The Philosophy of John Scottus Eriugena, Cambridge, 1989. 51 las personas hablan de Dios, no tienen ni idea de a qué se están refiriendo. En esta manera de pensar, estaba influido por el filósofo antiguo Pseudo Dionisio, cuyo discurso sobre Dios en Los nombres divinos es de decidida negación: «No fue. No será. No llegó a ser. No está en pleno proceso de llegar a ser. No llegará a ser. No. No es»10. Sólo lo finito puede definirse, y como la subjetividad humana es infinita para Erígena —pues comparte el abismo insondable de la divinidad—, cabe deducir que también lo humano elude toda definición. Si Dios es no-ser, también lo son en esencia sus criaturas. Pertenecer a él es compartir su «nulidad». En el núcleo del yo hay una nada que hace que sea lo que es. Los seres humanos son necesariamente inescrutables para sí mismos, según Erígena. Jamás pueden aprehender de un modo total sus propias naturalezas, porque no tienen nada suficientemente estable ni determinado como para que podamos conocerlo con seguridad. En ese sentido, nos resultan tan esquivos como el inconsciente freudiano. Únicamente adquirimos un autoconocimiento completo, según comentó Erígena, cuando no sabemos quiénes somos. En la libertad humana radica la libertad perfecta de Dios. Del mismo modo que Dios es ilimitado, también lo somos nosotros a juicio de Erígena. Perteneciendo a Él, nos hacemos partícipes de Su libertad infinita. Paradójicamente, pues, es dependiendo del 10 Pseudo-Dionysus: The Complete Works, Nueva York, 1987, p. 98. [De Los nombres divinos hay varias traducciones castellanas, por ejemplo: Los nombres divinos, Buenos Aires, Losada, 2007.] 52 Creador cuando somos libres y autónomos (como también es confiando en un padre o una madre merecedora de tal confianza cuando podemos finalmente tomar posesión de nuestra identidad personal). Erígena fue una especie de anarquista espiritual. A su entender, los seres humanos, al igual que Dios, son quienes dictan sus propias leyes. Son su propio fundamento, causa, fin y origen, igual que su Hacedor. Y son así porque son creación Suya, hechos a Su propia imagen y semejanza. En un gesto audaz, Erígena asignó a la mente humana un estatus notablemente superior de lo que era habitual en el pensamiento medieval. El animal humano tiene un poder divino para crear y aniquilar. Para este filósofo medieval, como para el poeta William Blake, ver las cosas materiales con claridad visionaria significaba entender que sus raíces se hunden hasta el infinito. La eternidad, según señaló Blake, está enamorada de los productos del tiempo. Para el mal, por el contrario, las cosas finitas suponen un obstáculo para la infinitud de la voluntad o el deseo, y como tales, deben ser aniquiladas. La creación es para el malévolo una mácula o una tacha en la pureza de lo infinito. El filósofo alemán Schelling consideraba el mal como algo mucho más espiritual que el bien, pues para él representaba un odio tan crudo como estéril hacia la realidad material. Más adelante veremos que eso era, más o menos, lo que también sentían los nazis. El mundo, pensaba Erígena, era una especie de danza exuberante sin final ni propósito. Ésta no sería una mala descripción de las novelas de otro compatriota suyo muy posterior en el tiempo: James Joyce. El cosmos tiene algo del carácter sinuoso, revirado en espiral y envuelto en sí mismo del arte celta tradicional, 53 y existe, como este arte, puramente para su propio deleite y no para cumplir con ningún objetivo imponente. Y ése es el síntoma más seguro de que emana de Dios, quien tampoco tiene un sentido o un propósito. Al igual que la ficción de Joyce, el mundo no ha sido diseñado para que llegue a ningún lugar en concreto. Para Erígena, como para algunos físicos modernos, la Naturaleza es un proceso dinámico que varía conforme a la (variable) perspectiva del observador. Es una infinidad de perspectivas parciales, una exhibición interminable de múltiples puntos de vista. Hay rastros de esta manera de concebirlo en las ideas del filósofo dublinés Berkeley cinco siglos más tarde. Poco podrían haberle enseñado a aquel audaz irlandés medieval filósofos más contemporáneos nuestros como Friedrich Nietzsche o Jacques Derrida. Por profesar esas ideas, Erígena tuvo el honor de ser condenado por herejía. La libertad infinita del individuo no era precisamente lo que el papado del siglo XIII quería oír. No es de extrañar, pues, que El tercer policía esté tan entusiasmado con todos esos átomos que dan vueltas y esos círculos que giran en espiral. El sargento comenta que «todo se compone de pequeñas partículas de sí mismo que vuelan en círculos concéntricos, arcos, segmentos e innumerables figuras geométricas adicionales, demasiado numerosas como para mencionarlas colectivamente, y que nunca están quietas o en reposo, sino que giran y se desplazan, disparadas como flechas, de aquí para allá y de allí para acá, sin dejar de moverse en ningún momento. Estos caballeros diminutos se llaman átomos». No es una visión del cosmos muy alejada de la de Erígena. El mundo está hecho principalmente de nada. En ese sentido, es difícil decir si se parece más al cielo o al infierno. Las cosas se mueven rápidas como flechas 54 de un lado para otro sin llegar jamás a ningún lugar, justamente igual que El tercer policía. Al final del relato, el narrador se encuentra de vuelta en la comisaría de la que había salido anteriormente, un lugar que describe con las mismas palabras exactas que había empleado cuando la pisó por primera vez. Este extraño e inquietante pasaje evoca el final de Martin el náufrago, cuando se nos mostraba que la roca, el cielo y el mar del mundo supersólido de Martin no eran más que papel pintado: Había un recodo en el camino y, nada más doblarlo, me vi frente a un espectáculo extraordinario. A unos cien metros de distancia, había una casa que me dejó asombrado. Parecía pintada como un anuncio en una valla publicitaria de carretera, muy mal pintada, en realidad. Daba la impresión de una cosa completamente falsa, nada convincente. Parecía carecer de profundidad y de amplitud: su aspecto no podía engañar siquiera a un niño. Aquello por sí solo no habría bastado para sorprenderme, porque yo ya había visto antes imágenes y carteles al lado de las carreteras. Lo que me dejó fascinado fue el convencimiento, profundamente arraigado en mi mente, de que ésa era la casa que yo andaba buscando y que había gente en su interior. En mi vida había visto con mis propios ojos algo tan poco natural y tan espantoso, y mi mirada recorrió vacilante aquella cosa sin entender, como si una de las dimensiones habituales hubiera desaparecido y hubiera dejado sin significado al resto. La apariencia de la casa era la mayor sorpresa que me había encontrado jamás, y sentí miedo. Aquí encontramos, reunidos, algunos de los elementos principales del mal: su rareza, su terrible irrealidad, su naturaleza sorprendentemente superficial, su agresión al sentido, la ausencia 55 en él de una u otra dimensión vital, su manera de hallarse atrapado en la monotonía anestesiante de una reiteración eterna. El narrador de O’Brien está en el infierno y se ve obligado por los siglos de los siglos a recorrer penosamente el camino de vuelta al comienzo del libro tras haber llegado a trompicones hasta el final del mismo. Los condenados son aquellos que están muertos pero no están dispuestos a yacer inertes. En eso guardan una extraña similitud con el Jesús que supuestamente redimió al mundo. Erígena concebía el tiempo como un bucle cerrado sobre sí mismo, más que como una serie interminable. Lo mismo hicieron James Joyce en Finnegans Wake o W. B. Yeats en sus mitologías. La más célebre de las obras teatrales irlandesas, Esperando a Godot, fue descrita en una ocasión como un drama en el que «no sucede nada… dos veces». En la cultura irlandesa, es común un cierto sentido cíclico del tiempo. Pero lo que para estos escritores es una especie de exuberancia cósmica (la de que el mundo, en su avance juguetón, describa una trayectoria curva de vuelta hacia atrás en lugar de avanzar lenta y pesadamente hacia adelante) resulta ser en El tercer policía el más terrible destino de todos. Ver el tiempo como algo que se mueve en espiral sobre sí mismo se corresponde, en cierto sentido, con un modo de entender la virtud. Se resiste a la visión mecanicista para la que todo acto existe únicamente por causa de otro. Tal es la existencia crepuscular de aquellos hombres y mujeres dominados por la angustia y que, en palabras de D. H. Lawrence, son «incapaces de vivir en el lugar en el que están»: banqueros, ejecutivos de empresa, políticos y otras almas que corren un peligro de muerte semejante. Pero el tiempo cíclico también se corresponde con una determinada imagen del mal: con un mundo en el que los condenados son aquellos y aquellas que han perdido la capacidad de 56 morir y que, incapaces de ponerse un fin, están sentenciados a la repetición eterna. Slavoj Žižek ha señalado que solemos asociar la inmortalidad a la bondad, pero que la realidad es justamente la inversa. La inmortalidad primordial es la del mal: «El mal es algo que amenaza con regresar perpetuamente —escribe Žižek— en forma de dimensión espectral que sobrevive mágicamente a su aniquilación física y no deja de perseguirnos»11. Hay una especie de «infinitud obscena» en relación con el mal: una negativa a aceptar nuestra mortalidad como seres naturales y materiales que somos. Muchos hombres y mujeres aspiran a vivir para siempre; los condenados son aquellos para quienes este seductor sueño se ha vuelto atrozmente real. Utilizando una audaz mezcla de modalidades literarias, la novela de Graham Greene Brighton Rock sitúa a una figura de un mal absoluto dentro del contexto de una casa de huéspedes barata de Brighton. La novela es una fusión entre el género de suspense ambientado en el mundo del hampa y la meditación metafísica: una empresa arriesgada que se salda con fortuna desigual. No es fácil retratar a un personaje que parece vivir al mismo tiempo en el infierno y en el Londres suburbano de los Home Counties. 11 Slavoj Žižek, Violence: Six Sideways Reflections, Londres, 2008, p. 56. [Hay trad. cast.: Sobre la violencia: Seis reflexiones marginales, Barcelona, Paidós, 2009.] 57 ¿Tenemos que considerar demoníaca la hostilidad que Pinkie, un gángster de poca monta, muestra hacia la vida humana, o se trata simplemente de un adolescente alienado más? La respuesta que da la propia novela es inequívoca: en lo que a Greene respecta, este matón de diecisiete años está condenado desde el principio. Tal vez viva físicamente en un mundo turbio de fulanas, mafiosos y atracciones baratas de playa, pero su morada espiritual está en la eternidad, y esos dos mundos jamás podrán cruzarse. Greene nos cuenta con un gesto retórico escabroso que «los ojos grises [de Pinkie] estaban teñidos de aquella eternidad aniquiladora de la que había venido y a la que se fue». Los malvados no están realmente ahí: tienen un problema para estar presentes. Hannah Arendt destacó la «lejanía de la realidad» de Adolf Eichmann, secuaz de Hitler12. Cuando Pinkie muere, es «como si una mano lo hubiera retirado súbitamente de toda existencia, pasada o presente, arrebatado a toda prisa hacia el cero absoluto, hacia la nada». Cae al mar, hacia su muerte, desde la cima de un acantilado, pero nadie oye el sonido del impacto, pues, en realidad, no cae bulto alguno de suficiente sustancia como para producir uno. Muere sin hacer mucho ruido. Si Martin el náufrago estaba literalmente muerto, Pinkie lo está en sentido espiritual. Es un buen ejemplo del nihilista del que habló Nietzsche, que se caracteriza por «su voluntad de nada, su aversión a la vida», y que actúa «rebelándose contra los 12 Hannah Arendt, Eichmann in Jerusalem: A Report on the Banality of Evil, Harmondsworth, 1979, p. 288. [Hay trad. cast.: Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1967.] 58 presupuestos más fundamentales de la vida»13. Como Martin el náufrago, pone de manifiesto su incapacidad para cualquier modo de vida que no sea el consistente en aprovecharse de otras personas para sus propios fines destructivos. A diferencia del matón adolescente corriente, está tan alejado de la existencia sensual cotidiana como un monje cartujo. No baila, no fuma, no bebe, no juega, no gasta bromas, no come chocolate y no tiene amigos. Detesta la naturaleza y siente un terror aprensivo por el sexo. «Casarse —piensa para sus adentros— fue como llenarse las manos de inmundicia». Su modo de vida es tan inmaterial como el infinito. No sólo es distante y austero, sino también violentamente hostil hacia el mundo material como tal. Y esto, como veremos, es algo característico del mal. Es como si a ese joven le hubiesen amputado cierto pedazo vital. Carece de toda imaginación empática, incapaz como es de concebir lo que otros sienten. Está tan poco instruido en el idioma de las emociones como lo pueda estar en el hindi. El comportamiento de otras personas le resulta tan indescifrable como a nosotros el de una pulga. Hay en él algo más que meros detalles de psicópata. El hecho de que este matoncillo de barrio tenga sólo diecisiete años de edad tal vez explique su falta de experiencia. Pero la vacuidad espiritual de su interior apunta a profundidades mayores que la de la mera ignorancia juvenil y sirve para confirmar una cierta tesis ideológica que subyace a la novela en su conjunto: la 13 Friedrich Nietzsche, On the Genealogy of Morals and Ecce Homo, ed. de W. Kaufmann, Nueva York, 1979, p. 163. [Hay trad. cast.: La genealogía de la moral: Un escrito polémico, Madrid, Alianza, 1971.] 59 creencia de que el mal es una condición intemporal antes que una cuestión de circunstancias sociales. Es de suponer que Pinkie estaba tan vacío a los cuatro años como lo está ahora. Una persona puede tener esta clase de mal a cualquier edad, como quien tiene la varicela. Pinkie no es malo porque mate a personas, sino que mata a personas porque es malo. Es de suponer que ya ha nacido siendo maligno, pero esto no modifica el carácter de su maldad a ojos de su autor, por mucho que aquí hayamos sugerido antes que sí debería cambiarlo. La novela juega profusamente con los conceptos de «ignorancia», «inocencia» y «experiencia», y Pinkie entra de lleno en la primera categoría. Hay en él una «ignorancia horrenda» o una «virginidad agriada» que le hace observar los asuntos humanos con la incomprensión perpleja de un venusiano. Tiene aquella pureza sin valor de quienes no han vivido nunca. En palabras de un crítico de la obra, es la «incapacidad [de Pinkie] para pertenecer a su propia experiencia» lo que resulta tan llamativo. La intimidad humana se alza ante él como una odiosa invasión de su ser, muy parecida a la que siente Martin el náufrago frente al penetrante rayo negro. Ambos personajes viven el amor como una exigencia horrible ante la que saben que están en absoluta desigualdad. Las pasiones son predatorias: cuando Pinkie siente ciertos indicios ligeros de placer sexual con su novia Rose, «una enorme presión lo golpeó; era como si algo tratara de introducirse en él; la presión de unas alas gigantescas batiendo contra el cristal». «Era como un niño con hemofilia —comenta el narrador—: cualquier contacto lo hacía sangrar». Un punto importante de la novela es que Pinkie es un 60 creyente religioso, mientras que Martin el náufrago no lo es. Greene deja muy claro que su protagonista cree en el infierno y la condena eterna, y (aunque sólo posiblemente) también en el cielo, si bien es bastante más escéptico en lo tocante a este último apartado. En una línea similar, otro condenado, el Adrian Leverkühn de Thomas Mann sobre quien hablaremos en breve, opta en su juventud por estudiar teología. Para que una persona esté condenada, debe saber a qué está renunciando, del mismo modo que una persona debe estar en plena posesión de sus facultades mentales para casarse. Incluso Martin el náufrago logra darse cuenta finalmente de lo que ha estado sucediendo todo ese tiempo, como evidencia su grito de desafío a Dios. Si Golding no pusiera en boca de Martin una expresión como «¡me cago en tu cielo!», éste no podría ser enviado al infierno. El Todopoderoso cometería una distracción imperdonable si despachara a algunas de sus criaturas al tormento eterno sin haberlas alertado antes de tan ingrata posibilidad. Nadie puede acabar en el infierno por accidente, como nadie puede aprender portugués de forma fortuita. Aquí está en juego, pues, una importante consecuencia teológica, como es la de que Dios no condena a cualquiera al infierno. Sólo se aterriza allí si se renuncia a Su amor, suponiendo que tal rechazo sea concebible. Es la consecuencia final, aterradora, de la libertad humana. Dios no puede ser responsable de que le den plantón. Tal como dice Pinkie, «Dios no pudo abstraerse a la boca malvada que eligió comerse su propia condenación». En este sentido, el Creador está a merced de sus criaturas. Que alguien se envíe a sí mismo a la perdición supone su propio triunfo malicioso final sobre el Todopoderoso. Es, sobra decirlo, una victoria pírrica: es como cortarse uno mismo la cabeza para eludir la guillotina. Pero 61 no hay otro modo de burlar a Dios. Ésa es la única forma eficaz de ponerlo entre la espada y la pared. Endosar un engaño a Dios significa desquitarse con él, y en Brighton Rock, ésa es una de las diversas formas en las que el bien y el mal demuestran tener una secreta afinidad. Otra característica compartida es que ambos pueden ser producto de una falta de conocimientos y experiencia. Esto es algo que ya hemos visto en el caso de Pinkie, pero también sucede con Rose, cuya bondad se nutre de su virginal desconocimiento del mundo. Resulta significativo que ninguna de las figuras de la novela sea virtuosa y experimentada al mismo tiempo. Tanto el bien como el mal trascienden la existencia cotidiana. Tanto Pinkie como Rose se caracterizan por el absolutismo dogmático de los ingenuos, y cada uno de ellos expresa un tipo diferente de nulidad. Pinkie representa el vacío o la antivida del mal, mientras que Rose es también una forma de vacío porque su bondad se nutre de su inexperiencia. En ese sentido, los dos son aliados a la vez que antagonistas. «El bien y el mal vivían en el mismo país —comenta el narrador—, hablaban el mismo idioma, se juntaban como viejos amigos». Si es verdad que Dios siente un amor especial por el pecador, cabe deducir que los condenados deben de serle especialmente queridos. Así visto, el mal es una imagen desviada del amor divino, como no lo es la inmoralidad pura y dura. Si no hay santidad a nuestro alrededor que nos recuerde a Dios, tendremos disponible al menos una imagen negativa de Él, conocida como la maldad pura no adulterada. El mal, pues, tiene ciertos tintes de privilegio. Pinkie desprecia el mundo muy al modo de un aristócrata espiritual. Es 62 una especie de nihilista, y el nihilista es el artista supremo. Es un artista porque consigue plasmar una nada tan pura que empobrece todas las demás obras creadas, con sus manchas e imperfecciones. Pecar a lo grande es alzarse sobre la mera virtud común o de jardín. Puede que los católicos poco practicantes o heterodoxos, como el propio Greene, sean pecadores, pero, al menos, son más sofisticados espiritualmente que los aburridos obedientes. Es mejor que lo expulsen a uno de un club exclusivo que no haber sido nunca invitado a formar parte del mismo. El malvado debe ser consciente de la trascendencia para poder rechazarla, pero quien es meramente ético no la distinguiría aunque la tuviera delante de los ojos. Ahora bien, entre Pinkie y Rose, el sacerdotal delincuente y la crédula virgen, hay, además, otro tipo de pacto. Como ella es buena en sentido puro, Rose perdona a Pinkie aunque sabe que es un asesino. Los buenos aceptan el mal acogiéndolo en su amor y su misericordia. Al cargarlo sobre sus espaldas, sin embargo, se ven arrastrados inexorablemente hacia su órbita. El del chivo expiatorio trágico es un caso ilustrativo muy apropiado. Cristo, por ejemplo, tal vez no fuera pecador, pero san Pablo señala que fue «hecho pecado» por el bien de la humanidad. Un redentor debe saber en su fuero interno qué es lo que está redimiendo, y no debe mantenerse monacalmente alejado de ello. De no ser así, la situación sería imposible de salvar desde dentro, que es la única forma de salvación que funciona. En su relación dialogante con el mal es donde los santos aventajan a la que podríamos llamar la clase media moral. Ésta se halla representada en Brighton Rock por Ida Arnold, una moralista 63 entrometida que se vanagloria con petulancia de conocer la diferencia entre lo éticamente correcto y lo incorrecto. Mujer de aspecto ordinario, carnal, de buen corazón y de mucho mundo, Ida representa aquella moral suburbana por la que los metafísicos Pinkie y Rose no sienten más que desprecio. «Ella no es nada — gruñe Pinkie en una ocasión, añadiendo a continuación—: No podría arder ni aunque quisiera». Lo correcto y lo incorrecto no alcanzan ni a la suela de los zapatos del bien y el mal. Ida es demasiado vulgar para el fuego infernal. Toda ella es sabiduría deteriorada y tópicos morales deslustrados. La ética secular que representa es fuerte en lo tocante a los deberes de un ciudadano, pero confusa cuando se enfrenta a la salvación y la condenación. Ida es una excursionista que se ha adentrado por error en un terreno absolutista procedente del país de la moralidad pragmática. Y la novela en sí, aun cuando tacha a Pinkie de impenitente, comparte hasta la última gota del desprecio que éste siente por esa mujer. Las Idas Arnold de este mundo, como los «hombres huecos» de Eliot, son demasiado superficiales siquiera para condenarse. En lo que se refiere a la moral respetable, difícilmente podemos dejar de notar que el propio Greene se sitúa sin reservas en el bando del mal, y lo hace por el más espiritualmente elitista de los motivos. No en vano continuó siendo un amigo fiel del agente doble y «traidor» Kim Philby, a pesar de la fuerte desaprobación de la clase dirigente de su país. Brighton Rock ayuda, pues, a reforzar un mito particularmente dudoso en torno al mal: el de ese cierto heroísmo venido a menos que lo rodea, como en el caso del Satanás de El paraíso perdido de Milton. Mejor reinar en el infierno que pasar los días sermoneando indignados sobre lo que está bien y lo que está 64 mal en sórdidos cafés de Brighton. La novela rechaza a su propio protagonista desde el punto de vista moral. Pero, al mismo tiempo, abriga una visión del mal que refleja el modo de ver típico de ese protagonista. La novela da por perdido a Pinkie por la incapacidad de éste para rendirse a la vida humana; pero en ningún lugar del libro se nos muestra esa vida humana como algo ante lo que valga la pena rendirse. Él no puede entender la realidad humana cotidiana, pero la vulgar existencia común presentada en la narración no merece esfuerzo alguno de comprensión en ningún caso. La única imagen de amor auténtico que se nos da —la de Rose— siente la misma indiferencia ante lo común que su demoníaco novio. Lo que nos queda es la imagen cautivadora de un hombre eternamente distanciado de la existencia de los seres creados. Para obtener un retrato más fino de esa clase de figura, podemos fijarnos ahora en el Doctor Faustus de Thomas Mann, una novela en la que llegamos a oír la música de los condenados. Adrian Leverkühn, el compositor condenado de la obra de Mann, representa una dramática vuelta de tuerca de la idea del mal como autodestrucción. Leverkühn se infecta de sífilis a propósito en una visita a una prostituta y lo hace para obtener visiones musicales esplendorosas a partir de la degeneración gradual de su cerebro. Con ello trata de convertir su enfermedad infernal en la gloria trascendente de su arte. «¿Qué locura, qué deliberada y temeraria forma de tentar a Dios, qué impulso a incluir el castigo en el pecado, y, en última instancia, qué hondo y profundamente misterioso 65 anhelo de una concepción daimónica dionisíaca (de que se desencadenara un cambio químico mortal en su naturaleza) intervino en él que, habiendo sido advertido, despreció la advertencia e insistió en poseer aquella carne [la de una prostituta sifilítica]?», reflexiona el horrorizado narrador de Mann. Adrian es un artista dionisíaco que sondea las profundidades de la desdicha humana para arrancar orden del caos. Su arte pugna por extraer el espíritu de la carne, la plenitud de la enfermedad, lo angélico de lo demoníaco. Si el artista busca redimir a un mundo corrupto mediante el poder de transfiguración de su arte, debe mantener una relación íntima con el mal. Por eso, el artista moderno es la versión secular del Cristo que desciende al infierno de la desesperación y la miseria para llevárselas consigo a la vida eterna. Como escribió W. B. Yeats, es «en la inmunda trapería del corazón» donde el arte tiene sus poco agraciadas raíces. En coincidencia con Yeats, el protagonista de Mann cree que «nada puede estar unido o entero / que no haya sido ya desgarrado». Tal como comenta uno de los personajes de Los hermanos Karamazov de Dostoievski a propósito del disoluto Dimitri Karamazov, «la experiencia de la degradación suprema es tan crucial para semejantes naturalezas rebeldes y disolutas como lo es la experiencia de la bondad pura». El artista debe mantener un trato cordial con el mal porque debe concebir toda experiencia como molienda en el molino de su arte, sea cual sea el valor moral convencional de aquélla. De ahí que, para que su obra florezca, él mismo deba ser una especie de inmoralista y abandone, muy a su pesar, toda esperanza de santidad. Es como si su arte absorbiera toda la bondad que hay en él. Cuanto más magnífico es ese arte, más degenerada es su vida. Los años finales del siglo XIX están 66 repletos de paralelismos entre el artista —drogado, libertino, angustiado, empapado de absenta— y el satanista. Ambas figuras resultan igualmente escandalosas a ojos de la reputada clase media. Y uno de los motivos estriba en que tanto el arte como el mal existen por sí mismos: ni el uno ni el otro quieren trato alguno con la utilidad o con el valor de cambio. Leverkühn, pues, pone la muerte y la enfermedad al servicio de la vida artística. En los términos mucho más técnicos de Freud, diríamos que recluta a Tánatos (el impulso de muerte) para la causa de Eros (los instintos de vida). Pero el precio que paga por este pacto con el diablo es exorbitante. La vida que crea —su magnífica música— es cerebral, discapacitada en el plano emocional, inyectada de sarcasmo, nihilismo y orgullo satánico. Sus glaciales autoparodias están desprovistas de toda empatía humana. La virtuosidad misma de su música tiene algo de inhumano, marcada como está por una vena de «ingenio diabólico». En su calidad de esteta supremo, Leverkühn sacrifica literalmente su existencia en aras del arte. Pero quienes desdeñan la vida a cambio del arte dejan un rastro gélido de ese sacrificio en su obra, lo que hace que semejante proyecto tenga tintes de contraproducente así como de perversamente heroico. El destino de Leverkühn es una alegoría de la Alemania nazi, una nación que también se intoxicó adrede con veneno y que se fue embriagando cada vez más con fantasías de omnipotencia hasta sumirse en su propia ruina. Fue, según comenta el narrador, «una dictadura disoluta entregada al nihilismo desde sus comienzos». Con el fascismo, escribió Walter Benjamin, «la autoalienación ha alcanzado un grado tal que [la humanidad] puede vivir su propia 67 destrucción como un placer estético de primer orden»14. Es de su propia autodestrucción de donde Leverkühn cosecha el triunfo estético de su música. El mal, como veremos, está íntimamente ligado a la destrucción en varios sentidos. El hecho de que la destrucción es, en el fondo, el único modo de triunfar sobre el acto divino de la creación constituye un vínculo entre ambos. El mal preferiría en realidad que no hubiera nada en absoluto, ya que no le ve sentido alguno a las cosas creadas. Las detesta porque, como bien afirmaba Tomás de Aquino, ser es —en sí mismo— una forma de bien. Cuanto más profusamente abundante es la existencia, más valor hay en el mundo. El simple hecho de que en un lugar haya nabos, telecomunicaciones y expectativas ilusionadas, es ya de por sí algo bueno. (¿Y qué pasa entonces con la gripe aviar y el genocidio? Ya analizaremos ese problema más adelante). El mal, sin embargo, no ve las cosas de ese modo. «Todo lo que nace / merece ser aniquilado», señala Mefistófeles en el Fausto de Goethe. La posibilidad de un holocausto nuclear o de que el mundo quede sumergido bajo sus propios océanos hace que el mal se relama de placer. Cuando un amigo de Pinkie comenta en Brighton Rock con su tono de conversación de barra de bar que «el mundo tiene que seguir», la respuesta desconcertada del protagonista es «¿por qué?». Se dice a veces que la pregunta más fundamental que podemos hacernos es: «¿Por qué hay algo en vez de 14 Walter Benjamin, Illuminations, Londres, 1973, p. 244. [Hay trad. cast.: Iluminaciones, 4 vols., Madrid, Taurus, 1998-1999.] 68 nada?». La respuesta personal de Pinkie a semejante cuestión sería un sardónico «vaya, ¿y por qué?». ¿Qué sentido tiene preguntarse algo así? ¿Acaso el mundo material no es irremediablemente banal y monótono? ¿Y no le resultaría mucho mejor no existir en absoluto? El filósofo Arthur Schopenhauer así lo creía sin duda. Nada le parecía más evidentemente estúpido que suponer que la raza humana en sí era una buena idea. Ahora bien, ante la realidad intolerable de que las cosas existen, lo mejor que puede hacer el mal es intentar aniquilarlas. De ese modo, tiene la posibilidad de intentar desquitarse con Dios dando la vuelta a su acto de creación, en una especie de parodia truculenta del Libro del Génesis. Crear de la nada sólo puede ser la obra de un poder absoluto. Pero también hay algo igual de absoluto en el acto de la destrucción. Un acto de creación no puede repetirse jamás, pero tampoco puede repetirse un acto de destrucción. No podemos hacer añicos el mismo jarrón de porcelana china de valor incalculable dos veces: como mucho, lo que destrozaremos será una reconstrucción suya. Demoler puede ser tan fascinante como crear, y de eso son bien conscientes los niños pequeños. Romper una vidriera con un ladrillo puede resultar tan agradable como diseñarla para fabricarla. Aun así, el mal jamás puede llegar a desquitarse por completo con el Todopoderoso y ésa es una de las razones por las que Satanás está siempre tan enfurruñado. Para empezar, el mal depende de que existan cosas materiales que ese mal pueda destrozar a patadas. Al invertir el acto de la creación, es inevitable que se le rinda a ésta un cierto homenaje, aunque sea a regañadientes. Sebastian Barry ha escrito en su novela La escritura 69 secreta que «la tragedia particular del diablo es que es autor de nada y arquitecto de espacios vacíos». De ser cierto, tal como comenta uno de los personajes de Doctor Faustus, que «todo sucede en Dios, y sobre todo, el hecho de caer de él», entonces el Todopoderoso va adelantándose a cada paso a todos los que se rebelan contra él. Es como formar parte de un club del que no podemos dimitir como miembros. Revolverse contra él implica ineludiblemente reconocer su existencia. Y ésta es, para el mal, una fuente de infinita frustración. El lema del Satanás de Milton («¡Mal, sé tú mi bien!») sugiere que el bien tiene precedencia sobre el mal en el momento mismo en que el mal trata de desbancarlo. De un modo similar, la música de Adrian Leverkühn constituye un producto de la genialidad, pero buena parte de ella es más paródica que original. Se alimenta de formas ya creadas, ridiculizándolas y caricaturizándolas, exactamente igual que hace el mal. Como toda actividad de vanguardia, no puede evitar perpetuar el pasado a través del acto mismo de hacerlo añicos. En este sentido, el mal siempre va con retraso con respecto al bien. Parasita ese mismo mundo que aborrece. Goetz, el protagonista de la obra de Jean-Paul Sartre El diablo y Dios, alaba el mal porque es lo único que Dios ha dejado crear a la humanidad tras haberse reservado para sí mismo todo lo positivo. El mal cree ser enteramente autodependiente, invocado de la nada, pero lo cierto es que él mismo no es su propio origen. Siempre tiene que haber algo previo a él. Y ése es un motivo por el que está eternamente abatido y triste. El propio Satanás es un ángel caído, un ser creado por Dios, por mucho que esté en —lo que su psicoterapeuta diría que es— una fase de negación de ese hecho. 70 Destruyéndose a sí mismo, Leverkühn pasa a ocupar el puesto de Dios, pues el suicida ejerce un poder cuasidivino sobre su propia existencia. Ni siquiera Dios puede impedir que Adrian acabe con su vida, y ahí es donde éste logra ser más gloriosa y vanamente libre. La libertad puede ser usada para negarse a sí misma, como hicieron los nazis. La libertad suprema desde ese punto de vista consiste en abdicar de la libertad. Muy poderosos debemos de ser si podemos renunciar a nuestra más preciada posesión. Dios es entonces vulnerable a la libre actividad de sus propias criaturas. Es impotente para impedirles que le escupan a la cara. La autodestrucción es la falsa victoria de quienes no pueden perdonarle que les diera la vida. Uno siempre puede vengarse de Dios tratándose violentamente a sí mismo, aunque si ya no había gran cosa en su interior, tal vez no se trate de una gran pérdida después de todo. Leverkühn, como Pinkie, lo sabe todo sobre teología. De hecho, elige estudiarla en una universidad. Pero lo hace, según él mismo confiesa, por pura arrogancia. Además, siempre es buena idea conocer a la competencia. Y, también al igual que Pinkie, es un personaje monacal, cerebral y distante, proclive a sentir asco por la vida y a quien repugna el contacto físico. Se dice que Hitler sentía más o menos lo mismo en lo referente a que le tocaran físicamente. Leverkühn, según nos cuentan, «rehuía toda conexión con lo real porque en lo real veía un robo de lo posible». Para él, lo real —lo que es carnal y finito— sólo puede ser un obstáculo en el camino de la voluntad infinita. Es algo que estorba a su ansia faustiana de conocimiento y arte divinos. Las cosas finitas son un escándalo para sus sueños incorpóreos de infinitud. Todo logro real pasa automáticamente a ser trivial. Desde esa perspectiva maniqueísta, 71 la Creación y la Caída son una sola cosa, en el sentido de que todo lo que existe debe de estar corrompido por el simple hecho de existir. «La nada se ha matado a sí misma, la creación es su herida mortal», comenta Danton en el gran drama teatral de Georg Büchner La muerte de Danton. La materia no es más que lo que queda tras la muerte de la nada. Es como si estuviera ocupando el lugar de lo que, idealmente, sería un vacío. Para la mentalidad faustiana, cualquier logro concreto tiene que parecerse a la nada, a diferencia de la infinitud del todo. El carácter ilimitado de nuestro deseo reduce los objetos reales de nuestro anhelo a meras bagatelas. Así pues, el mal rechazará a Dios sin remedio, pues es en Dios, según san Agustín, donde finalmente descansa la infinitud del deseo humano. Y semejante descanso resulta intolerable para la voluntad voraz, que nunca debe dejar de estar resentida e insatisfecha. El Fausto de Goethe irá a caer en las garras de Mefistófeles en el momento mismo en que deje de luchar. Así pues, la infinitud de la voluntad pasa a reemplazar a la eternidad de Dios. Y ése es un intercambio dudosamente provechoso, porque la eternidad, por citar a William Blake, está enamorada de los productos del tiempo, mientras que la frenética voluntad está secretamente enamorada de sí misma y nada más. Desprecia el mundo desde su superioridad glacial y no ansía otra cosa que perpetuarse a sí misma por los siglos de los siglos. Se encuentra, pues, como veremos más adelante, muy próxima a lo que Freud llamó el impulso de muerte. El mal, por lo tanto, es una forma de trascendencia, aunque desde el punto de vista del bien sea una trascendencia torcida. Quizás sea la única forma de trascendencia que queda en un mundo 72 posreligioso. Ya no sabemos nada de coros de huestes celestiales, pero sí conocemos bien lo acaecido en Auschwitz. Puede que lo único que perviva hoy de Dios sea este rastro negativo suyo conocido como maldad, del mismo modo que lo que seguramente sobrevive de una gran sinfonía es el silencio con el que impregna el aire en forma de sonido inaudible al alcanzar su esplendoroso final. Tal vez el mal sea lo único que mantiene hoy caliente el espacio donde solía estar Dios. Como bien apunta el narrador de Mann refiriéndose a una de las composiciones musicales de Adrian, «una obra que trata del Tentador, de la apostasía, de la condenación, ¿qué otra cosa podría ser más que una obra religiosa?». Si de verdad el mal es el último vestigio superviviente de Dios, sin duda atraerá a quienes, como Leverkühn, quieren liberarse del mundo pero ya no creen en un cielo. Al igual que el bien, el mal se pronuncia no sólo a propósito de un fragmento de la realidad concreto, sino sobre la realidad como tal. Ambas condiciones son metafísicas en ese sentido. En lo que difieren es en sus valoraciones de la bondad o no de la existencia. Así pues, hay en el protagonista de Mann lo que el narrador llama un cierto «nihilismo aristocrático». Es frío, irónico y desconcertantemente reservado. La novela menciona su «humor sardónico luciferiano». Su naturaleza no tiene nada de sensual. No obtiene deleite alguno de lo visual; si opta por la música como disciplina es porque se trata de la más puramente formal de las artes. El arte modernista o experimental, como el que crea Leverkühn, representa ese punto a partir del cual el arte cesa de extraer su contenido del mundo que lo rodea y empieza a encerrarse en sí mismo y a investigar sus propias formas, tomándose como tema. Leverkühn es un formalista porque recela del contenido, que 73 para él es una molestia que no haría más que obstaculizar su ansia de infinitud. Søren Kierkegaard hizo referencia en El concepto de la angustia a «la terrible vacuidad y ausencia de contenido del mal»15. La forma más pura, la más libre de todo contenido, es un vacío. Pero como el caos es también un tipo de vacío, la forma y el desorden puros son difíciles de distinguir. Algunos poetas modernistas aseguraban estar convencidos de que no había poema más logrado que una página en blanco. Nada hay menos vulnerable u obstruccionista que la nada. De ahí que los alérgicos a la realidad material estén tan enamorados de la vacuidad. El triunfo final del espíritu libre sería la aniquilación del mundo entero, pues, entonces, éste ya no podría intervenir entre la persona y su deseo. Es en este sentido en el que, al final, el deseo es deseo de nada en absoluto. Para la teología, como ya hemos visto en el caso de Erígena, Dios también es nada pura. No es un ente material ni un objeto extraterrestre. No ocupa un lugar ni dentro ni fuera del universo. En el fondo, también él es un formalista a su (exótico) modo. El idioma que habla y que resuena a lo largo y ancho de su Creación es lo que conocemos como matemáticas. En ellas está la clave de las leyes del universo, pero están por completo desprovistas de contenido. Consisten puramente en el manejo de unos signos. Las matemáticas son todo forma y cero sustancia. En este sentido, guardan una estrecha afinidad con la música. Pero la negatividad de 15 Søren Kierkegaard, The Concept of Anxiety, Princeton (Nueva Jersey), 1980, p. 133. [Hay trad. cast.: El concepto de la angustia, Madrid, Alianza, 2006.] 74 Dios no es tal que no pueda tolerar lo carnal y finito. Todo lo contrario: según sugería Blake, Dios está enamorado de las cosas materiales. La fe cristiana consiste en la creencia de que Dios alcanza su máxima expresión propia en un cuerpo humano torturado. Está presente en forma de carne, pero, sobre todo, en forma de carne destrozada. El infierno se antoja alarmantemente real, pero como ya hemos visto en el caso de Martin el náufrago, se trata en realidad de una especie de vacuidad. Denota una furia enconada y vengativa contra la existencia como tal. «Ésos son el placer y la seguridad secretos del infierno —leemos en Doctor Faustus— que de él no se informa, que está protegido del habla, que simplemente es, pero no puede publicarse en el periódico […] porque allí todo termina, no sólo las palabras que describen, sino todo sin excepción». El infierno está tan lejos del alcance del lenguaje como la página en blanco del poeta simbolista. Tiene ese carácter enigmático de las cosas que son cruda e inequívocamente ellas mismas. Las cosas que son puramente ellas mismas se filtran por los agujeros de la red del lenguaje y no hay modo de hablar de ellas. Tal como Ludwig Wittgenstein comentó en sus Investigaciones filosóficas, no hay proposición más inútil que la identidad entre una cosa y ella misma. Lo mismo se puede decir de esas obras de arte modernistas o experimentales que se amputan a sí mismas de la vida cotidiana. También ellas parecen cosas-en-sí, totalmente divorciadas de la historia que las dio a luz. Como el propio Leverkühn, existen libres con respecto a su entorno social. Como el bien y el mal, parecen haber nacido de ellas mismas. Hay más afinidades entre el mal y el arte de Adrian. Tanto el 75 uno como el otro, por ejemplo, suponen una cierta mentalidad de círculo restringido. Ya vimos en el caso de Pinkie que el mal es algo muy exclusivo: un club en el que sólo unos pocos elegidos espirituales pueden solicitar su entrada. Y el sumamente orgulloso Leverkühn es otro buen ejemplo de ello. Para él, la vida corriente es mezquina y degradada. Además, si el mal es nihilista, también lo es el tipo de arte vanguardista que Adrian produce. Éste aspira a borrar todo lo sucedido hasta entonces para empezar de nuevo, desde cero. Sólo haciendo saltar por los aires a sus predecesores puede presentarse a sí mismo como original. El diablo, personaje invitado especial en Doctor Faustus, resulta ser un vanguardista revolucionario, una especie de Rimbaud o Schoenberg ungulado. Desprecia la mediocridad de la clase media («desprovista de categoría teológica», dice en tono de mofa) y recomienda la desesperación como verdadero camino a la redención. A Dios le interesan los santos y los pecadores, no los buenos, obedientes y aburridos suburbanitas. Los extremos se tocan, pues los desesperados son capaces al menos de cierta profundidad espiritual, por lo que constituyen versiones chapuceras o paródicas de los santos. Podremos decir lo que queramos del diablo, pero no podemos negar que el desprecio que siente por la puritana clase media es firme y sólido. En eso se parece al greñudo artista bohemio. Pero también los nazis despreciaban la moralidad suburbana. Por otra parte, la existencia cotidiana se ha vuelto tan alienada y banal que sólo una dosis de lo diabólico puede despertarla. Cuando la vida se hace cada vez más rancia e insípida, el arte tal vez se sienta obligado a compartir mesa con el diablo, y a asaltar lo extremo y lo incalificable con el fin de obtener algún 76 efecto. En ese caso, debe transgredir las convenciones desfasadas a su malhumorado, iconoclasta y satánico modo. Tiene que invocar los recursos de lo exótico y lo extremo. El arte demoníaco se propone hacer añicos nuestra complacencia suburbana y liberar nuestras energías reprimidas. Quizás así logre salvarse algún bien entre tanto mal. De Charles Baudelaire a Jean Genet, el artista fue cómplice del criminal, el loco, el adorador del diablo y el subversivo. Esto ha servido para pasar por alto el hecho de que parte del arte modernista fue tan vacuo como la existencia suburbana que ridiculizaba. Su ansia de formalidad pura lo volvió cautivo de un ideal del no-ser. Tras estas cuestiones de carácter artístico, en Doctor Faustus se oculta una pregunta política más profunda. Debemos resistir al fascismo, pero ¿están el liberalismo y el humanismo convencionales realmente a la altura de semejante tarea? ¿No es el liberalismo una doctrina tan honorable como débil? ¿Cómo puede un credo que desvía su mirada de lo verdaderamente diabólico que hay en la humanidad, en un gesto de civilizado desagrado, aspirar a derrotarlo? Tal vez deberíamos, en un gesto que podríamos calificar de homeopático, aceptar lo demoníaco para vencerlo. Puede que el socialismo y el modernismo sean opciones peligrosas, pero, como mínimo, penetran hasta las mismas profundidades que el fascismo, que es más de lo que podemos decir del humanismo liberal. La del narrador liberal-humanista de la novela de Mann es un alma demasiado decente y razonable para asumir en su totalidad la monstruosa medida de todo aquello a lo que se enfrenta. El arte modernista, desde Baudelaire hasta Yeats, supo tratar con contundencia y diligencia tan cortés y educada tolerancia, y proclamó que sólo descendiendo a los infiernos, enfrentándose a lo 77 que la humanidad tiene de salvaje, irracional y obsceno, es concebible la redención. El socialismo, siguiendo una línea bastante similar, sostiene que únicamente a través de la solidaridad con quienes han sido tachados de escoria de la tierra (con los peligrosos y los desposeídos) resulta posible transformar la historia. El freudismo tiene el insensato coraje de mirar la cabeza de Medusa directamente a la cara. Ahora bien, ¿no hace todo esto que estos credos se alineen con la barbarie misma que se habían propuesto superar? ¿Puede alguien sentarse a la misma mesa del diablo y escabullirse de allí sin envenenarse? ¿Deberíamos antes de nada despejar los escombros del humanismo liberal y generar así el espacio necesario para un mundo mejor, o tal limpieza no haría más que allanar el camino al surgimiento de alguna bestia horrenda y peligrosa? Al final, es posible que todo se reduzca a la postura de cada uno y cada una ante la muerte. Podemos renegar de ella entendiéndola como una afrenta intolerable contra los vivos, al modo del narrador humanista de Mann. O, como su amigo Leverkühn, podemos estrecharla tiernamente contra nuestro pecho por los motivos completamente equivocados. Adrian tienta a la muerte, presente en forma de enfermedad venérea, para extraer de ella una especie de frenética vida a medias, un pastiche libertino de lo que sería una existencia genuina. Existe como si fuera un semivampiro o un semiparásito que chupa vida de su propia disolución constante y languidece en alguna región crepuscular situada entre los vivos y los muertos. Y ésa es una situación que habitualmente hemos asociado con el mal. De todos los iconos relacionados con tal condición, el vampiro es el más revelador, pues el mal —como veremos— consiste en chuparles la vida a otros para 78 llenar una dolorosa ausencia en uno mismo. La extrañeza que sentimos en presencia de una muñeca que parece siniestramente viva es un vago eco de esa situación. También el arte se encuentra suspendido entre la vida y la muerte. La obra artística parece estar llena de energía vital, pero no es más que un objeto inanimado. El misterio del arte reside en la riqueza con la que unas marcas negras en una página, o un pigmento sobre un lienzo, o el deslizamiento de un arco sobre unas cuerdas de catgut, pueden evocar vida. Un arte experimental como el de Adrian también abraza la muerte por la «inhumanidad» de la forma artística. Lejos de estar embutida de contenido sensual, la música de Leverkühn es austeramente impersonal. La forma es la dimensión no humana del arte y éste es uno de los motivos por los que el realismo más fervoroso trata de ocultarla. Pero si el arte de Adrian es clínico y analítico hasta el extremo, también es exactamente lo inverso. En sus energías diabólicas, representa un repliegue desde la inestable intelectualidad de la era moderna hacia lo primitivo y lo espontáneo. Buena parte del arte modernista busca lograr una fusión entre lo arcaico y lo vanguardista. La tierra baldía de T. S. Eliot podría ser un buen ejemplo de ello. El verdadero artista, comentó Eliot en una ocasión, debe ser a un tiempo más primitivo y más sofisticado que sus conciudadanos. Para que la civilización se reponga, debemos inspirarnos en las energías primigenias del pasado. Pero este emparejamiento impuro de lo más nuevo con lo más antiguo es también propio del nazismo, que, en este sentido, es un fenómeno típicamente modernista. Por un lado, el nazismo marcha extasiado hacia un futuro revolucionario, tirando a su paso de las más recientes y deslumbrantes tecnologías de la muerte. Por otro lado, no deja de ser una cuestión de sangre, tierra, instinto, 79 mitología y dioses de las tinieblas. Semejante combinación supone una de las razones de su potente atractivo. Es como si no hubiera nadie a quien el fascismo no pueda seducir: desde los místicos hasta los ingenieros mecánicos, desde los más entusiastas adalides del progreso hasta los reaccionarios más estirados. Así pues, tanto el modernismo como el fascismo pretenden unir lo primitivo y lo progresista. Su objetivo es mezclar sofisticación con espontaneidad, la civilización con la Naturaleza, la intelectualidad con el Pueblo. El empuje tecnológico de lo moderno debe ser impulsado por los instintos «bárbaros» de lo premoderno. Debemos deshacernos de un orden social racionalista y recuperar algo de la espontaneidad del «salvaje». Pero no se trata de un ingenuo regreso a la Naturaleza. Todo lo contrario: tal y como Adrian Leverkühn argumenta fiel a su estilo nietzscheano, la nueva barbarie será consciente de sí misma, a diferencia de la antigua. Representará una especie de versión superior y cerebral del viejo «salvajismo»: una versión que lo eleve al nivel de la mente analítica moderna. De ese modo, podrán volver a unirse una razón sofisticada con todas las fuerzas elementales que ésta ha reprimido. Es el tipo de ética que tanto le repugna ver a Rupert Birkin, el protagonista de Mujeres enamoradas, en los arquetípicos individuos de clase alta conscientemente «decadentes» que lo rodean. El culto intelectual a la violencia se antoja aún más sórdido que la violencia real en sí. ¿En qué sentido es relevante todo esto para el tema del mal? Habrá quien diga que no es más que una falsa solución para el problema que ese mal plantea. Lo curioso del mal es que tanto parece ser clínico como caótico. Tiene algo del racionalismo glacial y 80 sardónico de Leverkühn, pero se deleita al mismo tiempo en lo depravado y lo orgiástico. Adrian no es sólo un intelectual alienado. Su música también se complace en una especie de sinsentido obsceno. Delata lo que el narrador llama «una barbarie sanguínea al tiempo que una intelectualidad sin sangre en las venas». «La intelectualidad más altiva —comenta— es la que se sitúa en una relación más inmediata con lo animal, con el instinto descarnado, y es la que se entrega más descaradamente a él». ¿Cómo hemos de concebir, entonces, tan mortal combinación? En realidad, no hay en ello misterio alguno. La razón se desliga de los sentidos y el efecto en ambas partes es catastrófico. La razón se vuelve entonces abstracta e intrincada, y pierde el contacto con la vida de la Creación. Como consecuencia de ello, puede llegar a considerar esa vida como una mera materia sin sentido que ha de manipular. Al mismo tiempo, la vida de los sentidos tiende a descontrolarse, pues la razón ya no la moldea desde dentro. En cuanto la razón se anquilosa en forma de racionalismo, la vida de los sentidos degenera en sensacionalismo. La razón se convierte en una forma de sentido vacío de vida, mientras que la existencia corpórea deviene en una vida diezmada de sentido. El diablo es un intelectual altanero, sí, pero también es un vulgar payaso que se burla de la idea misma de la atribución de sentido. Tanto los nihilistas como los bufones son alérgicos al más mínimo tufillo de significación. No es de extrañar, entonces, que la música de Adrian esté obsesionada por el orden y, a la vez, por un sentido infernal del caos. Después de todo, es bien conocido que quienes se aferran neuróticamente al orden suelen hacerlo en la medida en que con ello consiguen mantener cierta agitación interior bajo control. Los integristas cristianos —contumaces donde los haya, pero siempre pensando en 81 el sexo— son buen ejemplo de ello. El novelista Milan Kundera escribió en El libro de la risa y el olvido sobre lo que él llama los estados «angélico» y «demoníaco» de la humanidad. Por «angélico», se refiere a los ideales vacuos y grandilocuentes que carecen de enraizamiento en la realidad. Lo demoníaco, sin embargo, es un arrebato de risa socarrona y desdeñosa ante la idea misma de que alguna cosa humana pueda tener algún tipo de significado o valor. Lo angélico está ahíto de sentido, mientras que lo demoníaco está demasiado desprovisto de él. Lo angélico está formado por tópicos altisonantes como «Dios bendiga a este maravilloso país nuestro», a lo que lo demoníaco responde: «Sí, claro». «Si hay demasiado sentido indiscutido sobre la faz de la tierra (el reinado de los ángeles) —escribe Kundera—, el hombre se desmorona bajo tanto peso; si el mundo pierde todo sentido (el reinado de los demonios), la vida se vuelve del todo imposible». Cuando el diablo prorrumpió en una carcajada desafiante ante Dios, se oyó el grito de un ángel en señal de protesta. La risa del diablo, comenta Kundera, «dejaba en evidencia la ausencia de significación de las cosas, mientras que el grito del ángel expresaba su gozo por lo racionalmente organizado, lo bien concebido, lo hermoso, bueno y sensato que era todo sobre la tierra». Los angélicos son como los políticos, optimistas e ilusos incurables: el progreso avanza, se superan retos, se cumplen cuotas y Dios sigue teniendo a Texas en un rinconcito de su corazón. Los demoníacos, por el contrario, son unos burlones y cínicos innatos cuyo lenguaje se aproxima más a lo que los políticos murmuran en privado que a lo que sostienen en público. Creen en el poder, los apetitos, el interés propio, el cálculo racional y nada más. Estados Unidos, en un caso nada habitual entre las naciones del mundo, es 82 angélico y demoníaco al mismo tiempo. Pocos países más conjuntan una retórica pública tan exagerada con ese flujo sin sentido de materia conocido como capitalismo de consumo. La función de la primera es proporcionar cierta legitimación para el segundo. Como Satanás, que combina las facetas de ángel y demonio en su propia persona, el mal en sí reúne también ambas condiciones. Un lado de ese mal —el lado angélico y ascético— quiere alzarse por encima del degradado ámbito de lo corporal en búsqueda del infinito. Pero este acto de la mente, batiéndose en retirada frente a la realidad, produce el efecto de arrebatarle al mundo todo su valor. Lo reduce a mera materia, vacía de sentido, en la que el lado demoníaco del mal puede entonces deleitarse. El mal siempre formula demasiado sentido o demasiado poco, o mejor dicho, siempre formula ambas cosas a la vez. Este rostro dual del mal resultó suficientemente obvio en el caso de los nazis. Si, por un lado, les sobraba ampulosidad «angélica» en lo relacionado con el sacrificio, el heroísmo y la pureza de sangre, por el otro, también se hallaban atrapados en lo que los freudianos han llamado un «placer obsceno», enamorados como estaban de la muerte y del no-ser. El nazismo es una forma de idealismo enloquecido al que aterra la carnalidad humana. Pero también es un prolongado eructo de burla en la cara misma de todos esos ideales. Es demasiado solemne y demasiado sardónico a un tiempo: repleto de grandilocuencia de gestos ceremoniosos con respecto al Führer y a la Patria, pero cínico hasta la médula. 83 Estas dos caras del mal están estrechamente interconectadas. Cuanto más disociada está la razón del cuerpo, más se desintegra éste en un revoltijo absurdo de sensaciones. Cuanto más abstracta se vuelve la razón, menos capaces son los hombres y las mujeres de vivir una vida significativa como seres creados, y más deben recurrir, por lo tanto, a la sensación banal para demostrarse a sí mismos que aún existen. La orgía es la otra cara del oratorio. De hecho, el gran oratorio de Adrian combina ambas facetas del mal, revelando así lo que el narrador denomina «la identidad sustancial entre lo más bendito y lo más maldito, la unidad interna del coro de niños ángeles con la risa infernal de los condenados». Leverkühn tal vez sea un artista majestuoso, pero también siente un impulso irreprimible «a reírse, del modo más deplorable, de los más misteriosos e impresionantes fenómenos». Esto se debe a que la realidad misma le parece falsa, como si fuera una mala imitación o un mal chiste. «¿Por qué todo me parece una parodia de sí mismo?», se pregunta. Tiene buen ojo para detectar lo fatuo y absurdo, y es capaz de encontrarlo absolutamente en cualquier parte. El infierno no es solamente una agonía atroz: es tormento rociado con una buena dosis de risa maníaca. Es la carcajada despectiva de quienes creen que ya están de vuelta de todo, pero que se deleitan perversamente en la chabacanería y el escaso valor de todo lo que han visto, como los intelectuales que sienten una terrible fascinación por Gran hermano. Saber que el valor es falso supone una fuente de angustia, pero también confirma la propia superioridad espiritual de quien lo sabe. Así que su tormento es también su deleite. Como el mismísimo diablo señala refiriéndose a su región nativa: 84 Cierto que entre estas paredes sin eco grande será el ruido, ensordecedor. Graznidos y arrullos, aullidos, lamentos, alaridos, clamores y chillidos, gruñidos, vocerío de pendencieros, de mendigos y de verdugos complacidos en el tormento. Tan grande será el barullo que nadie oirá su propio cantar. […] El desprecio y la ignominia son, además, parte integrante del tormento. La dicha infernal viene a ser un ronco desprecio y una mofa lamentable del infinito sufrimiento, siempre acompañados de gestos burlones y risas estentóreas. De aquí arranca la doctrina según la cual los condenados han de sufrir, además del tormento, la burla y la afrenta; la doctrina que presenta el infierno como una monstruosa combinación de males a la vez totalmente insoportables y eternamente soportados16. El inframundo sólo puede ser descrito mediante una serie de expresiones contradictorias: «complacidos en el tormento», «mofa lamentable», «dicha infernal», etcétera. Es el ejemplo supremo de jouissance o placer obsceno. Vibra con el deleite masoquista que obtenemos cuando nos castigan. El infierno está tan lleno de masoquistas como una convención «sadomaso». Estar en ese hoyo infernal es caer bajo la soberanía del impulso de muerte, que nos persuade para que derivemos una gratificación perversa de nuestra propia destrucción. Las risas y las payasadas de los condenados indican la mofa con la que se lo toman quienes saben que todo (incluidos ellos mismos) es del todo fútil. Hay una especie de satisfacción retorcida en el hecho de liberarse de la carga de la significación. Puede percibirse en la risotada con la que se recibe el 16 Cita tomada (aunque con algunas modificaciones) de Thomas Mann, Doktor Faustus, Barcelona, Edhasa, 1978, p. 288. (N. del T.). 85 eructo que interrumpe súbitamente un sermón. El infierno es la victoria final del nihilismo sobre el idealismo. Resuenan en él los ecos de la hilaridad y las carcajadas de quienes sienten un alivio igualmente retorcido al saber que no pueden caer más abajo. Es también la risa maníaca de quienes se regocijan con el que parece ser el secreto definitivo, uno con el que los más sabios son los que menos probabilidades tienen de tropezar: el de que nada significa nada. Es el bramido de la farsa más vulgar, no la risa de la alta comedia. El infierno es ese reino de lo demente, lo absurdo, lo monstruoso, lo traumático, lo surrealista, lo repugnante y lo excremental que Jacques Lacan llamó Até en honor del antiguo dios de la ruina y el estrago. Es un paisaje de desolación y desesperación. Pero es una desesperación que sus habitantes no desearían ni por un momento que se les arrebatara, pues no es sólo lo que les da ventaja sobre los idealistas crédulos de todo pelaje, sino que también se trata del sufrimiento que les garantiza que aún existen. Pobres ilusos: ¡si supieran ellos que incluso esto es mentira! Y es que, en términos teológicos, y como ya hemos visto, no puede haber vida fuera de Dios. Como Martin el náufrago, los malvados —que creen que ya lo han visto y entendido todo— están atrapados, pues, en una falsa ilusión hasta el final. 86 2 PLACER OBSCENO Hace unos veinte años, publiqué un pequeño estudio sobre Shakespeare en el que argumenté de manera bastante precipitada que las tres brujas eran las verdaderas protagonistas de Macbeth17. Aquélla era una opinión que aún hoy defendería, por mucho que, posiblemente, habría dejado perplejo al mismísimo autor de la obra. Lo que sí necesita, en cualquier caso, es un ligero retoque a la luz de lo dicho hasta aquí. ¿A qué pruebas me remito para tan perversa afirmación? Las tres brujas de la obra son hostiles al violento y jerárquico orden social de la Escocia de Macbeth y siembran en él una colosal vorágine. Son exiliadas de ese régimen —obsesionado por el estatus— y viven en su propia comunidad fraterno-femenina, ubicada en las oscuras fronteras de aquél. No tienen trato con el orden social establecido de rivalidades masculinas y honores militares, salvo para estropearlo en todo lo posible. Mientras que los personajes varones principales de la obra están resueltos a enfrentarse si hace falta para ascender y proteger su estatus, las brujas representan una especie de fluidez (desaparecen y vuelven a materializarse) que mina toda esa identidad tan bien fundada. Por su condición de «imperfectas oradoras» que comercian con acertijos traicioneros, personalizan un ámbito de no significación y de juegos poéticos de palabras situado en los límites externos de la sociedad 17 Terry Eagleton, William Shakespeare, Oxford, 1986, pp. 1-3. 87 ortodoxa. A medida que se va desarrollando la acción dramática, sus acertijos, su «doble sentido» con el que «se burlan de nosotros», acaban infiltrándose en el orden social mismo, en el que generan ambigüedad, causan estragos y hacen incluso que dos patriarcas de la realeza tengan mal fin. Las hermanas le dicen a Macbeth, por ejemplo, que jamás le dará muerte nadie «que de mujer haya nacido». Al final, es asesinado por un hombre venido al mundo en un parto por cesárea. En este sentido, estas viejas y velludas hechiceras representan lo que podríamos arriesgarnos a denominar como el inconsciente de la obra: el lugar donde los significados resbalan y se enredan. En su presencia, se disuelven las definiciones claras y se invierten las contraposiciones: lo bueno es malo y lo malo es bueno, nada es otra cosa que lo que no es. Las tres misteriosas hermanas son andróginas (son mujeres barbudas) y singulares y plurales al mismo tiempo (son tres en una). Con ello baten directamente contra la raíz misma de toda estabilidad social y sexual. Son unas separatistas radicales que desprecian el poder masculino y nos descubren el sonido hueco y la furia que anida en el corazón de dicho poder. Son devotas de una especie de culto femenino y sus palabras y sus cuerpos ridiculizan la rigurosidad de los límites y el carácter fijo de las identidades. No cabe duda, en definitiva, de que estas viejas arpías detestables han estado leyendo toda la teoría feminista más reciente salida de París. Ahora bien, mi entusiasmo de antaño por estas ancianas adivinas de dedos largos requiere hoy en día de una importante matización. La negatividad de las brujas, que tergiversan definiciones y cometen «una acción sin nombre», supone 88 ciertamente una amenaza para un orden social rígido como era el de la Escocia de Macbeth. Pero es también una amenaza para cualquier orden social concebible. Estas desdentadas y viejas lanzadoras de maleficios son las enemigas de la sociedad política como tal. Su negatividad considera aborrecible la existencia positiva misma, y no sólo la existencia positiva de los nobles escoceses manchados de sangre. De ahí que no pueda proporcionar alternativa política alguna a esos hombres de armas asesinos. En el fondo, las brujas obtienen un obsceno deleite de la desmembración de la vida creada: no en vano arrojan vísceras envenenadas, un dedo de bebé, un ojo de tritón, una lengua de perro y una pata de lagarto al brebaje repugnante que bulle en su caldero. Las brujas mismas están característicamente «desanimalizadas». No parecen hallarse constreñidas por sus cuerpos, pues se aparecen y se evaporan según su propia voluntad. En este aspecto de su no existencia corpórea se asemejan a la figura del «bufón» shakespeariano, quien, como ellas, es una especie de camaleónico transfigurador de formas que también pronuncia una especie de verdad a su manera: en clave de enigmas y acertijos. Pero la incorporeidad, como le sucede al Ariel de La tempestad, tiene sus pros y sus contras. Supone, como mucho, una forma negativa de libertad. Ariel se evapora en cuanto recibe su libertad. Ya hemos visto personajes como Martin el náufrago y Adrian Leverkühn, disociados de sus propios cuerpos. Es de suponer que este desdén por lo finito y lo material sea también propio de las brujas. Ahora bien, justamente lo que confiere a estas andróginas comedoras de serpientes su carácter revolucionario (el hecho de que parezcan dispuestas a subvertir la sociedad política como tal) es lo 89 que nos da a entender también cuál es su defecto. Pueden rechazar el orden social en su conjunto porque abjuran igualmente en bloque de la existencia de las cosas y los seres creados, totalmente alejada del mundo que ellas habitan, aun cuando ambas esferas se entrecrucen de vez en cuando. Y semejante rechazo de lo creado, como hemos visto, ha sido tradicionalmente asociado con el mal. El repudio general del ser significa una negación no sólo de las jerarquías masculinas, sino también de la diferencia y la diversidad. En la noche de las brujas de Macbeth, todos los gatos parecen pardos. Hay algo bueno en este socavar identidades celosamente protegidas, que es lo que acaba por conducir a los aristócratas guerreros a su ruina. Pero hay también algo malo, como es que lo fusiona todo entre sí y niega cualquier diferencia. En inglés, solemos asociar el mal con el limo (slime18) porque, como éste, es monótono y amorfo. En el relato de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, de Robert Louis Stevenson, Jekyll cree que, «con toda esa energía vital» suya, el malvado Hyde tiene «algo no sólo de infernal, sino también de inorgánico. Y esto era lo espantoso: que el cieno de la fosa pareciera emitir gritos y voces; que lo que estaba muerto y carecía de forma usurpara las funciones de la vida»19. El mal tiene la uniformidad de la mierda o la de los cuerpos 18 En inglés, slime («limo», «cieno», «baba») y su adjetivo slimy («viscoso», «pegajoso») se usan también en sentido figurado con el sentido de vileza (moral) y de vil u ofensivo aplicado a personas o cosas. (N. del T.). 19 R. L. Stevenson, The Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, Londres, 1956, p. 6. [Hay trad. cast.: El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde, Barcelona, Mondadori, 2000.] 90 en un campo de concentración. Es como ese engrudo espeso al que las tres hermanas van añadiendo tranquilamente de todo: desde una lengua de perro hasta el dedo de un bebé muerto al nacer. Puede que uno de los rostros del mal sea elitista, pero el otro es justamente lo contrario. Las cosas creadas son demasiado triviales como para que valga la pena hacer distinciones entre ellas. Tanto los inocentes como los culpables que aparecen en Macbeth acaban desgarrados por el proceso letal que las brujas ponen en marcha. Ahí no hay mucho que celebrar. También deberíamos tener serias dudas respecto a las hermanas en otro sentido, y es que, al hallarse fuera de la sociedad política, carecen de objetivos o aspiraciones. Y esta falta de interés por el mañana se refleja en el hecho de que se rigen por un tiempo cíclico, que no lineal. Para las brujas, el tiempo procede en círculos y no avanza en línea recta como lo hace (en vano) para Macbeth («mañana y mañana y mañana…»). El tiempo lineal es el medio en el que se mueven la aspiración y el éxito, pero a estas arteras arpías las asociamos con la danza en círculos, con los ciclos lunares y con la repetición verbal. También dan la vuelta al tiempo por medio de su previsión profética. Para ellas, el futuro ya ha tenido lugar. Pero cuando logran infectar a Macbeth con su negatividad, ésta adopta en él la forma de un deseo que se extiende interminable hacia el porvenir. Esto se explica porque los seres humanos, a diferencia de las brujas, viven dentro del tiempo. La negatividad se convierte en una especie de «ambición inquieta» que nunca puede conformarse con el presente, sino que debe anularlo continuamente en su ansia por alcanzar el siguiente logro. En esta obra de Shakespeare, cada paso que ese deseo da para consolidarse lo va desenrollando un poco más allá. Macbeth acaba persiguiendo una identidad segura que le 91 es perennemente esquiva. El deseo se va anulando a sí mismo a medida que avanza. Las acciones emprendidas para blindar el estatus regio de Macbeth no hacen más que derribarlo. Así que la nada de las brujas, una vez se introduce en la historia humana, deviene puramente destructiva. Se nos muestra como la oquedad presente en el corazón mismo del deseo y que lo empuja a logros más fallidos e infructuosos aún. Hay, como hemos visto, un tipo de «nada» bueno y otro malo, y bien se podría afirmar que las pérfidas espectrales de esta obra combinan ambos. ¿Por qué quieren estas arpías de dedos largos abatir a Duncan, a Macbeth, a Banquo, a la familia de Macduff y a unos cuantos personajes más? La obra no aventura una conjetura al respecto. Y no produce una respuesta porque no hay ninguna. Los engaños mortales de las brujas carecen por completo de sentido. No tienen ningún fin concreto en mente, como tampoco lo tienen sus danzas en círculos en torno al caldero. Las hermanas no se han propuesto conseguir nada, pues la idea misma de logro forma parte de esa sociedad que repudian. El logro pertenece al terreno de los medios y los fines, las causas y los efectos, y ese ámbito es ajeno a estas feministas que chapotean en la vil mugre. Son hechiceras, no estrategas. Buscan destruir a Macbeth no porque sea hombre de mal corazón (de hecho, no lo era hasta su encuentro con ellas), sino simplemente porque sí. He aquí una idea que parece ocupar un lugar central en el concepto del mal: éste no tiene (o no parece tener) propósito práctico alguno. El mal es el sinsentido supremo. Algo tan rutinario como sería un propósito o un fin empañaría su pureza letal. En esto se parece a Dios, quien, si existe, no es porque tenga motivo alguno 92 para hacerlo. Él es su propia razón de ser. También creó el universo por simple entretenimiento y no porque persiguiera un objetivo con ello. El mal rechaza la lógica de la causalidad. Si tuviera un fin en perspectiva, estaría internamente dividido, no sería autoidéntico, iría por delante de sí mismo. Pero la nada no puede trocearse de ese modo. Por eso no puede existir realmente en el tiempo, pues el tiempo tiene que ver con la diferencia, mientras que el mal es tediosa y perpetuamente el mismo. Es en ese sentido en el que se dice que el infierno es para toda la eternidad. El otro gran ejemplo shakespeariano de malvado que parece carecer de finalidad alguna para serlo es el Yago de Otelo. Yago aduce diversos motivos para explicar la aversión que siente hacia el moro protagonista, exactamente igual que hace Shylock para justificar su antipatía por Antonio en El mercader de Venecia. En ambos casos, sin embargo, las razones declaradas se antojan extrañamente desproporcionadas con la virulencia del odio sentido. Ambos hombres alegan, además, un sospechoso excedente de motivos, como si intentaran racionalizar una pasión que ni ellos mismos pueden entender muy bien. Resulta tentador, pues, localizar la raíz de la hostilidad de Yago hacia Otelo en su nihilismo. Yago es un cínico y un materialista que no cree en otra cosa más que en la voluntad y el apetito, y para quien todo valor objetivo no vale nada: «¿Virtud? ¡Qué desvarío! De nosotros mismos depende ser de una manera o de otra. Nuestros cuerpos son jardines y nuestras voluntades son sus jardineros, y si queremos plantar ortigas o sembrar lechugas, criar hisopo y escardar tomillo, […] el poder y la autoridad correctora para tales cosas residen en esas voluntades nuestras». 93 El mundo no es más que un material maleable que la voluntad individual soberana puede moldear dándole la forma que le plazca. Y eso es también aplicable a uno mismo. Los seres humanos son criaturas que se dan forma a sí mismas, que se crean a sí mismas. Siguen su propio ejemplo y no el de Dios, la Naturaleza, su parentela humana o el valor objetivo. Varios de los más destacados villanos de Shakespeare abogan por esta causa. Son naturalistas o anticonvencionalistas hasta la médula. Los valores, las imágenes, los ideales y las convenciones son puras apariencias y ornamentaciones que los malvados aseguran tener perfectamente caladas. Pero, en realidad, imaginar la posibilidad de una realidad humana sin esas dimensiones significa ser aún más ingenuo que el crédulo Otelo. Quienes pretenden ser autores de sí mismos se parecen mucho a los celos sexuales, que, como Emilia —la esposa de Yago— bien observa en esta obra, son «un monstruo, / engendrado en sí mismo, nacido de sí mismo». Shakespeare apreciaba una peculiar inutilidad y malevolencia en las cosas que se dan a luz a sí mismas, que se alimentan de sí mismas o que se definen a sí mismas tautológicamente en sus propios términos. De hecho, ésta fue una imagen a la que el dramaturgo regresó en sus obras una y otra vez. Coriolano es un buen ejemplo de esa vana circularidad, pues se trata de un personaje que se comporta «como si un hombre fuese autor de sí mismo / y no conociera otro parentesco». Pero esa orgullosa singularidad es también pura vacuidad: «No era nadie, un simple hombre sin título, / hasta que se forjó un nombre en las llamas / del incendio de Roma». Yago, como muchos cínicos shakespearianos, es en parte un payaso que disfruta ridiculizando y bajándole los humos a la gente. Hannah Arendt comentó a propósito de la autoridad suprema del 94 genocidio nazi, Adolf Eichmann, que, en el juicio contra él, «todo el mundo pudo ver que este hombre no era ningún “monstruo”, pero lo que, en realidad, resultaba difícil era no sospechar que se tratara de un payaso»20. Eichmann, pensaba ella, no fue un personaje diabólico que adoptó conscientemente el mal como su bien. Tampoco fue una gran figura del mal, como Macbeth, y ni siquiera fue un idiota sin más. La suya, en opinión de Arendt, fue una «irreflexión pura» que lo convirtió en uno de los mayores criminales modernos. Arendt se atreve incluso a percibir en todo esto algo no sólo banal, sino «incluso gracioso»21. Pero cuando la payasada es llevada al extremo de negar todo valor, es cuando se convierte verdaderamente en monstruosa. La farsa surge cuando se despoja a las acciones humanas de todo significado y se reducen a un mero movimiento físico. Esto era también lo que los nazis tenían reservado para los judíos. Bien es cierto que la ridiculización puede constituir un ejercicio positivo de bufonería, que revienta los pomposos delirios de quienes se engañan a sí mismos. Pero también puede deslizarse peligrosamente hacia el nihilismo de quienes, como Yago, sólo son capaces de ganarse una especie de identidad vicaria para sí burlándose y destruyendo. Esta clase de malvado, que se deleita maliciosamente despedazando las cosas para empequeñecerlas, siempre tiene un cierto aire de patética sensiblería. El problema, 20 Hannah Arendt, Eichmann in Jerusalem: A Report on the Banality of Evil, Harmondsworth, 1979, p. 54. [Hay trad. cast.: Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1967.] 21 Ibid., p. 288. 95 entonces, estriba en que una sana iconoclasia puede acabar tomando derroteros muy cercanos al cinismo patológico. Yago no puede siquiera detener la vista en la virtud y la belleza sin sentir la intolerable ansia de desfigurarlas. Parte de su actitud hacia Otelo queda recogida en lo que comenta sobre otro personaje, Casio: «Hay en su vida una hermosura cotidiana / que afea la mía». Al contrario que Yago, Otelo parece hallarse embelesado por la integridad de su propio ser. Hay en él un aire de monumental satisfacción consigo mismo que irrita a Yago hasta extremos insoportables. Esa autoadmiración se refleja en su forma rotunda y oratoria de expresarse: Como el mar del Ponto, cuya corriente helada e imponente curso no conoce nunca el reflujo, sino que continúa derecho su camino hacia el Propóntico y el Helesponto, así mis pensamientos sanguinarios, con paso violento, jamás volverán la vista atrás, jamás refluirán hacia el humilde amor hasta que una venganza tan amplia como completa los engulla. Éstas son las cosas que ponen de los nervios al taimado Yago. Para él, tan exaltado idealismo sólo puede ser falso, y quizás en parte lo sea. Parafraseando a Milan Kundera, pues, Otelo es angélico mientras que Yago es demoníaco. El lenguaje de Otelo está demasiado atiborrado de retórica con la que llenarse la boca, una retórica demasiado extravagante e hiperbólica. El habla de Yago, 96 por el contrario, es basta y pragmática. Como otros villanos shakespearianos, su actitud ante el lenguaje es estrictamente funcional. Se mofa del discurso del moro calificándolo de «ambages ampulosos / horriblemente henchidos de epítetos de guerra». Pese a la intención maliciosa que se esconde tras esas palabras, no son una mala descripción de un protagonista capaz de entremezclar en su discurso expresiones tan rimbombantes en inglés como «exsufflicate and blown surmises»22. Incluso el suicidio final de Otelo, que él mismo prologa con un discurso preparado y característicamente grandilocuente, es lo que un crítico de la obra ha llamado «un magnífico coup de théâtre», declamado con la vista astutamente puesta en el público. Este héroe militar parece vivir directamente de la imagen exagerada que tiene de sí mismo. Como su identidad está tan íntegramente exteriorizada, deja tras de sí una especie de ausencia o vacío que su enemigo puede penetrar y ocupar. Desde el punto de vista de Yago, Otelo representa una pomposa plenitud del ser tras la que se oculta una carencia interna. Y dicha carencia consiste irónicamente en su incapacidad para percibir ausencia alguna en su identidad, o lo que es lo mismo, para percatarse de lo que ésta pueda tener de inestable o de incompleto. Su exaltado concepto de sí mismo es una escapatoria para no tener que enfrentarse al caos de su ser interior. Yago, sin embargo, comenta a propósito de sí mismo que «no soy lo que soy», queriendo decir con ello que, mientras que Otelo parece ser más o menos 22 Traducible por algo así como «frívolas y desmesuradas conjeturas». (N. del T.). 97 idéntico a su imagen pública de guerrero, la personalidad propia de su lugarteniente no es más que un excedente vacío de cualquiera de las máscaras con las que se presenta ante el mundo en cada momento determinado. Yago no puede definirse más que en términos negativos, es decir, como el otro de aquello que aparenta ser. Lo mismo le es aplicable cuando comenta: «No soy más que un crítico». Como buen crítico, es un parásito de la creación, una creación que desprecia en secreto. Al carecer de una identidad sólida y resistente —él es un actor, una figura puramente performativa—, vive solamente en el acto de subvertir la identidad de otras personas. De ahí que Yago, aguijoneado en su orgullo hasta límites insoportables por la identidad aparentemente perfecta de Otelo, decida desmantelarla. Él inicia este proceso de demolición insinuando una insidiosa nada en el corazón mismo de la identidad del moro. Mientras que en Macbeth esta nada capciosa adopta la forma de la ambición política, en Otelo se presenta bajo la apariencia de los celos sexuales. Otelo pregunta a Yago qué le molesta y éste le responde: «Nada, mi señor». Lo irónico de esta respuesta es que es exacta. Nada de particular le sucede en realidad. Pero Yago especula con razón que Otelo no tardará en interpretar algo terrible (la supuesta infidelidad de su esposa Desdémona) en esa respuesta negativa suya. La negatividad que acabará por roer a Otelo es la nada de los celos sexuales sin motivo. Como los equívocos pronunciados por las brujas de Macbeth, este terror sin nombre mina toda la estabilidad de la identidad personal. Transforma el mundo entero en un estado aterrador de ambigüedad. La contradicción, la inversión, la duplicidad y la lógica 98 embrollada son las marcas distintivas de esta condición, como también lo son de las brujas de Macbeth. «Creo que mi esposa es honrada —se queja Otelo—, y creo que no lo es». Las astutas sugerencias de Yago lo transportan a ese estado de angustia en el que uno puede creer y no creer una misma cosa al mismo tiempo. En sus celos paranoicos, el mundo se convierte en un texto que puede ser eternamente interpretado y malinterpretado. Se pueden descifrar los más horrorosos sentidos a partir de sus signos, aparentemente inocuos. Otelo está empeñado en desentrañar el corazón del misterio, olvidándose de que no hay misterio alguno. Todo lo que le rodea parece ser siniestramente irreal, pues no es más que un escaparate pintado que se niega a revelar nada de la espantosa realidad sexual que enmascara. Nada es otra cosa más que lo que no es. Los celosos patológicos no pueden aceptar el escándalo de que todo esté abierto a nuestra vista, de que las cosas sean simplemente como son, de que lo que vemos es —créanlo ustedes— lo que de verdad es. Como clama el celoso paranoico Leontes en El cuento de invierno: ¿Cuchichear no es nada? ¿Tampoco es nada que sus mejillas se apoyen la una en la otra? ¿Ni que la nariz de él se toque con la de ella? ¿Y besarse con el interior de los labios? […] Pues entonces, ni el mundo ni nada de lo que en él hay son nada; el cielo que nos cobija no es nada; Bohemia, nada; nada es mi esposa ni nada tienen todas esas nadas. Si esto no es nada… 99 Miremos donde miremos no vemos nada, más o menos como le sucede a Martin el náufrago cuando la roca, el cielo y el océano se disuelven. El lenguaje, como el «nada» de Yago, rasga el mundo y abre en él un enorme agujero. Hace presente lo ausente y nos induce a ver con intolerable claridad lo que no está ahí en absoluto. Otelo es presa especial de este engaño, pues, en términos freudianos, ha sublimado sus impulsos «más bajos» en un idealismo exaltado. Quienes hacen algo así, según Freud, debilitan tales instintos y, con ello, los dejan a merced del impulso de muerte. Eso explica por qué lo angélico puede dar un vuelco sin previo aviso hacia lo demoníaco: por qué Otelo queda reducido en apenas un puñado de escenas de una venerada figura pública a un atropellado maníaco loco de sexo. Su elocuencia majestuosa se deshilvana inexorablemente por las costuras cuando saluda a un grupo de dignatarios de visita con el enloquecido grito de «¡cabrones y monos!». No es ni mucho menos la clase de bienvenida que alguien espera de una autoridad estatal de alto rango. La idealizada Desdémona ha funcionado para él como una especie de fetiche; para Freud, la función del fetiche es, precisamente, la de ahuyentar las turbulentas realidades del inconsciente. «Oh, sí que la amo —gime Otelo—, y cuando no la amo / vuelve el caos». Si necesita el amor de su esposa, es eminentemente para expulsar de sí mismo una idea aterradora. Y es sobre esa ausencia en el interior de Otelo sobre la que Yago puede ir sembrando insidias hasta provocar la implosión de la identidad de aquél. 100 Son muy abundantes las obras literarias dedicadas al mal, pero no muchas las que han sido tachadas precisamente de malignas. Ésa fue, sin embargo, la suerte que corrió Las amistades peligrosas (1782) de Pierre de Laclos, libro que algunas jóvenes damas de la época sólo se atrevían a leer a puerta cerrada y que acabó siendo condenado como «peligroso» por la mismísima corte real parisina. Los protagonistas de la novela, la marquesa de Merteuil y su examante, el vizconde de Valmont, son unos monstruos de la manipulación que arruinan las vidas de otras personas provocando intrigas sexuales, básicamente, por diversión. Valmont acepta despiadado el reto de seducir a la angelical presidenta de Torvel, pues la piedad y la castidad de las que ésta hace gala la convierten en un «enemigo» digno de las maquinaciones del vizconde. Visto así, hay en la actitud de éste hacia ella un dejo de Yago. Tras tomarse media novela para seducir a la devota presidenta, la abandona y deja que muera de desesperación. Luego se venga de madame de Volanges, quien había tratado de advertir a la presidenta de Torvel del sucio carácter del vizconde, seduciendo a su hija quinceañera, Cécile. Valmont se entretiene especialmente imaginando lo que su respetable novia adolescente hará en su noche de bodas con las sofisticadas técnicas sexuales en las que la ha adiestrado. Cécile acaba quedándose embarazada y se retira en un convento; el indignado joven aristócrata que la ama mata entonces a Valmont en un duelo. La entusiasta compañera de fechorías del vizconde es la marquesa de Merteuil, mujer de quien se dice que es una de las canallas de más negro corazón de toda la literatura mundial. Estos dos aristócratas corruptos son grandes conocedores del arte del «amor», un juego que ejecutan con la delectación sádica propia de 101 los psicópatas. En su disipada alta sociedad parisina, la amante es la antagonista, cortejarla es darle caza hasta matarla y llevársela a la cama es destruirla. Valmont y su exquerida no son malvados porque sean víctimas de una pasión incontrolable, sino, precisamente, porque no lo son. Su fusión de lo cerebral con lo erótico es lo que les confiere ese carácter tan estereotipadamente galo. Esta patricia pareja está tan disociada de su propia vida emocional como Adrian Leverkühn y, por eso, arrasa con las criaturas vulnerables que tiene a su alrededor. El amor es una escaramuza militar o un experimento marcial que ha de llevarse a cabo porque sí, por el mero placer destructivo que hay en ello. No tiene casi nada que ver con el afecto. En la maligna ausencia de motivos que tienen para sus conquistas ambos se acercan mucho a un tipo tradicional de mal, una condición que puede encontrarse en toda una tradición que abarca desde Sade hasta Sartre. Existen sobrados motivos, pues, para creer que el diablo es un señor francés. Otelo nos regala el espectáculo de un hombre que destruye sistemáticamente a otro por ninguna razón aparente. Uno diría que el mal es todo un ejemplo del más puro espíritu desinteresado. De ser cierto, lo sorprendente es que difícilmente alguna de las figuras literarias que hemos examinado hasta aquí cumpliría con los requisitos que la consagrarían como malvada. El Martin el náufrago de Golding, según las pruebas aportadas por la propia novela, no extermina a otros porque sí, sin más. Él no es, en absoluto, la clase de hombre que hace algo (creativo o destructivo, es igual) por 102 hacerlo. Cuesta imaginarlo silbando alegremente sentado ante el torno del alfarero. La voluntad de Martin está al servicio de su implacable interés propio, mientras que el mal «puro» devasta y extermina aun cuando con ello amenace con sabotear los intereses mismos de quienes lo pilotan. En realidad, puede causarles una gran dosis de angustia, como veremos en breve. Lo que sucede es que, para el mal, esa angustia supone también una fuente de gran satisfacción. El filósofo John Rawls escribió (en un tono bastante sorprendente para quienes estén familiarizados con su adusto estilo académico) que «lo que mueve al hombre malvado es el amor a la injusticia: se deleita en la impotencia y la humillación de quienes se encuentran sometidos a él y se complace en que éstos lo reconozcan como autor de su degradación»23. El mal es pura perversidad. Es una especie de perfidia cósmica. Puede proclamar la inversión de los valores morales convencionales hasta el punto de que la injusticia se convierta en un logro merecedor de admiración, pero lo cierto es que, en el fondo y en secreto, no cree en ninguno de ellos. En el Pinkie de Graham Greene se delatan algunos de los rasgos tradicionales del mal. Pero también él mata por razones prácticas (para evitar que lo identifiquen como autor del delito, por ejemplo) y no por el hecho de matar sin más. En eso se parece a los gánsteres en general, que no son proclives, en general, a cometer lo que los franceses conocen como un acte gratuit, es decir, una acción deliberadamente innecesaria y sin sentido. El Adrian Leverkühn de Thomas Mann no destruye a nadie más que a sí mismo, por mucho que se considere responsable de la muerte de un niño. Y tampoco 23 Citado en Peter Dews, The Idea of Evil, Oxford, 2007, p. 4. 103 acaba con su propia vida porque sí: hay un propósito artístico en su prolongado suicidio. El narrador sin nombre de El tercer policía está indudablemente en el infierno, pero asesina al viejo Mathers por un interés económico, no porque el asesinato sea un fin en sí mismo. Así que, tal vez, también los que podríamos llamar «simplemente viciosos» acaben en el infierno, junto con los decididamente malvados. Las brujas de Macbeth parecen arrasar con la vida humana pura y exclusivamente porque sí, pero ya hemos visto que, como las brujas de la vida real, no son ni mucho menos tan «negras» como sus críticos las han pintado a lo largo de la historia. Quizás sea Yago quien con menores reparos responda al perfil de la malignidad. Habrá quien diga que cualquier definición del mal que excluya a semejante galería de granujas es contraproducentemente limitada. ¿No estaríamos entonces ante una acepción del mal demasiado técnica y precisa para que pueda resultar válida? Conforme a ella, el mal se define en la práctica como aquello que Immanuel Kant llamó «el mal radical». El mal sería entonces la maldad voluntaria por la maldad en sí, algo que Kant no creía que fuera siquiera posible, pues, para él, hasta el más depravado de los individuos debe reconocer la autoridad de la ley moral. Pero el carácter restringido de la definición podría darnos a entender también cuán extraordinariamente raro es el mal en realidad, a pesar de todas esas voces prontas a asignar de forma disciplente tal etiqueta a los asesinos de niños o a Corea del Norte. Además, una definición tan amplia del término como la manejada por estos últimos encierra también serios peligros. Kant, por ejemplo, emplea términos como mal, maldad, depravación y corrupción de la conducta, que muchos liberales más relajados no valorarían más 104 que como tibiamente inmorales. Para él, el mal radica en nuestra propensión a desviarnos de la ley moral. Pero el mal es mucho más interesante que algo tan limitado. Y no todas las desviaciones de esa clase son dignas de tal nombre. Donde el mal quizás no sea tan raro es en las altas esferas de las organizaciones fascistas. Pero éstas tienen una presencia gratamente exigua sobre el terreno, al menos la mayor parte del tiempo. No es menos cierto que, cuando el mal se desata, tiende a hacerlo con gran estruendo, como los accidentes aéreos. El Holocausto viene de inmediato a la mente en ese sentido. Aun así, deberíamos tener presente el carácter excepcional de semejante suceso. No fue excepcional, desde luego, en cuanto al inmenso número de hombres, mujeres y niños inocentes asesinados. Las carnicerías de Estado de Stalin y Mao acabaron con la vida de muchos más individuos. El Holocausto fue inusual porque la racionalidad de los Estados políticos modernos es, por lo general, instrumental y se dirige hacia la consecución de fines concretos. Asombra, pues, descubrir un acte gratuit monstruoso como ése, un genocidio por el genocidio en sí, una orgía de exterminio cometida, al parecer, por el puro exterminio y en plena era moderna contemporánea. Semejante mal se encuentra casi siempre confinado en el ámbito privado. Los llamados asesinos de los Moors de la Gran Bretaña de los años sesenta, que, al parecer, no padecían enfermedad mental alguna y que, según se sospecha, torturaron y mataron a niños por el simple placer obsceno de hacerlo, podrían ser un buen ejemplo. Sin embargo, resulta sumamente difícil dar con ejemplos de devastación pública por la mera devastación en sí. Por un lado, tales 105 sucesos requieren de una ingente dosis de organización, y las personas suelen ser reacias por naturaleza a dedicar tiempo y energía a semejantes empresas a menos que no perciban expectativas de alguna recompensa sustancial. La psicosis masiva dista mucho de ser un fenómeno cotidiano, a menos que estemos dispuestos a incluir la religión o el club de fans de Michael Jackson dentro de esa categoría. Una de las características más grotescas de los campos de la muerte nazis fue el modo en que se aplicaron toda una serie de medidas sobrias, meticulosas y utilitaristas al servicio de una obra desprovista de finalidad práctica alguna: como si los fragmentos y pedazos individuales del proyecto tuvieran sentido, pero no su conjunto. Lo mismo sucede con los juegos, en los que se realizan movimientos o jugadas con un propósito coherente dentro de una situación global que carece de toda función práctica. Stalin y Mao masacraron por un motivo. Sus asesinatos estuvieron respaldados, en su mayor parte, por una racionalidad de naturaleza brutal. Esto no convierte sus acciones en menos abyectas o culpables que las de los nazis. A fin de cuentas, a las víctimas de semejantes atrocidades no les importa mucho si perecen sin motivo particular alguno o conforme a un plan meticuloso. Arrojar a un perfecto extraño de un vagón de ferrocarril en marcha porque sí, como ocurre en la novela Los sótanos del Vaticano, de André Gide, no es tan malo como arrojar a media docena de ellos para tener más espacio para estirar las piernas. Los crímenes de Stalin y Mao no son necesariamente menos abominables que los de Hitler. Tan sólo pertenecen a una categoría distinta. Habrá quien diga que, en realidad, la llamada Solución Final no carecía de todo propósito; que, después de todo, los propios 106 nazis la veían como una solución, por lo que es de presumir que tuviera alguna finalidad. Para empezar, por ejemplo, la demonización de los judíos era útil para la causa de la unidad nacional, meta que resulta siempre más fácil de alcanzar frente a un peligro omnipresente. También había razonas prácticas claras para deshacerse de enemigos políticos del régimen, como los comunistas. Por otra parte, ellos creían que asesinando a los «pervertidos» sociales o a las personas con discapacidad física o mental, purificaban la raza germánica. Volveremos en breve sobre esta explicación basada en la «purificación de la raza», pero antes vale la pena señalar que no hace falta matar a seis millones de personas para fabricar un chivo expiatorio. Siempre es posible convertir a unas personas en chivos expiatorios sin erradicarlas. De hecho, esos dos fines resultan irreconciliables en última instancia: si alguien se deshace de su chivo expiatorio, tendrá que encontrarle un sustituto. Así que, después de todo, ¿qué se pretendía solucionar con esa Solución Final? También es verdad que, a veces, no existe una línea de separación clara entre lo pragmático y lo que no lo es. ¿A cuál de las dos categorías corresponde la Inquisición, por ejemplo? El arte y el humor son principalmente no pragmáticos, pues no suelen tener grandes efectos prácticos. Aun así, sí son capaces de producirlos de vez en cuando. Pensemos, si no, en una marcha patriótica compuesta para celebrar las conquistas militares de la nación. También las purgas y los pogromos tienen, por lo general, algún objeto político: ya sea la apropiación de tierras o la destrucción de enemigos potenciales del Estado. Pero son difícilmente reducibles a esos objetivos prácticos, como la violencia excesiva invertida en ellos ya nos da a entender. Si son así de salvajes, es porque en ellos 107 suelen estar implicados no sólo la tierra o el poder, sino también las identidades de las personas. Los seres humanos suelen tomarse molestias bastante brutales para seguir siendo quienes son. Y en cualquier campaña de ese signo, lo pragmático y lo no pragmático tienden a ir unidos de un modo inextricable. Para Sigmund Freud, el impulso de muerte siempre excede inútil y sádicamente los fines prácticos para los que lo utilizamos (como la subyugación de la naturaleza, por ejemplo). Se trata, pues, de un servidor notoriamente poco fiable, siempre a punto de salir corriendo a hacer de las suyas. Primo Levi, por ejemplo, comentó que, durante la época de Hitler, la violencia parecía siempre ser o bien un fin en sí misma o bien desproporcionada para el objetivo que supuestamente perseguía24. El Holocausto no fue irracional en el sentido de ser una matanza puramente aleatoria, como si a alguien se le hubiera ocurrido matar a seis millones de violinistas o a seis millones de individuos con ojos de color avellana. Quienes perecieron en él perdieron la vida por ser judíos, roma, homosexuales o de cualquier otro grupo de personas que los nazis consideraban indeseables. El hecho de que se masacrara a gais, mujeres e izquierdistas sirve para recordarnos que la Solución Final no consistió simplemente en una matanza de aquellos y aquellas a quienes, como los judíos (incluidos los judíos alemanes), se consideraba extranjeros étnicos o raciales. Pero ¿por qué eran consideradas indeseables todas esas personas? Porque se creía que constituían una amenaza para la pureza y la 24 Primo Levi, The Drowned and the Saved, Londres, 1988, p. 101. [Hay trad. cast.: Los hundidos y los salvados, Barcelona, El Aleph, 2002.] 108 unidad de la nación alemana y de la llamada raza aria. Así que, tal vez, ésta fuera razón suficiente para los campos de la muerte. Ahora bien, la amenaza no era en su mayor parte de naturaleza práctica. En general, estos (así denominados) extranjeros suponían una amenaza para el Estado no por lo que estuvieran tramando, sino por el simple hecho de existir, de manera muy parecida a como la existencia misma de Otelo parece amenazar a Yago. No era únicamente porque fueran un «Otro», por utilizar la jerga posmoderna de moda. La Alemania nazi tenía «Otros» de sobra, incluidos los Aliados, pero no elaboró planes esmerados para exterminarlos en masa, más allá de bombardearlos hasta arrasarlos. Los nazis no asesinaron a belgas simplemente porque fueran de ese país. Los Aliados constituían un peligro literal para los nazis, pero no eran la que podríamos denominar una amenaza ontológica: una amenaza a su propio ser. No socavaban insidiosamente las raíces de su identidad, como se suponía que hacían los judíos y otros colectivos. Los «Otros» que impulsan a alguien a cometer un asesinato en masa suelen ser aquellos que, por uno u otro motivo, devienen en un símbolo de un terrible no-ser instalado en el núcleo central de la identidad de ese alguien. Esa dolorosa ausencia es la que intenta llenar con fetiches, ideales morales, fantasías de pureza, la voluntad desbocada, el Estado absoluto o la fálica figura del Führer. En esto, el nazismo se asemeja a otras formas de fundamentalismo. El placer obsceno derivado de la aniquilación del Otro pasa a ser el único modo de convencerse a uno mismo de que aún existe. El no-ser presente en el centro de la propia identidad es, entre otras cosas, un anticipo de la muerte, y una forma de ahuyentar el terror de la mortalidad humana consiste en liquidar a aquellos y aquellas que encarnan ese trauma en sus propias 109 personas. De ese modo, el liquidador demuestra que tiene autoridad sobre el único antagonista —la muerte— que no puede ser vencido ni siquiera en principio. El poder aborrece la debilidad porque ésta le restriega su propia flaqueza secreta. Los judíos eran para los nazis una especie de nada o de excrecencia vil, un indicador obsceno de humanidad en su nivel más vergonzantemente vulnerable. Eso era lo que había que aniquilar para preservar la propia integridad del ser de los nazis. Para el filósofo Otto Weininger, por ejemplo, eran las mujeres las que encarnaban una forma de no existencia aterradora. Su seducción de los hombres, según argumentó en Sexo y carácter, representa el anhelo infinito de Algo que siente la Nada. Pero ¿cómo se elimina la nada? ¿Y cuándo se sabe a ciencia cierta que se ha conseguido eliminarla? ¿No es contraproducente hasta lo absurdo imaginar que podemos disipar el miedo a la nada que sentimos en nuestro interior creando aún más de lo mismo a nuestro alrededor? Lo cierto es que es imposible destruir el no-ser; por eso, el Tercer Reich habría tenido que florecer durante, al menos, mil años, cuando no por toda la eternidad. De ahí también que el infierno dure por los siglos de los siglos en la mitología popular. Siempre hay más cosas materiales repugnantes que hay que erradicar; siempre hay una pureza más refinada, más perfecta, que alcanzar. Matar a todos los judíos del planeta suponía una propuesta atrayente para los nazis por varios motivos, pero uno de ellos había que buscarlo en su perfección estética. De la noción de la destrucción absoluta se puede extraer cierto deleite diabólico. Los defectos, los cabos sueltos y las aproximaciones son cosas que el mal no puede soportar. Ahí radica una de las razones por las que mantiene cierta afinidad natural con la mentalidad burocrática. La bondad, sin 110 embargo, está enamorada de la naturaleza desigual e inacabada de las cosas. Pese a todo, ya hemos visto que el mal exhibe aquí dos caras que los nazis ejemplifican mejor que nadie. Por un lado, nos enseña una especie de insidiosa deficiencia del ser; por el otro, viene a ser justamente lo contrario: una monstruosa generación de materia sin sentido. Para la ideología nazi, los judíos y las demás víctimas que los acompañaron en aquella fatalidad simbolizaban ambas cosas al mismo tiempo. Por una parte, representaban una ausencia de ser (ausencia que, como hemos visto, amenazaba con evocar en los nazis el horror a su propia nada esencial). Por otra parte, los judíos representaban una materia sin sentido, mera basura subhumana. En esta segunda vertiente, planteaban una amenaza al aspecto «angélico» del nazismo: a su ansia de orden e idealismo. Por muchos judíos que masacraran, por mucho que sus verdugos insistieran en la disciplina y la autoridad, siempre quedaría algún rastro de ese excremento humano que contaminara sus elevados planes. Como escribió Milan Kundera en El libro de la risa y el olvido, «la muerte tiene dos caras. Una es la del no-ser; la otra es la del aterrador ser material que supone el cadáver». La muerte es, a un tiempo, una ausencia y un exceso de ser. Es solemnemente significativa, pero también tan vacía como una página en blanco. Lo que tienen en común estas dos dimensiones del mal es un cierto horror a la impureza. Por una parte, puede verse la impureza como la vil mugre nauseabunda de la negatividad; en ese caso, la pureza radica en una angélica plenitud del ser. Por otra parte, puede verse la impureza como el excedente obscenamente abultado del mundo material cuando éste ha sido despojado de sentido y 111 valor; en comparación con éste, es el no-ser el que denota pureza. Los nazis oscilaron constantemente entre esas dos posturas. Dieron virajes que los hicieron moverse entre lo angélico y lo demoníaco: entre la repugnancia por el caos y la delectación en él. En cuanto a esta segunda actitud, contamos con el testimonio del teólogo alemán Karl Jaspers, quien, escribiendo a la sombra del nazismo, se refirió a cómo éste se complacía «en la actividad sin sentido, en torturar y ser torturado, en la destrucción por la destrucción, en el odio iracundo hacia el mundo y hacia el hombre, unido al odio iracundo hacia la despreciada existencia propia»25. Sería difícil hallar un resumen más conciso de lo diabólico. El mal es una especie de acertijo tramposo o una contradicción, que es uno de los motivos por los que las brujas de Macbeth se expresan con dobles sentidos. Es austero, pero también es disoluto. Es espiritualmente elevado, pero también corrosivamente cínico. Supone una sobrevaloración megalómana del yo y, al mismo tiempo, una devaluación igualmente patológica del mismo. Volvamos, pues, sobre la cuestión de si conviene entender el mal como una especie de maldad gratuita (o no pragmática). En cierto sentido, la respuesta es un sí rotundo. El interés principal del mal no son las consecuencias prácticas. Como ha escrito el psicoanalista francés André Green: «El mal carece de “porqué” porque su razón de ser consiste en proclamar que nada de lo que existe tiene significado, obedece a ninguna orden o persigue finalidad alguna, y que todo depende únicamente del poder que es 25 Karl Jaspers, Tragedy Is Not Enough, Londres, 1934, p. 101. [Hay una trad. cast. parcial: Esencia y formas de lo trágico, Buenos Aires, Sur, 1960.] 112 capaz de ejercer para imponer su voluntad sobre los objetos de su apetito»26. No es una mala descripción de Pinkie o de Martin el náufrago. Pero los malvados sí tienen finalidades de un determinado tipo. Puede parecer que arrasan con las cosas simplemente porque sí, pero ésa no es toda la verdad. Ya hemos visto que infligen violencia a quienes plantean una amenaza a su propia identidad. Pero también destrozan y sabotean para aligerar el conflicto infernal en el que están atrapados, y del que veremos un poco más en breve. Los malvados sienten dolor, y como muchas personas que sufren, están dispuestos a ir muy lejos para hallar algún tipo de alivio. Se trata, pues, de factores que muy bien podríamos calificar de motivos, aun cuando no pertenezcan a la misma categoría que los de las masacres de campesinos por sus opiniones contrarrevolucionarias. Por lo tanto, en ese sentido, incluso el mal está amparado en una cierta forma truculenta de racionalidad. No es menos cierto que también podemos retrotraer la cuestión a un estadio previo y preguntarnos por qué querría nadie aferrarse a su propia identidad. No se puede decir que haya siempre una razón práctica imperiosa para hacer algo así. En realidad, en términos prácticos, yo podría muy bien estar mejor siendo otra persona. A mí, en concreto, me viene a la mente la figura de Mick Jagger. Usted podría afirmar, como hicieron los nazis, que su identidad es inconmensurablemente superior a la de los demás, hasta el punto de creer que, de irse a pique una raza suprema como ésa, algo sumamente preciado sucumbiría con ella. Pero no cuesta 26 Citado en Peter Dews, The Idea of Evil, Oxford, 2007, p. 133. 113 mucho ver que, en el fondo, ésa es una manera de racionalizar el impulso patológico de identidad propia que los nazis evidenciaban. Y se podría decir que eso no era más que una versión más escabrosa y letal de nuestra propia compulsión cotidiana a persistir en lo que somos. No hay razón particular alguna que nos obligue a querer seguir siendo argelinos, trapecistas o veganos anglocatólicos. En realidad, hay ocasiones en las que queremos perseverar en una identidad que no tenemos en gran estima. Simplemente, el ego contiene un impulso innato a mantenerse intacto. Podemos ver, pues, por qué es tan ambigua la cuestión de la funcionalidad o no funcionalidad del mal. El mal es algo que se comete en nombre de otra cosa y, en ese sentido, tiene una finalidad; pero esa otra cosa no tiene utilidad alguna por sí misma. Yago destruye a Otelo, en parte, porque lo considera una monstruosa amenaza a su propia identidad, pero el porqué de la validez de semejante razón para destruirlo continúa siendo algo impenetrable. Aun así, las acciones reales de Yago tienen sobrado sentido: de ahí que no sea del todo correcto decir que el mal es algo que se hace por el mal mismo. Se trata, más bien, de una acción con un propósito que se emprende en nombre de una condición que, ésta sí, carece de propósito. También en este caso el ejemplo del juego serviría como una de las analogías más aproximadas del mal. En el fondo, si nos remontamos suficientes estadios, toda actividad provista de un propósito resulta estar al servicio de un estado o situación carente de sentido u objeto. ¿Por qué salió ella corriendo para no perder el autobús? Porque quería llegar a la farmacia antes de que cerrara. ¿Por qué quería hacer algo así? Para 114 comprar dentífrico. ¿Por qué quería dentífrico? Para cepillarse los dientes. ¿Por qué cepillarse los dientes? Para mantenerse sana. ¿Por qué mantenerse sana? Para seguir disfrutando de la vida. Pero ¿qué tiene de valioso una vida placentera? Ciertamente, no es uno de los valores que Pinkie suscribiría. Llegados a ese punto, como diría Ludwig Wittgenstein, nuestra pala toca el lecho rocoso del fondo. Los motivos, como él mismo comentó en las Investigaciones filosóficas, tienen que terminarse en algún punto. Sólo un niño de cinco años, con su incesante interrogatorio metafísico, es incapaz de aceptar algo así. En un estudio titulado Ethics, Evil, and Fiction, el filósofo Colin McGinn señala que el sádico valora el dolor por el dolor en sí, y por eso crea todo el que puede infligiéndoselo a otras personas. El sádico no considera que el dolor tenga una finalidad concreta, como los brigadas encargados de la instrucción castrense y, probablemente, el duque de Edimburgo tienden a creer. McGinn opina que hay ciertos tipos de mal que sí tienen una finalidad. Pero también existe una clase de mal «primitivo» que carece de motivo alguno y no admite ninguna explicación adicional. Sucede simplemente, según comenta McGinn, que algunas personas han sido «fabricadas» así. Una de las razones por las que se ve obligado a recurrir a una forma tan poco convincente de expresarlo es que, como buen filósofo anglosajón ortodoxo, no quiere saber nada de misterios europeos continentales como el psicoanálisis. (Ese mismo descuido lo lleva a proponer algunos remedios sorprendentemente inverosímiles para combatir el mal). Si McGinn estuviera preparado para dar a esas ideas su merecido reconocimiento, tal vez descubriría que el mal no es una vieja forma de sadismo más: es, más bien, la clase de crueldad que pretende aliviar una aterradora 115 ausencia interior. Y, en la medida en que eso es así, ni siquiera el mal «primitivo» está enteramente exento de sus propios motivos. De hecho, en otras partes de su libro, McGinn ofrece un argumento excelente que pone en peligro su propia defensa de la ausencia de motivos del mal. Concretamente, señala que el efecto del sufrimiento intenso es la corrosión del valor de la existencia humana. Para quienes padecen un tormento, la vida se ha convertido en una carga intolerable de la que hay que desembarazarse. Muchas personas desesperadas de dolor preferirían estar muertas. Y algunas de las que están muertas en el plano espiritual gozan contemplando ese tormento, porque no hace más que confirmar su propio desprecio ascético por la existencia humana. Así pues, su entusiasmo por las aflicciones de otras personas tiene un motivo. (En un sentido parecido, el dolor que se siente ante el éxito de otra persona [es decir, la envidia] tiene un sentido, ya que los logros de otros nos obligan a enfrentarnos de forma humillante con nuestros propios fracasos). Hay un tipo concreto de sádico que hace aullar de dolor a otras personas para transformarlas en una parte más de su propia naturaleza nihilista. El mal aporta un falso consuelo a los angustiados murmurándoles al oído que, de todos modos, la vida no tiene valor alguno. El enemigo de ese mal, como siempre, no es tanto la virtud como la vida en sí. Si le escupe a la virtud a la cara, es porque, como bien sabían Aristóteles y Tomás de Aquino, la virtud es, con diferencia, la manera más plena de vivir y la que procura un placer más profundo. 116 En ese gran monumento a la desesperanza humana que es El mundo como voluntad y representación, el filósofo decimonónico Arthur Schopenhauer distinguió entre lo que él llamó lo bueno, lo malo y lo malvado. Las acciones malas eran, según él, las egoístas; pero las acciones malvadas no pertenecían a ese apartado. No consistían en simples muestras de egoísmo despiadado o de fanático interés propio. Schopenhauer entendía por malvado más o menos lo mismo que he querido decir yo aquí al emplear ese término. Para él, los actos malvados estaban motivados por la necesidad de obtener un alivio para el tormento interior de aquello que él denominaba la Voluntad. Y semejante alivio se conseguía infligiendo ese mismo tormento a otras personas. Así pues, en términos psicoanalíticos, el mal es una forma de proyección. Para Schopenhauer, la Voluntad es un impulso maligno que reside en el núcleo mismo de nuestro ser, pero que es cruelmente indiferente a nuestro bienestar personal. Prescribe sufrimiento sin finalidad alguna. De hecho, no tiene otro propósito visible más que su propia y vana autorreproducción. Los hombres y las mujeres sometidos al albur de semejante fuerza, según escribió Schopenhauer, ven insatisfecho un deseo tras otro, pero, «al final, se acaba por agotar todo deseo posible y la presión de la Voluntad sigue ahí, aun sin un motivo reconocido, y se hace notar con indecible dolor en forma de una sensación de atroz desolación y vacío» 27 . Es precisamente cuando dejamos de desear algo en 27 Arthur Schopenhauer, The World as Will and Idea, Nueva York, 1966, vol. 1, p. 364 (traducción modificada). [Hay trad. cast.: El mundo como voluntad y representación, Madrid, Akal, 2005.] 117 particular cuando nos invade el dolor inmaculado del deseo en sí: el deseo en su estado más puro. Sigmund Freud, muy influido por Schopenhauer, redefinió esa fuerza malignamente sádica y la denominó «impulso de muerte». Su originalidad, sin embargo, residió en argumentar que, para nosotros, ese poder vengativo resulta agradable además de mortal. De hecho, la muerte nos resulta extraordinariamente gratificante en un cierto sentido. Eros y Tánatos, el amor y la muerte, están estrechamente interrelacionados a juicio de Freud. Ambos implican, por ejemplo, un abandono del yo. Atacado de forma salvaje por el superego, asolado por el ello y apaleado por el mundo exterior, es comprensible que el pobre y magullado ego esté enamorado de su propia disolución. Como si de una bestia gravemente mutilada se tratase, para él su única seguridad final pasa por arrastrarse como pueda hacia la muerte. Sólo regresando al estado inanimado desde el que empezó puede cesar su sufrimiento. Se trata de una situación con la que el arte literario está familiarizado desde hace mucho tiempo. Detenerse en plena noche y sin dolor, por emplear la expresión de Keats, es, en palabras de Hamlet, una consumación fervientemente deseable. Al final de la gran novela de Thomas Mann Los Buddenbrook, el agonizante Thomas Buddenbrook se da cuenta de que «la muerte era una alegría tan grande, tan profunda, que sólo podía ser soñada en momentos de revelación como el presente. Era el regreso de un deambular insoportablemente doloroso, la corrección de un grave error, el aflojamiento de las cadenas, la apertura de las puertas: reparaba un lamentable infortunio». Ése era, pues, el verdadero escándalo que suscitaba el 118 psicoanálisis: no la sexualidad de los niños pequeños, que estaba admitida desde hacía tiempo (entre otros, por los propios pequeños), sino la propuesta de que los seres humanos deseaban inconscientemente su propia destrucción. En el núcleo del yo palpita un impulso de nada absoluta. Es eso que habita en nuestro interior lo que perversamente clama por nuestra propia perdición y ruina. Para guardarnos del daño conocido como «la existencia», estamos dispuestos incluso a aceptar de buen grado nuestra propia desaparición. Quienes caen bajo el influjo del impulso de muerte sienten esa extática sensación de liberación que surge de pensar que, en verdad, nada importa. El placer de los malditos estriba precisamente en que nada les merece la pena. Hasta el interés propio dejan a un lado, pues los condenados son gente desinteresada a su (retorcido) modo, ansiosos como están de anularse junto con el resto de la creación. El impulso de muerte es una revuelta delirantemente orgiástica contra el interés, el valor, el sentido y la racionalidad. Es el descabellado anhelo de hacer añicos todo eso en nombre de nada en absoluto. Y es un anhelo que no siente respeto alguno por el principio de placer ni por el de realidad, los cuales está alegremente dispuesto a sacrificar por igual por el estrépito, obscenamente gratificante para sus oídos, del mundo desmoronándose a su alrededor. Para Freud, el impulso de muerte está inseparablemente unido al superego: la facultad de la conciencia moral, que nos reprende por nuestras transgresiones. En realidad, Freud describe el superego como «un puro cultivo del instinto de muerte». Castigándonos por nuestras transgresiones, este poder reprochador 119 aviva en nosotros un caldo letal de culpabilidad. Pero como somos criaturas masoquistas y también nos regocijamos con las regañinas del superego, somos capaces de abrazar nuestras cadenas y de encontrar una perversa fuente de placer en nuestra culpabilidad misma. Y lo que esto consigue es que nos sintamos aún más culpables. Esta culpa excedentaria hace que sobre nuestras cabezas descienda el noble terrorismo del superego con una fuerza más vengativa aún, si cabe, lo que nos lleva a sentirnos más culpables todavía y, por lo tanto, más gratificados… y así sucesivamente. Estamos atrapados en un círculo vicioso de culpa y transgresión, o de Ley y deseo. Cuanto más tratamos de aplacar esa Ley implacable, más inclinados nos sentimos a destrozarnos. Llevado al extremo, este impasse puede sumirnos en lo que Freud llama «melancolía» (y que nosotros tal vez denominaríamos actualmente una depresión clínica aguda). Y esto, en el peor de los casos, puede desembocar en la extinción del ego por suicidio. Toda renuncia a una satisfacción de los instintos fortalece la autoridad del superego, refuerza su rencor demencial y, por lo tanto, ahonda nuestra culpa. Esta vengativa facultad se ceba con los deseos mismos que prohíbe. Además, en una dolorosa e irónica vuelta de tuerca, la misma Ley que castiga nuestras transgresiones es la que las provoca. Sin las paranoicas prohibiciones del superego, no seríamos conscientes del crimen ni de la culpa para empezar. Como escribió san Pablo en su Epístola a los Romanos: «Yo no conocí el pecado sino por la ley […] y hallé que el mismo mandamiento que era para vida a mí me resultó para muerte». Ésta, si lo prefieren, es la versión freudiana del pecado original. Para Pablo, el único modo de romper con ese círculo vicioso era transformando la Ley de la censura y la condena en la Ley del amor y el perdón. 120 De igual manera que Freud sostuvo que los sueños eran una privilegiada vía de entrada en el inconsciente, una de nuestras más fiables formas de acceso al impulso de muerte es la adicción. Tomemos el caso, por ejemplo, de un alcohólico sumido en el trance de una fuerte borrachera. Si le cuesta tanto apartar de sí la botella, no es porque se deleite en el sabor de aquella sustancia. De hecho, lo más probable es que el sabor le dé igual. Si le cuesta, es porque la bebida llena una herida o hendidura abierta en su ser interior. Al taponar ese hueco intolerable, actúa como una especie de fetiche: como Desdémona para Otelo. Pero la botella también es difícil de apartar porque el alcohólico es adicto a su propia destrucción. Y esto es así porque ésta es una potente fuente de placer. De ahí que continúe bebiendo aun cuando haya destruido ya hasta el último nervio de su organismo y se sienta, como se suele decir, «a morir». El placer es inseparable de la autoviolencia. El impulso de muerte no se contenta sin más con ver cómo nos hacemos pedazos a nosotros mismos. Con descarada insolencia, nos ordena disfrutar del proceso mientras estamos en él. Quiere que seamos unos pervertidos, además de unos suicidas. El ladrón no infringe la ley por mera diversión: lo hace para enriquecerse. Pero san Agustín explicó en sus Confesiones que, cuando de joven robó una vez fruta de un huerto, «me complací en el pecado y en el hurto mismos. […] Fui malvado sin propósito y sin que hubiera más causa de aquella malicia mía que la malicia en sí. Fue algo retorcido y, aun así, me encantó; amé perecer. Amé el pecado, no lo que obtuve con él; amé el pecado en sí […] sin desear beneficio alguno de mi vergüenza sino saciar mi sed de vergüenza 121 misma»28. En un apartado posterior del libro, san Agustín escribió sobre quienes se deleitan en su propia maldad diciendo que sentían «un placer pernicioso y una felicidad miserable»29. Era su forma de describir lo que en nuestro tiempo ha sido bautizado como placer obsceno. Los condenados son aquellos que se atan a la Ley, bien ceñidos a ella, porque están enamorados del acto mismo de quebrantarla. Cada vez que se rebelan contra la autoridad, desatan la sádica furia de ésta sobre sus propias cabezas. Lo hacen con la misma seguridad con la que un alcohólico exprime las últimas gotas de placer que a duras penas logra extraer de la botella: con la terrible certeza de que eso le provocará el más espantoso estado de colapso físico y mental. Sólo a través de este horrible proceso puede el alcohólico sentirse vivo o, cuando menos, disfrutar de esa especie de desdichada existencia crepuscular, suspendida entre la vida y la muerte, que la bebida le proporciona. Beber es la única parte que no está del todo muerta en él, y, por ello, debe aferrarse a la bebida como quien se estuviera ahogando se aferraría a una tabla de salvación. Si se desasiera de ella aunque sólo fuera por un instante, como Martin el náufrago sobre su roca, podría morir de verdad: es decir, podría tener que enfrentarse a la aterradora posibilidad de abandonar su adicción y renacer. Pero su disolución es lo que lo mantiene más o menos entero. Cuanto más bebe, más puede 28 The Confessions of St. Augustine, Londres, 1963, pp. 61-62. [Hay trad. cast.: San Agustín, Confesiones, Madrid, Alianza, 1999.] 29 Ibid., p. 72. 122 representar una parodia espeluznante del hecho mismo de estar vivo, y, con ello, más puede ahuyentar el momento en el que caerá en el dolor agonizante de la devastación que el alcohol —como si de la torturadora Voluntad de Schopenhauer se tratara— habrá producido en su cuerpo. Ya lo dijo Søren Kierkegaard: «Igual que un borracho continúa embriagándose día tras día por miedo a dejarlo y a la angustia mental que eso le produciría, y a las posibles consecuencias si algún día volviera a estar completamente sobrio, así sucede también con el demoníaco. […] Sólo mediante la continuación del pecado sigue siendo él mismo30. ¿Cuánto quiere beber un alcohólico? La respuesta es: una cantidad infinita. Si no le estorbara su carne mortal, bebería sin cesar de aquí a la eternidad. Sus ganas de alcohol son aterradora y sublimemente inagotables. Puede sobrevivir a cualquier número de infartos de miocardio, transplantes de hígado, ataques epilépticos y horrendas alucinaciones. Si para Freud hay algo de imperecedero en el impulso de muerte, que —como los nazis— aniquila cada vez más materia y, aun así, nunca llega a saciarse, la bebida para el alcohólico tampoco es un ente finito en ningún sentido. Como el deseo mismo, siempre queda suficiente para quien la quiera. Y del mismo modo que para el psicoanálisis el deseo no es nada personal, sino más bien una red anónima en la que nos insertamos al nacer, el impulso de destrucción es algo puramente formal, absolutamente impersonal e implacablemente inhumano. Para Freud, es ese algo que está ahí, en el núcleo mismo de nuestro yo, y que no tiene el más 30 Søren Kierkegaard, The Sickness unto Death, Londres, p. 141. [Hay trad. cast.: La enfermedad mortal, Madrid, Trotta, 2008.] 123 mínimo interés en la suerte que corramos. La suya es la visión contraria a la de Tomás de Aquino, para quien existe también un poder totalmente extraño que nos hace ser lo que somos, pero que se preocupa más por nosotros de lo que nosotros mismos nos preocupamos. El alcohólico no quiere beber, como tampoco quiere desangrarse hasta morir. No es una cuestión de querer o no querer. No tiene ni un ápice de subjetiva. Como sucede con las palabras, una bebida lleva a otra, y ésta, a otra más. Igual que no hay una última palabra, tampoco hay una última bebida. La idea de que ese impulso enloquecido pueda ser satisfecho por algo determinado — seis bebidas, por ejemplo, o incluso seiscientas— es absurda. El alcohólico es presa de un deseo faustiano que aspira a engullir al mundo entero y que no se detendrá ante nada para conseguirlo. No es que sea una persona con muy poca voluntad; sucede, más bien, que la tiene en dosis sobrecogedoras, infinitas. No es un juerguista que se regodee en los deleites carnales del vino, las mujeres y la canción. Todo lo contrario: su beber es un austero rechazo de la carne. Es tan antimundano como la vida monástica. Está tan alejado de una bacanal como pueda estarlo el mensaje de Navidad de la Reina. Siempre existe, claro está, una oportunidad de redención, de optar por la vida antes que por la muerte. Pero incluso en el harto improbable caso de que el bebedor tomara una decisión así, seguiría presente la permanente posibilidad de que volviera a enviarse al infierno de nuevo. El impulso de muerte representa una especie de eternidad en el tiempo, o una forma de muerte en vida. Como el mal, no se somete a límites espaciales ni temporales. Según la terminología de 124 Hegel, representa una especie de infinitud «mala» que podemos contrastar con la infinitud «buena» de lo que san Pablo llama «la gracia» o «la caridad». De igual modo que el deseo no tiene final, tampoco lo tiene la caridad. Hay una clase mala de muerte-en-vida, que es la de la existencia vampírica de los muertos vivientes. Es el mundo desdichadamente crepuscular de aquellos, como el alcohólico o el Pinkie de Graham Greene, en quienes sólo puede agitarse la vida cuando paladean el sabor de la destrucción. Pero también hay una forma benigna de muerte-en-vida, que es la «muerte» del yo abnegado que se da a sí mismo a los demás. Eso es lo que los condenados no pueden hacer. Para ellos, el yo es demasiado precioso como para regalarlo. Como bien comentó Kierkegaard, «precisamente en la incapacidad de morir está el tormento de la desesperación»31. En cierto sentido, sostenía el propio Kierkegaard, los desesperados quieren realmente morir: «Que la desesperación no lo consuma dista mucho de ser un consuelo para quien desespera: más bien, es justamente tal consuelo el que lo atormenta, es lo que mantiene vivo el dolor y, al mismo tiempo, mantiene la vida en tal sufrimiento. Y es que lo que […] lo desespera es precisamente eso: que no pueda consumirse, que no pueda llegar a ser nada […] lo que le resulta insoportable es que no pueda deshacerse de sí mismo»32. Quienes desesperan se frustran a sí mismos. Quieren morir para escapar a su desventurada condición, pero languidecen presa de un impulso que, perversamente, los mantiene activos. Si no pueden morir, es 31 Ibid., p. 48. 32 Ibid., pp. 48-49. 125 porque, como Martin el náufrago, temen más a la nada —al abandono total del yo— que a su propia y honda aflicción. Como escribió Friedrich Nietzsche, el hombre prefiere tener voluntad de lo que sea antes que no tener voluntad alguna. Ésa es, entonces, para Kierkegaard, la única enfermedad que la muerte no puede curar, porque la dolencia en sí consiste precisamente en la incapacidad de morir. El alcohólico, pues, está desesperado. Está atrapado en un circuito eterno de anhelo y aversión a sí mismo del que no parece haber salida. Metafóricamente, vive en una especie de infierno. Uno de los grandes borrachos de la literatura mundial, el Geoffrey Firmin de la novela de Malcolm Lowry Bajo el volcán, tiene precisamente esa terrible intuición: «De pronto, sintió algo que nunca antes había sentido con tan espantosa certeza: que él mismo estaba en el infierno». Pero no se trata de una región infernal que el alcohólico tenga el más mínimo interés en abandonar, pues su angustia, como ya hemos visto, es lo único que lo mantiene con vida. Sin ella, teme él, estaría muerto de verdad. La barrera que lo separa de la libertad y la felicidad es, pues, él mismo. El adicto es alguien que se ha convertido en un obstáculo insuperable de cara a su propio bienestar. Y he ahí un aspecto en el que se parece a quienes son malvados. Firmemente atrapados en las garras del impulso de muerte, los condenados se deleitan en sus propios tormentos, así como en el sufrimiento de aquellos que hacen presas suyas, pues el aferrarse a la agonía de éstos es la única alternativa que les queda a la aniquilación. Son como aquellas personas atrapadas en un árbol que, agarrotadas por el pánico y con los nudillos blancos de tanto aferrarse al tronco, son incapaces de darse cuenta de lo sencillo que sería soltarse sin más para bajar de él. 126 Están preparados para desear lo infernal y monstruoso, lo repugnante y excremental, con tal de que ése sea el precio a pagar por sentirse vivos. Si escupen a la salvación directamente a la cara, es porque ésta los despojaría de esa aterradora gratificación, que es todo lo que les queda de la vida humana. Tal vez dos citas sirvan para ilustrar lo que quiero decir. La primera está tomada una vez más de Kierkegaard, quien en su momento reconoció que los desesperados tienen tanto de arrogantes como de seres que se consumen a sí mismos: [La desesperación] quiere ser ella misma en su odio a la existencia: ser ella misma conforme a su sufrimiento. Ni siquiera quiere ser ella misma en un tono desafiante, sino que quiere serlo por puro resentimiento. Ni siquiera quiere cortar desafiantemente sus lazos con el poder que la instauró. Lo que quiere, por pura maldad, es presionar sobre ese poder, importunarlo, aferrarse a él por malicia. […] Rebelándose contra toda existencia, cree haber adquirido pruebas contra la existencia en general y contra la bondad de ésta. El que desespera cree que él mismo es esa prueba. Y eso es lo que quiere ser; ésa es la razón por la que quiere ser él mismo, ser él mismo en su agonía, para protestar con dicha agonía contra toda existencia. Este desesperado, como el desesperado débil, no quiere oír nada acerca del consuelo que le depara la eternidad, pero no quiere oírlo por una razón distinta de la del débil: en su caso, el consuelo sería su ruina33. Los condenados se niegan a ser salvados, pues eso los 33 Ibid., p. 105. 127 privaría de su rebelión adolescente contra el conjunto de la realidad. El mal es una especie de enfurruñamiento cósmico. Y se enfurece con mayor virulencia precisamente contra quienes amenazan con arrebatarle su insoportable desdicha. Sólo persistiendo en su ira y proclamándola teatralmente al mundo puede el mal proporcionar pruebas condenatorias de la quiebra de la existencia. Es testimonio vivo de la locura de la creación. Si pretende continuar siendo él mismo por los siglos de los siglos, rechazando la muerte por considerarla un insulto insufrible a su orgullo, no es sólo porque se considere demasiado valioso para perecer. También se debe a que, para él, desaparecer del escenario sería como dejar que el cosmos se saliera con la suya. La gente podría entonces confundir este universo con un lugar benigno y tragarse crédulamente la propaganda sentimental de su Hacedor. Ahora bien, otra parte de la ira de los condenados radica, como ya hemos visto, en su constatación del hecho de que son parásitos de la bondad, de igual modo que el rebelde es un ser dependiente de la autoridad que rechaza. Están obsesionados con la virtud que desprecian y, por ello, son lo contrario de las personas religiosas que no pueden pensar en otra cosa que no sea el sexo. Tal como escribió Kierkegaard, quieren «aferrarse a [ese poder] por malicia», quieren irritarlo y acosarlo constantemente, como aquel vejete testarudo que se niega a morir porque disfruta siendo un incordio constante para su sufridora esposa. La segunda cita procede del padre Zosima, el santo monje de Los hermanos Karamazov, de Dostoievski. Los satánicos, declara él, «exigen que no haya Dios ni vida, que Dios se destruya a sí mismo y a toda su creación. Y arderán eternamente en las llamas de su propio odio y anhelarán la muerte y el no-ser. Pero la muerte no les 128 será concedida». Si se dice que el infierno no tiene fin, es porque su fuego se alimenta a sí mismo, de manera muy parecida a como lo hacen la malicia y el rencor. La lumbre infernal es tan imposible de extinguir como la furia que no ceja nunca en el empeño de reavivarse. Un frenesí que no va dirigido simplemente contra algo en particular, sino contra el hecho mismo de la existencia, no puede ser más que ilimitado. Los malvados quieren que Dios y su mundo se suiciden para que ellos puedan reinar soberanos en el vacío que los otros dos dejen tras de sí. Pero mientras ansíen ese no-ser, no podrá haber tal vacío, ya que el anhelo en sí es un signo del ser. He ahí un aspecto más de la naturaleza «autofrustrante» del mal: el deseo mismo de no existencia mantiene a los nihilistas en la existencia. La rebelión contra la creación forma parte de dicha creación. De ahí que, como bien comenta el padre Zosima, los condenados ansíen morir pero sean incapaces de conseguirlo. Lo que les falta es la profundidad interior que podría permitirles morir de verdad. Como no son más que meras parodias de seres humanos, carecen de los recursos para desaferrarse de sí mismos con la esperanza de un posible renacimiento posterior. Se sienten orgullosos de haber sido desposeídos del mundo, pero librarse de sus identidades significaría perder el yo que realiza tal desposesión. En cualquier caso, hay formas buenas y malas de rechazar el mundo. De igual modo que está el camino del nihilista, también existe la acción del revolucionario. Se trata de dos vías que no siempre resultan fáciles de distinguir. Rupert Birkin, el protagonista de la novela de D. H. Lawrence Mujeres enamoradas, quiere renunciar al presente para despejar el espacio y dejarlo libre para la llegada de un futuro transformado. Pero difícilmente podemos sustraernos a la sospecha de que lo que le exaspera no es 129 solamente la versión histórica particular de la realidad material a la que se enfrenta, sino la realidad material en sí. En ese sentido, es tanto el aliado como el antagonista del espiritualmente vacuo Gerald Crich, un personaje que sólo se sostiene sobre su voluntad dominadora y que se descompondría si la fuerza de ésta decayera en algún momento. Los alcohólicos, por supuesto, no son malvados. La dipsomanía está muy alejada de lo diabólico. El mal aparece en escena únicamente cuando quienes sufren un dolor que podríamos calificar de ontológico lo desvían hacia otros para darse a la fuga de sí mismos. Es como si pretendieran abrir los cuerpos de otras personas para exponer la nulidad, la nada, que se oculta dentro de ellas. Al hacerlo, pueden encontrar en esa nada un reflejo consolador de sí mismos. Al mismo tiempo, pueden demostrar con ello que la materia no es indestructible, que es posible asfixiar, con nuestras propias manos, esos pedazos de materia conocidos como cuerpos humanos hasta expulsarlos de la existencia. Lo asombroso es que las personas que están muertas están pura, total y absolutamente muertas. No hay duda posible al respecto. Así que, como mínimo, un tipo de absoluto pervive en un mundo tan alarmantemente provisional como éste. Matar a otras personas evidencia, como seguramente se propone hacer Raskolnikov en Crimen y castigo de Dostoievski, que los actos absolutos son posibles incluso en un mundo de relativismo moral, antros de comida rápida y programas de telerrealidad. El mal, como el fundamentalismo religioso, es, entre otras cosas, una forma de nostalgia de una civilización más antigua y simple, en la que había certezas como la salvación y la condenación, y en la que siempre se sabía el lugar que se ocupaba. El Pinkie de Greene es un moralista mojigato y 130 anticuado en ese preciso sentido. Según un curioso modo de entenderlo, el mal es una protesta contra la degradada calidad de la existencia moderna. El diablo es un reaccionario de clase alta a quien dicha existencia moderna le resulta desagradable. No tiene ni siquiera la hondura suficiente para estar condenado. Su objetivo es inyectar en la existencia algo un poco más exótico desde el punto de vista espiritual. Oponiéndose decididamente al espíritu de la utilidad, el mal también exhibe un cierto y seductivo aire de radicalismo, pues la utilidad constituye uno de los fundamentos de una civilización como la nuestra. A diferencia de los censores de cuentas y de los agentes inmobiliarios, el mal no cree que los resultados prácticos sean lo único que vale la pena. Busca reintroducir la idea de Dios en una cultura escéptica y racionalista, pues matar supone ejercer un poder divino sobre otras personas. El asesinato es nuestra manera más potente de robarle a Dios su monopolio sobre la vida humana. Pero la idea de que el mal tiene glamour es uno de los grandes errores morales de la era moderna. (Cuando le dije a mi hijo pequeño que estaba escribiendo un libro sobre el mal, exclamó: «Wicked!»34. Ya hice referencia en otro libro a cuál es el posible origen de tal error35. Desde el momento en que la clase media se 34 «Wicked!» significa literalmente «malvado» o «perverso», aunque en este contexto es una expresión de aprobación y se traduciría como «¡genial!». (N. del T.). 35 Véase Terry Eagleton, Holy Terror, Oxford, 2005, p. 57. [Hay trad. cast.: Terror santo, Barcelona, Debate, 2008.] 131 apodera de la virtud, hasta el vicio nos parece atractivo. Desde el momento en que los propagandistas puritanos y los emprendedores evangélicos redefinen la virtud y la equiparan con el ahorro, la prudencia, la castidad, la abstinencia, la sobriedad, la mansedumbre, la frugalidad, la obediencia y la autodisciplina, es fácil entender por qué el mal pasa a ser visto como una opción más excitante. Como en el caso de la magnífica música de Adrian Leverkühn, el diablo parece tener las mejores melodías. Para el vicio satánico, la virtud suburbanita es una pobre rival. Todos preferiríamos tomarnos una copa con el Fagin de Dickens o con el Heathcliff de Emily Brontë que charlar con el Dios de El paraíso perdido de John Milton, que habla como un funcionario estreñido. ¡A quién no le gusta un canalla! Sí, pero ¿de verdad nos gustan? Tal vez sería más exacto decir que los que nos encantan de verdad son los canallas adorables. Admiramos a aquellas personas que se burlan de la autoridad, pero no a los violadores ni a las empresas que estafan a sus clientes. Sentimos un secreto afecto por quienes roban saleros del hotel Savoy, pero no por los integristas islámicos que desmiembran a personas a bombazos. No podemos negar que la mayoría de los lectores disfrutan con el Satanás de El paraíso perdido, y de su agrio (y condenado al fracaso) desafío al Todopoderoso. Pero de él nos gustan, sobre todo, sus cualidades más positivas (el coraje, la resistencia, la determinación, etcétera) y no tanto lo que pueda tener específicamente de malvado. De hecho, hay muy poco de específicamente malvado en él. Dar de comer una manzana a Adán y Eva no es precisamente, desde nuestro actual punto de vista, la más espantosa de las transgresiones. 132 Ahora bien, la transgresión ha pasado a hacer furor desde el momento mismo en que esta civilización de clase media ha entrado en su fase posmoderna. En los círculos posmodernos, la palabra misma es empleada casi siempre en sentido afirmativo, aun cuando en ella también estén contenidos actos como estrangular bebés y hundir hachas en los cráneos de otras personas. Pero para transgredir de verdad, debemos creer que las convenciones contra las que nos rebelamos tienen cierta vigencia; cuando la transgresión misma se convierte en la norma, deja de ser subversiva. Quizás fuese eso lo que el psicoanalista Jacques Lacan tenía en mente cuando señaló, fiel a su críptico estilo, que si Dios está muerto, nada está permitido. Y es que el permiso implica una autoridad que pueda otorgarnos algún tipo de licencia, y si dicha autoridad ya no rige, es inevitable que la idea de permiso pierda su vigencia. ¿Quién se está encargando de permitir en plena era de la «permisividad»? Conceder un permiso conlleva la posibilidad de retirarlo, y en algunos círculos contemporáneos, la sola idea de algo así resultaría inconcebible. La hastiada sensibilidad de la cultura posmoderna apenas puede escandalizarse ya con la sexualidad. Así que, en su lugar, recurre al mal o, cuando menos, a lo que su cándida imaginación le dice que es el mal: vampiros, momias, zombis, cadáveres en descomposición, risas maníacas, niños demoníacos, paredes que sangran, vómitos multicolores, etcétera. Obviamente, nada de esto tiene un ápice siquiera de malvado: no es más que desagradable. Como tal, es susceptible de recibir aquella acusación que el novelista Henry James dirigió (por cuestionable que fuera) contra la poesía de Charles Baudelaire: «El mal para él empieza fuera y no dentro, y está formado primordialmente por grandes dosis de paisaje escabroso y 133 mobiliario sin limpiar. […] El mal queda representado como una cuestión de sangre, carroña y enfermedad física. […] Sin cadáveres pestilentes, prostitutas famélicas y botellas de láudano vacías, el poeta no se inspira de verdad»36. El mal no es aquí más que un teatro banal. Por el contrario, en la propia escritura de James puede detectarse el fétido aroma de la corrupción en el simple hecho, por ejemplo, de descubrir a un caballero que, estando a solas en una habitación con una dama que no es su esposa, permanece sentado mientras ella está de pie. Las sociedades «angélicas» son aquellas cuya política consiste en poco más que un conjunto de técnicas administrativas diseñadas para mantener contentos a sus ciudadanos y ciudadanas. Precisamente por ello, son proclives a engendrar lo demoníaco como reacción adversa a su propia naturaleza anodina, y, de hecho, no sólo lo demoníaco, sino toda clase de alternativas falsas a sí mismas, desde los cultos a las celebridades y el fundamentalismo religioso, hasta el satanismo y las majaderías de la New Age. Las sociedades que privan a las personas de una creación y atribución adecuadas de sentido tienden a externalizar la manufacturación de ese sentido a industrias subcontratadas como la astrología y la cábala. Hoy tenemos a nuestra disposición un sinfín de formas baratas de trascendencia lista para llevar. Cuanto más tediosamente angélicos se hacen nuestros regímenes oficiales, más nihilismo ciego generan. La superabundancia de sentido conduce a su agotamiento. Y cuanto más fútil y anárquica se vuelve la existencia social, más necesarias resultan esas ideologías angélicas que vienen 36 134 repletas de devotas y encendidas referencias a Dios y a la grandeza nacional, a fin de contener las disensiones y los graves trastornos que esa situación puede provocar. El mal no ha sido visto tradicionalmente como algo excitante, sino más bien como un fenómeno increíblemente monótono. En El concepto de la angustia, Kierkegaard equiparó lo demoníaco con «lo carente de contenido, lo aburrido». Como cierto arte del modernismo, es todo forma sin sustancia. Hannah Arendt, refiriéndose a la banalidad pequeñoburguesa de Adolf Eichmann, consideró que era alguien desprovisto de profundidad y de toda dimensión demoníaca. Pero ¿y si su nula profundidad fuese justamente una característica de lo demoníaco? ¿Y si lo demoníaco se pareciera más a un oficial de bajo rango que a un tirano extravagante? El mal es aburrido porque carece de vida. Su encanto seductor es puramente superficial. Tal vez apreciemos un rubor de frenesí en su semblante, pero, como sucede con los personajes de La montaña mágica de Mann, no es más que el resplandor engañoso de los enfermos. No es vitalidad: es fiebre. El horror, como el vil Mr. Hyde del relato de Robert Louis Stevenson, consiste en que algo que es en realidad inorgánico pueda parecer tan engañosamente lleno de energía. El mal es un estado transitorio del ser: un dominio inserto entre la vida y la muerte, motivo por el que lo asociamos con fantasmas, momias y vampiros. Cualquier cosa que no esté muerta del todo ni completamente viva puede convertirse en una imagen suya. Es aburrido porque no deja de hacer nunca la misma y monótona cosa de siempre, atrapado como está entre la vida y la muerte. El narrador de El tercer policía seguirá regresando a la comisaría durante toda la eternidad, en una especie de bucle infernal. Pero el mal es también aburrido porque carece de 135 sustancia real. No tiene ni idea, por ejemplo, de las complejidades emocionales. Como una concentración nazi, es tan espectacular en apariencia como secretamente hueco y vacío. Tiene tanto de parodia de la vida auténtica como el paso de la oca con respecto al caminar normal de las personas. El mal es ignorante, kitsch y banal. Tiene esa pomposidad ridícula del payaso que pretende hacerse pasar por emperador. Se defiende de las complejidades de la experiencia humana con algún dogma heredado o un lema vulgar. Como el Pinkie de Brighton Rock, es peligroso precisamente por culpa de su letal inocencia. No comprende nada del mundo humano y le desconciertan tanto los brotes genuinos de emoción como a la familia real británica. Carece de savoir faire y se encuentra igual de perdido que un bebé ante la pena, la euforia o la pasión sexual. Si no cree absolutamente en nada, es porque no tiene vida interior suficiente que lo capacite para algo así. El infierno no es un escenario de indescriptibles obscenidades. Si lo fuera, podría muy bien valer la pena apuntarse para entrar. El infierno es tener que oír hablar durante toda la eternidad a un hombre con anorak que conoce hasta el último detalle del sistema de alcantarillado de Dakota del Sur. Para Tomás de Aquino, cuanto más consigue una cosa materializar su verdadera naturaleza, más podemos decir de ella que es buena. La perfección de algo, sostenía él, depende de la medida en la que ha alcanzado su realización. Las cosas son buenas si florecen del modo que les es apropiado. Cuanto más prospere una cosa conforme a su propia manera particular, mejor será. Todo ser, considerado como tal, es bueno. Y si Dios es el ser más perfecto de todos, ello se debe a que es pura autorrealización. A diferencia de 136 nosotros, no hay nada que Él pudiera ser y que no sea. Así pues, para Tomás de Aquino, no existe ningún ser que sea malo. Tener a Billy Connolly o a los peruanos entre nosotros es algo bueno en sí, aun cuando sean capaces de vez en cuando de llevar a cabo acciones que no se puedan considerar admirables. El poeta William Blake fingía en ocasiones tomar partido por el diablo, y así lo hizo, entre otros escritos, en El matrimonio del cielo y el infierno. En concreto, invertía maliciosamente la contraposición convencional entre el bien y el mal convirtiendo este último en la categoría positiva y el bien, en la negativa. Pero eso no es más que una táctica destinada a escandalizar a los cristianos respetables de clase media, caracterizados por su anémica noción de virtud. Lo que Blake cree verdaderamente se resume en una sola frase: «Todo lo que vive es sagrado». Tomás de Aquino estaba totalmente de acuerdo con esa idea. Como san Agustín, su gran predecesor, pero también como parte del pensamiento griego y judaico antiguo, Tomás de Aquino considera que el mal no es algo que existe, sino una especie de deficiencia del ser. Para él, el mal es ausencia, negación, defecto, privación. Es una especie de disfunción, un fallo en el corazón mismo del ser. El dolor físico, por ejemplo, es malo porque supone un atasco en el funcionamiento del cuerpo. Significa una incapacidad para lo que tendría que ser una abundancia de vida. San Agustín, por su parte, también adoptó en gran medida esa misma línea de pensamiento con la intención de cargar argumentalmente contra los maniqueos, que sostenían la teoría gnóstica de que la materia es mala en sí misma. Para ellos, el mal era una fuerza o sustancia positiva que nos invade desde el exterior. Es la visión de la realidad propia de la ciencia ficción. San Agustín 137 argumentaba, en sentido totalmente opuesto, que el mal no es ningún tipo de cosa ni de fuerza. Pensar algo así es convertirlo en un fetiche, como en las películas de terror. Surge de nosotros y no de algún poder ajeno y exterior a nosotros. Y surge de nosotros mismos porque es el efecto de la libertad humana. Es, según san Agustín, «la proclividad de lo que tiene más ser hacia aquello que tiene menos ser». Así entendido, el mal es una especie de paseo espiritual por los bajos fondos. La doctrina del pecado original, que san Agustín contribuyó a elaborar como ningún otro pensador cristiano primitivo, viene a ser, entre otras cosas, una protesta contra una visión cosificada o supersticiosa del mal. El mal es un asunto ético y no algo relacionado con unos supuestos entes tóxicos que infectan nuestra carne. Es una lástima que san Agustín manchara luego su buen nombre afirmando también que el pecado original se transmitía a través del acto de la reproducción sexual. Ésa, como era de prever, ha sido la única parte de su argumentación que ha perdurado en la memoria histórica. Y semejante visión supone seguramente llevar el materialismo un poco más allá de lo debido. De hecho, algunos de los excesos más absurdos de la Iglesia Católica provienen no tanto de una visión falsamente espiritualista del mundo como de un enfoque groseramente materialista de las acciones y los cuerpos. Si el mal no es nada en sí, entonces ni siquiera un Dios omnipotente podría haberlo creado. Contrariamente al prejuicio popular, según el cual el Todopoderoso puede hacer todo lo que le apetezca, hay en realidad ciertos tipos de actividad que están fuera de su alcance. Por ejemplo, no puede hacerse girl scout, ni peinarse, 138 ni atarse los zapatos, ni cortarse las uñas. No puede crear un triángulo cuadrado. No puede ser literalmente el padre de Jesucristo, pues no tiene testículos. Y no puede crear la nada, ya que la nada no es algo que se pueda crear ni destruir. Sólo un truco gramatical nos induce a pensar otra cosa. Pero incluso el Todopoderoso debe ceñirse a las leyes de la lógica. Que el mal no sea nada positivo no implica en ningún caso que no tenga efectos positivos. No se trata de fingir que el dolor es una ilusión. Tampoco la oscuridad ni el hambre tienen nada de positivo, pero nadie negaría que producen consecuencias reales. (Es cierto, como hemos visto, que el De Selby de Flann O’Brien concibe la oscuridad como una entidad positiva, pero al hacerlo se inscribe en el seno de una aberrante minoría). Un agujero no es algo que podamos ponernos en el bolsillo, pero un agujero en la cabeza es ciertamente real. Hay quienes se sienten incómodos con esta manera de entender el mal. ¿Cómo puede nadie hablar de los individuos depurados en las monstruosas purgas de Mao o de quienes perecieron en los campos de concentración nazis, como si se tratara de víctimas de una simple deficiencia? ¿No nos arriesgamos con ello a infravalorar la aterradora «positividad» del mal37? Es en este punto, creo yo, donde la teoría psicoanalítica puede acudir a nuestro rescate, pues nos permite mantener que el mal es una forma de privación sin, por ello, dejar de reconocer su formidable poder. El poder en cuestión, como ya hemos visto, es esencialmente 37 Véase un excelente (aunque difícil) análisis de este problema en John Milbank, «Darkness and Silence: Evil and the Western Legacy», in John D. Caputo, ed., The Religious, Oxford, 2002. 139 el del impulso de muerte, dirigido hacia el exterior con el objeto de volcar su insaciable rencor contra uno o más de nuestros congéneres. Pero esta furiosa violencia implica una especie de ausencia: una insoportable sensación de no-ser que genera una frustración que debe descargarse, por así decirlo, sobre el otro. También está orientada a otra forma de ausencia: la nulidad de la muerte en sí. Aquí se unen, pues, su carácter de fuerza aterradora y de vacuidad absoluta. En su libro Esbozo de dogmática, el teólogo Karl Barth ha señalado que el mal es una nada de corrupción y destrucción, y no sólo de ausencia y privación. Los malvados, por lo tanto, son personas deficientes en el arte de vivir. Para Aristóteles, vivir es algo que sólo podemos hacer bien a base de constante práctica, como tocar el saxofón. Es algo, pues, a lo que los malvados no han conseguido encontrarle el tranquillo. En realidad, tampoco nosotros lo hemos conseguido; lo que sucede es que a la mayoría se nos da mejor que a Jack el Destripador. Que todos seamos defectuosos en ese apartado tal vez sorprenda a quienes nos visiten desde otro mundo; estos visitantes podrían tener la razonable expectativa de dar, como mínimo, con un puñado de ejemplares perfectos de la especie humana, además de con un buen número de versiones más estropeadas. De hecho, algo así parecería tan razonable como esperar que en un huerto haya un cierto número de manzanas excelentes además de otras muchas podridas. Que todos los seres humanos sin excepción sean disfuncionales en uno u otro sentido podría resultarles tan extraño a esos extraterrestres de visita por aquí como la idea de que todos los cuadros del Museo Guggenheim de Nueva York son falsificaciones. Sin embargo, lo cierto es que si los malvados padecen una deficiencia descarada en el arte de vivir, el resto de 140 nosotros también la padecemos, pero en moderada medida. En este sentido, aunque el mal no es de esa clase de cosas con las que topamos a diario, sí guarda una relación estrecha con la vida corriente. El impulso de muerte no tiene nada de especial, como tampoco andamos faltos de sádicos. Pensemos, si no, en ese malicioso deleite que nos producen las desgracias de los demás y que los alemanes llaman Schadenfreude. El filósofo David Hume afirmó en su Tratado sobre la naturaleza humana que el placer de los demás nos produce placer, pero también cierto dolor, y que, aunque el dolor de otra persona nos duele también a nosotros, nos genera igualmente cierto placer. Esto, a juicio de Hume, no es más que un hecho de la vida y no tiene nada de perversidad diabólica. No hay ninguna razón particular por la que debamos sentirnos escandalizados por ello. Colin McGinn considera que un sentimiento común y corriente como la envidia es, posiblemente, lo más que llegamos a acercarnos la mayoría de nosotros al mal, cuando menos, en el sentido en el que aquí hemos venido definiendo el término 38. A los envidiosos les duele el placer de otra persona, porque pone de relieve sus propias existencias frustradas. Así se lamenta, por ejemplo, el Satanás de Milton: […] cuanto mayores son los encantos que me rodean, más grande es el tormento que llevo dentro, como si viviera yo asediado entre 38 Colin McGinn, Ethics, Evil, and Fiction, Oxford, 1997, p. 69 y ss. 141 sentimientos tan encontrados; cualquier dulzura se convierte para mí en veneno, y hasta en el Cielo más triste aún sería mi suerte. […] Me muevo animado no por la esperanza de alcanzar una condición menos miserable, sino por el deseo de hacer a otros tan desdichados como lo soy yo, aunque redunde en mayor desventura mía, pues sólo en la destrucción hallan sosiego mis implacables anhelos. Igual que Freud pensaba que la vida diaria tenía sus propios elementos psicopatológicos, también nosotros podemos hallar analogías del mal en el mundo cotidiano. Como muchos fenómenos raros, el mal tiene sus orígenes en lo común. Adolf Eichmann, cuyo aspecto era más el de un empleado de banca agobiado por el trabajo que el de un arquitecto del genocidio, es un ejemplo ilustrativo de ello. Tomado en ese sentido, el mal no es solamente una cuestión elitista, como algunos de los que lo practican preferirían creer. Pero tampoco debería esto llevarnos a sobreestimar su presencia real. La perversidad pura y dura, como la que lleva a las personas a destruir vecindarios enteros para obtener una rentabilidad financiera o la que las hace estar dispuestas a usar armas atómicas, es muchísimo más común que el mal en estado puro. El mal no es algo que nos deba quitar demasiado el sueño. 142 3 LOS CONSUELOS DE JOB Siempre que se produce alguna tragedia o algún desastre natural en nuestros días, podemos estar seguros de que habrá un grupo de hombres y mujeres que saldrán a la calle con pancartas en las que exhibirán la consabida y elocuente pregunta: «¿Por qué?». Estas personas no buscan explicaciones fácticas. Saben muy bien que el terremoto fue el resultado de una fisura abierta en las profundidades de la tierra, o que el crimen fue obra de un asesino en serie a quien las autoridades pusieron en libertad demasiado pronto. «¿Por qué?» no significa en este caso «¿cuál fue la causa de esto?». Es más un lamento que una pregunta. Es una protesta contra una cierta (y profunda) falta de lógica en el mundo. Es una reacción ante lo que parece ser el crudo sinsentido de las cosas. Una rama del pensamiento tradicional, conocida como teodicea, ha intentado dar cuenta de este aparente absurdo. La palabra «teodicea» significa literalmente «justificar a Dios». Así que el objeto de ese intento de explicación de por qué el mundo parece tan lamentablemente torcido es defender a un supuesto Dios amante de todas las criaturas y las cosas frente a la acusación de haber incumplido catastróficamente con sus obligaciones. La teodicea trata de explicar la existencia del mal eximiendo a Dios de toda responsabilidad. El mayor proyecto artístico de esta índole en la cultura literaria británica es el formidable poema épico de John Milton El paraíso perdido, en el que el poeta se propuso «justificar los caminos de Dios ante los hombres» explicando por qué la humanidad se halla en tan desdichado estado. Para Milton el 143 revolucionario, esto incluye también la cuestión de por qué el paraíso político que él esperaba que surgiera como consecuencia de la guerra civil inglesa había fracasado tan estrepitosamente. No obstante, para algunos lectores, los devotos esfuerzos del poeta para exonerar al Todopoderoso sólo sirven para hacer más honda aún Su condena. Intentar justificar a Dios facilitándole elaborados argumentos para su propia defensa, tal como hace el poema, no puede más que rebajar a tan divina figura a nuestro propio nivel. Se supone que los dioses (como los príncipes o los jueces) no dan explicaciones ni se enzarzan en debates. El teólogo Kenneth Surin ha apuntado que, cuanto más vemos el mundo como un todo racional y armonioso, al estilo de la Ilustración europea del siglo XVIII, más acuciante se vuelve el problema del mal39. Los intentos modernos de explicar el mal surgen en realidad del optimismo cósmico ilustrado. El mal es la sombra tenebrosa que la luz de la Razón no ha podido desterrar. Es el comodín en la baraja, la arenilla en la ostra, el factor que se encuentra fuera de lugar en un mundo ordenado. La teodicea tiene una oferta diversa de argumentos para explicar esa anomalía. Está, para empezar, la tesis del boy scout (o de la «ducha fría»), según la cual la existencia del mal resulta esencial para la construcción del carácter moral. Es la clase de argumento que nos imaginamos que atraerá a alguien como el príncipe Andrés, quien, mientras combatía en la guerra de las Malvinas, comentó que recibir un disparo era excelente para la formación del carácter. Desde ese 39 Kenneth Surin, Theology and the Problem of Evil, Londres, 1986, p. 32. 144 punto de vista, el mal nos proporciona la oportunidad de hacer el bien y de ejercer nuestra responsabilidad. Un mundo sin mal sería demasiado insulso como para inducirnos a realizar acciones virtuosas. El diablo de Los hermanos Karamazov de Dostoievski adopta ese mismo argumento para justificar su propia existencia: su papel, según hace saber a Iván Karamazov, consiste en actuar como una especie de fricción o negatividad en la creación de Dios, un elemento a contracorriente que impide que ésta se derrumbe por puro aburrimiento. Él es, tal como comenta, la «x en una ecuación indeterminada»: la «negatividad requerida» en el universo, sin la cual la armonía pura y el orden absoluto invadirían y liquidarían todo. Al final, la defensa del mal basada en su condición de resistencia o trastorno necesario se reduce a afirmar que si alguien le arranca a usted las entrañas, las quema y se las vuelve a meter por la boca, le está haciendo un favor: le está haciendo un hombre. Como si de una temporada en los marines se tratara, le ofrece a usted la nada común oportunidad de mostrar de qué está hecho realmente. Dios, ha escrito Richard Swinburne, tiene motivos justificados para permitir cosas como «Hiroshima, Belsen, el terremoto de Lisboa o la Peste Negra», pues así los seres humanos pueden vivir en un mundo real, en vez de en uno de juguete40. Cuesta creer, sin embargo, que nadie que no fuera un profesor de Oxbridge pudiera poner semejante sentimiento por escrito. Es cierto que, en ocasiones, del mal pueden salir cosas 40 Richard Swinburne, The Existence of God, Oxford, 1979, p. 219. 145 buenas. Tal vez haya personas muy arrogantes a quienes no vendría mal algún infortunio grave, aunque fuera muy de vez en cuando. Hay quien ha sostenido que el desmoronamiento aparente del sentido en el mundo moderno puede parecernos alarmante, pero que, en el fondo, constituye una bendición. En cuanto nos hemos dado cuenta de que las cosas no son significativas por sí mismas, nos hemos sentido libres de asignarles aquellas significaciones que consideramos más fructíferas. De los escombros de los significados tradicionales, podemos erigir los nuestros propios, más prácticos. Así que, al final, podemos cosechar frutos de algo que, en principio, se nos antojaba catastrófico. Pero del mal no siempre se desprende un bien, e incluso cuando sí ocurre, el bien derivado difícilmente compensa como para justificar el mal inicial. Puede que los arrogantes encuentren algún modo menos drástico de aprender un poco de humildad que no implique la pérdida de alguno de sus miembros corporales. Es indudable que el Holocausto también produjo cosas buenas, entre las que cabe destacar la valentía y el compañerismo de algunas de sus víctimas. Pero imaginar que la mera generosidad humana, por muy grande y extendida que ésta fuera, podría haber justificado semejante hecatombe sería una verdadera obscenidad moral. Aunque el Nuevo Testamento nos presenta a un Jesús que dedicó buena parte de su tiempo a curar a los enfermos, éste no aconseja ni una sola vez a los dolientes que se reconcilien con su propio sufrimiento, sino todo lo contrario: Jesús parece considerar sus dolencias como obra del diablo. Tampoco sugiere que el cielo vaya a ser una compensación adecuada por sus tribulaciones. Aunque el padecimiento nos haga más gentiles y sabios, no deja de ser malo para nosotros. Continúa siendo malo que ésa y no otra fuera la 146 manera en que conseguimos hacernos más gentiles y sabios. Esto nos lleva de vuelta al tema de la Caída afortunada. ¿Significa «afortunada» que fue bueno que sucediera? Nuestra ruptura con la Naturaleza y nuestra entrada en la historia ¿constituyeron un acontecimiento positivo? No necesariamente. La historia trae consigo algunos logros magníficos, sin duda, pero a costa de una dosis colosal de desdicha. Los marxistas son quienes creen que estos dos aspectos del relato de la humanidad se hallan estrechamente interrelacionados. Tal vez todos estaríamos mejor si fuéramos simples amebas. Si la especie humana acaba destruyéndose a sí misma —lo que parece un final plausible para una historia tan asombrosamente bárbara como la suya—, es posible que haya quienes pasen sus últimos instantes pensando justamente eso. ¿Fueron la evolución y la historia humana a la que dicha evolución dio finalmente lugar un prolongado y espantoso error? ¿No se debería haber cancelado todo antes de que se nos hubiera ido tan escandalosamente de las manos? Desde luego, ha habido pensadores que así lo han creído. Arthur Schopenhauer, como hemos visto, fue uno de ellos. En El paraíso perdido, John Milton adopta una postura bastante más ambigua al respecto. Como buen puritano revolucionario que cree en la necesidad del conflicto, Milton no se muestra muy entusiasmado con el armonioso, pero también estático, mundo del Edén. Pero como pensador utópico que ansía el reino de Dios, y que se atrevió a esperar que el partido puritano en la guerra civil inglesa ayudara a instaurarlo en la tierra, hay también un Milton que siente nostalgia por aquel jardín de la felicidad. Quizás la verdad a ojos de Milton fuese que habría sido mejor que 147 nunca nos hubieran expulsado de nuestro primer hogar, pero, dado que nos echaron de allí, tenemos ahora la oportunidad de alcanzar una dicha aún más resplandeciente. Sorprendentemente, ese argumento es relevante no sólo para Milton, sino también para el marxismo. ¿Creen los marxistas que los males del capitalismo son también algo bueno, porque conducirán finalmente a una situación más deseable conocida como socialismo? Marx, desde luego, no escatimó elogios al capitalismo al considerarlo el modo de producción más revolucionario jamás visto en la historia. Es cierto, sí, que se trata de un sistema explotador que ha castigado a la humanidad con horrores indecibles. Pero, desde el punto de vista de Marx, también ha potenciado las capacidades de hombres y mujeres hasta límites sin precedentes. Sus ricas tradiciones del liberalismo y la Ilustración representan legados de vital importancia para un socialismo viable. ¿Significa eso que la «Caída» de la historia en el capitalismo fue no sólo afortunada, sino también necesaria? ¿Podría haber un socialismo verdadero sin ella? ¿Acaso no resultó precisa la existencia del capitalismo para desarrollar la riqueza de la sociedad hasta el punto en que el socialismo pueda ya encargarse de ella y reorganizarla en interés de todos y todas? Desde luego, algunos marxistas sí han defendido tal argumento. Los mencheviques de la Rusia revolucionaria son uno de los ejemplos más conocidos. De ser extensible al marxismo en general, esta ideología constituiría un ejemplo claro de teodicea, pues trataría de justificar unos males históricos insistiendo en el bien al que finalmente han dado lugar. De hecho, en opinión de algunos marxistas, la esclavitud del mundo antiguo, por muy 148 lamentable que fuera desde el punto de vista moral, fue necesaria porque condujo a un régimen más «progresista» como fue el feudalismo. Algo similar podría tal vez argumentarse a propósito de la transición del feudalismo al capitalismo. Ahora bien, sólo una minoría muy reducida entre quienes se consideran marxistas hoy en día defendería una proposición tan audaz. Para empezar, diría la mayoría, el capitalismo no se sigue como una condición férreamente necesaria del feudalismo. Tampoco es el socialismo una derivación inevitable del capitalismo, como una rápida ojeada al mapa mundial nos confirmará. Ahora bien, dado que, en cualquier caso, el capitalismo surgió realmente, los socialistas pueden hoy esforzarse por poner los recursos espirituales y materiales acumulados por ese sistema al servicio de la humanidad en su conjunto. En cualquier caso, habría sido preferible que hubiera existido alguna otra vía de alcanzar ese objetivo, del mismo modo que Milton habría preferido probablemente que la Caída del Edén jamás hubiera llegado a producirse. Los socialistas podrían incluso sostener (aunque apenas ninguno de ellos lo hace) que tal vez habría sido preferible que la historia humana en sí nunca hubiera tenido lugar. Aunque seamos capaces de construir una sociedad justa, es posible que ésta no constituya recompensa suficiente para la atroz naturaleza de nuestro pasado y nuestro presente. No puede redimirnos de los muertos, por ejemplo. No puede hacer que la esclavitud, Bob Hope o la guerra de los Treinta Años nos resulten tolerables en retrospectiva. La historia, bien es verdad, podría haberse desarrollado de forma distinta. Pero, dado que se ha producido como se ha producido, no es irrazonable afirmar que, con socialismo o sin él, habría sido mejor que nunca hubiera llegado a tener lugar. Quizás no sea verdad, pero, insisto, no es una afirmación irrazonable. 149 Aunque haya un bien que se derive del mal, el filósofo Brian Davies se pregunta: «¿Qué hemos de pensar de alguien [es decir, Dios] que organiza males para que puedan surgir bienes de ellos?»41. ¿No podría haber dado con un modo más aceptable de poner a prueba nuestra entereza que el dengue, Britney Spears o las tarántulas? Puede que el mal sea inevitable en un mundo de este tipo en concreto, pero, entonces, ¿por qué no pudo haber creado Dios uno distinto? Algunos teólogos son de la opinión de que Dios no pudo haber creado un mundo material que no incluyera el dolor y el sufrimiento. Según esta teoría, si queremos placeres sensoriales, o si simplemente queremos tener cuerpos, estamos abocados a soportar los ocasionales momentos de dolor que ello conlleva. El filósofo Leibniz afirmó que lo que aquí tenemos es el mejor de todos los mundos posibles. Pero para algunos pensadores, esa noción (la del mejor de los mundos posibles) es tan incoherente como la idea de la búsqueda del número primo más elevado. Dado un mundo en particular, siempre es posible imaginar otro mejor (uno en el que Kate Winslet viva en la casa de al lado, por ejemplo). Luego está el que podríamos llamar argumento de la «visión de conjunto», según el cual el mal no es realmente malo, sino que se trata simplemente de un bien que no sabemos reconocer como tal. Si fuéramos capaces de contemplar el panorama cósmico en su totalidad y viéramos el mundo desde la perspectiva del ojo de Dios, nos daríamos cuenta de que lo que, en principio, nos parece malo desempeña un papel esencial en un todo que es benéfico. Sin ese 41 Brian Davies, The Reality of God and the Problem of Evil, Londres y Nueva York, 2006, p. 131. 150 mal (que lo es sólo en apariencia), ese todo no funcionaría como debe. Desde el momento en que ponemos las cosas en su justo contexto, pues, lo que parece malo pasa a ser visto como bueno. Un niño pequeño se horrorizaría seguramente al ver a una mujer serrando un dedo humano, sin comprender que dicha mujer es una cirujana y que el dedo en cuestión está gravemente dañado y no tiene otra cura posible. El mal, según esta versión, se nos aparece como tal porque los árboles no nos dejan ver el bosque. A nosotros nos parecerá, como criaturas cortas de miras que somos, que asar a niños pequeños en hogueras es algo mucho menos que deseable, pero si pudiéramos ampliar nuestro ángulo de comprensión y captáramos el papel que semejante acción desempeña en un plan más global que desconocemos, veríamos su sentido y puede, incluso, que echáramos una mano entusiasta a sus perpetradores. Desde luego, ha habido argumentos más convincentes que éste en la historia del pensamiento humano. Una versión a la inversa de esa misma tesis aflora en la obra de Friedrich Nietzsche: éste afirmó que si damos nuestro asentimiento a una experiencia gozosa cualquiera, también se lo estamos dando a todo el mal y la pena presentes en el mundo, pues todas las cosas están interrelacionadas. Hay quien concibe el mal como un misterio. Pero, en cierto sentido, la razón por la que el mundo humano no es perfecto salta a la vista: es porque los seres humanos son libres de hacerse daño, explotarse y oprimirse unos a otros. Eso no explica lo que algunos denominan el mal natural (los terremotos, las enfermedades y otras catástrofes por el estilo), si bien los hombres y las mujeres de hoy en día tienen más motivos que sus antepasados para adquirir conciencia de cuántos de los llamados males naturales son, en 151 realidad, obra nuestra. La era de la modernidad va diluyendo progresivamente la línea que separa la Naturaleza de la historia. Según la tradición apocalíptica, el mundo terminará entre llamas e inundaciones, montañas desmoronándose, cielos haciéndose añicos, convulsiones celestiales y portentos cósmicos de variada índole. Lo que nunca se les ocurrió a tales visionarios fue que pudiéramos ser nosotros, animales insignificantes donde los haya, los responsables de tan grandioso escenario. El Apocalipsis siempre fue concebido como algo que se nos infligía, no como algo generado por acción nuestra. Pero bien capaces que somos de crearlo nosotros solitos. La verdadera cuestión que se plantean los creyentes religiosos no es la de por qué existe la maldad en el mundo. La respuesta a ese interrogante es bastante obvia. No hay mucho misterio en por qué se le ocurre a un proxeneta encerrar a treinta esclavas sexuales albanesas de importación en un burdel británico. La verdadera pregunta para los creyentes es por qué los seres humanos fueron así creados, con libertad para hacer ese tipo de cosas. Algunos creyentes sostienen que habría sido un contrasentido que los humanos no hubiéramos sido creados libres, pues el Creador en cuestión es Dios, que es pura libertad. Ser hechos a imagen y semejanza de Dios significa precisamente no ser unos títeres. Si aquellos y aquellas que Él crea han de ser auténticamente Suyos, deben vivir con arreglo a Su propia vida libre. Y si son libres, entonces deben ser libres también para torcerse. De acuerdo con esa teoría, cualquier animal capaz de hacer el bien debe ser lógicamente capaz de hacer también el mal. Pero ¿se sigue realmente una cosa de la otra? No resulta en 152 absoluto evidente que Dios fuese incapaz de crear hombres y mujeres que fueran libres, sí, pero no para equivocarse. A fin de cuentas, es así como Él mismo se supone que es. Dios no puede traficar con esclavas sexuales albanesas, no sólo porque no tenga cuenta corriente en la que guardar su mal habido dinero, sino porque hacer algo así iría en contra de la clase de ser que es. Y, a diferencia de nosotros, Dios no puede estar enfrentado consigo mismo. Vimos anteriormente que para la teología cristiana convencional, las cosas son buenas en sí mismas y el mal es una especie de conato fallido o privación del ser. Cuanto más florecen las cosas (haciendo lo que se supone que deben hacer), mejores son. De ahí se deduce que un tigre que devora nuestro brazo es bueno, porque está haciendo aquello que se supone que corresponde hacer a los tigres. El único problema es que su forma de florecer acaba pugnando con la nuestra. También los virus, por ejemplo, se dedican a lo que les corresponde desencadenando infecciones. Los virus en sí no tienen nada que sea mínimamente objetable. Seguro que algún día surgirá un grupo disidente dedicado a reclamar que se respeten los derechos de los virus, y que exhibirá pancartas con mensajes de indignación a las puertas de los hospitales y atacará a los médicos que tratan de erradicarlos. El problema consiste simplemente en que, comportándose de ese modo tan singularmente creativo suyo, los virus tienden a matar a seres humanos que, por consiguiente, se ven así privados de comportarse conforme a su propio y humano modo de ser singularmente creativos. ¿Por qué no pudo haber creado Dios un universo en el que la prosperidad de un tipo de cosas no entrara en conflicto con la de otro tipo de cosas? ¿Por qué se parece tanto el mundo a una especie de libre mercado? 153 Algunos teólogos de la actualidad adoptan frente al problema del mal la misma línea (más o menos) que Dios en el Libro de Job. Preguntarse por las razones de Dios para permitir el mal, afirman ellos, es imaginárselo como una especie de ser racional o moral, que es lo más alejado que podemos concebirlo de su propia naturaleza. Pensar así es más bien como imaginarse a los extraterrestres como unos humanoides de color verde, ojos triangulares y pulmones adaptados para respirar sulfuro, a los que, siniestramente, olvidamos dotar de riñones, y no hace más que dar fe de lo limitada que es la imaginación humana. Hasta lo más descabelladamente extraño acaba siendo una versión apenas disimulada de nosotros mismos. No podemos concebir a Dios como si fuera la versión agrandada de un agente moral, con sus deberes, sus responsabilidades, sus obligaciones, sus oportunidades de buena conducta, etcétera. Ésa —se argumenta desde esta postura— es la concepción del Todopoderoso típica de la Ilustración: una visión con la que se pretende recortarlo idólatramente a medida e imagen nuestra. Según la filósofa Mary Midgley: «Si Dios está ahí, es sin duda algo más grande y misterioso que una simple autoridad corrupta o estúpida»42. Dios no entra dentro del alcance de la lógica humana, como Él mismo se apresura a indicarle a Job en el Antiguo Testamento. Cuando Job se lamenta de su adversidad y se pregunta por qué tuvo Dios que infligir semejantes penurias a un inocente como él, él mismo se consuela con una serie de pseudoexplicaciones que transpiran el tono frívolo característico de un niño de familia acomodada. Quizás, se dice, sus antepasados cometieron ciertos 42 Mary Midgley, Wickedness: A Philosophical Essay, Londres, 1984, p. 1. 154 pecados por los que él esté penando ahora. Finalmente, Dios mismo acaba por intervenir y descarta de un plumazo todas esas sugerencias sin fundamento. Lejos de ofrecer a Job una explicación de por qué ha permitido que sufriera hasta ese extremo, lo que hace es, básicamente, decirle que se vaya al infierno. ¿Qué sabrás tú de mí?, es el resumen básico de su iracunda intervención. ¿Cómo osas imaginar que puedes aplicarme a mí tus códigos morales y racionales? ¿Acaso no es como si un caracol intentara cuestionar a un científico? ¿Quién demonios te crees que eres? Al final, Job decide amar a Dios «a cambio de nada»: amarlo sin consideración alguna de sus méritos o deméritos, de sus recompensas o retribuciones, con un amor tan gratuito como los azotes que ha padecido. «Después de lo de Auschwitz —escribió Richard J. Bernstein—, es obsceno seguir hablando del mal y del sufrimiento como si fueran algo justificable por (o reconciliable con) un plan cosmológico benevolente»43. ¿Pero no lo había sido siempre? ¿Por qué sólo después de lo de Auschwitz? Eran muchas las personas a las que tales explicaciones les resultaban ofensivas mucho antes de que existieran los campos de concentración nazis. Carecemos, en definitiva, de respuesta a por qué «permitió» Dios que se asesinara a seis millones de judíos, suponiendo que «permitir» sea el verbo correcto. Los creyentes religiosos bien podrían dejar de buscar explicaciones de ese tipo por improductivas. Todos los argumentos 43 Richard J. Bernstein, Radical Evil, Cambridge, 2002, p. 229. [Hay trad. cast.: El mal radical: Una indagación filosófica, Buenos Aires, Lilmond, 2005.] 155 producidos hasta el momento son falaces e, incluso, uno o dos de ellos alcanzan la categoría de moralmente indignantes. Por eso escribió Kant un ensayo titulado «Sobre el fracaso de todo ensayo filosófico en la Teodicea». La teodicea, según las palabras del filósofo Paul Ricoeur, es un «proyecto disparatado»44. Si eso es lo mejor que se les ocurre a los cristianos, será mejor que admitan su derrota y se hagan agnósticos (como mínimo, en lo referente a tan trascendental tema). E, incluso así, todavía tendrían que vérselas con el hecho de que la existencia del mal es un argumento sumamente poderoso en contra de la existencia de Dios. «Mucho mal —escribió Midgley— es causado por motivos reposados, respetables, nada agresivos, como la pereza, el temor, la avaricia y la codicia»45. Según los términos del presente libro, esos motivos se entenderían más como perversos o inmorales que como malvados, pero la idea general es seguramente válida. En la mayoría de los casos, son el interés propio y la voracidad tradicionales lo que tenemos que temer, no el mal. No todos los actos monstruosos son siempre cometidos por individuos monstruosos, ni mucho menos. Los torturadores de la CIA son sin duda unos esposos y padres 44 Paul Ricoeur, The Conflict of Interpretations, Evanston (Indiana), 1974, p. 281. [Hay trad. cast.: El conflicto de las interpretaciones: Ensayos de hermenéutica, México, Fondo de Cultura Económica, 2003.] 45 Ibid., p. 3. 156 devotos. Ningún individuo en solitario suele ser responsable de una matanza militar, por mucho que en su momento se escribiera alegremente de cómo Julio César había derrotado a tribus enteras. Quienes roban dinero de los fondos de pensiones o contaminan regiones enteras del planeta son unos individuos bastante afables que simplemente creen que los negocios son los negocios. Y esto es algo que deberíamos ver como una fuente de esperanza. Lo que pretendo decir con ello es que la mayoría de perversidades malintencionadas son de origen institucional. Son el resultado de unos intereses creados y de unos procesos anónimos, y no de los actos malignos de unos individuos. No es que debamos subestimar la importancia de tales actos, ni mucho menos, como tampoco deberíamos excedernos en nuestra sofisticación hasta el punto de rechazar por sistema la posibilidad misma de las conspiraciones. Es un hecho que, de vez en cuando, hay hombres y mujeres que, guiados por turbias intenciones, se reúnen en alguna sala (libre de humos, cómo sino en los tiempos que corren) para planear una atrocidad moral de cualquier tipo. Ahora bien, en su mayor parte, tales atrocidades son producto de unos sistemas particulares. Como la mayoría de formas de perversidad son consustanciales a nuestros sistemas sociales, es muy posible que los individuos que sirven a esos sistemas no sean conscientes de la gravedad de sus acciones. Eso no significa que sean meros títeres en manos de unas fuerzas históricas. Generalmente sucede, como bien comentó Noam Chomsky en una ocasión, que los intelectuales no necesitan decirle la verdad al poder, porque el poder ya sabe la verdad. Pero aunque la sepa, no deja de ser cierto que muchos individuos que cometen actos políticamente detestables son hombres y mujeres sensibles y con conciencia que creen que están 157 sirviendo desinteresadamente al Estado, a su empresa, a Dios o al futuro del Mundo Libre (términos que, para algunos estadounidenses de derecha, son bastante sinónimos). Es posible que esas personas consideren sus propias y vergonzosas acciones como algo desagradable aunque esencial, como si de un agente secreto de John Le Carré se tratara. Si vivieran en un mundo ideal en el que pudieran elegir, no optarían por arrancarles las uñas de los dedos a otras personas, por ejemplo. Ése es uno de los motivos por los que quienes arrancan uñas y, sobre todo, quienes les dan la orden de hacerlo pueden seguir llenándose la boca hablando de valores morales sin tener una excesiva sensación interna de incongruencia. Tal vez esos valores sean muy reales para ellos; lo que sucede es que ocupan un compartimento diferenciado del de los negocios o del de la Realpolitik. Y no tenemos especiales expectativas de que tales compartimentos se crucen ni se entremezclen. Como diría el cínico, cuando la religión empieza a interferir en tu vida diaria, es hora de dejarla. Tenemos motivos, pues, para estar agradecidos por tener falsa conciencia. Si muchos de quienes cometen actos vergonzosos no estuvieran atrapados en ella (en cierta medida, al menos), nos veríamos obligados a concluir que muchísimos hombres y mujeres son malos y malas recalcitrantes. Y esto podría llevarnos a cuestionar si merecerían o serían siquiera capaces de construir un orden social superior al que ya tenemos actualmente. Marx y Engels no se inspiraron en el concepto de ideología para dar una apariencia de viabilidad a la política radical que propusieron, pero existe, aun así, una relación una cosa y otra. Que los hombres y las mujeres estén tan hondamente condicionados por sus circunstancias suele ser un obstáculo para el cambio político, pero también nos da a 158 entender que no tenemos que descartarlos como seres inasequibles a la redención política. No deja de ser irónico que el principal sostén de las tesis de los humanistas radique, posiblemente, en la falsa conciencia. Si las personas que mutilan y explotan a otras no saben lo que hacen, por parafrasear un célebre pasaje del Nuevo Testamento, entonces son, sin duda, unos mediocres morales, más que unos sinvergüenzas sin remedio. Aunque capten en parte la significación de lo que hacen, o sepan exactamente lo que están haciendo pero lo estimen indispensable para un determinado fin honorable, es posible que no hayan alcanzado aún límites inaceptables. Y digo «posible», porque Stalin y Mao asesinaron en aras de lo que para ellos era un fin honorable, y si ellos no traspasaron los límites morales tolerables, es difícil imaginarse entonces quién habrá podido hacerlo. Si no fuera cierto que, muy a menudo, los actos perversos son el resultado de unas concepciones falsas, unos intereses dominantes y unas fuerzas históricas, nos encontraríamos ante unas implicaciones ciertamente funestas. Podríamos vernos forzados a afirmar que la especie humana es algo que, sencillamente, no vale la pena conservar. De hecho, Schopenhauer pensaba que, si alguien creía que sí, debía de estar muy engañado. Para él, la vida humana no parecía merecer semejante esfuerzo. Lo único en que consistía ésta, según él, era en «una gratificación momentánea, un placer fugaz condicionado por necesidades, un gran y prolongado sufrimiento, una lucha constante, un bellum omnium, unos todos cazadores y todos cazados, un estado de carencia, necesidad y angustia, una sucesión de gritos y alaridos. Y 159 todo ello reproduciéndose in saecula saeculorum o hasta el momento en que quiebre de nuevo la corteza del planeta»46. Podría objetarse que ese retrato de la existencia humana es un tanto selectivo. Es como si ciertos elementos centrales hubieran sido inexplicablemente omitidos. Pero aun reconociendo que Schopenhauer olvidó incluir casi todo aquello que hace que la vida merezca la pena, continuamos teniendo un problema. Desde luego, hay amor además de guerra, risas además de alaridos, alegría además de tortura. Pero ¿se han mantenido realmente equilibrados esos dos conjuntos de características, positivas y negativas, en el balance de cuentas de la historia humana hasta la fecha? La respuesta es que seguramente no. Más bien al contrario: los aspectos negativos no sólo han sido predominantes, sino que, en muchos momentos y lugares, lo han sido de manera abrumadora. Hegel consideraba que la historia era «el matadero en el que se han sacrificado la felicidad de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos». Las épocas de felicidad a lo largo de la historia fueron, para él, páginas en blanco. También se refirió al «mal, la perversidad y la caída de los imperios más florecientes jamás creados por el espíritu humano», unidos a «los indecibles sufrimientos de los seres humanos»47. ¡Y todo esto, salido de la pluma de un pensador habitualmente acusado de exceso de optimismo histórico! «Una filosofía —escribió Schopenhauer— en 46 Arthur Schopenhauer, The World as Will and Idea, Nueva York, 1969, vol. 2, p. 354. [Hay trad. cast.: El mundo como voluntad y representación, Madrid, Akal, 2005.] 47 Citado en Peter Dews, The Idea of Evil, Oxford, 2007, p. 107. 160 la que el lector no oye entre las páginas los llantos, los alaridos y el castañeteo de dientes, ni el aterrador estruendo del asesinato general y recíproco, no es filosofía»48. La suya fue una visión compartida por Theodor Adorno, quien se refirió a la «catástrofe permanente» de la historia humana. La virtud apenas ha florecido nunca en los asuntos públicos más que de forma breve y precaria. Los valores que admiramos —la misericordia, la compasión, la justicia, la generosidad afectuosa— han quedado fundamentalmente restringidos dentro del ámbito privado. La mayoría de culturas humanas han sido relatos de rapiña, codicia y explotación. El tumultuoso siglo del que acabamos de salir estuvo manchado en sangre desde el primero hasta el último instante, y jalonado por millones de muertes innecesarias. Nos hemos acostumbrado tanto a ver la vida política como algo violento, corrupto y opresivo, que ya hemos dejado de sorprendernos ante la curiosa persistencia de semejante condición. ¿No sería de esperar, aunque sólo fuera por la mítica ley de los promedios estadísticos, que nos fuéramos encontrando muchos más brotes de dulzura y luz en los anales de la historia humana? Podemos expresar esa misma idea de otro modo. Es un tópico de conversación de bar decir que todos nosotros tenemos parte de buenos y parte de malos. Los seres humanos son criaturas mixtas, ambiguas y moralmente híbridas. Pero si esto es así, ¿por qué no ha emergido el bien más a menudo a la superficie política? Sin duda, se debe a la naturaleza de la historia social y política: las 48 Citado en ibid., p. 124. 161 estructuras, las instituciones y los procesos de poder. Ahora bien, la visión conservadora de la cuestión es bastante diferente: los seres humanos no sólo no son moralmente híbridos, como diría un progresista sin querer mojarse demasiado en el asunto, sino que, en su mayor parte, son unas criaturas corruptas e indolentes que precisan de una disciplina y una autoridad constantes para que se pueda extraer algo bueno de ellos. Desde ese punto de vista, quienes esperen demasiado de la naturaleza humana (como los socialistas y los libertarios, por ejemplo) acabarán cruelmente desencantados. Seguirán sintiéndose tentados a idealizar a los hombres y a las mujeres hasta la muerte. Para los conservadores, sin embargo, los márgenes de mejora humana son descorazonadoramente estrechos. Pero si éstos creen en el pecado original pero no en la redención, algunos progresistas con tendencia a ver la vida de color de rosa creen en la redención pero no en el pecado original. Según esa visión panglossiana de las cosas, los hombres y las mujeres pueden salir adelante pese a todo porque no hay nada suficientemente calamitoso en su condición que lo impida. Para una cierta rama ingenua del libertarismo, pues, los impedimentos para alcanzar el bienestar humano son serios, pero casi todos ellos están situados en el exterior de las personas. Tal como esos libertarios las ven, las capacidades humanas que esas fuerzas bloquean son inherentemente positivas. La única razón por la que no somos libres es que algo se interpone en nuestro camino. Ahora bien, si esto fuera verdad, resultaría sorprendente que la revolución y la emancipación no hayan sido sucesos más frecuentes. Y el hecho de que necesitemos emanciparnos de nosotros mismos es, sin duda, uno de los motivos de que no lo sean. Los radicales, por el contrario, están obligados a guardar un 162 equilibrio precario en este punto en concreto. Por un lado, deben mantener una posición brutalmente realista en cuanto a la profundidad y la tenacidad demostradas por la corrupción humana hasta la fecha. De no hacerlo, restarían apremio y urgencia a su proyecto de transformación de nuestra condición. Quienes consienten y miman sentimentalmente a la humanidad no le hacen ningún favor. Todo lo contrario: actúan como una barrera para el cambio. Por otro lado, esta corrupción no puede ser tal que nos obligue a desestimar dicha transformación por completo. Una lectura demasiado optimista de la historia nos induce a creer que no es preciso ningún cambio en profundidad, mientras que una visión demasiado sombría de la misma puede sugerirnos que semejante cambio es imposible. Entonces, ¿cómo puede eludir el proyecto radical la amenaza de verse desactivado por la contumacia mostrada hasta la fecha por las injusticias históricas? ¿Y cómo puede conseguir que el realismo no acabe minando la esperanza? Hay momentos en los que podría parecer que, cuanto más apremiante es la necesidad de cambio político, menos posible resulta éste. Ésa fue la situación en la que se encontraron los bolcheviques rusos en 1917, el año de la revolución soviética. Frente a la autocracia zarista, la escasez de instituciones liberales y cívicas, un campesinado empobrecido y un proletariado duramente explotado, los bolcheviques consideraban imprescindible la revolución. Pero ésos eran también algunos de los factores que dificultaban sobremanera ese cambio. Tal como Lenin comentó en una ocasión, el atraso de la sociedad rusa fue lo que hizo que la revolución fuese algo relativamente fácil de emprender. Bastaba, más o menos, con un ataque directo contra el Estado zarista, dado el monopolio que ejercía éste sobre el poder absoluto. 163 Pero, como añadió el propio Lenin, fue ese mismo atraso el que hizo que la revolución fuera tan difícil de sostener una vez se produjo. En el siglo XX acabó implantándose una forma horrorosamente desfigurada de socialismo porque el socialismo como tal demostró ser menos posible allí donde era más urgente. Y ésta fue sin lugar a dudas una de las más grandes tragedias de aquella época. Lo que impide que el radical se desplome en la desesperanza política es el materialismo. Por tal entiendo la creencia según la cual la mayor parte de la violencia y de la injusticia es el resultado de fuerzas materiales, y no de las predisposiciones viciosas de los individuos. Corresponde a ese materialismo, por ejemplo, no esperar que las personas que padecen privación y opresión se comporten como san Francisco de Asís. A veces, sí lo hacen, pero entonces es el carácter inesperado en sí de dicha conducta el que más nos impresiona. La virtud depende hasta cierto punto del bienestar material. No podemos disfrutar de unas relaciones aceptables con los demás cuando nos estamos muriendo de hambre. Lo opuesto al materialismo así entendido sería el moralismo: la creencia según la cual los actos buenos y los actos malos son absolutamente independientes de sus contextos materiales, y que esto forma parte de lo que los hace ser lo que son. Los radicales no creen que transformar esos entornos signifique producir una sociedad de santos. Ni mucho menos. Hay razones de sobra (freudianas y de más clases) para creer que buena parte de la maldad humana sobreviviría incluso al más profundo de los cambios políticos. Todo materialismo auténtico que se precie como tal debe ser consciente de los límites de lo político y, con ello, de nuestra situación como especie material que somos. Aun así, lo que los radicales proponen es que resulta factible mejorar mucho la vida 164 para un gran número de personas. Y esto seguramente no es más que realismo político. No es probable que quienes están inmersos en una lucha material por la supervivencia rebosen virtud precisamente por esa razón, y no porque sean todos Pinkies de armario o miniLeverkühns. En parte, es debido a la escasez artificial de recursos generada por la sociedad de clases (así como por su negación de reconocimiento humano a tantos y tantos millones de personas) por lo que el expediente de la historia viene tan repleto de atrocidades e ignorancia. No podemos divorciar la moral del poder. Además, de igual modo que quienes son tratados con crueldad tienden a desnaturalizarse, también entre quienes mandan se generan toda clase de vicios exóticos. Como algunas superestrellas del mundo de las celebridades, muchos de los ricos y poderosos acaban creyendo con el tiempo que son inmortales e invencibles. No admitirían tal cosa si se lo preguntáramos directamente, como es obvio, pero ésa es la creencia que su conducta delata. Y cuando hablamos de creencias, debemos fijarnos en lo que las personas hacen, no en lo que dicen. Amparados en esa convicción interior, esos individuos llegan a blandir y ejercer el poder destructor característico de los dioses. Sólo aquellos cuyas circunstancias les hacen adquirir conciencia de su mortalidad tienen alguna probabilidad de sentirse solidarios con sus congéneres. Ya he explicado antes que buena parte de la conducta inmoral que observamos está estrechamente ligada a las instituciones materiales, y eso, hasta este punto y de manera muy parecida a lo que sucede con el pecado original, no es del todo culpa de quienes cometen tales inmoralidades. De hecho, lo que he 165 propuesto aquí es una interpretación materialista de esa doctrina. Las acciones pueden ser inicuas sin que quienes las realizan lo sean también. Lo mismo sirve para la bondad. Los sirvengüenzas pueden ser buenos samaritanos alguna que otra vez. Desde un punto de vista histórico, las buenas acciones son posiblemente más importantes que los buenos individuos. Mientras una persona ayude a que funcione el sistema de ayuda contra el hambre, el hecho de que lo haga para impresionar a su novio con su altruismo no es realmente relevante. Sí, pero ¿y qué pasa con el mal? En ese caso, la distinción entre actos y personas parecería mucho menos sólida. ¿Puede haber actos malvados sin que existan personas malvadas que los lleven a término? No si el argumento de este libro se tiene en pie, pues el mal es tanto una condición del ser como una cualidad de la conducta. Dos acciones pueden parecer exactamente iguales, y una ser mala y la otra no. Pensemos, por ejemplo, en la diferencia entre alguien que practica el sadismo para obtener placer erótico en una relación sexual consentida, y alguien que fuerza a otra persona a padecer un dolor insoportable para mitigar su propia sensación nauseabunda de no-ser. Pero si el mal requiere de un sujeto humano, ¿qué pasa con los nazis? ¿De quién fue el estado subjetivo del ser que condujo a Auschwitz? ¿De Hitler? ¿De toda la vanguardia del partido en bloque? ¿De la psique nacional? No son preguntas que tengan fácil respuesta. Tal vez la mejor que podamos aventurar sea que el mal en la Alemania nazi, como en otras situaciones similares, funcionó a muy diferentes niveles. Hubo quienes conspiraron y participaron sobre el terreno en un proyecto malvado no porque ellos fueran malvados, sino porque, como miembros de las fuerzas armadas o como funcionarios menores de algún otro departamento, se 166 sintieron en la obligación de hacerlo. Hubo otros que fueron partícipes entusiastas de dicho proyecto (matones, patriotas, antisemitas ocasionales y gente por el estilo) y que fueron, por consiguiente, más culpables, pero que a duras penas podríamos calificar de malignos. Y hubo también quienes cometieron actos indescriptiblemente atroces, pero no porque obtuvieran una gratificación particular con ello. Eichmann podría muy bien encajar dentro de esta última categoría. Y, finalmente, hubo quienes (presumiblemente, como el mismo Hitler) se entregaron a sus propias fantasías de aniquilación y que probablemente podamos considerar como auténticamente malvados y malignos. Podríamos quizás atrevernos de forma tentativa a mencionar la existencia de una particular psique nacional: una serie de fantasías que captaron y contagiaron a muchos que no se las habían inventado, pero que acabaron afectados, a través de la propaganda nazi, por la sensación escalofriante de estar invadidos y debilitados por una vil mugre extranjera. Si mi argumento en torno a la moral y las condiciones materiales tiene un mínimo de validez, una importante consecuencia se deriva del mismo: no podemos dictar un juicio moral sobre la especie humana porque jamás hemos sido capaces de observarla más que en condiciones desesperadamente deformadas. Sencillamente, no podemos decir cómo podrían haber sido los hombres y las mujeres si las condiciones hubieran sido distintas. Hay quienes creen que la verdad sobre la humanidad sólo sale a relucir cuando las personas son sometidas a una presión extrema. Arrinconándolas contra la pared y enfrentándolas (por ejemplo) en una sala perfectamente iluminada con aquello que más las aterra, se revelarán como verdaderamente son. Pero eso es a todas luces falso. 167 Es probable que la mayoría de individuos mataran a otros por comida y agua si se dieran ciertas condiciones, pero eso revela muy poco acerca del estado normal de sus almas. Los hombres y las mujeres sometidos a una presión intensa son generalmente incapaces de mostrar su mejor versión. Es verdad que hay quien dice que algunas personas ofrecen su mejor cara en las crisis. Ésa es una virtud que supuestamente exhiben los británicos, por poner un ejemplo. Pasan el tiempo que transcurre entre una crisis y otra aguardando pacientemente la oportunidad de volver a dar muestras de extraordinario heroísmo. Pero ese tipo de personas no son más que una minoría. Si los hombres y las mujeres sometidos a presión necesitan que les sean levantadas tales restricciones, no es únicamente por el bien de su salud, sino también porque sólo entonces tendrán la oportunidad de descubrir quiénes son realmente o de llegar a ser quienes quieren ser. A juicio de Marx, todo lo que ha acontecido hasta el momento en la historia no ha sido verdaderamente historia propiamente dicha, sino que ha constituido lo que él llamó «prehistoria». No ha sido más que una sucesión de variantes del deprimentemente persistente tema de la explotación. Sólo rompiendo con esa dinámica y avanzando hacia la historia bien entendida, tendremos la oportunidad de descubrir nuestra composición moral. Obviamente, lo que nos encontremos a partir de ahí podría no ser muy agradable. Quizás descubramos incluso que, todo este tiempo, no hemos sido más que unos monstruos. Pero, como mínimo, estaremos por fin en disposición de vernos tal como somos, sin la visión distorsionada provocada por una incesante lucha por los recursos o por una brutal imposición de poder. 168 Desde cierta perspectiva, los absolutistas morales tienen razón. La distinción que importa es la que se establece entre lo bueno y lo malo. Pero no en el sentido en que ellos la imaginan. A nivel moral, lo que de verdad divide a las personas entre sí es si reconocen o no que la historia transcurrida hasta la fecha ha sido, en su mayor parte, un relato de sangre y despotismo, que la violencia ha sido mucho más típica de nuestra especie que la conducta civilizada, y que muchísimos hombres y mujeres nacidos en este planeta habrían estado casi sin lugar a dudas mejor si jamás hubieran llegado a ver la luz del día. A algunos izquierdistas les incomodarán estos sentimientos tan adustamente schopenhauerianos. Tal vez les parezcan tristemente derrotistas y consideren que, por ello, amenazan con minar el ánimo y la moral política. Se trata de izquierdistas para quienes el pesimismo es una especie de delito ideológico, de igual modo que hay estadounidenses, optimistas crónicos, para quienes toda negatividad es una forma de nihilismo. Pero en el realismo se encuentra la raíz de toda sabiduría política. Thomas Hardy sabía que sólo si se sabía analizar lo peor con la cabeza fría, podía avanzarse aunque fuera a tientas hacia lo mejor. En la actualidad, resulta irónico que sea un determinado progresismo irreflexivo el que suponga una amenaza para el cambio político: una amenaza mayor que la que pueda plantear una adecuada toma de conciencia sobre el carácter pesadillesco de la historia. Los verdaderos antirrealistas son quienes, como el científico Richard Dawkins, tienen el sorprendentemente autosatisfecho convencimiento de que todos nos estamos haciendo mejores personas y más civilizadas. «En el siglo XXI, la mayoría de nosotros —ha escrito en El espejismo de Dios— estamos […] muy por 169 delante de nuestros congéneres de la Edad Media, o de los tiempos de Abraham, o incluso de una época tan reciente como la década de 1920. La ola en su conjunto no deja de moverse y hasta la vanguardia de un siglo anterior […] se encontraría muy por detrás de los rezagados de una centuria más tardía. Siempre hay reveses locales y temporales, como los que Estados Unidos está sufriendo por culpa de su gobierno a principios del nuevo milenio. Pero, considerada en una escala temporal más amplia, la tendencia de progreso es inconfundible y no cesará»49. Es cierto que Dawkins se refiere aquí, sobre todo (aunque no exclusivamente) al crecimiento de los valores liberales. Y ése es un ámbito en el que sin duda se ha producido un progreso muy de agradecer (aunque bastante desigual). Así que Dawkins, pese a esa altaneramente dogmática sentencia final «y no cesará» (¿acaso tiene una bola de cristal?), está absolutamente en lo cierto al insistir en el valor inestimable de este desarrollo frente a aquellos para quienes la idea misma de progreso no es más que un mito imperialista. Es verdad que hay cosas que mejoran en ciertos aspectos. Quienes dudan de la realidad del progreso podrían probar a que les extrajeran una muela sin anestesia. También podrían tratar de mostrar mayor respeto por las hermanas Pankhurst o por Martin Luther King. Pero también hay cosas que empeoran. Y de éstas, el ingenuo Dawkins apenas tiene nada que decir. Nadie deduciría de su ufana versión de la evolución de la humanidad en cuanto a su grado de sabiduría que hoy también nos enfrentamos a la 49 Richard Dawkins, The God Delusion, Londres, 2006, pp. 70-71. [Hay trad. cast.: El espejismo de Dios, Madrid, Espasa Calpe, 2007.] 170 devastación planetaria, a la amenaza de un conflicto nuclear, a la propagación de catástrofes como el sida y otros virus letales, al fervor neoimperial, a las migraciones masivas de los desfavorecidos, al fanatismo político, a un retorno de las desigualdades económicas típicas de la era victoriana, y a un número diverso de otros desastres potenciales. Para los adalides del Progreso, la historia es una oleada acumulativa de conocimiento y tolerancia atravesada por algunas corrientes menores de ignorancia. Quedan aún unas cuantas anomalías incivilizadas pendientes de arreglo, limpieza o eliminación. Para Dawkins, la llamada «Guerra contra el Terror» no es más que un breve ataque histórico de hipo. Para el radical, sin embargo, la historia aúna tanto civilización como barbarie. Y ambas están inseparablemente entretejidas. Leyendo a quienes piensan como Dawkins, uno se da cuenta de por qué la doctrina del mal o del pecado original puede ser una creencia de signo radical, pues sugiere que nuestra situación es tan desesperada que sólo podemos aspirar a corregirla con una transformación bien a fondo. Richard J. Bernstein ha escrito en su libro El mal radical que la destrucción del World Trade Center en 2001 fue «el epítome mismo del mal de nuestro tiempo»50. Parece no haberse dado cuenta de que Estados Unidos ha matado inconcebiblemente a más población civil inocente en el último medio siglo que la que pereció en aquella tragedia en Nueva York. Mientras escribo, puede que un número de personas cientos de veces superior hayan sido masacradas ya en la guerra criminal a la que aquella tragedia dio lugar en Irak. 50 Richard J. Bernstein, Radical Evil, Cambridge, 2002, p. X. 171 Bernstein pasa por alto las tiranías y las carnicerías perpetradas por su propia nación en nombre de la libertad. La perversidad de creernos lo que dice siempre es cosa de otros. Hoy en día, en Occidente, tal perversidad parece patrimonio principalmente de los regímenes políticos que Estados Unidos no puede dominar en este momento, como Irán y Corea del Norte, así como del terrorismo islámico, que, sin duda, supone una grave amenaza (aunque grandemente hiperbolizada) para el bienestar humano. Conforme a los términos del presente libro, sin embargo, dicho terrorismo es perverso, pero no malvado, y la diferencia estriba en algo mucho más sustancial que una simple sutileza verbal. En realidad, nuestra seguridad y nuestra supervivencia mismas podrían acabar dependiendo de ella. Los malvados no pueden ser disuadidos de su conducta destructiva porque no hay racionalidad alguna que respalde sus acciones. Para ellos, la racionalidad que otras personas tratan de aplicar a la cuestión es, en realidad, parte del problema. Por el contrario, con quien sí es teóricamente posible debatir es con quienes usan medios inescrupulosos para alcanzar fines racionales o, incluso, admirables. Los treinta años de conflicto en Irlanda del Norte han tocado a su fin, en parte, porque el republicanismo armado irlandés entraba de lleno en esta categoría. Pero ése podría haber sido el caso también en cierto momento con parte del fundamentalismo islámico. Si Occidente hubiera actuado de forma distinta en el trato dispensado a ciertos países musulmanes, tal vez se hubiera librado (al menos, en parte) de la agresión de la que es hoy objeto. Con esto no pretendo afirmar que el integrismo islámico sea particularmente racional. Todo lo contrario: está infectado por las 172 más virulentas cepas del prejuicio y la intolerancia, como atestiguan sobradamente sus despedazadas y masacradas víctimas. Pero esas mortíferas fantasías están entremezcladas con algunos agravios políticos específicos, por muy ilusorios o injustificados que los consideren sus enemigos. Creer que no es así equivale a imaginarse no ya que los terroristas islámicos sean unos brutales cabezotas, sino que no tienen cabeza alguna sobre los hombros. Equivale a afirmar no ya que sus agravios son equivocados, sino que no hay absolutamente nada que discutir. Nos encontramos, pues, ante un prejuicio irracional que rivaliza con el de los propios islamistas: un prejuicio que sólo puede empeorar las cosas. La tragedia no consiste únicamente en que millones de ciudadanos y ciudadanas corran hoy peligro de muerte sin culpa propia alguna: consiste también en que, posiblemente, nunca hizo falta que corrieran semejante peligro. Indudablemente, es posible que hubieran existido de todas formas ideologías islamistas brutales e ignorantes, como también hay credos occidentales brutales e ignorantes. Pero es improbable que las Torres Gemelas se hubieran desmoronado por culpa simplemente de algo así. Para que eso ocurriera hizo falta también la sensación de enojo y humillación del mundo árabe ante la larga historia de abusos políticos cometidos allí por Occidente. Calificar el terrorismo islámico de malvado —en el sentido de la palabra empleado en este libro— significa negarse a reconocer la realidad de esa ira. Puede que sea ya demasiado tarde para llevar a cabo el tipo de acciones políticas que podrían ayudar a mitigarla. El terrorismo ha adquirido en la actualidad un letal impulso propio. Pero existe una diferencia entre lamentarse de esta oportunidad trágicamente perdida y tratar a los enemigos como bestias salvajes que jamás se dejarán influir por ninguna acción racional. Para los valedores de 173 este último punto de vista, la única solución a la violencia terrorista es más violencia. Más violencia engendra más terror, lo que, a su vez, pone aún más vidas inocentes en peligro. El resultado de clasificar el terrorismo dentro de la categoría de lo malvado es una exacerbación del problema. Y quien empeora así el problema se vuelve cómplice, aunque sea inadvertidamente, de la barbarie misma que tanto condena. 174 Contenido Introducción ........................................ 5 1 Ficciones Del Mal ................................................. 24 2 Placer Obsceno .................................................... 87 3 Los Consuelos De Job ........................................... 143 175 TERRY EAGLETON (Inglaterra, 1943). Eagleton nació en Salford en una familia obrera y católica, cuyos abuelos paternos eran inmigrantes irlandeses, más humildes. De niño hizo de monaguillo y de portero en un convento de carmelitas, como recuerda en su autobiografía, de tono a menudo irónico. Sintió enseguida el elitismo de la universidad en la que estudió, y donde se doctoró, el Trinity College de Cambridge. A continuación, fue profesor en el Jesus College de Cambridge. Tras varios años de haber enseñado en Oxford —Wadham College, Linacre College y St. Catherine’s College—, obtuvo la cátedra John Rylands de Teoría Cultural de la Universidad de Mánchester, donde enseña actualmente. Eagleton fue discípulo del crítico marxista Raymond Williams. Empezó su carrera como estudioso de la literatura de los siglos XIX y XX, para pasar después a la teoría literaria marxista, en la estela de Williams. En los últimos tiempos, Eagleton ha integrado los estudios culturales con la teoría literaria tradicional. En los años sesenta formó parte de Slant, un grupo católico de izquierda, y escribió varios artículos de corte teológico, como el libro Towards a New Left Theology. Sus publicaciones más recientes evidencian un interés renovado por los temas teológicos. Otra de las grandes influencias teóricas de Eagleton es el psicoanálisis. Ha sido, además, uno de los principales valedores de la obra de Slavoj Žižek en el Reino Unido. 176