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POÉTICAS Y CONSTRUCCIÓN DE LA IMAGEN DE AUTOR* Ignacio GARCÍA AGUILAR Universidad de Córdoba En los siglos XVI y XVII españoles comienza a conformarse la imagen del poeta como escritor y autor en sentido moderno, sin importantes diferencias en lo esencial con respecto al modo en que se conocerá y reconocerá la escritura lírica en los siglos posteriores (Ruiz Pérez, 2009). Así pues, la nueva posición ocupada por el poeta en el campo literario lo convierte en un elemento más del sistema de la cultura, con un grado cada vez más amplio de independencia con respecto a las restricciones e imposiciones de la autoridad nobiliaria y preceptiva. Una vez que la escritura poética se desvincula de los determinismos de los tradicionales círculos cortesanos o académicos y accede al mercado, las motivaciones de su propia formalización lingüística, tonal y temática se modifican, pero también, y esto no carece de importancia, el férreo normativismo preceptivo de un ars combinatoria que determinaba por completo los aspectos inventivos y elocutivos de los textos literarios, y fundamentalmente poéticos. En el tránsito del XVI al XVII se producen importantes modificaciones en la imagen y la concepción del autor en lo que atañe a los distintos géneros literarios: mientras que la prosa de ficción crece y evoluciona muy fuertemente vinculada a la imprenta como un género editorial (Infantes, 1989) al margen de preceptiva, la comedia nueva evoluciona rompiendo con las unidades aristotélicas y adaptándose al gusto mayoritario del público que paga por su consumo (García Santo-Tomás, 2000), en tanto que la poesía se polariza en moldes tan distintos y distantes como aquellos que van desde la justificación de Lope, * Este trabajo se ha realizado en el marco del proyecto Arias Montano: Teología y Humanismo (FFI2009-07731). amparada en el mercado y la aceptación mayoritaria de su literatura (Sánchez Jiménez, 2006; García Aguilar, 2006), hasta la exclusividad de Góngora, fundamentada justamente en lo contrario, en la diferencia y el distanciamiento con respecto a lo di-vulgativo. Todos estos cambios y modificaciones en el sistema literario del Siglo de Oro (Ruiz Pérez, 2009 y 2010b) suceden en el terreno de la praxis, pues resulta de sobras conocida la orfandad preceptiva en la que se movía la lírica aurisecular española, así como el distanciamiento del teatro con respecto a normas compositivas y la independencia de la novela en su maduración y crecimiento. A pesar del grado de innovación que las prácticas poética, dramática y novelesca desarrollan en sus concreciones textuales, no debe olvidarse que, aunque con un grado de innovación mucho más matizado, también es posible atisbar ciertos principios de cambio en algunas de las preceptivas españolas en las que se tratan, con un grado variable de intensidad, cuestiones relacionadas con el estatuto autorial cambiante durante estos años. Y aunque es cierto que tales modificaciones no operaron en un nivel tan profundo como lo hicieron las de los escritores más vanguardistas y renovadores del período, no carece de importancia que justamente textos preceptivos se empaparan, en mayor o menor medida, de las tensiones que estaban modificando el sistema de percepción del escritor en su tiempo y de las relaciones de éste con su entorno de referentes sociales y literarios, especialmente en lo que atañe a la desvinculación con respecto de las autoridades canónicas; a la paulatina individuación del escritor y su obra; a la progresiva nacionalización de la literatura y la consiguiente apuesta por unos modelos vernáculos representados por autores recientes que se van consolidando como nuevas auctoritates; así como también a los nuevos modos de difusión y consumo literarios, marcados por las dinámicas del mercado. Es por esto que en las breves páginas siguientes trataremos de señalar algunos elementos que permitan reflexionar sobre varias de las caracterizaciones que en torno a la noción del autor-poeta se formalizan en los textos preceptivos que, desde distintas orientaciones y enfoques, dan a la imprenta en las últimas décadas del XVI y primeras del XVII Huarte de San Juan (1575, 1594), Sánchez de Lima (1580), Díaz Rengifo (1592), López Pinciano, Carvallo (1602) y Cascales (1617). A la altura de 1615 Salas Barbadillo censuraba en su Corrección de vicios la desmesurada divulgación de la poesía y la perniciosa utilidad de instrumentos preceptivos, con alto valor retórico, en la proliferación de poetas o, mejor, versificadores: Aquella chusma vagante de infinitos bárbaros que quieren gozar el título y nombre de insignes ingenios indignamente es tanta que ya no hay sastre que esté sin el Arte poética de Rengifo; echan por aquellas aceras de consonantes y cogen truchas a bragas enjutas; sacan las coplas redondas y duras como bodoques y descalabran los oídos. (Ruiz Pérez, 2009: 90) Efectivamente, la “chusma vagante” y bárbara que criticaba Salas Barbadillo se valía del Arte poética de Rengifo como herramienta para la elaboración de sus poemas. No en balde, la obra firmada por el jesuita Diego García Rengifo se había convertido, desde su primera impresión en 1592, en un manual de referencia para versificadores que encontraban recetas tanto para la composición de los metros tradicionales como para la veta italianista. Que el autor fuese jesuita no carece de importancia, pues el estudio de la retórica era parte sustantiva de la formación educativa en la Compañía de Jesús. Se podría asumir que el Arte poética de Rengifo continúa la tendencia, iniciada en los albores del Renacimiento, de la abundante profusión de preceptivas retóricas, vinculadas a fines formativos y escritas, salvo contadas excepciones, en latín (Nebrija, García Matamoros, Vives, Antonio Llull, Fox Morcillo, el Brocense, Pedro Juan Núñez, Cipriano Suárez o Palmireno) —si bien es cierto que es ésta una tendencia que se invierte por la paulatina proliferación de retóricas en castellano conforme transcurre el siglo XVI y se avanza en el XVII (Galbarro, 2007 y 2010). Pero más allá del valor didáctico del tratado de Rengifo, se pueden destacar otros elementos de la obra que profundizan en un principio de cambio con respecto a los modos anteriores, con una relevante incidencia en la conformación de la imagen del poeta. Ya de inicio, la opción por difundir la preceptiva retórica por vía impresa en lengua romance permite, como resulta obvio, conectar con un consumidor masivo, anónimo, desconocido e indiferenciado. Un consumidor, eso sí, definido por un gusto común por la práctica versificatoria, la cual se le ofrecía en el libro por medio de sencillas recetas o estrategias de escritura. Es muy explícito al respecto el autor en su prólogo Al prudente y cristiano lector, en el que subraya la novedad y utilidad de su tratado: Muchas veces me suelo maravillar, prudente y cristiano lector, de que en todas las otras artes y ciencias hayan salido, y salgan cada día, varios libros con que unos y otros autores abren camino, dan luz y facilitan el estudio y trabajo a los que se dan a ellas, y en la poesía española, que tantos y tan ilustres profesores tiene, no hay quien escriba preceptos ni dé medios para mejor conseguir la perfección della. (Rengifo, 1606: [¶2]) [Cursiva nuestra] Es clara, pues, la intención renovadora, así como su empeño por abrir nuevas vías que faciliten el análisis y el mejoramiento de la poesía mediante un esforzado trabajo. Justamente el trabajo invertido en tales afanes es un indicio evidente de que la escritura poética se iba despojando de la justificación tradicional que la definía como un producto emanado del ocio furtivo, para convertirse entonces en un objeto más del sistema de la cultura, producido por una técnica concreta y con vínculos cada vez más estrechos con el mercado. De esta manera, el normativismo poético comenzaba a abandonar abruptamente los espacios exclusivos y distintivos de la corte nobiliaria, del aula universitaria o de la academia restringida; de los cenáculos cultos, en suma, para ampliar así su ámbito de influencia al mercado masivo del comprador que puede pagar por normas, recetas o estrategias que le servirán para crear versos y poemas al margen del encorsetamiento clasicista de antaño. No carece de interés, además, que quien elabora el tratado y lo ofrece al consumidor anónimo fundamente la validez de lo impreso en el valor de la propia experiencia (igual que Lope en su Arte nuevo), en la novedad del texto dentro de la tradición vernácula, así como en el gusto (y provecho) personal de quien lo escribe y firma: Habiendo, pues, yo ejercitado muchos años esta arte, con la larga experiencia eché de ver las cosas que la hacen dificultosa y fui buscando todos los medios que me podían ayudar para vencerlas. Y aunque para la poesía latina hallé muchos y muy curiosos libros escritos por autores antiguos y modernos, para la española apenas hallé uno a quien me pudiese arrimar y tomar por guía, y así hube de trabajar por mí y hacer esta obrecilla al principio sólo con intento de mi propio gusto y provecho. (Rengifo, 1606: [¶2]) [Cursiva nuestra] El gusto, alejado claramente de lo justo preceptivo, fórmula definitoria del Arte nuevo (1609) lopesco, aparece entonces como clave distintiva de la diferencia entre la poesía latina, tan cargada y lastrada de autoridad normativa, y la poesía española, en proceso de reformulación y cambio. Algunos de los indicios de ese cambio se perciben nítidamente en la combinación de natura platónica y ars aristotélico que caracterizan al Arte poética española, y que anticipa Rengifo en la dedicatoria Al conde de Monterrey, cuando afirma que “El uso de la poesía que en estos tiempos tanto florece en nuestra España más se puede atribuir a la naturaleza que al arte”. Asevera a continuación que “si la naturaleza se perficionase con el arte”, la calidad literaria se vería muy acrecentada y se gozaría en España “de obras no menos perfectas y acabadas en nuestra lengua que las que gozan los latinos y griegos en las suyas” (Rengifo, 1606: [¶5]). Esta clara conciencia de superación de las canónicas auctoritates grecolatinas, mediante el conocimiento de nuevas normas, no sólo afecta al discurso poético clásico, sino que incluso se conecta explícitamente con los modelos educativos imperantes y basados en la transmisión del legado latino, ya que también afirma Rengifo no “ser suficiente para la poesía española todo lo que se aprende en las escuelas”, en donde únicamente “se enseña la cantidad de la sílaba latina” (Rengifo, 1606: [¶6]). Las ideas expuestas en los paratextos del volumen se desarrollan de modo teórico, pero sobre todo práctico, a lo largo del volumen. Y es precisamente a los vínculos entre naturaleza y arte a lo que dedica Rengifo en exclusiva los dos primeros capítulos: Qué cosa sea esta arte y quiénes fueron sus primeros inventores, primero, y La vena y el arte, cómo son necesarias para la poesía, en segundo lugar. En ellos se expone que los orígenes de la poesía están vinculados a una primigenia creación natural y espontánea, ya que “primero fueron los hombres poetas naturales y hicieron rimas sin artificio” (Rengifo, 1606: 1); aunque pasado el tiempo, y “haciendo reflexión sobre ellas […] inventaron muchos géneros de versos y dieron preceptos para mejor hacerlos” (Ibídem). Desde esta evolución general, en la que la naturaleza se domeña y reduce progresivamente mediante las normas de una técnica concreta, se entronca con el caso concreto de la poesía coetánea, afirmando Rengifo que “encontramos poetas españoles a cada rincón, que si les preguntan del arte con que componen, no saben dar razón della” (Rengifo, 1606: 2). Y añade a continuación que “dirá alguno que la naturaleza hace los poetas, y no el arte, y traerá aquel dicho tan celebrado entre los antiguos: los poetas nacen y los oradores se hacen” (Ibídem). El clásico aforismo retórico Poeta nascitur, orator fit queda superado en El arte poética española mediante una fórmula conciliatoria y equilibrada: […] un poeta de mediano natural, con el arte y ejercicio se hace aventajado, y otro que parece nació y se crió en el Parnaso entre las mismas musas saca versos muy humildes y bajos por falta de doctrina. Por eso dijo Horacio que ni el arte sin la vena, ni la vena sin el arte aprovechan, sino que ambas dos cosas se han de juntar y ayudar para que uno salga poeta. (Rengifo, 1606: 3) Desde este ajustado y necesario equilibrio entre “vena” y “arte” (natura y ars), se concluye que las normas de la retórica y el trabajo del poeta adquieren una posición de primer nivel, preludiando ya al Cervantes que se declaraba despojado de la “gracia que no quiso darle el cielo” para ser poeta; y, por ende, “hijo de sus obras”, parafraseando lo recogido en el Quijote I, 4; o, en palabras dirigidas por Apolo al personaje Cervantes del Viaje del Parnaso: “tú mismo te has forjado tu ventura” (IV, 79) (Ruiz Pérez, 2006: 152). De la dualidad entre naturaleza y arte, así como también de la carencia de tratados retóricos de este tipo en la tradición española y de su utilidad había dado cuenta, unos años antes que Rengifo, el Arte poética en romance castellano (1580) de Sánchez de Lima, quien en el prólogo Al lector afirmaba sobre aquello que denomina su “obrecilla” lo siguiente: Yo viendo que los que con mejor título lo pudieran hacer no lo hacen, por parecerles que esto es cosa que no tanto por arte como por naturaleza se deprende, y otros porque se ocupan en otras cosas de más tomo […] y sabiendo —como de cierto lo sé— que hay ingenios en España que si tuviesen una luz de las reglas que son menester guardarse en las composturas harían muchas y muy buenas cosas […] movido con buen celo quise abrir el camino con este breve compendio, para que otros de mejor ingenio procuren sacarlo después más limado. (Sánchez de Lima, 1944: 11-12) El prólogo no sólo se vale del mismo recurso de la humilitas usado por Rengifo para designar su tratado como “obrecilla” (Sánchez de Lima, 1944: 11), al modo luisiano, sino que establece asimismo la necesidad de delimitar normas que permitirán mejorar lo intrínseco y natural del poeta, igual que hizo unos años más tarde la obra del jesuita. En una y otra Arte poética se subraya la importancia de abrir caminos nuevos para la versificación y el valor instrumental, en tanto que recetario poético divulgativo, de estos tratados. Al igual que en la obra de Rengifo, de una década más tarde, el inicio del libro de Sánchez de Lima se dedica a elucidar el enfrentamiento entre ars y natura, desde la certeza absoluta en que es imposible llegar a ser poeta sin el conocimiento instrumental de la preceptiva, la cual complementa necesariamente las habilidades naturales: “porque, como digo, arte no es otra cosa sino un suplemento con que con artificio se adquiere lo que la naturaleza faltó para la perfeción del arte” (Sánchez de Lima, 1944: 12). Tanto la obra de Sánchez de Lima como la de Rengifo lidian con la dicotomía entre ars y natura desde un planteamiento conciliador, defendiendo la necesidad de establecer y conocer normas, lo cual no era muy distinto de lo expuesto en otras retóricas anteriores. Lo verdaderamente novedoso de ambos tratados no estriba, por tanto, en el establecimiento de los referidos vínculos entre arte y naturaleza, sino en la decidida apuesta por difundir tales recetas poéticas por medio del romance castellano, fracturando de ese modo la línea de reclusión y exclusividad humanista, y sustituyéndola entonces por un principio de divulgación que tiene en la imprenta a su herramienta más eficaz, lo que permitiría que cualquier comprador o lector del libro pudiera convertirse en poeta. El Arte poética (1580) de Sánchez de Lima se da a la estampa, además, en el mismo año en que Fernando de Herrera osa imprimir unas Anotaciones, bien distintas de las del catedrático de retórica Sánchez de las Brozas (1574), en las que la autoridad garcilasiana es subvertida y superada para reivindicar la particular praxis compositiva del erudito hispalense y de los de su grupo de poetas sevillanos (López Bueno, 1997; Ruiz Pérez, 2010a). La superación de la autoridad garcilasiana en el espacio poético castellano tiene un correlato similar, aunque no de tanto calado, en el tratado de Sánchez de Lima justo cuando Silvio (defensor de lo castellano desde argumentos propios de Castillejo) pregunta a Calidonio (estandarte de la veta italianista) “acerca de la vena que dicen que tienen los poetas, sin la cual dicen algunos que no es posible poderlo ser ninguno”. Calidonio, entonces, explica que: lo que el vulgo llama vena no es otra cosa sino un natural bueno e inclinado a la poesía, y este natural tienen cual más, cual menos, y otros no tienen ninguno. Y a lo que algunos dicen que la poesía se adquiere con el estudio de las letras, y que de otra manera no puede ninguno ser poeta, a eso respondo que Montemayor fue hombre de grandísimo natural porque todo lo que hizo fue sacado de allí, pues se sabe que no fue letrado, ni más de romancista; aunque, si bien se mira, tantas y tan buenas cosas hay escritas en nuestro romance castellano que no hacen falta ya las obras latinas, pues ya tenemos a Homero, a Virgilio y a otros muchos y muy buenos autores traducidos, de tal suerte que ninguno siente falta de latinidad. (Sánchez de Lima, 1944: 37-38) La rotunda afirmación, a la altura de 1580, según la cual “no hacen falta ya las obras latinas”, expuesta en el marco de una retórica que aboga, justamente, por la necesidad de normas que pulan y mejoren la inclinación natural del individuo, supone, de modo efectivo, el comienzo en la preceptiva castellana de la sustitución de unas normas por otras en virtud de la translación de los modelos de autoridad, la superación del canon precedente; esto es, el paso del auctor clásico al autor contemporáneo, habida cuenta de que el viejo ars de las auctoritates latinas (como apunta Calidonio) no era útil ya para las nuevas formas de la poesía en romance castellano. Las Artes poéticas castellanas de Sánchez de Lima y Rengifo, a pesar de sus títulos, no trasvasan el límite de artes métricas o manuales versificatorios, como era lo común en el contexto español del momento. De esta tendencia se lamenta agriamente López Pinciano en el prólogo Al lector de su Filosofía antigua poética (1596): Deste nombre [Filosofía antigua] han huido nuestros españoles con justa razón, los cuales en sus libros no han dado Filosofía antigua ni aun moderna, sino tocado solamente la parte que del metro habla. No sé el porqué. Y esto de los escritores poéticos nuestros y de los ajenos. Digo que el filósofo, así como de todas las demás artes filosóficas, fue de la Poética principal fuente y principio. […] Aquí verás, lector, con brevedad la importancia de la Poética, la esencia, causas y especies della. (Pinciano, 1998: 12-13) El afán por restituir la sustancia filosófica de la poética clásica hará que no sea hasta la obra de este helenista cuando se pueda hablar de poética, en tanto que disciplina autónoma, para el ámbito español, en la línea de las interpretaciones de los Robortello, Minturno o Escalígero; pues únicamente tras la plena asimilación de Aristóteles y Horacio, a través de los italianos, será viable que en España madure una disciplina como la que se reivindica en la Filosofía antigua. Pero López Pinciano, además de helenista, traductor y poeta épico (autor de El Pelayo, 1615), era médico, y su formación en esta disciplina se deja notar en el planteamiento cientifista de su obra. De hecho, él mismo relaciona el conocimiento de los saberes médicos con la Poética, al afirmar “que si el médico templa los humores, la poética enfrena las costumbres que de los humores nacen” (Pinciano, 1998: 12), subrayando así las estrechas interrelaciones entre poesía y medicina. Antes que él, el médico navarro Huarte de San Juan había publicado su Examen de ingenios (1575), obra que, aunque silenciada en la Filosofía del Pinciano, influye sin género de dudas sobre ésta a partir de sus teorías sobre la imaginación y el ingenio imaginativo: “de la buena imaginativa nacen todas las artes y ciencias que consisten en figura” (Huarte, 1989: 395), y entre ellas se cuenta la poesía. Para Huarte de San Juan el hombre era, muy a grandes rasgos, resultado de la unión entre cuerpo y alma, y el modo en que el cuerpo influía sobre el alma definía los límites del ingenio tal y como lo entendía Huarte: Pero si el ánima, cuando quiere meditar, hallase el celebro caliente y seco, que es disposición natural para velar; y cuando quiere ayunar, hallase el estómago caliente y seco, con la cual temperatura dice Galeno aborresce el hombre el comer; y, si cuando quiere y ama la castidad, estuviesen los testículos fríos y húmidos, todo se lo hallaba hecho sin ninguna contradicción. Porque la ley del ánima y la ley de los miembros del cuerpo, ambas pedían una mesma cosa, y, así, obraría el hombre con mucha suavidad. Por donde dijo bien Galeno que al médico pertenecía hacer un hombre, de vicioso, virtuoso; y que los filósofos morales hacían mal en no aprovecharse de la medicina para conseguir el fin de su arte, pues en alterar los miembros del cuerpo hacían obrar a los virtuosos con suavidad» (Huarte, 1989: 255). Conforme a ello, el temperamento corporal condiciona las acciones. Y esto no carece de interés en relación con la imagen autorial aquí tratada, pues desde el momento en que el poeta se concibe a partir de su estricta materialidad, se establece una distancia con respecto de cualquier ente abstracto o social. Es cierto que ello puede interpretarse como una restricción en la libertad de acción, pues el individuo, entonces, queda reducido a ser, en cierto modo, un mero esclavo de sus pasiones o determinismos corporales. Sin embargo, con ello se tiende, asimismo, hacia la individuación, la diferencia y la posibilidad de que cualquiera, al margen de su procedencia social, pueda llegar a convertirse en autor o poeta a partir de su ingenio. De hecho, la obra de Huarte se propone como fin prioritario elucidar los distintos tipos de ingenio que existen a partir del análisis de las habilidades individuales; o en palabras del médico navarro: “Saber, pues, distinguir y conocer estas diferencias naturales del ingenio humano, y aplicar con arte a cada una la ciencia en que más ha de aprovechar, es el intento desta mi obra” (Huarte, 1989: 164). De acuerdo con lo expuesto en el Examen, cada cual debe consagrarse a la tarea específica que le es más propia, pues como afirma Huarte “es lástima ver a un hombre trabajar y quebrarse la cabeza en cosa que es imposible salir con ella” (Huarte, 1989: 152). Es por eso que en el Examen se propone configurar un método que permita establecer las aptitudes óptimas de unos y otros individuos, de modo que ejerzan las funciones al servicio de la república en virtud de sus “disposiciones naturales”; entendiendo, eso sí, que lo natural para Huarte era algo bien distinto de lo que suponía para Sánchez de Lima y Rengifo, ya que en el Examen la naturaleza se define como “el temperamento de las cuatro calidades primeras (calor, frialdad, humedad y sequedad)” y consideraba asimismo que de éstas nacían “todas las habilidades del hombre, todas las virtudes y vicios y esta gran variedad que vemos de ingenios” (Huarte, 1989: 244). La naturaleza para el médico navarro es, por tanto, un sistema combinatorio que a partir de las cuatro cualidades elementales mencionadas permite caracterizar al individuo. Y partiendo de esta base, Huarte de San Juan intentará vincular las distintas naturalezas posibles a los individuos con las artes más idóneas, pues no todos los hombres están hechos para todas las artes. De ese modo, y es lo que importa a nuestro propósito, la habilidad, el talento o el ingenio del arte poética no vendrán predispuestos de antemano por la adscripción a grupos sociales o corporaciones específicas, ni siquiera por el estudio, sino por la naturaleza individual. Así, por ejemplo, Huarte asume que “Marco siracusano era más delicado poeta cuando estaba, por el calor demasiado del celebro, fuera de sí” (Huarte, 1989: 312), y cuando volvía a “templar, perdía el metrificar, pero quedaba más prudente y sabio” (Huarte, 1989: 313). De ello se colige que el oficio de poeta no puede ser algo para todos, juicio absolutamente contrario a las tesis formuladas implícitamente por las retóricas de Sánchez de Lima y Rengifo, basadas justamente en la posibilidad de adquirir la condición de poeta mediante el conocimiento de las reglas de metrificar. Tal posición se justificaba mediante la idea aristotélica de tabula rasa, pues la negación del innatismo platónico comporta una concepción de la poesía que otorga predominancia al poder de las normas, convirtiéndola en una mera cuestión retórica. Absolutamente contrario a esta visión, Huarte de San Juan deja clara la naturaleza innata y distintiva de la poesía en el ámbito del ingenio imaginativo, al exponer que: Todas las artes, dice Cicerón, están constituidas debajo de ciertos principios universales, los cuales aprendidos con estudio y trabajo, en fin se vienen a alcanzar; pero el arte de poesía es en esto tan particular, que si Dios o Naturaleza no hacen al hombre poeta, poco aprovecha enseñarle con preceptos y reglas cómo ha de metrificar. (Huarte, 1989: 393) Y justamente al análisis de estas aptitudes individuales consagra buena parte de su Examen, pues la delimitación de dichos talentos redundará en beneficio de la república, como expone en su Prohemio al rey Felipe II: Para que las obras de los artífices tuviesen la perfección que convenía al uso de la república, me pareció, Católica Real Majestad, que se había de establecer una ley: que el carpintero no hiciese obra tocante al oficio de labrador […], sino que cada uno ejercitase sola aquel arte para la cual tenía talento natural, y dejase las demás […] Y porque no errase en elegir la [arte] que a su natural estaba mejor, había de haber diputados en la república […] que en la tierna edad descubriesen a cada uno su ingenio, haciéndole estudiar por fuerza la ciencia que le convenía, y no dejarlo a su elección. De lo cual resultaría en vuestros estados y señoríos haber los mayores artífices del mundo y las obras de mayor perfección, no más de por juntar el arte con naturaleza (1989: 149-151) La indagación en las cualidades naturales de los individuos está muy marcada por la intencionalidad política que guía la obra, que no es otra que la de propiciar que los mejores talentos trabajen para el bien óptimo del estado, entendiendo el talento como una cualidad natural que necesariamente debe perfeccionarse en consonancia con el desarrollo individual de quien lo ostenta. El tan manido ingenio es para Huarte: La fecundidad de la inteligencia […], capacidad de engendrar conceptos o figuras representativas de la naturaleza de las cosas, con carácter científico […] porque el entendimiento tiene virtud y fuerzas naturales de producir y parir dentro de sí un hijo, al cual llaman los filósofos naturales noticia o concepto, que es verbum mentis (1989: 188-189). El ingenio es, por tanto, un talento natural que puede (y debe) perfeccionarse, pues además de servir a la república es fundamental en el desarrollo particular de cada individuo: porque es vergüenza muy grande que me haya dado Naturaleza ojos para ver y entendimiento para entender, y pregunte a Astistóteles y a los demás filósofos qué figuras y colores tienen las cosas, y qué ser y naturaleza. Abrid vos los ojos, dice Platón, y aprovechaos de vuestro ingenio y habilidad; y no seáis cobardes: que el Autor que hizo a Aristóteles, ese mesmo os crió a vos, y quien hizo un tan grande ingenio podrá fabricar otro mayor, quedándole la mano sana y sin lesión (1989: 337). En una línea similar, López Pinciano, en su reflexión sobre la naturaleza del hecho literario, trasciende asimismo los manuales versificatorios y cifra la capacidad poética no en algo vinculado en exclusividad a la tekhné, sino en una racionalidad bien definida (no muy alejada del ingenio hurtaniano) que se convierte en agente generador de la poesía. Precisamente, en su definición literaria del hecho poético afirma López Pinciano que “poesía no es otra cosa que arte que enseña a imitar con la lengua, y poema es imitación hecha con la dicha lengua y lenguaje” (Pinciano, 1998: 110). Arte, imitación y lenguaje, por tanto, son los elementos definitorios del oficio poético. Sin embargo, conviene aclarar que el arte enunciado por López Pinciano en su definición de la poesía dista mucho del arte como técnica o ejercicio repetitivo de las retóricas antedichas, pues como había expuesto desde la epístola inicial de su Filosofía, el arte supone un “hábito de efectuar con razón verdadera” (Pinciano, 1998: 48). Y, al margen de la reminiscencia aristotélica, importa considerar los fuertes vínculos del arte con la razón, lo que desterraba definitivamente cualquier tipo de furor o arrebato poético de carácter irracional, fortuito o accidental. Y no porque no admitiese López Pinciano el concepto de “furor poético”, algo que bajo su punto de vista era absolutamente “natural” (Pinciano, 1998: 128), sino porque dicho furor debía estar domeñado por el ingenio racional, ya que “los versos quieren cielo que no sea tempestuoso, antes sereno” (Ibídem); y, de acuerdo con esta misma línea argumentativa, entiende López Pinciano que: un poco del furor extraño, al natural añadido, hará al ingenio lo que un poco de mareta al navío que, ayudado del templado alboroto camina velocísimamente; y, cuando es mucho, hace que (procurando el piloto contrastar el peligro) se turbe de manera que algunas veces no sólo no sale adelante, mas vuelve al puerto de donde salió. (Pinciano, 1998: 128) Si el sentido del arte es distinto del expuesto por Sánchez de Lima y Rengifo, también el sentido de la imitación vinculado a la poesía se torna más complejo, pues López Pinciano asume que “imitar, remedar y contrahacer” son “una misma cosa” (110), de lo que concluye que “imitación, remedamiento y contrahechura es derramada en las obras de naturaleza y arte”. Siendo esto así, la poesía no surge como resultado de imitar los escritos de un autor precedente, sino del ingenio particular del individuo, de su razón. Esta asimilación de la mimesis aristotélica alejaba a la poesía de la simple imitatio de las retóricas al uso, y restituía el sentido primigenio del poeta en tanto que generador de algo nuevo, ya que: El poeta escribe lo que inventa y el historiador se lo halla guisado. Así que la poética hace la cosa y la cría de nuevo en el mundo y por tanto le dieron el nombre griego que, en castellano, quiere decir hacedora; como poeta, hacedor, nombre que a Dios solamente dieron los antiguos. (Pinciano, 1998: 174) Caracterizando al poeta en virtud de su capacidad para crear y generar algo distinto se tiende hacia la autonomía específica del ejercicio poético, el cual es definido por López Pinciano como conjunción de arte racional, mímesis compleja (no resultado de la simple imitación) y todo ello expresado, lógicamente, en términos de lenguaje. Así pues, la poesía que se encerraba en el triángulo formado por el ingenio, la creación no estrictamente imitativa y el lenguaje comienza a parecerse ya, de modo nítido, a muchos de los parámetros que definirán el discurso poético más vanguardista e innovador de las primeras décadas del XVII. Y estas modificaciones en el estatuto del poeta y en su tendente individuación encajan perfectamente con uno de los propósitos fundamentales del Examen de ingenios: “la necesidad de crear una clase móvil de intelectuales, hijos de sus obras, que ocupen puestos de relevancia en el cuerpo social” (Serés, 1990: 81) [Cursiva nuestra]. Las artes versificatorias de Sánchez de Lima y Rengifo continuaban la línea de indagación en una codificación específica, al modo de la preceptiva tradicional, cuyo conocimiento y posterior seguimiento era fórmula única para acceder a la creación de un texto digno de estimación. Sin embargo, la norma no era ya humanista, sino vulgar y masiva. En un polo opuesto, los textos de Huarte y Pinciano también implican la superación de la autoridad preceptiva, pero a través de pulsiones individuales que no pueden pertenecer a la pluralidad del vulgo, pero que tampoco son ya exclusividad de una minoría designada de antemano desde parámetros sociales o académicos. Todo ello irá marcando una senda alternativa para la apertura del ejercicio poético y la individuación del escritor, tanto de versos (masivos) como de poemas (restringidos). Más cerca de estas coordenadas se mueve el modelo de poeta entendido por Cascales y Carvallo, aunque por vías distintas a las expuestas hasta ahora. El Cisne de Apolo de Carvallo, publicado en 1602 aunque preparado desde algún tiempo antes, supone una fusión de planteamientos previos con sugerentes innovaciones personales del autor. Carvallo conoce bien las retóricas de Sánchez de Lima y de Rengifo, aunque no las cita directamente (Carvallo, 1997: 9), y de hecho no presta demasiada atención a cuestiones métricas en su obra. Conoce, asimismo, la Filosofía del Pinciano, aunque la silencia, de acuerdo con Porqueras Mayo, para arrogarse el prestigio de ser el primero en transitar el camino de la poética española (Carvallo, 1997: 10), pues las obras previas a la suya, tal y como afirma en su Prólogo, “no poéticas sino versificatorias pueden ser llamadas” (Carvallo, 1997: 58). En el mismo paratexto confiesa Carvallo su respeto hacia los poetas e insiste, en la línea de Huarte y López Pinciano, en “que no basta para uno ser poeta el hacer versos” (Carvallo, 1997: 59), afirmando igualmente que puede existir poesía sin que haya verso, y que justamente el propósito de su obra estriba en “tratar lo que para el verdadero poeta es menester” (Carvallo, 1997: 60). También utiliza el prólogo para explicar el sentido del cisne como elemento emblemático que da sentido al libro, a partir del emblema inventado por Alciato para identificar al cisne con el poeta. Todas estas especificaciones y explicaciones confieren un tono didáctico al libro que lo diferencia grandemente de la Filosofía del Pinciano, lo cual se percibe de modo claro en las series de octavas que se colocan al final de las distintas partes como resumen fácil de memorizar: “He recogido la substancia de cada parágrafo en una octava para que se pueda tomar de memoria” (Carvallo, 1997: 62). Antes que Carvallo, Pinciano había elaborado densos resúmenes para las distintas partes de su Filosofía. Sin embargo, las octavas conclusivas funcionan como recurso nemotécnico óptimo frente a la prosa, al tiempo que sobreañaden una interesante potencialidad para la difusión oral. Y, por otro lado, a este tono didáctico se le une un tono religioso que eleva el valor y la trascendencia de lo tratado. De acuerdo con Porqueras Mayo, “diríase que Carvallo quiere escribir una como miscelánea o enciclopedia del prestigio de la profesión poética y de sus métodos y estilos” (1997: 11). Por otro lado, el aire renovador del Cisne de Apolo se percibe, no sólo en la variedad y distancia tonal con respecto a la poética previa del Pinciano, sino también en la separación con respecto a los modelos de autoridad, pues Carvallo casi obvia a Aristóteles, tan presente en la Filosofía, y se dedica mucho más a humanistas renacentistas como el Brocense o Poliziano, que no aparecían en el pensamiento poético del Pinciano. Además, frente a la oposición manifiesta que se defendía en la Filosofía en contra de las particularidades de la comedia nueva, Carvallo presenta una actitud mucho más tolerante y receptiva. El Cisne se desarrolla en varios diálogos, siguiendo un modelo ya instaurado por las retóricas españolas. Para el caso que nos ocupa importa considerar las apreciaciones expuestas en el cuarto diálogo, en el que se atiende a la elocutio retórica y se tratan las cuestiones relacionadas con el decorum y el furor poético, que aparecen vinculadas a la noción del poeta como artífice de una creación inspirada por Dios, de modo que el poeta, en tanto que autor, no se origina mediante el conocimiento de las normas, ni tampoco por el influjo de lo corporal sobre el alma; el poeta nace y es inspirado por el furor divino. La recuperación del motivo platónico se actualiza en el libro por medio de la productiva metáfora del cisne, ya aludida, la cual resulta ser una perfecta simbiosis dual de Apolo y Cristo. El sentido religioso del volumen supone la sublimación efectiva del ejercicio poético, que resultará ser algo hasta cierto punto trascendente y reservado únicamente a los elegidos, si bien es cierto que mediante coordenadas difícilmente objetivables de manera apriorística; pues, al fin, la elucidación sobre la elección o no del poeta sólo se puede manifestar de manera efectiva tras el análisis del los efectos del furor poético sobre éste: esto es, en sus obras. Queda claro, no obstante, el distanciamiento que establece Carvallo con respecto al vulgo y lo masivo, tal y como expone en el prólogo al explicar el sentido que tiene la forma dialógica en la obra: Helo reducido en diálogo, preguntando yo mesmo, y respondiendo la Lectura, de quien todo lo he sabido. He introducido también un Zoilo, que en nombre del vulgo y los malsines arguya contra la poesía, para tener ocasión de refutarles sus falsas opiniones que en perjuicio de la poesía tienen. (Carvallo, 1997: 62). Esta voluntad de distinción se aprecia desde el propio rótulo intitulador del prólogo, que se dirige A los discretos poetas (Carvallo, 1997: 58); y no a un lector general e indistinto, pero tampoco a un poeta neutro que pudiera ser fácilmente confundido con versificadores como los que denunciaba Salas Barbadillo a la altura de 1615. El prólogo, como el libro del cisne-poeta/Apolo-Cristo, no puede dirigirse, por tanto, a un lector amplio e indiferenciado, sino tan solo al inspirado por Dios. Inspiración y religión, y el consiguiente alejamiento aristotélico, ya mencionado, son las características definitorias de la obra; la cual supone, desde el punto de vista de la construcción de la imagen del poeta, una interesante noción de creatividad no sujeta a normas (y ni siquiera al verso como forma concreta de su formalización específica). El furor poético enunciado por Carvallo, si bien distingue inequívocamente al poeta, se alcanzaba mediante la abstracta noción de elegido. En una línea de exclusividad similar, pero desde posicionamientos y justificaciones diferentes, se encuentra Cascales, quien cifra en el estudio la adquisición de la categoría de poeta. Pero no el estudio de recetas versificatorias, al modo de las retóricas de Rengifo o Sánchez de Lima, sino en el que permite la construcción de un texto acorde con normas preceptivas. Cascales fue el que con tanta fortuna posterior acuñó la caracterización de Góngora como poeta bifronte, “príncipe de la luz” o “príncipe de las tinieblas”, de acuerdo con una lectura poco profunda de su producción poética. Una lectura, claro está, muy condicionada por su entorno y sus intereses; pues quien estaba alojado en el círculo de la provinciana academia de Murcia y asido a la férrea concepción normativista de la poesía no podía entender, ni por supuesto aceptar, la defragmentación del sistema de los géneros clásicos y la superación del ars combinatoria llevada a cabo por el autor de las Soledades, obra que el murciano definió como inútil en sus Cartas filológicas, por no ser ni épica ni lírica. Las Tablas poéticas, impresas en 1617, aunque terminadas desde 1604, son una respuesta más a los cambios que se estaban produciendo en el sistema literario de su época, desde un planteamiento normativo basado en la defensa de la tradición aristotélico-horaciana, pues como afirma en su prólogo: “la poesía […] ha de constar de preceptos, porque, según Aristóteles, el arte es aquella que da preceptos y enseña los caminos para no errar en aquello que profesamos”. Tal posicionamiento normativo cobra especial relevancia en el contexto de la polémica por la nueva poesía, que coincide asimismo con un período de cambios e inflexiones vanguardistas en el campo literario, y que en el terreno dramático cristalizan en la innovación lopesca, en tanto que en la prosa de ficción tienen su reflejo más evidente en la propuesta novelesca cervantina. El principio de la imitatio, axioma compositivo del Renacimiento y caballo de batalla de las innovaciones posteriores, es para Cascales el basamento definitorio de la poesía. Así, en la Tabla segunda, cuando se trata De la fábula, Pierio pregunta a Castalio sobre el origen del nombre de poeta (“¿por qué los llaman poetas”), a lo que su interlocutor responde: CASTALIO. Yo os lo diré: por dos cosas. La una, porque el vulgo atribuye tal nombre a todos aquellos que escriben en verso, o traten de agricultura, como Virgilio y Hesíodo; o de astrología, como Arato, Manilio y Pontano; o de medicina, como Nicandro; o de hechos de guerra, como Silio Itálico y Lucano. La otra es porque adornaron sus obras de colores poéticos y fingieron algunas cosas, como lo hizo Virgilio en la Geórgica, narrando la fábula de Aristeo. De manera que los que enseñaron esas artes no son poetas, pues no tienen hechos ni costumbres de personas que poder imitar, porque de la imitación se cobra el nombre de poeta, no del verso. Esotros que escribieron guerras y fábulas, tampoco son dignos deste nombre, porque no hicieron elección de una sola persona a quien imitar y celebrar por excelencia más que a las otras que en el contexto del poema acompañan a ésta. (Cascales, 2004: 52) Así pues, poeta es aquel que rige su escritura por el principio de la imitatio. Ello supone, de un lado, el conocimiento de la tradición clásica y de su preceptiva; pero además, la exclusión de la categoría de poeta a toda la caterva de versificadores que escribían siguiendo las recomendaciones de artes métricas, como las de Rengifo y Sánchez de Lima, o bien las intuiciones de su ingenio o talento natural. Esta definición del poeta desde el punto de vista creativo se complementa, más adelante, con una valoración que afecta a la esfera más amplia de lo pragmático y del desenvolvimiento de éste en el entorno socioliterario, por lo que respecta a la desvinculación clara que debe existir entre el poeta y el mercado. Así, en la Tabla quinta, al tratar De la dicción, expone Castalio la separación necesaria entre el poeta elevado y lo material terreno: CASTALIO. Guárdeos Dios de hacer un verso, que hecho uno, os podréis aparejar para cien mil. No he visto facultad más atractiva y menos provechosa. El entendimiento corre tras ella ansiosísimo, y parece que está en su centro cuando se ocupa en poesía. Que como él tiene tanto de divinidad, y la poesía es furor divino, vive en su reino cuando discurre sobre poéticos sujetos. Y de aquí les viene a los poetas ser tan pobres, que como el oro, plata y hierro están en las profundas venas de la tierra, y ellos se transmontan al alto cielo, pierden de vista la pecunia necesariamente. (Cascales, 2004: 99) El poeta aparece vinculado al furor divino, pero es este un rapto poético que sirve para elevar y distanciar, aunque no marca separación alguna con respecto al entendimiento, el cual “corre” tras la poesía “ansiosísimo”. Esta conceptualización, expresada a través de la dialéctica de la altura, justifica de acuerdo con Cascales la separación que tiene que mediar entre poesía y dinero, eliminando por completo al mercado de tales asuntos. Existe mucho de autojustificación y defensa de posiciones propias en estas argumentaciones, pues del mismo modo que Lope avala su discurso basándose en la aceptación mayoritaria, el humanista y erudito murciano no puede estar de acuerdo con la vulgarización del conocimiento poético, que había de estar reservado a unos pocos y cultivarse en cenáculos reservados y exclusivos, como el de su academia murciana. Por ello al hablar de la poesía lírica se extiende Cascales, cuando elabora su canon de poetas, en los ejemplos de autores de Murcia y Cartagena, sus más cercanos. Igual que en los textos anteriores se había expuesto la necesidad de actualizar los modelos clásico, también Cascales, pese a su grandísimo respeto por las auctoritates, insiste en la necesidad de valerse de la traducción de las preceptivas, como indicio evidente del proceso de nacionalización y divulgación al que estaba siendo sometida la poesía; y lo hace desde el inicio de su obra. Así, al informar Castalio de que tiene traducida al castellano la “propria Poética de Horacio”, afirmando que “viene a cuento, respeto de ser lo que tratamos en nuestra materna lengua” (Cascales, 2004: 19); asevera Pierio que “no sólo por eso, sino por haber muchos en España ignorantes de la latinidad, que si en ella lo tratárades, quedaran privados deste bien” (Cascales, 2004: 20). Aunque desde posiciones muy alejadas y motivaciones radicalmente distintas, no hace sino darle la razón al Calidonio de Díaz Rengifo cuando en 1580 afirmaba “que no hacen falta ya las obras latinas”, pues estaban establecidas las bases teóricas y abiertas las vías para los diferentes perfiles de los poetas que consolidaron el giro de la lírica en el primer tercio del siglo XVII. BIBLIOGRAFÍA Carvallo, Luis Alfonso de (1997), Cisne de Apolo [1602], Kassel, Reichenberger. Edición de Alberto Porqueras Mayo. Cascales, Francisco (2004), Tablas poéticas [1617], Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes. 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