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«El 8 de noviembre de 2008 me desperté con un terrible dolor de cabeza
que en apenas dos horas desembocó en un derrame cerebral. Caí en un
coma profundo, y durante siete días permanecí en ese estado, durante el
cual viví una experiencia increíble y fuera de este mundo. El lugar en el que
estuve es un sitio maravilloso, reconfortante y lleno de amor. No tengo
miedo a morir porque ahora sé que no es el final». Doctor Eben Alexander.
La lógica científica del doctor Alexander jamás había dado crédito a las
experiencias cercanas a la muerte. Sin embargo, después de haber pasado
por esto sabe que no son meras fantasías: Dios y el alma existen
realmente, y la muerte no es el final de la existencia personal, sino una
mera transición.
Eben Alexander
La prueba del cielo
El viaje de un neurocirujano a la vida después de la vida
Este libro está dedicado a mi querida familia,
con infinita gratitud
PRÓLOGO
« Un hombre debe buscar lo que es y no lo que cree que debería ser» .
ALBERT EINSTEIN (1879-1955)
Cuando era niño, muchas noches soñaba que volaba. La may oría de las veces
me veía en el jardín. Era de noche y estaba mirando las estrellas cuando de
repente comenzaba a levitar. Los primeros centímetros me elevaba de manera
automática. Pero pronto comenzaba a darme cuenta de que cuanto más
ascendía, más dependían de mí mis progresos, de lo que hacía. Si me
emocionaba demasiado, si me dejaba llevar por la experiencia, volvía a caer al
suelo… en picado. Pero si me lo tomaba con calma, si aceptaba la cosa tal cual
era, me elevaba y me elevaba, cada vez más de prisa, hacia el cielo estrellado.
Puede que estos sueños contribuy an a explicar por qué, al crecer, me
convertí en un enamorado de los aviones y los cohetes, de cualquier cosa que
pudiera llevarme allá arriba, al mundo que hay sobre éste.
Cuando mi familia tomaba un avión, y o me pasaba el vuelo entero, desde el
despegue al aterrizaje, con la cara pegada a la ventanilla de mi asiento.
En verano de 1968, cuando tenía catorce años, me gasté todo el dinero que
había ganado cortando céspedes en unas clases de vuelo con un tipo llamado Gus
Street en Strawberry Hill, un « aeropuerto» (o más bien una pequeña franja
alargada de terreno cubierto de hierba) al oeste de Winston-Salem, la ciudad de
Carolina del Norte en la que crecí. Aún recuerdo cómo me latía el corazón la
primera vez que pulsé el gran botón rojo que soltaba la soga que me mantenía
unido al aparato de remolque e incliné el planeador en dirección a la pista. Era la
primera vez que me sentía realmente solo y libre. La may oría de mis amigos
obtenía esa misma sensación en sus coches, pero apostaría algo a que la emoción
de estar en un planeador a 1 000 pies de altitud es cien veces más intensa.
En los años setenta, me uní al club de paracaidismo deportivo de la
Universidad de Carolina del Norte. Era como una hermandad secreta, un grupo
de gente que se dedicaba a algo especial y mágico. Mi primer salto fue aterrador
y el segundo más aún, pero y a para el duodécimo, cuando crucé la compuerta y
me dejé caer más de 1 000 pies antes de abrir el paracaídas (mi primera
« espera de diez segundos» ), sabía que aquello era lo mío. Hice un total de 365
saltos en la universidad y pasé más de tres horas y media en caída libre, sobre
todo en formaciones, con hasta veinticinco paracaidistas más. Aunque dejé de
saltar en 1976, seguí teniendo sueños sobre la experiencia, unos sueños que,
además de vívidos, siempre eran agradables.
Los mejores saltos se daban a última hora de la tarde, cuando el sol
empezaba a ocultarse detrás del horizonte. Cuesta describir la sensación que
experimentaba en ese tipo de saltos: era como estar cerca de algo a lo que nunca
alcanzaba a poner nombre, pero que sabía que necesitaba. No era exactamente
soledad, porque en realidad nuestra forma de saltar no tenía nada de solitaria.
Solíamos saltar en grupos de cuatro, cinco, diez o doce personas a la vez, para
hacer toda clase de formaciones en caída libre. Cuanto más grandes y
complicadas, mejor.
En 1975, un hermoso sábado de otoño, todos los paracaidistas de la
Universidad de Carolina del Norte (UNC) nos juntamos con algunos de nuestros
amigos del club de paracaidismo del este del estado para hacer unas cuantas
formaciones. En nuestro penúltimo salto del día, nos lanzamos desde un D18
Beechcraft a 10 500 pies de altitud para hacer un copo de nieve de diez personas.
Logramos completar la formación antes de atravesar los 7 000 pies y así
pudimos disfrutar de dieciocho segundos de vuelo completos en formación, por
un claro abierto entre dos gigantescos cúmulos, antes de separarnos a los 3500
pies y apartarnos para abrir los paracaídas.
Cuando llegamos al suelo, estaba haciéndose de noche. Pero corrimos a otro
avión, despegamos rápidamente y logramos ascender de nuevo con los últimos
ray os del sol para hacer un segundo salto en medio del anochecer. En este caso,
dos de los miembros más jóvenes del grupo probaban por primera vez a entrar
en formación, es decir, unirse a ella desde el exterior en lugar de ocupar uno de
los puestos de la base (lo que es más fácil porque, esencialmente, tu trabajo
consiste en mantenerte estático en la caída mientras los demás maniobran hacia
ti). Era una ocasión muy emocionante para ellos, pero también para los más
veteranos, porque de aquel modo contribuíamos a construir el equipo y
ay udábamos a ganar experiencia a saltadores que más adelante podrían
ay udarnos a realizar formaciones aún más grandes.
Yo tenía que ser el que cerrase una formación de estrella de seis hombres
sobre las pistas del pequeño aeropuerto de Roanoke Rapids. El tipo que estaba
frente a mí se llamaba Chuck. Tenía bastante experiencia en « trabajo relativo»
(que es como se llama a la construcción de formaciones en el aire). A los 7500
pies los ray os del sol aún incidían sobre nosotros, pero abajo y a se habían
encendido las farolas de la ciudad. Los saltos en el crepúsculo siempre son
experiencias sublimes y estaba claro que aquél iba a ser realmente hermoso.
Aunque y o saldría sólo un segundo detrás de Chuck, tendría que moverme
rápidamente para alcanzar a los demás. Caería a plomo, como un verdadero
cohete, durante los siete primeros segundos, aproximadamente. Tenía que
descender casi 150 kilómetros por hora más de prisa que mis amigos para poder
llegar a su lado poco después de que hubieran completado la formación inicial.
El procedimiento normal para los saltos de este tipo es que todos los saltadores
se separan a los 3500 pies y se alejan todo lo posible unos de otros. A
continuación, cada uno de ellos agita los brazos (para anunciar que se dispone a
abrir el paracaídas), mira hacia arriba para asegurarse de que no tiene ningún
compañero por encima y luego tira de la cuerda.
—Tres, dos, uno… ¡Ya!
Los cuatro primeros saltadores salieron del avión y luego los seguimos Chuck
y y o. Estaba cabeza abajo, aproximándome a la velocidad terminal, pero sonreí
igualmente al contemplar la puesta de sol por segunda vez en el día. Mi plan
consistía en frenar la caída abriendo los brazos una vez que alcanzase a los demás
(para lo que teníamos unas alas de tela que iban de las muñecas a las caderas y
que ofrecían una enorme resistencia al viento cuando se inflaban a máxima
velocidad) y extender las mangas y las perneras en forma de campana del mono
en la dirección de mi avance.
Pero no tuve la ocasión de hacerlo.
Mientras me acercaba como una flecha a la formación, vi que uno de los
chicos jóvenes había acelerado demasiado. Puede que la rápida caída entre las
nubes lo hubiera amilanado un poco, al recordarle que estaba moviéndose a más
de setenta metros por segundo hacia un enorme planeta, parcialmente envuelto
en la oscuridad. En lugar de aproximarse con lentitud al borde de la formación, la
había embestido y había obligado a todos los demás a soltarse. Y ahora los otros
cinco saltadores caían dando vueltas, sin control.
Estaban demasiado cerca. Los paracaidistas dejan tras de sí una estela de
turbulencias de baja presión extremadamente violenta. Si otro paracaidista se
mete dentro, su caída acelera al instante y puede chocar contra el que hay
debajo de él. Por su parte, esto puede provocar que los dos saltadores aceleren y
embistan a cualquiera que se encuentre por debajo de ellos. En pocas palabras,
un desastre seguro.
Doblé el cuerpo y me escoré para no entrar en contacto con aquella masa de
cuerpos giratorios. Maniobré hasta colocarme justo encima del « objetivo» , el
punto del suelo sobre el que debíamos abrir los paracaídas para disfrutar de un
apacible descenso de dos minutos.
Me volví y comprobé con alivio que mis desorientados compañeros habían
logrado deshacer aquella letal maraña de cuerpos y estaban separándose.
Chuck estaba entre ellos. Para mi sorpresa, se dirigía en línea recta hacia mi
posición. Se detuvo justo debajo de mí. Debido a lo que había sucedido, el grupo
estaba cruzando la línea de los 2 000 pies de altitud más de prisa de lo que Chuck
esperaba.
Puede que se fiase demasiado de su suerte y pensase que no necesitaba
seguir las normas a rajatabla.
Supongo que no me había visto. La idea me pasó durante un breve instante
por la cabeza y entonces el paracaídas multicolor de Chuck brotó de su mochila
como una flor que se abre. El paracaídas guía se hinchó en la corriente de aire
que ascendía a su alrededor a más de doscientos kilómetros por hora y salió
como una bala hacia mí, seguida por la masa del paracaídas principal.
Desde el instante en que vi salir el paracaídas guía, apenas tuve una fracción
de segundo para actuar. Tardaría menos de un segundo en atravesar los
paracaídas y —literalmente— embestir al propio Chuck. A esa velocidad, si lo
alcanzaba en un brazo o una pierna, se los arrancaría y y o me mataría. Y si
chocaba directamente con él, nuestros cuerpos reventarían.
La gente dice que el tiempo se ralentiza en situaciones así y es cierto. Mi
mente asistió a la acción de los siguientes microsegundos como si estuviera
viendo una película a cámara lenta.
En el mismo instante en que vi el paracaídas guía, pegué los brazos a los
costados y enderecé el cuerpo para caer en picado, con una ligera inclinación de
las caderas. La verticalidad me proporcionó may or velocidad y la inclinación de
las caderas permitió a mi cuerpo desplazarse en horizontal, primero lentamente y
luego, al cabo de un instante, mucho más de prisa. En esencia, me convertí en un
ala perfecta y logré pasar por delante del paracaídas de Chuck justo antes de que
se abriera.
Lo adelanté a más de doscientos kilómetros por hora, es decir, 220 pies por
segundo. A esa velocidad, dudo que pudiera ver la expresión de mi cara. Pero si
hubiera podido, imagino que habría visto una mueca de total estupefacción.
De algún modo, había logrado reaccionar en centésimas de segundo a una
situación que, de haberme parado a evaluarla racionalmente, habría encontrado
imposible de analizar por su extremada complejidad.
Y, sin embargo… había logrado resolverla, con el resultado de que los dos
logramos llegar a tierra sanos y salvos. Era como si mi cerebro, enfrentado a una
situación que requería una capacidad de respuesta superior a la habitual, hubiera
multiplicado por un momento su potencia.
¿Cómo lo había hecho? A lo largo de los más de veinte años que he trabajado
en el ámbito de la neurocirugía académica —estudiando el cerebro, observando
cómo funciona y trabajando con él— he tenido la oportunidad de meditar a
fondo sobre esta pregunta. Y finalmente he llegado a la conclusión de que el
cerebro es un órgano realmente extraordinario, mucho más de lo que
alcanzamos a imaginar.
Ahora me doy cuenta de que la respuesta a esta pregunta es mucho más
profunda. Pero para vislumbrar esta verdad, mi vida y mi visión del mundo han
tenido que experimentar una metamorfosis completa. Este libro trata sobre los
sucesos que cambiaron mi manera de pensar sobre este tema. Esos sucesos me
convencieron de que, por maravilloso que sea el cerebro, no fue este órgano el
que me salvó la vida aquel día. No. Lo que se activó en las milésimas de segundo
de que dispuse desde que comenzó a abrirse el paracaídas de Chuck fue otra
parte de mí, una parte mucho más profunda. Una parte que podía trabajar así de
rápido porque no estaba anclada en el tiempo, como el cerebro y el cuerpo.
Era, de hecho, la misma parte de mí que me hacía sentir fascinación por el
firmamento cuando era niño. Y no es sólo la parte más inteligente de nosotros,
sino también la más profunda. Pero a pesar de ello, durante la may or parte de mi
vida adulta he sido incapaz de creer en ella.
Pero ahora sí creo y en las siguientes páginas te contaré por qué.
Soy neurocirujano.
En 1976 me gradué en Ciencias Químicas por la Universidad de Carolina del
Norte en Chapel Hill. El título de Medicina lo obtuve en la Universidad de Duke
en 1980. Durante los once años de residencia y especialización que pasé en ella,
en el hospital general de Massachusetts y en Harvard, me especialicé en
neuroendocrinología (el estudio de las interacciones entre el sistema nervioso y el
endocrino, formado por las glándulas que segregan las hormonas responsables de
dirigir la may oría de las actividades de nuestro organismo). También me pasé
dos de esos once años investigando por qué los vasos sanguíneos de una zona del
cerebro, cuando reciben el torrente procedente de un aneurisma, reaccionan de
manera patológica, un síndrome llamado vasoespasmo cerebral.
Tras completar una beca en neurocirugía cerebrovascular en la localidad
británica de Newcastle-Upon-Ty ne, pasé quince años en la Facultad de Medicina
de Harvard como profesor asociado de cirugía, con una especialización en
neurocirugía.
Durante aquellos años operé a incontables pacientes, muchos de ellos
aquejados de graves lesiones cerebrales que ponían en peligro su vida.
Buena parte de mi trabajo de investigación se centraba en el desarrollo de
procedimientos técnicos avanzados, como la radiocirugía estereostática (una
técnica que permite al cirujano dirigir con precisión haces de radiación sobre
objetivos específicos situados en el interior del cerebro sin afectar a las zonas
ady acentes). También colaboré en el desarrollo de técnicas de imágenes por
resonancia magnética, una serie de terapias neuroquirúrgicas guiadas de gran
importancia para el tratamiento de afecciones cerebrales complicadas, como los
tumores y los desórdenes vasculares.
Además, durante aquellos años escribí, solo o en colaboración con otros, más
de ciento cincuenta artículos para revistas especializadas y presenté mis hallazgos
en más de doscientos congresos médicos celebrados por todo el mundo.
En resumen, que me consagré a la práctica de la ciencia. Usar las
herramientas de la medicina moderna para ay udar y curar a la gente y aprender
cada día más sobre el funcionamiento del cerebro y el cuerpo humano era el
objetivo de mi vida, mi vocación. Y me sentía inconmensurablemente
afortunado por haberla encontrado. Y por encima de todo esto tenía una esposa
preciosa y dos niños maravillosos y, aunque en algunos aspectos estaba casado
con mi profesión, intentaba no descuidar a mi familia, a la que consideraba la
otra gran bendición de mi existencia. Por multitud de razones, podía
considerarme un hombre muy afortunado.
Sin embargo, el 10 de noviembre de 2008, a la edad de cincuenta y cuatro
años, mi suerte pareció agotarse. Aquejado de manera fulminante por una
enfermedad muy rara, caí en coma durante siete días. En este tiempo, la
totalidad de mi neocórtex —la superficie exterior del cerebro, la parte del mismo
que nos convierte en humanos— estuvo desconectado. Inoperativo. En esencia,
ausente.
Cuando tu cerebro se ausenta, tú también lo haces. Como neurocirujano,
durante años había oído numerosos relatos sobre gente que había tenido
experiencias extrañas (por lo general, después de sufrir algún episodio de infarto
cardíaco), en las que viajaban a lugares misteriosos y extraordinarios, hablaban
con parientes muertos e incluso con el mismísimo Dios.
Cosas maravillosas, sin duda. Pero todas ellas, en mi opinión, producto de la
fantasía. ¿Qué provocaba este tipo de experiencias ultraterrenas que la gente
relataba con tanta frecuencia? No tenía la pretensión de saberlo, pero lo que sí
sabía era que el responsable de crearlas era el cerebro. Como todo lo que tiene
que ver con la conciencia. Si no tienes un cerebro funcional, no puedes tener
conciencia.
Esto se debe a que, para empezar, el cerebro es la máquina que produce la
conciencia. Cuando esta máquina se avería, la conciencia se para. A pesar de la
inmensa complejidad y el misterio de los procesos cerebrales, en esencia la
cuestión es tan sencilla como ésta. Si desenchufas la televisión, se apaga. El
programa se termina, por mucho que lo estuvieras disfrutando.
O, al menos, es lo que y o creía antes de que mi cerebro dejara de funcionar.
Durante el coma, no es que mi cerebro funcionase de manera incorrecta…
es que directamente no funcionaba. Ahora creo que es posible que ésta fuese la
causa de la profundidad e intensidad de la experiencia cercana a la muerte
(ECM) que viví durante aquel tiempo. La may oría de las ECM registradas se
producen cuando el corazón de una persona ha permanecido parado durante un
rato. En tales casos, el neocórtex se desactiva temporalmente, pero no suele
sufrir demasiados daños (siempre que se restaure el flujo de sangre oxigenada
por medio de una resucitación cardiopulmonar o de una reactivación de la
función cardíaca en menos de cuatro minutos, aproximadamente). Pero en mi
caso, el neocórtex se había desconectado del todo. Entré en la realidad de un
mundo de conciencia que era completamente ajeno a las limitaciones de mi
cerebro físico.
Podría decirse que la mía fue la experiencia cercana a la muerte perfecta.
Como neurocirujano con varias décadas de experiencia tanto en investigación
como en cirugía, estaba en una posición privilegiada para juzgar, no sólo la
veracidad de lo que me estaba sucediendo, sino también todas sus implicaciones.
Eran unas implicaciones de una magnitud indescriptible. Lo que me reveló mi
experiencia es que la muerte del cuerpo y del cerebro no supone el fin de la
conciencia, que la experiencia humana continúa más allá de la muerte. Y lo que
es más importante, lo hace bajo la mirada de un Dios que nos ama a todos y
hacia el que acaban confluy endo el universo y todos los seres que lo pueblan.
El lugar al que fui era real. Real hasta tal punto que, a su lado, la vida que
llevamos en este mundo y en este tiempo parece un simple sueño.
Pero esto no quiere decir que no valore la vida que llevo en la actualidad. De
hecho, ahora la valoro más que antes, porque la veo en su auténtico contexto.
La vida no carece de sentido. Pero éste es un hecho que no podemos ver
desde donde estamos, al menos por lo general. Lo que me sucedió mientras
estaba en coma es, sin ninguna duda, la historia más extraordinaria que jamás
podré contar. Pero es una historia complicada de relatar, porque es
completamente ajena al racionalismo convencional. No es algo que pueda
dedicarme a airear a los cuatro vientos. Pero al mismo tiempo, mis conclusiones
se basan en el análisis médico de mi propia experiencia y en mi profundo
conocimiento de los conceptos más avanzados de las ciencias cerebrales y de los
estudios más modernos sobre la conciencia. Una vez que me di cuenta de que mi
viaje había sido real, supe que tenía que relatarlo. Y hacerlo de una manera
adecuada se ha convertido en el principal objetivo de mi vida.
Esto no quiere decir que hay a abandonado mi trabajo como médico y mi
vida como neurocirujano. Pero ahora que he tenido el privilegio de constatar que
nuestra vida no termina con la muerte del cuerpo o del cerebro, creo que es mi
deber, y también mi vocación, contarle a la gente lo que vi más allá de mi propio
cuerpo y más allá de esta tierra. Estoy especialmente impaciente por relatar esta
historia a gente que hay a podido oír otras similares y no hay a podido terminar de
darles crédito a pesar de su deseo de hacerlo.
Es esa gente, más que ninguna otra, la destinataria de este libro y el mensaje
que contiene. Lo que tengo que contaros es lo más importante que podréis oír
nunca y además de ello, es verdad.
1
EL DOLOR
Ly nchburg, Virginia, 10 de noviembre de 2008
Mis ojos se abrieron de pronto. En la oscuridad de nuestro dormitorio, me fijé en
la luz roja del reloj de la mesilla de noche: las cuatro y media de la madrugada.
Una hora antes de lo que solía despertarme para hacer mi tray ecto de setenta
minutos de duración entre nuestra casa de Ly nchburg, Virginia, y la fundación
Focused Ultrasound Surgery de Charlottesville, donde trabajaba. Mi esposa
Holley seguía profundamente dormida a mi lado.
Tras casi veinte años como profesional de la neurocirugía académica en la
zona de Boston, dos primaveras antes, en 2006, me había mudado con ella y el
resto de la familia a las colinas de Virginia. Holley y y o nos conocimos en 1977,
dos años antes de terminar la universidad. Ella estudiaba bellas artes y y o,
medicina. Había salido un par de veces con mi compañero de habitación, Vic. Un
día la trajo para presentármela, seguramente con la intención de alardear.
Cuando se marchaban, le dije a Holley que volviese cuando quisiera y a
continuación añadí que no hacía falta que lo hiciera con Vic.
En nuestra primera cita de verdad fuimos a una fiesta en Charlotte, Carolina
del Norte. Tuvimos que hacer dos horas y media de ida y otras tantas de vuelta.
Holley tenía laringitis, así que fui y o el que habló el 99 por ciento del tiempo. No
me costó demasiado. Nos casamos en junio de 1980, en la iglesia episcopaliana
de Windsor y al poco tiempo nos trasladamos a los apartamentos Roy al Oaks en
Durham, donde y o ejercía como residente en Duke. No era lo que se dice un
palacio real y tampoco recuerdo que hubiese ningún roble. Apenas teníamos
dinero, pero estábamos tan atareados y tan felices que tampoco nos importaba.
Una de nuestras primeras vacaciones consistieron en un recorrido con tienda de
campaña por las play as de Carolina del Norte. En este estado, la primavera es
temporada de purrajas (unos bichos que pican) y nuestra tienda de campaña no
ofrecía demasiada protección frente a ellas. Pero, aun así, nos lo pasamos en
grande. Una tarde, mientras nadaba en Ocracoke, se me ocurrió un modo de
pescar los cangrejos azules que nadaban entre mis pies. Llevamos un gran cubo
de ellos al motel Pony Island, donde se alojaban unos amigos, y los preparamos
a la parrilla. Había de sobra para todos.
A pesar de nuestra prudencia, al cabo de poco tiempo nos encontramos con
que nuestras reservas de efectivo se habían reducido preocupantemente.
Estábamos alojados en casa de nuestros amigos Bill y Patty Wilson y una noche
nos dio por acompañarlos al bingo. Hacía diez años que él iba al bingo todos los
martes de verano y no había ganado ni una sola vez. En cambio, Holley no había
ido nunca. Llámalo suerte del principiante o intervención divina, pero el caso es
que aquella noche ganó doscientos dólares… que a nosotros nos supieron como si
fuesen cinco mil. El dinero nos permitió prolongar el viaje y disfrutarlo de
manera mucho más relajada.
Me licencié en Medicina en 1980, el mismo año en que Holley se graduaba y
empezaba a trabajar como artista y maestra. Realicé mi primera intervención
quirúrgica en solitario en 1981, en Duke. Nuestro primer hijo, Eben IV, nació en
1987 en la maternidad Princess Mary de Newcastle-Upon-Ty ne, al norte de
Inglaterra, donde y o estaba estudiando el sistema cerebro vascular con una beca,
y nuestro segundo hijo, Bond, nació en el hospital Brigham & Women’s de Boston
en 1998.
Los quince años que pasé trabajando en la Facultad de Medicina de Harvard
y en el hospital Brigham & Women’s fueron maravillosos. Nuestra familia
guarda un recuerdo fabuloso del período que vivimos en la zona de Boston. Pero
en 2005, Holley y y o decidimos que era hora de volver al sur. Queríamos estar
más cerca de nuestras familias y lo vimos como una oportunidad de tener más
autonomía que en Harvard. Así que en la primavera de 2006 empezamos de
nuevo en la ciudad de Ly nchburg, en las colinas de Virginia. Y no tardamos
demasiado en acomodarnos al tipo de vida más relajado que ambos habíamos
conocido durante nuestra juventud en el sur.
Por un momento permanecí allí inmóvil, tratando de determinar qué era lo
que me había despertado. El día anterior —un domingo— había sido despejado,
soleado y un poco fresco, el clásico tiempo de finales de otoño en Virginia.
Holley, Bond (que tenía diez años por entonces) y y o habíamos ido a una
barbacoa en casa de un vecino. Por la tarde hablamos por teléfono con nuestro
hijo Eben IV, que en ese momento contaba veinte años y estudiaba en la
Universidad de Delaware. La única sombra del día había sido el pequeño virus
respiratorio que Holley, Bond y y o arrastrábamos desde la semana anterior. Poco
antes de meterme en la cama había empezado a dolerme la espalda, así que me
había dado un baño caliente, que pareció aplacar mi sufrimiento. Me pregunté si
me habría despertado tan temprano porque el virus seguía acechando dentro de
mi cuerpo.
Me moví ligeramente en la cama y una punzada de dolor recorrió mi
columna vertebral de arriba abajo. Era mucho más intenso que la noche antes.
Estaba claro que la gripe seguía allí, sólo que con fuerzas redobladas. Cuanto más
despertaba, más empeoraba el suplicio. Como no podía volverme a dormir y sólo
me faltaba una hora para empezar la jornada, decidí darme otro baño caliente.
Me incorporé en la cama, puse los pies en el suelo y me levanté.
Al instante, el dolor subió otro peldaño en la escala de la agonía: ahora era
una palpitación sorda y penetrante, alojada profundamente en la base de la
columna. Sin despertar a Holley, me dirigí con paso delicado hacia el baño
principal del piso de arriba.
Llené un poco la bañera y me metí en ella, convencido de que el agua
caliente me aliviaría al instante. No fue así. Al cabo de un rato, cuando la bañera
y a estaba medio llena, me di cuenta de que había cometido un error. Además de
que el dolor estaba agravándose por momentos, era tan intenso que temía tener
que despertar a Holley a voces para que me ay udase a salir de allí.
Me sentía completamente ridículo en aquella situación, así que alargué los
brazos y me agarré a una toalla que colgaba de un toallero, justo encima de mí.
La llevé hasta el borde para que el toallero no corriera tanto riesgo de romperse
bajo mi peso y, con delicadeza, comencé a tirar de ella para levantarme.
Otra punzada de dolor me atravesó la espalda, esta vez tan intensa que se me
escapó un gemido. Definitivamente, no se trataba de la gripe. Pero ¿qué otra cosa
podía ser? Tras salir con gran trabajo de la bañera y ponerme el albornoz de
felpa morado, regresé lentamente al dormitorio y volví a tenderme sobre la
cama. Una película de sudor frío me cubría el cuerpo.
Holley despertó y se volvió hacia mí.
—¿Qué pasa? ¿Qué hora es?
—No lo sé —dije—. Me duele muchísimo la espalda.
Holley comenzó a darme un suave masaje. Para mi sorpresa, eso me hizo
sentir un poco mejor. En términos generales, los médicos no son buenos pacientes
y y o no soy una excepción. Por un momento pensé que el dolor —y lo que
quiera que lo provocaba— iba a comenzar a remitir. Pero a las seis y media de la
mañana, hora a la que solía marcharme a trabajar, seguía prácticamente
paralizado por el dolor.
Bond entró en el dormitorio una hora más tarde, intrigado por mi presencia en
casa.
—¿Qué sucede?
—Tu padre no se encuentra bien, cariño —contestó Holley.
Yo seguía tumbado en la cama, con la cabeza apoy ada en la almohada. Bond
se me acercó y comenzó a acariciarme suavemente las sienes.
Su contacto provocó algo parecido a un relámpago en mi cabeza, el peor que
había experimentado hasta entonces. Chillé. Sorprendido por mi reacción, mi hijo
retrocedió de un salto.
—No pasa nada —lo tranquilizó Holley, a pesar de que estaba claro que
pensaba lo contrario—. No has sido tú. Es que papá tiene un dolor de cabeza
espantoso. —Y entonces añadió en voz baja, más como una reflexión para sí
misma que como una pregunta para mí—: No sé si llamar a una ambulancia…
Si hay algo que los médicos detestan más que estar enfermos, es visitar
Urgencias en calidad de pacientes. Me imaginé la casa llena de enfermeros, las
preguntas preceptivas, el traslado al hospital, el papeleo… Pensé que en algún
momento empezaría a sentirme mejor y lamentaría haber llamado a la
ambulancia.
—No, no pasa nada —repuse—. Me duele, pero en seguida se me pasará.
Ay údalo tú a prepararse para ir al colegio.
—Eben, en serio, creo que…
—Me pondré bien —la interrumpí, con la cara aún enterrada en la almohada.
Seguía literalmente paralizado por el dolor—. De verdad, no hace falta llamar a
Urgencias. No estoy tan enfermo. Sólo es un espasmo muscular en la parte baja
de la espalda y un poco de dolor de cabeza.
A regañadientes, Holley se llevó a Bond al piso de abajo y le dio de
desay unar antes de llevárselo a casa de unos vecinos para que cogiese desde allí
el autocar del colegio. Mientras mi hijo salía por la puerta principal, se me
ocurrió que si lo que me estaba pasando era algo serio y al final terminaba en el
hospital, quizá no pudiese verlo aquella tarde después de sus clases. Así que,
sacando fuerzas de flaqueza, exclamé con voz cascada:
—Que lo pases bien en el cole, Bond.
Cuando regresó Holley, y o y a estaba perdiendo la conciencia. Mi mujer
crey ó que sólo estaba quedándome dormido, así que me dejó descansar y bajó a
llamar a algunos de mis colegas para recabar su opinión sobre mi estado.
Dos horas después, considerando que y a había descansado bastante, subió
para comprobar cómo estaba. Al abrir la puerta del dormitorio me vio allí
tendido sobre la cama, como antes. Pero entonces me examinó mejor y se dio
cuenta de que mi cuerpo no estaba relajado, sino rígido como una tabla de
madera. Encendió la luz y pudo ver que me convulsionaba violentamente. La
mandíbula inferior sobresalía de manera antinatural y mis ojos, abiertos como
platos, daban vueltas alrededor de las órbitas.
—¡Eben, dime algo! —chilló.
Al ver que no respondía, llamó al teléfono de Urgencias. La ambulancia tardó
menos de diez minutos en llegar y los enfermeros me subieron a ella y me
trasladaron al hospital general de Ly nchburg.
De haber estado consciente, podría haberle dicho a Holley qué era
exactamente lo que estaba sucediendo en la cama durante los aterradores
momentos que pasó esperando la ambulancia: un ataque en toda regla,
provocado sin duda por algún shock extremadamente grave sufrido por mi
cerebro.
Pero, lógicamente, no pude hacerlo.
Durante los siete días siguientes, sólo estaría presente con Holley y el resto de
mi familia en mi forma corporal. No recuerdo nada de lo que sucedió en este
mundo durante aquella semana y he tenido que recurrir a los demás para
conocer la parte de esta historia que transcurrió allí mientras y o estaba
inconsciente.
Mi mente, mi espíritu —como queráis llamarlo, la parte central y humana de
mí, en cualquier caso— se había perdido en otra parte.
2
EL HOSPITAL
El servicio de Urgencias del hospital general de Ly nchburg es el segundo más
concurrido del estado de Virginia y, por lo general, un día laborable a las nueve y
media de la mañana está hasta los topes. Aquel lunes era así. Aunque y o pasaba
la may or parte de mi jornada laboral en Charlottesville, había realizado
innumerables operaciones en ese hospital y conocía a casi todo el personal.
Laura Potter, una médica de Urgencias a la que conocía y con la que había
trabajado estrechamente durante dos años, recibió una llamada desde una
ambulancia en la que se le informaba de que un varón caucásico de cincuenta y
cuatro años, en estado epiléptico, estaba a punto de llegar al centro. Mientras se
acercaba a la entrada de las ambulancias, repasó mentalmente la lista de las
posibles causas del estado de su paciente. Era la misma lista que habría elaborado
y o de haber estado en su piel: síndrome de abstinencia de alcohol; sobredosis de
drogas; hiponatremia (un nivel de sodio en sangre anormalmente bajo); infarto;
tumor cerebral primario o metastático; hemorragia intraparenquimal (derrame
de sangre en la sustancia cerebral); absceso cerebral… y meningitis.
Cuando los enfermeros me llevaron hasta la Sala 1 de Urgencias, seguía
convulsionándome violentamente, entre gemidos intermitentes y temblores de los
brazos y las piernas. Nada más verme, la doctora Laura Potter, mi conocida, se
percató de que mi cerebro estaba sufriendo un ataque grave. Una enfermera
trajo un carrito de parada, otra me extrajo sangre y una tercera cambió la
primera bolsa intravenosa, en esos momentos y a vacía, que los enfermeros me
habían puesto en casa antes de subirme a la ambulancia. Mientras ellos
trabajaban, y o me sacudía como un pez de metro setenta recién sacado del agua.
De mi boca surgía una sucesión de gorgoritos carentes de todo sentido y gritos
animales. Pero tanto como los ataques, a Laura le preocupaba que mi cuerpo
parecía mostrar una asimetría en su control motor. Esto podía significar, no sólo
que mi cerebro estaba sufriendo un ataque muy serio, sino que podía haber daños
encefálicos graves y posiblemente irreversibles.
Hace falta experiencia para acostumbrarse a la visión de un paciente en
semejante estado, pero ella y a había presenciado muchas circunstancias
similares en los años que llevaba trabajando en ese servicio. En cambio, lo que
no había visto nunca era a uno de sus colegas en aquel estado y al mirar al
paciente convulso y vociferante que había sobre la camilla dijo, casi para sí:
—Eben.
Y entonces, alzando la voz para alertar a los demás médicos y enfermeros de
la zona, añadió:
—Es Eben Alexander.
Todos los miembros del personal que la habían oído se agolparon alrededor de
la camilla.
Holley, que había ido detrás de la ambulancia, se reunió con ellos mientras
Laura iba desgranando la preceptiva sucesión de preguntas sobre las causas más
probables de la condición en la que me encontraba. ¿Sufría síndrome de
abstinencia de alcohol? ¿Había tomado recientemente drogas alucinógenas
adquiridas en la calle? Una vez cubierto este trámite, pudo concentrarse en
detener mis ataques.
Durante los últimos meses, Eben IV me había obligado a someterme a un
agotador plan de entrenamientos para que lo acompañara en el ascenso al monte
Cotopaxi, un volcán ecuatoriano de 5987 metros de altitud que él y a había
escalado hacía unos meses. El plan había aumentado considerablemente mis
fuerzas, por lo que a los celadores les costó contenerme mucho más de lo
normal. Cinco minutos y 15 miligramos de diazepam intravenoso más tarde,
seguía presa del delirio y tratando de quitarme de encima a todo el mundo, pero
para alivio de la doctora Potter, al menos en esos momentos peleaba con las dos
mitades del cuerpo. Holley le había contado a Laura que antes de sufrir el ataque
había padecido un fuerte dolor de cabeza, lo que la llevó a pedir una punción
lumbar, un procedimiento en el que se extrae una pequeña cantidad de fluido
cefalorraquídeo de la base de la columna vertebral.
El fluido cefalorraquídeo es una sustancia acuosa y transparente que circula
por la superficie de la médula espinal y recubre el cerebro para protegerlo de los
impactos. Un organismo humano normal y en buen estado de salud produce
aproximadamente medio litro al día y cualquier disminución de su transparencia
indica que se ha producido una infección o una hemorragia en el cerebro.
A este tipo de infecciones se las llama meningitis: es la inflamación de las
meninges, las membranas que tapizan la parte interior de la médula espinal y el
cráneo y se encuentran en contacto directo con el fluido cefalorraquídeo. Cuatro
de cada cinco veces, el causante de la meningitis es un virus. La meningitis viral
es bastante grave, pero sólo resulta fatal en un uno por ciento de los casos,
aproximadamente. Cuando esta inflamación no está producida por un virus, es
bacteriana. Las bacterias, como son más primitivas que los virus, pueden ser más
peligrosas. Este tipo de meningitis resulta indefectiblemente fatal si no se trata
con un método adecuado. E incluso si se contrarresta de manera rápida con los
antibióticos apropiados, tiene un índice de mortalidad que oscila entre el 15 y el
40 por ciento.
Uno de los responsables menos frecuentes de la meningitis bacteriana en los
adultos es una bacteria muy antigua y muy resistente llamada Escherichia coli,
más conocida como E. coli. Nadie conoce su antigüedad exacta, pero se calcula
que oscila entre los tres y cuatro mil millones de años. Se trata de un organismo
sin núcleo que se reproduce por el primitivo pero sumamente eficiente método
conocido como fisión binaria asexual (es decir, dividiéndose en dos).
Imaginémonos una célula, llena en esencia de ADN y capaz de absorber
nutrientes (por lo general, procedentes de otras células a las que ataca y absorbe)
directamente a través de su pared celular. Ahora imaginemos que es capaz de
copiar de modo simultáneo varias cadenas de ADN y dividirse en dos cada
veinte minutos, aproximadamente. En una hora se ha convertido en ocho. En
doce horas, en 69 000 millones. Al cabo de quince horas, hay 35 billones. Este
crecimiento exponencial sólo remite cuando comienza a acabársele el alimento.
Además, el E. coli es sumamente promiscuo. Puede intercambiar sus genes
con otras especies de bacterias por medio de un proceso llamado conjugación
bacteriana, que le permite adoptar rápidamente otros rasgos (como la resistencia
a los nuevos antibióticos) cuando los necesita. Su sencilla eficiencia le ha
permitido perdurar en el planeta desde los primeros tiempos de la vida unicelular.
Los seres humanos llevamos E. coli en nuestro interior, generalmente en el tracto
gastrointestinal. En condiciones normales, esto no supone una amenaza. Pero
cuando alguna variedad de esta bacteria, que se ha vuelto especialmente agresiva
por la absorción de cadenas de ADN ajenas, invade el fluido cefalorraquídeo que
envuelve la médula espinal y el cerebro, esta primitiva célula comienza a
devorar la glucosa del fluido y cualquier otra cosa que pueda encontrar, incluido
el propio cerebro.
A esas alturas, nadie en la sala de Urgencias sospechaba que y o estuviera
sufriendo una meningitis por E. coli. No tenían razones para ello. Es una
enfermedad rarísima en los adultos. Sus víctimas más frecuentes son los recién
nacidos, pero el porcentaje de casos entre los niños de más de tres meses se va
reduciendo progresivamente a medida que aumenta la edad. Cada año, menos de
uno de cada diez millones de adultos la contrae de manera espontánea.
En este tipo de meningitis, las bacterias atacan primero la capa exterior del
cerebro, llamada corteza. La palabra « corteza» viene del latín corticea, que
significa « cáscara» o « corteza» de árbol. Si pensamos en una naranja, la
cáscara vendría a ser el equivalente de la corteza que, en el caso del cerebro,
rodea sus partes más primitivas. Alberga las funciones relacionadas con la
memoria, el lenguaje, las emociones, la percepción visual y auditiva y los
procesos lógicos. Así que cuando un organismo como el E. coli ataca el cerebro,
se ven afectadas las funciones más relevantes de la condición humana.
Muchas víctimas de meningitis bacteriana mueren durante los primeros días
de la enfermedad. De las que llegan a Urgencias con una acelerada merma de
las funciones neurológicas, como me sucedió a mí, sólo el diez por ciento tiene la
suerte de poder contarlo. Aunque en este caso se trata de una suerte relativa,
puesto que muchos de ellos pasan en estado vegetativo el resto de sus vidas.
Aunque la doctora Potter no pensaba aún en una meningitis bacteriana,
sospechaba que podía padecer alguna forma de infección cerebral, razón por la
que había decidido pedir una punción lumbar. Justo cuando estaba diciéndole a
una de las enfermeras que le trajese la bandeja con el instrumental y me
preparara para el procedimiento, mi cuerpo sufrió un violento espasmo como si,
de repente, hubieran electrificado la camilla. Con una energía renovada, proferí
un prolongado gemido de agonía, arqueé la espalda y comencé a agitar los
brazos en el aire. Tenía toda la cara roja y las venas del cuello hinchadas. Laura
gritó pidiendo ay uda y acudieron los celadores. Primero dos, luego cuatro y
finalmente seis, quienes trataron de sujetarme mientras ella procedía con la
punción.
Obligaron a mi cuerpo a adoptar una posición fetal mientras Laura me
administraba más sedante. Y, finalmente, entre todos consiguieron que me
estuviera lo bastante quieto para que la aguja pudiera penetrar por la base de mi
columna vertebral.
Cuando las bacterias atacan el organismo, éste entra automáticamente en
modo defensivo y envía a sus tropas de choque, los glóbulos blancos, desde sus
barracones del bazo y la médula espinal, para repeler a los invasores. Son las
primeras bajas en la colosal guerra celular que se desencadena cada vez que un
agente biológico externo invade el cuerpo, y la doctora Potter sabía que si mi
fluido cefalorraquídeo no era transparente, sería por la presencia de glóbulos
blancos.
Se inclinó hacia delante y enfocó la mirada sobre el manómetro, el tubo
transparente y vertical por el que saldría el fluido cefalorraquídeo. Lo primero
que la sorprendió fue que, en lugar de salir gota a gota, lo hizo en forma de
chorro, debido a una presión peligrosamente elevada.
A continuación se fijó en la apariencia del fluido. La may or o menor
opacidad indicaría la gravedad de mi estado. El líquido que apareció en el
manómetro era viscoso y blanco, con un leve tinte verdoso.
Mi fluido cefalorraquídeo estaba lleno de pus.
3
SALIDO DE LA NADA
La doctora Potter llamó al doctor Robert Brennan, uno de sus colegas en el
hospital general de Ly nchburg y especialista en enfermedades infecciosas.
Mientras esperaban a los resultados de las pruebas que habían pedido al
laboratorio del centro, consideraron las distintas posibilidades diagnósticas y
opciones terapéuticas.
Durante esos momentos, y o seguía gimiendo y debatiéndome contra las
correas de mi camilla. La realidad que estaba saliendo a la luz era cada vez más
pavorosa. Los resultados de la tinción de gram (una prueba química bautizada en
honor al médico danés que la inventó y que permite a los médicos clasificar las
bacterias entre gram positivas y gram negativas) indicaban una cepa gram
negativa, lo que resulta extremadamente inusual. Al mismo tiempo, una
tomografía computarizada (TC) de mi cabeza revelaba que el revestimiento de
las meninges de mi cerebro estaba peligrosamente hinchado e inflamado. Me
introdujeron un respirador por la tráquea para que un ventilador pudiera ocuparse
por mí de la tarea de respirar —veinte veces por minuto, para ser exactos— y
desplegaron una batería de monitores alrededor de mi cama para registrar hasta
el último movimiento de mi cuerpo y de mi casi totalmente inerte cerebro.
Entre los escasos adultos que cada año contraen meningitis espontánea por E.
coli (es decir, la que se produce sin mediar previamente un procedimiento
quirúrgico cerebral o un traumatismo craneal con penetración), la may oría lo
hace por alguna causa tangible, como una deficiencia del sistema inmunológico
(provocada muchas veces por VHI o Sida). Pero y o no estaba dentro de ese
grupo de riesgo. Hay otras bacterias que pueden provocar meningitis invadiendo
el cerebro desde las fosas nasales o el oído medio, pero no la E. coli. El espacio
cefalorraquídeo está demasiado bien aislado con respecto al resto del cerebro
para que pasen organismos como ésos. Sencillamente, salvo que la médula o el
cráneo sufran una perforación (a causa de un estimulador cerebral profundo o
una derivación, colocados por un neurocirujano y contaminados, por ejemplo),
las bacterias que, como la mencionada, suelen residir en los intestinos, no tienen
acceso a esa zona. Yo mismo había insertado centenares de derivaciones y
estimuladores en los cerebros de mis pacientes y, de haber tenido la oportunidad
de estudiar el caso con mis perplejos colegas, habría convenido con ellos en que,
por expresarlo de manera sencilla, había contraído una enfermedad que era
prácticamente imposible de contraer.
Los dos médicos, incapaces aún de aceptar la evidencia a la que apuntaban
los resultados de las pruebas, llamaron a varios expertos en enfermedades
infecciosas de importantes hospitales universitarios. Todos se mostraron de
acuerdo en que los resultados sólo señalaban un diagnóstico posible.
Que me diagnosticaran un caso rarísimo de meningitis bacteriana por E. coli
no fue lo único extraordinario de mi primer día de estancia en el hospital. En los
momentos previos a mi salida del servicio de Urgencias, tras dos horas de
gemidos y aullidos animales, quedé en completo silencio. Y entonces, como
salido de la nada, lancé un grito formado por dos palabras. Dos palabras tan
perfectamente articuladas que todos los médicos y enfermeros presentes, así
como Holley, que se encontraba al otro lado de la cortina, a pocos pasos de
distancia, las oy eron con nitidez:
—¡Dios, ay údame!
Todos corrieron a la camilla. Pero cuando llegaron a mi lado, estaba
totalmente inconsciente.
No recuerdo nada sobre mi estancia en Urgencias, incluido aquel grito de
auxilio. Pero fue lo último que dije en siete días.
4
EBEN IV
Una vez en la Sala 1 de Cuidados Intensivos, mi estado continuó deteriorándose.
El nivel de glucosa en el fluido cefalorraquídeo de una persona sana es de unos
80 miligramos por decilitro. Una persona aquejada por una meningitis bacteriana
sumamente grave y amenazada de muerte puede tener unos niveles próximos a
los 20 miligramos por decilitro. El mío era de un miligramo. En la escala de
coma de Glasgow me encontraba en el nivel 8 (de quince posibles) lo que
significaba una afección cerebral grave. Por si fuera poco, mi condición fue
agravándose en los días siguientes. Mi evaluación APACHE II (acrónimo en
inglés de Acute Physiology and Chronic Evaluation II, « evaluación II de
fisiología aguda y salud crónica» ) en Urgencias era de 18 puntos sobre un
máximo de 71, lo que significaba que las probabilidades de fallecimiento durante
aquella hospitalización eran próximas al 30 por ciento. Pero, en realidad, debido a
un problema diagnosticado de meningitis bacteriana aguda gram negativa con
grave deterioro neurológico, cuando ingresé en el hospital sólo tenía, en el mejor
de los casos, un diez por ciento de probabilidades de sobrevivir. Y si los
antibióticos no hacían efecto, el riesgo de muerte iría ascendiendo
inexorablemente durante los días siguientes hasta llegar a un innegociable ciento
por ciento.
Los médicos anegaron mi cuerpo con tres potentes antibióticos intravenosos
antes de enviarme a mi nuevo hogar: una habitación privada de gran tamaño, la
número 10, de la Unidad de Cuidados Intensivos, en la planta superior de
Urgencias.
Yo había estado muchas veces en aquella UCI, pero sólo como cirujano. Es el
sitio donde se aloja a los enfermos más graves, personas que están a un paso de
la muerte, para que el personal médico pueda trabajar con ellos de manera
simultánea y sin interrupciones. Un equipo así, luchando en completa
coordinación para mantener a un paciente con vida cuando todas las
probabilidades están en su contra, conforma una imagen impresionante. En
aquellas salas había vivido momentos tanto de enorme orgullo como de inmensa
decepción, dependiendo de si la vida del paciente que luchábamos por salvar
seguía adelante o se nos escurría entre los dedos.
El doctor Brennan y el resto del equipo trataron de mostrarse tan positivos con
Holley como pudieron, dadas las circunstancias, lo que no quiere decir que
fuesen demasiado optimistas. La verdad es que las probabilidades de que
falleciese en cualquier momento eran muy elevadas. Y aunque no falleciese,
cabía la posibilidad de que el ataque de las bacterias contra la corteza de mi
cerebro imposibilitase para siempre las actividades cerebrales superiores. Cuanto
más se prolongara mi coma, más aumentarían las probabilidades de que me
pasase el resto de mi vida en un estado vegetativo.
Por suerte, no sólo el personal del hospital general de Ly nchburg, sino
también otras personas estaban movilizándose y a en mi auxilio. Michael Sullivan,
vecino nuestro y rector de la Iglesia episcopaliana, llegó a Urgencias una hora
después de mi esposa, aproximadamente. En el preciso momento en que ésta
cruzaba corriendo la puerta de casa para seguir a la ambulancia, su teléfono
móvil había empezado a sonar. Era su amiga de toda la vida, Sy lvia White, quien
siempre había tenido la sorprendente capacidad de aparecer justamente cuando
sucedía alguna cosa importante. Holley estaba convencida de que poseía
poderes. (Yo, por mi parte, prefería la explicación más segura y racional de que,
simplemente, era una persona con gran intuición). Ella la puso al corriente de lo
sucedido y entre las dos se encargaron de llamar a mis familiares más cercanos:
mi hermana pequeña Betsy, que vivía cerca; mi otra hermana Phy llis, que a sus
cuarenta y ocho años era la más joven de todos nosotros y vivía en Boston; y
Jean, la may or.
Aquella mañana de lunes, Jean cruzaba Virginia en dirección sur desde su
casa de Delaware. Por pura casualidad, se dirigía a casa de nuestra madre, que
vivía en Winston-Salem. Su móvil comenzó a sonar. Era su marido, David.
—¿Has llegado y a a Richmond? —le preguntó.
—No —dijo Jean—. Estoy al norte, en la I-95.
—Pues coge la ruta 60 en dirección oeste y luego la 24 hasta Ly nchburg. Me
acaba de llamar Holley. Eben está en el hospital, en Urgencias. Ha tenido un
ataque esta mañana y, de momento, no responde.
—¡Oh, Dios mío! ¿Y saben qué ha sido?
—No están seguros, pero parece meningitis.
Jean dio la vuelta y siguió la sinuosa carretera 60 hacia el oeste, bajo densos
nubarrones negros y veloces, en dirección a la ruta 24 y a Ly nchburg.
Phy llis fue la que, a las tres de la tarde del mismo día del ataque, llamó a
Eben IV a su apartamento de la Universidad de Delaware. Él estaba en el
porche, haciendo unas prácticas de Ciencias (mi padre había sido neurocirujano
y parecía que a él también le interesaba la carrera) cuando sonó su teléfono. Mi
hermana lo puso rápidamente al corriente de la situación y le dijo que no se
preocupara, que los médicos lo tenían todo bajo control.
—¿Tienen idea de lo que puede ser? —preguntó mi hijo.
—Bueno, han dicho algo sobre bacterias gram negativas y meningitis.
—Tengo dos exámenes en los próximos días, voy a avisar a mis profesores —
decidió él.
Eben me contaría posteriormente que, en un primer momento, le costó creer
que estuviese en un peligro tan grave como el que había insinuado su tía, puesto
que Holley y ella « siempre exageraban un poco» y, además, y o no me ponía
enfermo nunca. Pero cuando, una hora más tarde, lo llamó Michael Sullivan, se
dio cuenta de que tenía que acudir de inmediato.
Mientras circulaba hacia Virginia comenzó a caer una llovizna helada. Phy llis
había salido de Boston a las seis en punto y mientras Eben se acercaba al puente
de la I-495 para cruzar el Potomac y entrar en Virginia, ella conducía bajo la
lluvia. Llegó a Richmond, alquiló un coche y salió a la ruta 60.
Cuando Eben se encontraba a pocos kilómetros de Ly nchburg, llamó a su
madre.
—¿Cómo está Bond? —preguntó.
—Dormido —respondió ésta.
—En ese caso voy directamente al hospital —decidió Eben.
—¿Seguro que no quieres pasar antes por casa?
—No —dijo él—. Sólo quiero ver a papá.
Llegó a la Unidad de Cuidados Intensivos a las once y cuarto. Cuando entró
en la luminosa sala de recepción del hospital, no había más que una enfermera.
Ella lo acompañó hasta mi cama.
Para entonces, todos los visitantes se habían marchado y a a casa. Lo único
que se oía en mi amplia y escasamente iluminada habitación eran los pitidos y
siseos casi imperceptibles de las máquinas que mantenían mi cuerpo con vida.
Eben se quedó paralizado en el umbral de la puerta al verme. En sus veinte
años de vida, nunca me había visto contraer nada más grave que un resfriado.
Pero en aquel momento, a pesar del esfuerzo de las máquinas por aparentar otra
cosa, lo que contemplaron sus ojos era, en esencia, un cadáver. Mi cuerpo físico
estaba allí, frente a él, pero el padre que conocía y a no.
O quizá sería más apropiado decir que, simplemente, estaba en otro sitio.
5
EL INFRAMUNDO
Oscuridad, pero una oscuridad visible, como si estuvieras sumergido en barro y,
aun así, fueses capaz de ver. O en una especie de gelatina sucia. Transparente,
pero de un modo borroso, claustrofóbico y asfixiante.
Conciencia, pero sin memoria ni identidad, como un sueño en el que ves lo
que está pasando a tu alrededor, pero no sabes realmente quién eres o lo que
eres.
Y sonido, también: un palpitar profundo y rítmico, lejano pero fuerte, me
atravesaba de parte a parte. ¿Como el de un corazón? Tal vez, aunque más
lúgubre, más maquinal, como un choque metálico, como si un gigantesco herrero
subterráneo estuviera golpeando con un enorme martillo una pieza sobre un
y unque en la distancia, con tanta fuerza que el estruendo del impacto atravesase
la Tierra, el lodo o lo que quiera que me rodease.
No tenía cuerpo, al menos no un cuerpo del que fuese consciente.
Simplemente… estaba allí, en aquel lugar de palpitante y sonora oscuridad.
Ahora, con el paso del tiempo, podría llamarla « primordial» . Pero por aquel
entonces no conocía esa palabra. De hecho no conocía ninguna. Las palabras que
utilizo aquí llegaron mucho más tarde, y a en el mundo, al poner por escrito mis
recuerdos.
Idioma, emociones, lógica: todo ello había desaparecido, como si hubiera
sufrido una regresión a un estado del ser propio del principio de los tiempos, tan
lejano quizá como la primitiva bacteria que, sin que y o lo supiera, había invadido
mi cerebro y lo había obligado a apagarse.
¿Cuánto tiempo pasé en ese mundo? No tengo ni la menor idea. Cuando vas a
un sitio en el que no percibes el tiempo como lo experimentamos en el mundo
normal, describir su transcurrir es prácticamente imposible. Mientras todo
sucedía, mientras estaba allí, me sentía como si y o (lo que quiera que fuese ese
« y o» ) hubiese estado en aquel lugar desde siempre y fuera a seguir allí
eternamente.
Y, al menos en un primer momento, tampoco es que me importase. ¿Por qué
iba a hacerlo? A fin de cuentas, aquel estado del ser era el único que conocía.
Como no albergaba recuerdo alguno sobre nada mejor, no me inquietaba
especialmente el lugar en el que me encontraba. Sí que recuerdo haberme
preguntado si sobreviviría o no, pero la indiferencia que sentía ante una respuesta
u otra me inspiró una clara sensación de invulnerabilidad. Ignoraba por completo
las ley es que gobernaban el mundo en el que me encontraba, pero tampoco tenía
la menor prisa por descubrirlas. A fin de cuentas, ¿para qué?
No sabría decir cuándo sucedió exactamente, pero en un momento
determinado comencé a ser consciente de unos objetos que me rodeaban. Su
aspecto era algo similar al de las raíces y un poco como el que habrían tenido
unos enormes vasos sanguíneos en un vasto y cenagoso útero.
Emitían un fulgor rojizo y umbrío y se extendían tanto por arriba como por
abajo. En retrospectiva, recuerdo que verlas era como ser un topo o un gusano,
una criatura enterrada en la tierra pero, a pesar de ello, capaz de ver la
enmarañada matriz de raíces y árboles que la rodea.
Por eso, al acordarme más adelante de aquel lugar, lo bauticé como el
« reino de la perspectiva del gusano» . Durante algún tiempo sospeché que podía
tratarse de una especie de recuerdo de lo que experimentó mi cerebro cuando las
bacterias empezaron a invadirlo.
Pero cuanto más pensaba en ello (de nuevo, mucho mucho más tarde),
menos sentido le encontraba a esta explicación. Porque —por mucho que le
cueste imaginar esto a alguien que no hay a estado allí— mi conciencia no estaba
nublada ni distorsionada. Sólo era… limitada. En aquel lugar no era humano. Ni
siquiera animal. Era algo anterior y más reducido. Sólo era un punto de
conciencia en medio de un mar entre rojizo y marrón, ajeno al paso del tiempo.
Cuanto más permanecía en aquel lugar, menos cómodo me sentía. Al
principio estaba tan profundamente sumergido en él que no había diferencia
entre el « y o» y el espacio medio aterrador y medio familiar que me rodeaba.
Pero poco a poco, aquella sensación de profunda, eterna e ilimitada inmersión
fue dando paso a otra: la de que en realidad y o no formaba parte de aquel mundo
subterráneo, sino que estaba atrapado en él.
Unos rostros grotescos de animal brotaban del lodo, emitían un gemido o un
aullido y volvían a desaparecer. De tanto en tanto oía un rugido sordo. A veces,
dichos rugidos se transformaban en cánticos tenues y rítmicos, que resultaban a
un tiempo aterradores y extrañamente familiares, como si en algún momento y o
mismo los hubiera emitido también.
Como no guardaba recuerdo alguno sobre existencias anteriores, el tiempo
que pasé en aquel reino se prolongó sin que me percatara de ello. ¿Fueron meses?
¿Años? ¿Toda la eternidad? Sea cual sea la respuesta, el caso es que al final acabé
llegando a un punto en el que la sensación de inquietud sobrepasó a la de
familiaridad. Cuanto más crecía mi sentido del y o —un y o separado de la
oscuridad fría y húmeda que me rodeaba—, más desagradables y amenazantes
se tornaban las caras que brotaban de la negrura. Los rítmicos latidos en la
distancia se intensificaron también y se hicieron más claros y fuertes, como si
alguien estuviera marcándole el ritmo de trabajo a un ejército de obreros
subterráneos similares a trolls, entregados a una tarea interminable y de brutal
monotonía. A mi alrededor, los movimientos se volvieron menos visuales y más
táctiles, como si unas criaturas parecidas a reptiles o a gusanos correteasen en
tropel junto a mí y me rozaran accidentalmente con sus pieles suaves o espinosas
al pasar.
Entonces empecé a captar un olor: un poco como a heces, un poco como a
sangre y un poco como a vómito. Un olor de naturaleza biológica, en otras
palabras, pero de muerte biológica, no de vida. A medida que mi conciencia iba
afirmándose con may or fuerza, sentí que el pánico empezaba a apoderarse de
mí. Fuera quien fuese o fuera lo que fuese, y o no pertenecía a aquel lugar. Tenía
que salir de allí.
Pero ¿adónde iba a ir?
Mientras me formulaba esta pregunta, algo nuevo surgió de la oscuridad,
sobre mí: algo que no estaba frío, muerto ni sumido en las tinieblas, sino todo lo
contrario. Creo que aunque lo intentase durante todo lo que me queda de vida,
jamás llegaría a hacerle justicia a la entidad que se me estaba aproximando en
aquel momento y no podría describir ni un triste esbozo de su auténtica belleza.
Pero voy a intentarlo.
6
UN ANCLA A LA VIDA
Phy llis llegó al aparcamiento del hospital sólo dos horas después que Eben IV, a
eso de la una de la mañana. Al entrar en la habitación de la UCI, se encontró a
mi hijo sentado junto a mi cama, aferrado a una sábana del hospital para no
quedarse dormido.
—Mamá está en casa con Bond —informó Eben en un tono que expresaba
cansancio, tensión y alegría por la llegada de ella, todo al mismo tiempo.
Phy llis le dijo que tenía que irse a casa, que si se quedaba despierto toda la
noche, después de haber conducido desde Delaware, al día siguiente no le
serviría de nada a nadie, ni siquiera a su padre. Llamó a Holley y a Jean a
nuestra casa y les dijo que el chico volvería en seguida, pero que ella iba a
quedarse conmigo a pasar la noche.
—Vete a casa con tu madre, tu tía y tu hermano —le dijo a Eben IV después
de colgar—. Te necesitan. Tu padre y y o seguiremos aquí mañana, cuando
vengas.
Él dirigió los ojos hacia mi cuerpo: hacia el respirador transparente que
desaparecía en el interior de mi nariz en dirección a mi tráquea; hacia mis finos
labios, y a medio agrietados; hacia mis cerrados ojos y mis flácidos músculos
faciales.
Phy llis le ley ó la mente.
—Vete a casa, Eben. Intenta no angustiarte. Tu padre sigue con nosotros. Y no
voy a dejar que se marche.
Se acercó a mi cama, me cogió la mano y comenzó a darle un masaje. Con
la única compañía de las máquinas y la enfermera del turno de noche, que
acudía cada hora a revisar mis constantes vitales, se pasó allí sentada el resto de
la noche, sujetándome la mano, tratando de mantener una conexión que sabía
vital para que y o pudiese sobrevivir.
La importancia que tiene la familia para la gente del sur puede parecer un
tópico pero, como la may oría de éstos, contiene una buena parte de verdad.
Cuando en 1988 me marché a Harvard, una de las primeras cosas de la gente del
norte que llamó mi atención era lo mucho que les costaba expresar un hecho que
en el sur damos por sentado: tu familia define tu identidad.
A lo largo de toda mi vida, mi relación con mi familia —con mis padres y
hermanas y luego con Holley, Eben IV y Bond— ha sido siempre una fuente de
fuerza y estabilidad, pero sobre todo durante los últimos años. La familia era a
donde recurría para recibir apoy o incondicional, en un mundo —lo mismo en el
norte que en el sur— que carece de él con demasiada frecuencia.
De vez en cuando acudía a la Iglesia episcopaliana con Holley y los niños.
Pero la verdad es que durante años había sido poco más que uno de esos
parroquianos que sólo cruzan la puerta del templo en Navidad y en Semana
Santa. Animaba a nuestros hijos a rezar de noche, pero no era, ni de lejos, el líder
espiritual en mi hogar. Nunca había logrado desprenderme por completo de mis
dudas. Por mucho que de niño hubiese querido creer en Dios, en el Cielo y en la
otra vida, lo cierto es que las décadas que había pasado en el riguroso mundo
científico de la neurocirugía académica me habían hecho engendrar serias dudas
sobre la posibilidad de que tales cosas pudieran existir. Las neurociencias de
nuestros días afirman que es el cerebro el que genera la conciencia —la mente,
el alma, el espíritu, llámesele como se quiera, esa parte invisible e intangible de
nosotros mismos que nos convierte en quienes somos en realidad— y, en esencia,
y o lo creía también.
Como la may oría de los profesionales sanitarios que tratan directamente con
personas agonizantes y sus familias, a lo largo de los años había oído —e incluso
presenciado— muchas cosas de difícil explicación. Archivaba aquellos casos
dentro de la categoría de « desconocido» y los dejaba allí sin darles más vueltas,
convencido de que en su interior se ocultaba alguna explicación racional.
Y no es que tuviese nada en contra de la fe en lo sobrenatural. Como
profesional de la medicina que se encontraba a diario con gente que tenía que
arrostrar increíbles sufrimientos físicos y emocionales de manera constante, lo
último que habría querido era negarle a nadie el consuelo y la esperanza de la fe.
Es más, ojalá hubiera podido disfrutar de ella y o mismo.
Pero cuanto may or me hacía, más improbable me parecía. Como el mar que
va erosionando la play a, con el paso de los años mi visión científica del mundo
había ido, lenta pero inexorablemente, socavando mi fe en una realidad superior.
La ciencia parecía estar generando una sucesión incesante de pruebas que
reducían nuestra importancia en el seno del universo a la práctica nulidad. Habría
sido magnífico poder creer. Pero a la ciencia no le importa lo magnífico. Le
importa lo que es.
Yo soy una de esas personas que aprenden mediante la acción. Si hay algo
que no puedo tocar o sentir, me cuesta interesarme por ello. Fue ese deseo de
alargar las manos hacia el objeto de mi interés, unido al anhelo de ser como mi
padre, lo que me llevó hasta la neurocirugía. El cerebro humano es un órgano
complejo y misterioso, pero también increíblemente concreto. Cuando era un
estudiante de Medicina en Duke, nada me gustaba más que contemplar al
microscopio las alargadas y delicadas neuronas cuy as conexiones sinápticas dan
origen a la conciencia. Me encantaba la combinación de conocimiento abstracto
y concreción física que representaba la neurocirugía. Para acceder al cerebro,
hay que apartar primero las capas de piel y tejido que lo cubren y luego aplicar
un instrumento neumático de gran velocidad llamado taladro Midas Rex. Es
sumamente sofisticado y cuesta miles de dólares. Y, no obstante, a la hora de
utilizarlo, no es más que… un simple taladro.
Del mismo modo, las reparaciones quirúrgicas del cerebro, aunque de una
extraordinaria complejidad, no difieren de las que pueden realizarse con
cualquier maquinaria eléctrica de enorme delicadeza. Porque esto, creía y o en
aquel entonces, era precisamente el cerebro: una máquina capaz de generar el
fenómeno de la conciencia. Sí, los científicos no habían descubierto aún cómo
lograban obrar este milagro las neuronas, pero sólo era cuestión de tiempo. Era
algo que se demostraba cada día en la mesa de operaciones. Un paciente entra al
quirófano con jaquecas y problemas de conciencia. Obtienes una IRM (imagen
por resonancia magnética) de su cerebro y descubres un tumor. Le administras
anestesia general, extraes dicho tumor y a las pocas horas está despierto y
funcionando plenamente. Desaparecen las jaquecas. Desaparecen los problemas
de conciencia. Aparentemente, es algo muy sencillo.
Yo adoraba esa sencillez: la absoluta honradez y limpieza de la ciencia. El
hecho de que no dejara margen alguno a la fantasía ni a las explicaciones poco
rigurosas me inspiraba respeto. Si un hecho podía establecerse de manera
tangible y con pruebas fiables, se aceptaba. Si no, se rechazaba.
Era un enfoque que dejaba muy poco margen para el alma y el espíritu, para
la pervivencia de la personalidad después de que se hubiese detenido la actividad
del cerebro que la sustentaba. Y mucho menos para unas palabras que, a lo largo
de mi vida, había oído una y otra vez en la iglesia: « vida eterna» .
Precisamente por esta razón dependía tanto de mi familia, de Holley y
nuestros hijos, de mis tres hermanas y, lógicamente, de mi padre y de mi madre.
Estoy totalmente convencido de que nunca habría sido capaz de ejercer mi
profesión —realizar, día tras día, las acciones que realizaba y ver las cosas que
veía— sin los sólidos cimientos de cariño y comprensión que ellos me brindaban.
Y por eso, Phy llis (tras consultar a Betsy por teléfono) decidió aquella noche
hacerme una promesa en nombre de toda nuestra familia. Mientras y o
permanecía allí, con mi mano flácida y casi sin vida entre las suy as, me
prometió que, pasara lo que pasase de allí en adelante, siempre habría alguien a
mi lado para cogerme la mano.
—No vamos a dejar que te vay as, Eben —dijo—. Necesitas un ancla que te
mantenga aquí, en este mundo, donde te necesitamos. Y te la vamos a
proporcionar.
No sabía lo importante que sería esta ancla en los días siguientes.
7
LA MELODÍA GIRATORIA Y EL PORTAL
Algo había aparecido en medio de la oscuridad. Giraba lentamente e irradiaba
unos delicados filamentos de luz blanca y dorada que comenzaron a agrietar y
disolver la oscuridad que me rodeaba.
Entonces oí algo nuevo: un sonido viviente, como la pieza musical con más
matices, más compleja y más hermosa que hay as escuchado nunca. Fue
cobrando may or fuerza a medida que descendía una luz pura y blanca, y su
llegada aniquiló aquel monótono pálpito mecánico que hasta entonces, y
aparentemente durante eones, había sido mi única compañía.
La luz se fue acercando más y más, girando y girando, con unos filamentos
de luz blanca y pura que, pude ver en aquel momento, estaba teñida aquí y allá
de matices dorados.
Entonces, en el centro mismo de la luz apareció algo. Enfoqué mi percepción
sobre ella, tratando de adivinar lo que era.
Una puerta. Ya no estaba mirando la luz giratoria, sino a través de ella.
En cuanto lo comprendí, comencé a ascender. Rápidamente. Hubo un ruido
similar a una racha de viento y, con un destello repentino, atravesé la puerta y
me encontré en un mundo totalmente nuevo. El más extraño y hermoso que
jamás hubiera contemplado. Brillante, extático, asombroso… Podría utilizar un
montón de adjetivos para describir el aspecto y las sensaciones que transmitían
aquel mundo, pero me quedaría corto. Me sentí como si estuviera naciendo. No
renaciendo ni volviendo a nacer. Sólo… naciendo.
A mis pies se extendía un paisaje. Era verde, frondoso, parecido al de la
Tierra. Era la Tierra… pero al mismo tiempo no. Era como cuando tus padres te
llevan de nuevo a un sitio en el que pasaste algunos años cuando eras un niño
pequeño. No lo conoces. O al menos crees que no lo conoces. Pero cuando miras
a tu alrededor, algo despierta en tu interior y te das cuenta de que una parte de ti
—una parte que está muy muy adentro— sí lo recuerda y se alegra de volver a
estar en él.
Volaba sobre aquel lugar, por encima de árboles y campos, arroy os y
cascadas y, de vez en cuando, personas. Y también niños, niños que reían y
jugaban. La gente cantaba y bailaba en círculos y, puntualmente, veía también
algún que otro perro que corría y saltaba entre la multitud, tan feliz como todos
ellos. Vestían ropa sencilla pero hermosa y me dio la sensación de que sus
colores transmitían la misma calidez viva que los árboles y las flores que crecían
y crecían por todo el entorno.
Un mundo de ensueño increíblemente hermoso…
Sólo que no era un sueño. Aunque no sabía dónde estaba ni lo que era y o
mismo, había algo de lo que sí me sentía del todo seguro: el lugar al que había
llegado de repente era absolutamente real.
La palabra « real» expresa algo abstracto y resulta frustrantemente
inadecuada para transmitir la idea que intento describir. Imagina que eres un niño
y vas al cine un día de verano. Imagina que es una buena película y has
disfrutado viéndola. Pero entonces termina y, junto con los demás espectadores,
sales en fila del cine a la intensa, viva y acogedora calidez de la tarde estival. Y
al respirar el aire de la calle y sentir los ray os del sol sobre ti, te preguntas por
qué demonios decidiste desaprovechar un día tan hermoso sentado en el oscuro
interior de una sala de cine.
Multiplica esa sensación por mil y seguirás sin acercarte a la que me inspiró a
mí aquel lugar.
Seguí volando, no sé exactamente por cuánto tiempo (porque el tiempo en
aquel lugar no era como la sencilla experiencia lineal que conocemos en la
Tierra; de hecho, resulta tan difícil de describir como todos sus demás aspectos).
Pero en un momento dado me percaté de que y a no estaba solo.
Había alguien a mi lado: una chica preciosa de pómulos altos y hermosos
ojos azules. Llevaba ropa sencilla, como de campesina, similar a la que vestía la
gente del pueblo que había visto abajo. Unos largos mechones de cabello dorado
enmarcaban su hermoso rostro. Volábamos juntos a bordo de una superficie
cubierta por unos dibujos enormemente intrincados, el ala de una mariposa. De
hecho, estábamos rodeados por millones de mariposas, vastas bandadas de ellas
que descendían sobre la vegetación y volvían a alzarse a nuestro alrededor. No se
movían individualmente, separadas unas de otras, sino todas juntas, como un río
de vida y color que se desplazase por el aire. Volábamos en elegantes
formaciones que describían parsimoniosos bucles entre las flores y los brotes de
los árboles, que se abrían al pasar nosotros a su lado.
El atuendo de la muchacha era sencillo, pero sus colores —azul claro, añil y
melocotón— poseían la misma viveza deslumbrante y abrumadora que todo
cuanto nos rodeaba. Me dirigió una mirada que habría hecho que cualquiera se
alegrase de haber vivido hasta aquel momento, independientemente de lo que le
hubiera pasado antes. No era una mirada romántica. Tampoco amistosa. Era algo
que iba más allá de todo ello… más allá de todas las tipologías del amor que
conocemos aquí en la Tierra. Era algo superior, que contenía en su interior todas
las demás formas de amor y, al mismo tiempo, era más genuino y puro que
todas ellas.
Sin utilizar palabras, me habló. El mensaje me penetró como una ráfaga de
viento helado y al instante comprendí que era cierto. Lo supe como había sabido
que el mundo que nos rodeaba era verdadero, no una simple fantasía, pasajera e
insustancial.
El mensaje estaba dividido en tres partes y si hubiera tenido que traducirlo a
una lengua de la Tierra, habría sonado más o menos así:
« Os aman y aprecian, profunda y eternamente» .
« No tenéis nada que temer» .
« Nada de lo que hagáis puede ser malo» .
Esas esperanzadoras palabras hicieron que me inundara una vasta y alocada
sensación de alivio. Fue como si me entregaran las reglas de un juego al que
llevara toda la vida jugando sin comprenderlo del todo.
« Aquí te mostraremos muchas cosas —anunció la chica, de nuevo sin utilizar
estas palabras exactas, sino transmitiéndome directamente su esencia conceptual
—, pero al final regresarás» .
Frente a esto, sólo tenía una pregunta.
Recuerda con quién estás hablando en este momento. No soy un bobo
sentimental. Sé qué aspecto tiene la muerte. Sé lo que se siente cuando una
persona viva, con la que has hablado y has bromeado hasta hace bien poco, se
convierte en un objeto inerte en una mesa de operaciones después de que hay as
pasado horas luchando para mantener la maquinaria de su cuerpo en
funcionamiento. Sé la forma que adopta el sufrimiento y conozco la honda
tristeza y la impotencia que reflejan las caras de quienes han perdido a un ser
querido inesperadamente. Conozco la fisiología de mi propio cuerpo y, aunque no
es mi especialidad, tampoco soy un completo ignorante al respecto. Conozco la
diferencia entre la fantasía y la realidad y sé que aquella experiencia (de la que,
a pesar de todo mi empeño, sólo consigo transmitirte la imagen más vaga y
completamente insatisfactoria que quepa imaginar) fue la más importante de
toda mi vida.
De hecho, la única que podría disputarle esta condición fue la que se produjo
a continuación.
8
ISRAEL
A las ocho de la mañana del día siguiente, Holley volvía a estar en mi habitación.
Despertó a Phy llis, ocupó su puesto junto a la cabecera de mi cama y tomó mi
mano todavía inerte entre las suy as.
Alrededor de las once llegó Michael Sullivan y les pidió a todos que formasen
un círculo a mi alrededor. Mi hermana Betsy, que y a estaba allí, me cogió de la
mano para que también y o estuviese incluido. Michael entonó una plegaria.
Estaban terminando cuando uno de los especialistas en enfermedades infecciosas
llegó del piso de abajo con un nuevo informe. A pesar de que durante la noche
me habían cambiado los antibióticos, la presencia de glóbulos blancos en mi
torrente sanguíneo continuaba aumentando. Y las bacterias seguían, sin que nadie
lograra impedírselo, devorando mi cerebro.
Los médicos, cada vez más acuciados por el tiempo y la falta de opciones,
volvieron a repasar con Holley todos los detalles de mis actividades de los últimos
días. Las preguntas se extendieron luego a las últimas semanas. ¿Había sucedido
algo distinto en los últimos meses, cualquier cosa que pudiese ay udarles a
encontrarle sentido a mi condición?
—Bueno —comentó ella—, hace pocos meses hizo un viaje a Israel.
El doctor Brennan levantó la mirada de su cuaderno.
Las células de la E. coli no sólo intercambian su ADN con otras células de E.
coli, sino también con otros organismos bacterianos gram negativos. En estos
tiempos de viajes por el mundo, bombardeos antibióticos y nuevas cepas de
enfermedades en proceso de acelerada mutación, ello constituy e un hecho muy
relevante. Si unas bacterias E. coli se encuentran en un entorno biológico difícil
con otros organismos mejor adaptados que ellas, pueden absorber parte de su
ADN e incorporarlo.
En 1996, unos científicos descubrieron una nueva cepa de bacterias que
contenía una secuencia de ADN codificante para la carbapenemasa de Klebsiella
pneumoniae (o KPC, por sus siglas en inglés Klebsiella Pneumoniae
Carbapenemase), una enzima que confería a sus bacterias anfitrionas capacidad
de resistencia frente a los antibióticos. La encontraron en el estómago de un
paciente que había muerto en un hospital de Carolina del Norte. La cepa llamó
inmediatamente la atención de médicos de todo el mundo, conscientes de que la
KPC podía hacer que las bacterias se volviesen resistentes, no sólo a algunos de
los antibióticos de nuestros días, sino a todos ellos.
Si una variedad de bacterias tóxicas e inmunes a los antibióticos
(emparentada con una cepa no tóxica presente en nuestros cuerpos) se liberase
entre la población, esquilmaría la raza humana. Entre los antibióticos que se han
desarrollado en la última década no hay ninguno que pudiera acudir a nuestro
rescate.
El doctor Brennan sabía que pocos meses antes habían ingresado en un
hospital a un paciente con una fuerte infección de Klebsiella pneumoniae y lo
habían tratado con una amplia batería de antibióticos para tratar de contenerla.
Pero el estado de salud del hombre siguió agravándose. Las pruebas revelaron
que dicho bacilo seguía activo en su cuerpo y que los antibióticos no habían
surtido efecto. Posteriormente, se descubrió que las bacterias de su intestino
grueso habían adquirido el gen de la KPC por transferencia directa de plásmido
de la infección de Klebsiella pneumoniae resistente.
En otras palabras, su cuerpo se había convertido en el laboratorio para la
creación de una variante de bacteria que, si llegaba a propagarse entre la
población en general, podía llegar a rivalizar con la Peste Negra (una plaga que
acabó casi con la mitad de los europeos en el siglo XIV).
El hospital donde había sucedido todo esto era el centro médico Sourasky de
Tel Aviv, Israel. Y de hecho, había coincidido prácticamente con una visita que
había realizado y o meses atrás como parte de mi trabajo de coordinación de un
proy ecto de investigación global sobre cirugía cerebral por ultrasonidos
enfocados. Había llegado a Jerusalén a las tres y cuarto de la madrugada y, tras
instalarme en mi hotel, quise dar, a pesar de la hora, un paseo por la ciudad vieja.
El paseo se convirtió en una larga caminata al amanecer por la Vía Dolorosa,
que me llevó hasta el supuesto escenario de la Última Cena. Resultó un viaje
extrañamente conmovedor y, tras mi regreso a Estados Unidos, hablé varias
veces de ello con Holley. Pero por aquel entonces no sabía nada del paciente del
centro médico Sourasky ni de las bacterias que habían adquirido el gen de la
KPC. Una bacteria que resultó ser una cepa del E. coli.
¿Era posible que me hubiese infectado una bacteria inmune a los antibióticos
durante mi estancia en Israel? Parecía poco probable. Pero era la única
explicación para la aparente resistencia de mi infección, así que los médicos se
pusieron manos a la obra para determinar si, en efecto, era ésa la bacteria que
estaba atacando mi cerebro. Mi caso estaba a punto de incorporarse, por la
primera de muchas razones, a la historia de la medicina.
9
EL NÚCLEO
Entretanto, y o estaba en un lugar entre las nubes. Unas nubes grandes y blancas
cuy as formas contrastaban poderosamente con un cielo entre negro y azulado.
Por encima de ellas —a una altura inconmensurable, de hecho—, unas bandadas
de orbes transparentes y titilantes recorrían el cielo en tray ectorias curvas,
dejando tras de sí unas líneas alargadas parecidas a serpentinas.
¿Aves? ¿Ángeles? Estas palabras aparecieron en mi cabeza cuando estaba
escribiendo mis recuerdos. Pero ninguna de ellas consigue hacer justicia a
aquellas criaturas, totalmente distintas a cualquier cosa que hubiese visto en este
planeta. Eran más avanzadas. Superiores.
Un sonido, fuerte y tonante, como un glorioso canto, descendió sobre mí y al
oírlo me pregunté si lo producirían aquellos seres con sus alas. Pero de nuevo, al
recordarlo más tarde, me dio por pensar que lo que sucedía era que el placer que
sentían aquellas criaturas al ascender por los aires era tal que tenían que
expresarlo de algún modo, que si no dejaban salir la alegría de su interior,
simplemente no serían capaces de soportarla. Era un sonido palpable y casi
material, como una de esas lloviznas que puedes sentir sobre la piel pero no
terminan de calarte. La vista y el oído no eran sentidos separados en el lugar
donde me encontraba entonces. Podía oír la belleza visual de las esplendentes
criaturas que pasaban por encima de mí y ver la perfección inmensa y dichosa
de lo que cantaban. Era como si en aquel mundo no pudieras mirar ni escuchar
nada sin convertirte en parte de ello, sin incorporarte a su naturaleza de algún
modo misterioso.
De nuevo, desde mi perspectiva actual, me atrevo a sugerir que en aquel
mundo no se podía ver nada, porque la palabra « ver» implica una separación
que allí no existía. Eran cosas distintas, individuales, pero, aun así, formaban parte
de todo lo demás, como los dibujos entrelazados y llenos de matices de una
alfombra persa… o de las alas de una mariposa.
Se levantó una brisa cálida, como las que soplan en los días de verano más
agradables y al pasar entre las hojas de los árboles las agitó y fluy ó entre ellas
como agua celestial. Una brisa divina. Su presencia lo cambió todo y el mundo
que me rodeaba pareció adoptar una modulación nueva, en una octava más alta,
una vibración más elevada.
Aunque todavía no había recuperado el don del habla (al menos tal como lo
concebimos en la Tierra), comencé a formular preguntas sin palabras a ese
viento y al ser divino cuy a acción sentía tras él o dentro de él.
« ¿Dónde está este lugar?»
« ¿Quién soy ?»
« ¿Por qué estoy aquí?»
Cada vez que formulaba una de aquellas preguntas silenciosas, la respuesta
me llegaba al instante en forma de una explosión de luz, color, amor y belleza,
que impactaba en mí como una ola embravecida. Pero lo más importante de
estas ráfagas era que no sólo me silenciaban dejándome asombrado y
abrumado, sino que también les daban respuesta, aunque de una forma que no
requería lenguaje. Los pensamientos entraban directamente en mí. Pero no era
como el pensamiento que experimentamos en la Tierra. No era algo vago,
inmaterial o abstracto. Aquellos pensamientos eran sólidos e inmediatos —más
calientes que el fuego y mas húmedos que el agua— y al recibirlos era capaz, de
manera instantánea y sin esfuerzo, de comprender conceptos que, en mi vida
terrenal, me habría llevado años aprehender en su totalidad.
Seguí avanzando hasta entrar en un inmenso vacío, completamente oscuro, de
tamaño infinito pero al mismo tiempo infinitamente reconfortante. Negro como
la boca de un lobo, pero también rebosante de luz: una luz que parecía emitir un
orbe brillante que en aquel momento y o sentía muy cerca de mí. Un orbe que
estaba vivo y era casi sólido, como las canciones de las criaturas angelicales que
viese antes.
Por extraño que pueda parecer, mi situación era similar a la de un feto en el
vientre de su madre. El feto flota en el útero sin otra compañía que la de la
silenciosa placenta, que lo nutre y media en su relación con la omnipresente pero
al mismo tiempo invisible madre. Pero en mi caso, la « madre» era Dios, el
Creador, la Fuente responsable de generar el universo y todo lo que contiene.
Aquel ser estaba tan próximo a mí que no parecía mediar distancia alguna entre
ambos. Pero a la vez podía sentir su infinita inmensidad y podía ver lo
absolutamente minúsculo que era y o en comparación. En ocasiones utilizaré el
pronombre Om para referirme a Dios, porque es el que utilicé originalmente
cuando puse por escrito mis recuerdos, al salir del coma. « Om» era el sonido
que recuerdo haber oído, asociado a aquel Dios omnisciente, omnipotente y
pleno de amor incondicional; sin embargo, cualquier intento de describirlo con
palabras está condenado al fracaso.
La inmensidad pura que me separaba de Om era la razón, comprendí
entonces, de que tuviese al orbe como acompañante. De un modo que no era
capaz de comprender del todo pero del que estaba seguro: el orbe era una
especie de « intérprete» entre aquella presencia extraordinaria que me rodeaba
y y o mismo.
Era como si hubiese nacido a un mundo más grande, como si el propio
universo fuese como una especie de útero gigantesco y el orbe (que seguía, en
cierta forma, conectado a la chica del ala de la mariposa, que, de hecho, era
ella) estuviese guiándome a través del proceso.
Más tarde, y a de vuelta aquí en el mundo, me encontré con una cita del poeta
cristiano del siglo XVII, Henry Vaughan, que se acerca a describir aquel lugar,
aquel Núcleo vasto y negro como la tinta china, que era la morada de la
mismísima Divinidad: « Hay, dicen algunos, en Dios una profunda pero
deslumbrante oscuridad…» .
Y eso era exactamente: una oscuridad negra como la tinta que al mismo
tiempo estaba llena a rebosar de luz.
Las preguntas y las respuestas continuaron. Aunque no adoptaba la forma de
una lengua, tal como nosotros la conocemos, la « voz» de aquel Ser era cálida y
—por extraño que pueda parecer esto— personal. Comprendía a los seres
humanos y poseía las mismas cualidades que nosotros, sólo que en una medida
infinitamente superior. Me conocía a mí en total profundidad y rebosaba todas las
cualidades que siempre he asociado con los seres humanos y sólo con ellos:
calidez, compasión, emoción… e incluso ironía y sentido del humor.
A través del orbe, Om me reveló que no hay un solo universo sino muchos —
más, de hecho, de los que y o podría llegar a concebir—, pero que el amor reside
en el centro de todos ellos. El mal también está presente, pero únicamente en
cantidades diminutas. El mal es necesario porque sin él el libre albedrío sería
imposible y sin libre albedrío no podía haber crecimiento, ni avance, ni
posibilidad alguna de que nos convirtiésemos en aquello que Dios quiere que
lleguemos a ser. Por muy terrible y poderoso que pueda parecer a veces el mal
en un mundo como el nuestro, en conjunto el amor es abrumadoramente
dominante y al final acabará triunfando.
Contemplé la abundancia de la vida a través de los incontables universos,
incluida la de criaturas de inteligencia mucho más avanzada que la de la
humanidad. Vi que existen innúmeras dimensiones superiores, pero que el único
modo de conocerlas es entrar en ellas y experimentarlas directamente. No se
pueden captar ni comprender desde el espacio dimensional inferior. En esos
reinos superiores existen la causa y el efecto, pero no como los concibe la mente
humana, sino de un modo may or. El mundo del tiempo y el espacio en el que
vivimos en este reino terreno está profunda y complejamente entrelazado con
esos mundos superiores. En otras palabras, que no están totalmente separados de
nosotros, porque todos los mundos forman parte de una misma realidad divina,
que lo abarca todo. Desde aquellos mundos superiores se podría acceder a
cualquier tiempo y lugar del nuestro.
Tardaría más de lo que me queda de vida en elaborar todo lo que aprendí allí
arriba. Este conocimiento no se me « enseñó» , como se enseñan una lección de
historia o un teorema de matemáticas. Las relaciones entre las ideas surgían
directamente, sin tener que desvelarlas ni absorberlas. El conocimiento se
almacenaba sin necesidad de memorizarlo, de una vez y para siempre. Y no se
iba desvaneciendo, como sucede con la información normal. Hasta hoy sigue
estando dentro de mí, mucho más claro que todo lo que aprendí durante mis
largos años de estudio.
Esto no quiere decir que pueda acceder a ese conocimiento en cualquier
momento. Como ahora vuelvo a estar en el reino terrenal, tengo que procesarlo a
través de mi cuerpo y mi cerebro, que son físicos y limitados. Pero está ahí. Lo
percibo, grabado en el fondo de mi ser. Para una persona como y o, que se ha
pasado toda la vida trabajando para acumular conocimientos e información a la
vieja usanza, el descubrimiento de un nivel superior de aprendizaje bastaba, por
sí solo, para proporcionarme algo en lo que pensar durante siglos…
Por desgracia, para mi familia y los médicos, allá en la Tierra, la cosa era
distinta.
10
LO QUE CUENTA
A Holley no se le escapó la reacción de los médicos cuando mencionó mi viaje a
Israel. Pero como es lógico, no comprendió por qué era tan importante. Al
recordarlo ahora, fue una suerte. Tener que enfrentarse a mi posible muerte y a
era suficiente sin añadirle la posibilidad de que fuese el vector iniciador del
equivalente a la Peste Negra en el siglo XXI.
Entretanto, se sucedían las llamadas a mis amigos y mi familia. Incluida mi
familia biológica.
De niño y o idolatraba a mi padre, que durante veinte años había sido jefe de
personal en el centro médico baptista Wake Forest de Winston-Salem. De hecho,
me decanté por la neurocirugía como carrera profesional para seguir sus pasos…
a pesar de saber que nunca llegaría a estar completamente a su altura.
Mi padre era un hombre profundamente espiritual. Durante la segunda guerra
mundial sirvió como cirujano de campaña de las Fuerzas Aéreas del Ejército en
las junglas de Nueva Guinea y en las Filipinas. Presenció la brutalidad y el
sufrimiento y él mismo las padeció. Me habló de las noches pasadas operando sin
descanso en tiendas que a duras penas aguantaban el embate del monzón y de un
calor y una humedad tan opresivos que los cirujanos tenían que quedarse en
paños menores para poder soportarlos.
Papá se había casado con el amor de su vida (e hija de su oficial superior, por
cierto), Betty, en octubre de 1942, mientras realizaba la instrucción, antes de que
lo enviaran al teatro de operaciones del Pacífico. Al finalizar la guerra, formaba
parte del contingente inicial Aliado que ocupó Japón, después de que Estados
Unidos lanzase las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. Era el único
neurocirujano militar estadounidense que había en Tokio, lo que lo convertía en
oficialmente indispensable. Estaba cualificado para realizar operaciones en
cualquier punto de la anatomía de sus pacientes, de la cabeza a los pies.
Dichas cualificaciones garantizaban que iban a retenerlo allí durante algún
tiempo. Su nuevo oficial superior no permitiría que regresase a Estados Unidos
hasta que la situación no fuese « más estable» . Varios meses después de que los
japoneses firmasen formalmente la capitulación al borde del acorazado Missouri
en la bahía de Tokio, papá, al fin, recibió la licencia definitiva. Sin embargo, sabía
que su oficial superior rescindiría aquellas órdenes si llegaba a verlas. Así que
esperó a un fin de semana en que estaba de permiso y las procesó a través de su
suplente. Finalmente, en diciembre de 1945, bastante después de que la may oría
de sus camaradas hubieran regresado con sus familias, pudo embarcar de
regreso a casa.
Tras llegar a Estados Unidos a principios de 1946, decidió continuar con su
formación como neurocirujano con su amigo y compañero en la Facultad de
Medicina de Harvard, Donald Matson, que había servido en el teatro de
operaciones europeo. Entraron como residentes en el hospital Peter Bent
Brigham y en el Children’s de Boston (las principales instituciones médicas
asociadas a Harvard), bajo la tutela del doctor Frank D. Ingraham, uno de los
últimos residentes del doctor Harvey Cushing (considerado generalmente como
el padre de la neurocirugía moderna). Entre los años cincuenta y sesenta, el
cuadro entero de los neurocirujanos del « 3131C» (su clasificación oficial dentro
de las Fuerzas Aéreas del Ejército), que habían perfeccionado su oficio en los
campos de batalla de Europa y el Pacífico, establecerían la vara de medir para
medio siglo de neurocirugía y para las futuras generaciones (como la mía).
Mis padres se habían criado durante la Gran Depresión y eran gente muy
trabajadora. Papá solía llegar a las siete de la tarde, justo a tiempo de cenar,
normalmente con traje y corbata pero a veces con la parte de arriba del pijama
sanitario. Luego volvía al hospital (a menudo con nosotros, a quienes nos dejaba
en su despacho haciendo los deberes mientras él se iba a hacer las visitas). Para
mi padre, vida y trabajo eran términos esencialmente sinónimos y nos crió
conforme a esa misma filosofía. Por lo general, mi hermana y y o teníamos que
colaborar con las tareas domésticas los domingos. Si protestábamos y le
decíamos que queríamos ir al cine, su respuesta era:
—Si vais al cine, otro tendrá que hacer el trabajo.
También era un hombre ferozmente competitivo. En la pista de squash, cada
partido se convertía en una « batalla a muerte» e incluso a los ochenta años
siempre andaba en busca de oponentes nuevos, a menudo varias décadas más
jóvenes.
Era un padre muy exigente, pero también maravilloso. Trataba a todo el
mundo con respeto y siempre llevaba un destornillador en el bolsillo de la bata
para apretar cualquier tornillo suelto que encontrase durante sus rondas por el
hospital. Sus pacientes, sus colegas, las enfermeras y todo el personal del centro
lo tenía en gran estima. Lo mismo cuando operaba a un paciente que cuando
colaboraba en alguna investigación científica, enseñaba a jóvenes neurocirujanos
(una de sus grandes pasiones), o ejercía como editor de la revista Surgical
Neurology (cosa que hizo durante varios años), veía su camino en la vida
claramente trazado. E incluso después de jubilarse de la práctica de su profesión,
a la edad de setenta y un años, continuó manteniéndose al día de los últimos
avances científicos. Tras su muerte (en 2004), su antiguo colega, el doctor David
L. Kelly, Jr., escribió: « El doctor Alexander siempre será recordado por su
entusiasmo y su destreza, su perseverancia, su atención al detalle, su espíritu
compasivo, su honestidad y su excelencia en todo lo que hacía» . No es de
extrañar que y o, como tantos otros, lo idolatrase.
Cuando todavía era muy joven, tanto que ni siquiera recuerdo cuándo fue,
mis padres me contaron que era adoptado (o « elegido» , tal como ellos lo
expresaban, porque según me aseguraron, habían sabido que era su hijo en el
mismo instante en que me vieron). No eran mis padres biológicos, pero me
querían tan profundamente como si fuese carne de su carne y sangre de su
sangre. Crecí sabiendo que me habían adoptado en abril de 1954, a la edad de
cuatro meses, y que mi madre biológica, una estudiante de instituto de dieciséis
años, no estaba casada cuando me dio a luz, en 1953. Su novio, también un
estudiante sin medios económicos para hacerse cargo de un niño, había accedido
a darme en adopción, aunque al parecer ninguno de los dos deseaba hacerlo. Me
enteré de todo aquello tan temprano que se incorporó con total naturalidad a mi
identidad, una circunstancia tan aceptada e incuestionable como el color negro de
mi cabello y el hecho de que me gustaban las hamburguesas y no la coliflor.
Quería tanto a mis padres adoptivos como si hubieran sido los de verdad y era
evidente que ellos sentían lo mismo por mí.
Mi hermana may or, Jean, también era adoptada, pero cinco meses después
de que me adoptaran a mí, mi madre se quedó embarazada. Dio a luz a una niña
—mi hermana Betsy — y cinco años más tarde a Phy llis, nuestra hermana
menor. A todos los efectos éramos hermanos de sangre. Yo sabía que,
independientemente de mi origen, era su hermano y ellas mis hermanas. Me crié
en una familia que, no sólo me quería, sino que creía en mí y me apoy aba para
que intentase alcanzar mis sueños. Incluido el que hizo presa de mí en el instituto
y no me soltó hasta que logré alcanzarlo: convertirme en neurocirujano como mi
padre.
Durante los años en la universidad y la Facultad de Medicina, no pensé en mi
adopción, al menos en la superficie. Visité en varias ocasiones la Children’s Home
Society de Carolina del Norte para preguntar si mi madre tenía algún interés por
verme. Pero Carolina del Norte tenía una de las legislaciones más restrictivas del
país en este tema, al objeto de proteger el anonimato de los niños adoptados y sus
padres (aun en el caso de que quisieran conocerse). A partir de los veinte años,
fui pensando en ello cada vez menos. Y cuando conocí a Holley y formamos
nuestra familia, la cuestión quedó relegada a un rincón todavía más profundo de
mis pensamientos.
Donde cay ó prácticamente en el olvido.
En 1999, cuando Eben IV tenía doce años y aún vivíamos en Massachusetts,
mi hijo tuvo que hacer un trabajo sobre árboles genealógicos en la escuela
Charles River, donde cursaba sexto. Sabía que y o era adoptado y, por tanto, que
tenía parientes directos en este mundo a los que ni siquiera conocía por el
nombre. El proy ecto despertó algo en su interior, un sentimiento profundo que
nunca había sabido que albergase.
Me preguntó si podía buscar a mis padres. Le dije que y o mismo lo había
intentado varias veces a lo largo de los años y que incluso me había puesto en
contacto con la Children’s Home Society de Carolina del Norte para interesarme
por ello. Si mi madre o mi padre biológicos hubieran tenido algún interés por
reanudar el contacto conmigo, la sociedad lo habría sabido. Pero nunca tuve
ninguna noticia.
Y tampoco me importaba demasiado.
—Es lo más normal en este tipo de situaciones —le dije a Eben—. No quiere
decir que mi madre biológica no me quiera o que no te quisiera a ti si te
conociese. Simplemente no quiere conocernos, imagino que porque sabe que tú y
y o y a tenemos nuestra propia familia y no quiere entrometerse.
Pero aquello no convenció a Eben, así que finalmente decidí complacerlo y
escribí a una asistente social llamada Betty, que trabajaba en dicho organismo y
me había ay udado otras veces con mis solicitudes. Pocas semanas después, una
nevada tarde de viernes de enero de 2 000, mientras Eben IV y y o íbamos en el
coche de Boston a Maine para pasar un fin de semana esquiando, me acordé de
que había quedado en llamar a Betty para saber si había hecho progresos.
Marqué su número y respondió.
—Bueno, pues de hecho —anunció— sí que tengo noticias. ¿Está sentado?
Lo estaba y así se lo dije, sin añadir que, además, estaba conduciendo el
coche en mitad de una nevada.
—Pues resulta, doctor Alexander, que sus padres biológicos acabaron
casándose.
Sentí que el corazón me daba un vuelco y la carretera por la que
circulábamos se volvía de repente borrosa y lejana. Aunque sabía que mis
padres eran novios, siempre había asumido que después de darme en adopción
sus vidas habrían seguido caminos separados. Al momento apareció una imagen
en mi cabeza. Una imagen de mis padres y del hogar que habían formado en
alguna parte. Un hogar que y o nunca había conocido. Un hogar… al que no
pertenecía.
Betty interrumpió mis ensoñaciones:
—¿Doctor Alexander?
—Sí —respondí lentamente—. Aquí estoy.
—Hay algo más.
Para sorpresa de Eben, detuve el coche a un lado de la carretera antes de
decirle que continuara.
—Sus padres tuvieron tres hijos más: dos niñas y un niño. Me he puesto en
contacto con la hermana may or y me ha contado que la más pequeña murió
hace dos años. Sus padres siguen de luto por su pérdida.
—¿Y eso significa que…? —pregunté tras una dilatada pausa, aún aturdido,
incapaz de asimilar todo lo que me estaba contando.
—Lo siento, doctor Alexander, pero así es, significa que no quieren ponerse
en contacto con usted.
Eben se removió en el asiento detrás de mí, a todas luces consciente de que
había sucedido algo importante pero incapaz de adivinar lo que era.
—¿Qué pasa, papá? —inquirió después de que y o colgara.
—Nada —contesté—. La agencia aún no sabe gran cosa, pero están
trabajando en ello. Puede que más adelante. Tal vez…
Pero no acabé la frase. En el exterior, la tormenta estaba arreciando de
verdad. No veía más allá de cien metros entre los árboles bajos y blancos que
nos rodeaban. Metí la marcha y, tras escudriñar con todo cuidado el retrovisor
trasero, volví a la carretera.
En un instante, la visión que tenía de mí mismo había cambiado por completo.
Tras la llamada seguía siendo, claro está, el mismo de antes: un científico, un
médico, un padre y un marido. Pero también me sentía, por primera vez en toda
mi vida, como un huérfano. Alguien a quien han abandonado. Alguien a quien no
han querido plenamente, al ciento por ciento.
Realmente, antes de aquella llamada nunca había pensado en mí mismo de
aquel modo, como una persona segregada de sus orígenes. Nunca me había
definido por algo que había perdido y tal vez nunca pudiese recuperar. Pero de
repente era la única parte de mí que podía ver.
Durante los meses siguientes, un mar de tristeza se abrió en mi interior. Una
tristeza que amenazaba con anegar y tragarse todo lo que tanto me había
esforzado por crear en mi vida hasta aquel punto.
Y encima, mi incapacidad para llegar al fondo de la razón que lo estaba
provocando agravaba mi situación. En el pasado me había enfrentado otras veces
a problemas que albergaba mi interior —carencias, tal como las concebía y o—
y siempre los había corregido. En la Facultad de Medicina y en mis primeros
años como cirujano, por ejemplo, formaba parte de una cultura donde la bebida,
en cantidades apropiadas, era un hábito perfectamente tolerado. Pero en 1991
comencé a darme cuenta de que esperaba, tal vez con un pequeño exceso de
impaciencia, la llegada del fin de semana y las copas que lo acompañaban.
Decidí que había llegado la hora de dejar el alcohol por completo. Y no fue nada
fácil. Había acabado por acostumbrarme más de lo que creía a la liberación que
me proporcionaban esas horas de relax y sólo logré superar los primeros días de
sobriedad gracias al apoy o de mi familia. Pues ahora me encontraba con otro
problema del que, claramente, y o era el único culpable. Si necesitaba ay uda, no
tenía más que pedirla. Así que, ¿qué era lo que me impedía ponerle remedio? No
parecía normal que un simple hecho procedente de mi pasado —un hecho sobre
el que, además, no tenía el más mínimo control— pudiera tener un efecto tan
devastador sobre mí, tanto emocional como profesionalmente.
Así que intenté luchar. Y vi con incredulidad que cada vez me resultaba más
difícil cumplir con mis obligaciones como médico, padre y marido.
Al comprender que estaba pasando por una crisis, Holley nos apuntó a una
terapia de pareja. Aunque sólo comprendía en parte la causa de mi estado, me
perdonó que hubiera caído en aquella sima de desesperación e hizo todo lo que
pudo por ay udarme a salir. Mi depresión tuvo repercusiones sobre mi trabajo.
Como es normal, mis padres eran conscientes del cambio que había sufrido y
aunque sabía que también ellos me perdonaban, no soportaba que mi carrera
como neurocirujano académico estuviera embarrancando mientras ellos no
podían hacer otra cosa que mirar desde detrás de la barrera.
Sin mi participación, mi familia era incapaz de ay udarme.
Y finalmente pude constatar que esta nueva tristeza sacaba a la luz y luego se
llevaba otra cosa: los últimos y casi inconscientes vestigios de esperanza que
albergaba sobre la existencia de un elemento personal en el universo, alguna
fuerza ajena a las ley es científicas que me había pasado años estudiando. En
términos menos clínicos, se llevó mi fe en que pudiera existir un ser en alguna
parte que me amara de verdad y se preocupara por mí, que pudiese oír mis
plegarias y responder a ellas. Tras la llamada que había recibido en medio de
aquella tormenta, la idea de un Dios amoroso y personal, en alguna medida mi
derecho de nacimiento como miembro de una cultura que se tomaba lo divino
con total seriedad, se desvaneció por completo.
¿Había alguna fuerza o inteligencia dedicada a velar por nosotros? ¿Que
amase a los humanos con auténtica devoción? Fue una sorpresa darme cuenta de
que, a pesar de todos mis años de instrucción y experiencia en el campo de la
medicina, seguía profunda, aunque secretamente, interesado en esa pregunta…
lo mismo que en la cuestión de mis padres.
Por desgracia, la respuesta a la pregunta de si existía un ser como ése era la
misma a la de si mis padres biológicos volverían a abrirme sus vidas y sus
corazones.
Y esa respuesta era no.
11
UN FINAL A LA ESPIRAL DESCENDENTE
Durante la may or parte de los siete años siguientes, mi carrera y mi vida
familiar siguieron deteriorándose. Durante largo tiempo, la gente que me
rodeaba —incluso los más allegados— no comprendió cuál era la causa del
problema. Pero poco a poco, por medio de comentarios que y o hacía casi de
pasada, Holley y mis hermanas fueron juntando las piezas del rompecabezas.
Por fin, en junio de 2007, durante unas vacaciones familiares, Betsy y Phy llis
sacaron el tema durante un paseo matutino por una play a de Carolina del Sur.
—¿Has pensado en escribirle otra carta a tu familia biológica? —me preguntó
Phy llis.
—Sí —dijo Betsy —. Las cosas podrían haber cambiado, nunca se sabe.
Betsy nos había contado hacía poco que estaba pensando en adoptar un hijo,
así que no me sorprendió demasiado que sacaran el tema. Pero al mismo tiempo,
mi respuesta inmediata —más mental que verbal— fue: « ¡Oh, no, otra vez no!» .
No había olvidado el abismo que se había abierto bajo mis pies siete años antes,
al experimentar aquel rechazo. Pero sabía que Betsy y Phy llis estaban haciendo
lo que debían. Se habían dado cuenta de que estaba sufriendo, habían descubierto
la razón y querían —acertadamente— que hiciese lo que tuviera que hacer para
resolver el problema. Me aseguraron que me acompañarían en aquel viaje, que
no lo haría solo, como antes. Seríamos un equipo.
Así que a principios de agosto de 2007 escribí una carta anónima a mi
hermana biológica, la persona que guardaba la llave de la puerta a mi familia, y
la envié a la Children’s Home Society de Carolina del Norte, para que Betty se la
hiciese llegar:
Mi querida hermana,
Me gustaría comunicarme contigo, con nuestro hermano y con nuestros
padres. Tras hablar largo y tendido sobre ello con mis hermanas y mi madre
adoptivas, apoy an este renovado interés mío por saber más cosas sobre mi
familia biológica.
Mis dos hijos, de nueve y diecinueve años de edad, sienten gran interés por
sus raíces. Los tres y mi esposa os quedaríamos muy agradecidos por cualquier
información que pudieras compartir con nosotros. En mi caso, mi cabeza está
llena de preguntas sobre mis padres biológicos y las vidas que han llevado hasta
ahora. ¿Qué intereses y personalidades tendréis todos?, me pregunto.
Como nos estamos haciendo may ores, mi esperanza es poder conoceros
pronto. Creo que podría ser beneficioso para todos. Quiero que sepáis que siento
el máximo respeto por vuestro deseo de privacidad. Tengo una familia adoptiva
maravillosa y agradezco la decisión que tomaron mis padres biológicos en su
juventud. Mi interés es genuino y comprenderé cualquier barrera que nuestros
padres crean necesario levantar.
Agradezco profundamente vuestra comprensión en esta materia.
Sinceramente tuy o,
Tu hermano may or
Pocas semanas después recibí una carta de la Children’s Home Society. Era
de mi hermana pequeña.
« Sí, nos encantaría conocerte» , escribía. La legislación del estado de
Carolina del Norte le prohibía revelarme ninguna información, pero, aun así,
logró darme algunas pistas sobre la familia biológica a la que nunca había
conocido.
Cuando me contó que mi padre había sido aviador naval en Vietnam, me dejó
boquiabierto: no era de extrañar que siempre me hubiese gustado tanto saltar
desde aviones y volar con planeadores. Además, descubrí con no menos
asombro que, a mediados de los sesenta, mi padre biológico había participado en
los programas de formación de astronautas de la NASA para las misiones Apollo
(y y o mismo había barajado la posibilidad de presentarme a las pruebas para
especialista de la lanzadera espacial en 1983). Posteriormente, trabajó como
piloto civil para Pan Am y Delta.
En octubre de 2007, conocí finalmente a mis padres biológicos, Ann y
Richard, y a mis hermanos Kathy y David. Ann me contó la historia de los tres
meses que había pasado en 1953 en el hogar para madres solteras Florence
Crittenden, junto al hospital Charlotte Memorial. Todas las chicas que había allí
ocultaban su nombre real bajo pseudónimos y como a mi madre le encantaba la
historia de Estados Unidos, escogió el de Virginia Dare, la primera hija de los
colonos británicos nacida en el Nuevo Mundo. La may oría de las chicas la
llamaba así, Dare. Con dieciséis años era la más joven de la institución.
Me contó que su padre se ofreció a hacer lo que fuese necesario cuando se
enteró de su « situación» y le dijo que acogería a toda la nueva familia. Pero
llevaba algún tiempo en paro y la llegada de otra boca que alimentar habría
supuesto graves dificultades financieras y de otra naturaleza.
Un buen amigo suy o le había hablado de un médico al que conocía en Dillon,
Carolina del Sur, quien podía encargarse de « arreglar esas cosas» . Pero su
madre no quiso ni oír hablar de ello.
Me habló del violento parpadeo de las estrellas, bajo los vientos fuertes y
helados traídos por un frente glacial, que había presenciado en aquella noche de
diciembre de 1953, mientras caminaba por las calles bajo aquellas nubes
dispersas, bajas y veloces. Quería estar a solas, sin otra compañía que la luna, las
estrellas y su hijo aún nonato, y o.
—La luna creciente flotaba a baja altura en el cielo del oeste. Júpiter estaba
ascendiendo en aquel momento para contemplarnos durante toda la noche y
parecía brillar más que nunca. A Richard le encantaba la ciencia y la astronomía
y más tarde me contaría que aquella noche ese planeta estaba en oposición con
respecto a la Tierra y que no volvería a verse tan bien hasta nueve años más
tarde. En ese tiempo, muchas cosas cambiarían en nuestras vidas, incluidos los
nacimientos de dos hijos más.
» Pero en aquel momento y o sólo podía pensar en lo hermoso y brillante que
parecía el rey de los planetas, allí arriba, observándonos desde lo alto.
Al entrar en el vestíbulo del hospital, se le ocurrió un pensamiento mágico.
Por lo general, las niñas pasaban dos semanas en el hogar Crittenden después de
dar a luz y luego volvían a casa y reanudaban su vida donde la habían dejado. Si
realmente tenía a su hijo aquella noche, tal vez podría pasar la Navidad en
casa… siempre que la dejaran salir al cabo de dos semanas. Qué gran milagro
sería ése: llevarme a casa por Navidad.
—El doctor Crawford acababa de asistir a otro parto y parecía
espantosamente cansado —me contó.
El médico le puso una gasa empapada en éter sobre la cara para aliviar el
dolor del parto, así que sólo estaba medio inconsciente cuando finalmente, a las
2.42 de la madrugada, con un último y enorme esfuerzo, dio a luz a su pequeño.
Me contó que sólo quería abrazarme y acariciarme y que nunca olvidaría
cómo había llorado hasta que la fatiga y el anestésico pudieron con ella.
Durante las cuatro horas siguientes, Marte, luego Saturno, luego Mercurio y
por fin el brillante Venus se alzaron en levante para darme la bienvenida a este
mundo. Y mientras tanto, Ann dormía más profundamente de lo que lo había
hecho en meses.
La enfermera la despertó antes del amanecer.
—Tengo aquí alguien que quiere conocerte —le dijo con tono alegre mientras
me mostraba, envuelto en una manta azul cielo, para que me viera.
—Todas las enfermeras estaban de acuerdo en que eras el niño más bonito de
toda la planta. Yo estaba loca de orgullo.
Pero por mucho que quisiera quedarse conmigo, la fría realidad de que no
podía hacerlo no tardó en dejarse sentir. Richard soñaba con ir a la universidad,
un sueño que no era compatible con alimentarme. Puede que y o percibiese el
pesar de Ann, porque dejé de comer. A los once días me hospitalizaron con el
diagnóstico de que « no crecía» y me pasé mis primeras Navidades y los nueve
días siguientes en el hospital de Charlotte.
Después de que me ingresasen, Ann subió al autobús para volver a su casa.
Pasó las Navidades con sus padres, sus hermanas y sus hermanos, a los que no
había visto en tres meses. Sin mí.
Cuando volví a tomar alimento, mi nueva vida como huérfano y a estaba
encarrilada. Ann comenzó a tener la sensación de que estaba perdiendo el control
y no le iban a dejar que se quedase conmigo. Cuando llamó al hospital, justo
después de Año Nuevo, le dijeron que me habían enviado a la Children’s Home
Society de Greensboro.
—¿Con las voluntarias? ¡No es justo! —respondió ella.
Me pasé los tres meses siguientes en un dormitorio destinado a los bebés, con
varios niños más cuy as madres no podían conservarlos a su lado. Mi cuna estaba
en el segundo piso de una casa victoriana de color azul que habían donado a la
sociedad.
—Tu primer hogar era un sitio muy agradable —me contó Ann con una
carcajada—, aunque sólo fuese un hospicio para niños.
Durante los meses siguientes, hizo media docena de veces el tray ecto de tres
horas en autobús para visitarme, mientras intentaba desesperadamente encontrar
la manera de recuperarme. En una ocasión fue con su madre y en otra con
Richard (aunque las enfermeras sólo le dejaron verme a través de los ventanales
del dormitorio; no permitieron que entrase en la sala y mucho menos que me
abrazase).
Pero a finales de marzo de 1954, estaba claro que las cosas no iban a salir
como ella deseaba. Tendría que darme en adopción. Su madre y ella tomaron
por última vez el autobús a Greensboro.
—Tuve que cogerte y contártelo todo mientras te miraba a los ojos —me
contó—. Sabía que no ibas a hacer otra cosa que reírte y hacer ruiditos y pompas
de saliva, al margen de lo que y o dijese, pero sentía que te debía una explicación.
Te abracé fuerte una última vez, te besé en las orejas, el pecho y la cara, y te
acaricié con delicadeza. Recuerdo tan bien como si fuese ay er que inhalé
profundamente tu maravilloso aroma a bebé.
» Te llamé por el nombre que quería ponerte y dije: “Te quiero mucho
mucho más de lo que nunca sabrás. Y te querré siempre, hasta el día en que me
muera”.
» Dije “Dios, que sepa lo mucho que lo amamos. Que sepa que lo quiero y
siempre lo querré”. Pero no podía saber si mi plegaria tendría respuesta. En los
años cincuenta, las adopciones eran irrevocables y totalmente secretas. No había
vuelta atrás ni explicaciones. A veces hasta se cambiaban las fechas de
nacimiento en las partidas para entorpecer cualquier intento de descubrir los
verdaderos orígenes de un niño. Para no dejar ni rastro. Y esto estaba garantizado
por una legislación estatal muy severa. La idea era olvidar que había sucedido y
seguir con la vida. Y, con un poco de suerte, aprender de ello.
» Te besé una última vez y luego te deposité con todo cuidado en la cuna. Te
envolví en tu mantita azul, miré una última vez tus ojillos de color celeste, me
besé el dedo y te lo llevé a la frente.
» “Adiós, Richard Michael. Te quiero” fueron mis últimas palabras para ti…
al menos durante cincuenta años, más o menos.
Luego me contó que después de que Richard y ella se casaran y tuviesen al
resto de sus hijos, la idea de averiguar lo que había sido de mí fue cobrando
may or fuerza en su interior. Richard, además de aviador naval y piloto
comercial, era abogado y Ann pensó que eso le permitiría descubrir la identidad
de mi familia adoptiva. Pero Richard, un verdadero caballero, no quería
desdecirse del acuerdo de adopción firmado en 1954 y no quiso saber nada del
asunto. A comienzos de los setenta, en plena guerra de Vietnam, Ann no podía
quitarse mi fecha de nacimiento de la cabeza. En diciembre de 1972 y o
cumpliría diecinueve años. ¿Me mandarían al frente? Y si era así, ¿qué sería de
mí? Lo cierto es que, en un primer momento, mi plan había sido alistarme en los
Marines como aviador. Tenía una visión de 20/100 y las Fuerzas Aéreas exigían
una visión de 20/20 sin corrección.
En las calles se decía que los Marines cogían incluso a la gente con 20/100 y
les enseñaban a volar. Sin embargo, por aquel entonces las tropas estadounidenses
comenzaron a retirarse gradualmente de Vietnam, así que nunca llegué a
alistarme.
En su lugar, ingresé en la Facultad de Medicina. Pero Ann no sabía nada de
todo esto. En primavera de 1973 presenciaron cómo bajaban los prisioneros de
guerra del Hanoi Hilton de los aviones que habían llegado de Vietnam del Norte.
Al ver que no aparecían muchos pilotos que conocían, más de la mitad de la
promoción de Richard, se les partió el corazón y Ann se obsesionó con la idea de
que tal vez me hubiesen matado.
La imagen, una vez en su mente, se negó a abandonarla y durante años
estuvo convencida de que había sufrido una muerte atroz en los arrozales de
Vietnam. Sin duda le habría sorprendido mucho saber que por aquel entonces y o
vivía a escasos kilómetros de allí, en Chapel Hill.
En verano de 2008 conocí a mi padre biológico, a su hermano Bob y a su
cuñado (también llamado Bob), en la play a de Litchfield, en Carolina del Sur. Mi
tío Bob era un héroe de guerra condecorado que había servido en la Marina
durante la guerra de Corea, además de ser piloto de pruebas en China Lake (el
centro de prueba de armas de la Marina en el desierto de California, donde se
perfeccionó el sistema de misiles Sidewinder y se probó el F-104 Starfighter).
Mientras tanto, el cuñado de Richard, el otro Bob, establecía un nuevo récord de
velocidad durante la operación Sun Run (1957) (con un F-101 Voodoo que logró
« adelantar al Sol» ), al circunvalar la Tierra a una velocidad media superior a los
1600 kilómetros por hora.
Entre ellos me sentí como en casa.
Aquellos encuentros con mi familia biológica anunciaron el final de lo que he
terminado por conocer como mis « años del desconocimiento» . Unos años que,
comprendí al fin, habían estado presididos por el mismo dolor tanto para mis
padres biológicos como para mí.
Sólo había una herida que no podía cerrarse: la desaparición, diez años antes,
en 1998, de mi hermana biológica Betsy (sí, el mismo nombre que una de mis
hermanas adoptivas. Y, por cierto, ambas se casaron con sendos Robs, pero ésa
es otra historia). Todo el mundo me decía que tenía un gran corazón y cuando no
estaba trabajando en el centro de ay uda a víctimas de violaciones donde pasaba
la may or parte del tiempo, solía dedicarse a cuidar y alimentar a un pequeño
grupo de perros y gatos callejeros. « Un verdadero ángel» la llamaba Ann.
Kathy me prometió que me mandaría una foto suy a. Betsy había tenido
problemas con el alcohol, al igual que y o, y al conocer la historia de su muerte,
provocada en parte por su adicción, me di cuenta de lo afortunado que había sido
y o al superar la mía. Habría dado cualquier cosa por conocerla, por poder
consolarla y decirle que sus heridas se curarían y que todo saldría bien.
Porque, por extraño que pueda parecer, al conocer a mi familia biológica,
me sentí, por primera vez en mi vida, como si las cosas estuviesen realmente
bien. La familia es algo muy importante y y o había recuperado la mía… o al
menos en su may or parte. Fue la primera vez que pude constatar hasta qué punto
el conocimiento de los propios orígenes puede ejercer sobre una persona un
efecto terapéutico inimaginable.
El hecho de saber de dónde venía, mis orígenes biológicos, me permitió ver y
aceptar cosas de mí mismo con las que nunca habría soñado. Al conocer a mi
familia pude desprenderme al fin de la última y persistente sospecha que había
llevado conmigo sin siquiera ser consciente de ello: la de que, viniera de donde
viniese desde el punto de vista biológico, no me habían querido. De manera
subconsciente había llegado a aceptar que no merecía ser querido. Es más, que ni
siquiera merecía existir. Descubrir que me habían querido desde el principio
inició un proceso de curación interior a todos los niveles. Me sentí más completo
que en toda mi vida.
Pero no era lo único que iba a descubrir. La otra pregunta a la que creía haber
encontrado respuesta aquel día con Eben, en el coche —la de si realmente existía
un Dios que nos amaba en alguna parte— continuaba en el aire y, en mi cabeza,
la respuesta seguía siendo que no.
No volví a planteármela hasta después de pasar siete días en coma. Y la
respuesta con la que me encontré esta vez también resultó ser una completa
sorpresa…
12
EL NÚCLEO
Algo tiró de mí. No como si alguien me agarrara del brazo, sino algo más sutil,
menos físico. Era un poco como cuando el sol se oculta detrás de las nubes y
sientes que tu humor cambia al instante como respuesta.
Retrocedí, alejándome del Núcleo. Su oleosa y brillante oscuridad se disolvió
en el verde y deslumbrante paisaje de la puerta. Al mirar abajo volví a ver a los
aldeanos, los árboles, los resplandecientes arroy os y las cascadas. Los seres
angélicos seguían volando en arco sobre mí.
Mi acompañante también estaba allí. Había estado a mi lado todo el tiempo,
por supuesto, en todo mi viaje hacia el Núcleo, bajo la forma de un orbe de luz.
Pero volvía a estar allí, en forma humana. Llevaba el mismo vestido precioso de
antes y al verla me sentí como un niño perdido en una ciudad enorme y
desconocida que de repente se encontrara con un rostro familiar. ¡Qué gran
regalo para mí!
« Te mostraremos muchas cosas, pero retornarás» .
Aquel mensaje que me había transmitido en la entrada a la insondable
oscuridad del Núcleo, volvió a mí en aquel momento. Y comprendí además
adónde retornaría.
Al Reino de la perspectiva del gusano, donde había emprendido mi odisea.
Sólo que esta vez era diferente. Al adentrarme en la oscuridad con pleno
conocimiento de lo que había arriba, y a no sentí lo mismo que la primera vez.
Cuando se desvaneció la gloriosa música del Portal y regresó la sorda palpitación
del reino inferior, oí y vi todas esas cosas como un adulto ve un lugar que antes le
asustaba pero y a ha dejado de hacerlo. Las sombras y la oscuridad, los rostros
que aparecían de pronto y desaparecían, las raíces como arterias que descendían
desde algún punto en lo alto y a no me inspiraban ningún terror, porque
comprendía —del mismo modo inherente que comprendía todo entonces— que
y a no pertenecía a aquel lugar, sino que sólo estaba de visita.
Pero ¿por qué lo visitaba?
La respuesta se manifestó en mi interior del mismo modo instantáneo y no
verbal que todas las respuestas que se me habían entregado en el brillante mundo
superior. Toda aquella aventura, comencé a comprender, era una especie de
visita, un recorrido por el lado invisible y espiritual de la existencia. Y como
buena visita guiada, debía pasar por todos los pisos y niveles.
Al volver al reino inferior se manifestaron de nuevo los caprichos del tiempo
en aquellos mundos ajenos a mi experiencia de la Tierra. Para hacerte una
pequeña idea —aunque sólo sea pequeña— de la sensación, piensa cómo se
comporta el tiempo en los sueños. En un sueño, « antes» y « después» se
convierten en términos nebulosos. Puedes estar en una parte del sueño y saber lo
que se avecina, sin haberlo experimentado aún. El « tiempo» que y o pasé allí fue
algo parecido a eso, aunque he de recalcar que nada de lo que me sucedió estuvo
revestido por la turbia confusión que impregna los sueños en la Tierra, salvo al
comienzo del todo, cuando aún estaba en el inframundo.
¿Cuánto tiempo pasé allí esta vez? De nuevo, no tengo ni la menor idea, pues
carecía de forma de medirlo. Lo que sí sé es que tras volver al reino inferior,
tardé bastante en descubrir que poseía algún control sobre mi tray ectoria, que y a
no estaba atrapado allí. Haciendo un esfuerzo consciente, podía regresar a los
planos superiores. En un momento dado, mientras estaba en las turbias
profundidades, me percaté de que echaba de menos la Melodía giratoria. Tras
hacer un esfuerzo por recordar las notas, la maravillosa música y la esfera de luz
giratoria volvieron a florecer en mi conciencia. Una vez más, atravesaron aquel
lodo gelatinoso y se me llevaron consigo hacia arriba.
En los mundos superiores, comenzaba a descubrir, lo único que se necesita
para acercarse a algo es conocerlo y poder pensar en ello. Pensar en la Melodía
giratoria equivalía a hacerla aparecer y anhelar los mundos superiores
significaba volver allí. Cuanto más me familiarizaba con el mundo superior, más
fácil me resultaba volver. Durante el tiempo que pasé fuera de mi cuerpo, realicé
incontables veces este tránsito pendular entre las tinieblas fangosas del Reino de
la perspectiva del gusano, la verde brillantez del Portal y la negra pero sagrada
oscuridad del Núcleo. No sé cuántas exactamente, pues como y a he dicho, el
tiempo como existía allí no se corresponde con el concepto que tenemos de él
aquí, en la Tierra. Pero cada vez que regresaba al Núcleo profundizaba más que
antes y aprendía más cosas, de la manera tácita y superior a lo verbal en el que
se comunican todas las cosas en los mundos que hay por encima de éste.
Esto no quiere decir, ni de lejos, que llegara a ver el universo entero, ni en mi
viaje original entre el Reino de la perspectiva del gusano y el Núcleo ni en ningún
otro de los que vinieron después. De hecho, una de las verdades que descubrí en
el Núcleo cada vez que volvía allí era que no se puede comprender todo lo que
existe en el universo, tanto en su aspecto físico y visible como en el (mucho
mucho más grande) aspecto espiritual e invisible, por no hablar de los incontables
universos más que existen o han existido.
Pero nada de eso importaba, porque y a había aprendido la cosa —la única—
que, al fin y a la postre, importa realmente. Y eso era lo que me había enseñado
mi maravillosa acompañante, durante el vuelo sobre el ala de mariposa la
primera vez que atravesé el Portal. El mensaje tenía tres partes y si tuviera que
expresarlo con palabras (porque, como es natural, y o lo recibí sin ellas) habría
sido algo como esto:
« Os aman y aprecian, profunda y eternamente» .
« No tenéis nada que temer» .
« Nada de lo que hagáis puede ser malo» .
Y si tuviese que reducirlo a una sola frase, sería ésta:
« Os aman» .
Y si quisiera destilarlo todavía más, transmitirlo por medio de una sola
palabra, ésta sería (por supuesto):
« Amor» .
El amor es, sin ningún género de duda, la base de todo. No una especie de
amor abstracto e inescrutable, sino el amor cotidiano y sencillo que todo el
mundo conoce, el que sentimos al mirar a nuestras esposas e hijos, o incluso a
nuestros animales de compañía. En su forma más pura y potente, este amor no
es celoso ni egoísta, sino incondicional. Ésta es la realidad de las realidades, la
incomprensiblemente gloriosa verdad de las verdades, que vive y respira en el
centro de todo lo que existe o existirá alguna vez. Y nadie que no la conozca y la
encarne en todo aquello que haga podrá alcanzar nunca ni una remota sombra de
comprensión sobre quiénes somos y lo que somos.
¿Te parece poco científico? Permíteme que disienta. Yo he regresado desde
aquel lugar y nada podría convencerme de que esta afirmación no es, y a no la
verdad más importante del universo desde el punto de vista emocional, sino
también desde el científico. Llevo y a varios años hablando de mi experiencia y
comunicándome con otras personas que estudian o han experimentado
experiencias cercanas a la muerte. Sé que el término « amor incondicional»
suele emplearse mucho en esos círculos. ¿Cuántos de nosotros podemos concebir
lo que significa realmente?
Como es natural, comprendo las razones de su presencia. Sencillamente se
debe a que mucha mucha gente ha visto y experimentado lo mismo que y o. Pero
al igual que y o, cuando estas personas vuelven al mundo terrenal, no tienen otra
cosa que las palabras para transmitir unas experiencias y verdades que exceden
con mucho la capacidad de expresión de lo verbal. Es como tratar de escribir una
novela con la mitad del alfabeto.
El principal problema con el que se encuentran las personas que han
experimentado una ECM no es tener que habituarse de nuevo a las limitaciones
del mundo terrenal —aunque éste, ciertamente, puede ser un reto complicado—,
sino cómo transmitir lo que les hizo sentir el amor que experimentaron allí.
En el fondo de nosotros mismos, y a lo sabemos. Al igual que Dorothy, en El
mago de Oz, tenía desde el principio la capacidad de volver a casa, nosotros
poseemos la de recuperar nuestra conexión con aquel reino idílico. Simplemente
lo hemos olvidado, porque durante la parte física, cerebral, de nuestra existencia,
nuestra mente bloquea o al menos vela el trasfondo cósmico superior, del mismo
modo que la luz del sol impide que veamos la luz de las estrellas al amanecer.
Imagina lo limitada que sería nuestra percepción del universo si nunca
pudiésemos ver el firmamento cuajado de estrellas durante la noche.
Sólo podemos ver aquello que nuestro cerebro filtra. El cerebro —sobre todo
el hemisferio izquierdo, la parte lingüística y lógica, que genera nuestro sentido
racional y la sensación de un ego o y o claramente definido— es una barrera que
nos impide experimentar y conocer cosas superiores.
Estoy convencido de que nos enfrentamos a un momento crucial en nuestra
existencia. Tenemos que recobrar todo lo que podamos de ese conocimiento
superior mientras estamos aquí en la Tierra, mientras nuestros cerebros (incluido
el hemisferio izquierdo, analítico) son plenamente funcionales. La ciencia —la
ciencia a la que he consagrado buena parte de mi vida— no contradice lo que
descubrí allí arriba. Pero hay demasiada gente que cree que sí, porque
determinados miembros de la comunidad científica, aferrados a una visión
materialista del mundo, han insistido una y otra vez en que la ciencia y la
espiritualidad no pueden coexistir.
Se equivocan. Si he escrito este libro es precisamente para difundir este hecho
ancestral pero en última instancia básico, que convierte en secundarios todos los
demás aspectos —el misterio de mi enfermedad, el de cómo logré mantenerme
consciente en otra dimensión durante toda la semana que pasé en coma, y el de
cómo pude recobrarme tan completamente— de mi historia.
La sensación de amor y aceptación incondicionales que experimenté durante
mi viaje es el descubrimiento más importante que he hecho (y que nunca haré)
y aunque comprendo que va a ser complicado separarlo de las demás lecciones
que aprendí allí, también sé, en el fondo de mi corazón, que compartir este
mensaje básico —un mensaje tan sencillo que la may oría de los niños lo acepta
sin dudarlo— es la tarea más importante que se me ha encomendado.
13
MIÉRCOLES
Durante dos días, « miércoles» se convirtió en la palabra más utilizada por mis
médicos, la que aparecía en sus labios cada vez que tenían que hablar de mis
posibilidades. Como por ejemplo en: « Esperamos ver algunos progresos el
miércoles» . Pero el miércoles había llegado sin el menor atisbo de cambio en mi
condición.
—¿Cuándo podré ver a papá?
Bond llevaba repitiendo esta pregunta —natural en un niño de diez años cuy o
padre está ingresado en el hospital— desde que y o entrase en coma, el lunes.
Holley había logrado esquivarla durante dos días, pero el miércoles por la
mañana decidió que había llegado la hora de darle respuesta.
Cuando le dijo a Bond, el lunes por la noche, que no iba a volver de momento
del hospital porque estaba « enfermo» , éste imaginó lo que la palabra había
significado para él en los diez años de su existencia: tos, garganta irritada y puede
que un poco de dolor de cabeza. Sí, lo que había visto el lunes por la mañana
había ampliado mucho su concepto de la gravedad de un dolor de cabeza. Pero,
aun así, cuando Holley decidió llevarlo al hospital aquel miércoles por la tarde,
seguía crey endo que iba a ver algo muy distinto a lo que se encontró en mi
cama.
El cuerpo que y acía allí sólo tenía un parecido lejano con la persona que él
conocía como padre. Cuando miras a alguien dormido, te das cuenta de que hay
un individuo dentro del cuerpo. Hay una presencia. Pero la may oría de los
médicos te dirán que con las personas en coma la cosa es distinta (aunque no
sepan exactamente por qué). El cuerpo está ahí, pero al mirarlo te embarga una
sensación extraña, casi física, de que la persona está ausente. De que su esencia,
por alguna razón inexplicable, está en otra parte.
Eben IV y Bond siempre habían estado muy unidos desde que aquél entrara
corriendo en el paritorio, a los pocos minutos de que naciese su hermano, para
abrazarlo. Aquel tercer día de mi coma, lo recibió en el hospital e hizo lo que
pudo para explicarle la situación de un manera positiva. Y como también él era
poco más que un niño, se le ocurrió un escenario que pensó que Bond podría
comprender: una batalla.
—Vamos a hacer un dibujo de lo que está pasando para que lo vea papá
cuando se ponga bien —le propuso.
Así que desplegaron una hoja grande de papel naranja sobre una de las
mesas del comedor del hospital y se pusieron a dibujar una representación de lo
que estaba sucediendo en el interior de mi cuerpo comatoso. Dibujaron mis
glóbulos blancos con capas y armados con espadas, defendiendo el territorio
asediado de mi cerebro. Y también a los invasores E. coli, con espadas y capas
ligeramente distintas. Estaban luchando a brazo partido y el suelo aparecía
sembrado por los cuerpos de los dos bandos.
A su manera, era una representación bastante fiel a la realidad. La única
inexactitud, teniendo en cuenta que se trataba de una simplificación de un
proceso mucho más complejo que tenía lugar dentro de mi cuerpo, era el curso
de la batalla. En la recreación de Eben y Bond, las fuerzas estaban igualadas y el
desenlace era todavía incierto, aunque por descontado, al final acabarían
ganando los buenos, los glóbulos blancos. Pero Eben, allí sentado con su hermano,
con los rotuladores de colores desperdigados por toda la mesa, tratando de
recrear su ingenua versión de los acontecimientos, sabía que, en realidad, la
batalla no estaba tan igualada y que su desenlace era muy incierto.
Y sabía qué bando estaba ganando.
14
UN TIPO ESPECIAL DE ECM
« El auténtico valor del ser humano viene determinado principalmente por la
medida en la que ha logrado liberarse del y o» .
ALBERT EINSTEIN (1879-1955)
En mi primer paso por el Reino de la perspectiva del gusano, carecía de un
centro de conciencia. No sabía quién era, lo que era o siquiera si era.
Simplemente… estaba allí, como una percepción singular en medio de una nada
sombría y fangosa carente de principio y, aparentemente, de final.
Pero ahora era distinto. Comprendía que formaba parte de la Divinidad y que
nada —absolutamente nada— podía arrebatarme eso. La (falsa) sospecha de
que, de algún modo, podemos estar separados de Dios reside en el corazón de
todas las formas de ansiedad del universo y la cura para ello —que recibí
parcialmente en el Portal y completamente una vez dentro del Núcleo— es la
certeza de que nada puede separarnos de Dios. Este hecho —que sigue siendo la
cosa más importante que jamás hay a aprendido— le arrebató todo el horror al
Reino de la perspectiva del gusano y me permitió verlo como lo que realmente
es: una parte del cosmos no del todo agradable pero sin duda necesaria. Muchas
personas han viajado por los reinos como lo hice y o, pero curiosamente, la
may oría de ellas recordaba su identidad en la Tierra cuando estaba fuera de su
forma terrena. Sabían que se llamaban John Smith, George Johnson o Sarah
Brown. Nunca perdieron de vista el hecho de que vivían en la Tierra. Eran
conscientes de que sus parientes vivos seguían allí, esperando que regresasen.
Además, en muchos casos, se vieron con amigos y parientes que habían muerto
antes que ellos y, en esos casos, los reconocieron al instante.
Mucha gente que ha vivido una ECM cuenta que experimentaron una especie
de repaso a sus vidas, en el que volvieron a vivir su encuentro con diversas
personas o las buenas o malas acciones que hicieron en el curso de su existencia.
Yo no experimenté nada de esto y ese hecho constituy e el elemento más
singular de mi ECM. Era completamente libre de mi identidad corporal, así que
todas las experiencias habituales en las ECM, relacionadas con mi identidad en la
Tierra, estuvieron rigurosamente ausentes.
Decir que a estas alturas de la experiencia seguía sin saber quién era y de
dónde había venido puede parecer sorprendente, lo sé. Al fin y al cabo, ¿cómo
podía estar aprendiendo tantas y tan fascinantes, complejas y maravillosas cosas,
cómo podía ver a la chica que estaba a mi lado, los árboles en flor, las cascadas
y a los aldeanos, y no saber que era y o, Eben Alexander, el que estaba
experimentando todo aquello? ¿Cómo podía comprender todo lo que comprendía
y no recordar que en la Tierra era un médico, un marido y un padre? ¿Una
persona que no había visto los árboles, ríos y nubes por primera vez al cruzar el
Portal, sino muchas veces antes, de niño, mientras crecía en la muy concreta y
muy terrenal localidad de Winston-Salem, en el estado de Carolina del Norte?
La única explicación que puedo ofrecer, a modo de tentativa, es que me
encontraba en una situación similar a la de alguien que sufre una amnesia
parcial, pero beneficiosa. Esto es, una persona que ha olvidado algunos detalles
esenciales sobre sí misma, pero que se beneficia de ello, aunque sólo sea por un
corto espacio de tiempo.
¿En qué me beneficiaba no acordarme de mi y o terrenal? En que eso me
permitía adentrarme en los reinos ultraterrenos sin tener que preocuparme por lo
que estaba dejando atrás. Durante todo mi periplo por aquellos mundos fui un
alma sin nada que perder. Sin lugares que echar de menos y sin gente que
recordar. No procedía de ninguna parte y no tenía historia alguna, así que
aceptaba todas mis circunstancias —incluso la turbidez y el caos inicial que había
conocido en el Reino de la perspectiva del gusano— con total ecuanimidad.
Y como había olvidado hasta tal punto mi identidad como mortal, se me
concedió pleno acceso al ser cósmico que realmente soy (como todos). De
nuevo, mi experiencia fue comparable a uno de esos sueños en los que recuerdas
algunas cosas sobre ti mientras olvidas otras por completo. Pero, una vez más, es
una analogía de validez sólo parcial, porque como he repetido y a varias veces, ni
el Portal ni el Núcleo tenían nada de oníricos, sino que eran de un realismo
absoluto, totalmente alejado de lo ilusorio. Al escribir esto, me doy cuenta de que
suena como si la ausencia de recuerdos terrenales mientras estuve en el Reino de
la perspectiva del gusano, el Portal y el Núcleo fuese de algún modo
intencionada. Ahora sospecho que era así. Aun a riesgo de incurrir en una
simplificación, diré que se me permitió morir más y llegar más lejos que casi
todas las personas que han tenido una ECM antes que y o.
Sé que parece arrogante, pero nada más lejos de mi intención. La inmensa
bibliografía que existe sobre las ECM ha desempeñado un papel crucial en mi
comprensión de la experiencia que viví durante el coma. Mentiría si dijera que
conozco la razón por la que la tuve, pero ahora (tres años después), tras haber
leído multitud de libros sobre el tema, sé que la penetración en los mundos
superiores suele ser un proceso gradual, que requiere que el individuo se
desprenda de todo apego a los niveles anteriores.
Esto no supuso un problema para mí, puesto que durante toda mi experiencia
no conservaba ni un solo recuerdo terrenal y únicamente sentí dolor y tristeza
cuando llegó el momento de regresar a la Tierra, donde había empezado mi
viaje.
15
EL REGALO DEL OLVIDO
« Debemos creer en el libre albedrío. No tenemos alternativa» .
ISAAC B. SINGER (1902-1991)
La imagen de la conciencia humana que sostiene la may or parte los científicos
en nuestros días es que está compuesta de información digital: datos, en esencia,
como los que utilizan los ordenadores. Aunque algunos tipos de datos —ver una
puesta de sol espectacular, oír una hermosa sinfonía por primera vez o incluso
enamorarse— nos pueden parecer más profundos o especiales que otros, en
realidad no es más que una ilusión. Cualitativamente, todos los incontables datos
que se crean y almacenan en nuestro cerebro son iguales.
Nuestro cerebro modela la realidad exterior cogiendo la información que
recibe a través de los sentidos y transformándola en un rico tapiz digital. Pero
nuestras percepciones son sólo un modelo, no la propia realidad. Una ilusión.
Como es natural, ésta era también mi visión de las cosas. Cuando estaba en la
Facultad de Medicina, recuerdo haber asistido a debates sobre la conciencia en
los que se afirmaba que no es más que un programa informático de gran
complejidad. Según estas argumentaciones, los aproximadamente 10 000
millones de neuronas que están constantemente activándose en nuestro cerebro
son capaces de producir una vida entera de conciencia y recuerdo.
Para comprender cómo podría nuestro cerebro bloquear nuestro acceso al
conocimiento de los mundos superiores, antes tenemos que aceptar —al menos
como hipótesis de partida— que no es el cerebro el que produce la conciencia.
Que en realidad es algo así como una válvula de control o un filtro que
transforma la capacidad de percepción superior, no física, que poseemos, en una
capacidad más limitada mientras duran nuestras vidas mortales. Desde el punto
de vista terrenal, esto supone una gran ventaja. Al igual que nuestros cerebros
trabajan constantemente para filtrar el bombardeo de información sensorial que
llega hasta nosotros desde nuestro entorno físico, y seleccionan el material que
necesitamos para sobrevivir, olvidar nuestras identidades ultraterrenas nos
permite estar presentes « aquí y ahora» de manera mucho más eficaz. Del
mismo modo que la vida normal contiene demasiada información como para
absorberla toda a la vez sin quedar paralizados, un exceso de conciencia sobre los
mundos que hay más allá de éste sería aún más difícil de asimilar. Si supiésemos
más de lo que sabemos sobre los reinos espirituales, la vida que tenemos que
llevar en la Tierra se tornaría un reto aún más grande de lo que y a es (y con esto
no pretendo decir que no debamos ser conscientes de los mundos que hay más
allá, sólo que una percepción excesiva de su grandeza e inmensidad nos
impediría actuar aquí en la Tierra). Si hablamos sobre el propósito (y ahora creo
que no hay nada en el universo que no lo tenga), el hecho de tomar las decisiones
correctas frente al mal y la injusticia en la Tierra sería menos significativo si
recordáramos toda la belleza y la luz de lo que nos espera cuando salgamos de
aquí.
¿Por qué estoy tan seguro de todo esto? Por dos razones. La primera es que
me lo enseñaron (los seres que me acompañaron cuando estaba en el Portal y el
Núcleo) y la segunda es que lo he experimentado en mis propias carnes.
Mientras estaba fuera de mi cuerpo recibí una información sobre la naturaleza y
la estructura del universo que excedía por mucho mi capacidad de comprensión.
Pero la recibí de todas maneras, en gran parte porque, como mis preocupaciones
mundanas no interferían, podía hacerlo. Ahora que vuelvo a estar en la Tierra y
he recordado mi identidad corporal, la semilla del conocimiento ultraterreno ha
vuelto a quedar cubierta. Pero, sin embargo, sigue allí. Puedo sentirla en todo
momento. En este entorno terrenal tardará años en dar fruto. Es decir, que a mi
cerebro mortal, material, le costará años comprender lo que entendí al instante
en los reinos no cerebrales del mundo del más allá. Pero tengo la seguridad de
que si trabajo diligentemente para conseguirlo, gran parte de ese conocimiento
acabará por ver la luz en mi cabeza.
Decir que aún existe un abismo entre la comprensión científica del universo y
lo que y o vi sería quedarse muy muy corto. Sigo siendo un apasionado de la
física y la cosmología, sigue gustándome estudiar nuestro vasto y maravilloso
universo. Sólo que ahora poseo una visión más amplia de lo que significan en este
contexto los términos « vasto» y « maravilloso» . El lado físico del universo es
como una mota de polvo en comparación con su lado invisible y espiritual. En mi
antigua concepción, « espiritual» es una palabra que nunca hubiese utilizado en el
transcurso de una conversación científica. Pero ahora creo que es un término que
no podemos descartar.
Desde el Núcleo, mi comprensión de lo que llamamos « energía oscura» y
« materia oscura» parecía tener una explicación muy clara, así como otros
elementos avanzados de la constitución del universo que los humanos tardarán
eones en conocer.
Pero esto no quiere decir que pueda explicártelos. Ello se debe a que,
paradójicamente, aún estoy sumido en el proceso de su entendimiento. Puede
que el mejor modo de transmitir esa parte de mi experiencia sea decir que pude
probar un pequeño anticipo de otra forma de conocimiento más grande: una
forma de conocimiento a la que, según creo, los seres humanos accederán cada
vez más en el futuro. Pero tratar de transmitir ahora ese conocimiento sería algo
así como si un chimpancé se convirtiese durante un día en ser humano,
experimentase todas las maravillas del conocimiento humano y luego regresase
con sus amigos primates y tratase de explicarles cómo es conocer varias lenguas
de procedencias diversas, el cálculo y las inmensas dimensiones del universo.
Allí arriba, cuando aparecía una pregunta en mi mente, lo hacía acompañada
por la respuesta, como una flor que se abriese a su lado. Era como si, del mismo
modo que todas las partículas del universo físico están realmente conectadas
entre sí, no pudiera existir una pregunta sin su respuesta correspondiente. Y no
eran sencillos « sí» o « no» . Eran enormes edificios conceptuales, estructuras
asombrosas de pensamiento vivo, tan complejas como ciudades. Ideas tan vastas
que, para aprehender cualquiera de ellas sólo con el pensamiento terrenal, habría
tardado una vida entera. Por suerte, no era lo que y o estaba utilizando. Me había
desembarazado de él como una mariposa que brota de su crisálida.
Vi la Tierra como una mota azul pálido en la inmensa negrura del espacio
físico. Pude constatar que era un lugar en el que se entremezclaban el bien y el
mal, lo que constituía una de sus características únicas. Incluso en la Tierra hay
mucho más bien que mal, pero es un lugar en el que se permite que el mal
adquiera influencia de un modo que sería completamente impensable en los
niveles superiores de la existencia. El hecho de que a veces triunfase era algo
conocido y permitido por el Creador, como necesaria consecuencia del libre
albedrío que había concedido a seres como nosotros.
Por todo el universo flotaban dispersas pequeñas partículas de mal, pero la
suma total de él era como un grano de arena en una play a enorme, comparado
con la bondad, la abundancia, la esperanza y el amor incondicional de los que, en
esencia, está el universo impregnado. El auténtico tejido que conforma esa
dimensión alternativa está hecho de amor y aceptación y cualquier cosa que no
posea estas cualidades parece en aquellos reinos completamente fuera de lugar.
Pero el libre albedrío conlleva el riesgo de alejarse de esta fuente de amor y
aceptación. Somos seres libres; pero a nuestro alrededor, el entorno conspira para
hacernos sentir lo contrario. El libre albedrío es fundamental para nuestra
existencia en el reino terrenal: una existencia que, descubriremos algún día, sirve
a un fin mucho más importante, el de permitir nuestro ascenso en la dimensión
alternativa, ajena al tiempo. Nuestra vida aquí abajo puede parecer insignificante
porque es minúscula en relación con las otras vidas y con los otros mundos que
pueblan incontables los universos visibles e invisibles. Pero también es de una
importancia may úscula, porque nos permite crecer hacia lo divino y ese
crecimiento es objeto de estrecha vigilancia por parte de los seres de los mundos
superiores, las almas y los orbes esplendentes (aquellos seres que vi
sobrevolarme en el Portal y que, según creo, constituy en el origen del concepto
cultural de los ángeles).
Nosotros —los seres espirituales que habitamos en nuestros cuerpos y
cerebros mortales y evolucionados, producto de la Tierra y de sus exigencias—
somos los que tomamos las auténticas decisiones. El auténtico pensamiento no es
obra del cerebro. Pero nos han acostumbrado de tal modo —en parte por el
propio cerebro— a asociar nuestro cerebro a lo que pensamos y a nuestra
identidad que hemos perdido la capacidad de comprender que, en todo momento,
somos algo mucho más grande que nuestros cerebros y cuerpos físicos (que a fin
de cuentas hacen —o deberían hacer— nuestra voluntad).
El verdadero pensamiento es algo anterior a lo físico. Es el « pensamientoanterior-al-pensamiento» responsable de todas las decisiones que tomamos en el
mundo. Un pensamiento que no es lineal, deductivo, sino que se mueve veloz
como el ray o y puede realizar y combinar conexiones a distintos niveles.
Comparado con esta inteligencia libre e interior, nuestro raciocinio ordinario es
irremisiblemente torpe y lento. El superior es el pensamiento que remata la
jugada, el que crea la idea científica inspirada o la hermosa canción. El
pensamiento subliminal que está siempre ahí, cuando realmente lo necesitamos,
pero en el que, por desgracia, hemos perdido la capacidad de creer y acceder.
Huelga decir que fue ese mismo pensamiento el que entró en acción aquella
tarde de paracaidismo, cuando el paracaídas de Chuck se abrió de repente debajo
de mí.
Experimentar el pensamiento más allá del cerebro es como entrar en un
mundo de conexiones instantáneas que convierte los procesos mentales normales
(esto es, los que están limitados por el cerebro físico y la velocidad de la luz) en
algo desesperadamente lento y pesado. Nuestro auténtico y o, el más profundo, es
totalmente libre. No es presa de acciones pasadas y no se preocupa por la
identidad ni por el estatus. Comprende que no hay nada que temer en el mundo
terreno y que, por tanto, no necesita fama, riqueza o conquistas para crecer.
Es nuestro auténtico y o espiritual, que todos estamos destinados a recuperar
algún día. Pero creo que hasta que llegue ese día, todos deberíamos hacer cuanto
esté en nuestra mano por ponernos en contacto con esa parte milagrosa de
nosotros mismos, a fin de cultivarla y sacarla a la luz. Porque es un ser que está
dentro de nosotros mismos ahora mismo y, de hecho, es el ser que Dios espera
que seamos.
¿Cómo podemos acercarnos más a nuestro y o espiritual genuino?
Manifestando amor y compasión. ¿Por qué? Porque el amor y la compasión no
son las abstracciones que mucha gente cree. Son cosas reales. Concretas. Y
conforman el mismo tejido del reino espiritual.
Para volver a ese reino, debemos volvernos de nuevo como él, aunque
estemos atrapados en éste y tengamos que caminar pesadamente por su
superficie.
Uno de los may ores errores que comete la gente al pensar en Dios es
concebirlo como un ser impersonal. Sí, Dios excede toda medida, es la
perfección del universo que la ciencia intenta a duras penas medir y comprender.
Sin embargo —de nuevo paradójicamente—, Om también es « humano» ,
incluso más que tú y y o. Om comprende nuestra situación y siente por ella una
simpatía más profunda y personal de la que podemos imaginar, porque sabe lo
que hemos olvidado y comprende la terrible carga que supone vivir en la
amnesia de lo Divino aunque sea un simple momento.
16
EL POZO
Holley conoció a nuestra amiga Sy lvia en los ochenta, cuando ambas impartían
clases en la escuela Ravenscroft de Raleigh, Carolina del Norte. Por aquel
entonces, mi mujer también era muy amiga de Susan Reintjes. Susan es una
persona dotada de ciertas capacidades de percepción… algo que nunca me
impidió apreciarla. Siempre supe que era una persona muy especial, aunque lo
que hacía no encajase demasiado bien en la manera de pensar racional y
práctica que tenía el neurocirujano que era y o en ese momento. Además, era un
canal de transmisión y había escrito un libro llamado Third Eye Open, del que
Holley era una fan declarada. Una de las actividades de curación espiritual que
Susan desarrollaba con regularidad era ay udar a pacientes en coma a
recuperarse entrando en contacto físico con ellos. El jueves, cuarto día de mi
coma, a Sy lvia se le ocurrió pedirle que me ay udase.
La llamó a su casa de Chapel Hill y le explicó lo que me estaba pasando.
¿Sería posible que « contactara» conmigo? Ella respondió que sí y pidió que le
explicaran a grandes rasgos lo que me pasaba. Sy lvia lo hizo: llevaba cuatro días
en coma y mi condición era muy grave.
—Es todo lo que necesito saber —aseveró—. Intentaré contactar con él esta
noche.
Desde el punto de vista de Susan, un paciente en coma es algo así como un
ser que se encuentra en un espacio intermedio. No está ni totalmente aquí (en el
reino de lo terrenal) ni totalmente allí (en el de lo espiritual). A menudo, los
pacientes en coma parecen rodeados por una atmósfera singularmente
misteriosa. Como y a he dicho, es un fenómeno en el que y o mismo había
reparado muchas veces aunque, como es natural, nunca le había atribuido la
misma naturaleza sobrenatural que ella.
En la experiencia de Susan, una de las cualidades que distinguen a los
pacientes de coma es su receptividad a la comunicación telepática. Tenía
confianza en que cuando entrase en estado de meditación, no tardaría en
establecer contacto.
—Comunicarse con un paciente en coma —me diría más adelante— es algo
así como sondear un pozo con una cuerda. La profundidad que debe alcanzar la
cuerda depende de la del estado comatoso. Cuando traté de ponerme en contacto
contigo, lo primero que me sorprendió fue lo abajo que llegaba la cuerda. Cuanto
más bajaba, más me asustaba. Porque sabía que si te habías alejado tanto que no
podía alcanzarse, y a no querrías regresar.
Tras cinco minutos de descenso mental por medio de su « cuerda» telepática,
sintió un leve tirón, como el que sufre la caña de un pescador.
—Supe inmediatamente que eras tú —me contó posteriormente— y así se lo
dije a Holley. Le dije que aún no había llegado tu momento, pero que tu cuerpo
sabía lo que debía hacer. Le sugerí que mantuviera esas dos ideas en la cabeza y
te las repitiese cuando estuviese sentada al pie de tu cama.
17
N DE 1
El jueves, los médicos determinaron que la cepa de E. coli que me había
infectado no se correspondía con la variante ultrarresistente que,
inexplicablemente, había aparecido en Israel coincidiendo con mi estancia allí.
Pero el hecho de que no fuese la misma hacía que mi caso fuese aún más
sorprendente, si cabe. Aunque el hecho de que no albergase una variante de una
bacteria que podía matar a una tercera parte del país era una buena noticia, por
lo que a mi recuperación se refiere suponía algo que los médicos sospechaban
cada vez más: que, en esencia, el mío era un caso sin precedentes. Y además,
que estaba pasando a toda velocidad de ser un desesperado a un caso perdido.
Simplemente, no sabían cómo podía haber contraído la enfermedad ni cómo iba
a recuperarme del coma. Sólo estaban seguros de una cosa: nadie que hay a
pasado en coma por meningitis bacteriana más de unos pocos días llega a
recuperarse por completo. Yo llevaba cuatro.
El estrés estaba empezando a pasarle factura a todo el mundo. El martes,
Phy llis y Betsy habían decidido que mencionar la posibilidad de mi muerte
estaría prohibido en mi presencia, por si alguna parte de mí era consciente. A
primera hora de la mañana del jueves, Jean preguntó a una de las enfermeras de
la UCI por mis probabilidades de recuperación. Betsy la oy ó desde el otro lado
de mi cama y rogó:
—Por favor, no habléis de eso aquí.
Jean y y o siempre habíamos estado muy unidos. Formábamos parte de la
familia, igual que nuestros hermanos « naturales» , pero el hecho de que a
nosotros nos hubieran « escogido» mamá y papá (tal como ellos mismos lo
expresaban) creaba inevitablemente un vínculo especial entre los dos. Ella
siempre había cuidado de mí y la frustración que le provocaba la impotencia en
la que se encontraba amenazaba con hacer que se viniese abajo.
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—Tengo que irme a casa un rato —anunció.
Tras confirmar que había gente de sobra para continuar velándome, todos los
presentes convinieron en que seguramente a las enfermeras les encantaría tener
una persona menos en medio.
Jean volvió a nuestra casa, recogió su equipaje y regresó a Delaware aquella
tarde. Su marcha fue la primera expresión palpable de una emoción que toda la
familia estaba empezando a experimentar: impotencia. Hay pocas experiencias
más frustrantes que ver a un ser querido en estado comatoso. Quieres ay udarlo,
pero no puedes. Muchas veces, los familiares de los pacientes comatosos llegan a
abrirles los ojos a sus seres queridos. Es un intento de forzar las cosas, de ordenar
al paciente que despierte. Lógicamente no sirve de nada y es más, puede llegar a
agravar su situación de desesperación. Los pacientes sumidos en un coma
profundo pierden la coordinación de ojos y pupilas. Si levantas el párpado de uno
de ellos, lo más probable es que te encuentres con que un ojo apunta en una
dirección y el otro en otra. Es una imagen perturbadora y durante aquella
semana, cada vez que Holley me abrió los ojos y se encontró con lo que, en
esencia, eran los globos oculares de un cadáver, únicamente consiguió aumentar
el dolor que sentía.
Con la marcha de Jean, las cosas comenzaron a venirse abajo. Phy llis
empezó a exhibir un comportamiento que y o había visto incontables veces en los
familiares de mis propios pacientes. Se dedicó a descargar su frustración sobre
los médicos.
—¿Por qué no nos dan más información? —les preguntaba, furiosa—. Estoy
segura de que si Eben estuviese aquí, nos contaría lo que está pasando de verdad.
Pero el hecho era que los médicos hacían sin lugar a dudas todo lo que podían
por mí. Phy llis, claro está, lo sabía. Pero, simplemente, el dolor y la frustración
por mi estado estaban pudiendo con mis seres queridos.
El martes, mi esposa había llamado al doctor Jay Loeffler, mi antiguo
compañero en el desarrollo del programa de radiocirugía estereostática del
hospital Brigham & Women’s de Boston. Jay era el jefe de oncología
radioterápica del hospital general de Massachusetts y ella pensó que podría
darnos algunas respuestas.
Cuando comenzó a describirle mi estado, Jay pensó que debía de estar
confundiéndose. Lo que le estaba contando era, en esencia, imposible. Pero
cuando Holley consiguió convencerlo de que realmente estaba en un coma
producido por un caso raro de meningitis bacteriana por E. coli cuy os orígenes
nadie lograba explicarse, comenzó a llamar a especialistas en enfermedades
infecciosas de todo el país. Ninguno de los médicos con los que contactó había
oído hablar de un caso como el mío. Repasó la literatura médica hasta el año
1991 y no pudo encontrar ni un solo caso de meningitis por E. coli en un adulto
que no viniese precedido por una operación de neurocirugía reciente.
A partir del martes, Jay llamaba al menos una vez al día para que Phy llis o
Holley le contasen cómo estaba y para ponerles al corriente del resultado de sus
investigaciones. Steve Tatter, otro buen amigo y neurocirujano, telefoneaba
también a diario para ofrecer su consejo y su apoy o. Pero día tras día, la única
revelación que se confirmaba era que mi caso era único en la historia de la
ciencia médica. Los casos de meningitis bacteriana espontánea por E. coli son
muy raros en adultos. En todo el mundo, menos de una persona de cada diez
millones la contrae anualmente.
Y como todas las variedades de meningitis bacteriana gram negativa, es muy
agresiva. Tanto, que de toda la gente a la que ataca, más del 90 por ciento de los
que sufren un declive neurológico acelerado, como el mío, acaban muriendo. Y
esta tasa de mortandad se corresponde al momento del ingreso hospitalario. El
devastador 90 por ciento que he mencionado se iba acercando lentamente al
ciento por ciento a medida que la semana se prolongaba y mi cuerpo se negaba a
responder a los antibióticos. Por lo general, las pocas personas que sobreviven a
un caso tan grave como el mío necesitan cuidados intensivos y constantes durante
el resto de sus vidas. Oficialmente, mi estado se describía como « N de 1» , un
término que se refiere a los estudios médicos en los que hay un solo paciente
para todo el ensay o. Sencillamente, no había nadie más con quien los médicos
pudieran comparar mi caso.
A partir del miércoles, Holley comenzó a llevar al hospital todos los días a
Bond después de la escuela. Pero el viernes comenzó a preguntarse si no sería
peor el remedio que la enfermedad. Al principio de la semana, aún me movía de
vez en cuando. Mi cuerpo comenzaba a agitarse de manera violenta. Una
enfermera me daba un masaje en la cabeza y me administraba más sedantes,
hasta que finalmente terminaba por calmarme. Eran situaciones confusas y
dolorosas para un niño de diez años. Ya era bastante malo tener que mirar un
cuerpo que había dejado de parecerse a su padre, pero encima presenciar cómo
sucumbía a una serie de extraños espasmos mecánicos resultaba devastador.
Cada día que pasaba me alejaba más de la persona que él conocía y me
convertía más en un cuerpo irreconocible postrado en una cama: un gemelo
cruel y extraño del padre que siempre había tenido.
Hacia finales de la semana, aquellos estallidos ocasionales de actividad motriz
cesaron casi por completo. Dejé de necesitar sedación, porque el movimiento —
hasta los más automáticos, provocados por los reflejos más primitivos del tallo
cerebral y la médula espinal—, insisto, cesó casi por completo.
Cada vez llamaban más familiares para preguntar si debían acudir. El jueves
y a se había decidido que era mejor que no. Ya había demasiado revuelo en la
UCI. Las enfermeras sugirieron en términos muy claros que mi cuerpo
necesitaba descanso: cuanta más tranquilidad hubiese, mejor.
También se produjo un cambio perceptible en el tono de las llamadas de
teléfono. Estaban pasando sutilmente de esperanzadas a resignadas. A veces, al
mirar a su alrededor, Holley tenía la sensación de que y a me había perdido.
La tarde del jueves llamaron a la puerta de Michael Sullivan. Era su
secretaria en la iglesia episcopaliana de San Juan.
—Lo llaman del hospital —le informó—. Una de las enfermeras que se
ocupa de Eben quiere hablar con usted. Dice que es urgente.
Michael cogió el teléfono.
—Michael —le dijo la enfermera—, tienes que venir cuanto antes. Eben está
muriéndose.
Como pastor, Michael y a había pasado otras veces por situaciones parecidas.
Los pastores presencian la muerte y la devastación que deja tras de sí casi con
tanta frecuencia como los médicos. Aun así, Michael quedó estupefacto al oír la
palabra « muriéndose» utilizada en referencia a mí. Llamó a su esposa Page y le
pidió que rezase, tanto por mí como por él, para que Dios le enviara fuerzas para
estar a la altura de las circunstancias. Entonces, bajo un chaparrón helado y con
los ojos llenos de lágrimas, condujo hasta el centro hospitalario.
Cuando llegó a mi habitación, la escena seguía siendo más o menos la misma
que en su última visita. Phy llis estaba sentada a mi lado, sujetándome la mano,
como habían estado haciendo sin descanso desde su llegada, el lunes por la
noche. Mi pecho subía y bajaba veinte veces por minuto, impulsado por el
respirador, y la enfermera de la UCI realizaba silenciosamente sus tareas
rutinarias, caminando entre las máquinas que rodeaban mi cama y anotando las
lecturas.
En ese momento entró otra enfermera y Michael le preguntó si era ella la
que había llamado a su secretaria.
—No —respondió ésta—. Llevo aquí toda la mañana y su condición no ha
cambiado apenas desde anoche. No sé quién le ha llamado.
A las once, Holley, mi madre, Phy llis y Betsy estaban en la habitación.
Michael sugirió que rezaran. Todos los presentes, incluidas las dos enfermeras, se
cogieron de las manos alrededor de la cama y Michael elevó una sentida
plegaria por mi recuperación:
—Señor, devuélvenos a Eben. Sé que puedes hacerlo.
Nadie de los presentes había llamado a Michael. Pero al margen de la
identidad del responsable, fue una suerte que lo hiciese. Porque las plegarias que
llegaban hasta mí desde el mundo inferior —el mundo del que procedía—
estaban empezando a abrirse paso.
18
OLVIDAR Y RECORDAR
Mi conciencia se había expandido. Tanto, que parecía abarcar todo el universo.
¿Alguna vez has escuchado una canción en una emisora de radio llena de
estática? Acabas acostumbrándote a ello. Entonces, alguien mueve el indicador
del dial y oy es la misma canción con total claridad. ¿Cómo podías no darte
cuenta de lo apagada, lo lejana, lo absolutamente poco fiel al original que era?
Pues así es como funciona la mente. Los humanos estamos hechos para
adaptarnos. Yo había explicado incontables veces a mis pacientes que esta o
aquella molestia se aminoraría, o al menos parecería hacerlo, a medida que su
cuerpo y su cerebro se adaptasen a su nueva situación. Cuando algo se prolonga
durante el tiempo suficiente, el cerebro aprende a ignorarlo, a funcionar como si
no estuviera o a tratarlo como algo normal.
Pero la conciencia limitada que tenemos en la Tierra dista mucho de ser algo
normal, como estaba constatando y o al adentrarme cada vez más, hasta el
mismísimo corazón del Núcleo. Seguía sin recordar nada sobre mi pasado
terrenal, pero ello no me disminuía en modo alguno. Aunque había olvidado mi
vida aquí abajo, sí recordaba quién era, real y verdaderamente, allí fuera. Era un
ciudadano de un universo asombroso por su inmensidad y complejidad y
gobernado totalmente por el amor.
De un modo casi increíble, todo lo que estaba descubriendo más allá de mi
cuerpo se correspondía a la perfección con las lecciones que había aprendido
apenas un año antes, al reanudar el contacto con mi familia biológica. En última
instancia, ninguno de nosotros es huérfano. Todos estamos en la posición en la que
estaba y o, en el sentido de que tenemos otra familia: seres que nos protegen y se
preocupan por nosotros, seres a los que hemos olvidado momentáneamente, pero
que están esperando para ay udarnos en nuestro tránsito por la Tierra si nos
abrimos a ellos. No hay nadie que no sea objeto de amor en todo momento. A
todos nos conoce y nos ama profundamente un Creador cuy a capacidad de
protección y cariño supera nuestra capacidad de comprensión. Y ésta es una
verdad que no debe seguir en secreto.
19
NINGÚN SITIO DONDE ESCONDERSE
El viernes, mi cuerpo llevaba cuatro días enteros con dosis triples de antibióticos
intravenosos pero seguía sin responder. Habían acudido al hospital familiares y
amigos de todo el país y los que no se habían presentado en persona habían
formado grupos de plegaria en sus parroquias. Mi cuñada Peggy y la amiga de
Holley, Sy lvia, llegaron aquella tarde.
Mi esposa las recibió con toda la alegría posible, dadas las circunstancias.
Betsy y Phy llis seguían aferradas a la idea de que me pondría bien: estaban
decididas a mantener una actitud positiva a toda costa. Pero cada día que pasaba
se hacía más difícil de creer. Hasta Betsy empezaba a preguntarse si la orden de
reprimir toda expresión de negatividad en aquella sala no supondría en cierto
modo darle la espalda a la realidad.
—¿Crees que Eben haría esto por nosotras, si la cosa fuese al revés? —le
preguntó Phy llis aquella mañana, después de otra noche casi insomne.
—¿A qué te refieres? —preguntó mi otra hermana.
—A que si se pasaría todo el rato aquí, en la UCI, con nosotras.
La respuesta de Betsy, absolutamente hermosa y sencilla, adoptó la forma de
una pregunta:
—¿Hay algún otro sitio del mundo donde concibes estar en este momento?
Ambas coincidieron en que, aunque habría estado allí al instante si me
necesitaban, resultaba muy muy difícil imaginarme sentado en un mismo sitio
durante horas y horas.
—Nunca nos pareció una obligación o algo que había que hacer. Era el sitio
en el que teníamos que estar —me confesaría Phy llis posteriormente.
Lo que más perturbaba a Sy lvia era que mis manos y mis pies estaban
empezando a doblarse, como las hojas de una planta sin agua. Esto es algo
normal en las víctimas de infartos o comas y se debe a que los músculos
dominantes de las extremidades comienzan a contraerse. Pero nunca es una
imagen fácil de contemplar para los familiares y seres queridos. Al verlo, Sy lvia
tenía que hacer esfuerzos conscientes para permanecer fiel a lo que le decía la
intuición. Pero lo cierto es que cada vez le resultaba más complicado.
Holley se culpaba cada vez más por lo ocurrido (si hubiera subido antes al
piso de arriba, si esto, si aquello…) y todo el mundo se esforzaba mucho por
convencerla de que no debía hacerlo.
A esas alturas, todos sabían que aunque saliese de aquello, el resultado
tampoco podría definirse como recuperación. Necesitaría al menos tres meses
de rehabilitación intensiva, sufriría problemas crónicos en el habla (si es que
conservaba capacidad cerebral suficiente como para hablar) y requeriría los
cuidados de una enfermera durante el resto de mi vida. Ése era el mejor de los
escenarios posibles y por espantoso que pueda parecer, era algo que, de alguna
manera, pertenecía y a al reino de la fantasía. Las probabilidades de que
terminase así de bien se reducían a cada momento, hasta el punto de que y a eran
prácticamente nulas.
A Bond le habían ocultado la auténtica gravedad de mi estado. Pero el
viernes, durante su visita al hospital después de clase, oy ó a uno de los médicos
contarle a su madre lo que ella y a sabía. Era hora de afrontar los hechos.
Prácticamente no quedaba margen para la esperanza. Aquella tarde, cuando
tenía que irse a casa, Bond se negó a salir de mi cuarto. La rutina que habíamos
establecido era permitir la presencia de sólo dos personas en la sala, para que los
médicos y las enfermeras pudieran trabajar. Alrededor de las seis de la tarde,
Holley sugirió con delicadeza que era hora de irse a casa a dormir. Pero mi hijo
pequeño se negó a levantarse de la silla y siguió con su dibujo de la batalla entre
los glóbulos blancos y las tropas invasoras del E. coli.
—De todos modos tampoco sabe que estoy aquí —respondió en un tono que
era en parte de resentimiento y en parte de súplica—. ¿Por qué no puedo
quedarme?
Así que, durante el resto de la noche, todos se turnaron para entrar de uno en
uno, a fin de que Bond pudiera seguir allí.
Pero a la mañana siguiente —el sábado—, el pequeño revirtió su posición.
Por primera vez en toda la semana, cuando Holley asomó la cabeza en su cuarto
para despertarlo, dijo que no quería ir al hospital.
—¿Por qué no? —le preguntó ésta.
—Porque tengo miedo —respondió el niño.
Una afirmación sincera que habría servido para cualquiera de los demás.
Holley bajó a la cocina unos minutos. Luego volvió a subir y le preguntó si
estaba seguro de que no quería ir a verme.
La miró fijamente y en silencio durante un momento.
—Vale —accedió al fin.
El sábado transcurrió con la vigilia alrededor de mi cama y entre
conversaciones alentadoras mantenidas por mi familia y los médicos. Parecía un
intento no demasiado entusiasta de mantener viva la esperanza. Todos estaban
cada vez más cansados. Aquella noche, tras llevar a nuestra madre a su hotel,
Phy llis paró en nuestra casa. La oscuridad era completa y no se veía una sola luz
en las ventanas y al avanzar entre el barro de la entrada le costó no salirse del
camino. Llevaba y a cinco días lloviendo sin parar, desde la tarde de mi ingreso
en la UCI. Chaparrones incesantes como ése son muy raros en las colinas de
Virginia, donde los meses de noviembre suelen ser fríos, despejados y soleados,
como había sido el domingo antes de mi ataque. Parecía que hubiese transcurrido
una eternidad desde aquello y que la lluvia se prolongase desde hacía siglos.
¿Cuándo iba a terminar?
Phy llis abrió la puerta y encendió las luces. Desde el comienzo de la semana,
los vecinos habían estado pasando por allí para llevarles algo de comer y, aunque
seguían haciéndolo, la atmósfera entre esperanzada y preocupada que presidía
aquellos actos de auxilio se estaba tornando cada vez más lúgubre y desesperada.
Nuestros amigos sabían, al igual que nuestra familia, que la hora de la esperanza
estaba tocando a su fin.
Por un momento, Phy llis pensó en encender el fuego, pero a aquel
pensamiento le siguió al instante otro, sin pretenderlo ella: ¿para qué? De repente,
se sentía más cansada y deprimida que nunca. Entró en el estudio, con sus
paredes forradas de madera, se tendió en el sofá y se quedó dormida.
Media hora más tarde llegaron Sy lvia y Peggy, y al ver que se había quedado
dormida en el estudio lo cruzaron de puntillas. Sy lvia bajó hasta el sótano y
descubrió que alguien se había dejado abierta la puerta del congelador. Se había
formado un charco de agua sobre el suelo y la comida estaba empezando a
descongelarse, incluidos varios filetes estupendos.
Cuando Sy lvia le contó a mi cuñada lo sucedido, decidieron sacarle el mejor
partido a la situación. Llamaron al resto de la familia y a unos cuantos amigos y
luego se pusieron a cocinar. Mi hermana salió a comprar unas cuantas cosas y de
este modo prepararon un improvisado banquete. Al poco, Betsy, su hija Kate y su
marido Robbie se reunieron con ellas y con Bond. La conversación estuvo
presidida por un cierto nerviosismo y por una renuencia generalizada a tocar de
frente el tema que estaba en la mente de todos: que probablemente y o —el
ausente invitado de honor— nunca volvería a aquella casa.
Holley había regresado al hospital para continuar con la incesante vigilia. Se
sentó en la cama, me cogió de la mano y continuó repitiendo el mantra que le
había sugerido Susan Reintjes. Y no sólo eso, sino que se obligó a centrarse en el
significado de las palabras mientras las decía, para seguir crey endo en el fondo
de su corazón que eran ciertas.
—Recibe las plegarias.
» Has curado a otros. Ahora te toca a ti ser curado.
» Mucha gente te quiere.
» Tu cuerpo sabe lo que debe hacer. Aún no te ha llegado la hora.
20
EL CIERRE
Cada vez que volvía a encontrarme en el desapacible paraje del Reino de la
perspectiva del gusano, volvía a recordar la brillante Melodía giratoria, lo que
reabría la puerta al Portal y al Núcleo. Pasé grandes períodos de tiempo —que,
paradójicamente, se me antojaban atemporales— en presencia de mi ángel
guardián, sobre el ala de la mariposa, y una eternidad aprendiendo las lecciones
del Creador y del Orbe de la luz, en las profundidades del Núcleo.
En un momento dado, al llegar al borde del Portal, descubrí que no podía
volver a entrar. La Melodía giratoria —hasta entonces mi billete de entrada a
aquellas regiones— me impedía el paso. Las puertas del Cielo se habían cerrado.
Una vez más, me resulta muy complicado describir mis sensaciones por
culpa de las limitaciones del lenguaje lineal a las que debemos someter todo aquí
en la Tierra y al proceso general de aminoramiento de las experiencias que se
produce cuando estás dentro de un cuerpo. Piensa en todas las ocasiones en las
que has sufrido una decepción. En cierto sentido, todas las pérdidas que hemos
experimentado aquí en la Tierra son variaciones de una pérdida absolutamente
central a todo: la del Cielo. El día que se me cerraron sus puertas, sentí un pesar
que no había conocido hasta entonces. Las emociones son distintas allí arriba.
Todas las que conocemos los humanos están presentes, pero son más profundas y
extensivas: no están únicamente dentro de nosotros, sino también fuera. Imagina
que cada vez que te cambiase el humor aquí en la Tierra, el tiempo lo
manifestase al instante. Que tus lágrimas provocasen una lluvia torrencial o que
tu dicha hiciese desaparecer las nubes al instante.
Esto te permitirá atisbar el efecto, mucho más vasto e inmediato, que tenían
allí arriba los cambios de humor, y te hará comprender que, por extraño que
pueda parecer, nuestros conceptos de lo « interior» y lo « exterior» no existen en
realidad.
Allí estaba y o, con el corazón roto, hundido en un océano de creciente pesar,
en unas tinieblas que al mismo tiempo venían acompañadas por un movimiento
de hundimiento.
Atravesé enormes muros de nubes. Oía unos murmullos a mi alrededor, pero
no alcanzaba a comprender las palabras. Entonces fui consciente de que me
rodeaba una hueste de seres incontables, arrodillados en grandes arcos que se
perdían en la distancia. Al recordarlo ahora, me doy cuenta de lo que estaba
haciendo aquella jerarquía de seres, medio atisbados, medio invisibles,
dispersados por toda la oscuridad por encima y por debajo de mis pies.
Estaban rezando por mí.
Dos de las caras que recordaría más adelante eran las de Michael Sullivan y
su esposa Page. Recuerdo haberlas visto sólo de perfil, pero las identifiqué con
toda claridad a mi regreso, cuando recuperé el habla. Michael había estado
físicamente en la UCI varias veces, para organizar oraciones, pero Page no
(aunque también había rezado por mí).
Aquellas plegarias me llenaron de energía. Probablemente por eso, a pesar
de la profunda tristeza que experimentaba, algo en mí comenzó a tener la extraña
certeza de que todo saldría bien. Aquellos seres sabían que y o estaba
experimentando una transición y estaban rezando y cantando para que no me
desanimara. Me había adentrado en lo desconocido, pero a esas alturas tenía una
fe y una confianza totales en que cuidarían de mí, tal como me habían prometido
mi acompañante sobre el ala de la mariposa y la Deidad infinitamente amorosa:
allá donde fuese, el Cielo vendría conmigo. Lo haría en la forma del Creador, de
Om, y también en la del ángel —mi ángel—, la chica del ala de la mariposa.
Había emprendido el camino de regreso, pero no estaba solo… y sabía que
nunca volvería a sentirme solo.
21
EL ARCOÍRIS
Cuando lo hemos rememorado más adelante, Phy llis me ha contado que la cosa
que más recuerda sobre aquella semana es la lluvia. Una lluvia fría e intensa,
vertida por unas nubes bajas que nunca se abrían ni dejaban asomar el sol. Pero
aquella mañana de domingo, al dejar el coche en el aparcamiento, sucedió algo
extraño. Acababa de leer un mensaje de texto enviado por uno de los grupos de
plegaria de Boston en el que se decía « Esperad un milagro» . Mientras se
preguntaba qué clase de milagro cabía esperar y a, ay udó a nuestra madre a salir
del coche y ambas comentaron que la lluvia había cesado. Al este, el sol lanzaba
sus ray os por una grieta abierta entre el manto de nubarrones e iluminaba con
ellos tanto las preciosas y ancestrales montañas del oeste como los propios
nubarrones, cuy a tonalidad grisácea quedaba cubierta por un tinte dorado. Y
entonces, al dirigir la mirada hacia los distantes picos, al otro lado de donde
comenzaba a ascender aquel sol de mediados de noviembre, lo vio.
Un arcoíris perfecto.
Sy lvia llegó al hospital con Holley y Bond, para una reunión con el jefe de mi
equipo médico, Scott Wade. Él también era un amigo y vecino nuestro y en esos
días se enfrentaba a la peor decisión que debe afrontar un facultativo que se
enfrenta a enfermedades mortales. Cuanto más permaneciese en coma, más
aumentaban las probabilidades de que pasase el resto de mi vida en un « estado
vegetativo permanente» . Como era muy probable que la meningitis acabase
conmigo si dejaban de administrarme los antibióticos, puede que lo más humano
fuese precisamente eso, dejar que la naturaleza siguiera su curso en lugar de
continuar con un tratamiento que no lograría esquivar el destino que parecía
aguardarme: un coma permanente. La meningitis apenas había respondido a los
fármacos, así que corrían el riesgo de que, aunque lograsen erradicarla al fin, me
pasase meses o incluso años como un cuerpo tan inerte como vital había sido en
el pasado, sin nada parecido a algo que pudiera llamarse vida.
—Siéntense —dijo el doctor Wade a Sy lvia y a Holley en un tono que era
amable pero también inconfundiblemente lúgubre—. Tanto el doctor Brennan
como y o hemos consultado a especialistas de Duke, de la Universidad de Virginia
y de la Facultad de Medicina Bowman Gray y tengo que decirles que todos están
de acuerdo en que la situación no tiene buen aspecto. Si Eben no da señales de
mejora significativas en las próximas doce horas, seguramente recomendemos
la retirada de los antibióticos. Una semana en coma con una meningitis
bacteriana grave supera los límites razonables para albergar expectativas de
recuperación. En tales circunstancias, tal vez sería mejor dejar que la naturaleza
siga su curso.
—Pero ay er vi que se le movían los párpados —protestó mi esposa—. De
verdad, se movieron. Como si estuviera intentando abrir los ojos. Estoy segura de
ello.
—No lo pongo en duda —replicó el doctor Wade—. Además, la presencia de
los glóbulos blancos en su sangre ha descendido. Ésa es una buena noticia y por
nada en el mundo me atrevería a sugerir lo contrario. Pero tienes que ver la
situación en su contexto. Hemos reducido considerablemente la sedación de Eben
y a estas alturas sus exámenes neurológicos deberían mostrar más actividad de la
que muestran. Las zonas inferiores del cerebro funcionan de manera parcial,
pero lo que nos interesa son las funciones superiores y me temo que ésas están
del todo ausentes. En la may oría de los pacientes en coma, con el paso del
tiempo se producen ciertos indicios de mejora del nivel de alerta. Sus cuerpos
hacen cosas que sugieren que están despertando. Pero no es así. Simplemente, el
tallo cerebral se adentra en un estado conocido como coma vigilia, una especie
de fase de transición en la que pueden permanecer durante meses o años. Es
probable que ésa sea la causa del movimiento de los párpados. He de recalcar de
nuevo que siete días es muchísimo tiempo para un coma por meningitis
bacteriana.
El doctor Wade estaba utilizando todas aquellas explicaciones tan enrevesadas
en un intento por aliviar el impacto de una noticia que podría haber transmitido en
una sola y única frase: era hora de dejar morir a mi cuerpo.
22
SEIS CARAS
Cuanto más descendía, más caras brotaban del lodo, como siempre había
sucedido cuando me encontraba en el Reino de la perspectiva del gusano. Pero
esta vez había algo distinto en ellas. Ahora eran humanas, no animales.
Y decían cosas, que y o podía oír con toda claridad.
No es que pudiera entenderlas. La situación se parecía un poco a las antiguas
tiras cómicas de Charlie Brown, en las que cuando hablan los adultos sólo se oy e
un galimatías indescifrable. Más tarde, al recordarlo, me he dado cuenta de que
podía reconocer seis de las caras que vi. Estaba Sy lvia y Holley y su hermana
Peggy. También Scott Wade y Susan Reintjes. De todas ellas, la única que no
había estado físicamente presente junto a mi cama en aquellas últimas horas era
Susan. Pero a su manera también había estado allí, puesto que aquella noche, al
igual que la noche anterior, se había sentado en su casa de Chapel Hill y me
había transmitido toda su fuerza de voluntad.
Más tarde, cuando recordé todo esto, me intrigó el hecho de que mi madre
Betty y mis hermanas, que habían pasado allí toda la semana, sujetándome la
mano durante horas interminables, no estuviesen entre las caras que vi. Mamá
había sufrido una fisura por estrés en el pie y tenía que usar un andador para
caminar, pero, aun así, había participado en mi vela como la que más. Phy llis,
Betsy y Jean también habían estado allí. Entonces, me enteré de que ninguna de
ellas había pasado la última noche en el hospital. Los rostros que había visto eran
los de las personas que estuvieron presentes durante la séptima mañana de mi
coma o la noche antes.
Pero como he dicho, en aquel momento, mientras realizaba mi descenso, no
tenía nombres ni identidades que asociar a ninguna de esas caras. Sólo sabía, o
percibía, que por alguna razón eran importantes para mí.
Una me atraía más que las demás. Comencé a sentir que tiraba de mí. Con un
escalofrío que pareció transmitirse entre la vasta muralla de nubes y las criaturas
angelicales entre las que estaba descendiendo, de repente me di cuenta de que los
seres del Portal y el Núcleo —seres a los que había conocido y amado,
aparentemente, desde el principio de la eternidad— no eran los únicos a los que
conocía. También conocía y amaba a otros allí abajo, en el reino hacia el que me
estaba precipitando. Unos seres a los que, hasta aquel preciso instante, había
olvidado por completo.
Sucedía así con los seis rostros, pero sobre todo con el sexto de ellos. Me era
absolutamente familiar. Con una sensación de asombro ray ana en el terror
absoluto me percaté de que era alguien que me necesitaba. Alguien que nunca se
recuperaría si y o me marchaba. Si lo abandonaba, la sensación de pérdida sería
insoportable, como la que me había embargado a mí al encontrarme cerradas las
puertas del Cielo. Sería una traición que, sencillamente, no podía cometer.
Hasta entonces había sido libre. Había viajado por los mundos como viajan
los auténticos aventureros: sin preocupación alguna por mi suerte. No me
importaba lo que pudiera pasarme, porque incluso cuando estaba en el Núcleo,
nunca sentí culpa por estar abandonando a alguien allí abajo. Ésta había sido una
de las primeras cosa que había aprendido con la chica del ala de la mariposa,
cuando me dijo:
« Nada de lo que hagáis puede ser malo» .
Pero en esos momentos era distinto. Tanto que, por primera vez durante todo
mi viaje, sentí un intenso terror. No por mí, sino por aquellas caras, y sobre todo
la sexta. Una cara que aún no podía identificar, pero que sabía crucialmente
importante para mi persona.
El rostro fue cobrando may or definición, hasta que al fin pude ver que su
dueño estaba suplicando que y o volviese, que afrontase el terrible descenso hacia
el mundo inferior para volver a su lado. Seguía sin comprender sus palabras, pero
de algún modo me transmitieron la idea de que aún había cosas que me ataban al
mundo de allí abajo, de que todavía, como suele decirse, « seguía en juego» .
Era importante que regresase. Tenía vínculos allí, vínculos que no podía
descuidar. Cuanto más claro se tornaba el rostro, más consciente me volvía de
ello. Y mejor reconocía el rostro.
El rostro de un niño.
23
ÚLTIMA NOCHE, PRIMERA MAÑANA
Antes de hablar con el doctor Wade, Holley le dijo a Bond que esperase fuera del
despacho, porque temía que fuesen malas noticias. Él fue consciente de ese
temor y esperó al otro lado de la puerta, donde pudo oír parte de lo que decía el
médico. Lo bastante para comprender cuál era la situación real. Para
comprender que su padre, en efecto, no iba a volver. Nunca.
Corrió a mi cuarto y se subió a mi cama. Entre sollozos, me besó la frente y
me acarició los hombros. Entonces, me levantó los párpados y me dijo:
—Te vas a poner bien, papá. Te vas a poner bien. —Siguió repitiéndolo una
vez tras otra, crey endo, como sólo puede hacerlo un niño, que si lo decía un
número suficiente de veces, al final terminaría por convertirse en realidad.
Mientras tanto, en un despacho al otro lado del pasillo, Holley clavaba una
mirada vacía en el espacio, tratando de asimilar lo mejor posible las palabras del
doctor Wade. Finalmente decidió:
—Entonces, lo mejor será que llamemos a Eben a la universidad, para que
vuelva.
El doctor Wade no tenía nada que oponer a esta propuesta.
—Sí, creo que es lo mejor.
Mi esposa se acercó al gran ventanal de la sala de reuniones, desde donde se
veían las montañas de Virginia, todavía empapadas pero ahora iluminadas por el
sol. Sacó el teléfono móvil y marcó el número de Eben.
Mientras lo hacía, Sy lvia se levantó de su silla.
—Holley, espera un minuto —le indicó—. Déjame que vay a a verlo una vez
más.
Entró en la UCI y se sentó en la cama, junto a Bond, que seguía
acariciándome la mano pero y a en silencio. Me apoy ó una mano sobre el brazo
y me lo acarició con delicadeza. Como durante toda la semana, mi mano estaba
ligeramente inclinada hacia un lado. Durante una semana, todo el que se había
sentado allí me miraba la cara y no la mano. Mis ojos sólo se abrían cuando los
médicos comprobaban la dilatación de las pupilas en respuesta a la luz (uno de los
métodos más sencillos y eficaces para constatar la actividad del tallo cerebral), o
cuando Holley o Bond, en contra de las repetidas instrucciones de los sanitarios,
insistían en hacerlo y se encontraban con dos globos oculares perdidos y sin vida,
como los de una muñeca rota.
Pero en aquel momento, mientras Sy lvia y Bond me miraban el rostro
hundido, negándose obstinadamente a aceptar lo que acababa de decir el médico,
sucedió algo.
Mis ojos se abrieron.
Sy lvia chilló. Más tarde me contaría que lo segundo que más la asombró, tras
el hecho de que abriese los ojos, fue que inmediatamente empecé a mirar a mi
alrededor. Arriba, abajo, aquí, allá… No parecían los ojos de un adulto que sale
de un coma de siete días, sino los de un niño, alguien que acaba de llegar al
mundo y lo recorre con la vista con asombro porque es la primera vez que lo ve.
En cierto modo, así era.
Al recobrarse de su asombro inicial, se dio cuenta de que algo me alteraba.
Salió corriendo a la sala, donde Holley, todavía con la mirada clavada en el gran
ventanal, hablaba con Eben IV.
—Holley … ¡Holley ! —gritó—. Está despierto. ¡Está despierto! Dile a Eben
que su padre ha vuelto.
Ésta se la quedó mirando.
—Eben —dijo al teléfono—. Luego te llamo. Está… tu padre está
volviendo… a la vida.
Holley echó a andar hacia la UCI, pero, incapaz de contenerse, al cabo de un
instante comenzó a correr, seguida por el doctor Wade. Y sí, allí estaba y o,
debatiéndome violentamente en mi cama. No de manera mecánica, porque
estaba consciente y saltaba a la vista que algo me molestaba. El médico
comprendió al instante de qué se trataba: el respirador, que llevaba aún en la
garganta. Un respirador que y a no necesitaba, porque mi cerebro, junto con el
resto de mi cuerpo, acababa de volver inesperadamente a la vida. Alargó las
manos, cortó la cinta de seguridad y, con todo cuidado, lo extrajo.
Entre toses, inhalé mi primera bocanada de aire sin ay uda en siete días y
hablé, también por primera vez en ese mismo tiempo:
—Gracias.
Cuando salió del ascensor, Phy llis seguía pensando en el arcoíris que acababa
de ver. Llevaba a mamá en una silla de ruedas. Al entrar en la sala, estuvo a
punto de caerse de espaldas. Yo estaba sentado sobre la cama y nuestras miradas
se cruzaron. Nuestra hermana pequeña daba saltos de alegría. La abrazó. Las dos
rompieron a llorar. Phy llis se me acercó y me miró a los ojos.
Le devolví la mirada y luego miré a todos los demás presentes.
Mientras mi cariñosa familia y las personas que habían cuidado de mí
durante todo aquel tiempo se reunían alrededor de la cama, aún estupefactas por
mi inexplicable regreso, y o sonreía con aire apacible y dichoso.
—Todo va bien —dije, con una actitud que irradiaba dicha con tanta eficacia
como las palabras que había pronunciado. Los miré a todos, uno a uno,
solazándome en el divino milagro de nuestra existencia—. No os preocupéis…
Todo va bien —repetí para acallar cualquier duda.
Mi hermana Phy llis me contaría después que fue como si les transmitiese un
mensaje desde el más allá, el mensaje de que el mundo es como debería ser y
no tenemos nada que temer. Dice que cuando siente que la acosan las
preocupaciones mundanas, suele recordar esas palabras y encuentra consuelo en
la certeza de que no estamos solos.
Mientras contemplaba a todos los allí presentes, fue como si poco a poco
regresara a la existencia terrenal.
—¿Qué hacéis aquí? —les pregunté.
A lo que ella respondió:
—¿Qué haces tú aquí?
24
EL REGRESO
Bond había imaginado que papá despertaría, echaría un vistazo a su alrededor y
sólo necesitaría que lo pusieran un poco al día para volver a ser el padre que
siempre había conocido.
Pero pronto descubrió que las cosas no iban a ser tan sencillas. El doctor
Wade le previno sobre dos cosas: primero, no debía contar con que recordase
nada de lo que había dicho en los primeros momentos tras salir del coma. Me
explicó que el proceso de la memoria requiere una enorme capacidad cerebral y
que mi cerebro no estaba lo bastante recuperado aún como para acometer una
tarea tan sofisticada.
En segundo lugar, no debía hacer mucho caso a lo que dijera durante aquellos
primeros días, porque muchas cosas le parecerían un poco absurdas.
Tenía razón en ambas advertencias.
Aquella primera mañana, Bond me enseñó con orgullo el dibujo que Eben IV
y él habían hecho de la batalla entre mis glóbulos blancos y las bacterias E. coli.
—¡Caray, qué maravilla! —exclamé.
Bond estaba radiante de orgullo y entusiasmo.
Entonces continué:
—¿Cuáles son las condiciones en el exterior? ¿Qué dicen las lecturas del
ordenador? ¡Quita de ahí, tengo que prepararme para saltar!
Bond dejó de sonreír. Huelga decir que aquélla no era la recuperación plena
que había esperado.
Estaba sufriendo alucinaciones en las que revivía con total intensidad algunos
de los momentos más emocionantes de mi vida.
En mi cabeza estaba a bordo de un CD3, preparándome para saltar en
paracaídas desde más de cinco kilómetros de altitud… Iba a saltar en último
lugar, como a mí me gustaba. Era la posición que permitía permanecer más
tiempo en caída libre.
Al salir a los ray os del sol que brillaban al otro lado de la compuerta, me
lancé al instante en un picado de cabeza, con los brazos detrás (en mi mente), y
entonces volví a sentir, como tantas otras veces, la violenta acometida provocada
por el aire desplazado por los motores. Contemplé desde abajo cómo ascendía
como un cohete el vientre del enorme y plateado aeroplano y cómo giraban,
aparentemente a cámara lenta, sus gigantescas turbinas, con la tierra y las nubes
reflejadas sobre la panza. La imagen resultaba un poco singular, porque el avión
tenía los flaps y las alas en posición bajada, como si fuese a aterrizar, a pesar de
que se encontraba a varios kilómetros por encima de la Tierra (para ralentizar al
máximo su velocidad y así minimizar el efecto del chorro de aire sobre los
paracaidistas).
Pegué los brazos todo lo posible al cuerpo para acelerar mi caída hasta más
de 350 kilómetros por hora, sin otra cosa que mi casco azul moteado y mis
hombros para resistirse a la atracción del enorme planeta que tenía abajo. Cada
segundo recorría una longitud superior a la de un campo de fútbol y el viento
rugía furiosamente a mi alrededor, tres veces más veloz que un huracán, con un
estruendo may or que ninguna otra cosa que hubiera oído jamás.
Pasé entre dos enormes nubes blancas y algodonosas y seguí descendiendo
como un cohete por la despejada abertura que las separaba. La tierra verde y el
mar destellante y azul se extendían muy abajo y y o continuaba descendiendo en
aquella violenta y emocionante carrera hacia mis compañeros, apenas visibles
en una formación de copo de nieve que se hacía más grande a cada segundo que
pasaba por la incorporación de más y más paracaidistas…
Mi mente saltaba entre la UCI y una serie de alucinaciones sobre un descenso
maravilloso, generadas por la adrenalina que segregaba mi mente.
Me sentía más alocadamente feliz que nunca.
Me pasé dos días desvariando sobre paracaidismo, aviones e Internet con todo
el que quiso escucharme. A medida que mi cuerpo se iba recuperando, me
adentré en un universo extraño y agotadoramente paranoico. Me obsesioné con
una desagradable historia sobre « mensajes de Internet» que aparecían cada vez
que cerraba los ojos e incluso algunas veces, en el techo, mientras los tenía
abiertos. Cuando los cerraba, oía unos cánticos monótonos, repetitivos y nada
melodiosos, una especie de sonido mecánico que por lo general remitía cuando
volvía a abrirlos. Me pasaba todo el rato con el dedo extendido, señalando algo,
como E. T., tratando de mover un cursor en la pantalla de un ordenador
conectado a Internet que pasaba revoloteando frente a mí, en ruso o en chino.
En resumen, que estaba algo chalado.
Era un poco como lo que había vivido en el Reino de la perspectiva del
gusano, aunque más aterrador, porque lo que oía y veía estaba entrelazado con
los recuerdos de mi pasado humano (reconocía a los miembros de mi familia a
pesar de que, a veces, como en el caso de Holley, no recordara sus nombres).
Pero al mismo tiempo, aquellas visiones carecían por completo de la
asombrosa claridad y la vibrante riqueza —el ultrarrealismo— del Portal y del
Núcleo. Sin la menor duda, eran obra de mi cerebro físico.
A pesar de aquel momento inicial de lucidez aparentemente plena, al poco
tiempo no recordaba nada sobre mi vida antes del coma. Lo único que
rememoraba era los últimos sitios en los que había estado: el inhóspito y feo
Reino de la perspectiva del gusano, el idílico Portal y el asombrosamente
celestial Núcleo. Mi mente —mi verdadero y o— pugnaba por volver a meterse
en los estrechos y limitados confines de la existencia física, con sus fronteras
espaciotemporales, su pensamiento lineal y su comunicación verbal de limitado
alcance. Las mismas cosas a las que hasta una semana antes había tomado por
los rasgos de la única existencia posible se me antojaban ahora limitaciones de
una torpeza extraordinaria.
La vida física se caracteriza por un estado defensivo, mientras que a la
espiritual le sucede justo lo contrario. Ésta es la única explicación que puedo
encontrar para el hecho de que mi retorno a este mundo estuviera impregnado de
tal paranoia. Durante algún tiempo estuve convencido de que Holley (cuy o
nombre, insisto, aún no recordaba, pero a la que, de algún modo, reconocía como
mi esposa) y los médicos estaban intentando asesinarme. Tuve nuevos sueños y
alucinaciones sobre aviones y saltos en paracaídas, algunos de ellos sumamente
prolongados y verosímiles. En el más largo, intenso y ridículamente detallado de
ellos, me vi en una clínica especializada en casos de cáncer del sur de Florida,
perseguido por Holley, dos agentes de policía del estado y un par de fotógrafos
ninja asiáticos, colgados de unos cables con poleas.
De hecho estaba sufriendo algo llamado « psicosis de la UCI» . Es habitual, e
incluso esperable, en pacientes cuy os cerebros vuelven a funcionar tras un largo
período de inactividad. Lo había visto muchas veces, pero nunca lo había sufrido
en mis propias carnes. Y he de decir que la perspectiva es muy muy diferente.
Lo más interesante de aquella sucesión de pesadillas y fantasías paranoicas,
visto en retrospectiva, era que no era más que eso: una fantasía. Algunas partes
—en particular la dilatada pesadilla del sur de Florida— me resultaron muy
intensas e incluso directamente aterradoras mientras sucedían. Pero recordadas
ahora —es más, desde el mismo instante en que finalizaron aquellos episodios—,
su naturaleza se tornó perfectamente reconocible: algo confeccionado por mi
propio y agobiado cerebro en un intento por recobrar la orientación. Algunos de
los sueños que tuve durante ese lapso de tiempo fueron asombrosa y
pavorosamente vívidos. Pero al final sólo sirvieron para resaltar las enormes
diferencias de este estado de ensueño con respecto al ultrarrealismo del coma
profundo.
En cuanto a los cohetes, aviones y saltos en paracaídas que imaginaba con
tanta viveza, eran, descubrí después, bastante precisos desde un punto de vista
simbólico. Porque el hecho era que estaba realizando una peligrosa reentrada en
la abandonada pero nuevamente funcional estación espacial de mi cerebro,
desde un lugar muy lejano. Sería difícil encontrar una analogía más funcional de
lo que me sucedió durante la semana que pasé fuera de mi cuerpo que el
despegue de un cohete.
25
AÚN NO ESTOY ALLÍ
Bond no era el único que estaba teniendo dificultades para aceptar a la persona
decididamente excéntrica en la que me convertí durante los primeros días de mi
regreso. Al día siguiente de que recobrara la conciencia —lunes—, Phy llis llamó
a Eben IV por Sky pe.
—Eben, tu padre está aquí —le hizo saber mientras volvía la cámara de vídeo
en dirección a mí.
—¡Hola, papá! ¿Cómo estás? —preguntó mi hijo en tono alegre.
Me pasé un minuto sin hacer otra cosa que sonreír y mirar fijamente la
pantalla del ordenador. Cuando por fin rompí el silencio, Eben se quedó
estupefacto. Hablaba de manera dolorosamente lenta y con palabras que no
tenían demasiado sentido. Mi hijo may or me contaría más tarde:
—Hablabas como un zombi, alguien que está sufriendo una sobredosis de
ácido.
Por desgracia, nadie le había advertido sobre la posibilidad de que se
produjese una psicosis de la UCI.
Poco a poco, mi paranoia fue remitiendo y mis pensamientos y
conversaciones se tornaron más lúcidos. Dos días después de mi despertar, me
trasladaron a la UCI periférica de Neurología. Las enfermeras de esta unidad
proporcionaron unos camastros a Phy llis y Betsy para que pudiesen dormir a mi
lado. No confiaba en nadie más. Me hacían sentir seguro, anclado a mi nueva
realidad.
El único problema era que no dormía. Las tenía despiertas toda la noche,
parloteando sobre Internet, estaciones espaciales, agentes dobles rusos y toda
clase de disparates similares. Phy llis trató de convencer a las enfermeras de que
tenía un catarro, con la esperanza de que me diesen algo que me hiciese dormir
una o dos horas de manera ininterrumpida. Era como un recién nacido que no se
ciñe a unos horarios de sueño.
En mis momentos más tranquilos, Phy llis y Betsy me ay udaban a volver a la
realidad. Me recordaban toda clase de anécdotas de mi infancia, que y o
escuchaba como si las estuviese oy endo por primera vez, totalmente fascinado.
En aquel proceso, una idea importante comenzó a asentarse dentro de mí: la de
que, de hecho, había estado presente en aquellas historias.
Con gran rapidez, me contaron más adelante mis dos hermanas, el hermano
al que conocían empezó a reaparecer a través de la densa neblina de aquel
parloteo paranoide.
—Fue increíble —me contaría Betsy más adelante—. Acababas de salir del
coma y aún no eras plenamente consciente de tu identidad ni de tu situación.
Decías cosas rarísimas todo el rato, pero, aun así, conservabas tu sentido del
humor de siempre. Eras tú, claramente. ¡Habías vuelto!
—Una de las primeras cosas que hiciste fue algo jocoso sobre alimentarte
solo —me contó Phy llis—. Estábamos preparadas para darte de comer todo el
tiempo que hiciera falta. Pero no querías. Estabas decidido a meterte tú mismo
aquella gelatina anaranjada en la boca.
La maquinaria de mi cerebro, parada temporalmente, estaba volviendo poco
a poco a la vida y en este proceso me veía hacer o decir cosas que me
asombraban. ¿De dónde salían? En los primeros días acudió a visitarme una
amiga de Ly nchburg llamada Jackie. Holley y y o conocíamos a Jackie y a su
marido Ron porque nos habían vendido la casa en la que vivíamos. Sin que
tuviera que hacer ningún esfuerzo consciente, mi educación tradicional sureña,
profundamente arraigada en mi cabeza, entró en acción. Nada más ver a Jackie
le pregunté:
—¿Cómo está Ron?
Transcurridos unos días más, comencé a tener algunas conversaciones
genuinamente lúcidas con las visitas. También en este caso resultó asombroso
comprobar cuántas de aquellas conexiones se producían por sí solas, sin apenas
esfuerzo consciente por mi parte. Como un avión en piloto automático, mi
cerebro, de algún modo, navegaba por el paisaje familiar de la experiencia
humana. Estaba teniendo la ocasión de constatar de primera mano una verdad
que conocía muy bien como neurocirujano: el cerebro es un mecanismo
realmente maravilloso.
Como es natural, la pregunta que rondaba por la mente de todos (incluida la
mía en sus momentos de lucidez) sin que nadie se atreviese a formularla era:
¿hasta dónde podía recuperarme? ¿Me recobraría totalmente o la E. coli me
habría dejado daños residuales, como esperaban todos los médicos? Aquella
permanente incertidumbre era una agonía para todos, sobre todo para Holley,
que temía que en cualquier momento se interrumpiera mi milagrosa
recuperación y la dejara solamente con una parte del « y o» al que conocía.
Pero, sin embargo, cada día que pasaba, volvía una parte may or de ese
« y o» . Lenguaje. Recuerdos. Reconocimiento. Una cierta actitud traviesa que
siempre me ha caracterizado, también. Y aunque mis dos hermanas se alegraban
mucho de que hubiera regresado mi sentido del humor, no estaban tan contentas
con mi manera de utilizarlo. La tarde del lunes, cuando Phy llis me tocó la frente,
me eché hacia atrás.
—¡Ay ! —exclamé—. ¡Qué daño!
Y entonces, después de disfrutar un momento de las expresiones de espanto
de todos, añadí:
—Era una broma.
Todos estaban sorprendidos por la celeridad de mi recuperación, salvo y o
mismo. Aún no era realmente consciente de lo cerca de la muerte que había
llegado a estar. Cuando, uno a uno, mis amigos y familiares continuaron con sus
vidas, y o los despedí con mis mejores deseos, dichosamente ajeno a la tragedia
que por tan poco se había conjurado. Mostraba tal entusiasmo que uno de los
neurólogos que me evaluaron de cara a la rehabilitación insistió en que sufría un
« exceso de euforia» que probablemente se debiese a daños cerebrales. Era, al
igual que y o, un decidido partidario de las pajaritas frente a las corbatas, y le
devolví el favor de aquel diagnóstico diciéndoles a mis hermanas, después de que
se marchara, que era una persona « extrañamente poco afectuosa para ser un
amante de las pajaritas» .
Ya entonces sabía algo que cada vez se atrevían a aceptar más las personas
que me rodeaban. Pensara lo que pensase un médico concreto, no estaba
enfermo y mi cerebro no había sufrido daños. Estaba perfectamente.
De hecho —aunque a esas alturas sólo y o era consciente de ello— estaba
completamente « bien» por primera vez en mi vida.
26
DIFUNDIENDO LA NOTICIA
« Completamente bien» , aunque todavía con trabajo pendiente por lo que a la
maquinaria se refería. A los pocos días de que me trasladaran a la unidad de
rehabilitación ambulatoria llamé a Eben IV a la universidad. Me contó que estaba
trabajando en un artículo para uno de sus cursos de neurociencias. Me ofrecí a
ay udarlo, pero no tardaría mucho en lamentarlo. Me resultaba mucho más difícil
concentrarme de lo que había esperado y una terminología que creía plenamente
recobrada se negaba de pronto a acudir a mi cabeza. Descubrí con consternación
que el camino que debía recorrer aún era muy largo.
Pero poquito a poco, lo fui haciendo. Un día, al despertar, me encontraba en
posesión de continentes enteros de conocimientos médicos y científicos de los
que carecía el anterior. Fue uno de los aspectos más insólitos de mi experiencia:
abrir los ojos una mañana y descubrir que una buena parte de los frutos de una
vida entera de investigación y experiencia volvían a estar en su sitio.
Aunque mis conocimientos sobre las neurociencias regresasen lenta y
tímidamente, mis recuerdos sobre lo que había sucedido durante la semana que
había pasado fuera de mi cuerpo presidían mi memoria con asombrosa claridad
y fuerza. Lo que me había sucedido más allá del reino de lo terreno era la causa
directa de la felicidad que me invadía desde el momento de mi despertar, y este
estado de beatitud se negaba a abandonarme. Sentía una felicidad delirante
porque volvía a estar con la gente a la que amaba, pero también porque —para
expresarlo con toda la claridad que me es posible— comprendía por primera vez
la persona que era en realidad y la clase de mundo en la que habitamos.
Sentía unos deseos tan desbocados como ingenuos de compartir estas
experiencias, sobre todo con mis colegas de profesión. A fin de cuentas, lo que
había experimentado contradecía las afirmaciones que siempre habían sostenido
sobre la naturaleza del cerebro y la conciencia y sobre el sentido de la vida.
¿Cómo no iban a estar ansiosos por conocer mis descubrimientos?
Pues resultó que bastante gente no lo estaba. Sobre todo gente con títulos de
medicina.
Cuidado, mis médicos se alegraban muchísimo por mí. « Es maravilloso,
Eben» , solían decirme, la misma respuesta que había utilizado y o en el pasado
con los incontables pacientes que habían tratado de compartir conmigo las
experiencias ultraterrenas que experimentaron durante alguna intervención
quirúrgica. « Estabas enfermo. Tu cerebro estaba lleno de pus. Cuesta creer que
estés aquí para contarlo. Pero tú sabes perfectamente lo que puede llegar a crear
el cerebro cuando está en ese estado» .
En resumen, que no podían dar crédito a lo que y o intentaba con tal
desesperación compartir con ellos.
Pero ¿quién podría culparlos? A fin de cuentas, y o tampoco lo había
comprendido… hasta entonces.
27
VUELTA A CASA
El 25 de noviembre de 2008, dos días antes de Acción de Gracias, regresé a un
hogar rebosante de gratitud. Eben IV condujo durante toda la noche para poder
darme una sorpresa a la mañana siguiente. La última vez que había estado a mi
lado y o estaba en coma profundo y aún no había asimilado del todo el hecho de
que estuviese con vida. Estaba tan emocionado que le pusieron una multa por
exceso de velocidad en el condado de Nelson, justo al norte de Ly nchburg.
Yo llevaba horas despierto, sentado en una mecedora frente a la chimenea
encendida del estudio, pensando en todo lo que me había sucedido. Eben cruzó la
puerta poco después de las seis de la mañana. Me levanté y le di un fuerte
abrazo. Estaba asombrado. La última vez que nos habíamos visto por Sky pe, en el
hospital, y o apenas había sido capaz de articular una frase. Pero por entonces —
aparte de seguir un poco flaco y tener una vía intravenosa en el brazo— había
vuelto a mi actividad predilecta: ser el padre de Eben y Bond.
Era el mismo de antes… o casi. Mi hijo may or también percibió que algo
había cambiado en mí. Más adelante, me diría que la primera vez que me vio
aquel día lo sorprendió lo « presente» que estaba.
—Se te veía tan claro, tan concentrado —me contaría—. Era como si te
envolviese una especie de halo luminoso.
Sin perder un minuto, empecé a contárselo todo.
—Estoy deseando leer todo lo que encuentre sobre esto —le confesé—. Era
todo muy real, Eben, casi demasiado para ser real, si es que eso tiene algún
sentido. Quiero compartirlo con mis colegas de profesión. Y quiero leer sobre las
ECM y sobre lo que han vivido otras personas. Ahora me cuesta creer que no me
lo tomara en serio, que no escuchara lo que me contaban mis pacientes. Nunca
sentí la curiosidad suficiente como para investigarlo.
Eben no dijo nada al principio, pero saltaba a la vista que estaba pensando en
cuál era el mejor consejo que podía darme. Se sentó frente a mí y me expuso
algo que tendría que haber sido obvio.
—Te creo, papá —dijo—. Pero piénsalo un momento. Si quieres que esto le
sea de utilidad a alguien, lo último que debes hacer es leer lo que han escrito
otros.
—¿Y qué debería hacer entonces? —pregunté.
—Escribirlo. Escribirlo todo… Todos tus recuerdos, con tanta exactitud como
te sea posible. Pero no leas libros o artículos sobre las experiencias cercanas a la
muerte de otras personas, sobre física ni sobre cosmología. Al menos hasta que
hay as escrito lo que te ha pasado a ti. No hables con mamá ni con nadie más
sobre lo que te sucedió durante el coma… al menos si puedes evitarlo. Luego
podrás hacerlo todo lo que quieras, ¿de acuerdo? Recuerda lo que siempre me
has dicho: primero observación, luego interpretación. Si quieres que lo que te
sucedió tenga algún valor científico, debes registrarlo con toda la claridad y
precisión posibles antes de empezar a compararlo con las experiencias de los
demás.
Fue, tal vez, el consejo más sabio que me hay an dado nunca… y lo seguí.
Eben acertaba plenamente al pensar que lo que y o quería, más que ninguna otra
cosa, era utilizar mis experiencias para ay udar a los demás. Cuanto más
recobraba la visión científica, más comprendía de qué manera entraba en
conflicto todo lo que había aprendido durante décadas de formación y práctica
de la medicina con lo que había experimentado, y más me daba cuenta de que la
mente y la personalidad (o, como algunos las llaman, el alma o el espíritu) siguen
existiendo más allá del cuerpo. Tenía que compartir mi historia con el mundo.
Durante las seis semanas siguientes, casi todos los días transcurrieron de un
modo idéntico: me levantaba alrededor de las dos o las dos y media de la
mañana, tan extasiado y lleno de energía por el mero hecho de estar vivo que
salía de un salto de la cama. Encendía el fuego en el despacho, me sentaba en mi
viejo sillón de cuero y me ponía a escribir. Trataba de recordar todos los detalles
de mis viajes por el Núcleo y lo que había sentido mientras recibía aquellas
lecciones que me habían cambiado la vida.
Aunque decir que « trataba de recordar» no sería exactamente cierto. Los
recuerdos estaban allí, nítidos y frescos, justo donde los había dejado.
28
ULTRARREALISMO
« Hay dos maneras de dejarse engañar. Una es creer lo que no es cierto; la otra
negarse a creer lo que es verdad» .
SØREN KIERKEGAARD (1813-1855)
Durante todo aquel proceso de escritura, había una palabra que parecía
reaparecer una vez tras otra.
« Real» .
Antes de mi coma nunca me había percatado de lo engañoso que puede ser
este término. Tanto en la Facultad de Medicina como en esa escuela del sentido
común que se llama « vida» me habían enseñado a pensar que algo sólo puede
ser real (un accidente de coche, un partido de fútbol americano, un bocadillo en
la mesa, frente a ti) o no real. Durante mis años de práctica quirúrgica, había
visto a mucha gente sufrir alucinaciones. Creía saber lo aterradoramente reales
que pueden parecerle estos fenómenos a quien los experimenta. Y durante los
días que duró mi psicosis de la UCI, había tenido la oportunidad de sufrir en mis
propias carnes algunas pesadillas de un realismo impresionante. Pero una vez que
pasó todo, reconocí rápidamente que aquellos delirios no eran otra cosa que
creaciones ilusorias: fantasmas neuronales dotados de vida por una maquinaria
cerebral que pugnaba por recobrar la funcionalidad.
Sin embargo, mientras estaba en coma, no es que mi cerebro estuviese
funcionando de manera incorrecta. Es que no funcionaba en absoluto. La parte
de mi mente que, según me habían llevado a creer años de formación médica,
era la responsable de recibir el mundo en el que vivía y me movía, captarlo a
través de los sentidos y darle forma convirtiéndolo en un universo dotado de
sentido, esa parte estaba dormida, desactivada. A pesar de lo cual, y o había
estado vivo y despierto, plenamente despierto, en un universo caracterizado por
encima de todo por el amor, la conciencia y la realidad (de nuevo esa palabra).
Sencillamente, para mí ésta era una verdad indiscutible. Tan perfectamente
constatada que me dolía.
Lo que había vivido era más real que la casa en la que habitaba, más real que
los troncos que ahora ardían en la chimenea. Pero en la visión científica del
mundo que me había proporcionado mi formación médica durante años no había
espacio para esa realidad.
¿Cómo podía crear un espacio donde coexistieran ambas realidades?
29
UNA EXPERIENCIA COMÚN
Finalmente llegó el día en el que terminé de escribir todo lo que tenía que contar,
hasta el último de mis recuerdos sobre el Reino de la perspectiva del gusano, el
Portal y el Núcleo.
Entonces llegó la hora de leer. Me zambullí de pleno en el océano
bibliográfico sobre las ECM, un océano en el que hasta entonces no había siquiera
metido la punta del pie. No tardé mucho en comprender que miles de personas
habían experimentado lo mismo que y o, tanto en los últimos años como en los
siglos anteriores. Las ECM no son todas idénticas. Cada una tiene sus
peculiaridades, pero ciertos elementos se repiten una vez tras otra y algunos de
ellos también estaban presentes en mi propia experiencia. Los relatos sobre
tránsitos por túneles o valles oscuros que desembocan en un paisaje brillante y
vívido —ultrarreal— son tan antiguos como la Grecia o el Egipto de la
Antigüedad. Los seres angélicos —a veces con alas, a veces no— comienzan a
aparecer, como mínimo, en la tradición antigua de Oriente Medio, junto a la
creencia en que tales seres son los guardianes de las actividades de la gente en la
Tierra y acuden a recibir a quienes dejan este mundo atrás. La sensación de
poseer la capacidad de ver en todas direcciones a la vez; la de estar más allá del
tiempo lineal; la de estar por encima de todas las cosas que, en esencia, y o había
creído siempre rasgos distintivos de la experiencia humana; la presencia de una
música que recordaba a los himnos y que entraba directamente en el interior de
uno en lugar de hacerlo a través de sus oídos; la asimilación directa e instantánea,
sin el menor esfuerzo, de conceptos que en otras condiciones habrían requerido
ingentes cantidades de tiempo y esfuerzo… La percepción de la intensidad de un
amor incondicional.
Una vez tras otra, tanto en los relatos más modernos sobre las ECM como en
las narraciones de naturaleza espiritual del pasado, sentía que el narrador debía
enfrentarse a las limitaciones del lenguaje terrenal y trataba de presentar la
totalidad de aquellos conceptos por medio del lenguaje y las ideas humanos… y
siempre, en may or o menor medida, acababa fracasando.
Y, no obstante, con cada intento que se frustraba antes de haber alcanzado su
objetivo, con cada persona que pugnaba con el limitado arsenal de nuestro
lenguaje y nuestros conceptos para transmitir aquella enormidad al lector,
reconocía y o el objetivo y lo que, en toda su ilimitada enormidad, intentaba
transmitir el autor sin conseguirlo.
« Sí, sí, sí —me decía mientras leía—. Lo comprendo» .
Todos aquellos libros, aquel material, estaban allí antes de mi experiencia,
claro está. Pero nunca los había visto. No sólo porque no los hubiera leído. Era
algo más. Simplemente, jamás me había abierto a la posibilidad de que hubiese
algo auténtico en la idea de que una parte de nosotros sobrevive a la muerte. Era
el típico médico que responde a estas cosas con una combinación de sonriente
indulgencia y escepticismo. Y como tal, puedo decirte que la may oría de los
escépticos no lo son en realidad. Para ser verdaderamente escéptico, uno debe
examinar algo y tomárselo en serio. Y y o, como la may oría de mis colegas de
profesión, jamás había hecho el esfuerzo de estudiar el tema de las ECM.
Simplemente, había « sabido» que no podían ser ciertas.
También estudié mi propio historial. Todo cuanto me había sucedido mientras
estuve en coma se había consignado con meticulosidad, prácticamente desde el
principio. Mientras revisaba mis propios escáneres como si fuesen los de
cualquiera de mis pacientes, comprendí la verdadera magnitud de la gravedad de
mi estado.
La meningitis bacteriana se distingue de otras enfermedades por su capacidad
de atacar la superficie exterior del cerebro sin afectar a las estructuras internas.
Las bacterias devoran eficientemente la capa externa del cerebro, antes de pasar
a la ofensiva final atacando las estructuras internas « de control» , comunes a
otros animales, situadas muy por debajo de la parte humana. Las demás
circunstancias lamentables a resultas de las cuales pueden atacar el neocórtex y
provocar inconsciencia —traumatismos craneales, infartos cerebrales,
hemorragias cerebrales o tumores— no son ni de lejos tan concienzudas en su
ataque contra la estructura del neocórtex. Por lo general, afectan únicamente a
una parte de él y dejan otras regiones intactas y en condiciones de operar. Pero
la cosa no acaba ahí: en lugar de atacar sólo el neocórtex, tienden a dañar
también las regiones más profundas y primitivas del cerebro. Es decir, que
podría afirmarse que la meningitis bacteriana es la enfermedad más capacitada
para inducir un estado similar a la muerte sin provocarla en realidad (aunque, a
tenor de la verdad, muchas veces éste acaba siendo su desenlace. La triste
certidumbre es que nadie que sufra un caso de meningitis bacteriana tan grave
como el mío vuelve para contarlo). (Véase el Apéndice A).
Aunque la circunstancia que describe es tan antigua como la historia, el
término « experiencia cercana a la muerte» (al margen de que sea algo real o
una fantasía sin base alguna) sólo se ha generalizado en tiempos recientes. En los
años sesenta se desarrollaron nuevas técnicas que permitieron a los médicos
salvar a víctimas de infartos. Personas que hasta entonces habrían muerto
indefectiblemente regresaban ahora al mundo de los vivos. Y sin saberlo, en sus
esfuerzos por salvar a sus pacientes, estos médicos estaban creando una especie
de raza de viajeros ultraterrenos: gente que había vislumbrado lo que hay al otro
lado del velo y había regresado para contarlo. Hoy se cuentan por millones.
Entonces, en 1975, un estudiante de medicina llamado Ray mond Moody publicó
un libro llamado Vida después de la vida, en el que narraba la experiencia de un
hombre llamado George Ritchie. Ritchie había « muerto» a consecuencia de un
infarto de miocardio provocado por la complicación de una neumonía y había
pasado nueve minutos fuera de su cuerpo. En este tiempo atravesó un túnel, visitó
regiones celestiales e infernales, conoció a un ser de luz al que identificó como
Jesús y experimentó unas sensaciones de paz y bienestar tan intensas que era casi
imposible expresarlas con palabras. Había nacido la era moderna de las
experiencias cercanas a la muerte.
Mentiría si afirmase que desconocía por completo la existencia del libro de
Moody, pero desde luego nunca lo había leído. No me hacía falta, entre otras
cosas porque la idea de que un paro cardíaco representase una especie de
condición próxima a la muerte era un disparate para mí. Gran parte de la
literatura sobre las ECM gira alrededor de pacientes a los que se les ha parado el
corazón durante pocos minutos, por lo general después de un accidente de tráfico
o en la mesa de operaciones. La idea de que un paro cardíaco constituy e la
muerte está obsoleta desde hace unos cincuenta años. Muchos legos creen que si
alguien se recupera de un infarto es que ha « muerto» y luego ha regresado a la
vida, pero la comunidad médica revisó hace y a tiempo la definición de la
muerte, que ahora se asocia al cerebro, no al corazón (desde que se estableció el
concepto de la muerte cerebral, en 1968, basada en importantes descubrimientos
relativos al examen neurológico de los pacientes). Desde el punto de vista de la
muerte, el paro cardíaco sólo es relevante por sus efectos sobre el cerebro. A los
pocos segundos de que se produzca, la interrupción del flujo sanguíneo en
dirección al cerebro provoca un desplome generalizado de la actividad neuronal
cooperativa, seguido por la pérdida de la conciencia.
Pero hace casi medio siglo que los cirujanos saben cómo parar el corazón de
manera rutinaria en intervenciones quirúrgicas (o, en algún caso,
neuroquirúrgicas) durante lapsos que oscilan entre minutos y horas enteras,
utilizando bombas de bypass cardiopulmonar. A veces se reduce
premeditadamente la temperatura del cerebro para aumentar la viabilidad del
proceso. Pero el caso es que no se produce muerte cerebral. Incluso una persona
a la que se le para el corazón en plena calle podría salir airosa sin daños
cerebrales si alguien realiza una maniobra de resucitación cardiopulmonar en
menos de cuatro minutos y el corazón vuelve a funcionar. Mientras le llegue
sangre oxigenada al cerebro, éste —y con él la persona— permanecerá vivo,
aunque transitoriamente inconsciente.
Este hecho conocido por mí me bastaba para descartar el libro de Moody sin
necesidad siquiera de abrirlo. Pero entonces sí que lo abrí y al leer las historias
que se relataban en él y analizarlas en el contexto de mi propia experiencia se
produjo un cambio completo en mi percepción. Comprendí, sin el menor asomo
de duda, que al menos algunas de aquellas personas habían salido de verdad de
sus cuerpos físicos. Simplemente, las similitudes con las cosas que y o mismo
había experimentado fuera del mío eran demasiado grandes.
Las zonas más primitivas de mi cerebro —las partes que lo mantienen en
estado de funcionamiento— siguieron operativas durante casi todo el tiempo que
pasé en coma. Pero si hablamos de la parte que, según todos los neurólogos del
mundo, es la responsable de lo humano… bueno, ésa estaba totalmente
desactivada. Pude constatarlo en los escáneres, en los informes del laboratorio y
en los exámenes neurológicos: en suma, en todos los datos recogidos durante la
semana que había pasado allí sometido a una vigilancia exhaustiva. En seguida
comencé a darme cuenta de que la mía era una experiencia cercana a la muerte
casi impecable, posiblemente uno de los casos más convincentes de la historia
moderna. Lo que en realidad importaba de mi caso no era que me hubiese
sucedido a mí, sino que desde el punto de vista de la medicina era imposible que
fuese un mero producto de la fantasía.
Describir la naturaleza de una ECM es, en el mejor de los casos, complicado,
pero hacerlo frente a una clase médica que se niega a creer en la posibilidad de
que exista resulta aún más difícil. Pero en esos momentos, debido a mi carrera
en el ámbito de las neurociencias y a la ECM por la que acababa de pasar, tenía
la oportunidad única de transmitirle may or credibilidad a esa realidad.
30
VUELTO DESDE LOS MUERTOS
« Y la cercanía de la muerte, la cual nos iguala a todos de la misma manera, nos
impresiona a todos con una última revelación que tan sólo una persona que
volviese de la muerte podría contar» .
HERMAN MELVILLE (1819-1891), Moby Dick
Allá donde fuese durante aquellas primeras semanas, la gente me miraba como
a alguien recién salido de la tumba. Me encontré con un médico que estaba
presente en el hospital el día que me ingresaron. No trabajó directamente en mi
caso, pero sí que pudo verme cuando me ingresaron en urgencias aquella
primera mañana.
—¿Cómo es posible que estés aquí? —preguntó, resumiendo la perplejidad de
la comunidad médica con respecto a mi caso—. ¿Eres el hermano gemelo de
Eben o algo así?
Sonreí, alargué el brazo y le estreché la mano con fuerza, para que supiese
que realmente era y o.
Aunque, naturalmente, su comentario sobre mi hermano gemelo era una
broma, aquel médico había tocado un punto crucial al decirlo. A todos los efectos,
y o seguía siendo dos personas y si pretendía hacer lo que le había dicho a Eben
IV que deseaba —utilizar lo que me había pasado para ay udar a los demás—
tenía que reconciliar mi ECM con mi visión científica de las cosas y volver a unir
a esas dos personas.
Mis recuerdos acudieron a una llamada telefónica que había recibido una
mañana, varios años antes. Era la madre de un antiguo paciente y me llamó
mientras y o examinaba el mapa digital de un tumor que tenía que extraer aquel
mismo día, algo más tarde. La llamaremos Susanna. El fallecido marido de
Susanna, al que llamaremos George, había llegado hasta mí tras detectársele un
tumor cerebral. A pesar de todos nuestros esfuerzos, al año y medio de recibir el
diagnóstico había muerto. Ahora era la hija de Susanna la que estaba enferma,
con varias metástasis en el cerebro de un cáncer de mama. Tenía pocas
probabilidades de sobrevivir más allá de unos pocos meses. El momento elegido
para hacer la llamada no era el mejor, puesto que estaba totalmente absorto en la
imagen digital que tenía delante para trazar una estrategia de extracción del
tumor que no dañase el tejido cerebral que lo rodeaba. Pero permanecí al
aparato con Susanna porque sabía que estaba tratando de encontrar algo —lo que
fuese— que la ay udase a enfrentarse a lo que estaba pasando.
Siempre he creído que en casos de enfermedad potencialmente fatal es
aceptable endulzar un poco la verdad. Impedir que un paciente terminal intente
aferrarse a una pequeña fantasía para poder sobrellevar la idea de la muerte es
como negarle los analgésicos a uno que padece graves dolores. La carga de
Susanna era extraordinariamente pesada y le debía hasta el último segundo de
atención que me pidiese.
—Doctor Alexander —me explicó—, mi hija ha tenido un sueño
extraordinario. Su padre aparecía en él. Le ha dicho que todo va a salir bien, que
no debe preocuparse por la muerte.
Había oído cosas como aquélla incontables veces en boca de mis pacientes: el
recurso de la mente para buscar consuelo en una situación insoportablemente
dolorosa. Le dije que me parecía un sueño maravilloso.
—Pero lo más increíble de todo, doctor Alexander, es lo que llevaba mi
marido. Una camisa amarilla… ¡y un sombrero de fieltro!
—Bueno, Susanna —dije con tono alegre—, imagino que en el Cielo no tienen
códigos de vestimenta.
—No —replicó Susanna—. No se trata de eso. Al comienzo de nuestra
relación, cuando empezábamos a salir, le regalé a George una camisa amarilla.
Le gustaba llevarla con un sombrero de fieltro que también le había regalado y o.
Pero los dos se perdieron en nuestra luna de miel, cuando nos extraviaron el
equipaje. Aquella camisa y aquel sombrero representaban para él lo mucho que
le quería y nunca los reemplazó.
—Seguro que Christina oy ó miles de historias maravillosas sobre esa camisa
y ese sombrero, Susanna —objeté—. Y sobre los primeros tiempos de sus
padres…
—No —repuso ella con una risa—. Eso es lo maravilloso. Era nuestro
pequeño secreto. Sabíamos lo ridículo que le parecería a cualquier otra persona.
Así que después de que se perdieran no volvimos a hablar de ellos. A Christina no
le contamos nunca nada. Le tenía muchísimo miedo a la muerte, pero ahora sabe
que no tiene nada que temer, nada en absoluto.
Lo que Susanna estaba contándome, descubrí en mis lecturas, era una
variante de un suceso que se repite con bastante frecuencia. Pero cuando recibí
aquella llamada y o aún no había pasado por mi ECM y estaba totalmente
convencido de que no era más que una fantasía inducida por la tristeza. A lo largo
de mi carrera había tratado a muchos pacientes que habían tenido experiencias
inusuales durante un coma o en el transcurso de una intervención quirúrgica.
Siempre que alguno de ellos me contaba una experiencia como la de Susanna, y o
respondía mostrándole todas mis simpatías. Y estaba convencido de que aquello
que me relataban había sucedido de verdad… en su cabeza. El cerebro es el más
sofisticado —y temperamental— de nuestros órganos. Si lo manipulas, si reduces
en unos pocos torr (una unidad de presión) el oxígeno que recibe, la realidad que
percibe su propietario comenzará a alterarse. O, para ser más precisos, su
percepción personal de la realidad. Y si a esto le sumamos el trauma físico y la
medicación que acompañan a cualquier problema cerebral, podemos tener la
práctica certeza de que, si guarda algún recuerdo al despertar, será un recuerdo
inusual. Con un cerebro afectado por infecciones bacterianas letales y
medicamentos capaces de alterar el funcionamiento de este órgano, todo puede
suceder. Todo… salvo la experiencia ultrarrealista que y o había experimentado
durante mi coma.
Susanna, comprendí con esa clase de sobresalto que te embarga cuando te
das cuenta de algo que debería haber sido evidente, no me había llamado aquel
día para que la consolara. En realidad, la que intentaba consolarme era ella. Pero
en aquel momento no fui consciente de ello. Creí estar ay udándola al fingir, de
aquella manera distraída y un poco distante, que daba crédito a su relato. Pero no
era así. Y al recordar aquella conversación y otras muchas muy similares que
había mantenido a lo largo de mi carrera, comprendí el largo camino que tenía
por delante si pretendía convencer a mis colegas de profesión de que aquello que
me había pasado era real.
31
TRES CAMPOS
« Sostengo que el reduccionismo científico rebaja de manera increíble el
misterio de lo humano con su prometedor materialismo, con la pretensión de
poder explicar todo cuanto sucede en el mundo espiritual por medio de patrones
de actividad neuronal. Esta idea debe catalogarse como superstición (…)
Debemos reconocer que somos criaturas espirituales, dotadas de almas que
moran en un mundo espiritual, así como seres materiales cuy os cuerpos y
cerebros existen en un mundo material» .
SIR JOHN C. ECCLES (1903-1997)
Por lo que a las ECM se refiere, había tres campos básicos. Por un lado estaban
los crey entes: gente que había pasado por una o a la que, simplemente, le
resultaba fácil creer en tales experiencias. Luego, claro está, estaban los
incrédulos redomados (como mi antiguo y o). Por lo general, estas personas no se
definían como incrédulas. Simplemente, sabían que el cerebro genera la
conciencia y no aceptaban ideas absurdas sobre una mente más allá del cuerpo
(salvo para consolar a alguien necesitado, como creía y o estar haciendo con
Susanna aquel día). Y después estaba el grupo intermedio. Lo formaban personas
de todas clases que habían oído hablar de las ECM, bien porque habían leído algo
sobre ellas o bien porque —como se trata de un fenómeno extraordinariamente
común— tenían algún amigo o pariente que había pasado por una de ellas. Eran
las personas que formaban este grupo intermedio a las que más podía ay udar mi
relato. El mensaje que conllevan las ECM puede cambiarle la vida a la gente.
Pero cuando alguien que puede estar abierto a dar crédito a este tipo de
experiencias pregunta a un médico o a un científico —custodios oficiales en
nuestra sociedad de la cuestión de lo real y lo irreal—, éste suele responder, con
delicadeza pero con firmeza, que las ECM son alucinaciones, productos de un
cerebro que lucha para aferrarse a la vida y nada más.
Como médico que había pasado por lo que y o había pasado, estaba en
condiciones de contarles una historia diferente. Y cuanto más lo pensaba, más
comprendía que tenía el deber de hacerlo.
Una a una, fui poniendo por escrito las sugerencias que sabía que ofrecerían
mis colegas (como habría hecho y o mismo en los viejos tiempos) para explicar
lo que me había sucedido. (Si deseas más información, consulta las hipótesis
neurocientíficas, que incluy o en el Apéndice B).
¿Era mi experiencia un primitivo programa creado por el tallo cerebral con el
fin de aliviar el dolor terminal y el sufrimiento, algo así como una versión
evolucionada de las estrategias de « muerte fingida» que utilizan los animales
inferiores? Esta idea la descarté desde el principio. Sencillamente, era imposible
que las cosas que había percibido, con su enorme sofisticación visual y
existencial y el profundo grado de sentido de trascendencia que las acompañaba,
fuesen obra de la parte reptiliana de mi cerebro.
¿Se trataba de recuerdos distorsionados procedentes de las zonas profundas de
mi sistema límbico, la parte del cerebro que alimenta las percepciones
emocionales? Tampoco. Sin un neocórtex funcional, el sistema límbico no podría
producir visiones tan nítidas y dotadas de lógica como las que y o experimenté.
¿Podía tratarse de una visión psicodélica generada por alguno de los
(numerosos) fármacos que me administraban? De nuevo parece que no, puesto
que estos fármacos interaccionan con los receptores del neocórtex. Y como éste
no estaba funcionando, no había ningún lienzo sobre el que hubiesen podido
dibujar aquel cuadro.
¿Y una intrusión del sueño REM? Así es como se llama a un síndrome
(relacionado con el sueño REM, la fase en la que se producen los sueños) en el
que los neurotransmisores naturales, como la serotonina, interactúan con los
receptores del neocórtex. Lo siento, pero tampoco. La intrusión REM requiere de
un neocórtex funcional y y o carecía de uno en aquel momento.
También estaba el fenómeno hipotético conocido como el « basurero DMT» .
En él, la glándula pineal reacciona al estrés generado por una amenaza contra el
cerebro segregando una sustancia llamada DMT (o N,N-dimetiltriptamina).
Desde el punto de vista estructural, la DMT es similar a la serotonina y puede
generar estados alucinatorios sumamente intensos. Yo no tenía experiencia
personal con esta sustancia —y sigo sin tenerla—, por lo que carezco de
argumentos para contradecir a quienes afirman que puede producir experiencias
psicodélicas muy verosímiles. Incluso puede que con implicaciones genuinas
para nuestra comprensión de lo que son realmente la conciencia y la realidad.
Sin embargo, el hecho sigue siendo que la parte del cerebro a la que afecta el
alucinógeno DMT (el neocórtex) no podía verse afectada en mi caso. Así que
para « explicar» lo que me había sucedido, la hipótesis del basurero DMT se
queda tan radicalmente corta como todas las demás y por la misma razón
esencial. Los alucinógenos afectan al neocórtex y el mío no podía verse afectado
porque no estaba operativo.
La última hipótesis que contemplé fue la del « fenómeno del reinicio» .
Explicaría mi experiencia como un compendio de recuerdos esencialmente no
relacionados, que y a estaban allí antes de que mi neocórtex se desactivase del
todo. Como un ordenador que se reinicia y salva lo que puede después de un fallo
completo del sistema, mi cerebro habría tratado de confeccionar una experiencia
a partir de los restos con los que se había encontrado. Esto podría haber sucedido
al recobrar la conciencia tras un fallo generalizado y prolongado, como el que
había provocado mi meningitis. Pero si tenemos en cuenta la complejidad y la
interactividad de mis elaborados recuerdos, parece poco probable. Como durante
el tiempo que pasé en el mundo espiritual experimenté la naturaleza no lineal del
tiempo de un modo tan intenso, ahora puedo comprender por qué es tan fácil que
los escritos sobre la dimensión espiritual parezcan tan distorsionados (o
sencillamente, tan absurdos) desde la perspectiva terrenal. En los mundos que se
extienden por encima de éste, el tiempo no se comporta como aquí. Allí las cosas
no se suceden necesariamente de manera secuencial. Un momento puede
parecer una vida entera y una o más vidas pueden parecer un simple momento.
Pero el hecho de que el tiempo no se comporte de forma normal (desde nuestra
perspectiva) no significa que sucumba al caos y mis recuerdos sobre el tiempo
que había pasado en coma son cualquier cosa menos caóticos. La may oría de los
elementos que anclan mi experiencia a este mundo, desde el punto de vista
cronológico, tienen que ver con mis interacciones con Susan Reintjes, cuando
entró en contacto conmigo en las noches cuarta y quinta de mi coma, y con la
aparición, hacia el final de mi viaje, de aquellas seis caras de las que hablé.
Podría decirse que cualquier otra apariencia de simultaneidad entre los sucesos
de la Tierra y los de mi viaje es mera conjetura.
Cuanto más descubría sobre mi condición y más investigaba (entre la
literatura científica existente) para explicar lo que me había sucedido, más
comprendía que la explicación no podía estar ahí. Todo —la asombrosa claridad
de mi visión y la naturaleza de mis pensamientos como un puro flujo conceptual
— sugería un trabajo cerebral más y no menos intenso. Sólo que mi cerebro no
estaba activo en aquel momento para encargarse de realizarlo.
Y conforme leía las explicaciones « científicas» de las ECM, iba constatando
cada vez más su transparente fragilidad. Al mismo tiempo, me daba cuenta con
cierta vergüenza de que eran las que mi antiguo « y o» habría esgrimido, aunque
fuese con poco rigor, en caso de que alguien hubiera tratado de « explicarme» lo
que es una ECM.
Pero no podía esperarse que alguien que no fuese un médico supiese todo
esto. Si mi experiencia le hubiera sucedido a otra persona, la que fuese, habría
sido bastante significativa, pero el hecho de que la hubiera vivido y o… Bueno,
decir que había ocurrido « por una razón» me hacía sentir un poco incómodo.
Todavía quedaba en mi interior lo bastante del antiguo y escéptico médico como
para saber lo extravagante —lo exagerado, de hecho— que sonaba aquello. Pero
si consideraba la extremada improbabilidad de que sucediera algo así —sobre
todo el hecho de que un caso perfecto de meningitis por E. coli invadiese y
desactivase mi corteza cerebral, seguido por una recuperación acelerada y casi
completa frente a una destrucción casi segura—, no cabía más alternativa que
considerar seriamente la posibilidad de que todo hubiera sucedido en realidad por
algún motivo.
Y esto me hacía sentir una responsabilidad may or, unida a la necesidad de
contar como es debido mi historia.
Siempre me había enorgullecido de mantenerme a la última en mi campo
profesional y contribuir cuando tenía algo que aportar. Desde el punto de vista
médico, el hecho de que hubiese salido de este mundo para entrar en otro suponía
una noticia revolucionaria y ahora que había vuelto no pensaba guardármela.
Desde el punto de vista médico, mi completa recuperación era algo imposible, un
milagro. Pero el verdadero interés de la historia residía en el sitio donde había
estado y era mi deber, no sólo como investigador que siente un profundo respeto
por el método científico, sino también como sanador, contar mi historia. Una
historia —una historia verdadera— puede curar tanto como la medicina. Susanna
lo sabía cuando me llamó aquel día a mi despacho. Y y o también había podido
experimentarlo cuando volví a tener noticias de mi familia biológica. Las noticias
que recibí entonces habían tenido un efecto terapéutico sobre mí. ¿Qué clase de
sanador sería si no compartía mi historia?
Poco más de dos años después de salir del coma, visité a un buen amigo y
colega, que dirige uno de los departamentos de neurociencia más punteros del
mundo. Conocía a John (que no es su auténtico nombre) desde hacía décadas y lo
consideraba un ser humano maravilloso y un científico de primer orden.
Cuando le conté parte de la historia del periplo espiritual que había vivido
durante mi coma, respondió con genuino asombro. No porque me crey ese loco,
sino porque finalmente le encontraba sentido a algo que lo desconcertaba desde
hacía bastante tiempo.
Me explicó que, un año antes, su padre se encontraba en las últimas fases de
una enfermedad terminal que lo había aquejado durante cinco años. Estaba
incapacitado y senil, sumido en un dolor permanente del que quería escapar
muriendo.
—Por favor —había suplicado a John desde su lecho de muerte—. Dame
unas pastillas, o algo así. No puedo continuar así.
De repente, su padre se tornó más lúcido de lo que había estado en dos años e
hizo una serie de profundas observaciones sobre su vida y su familia. Entonces,
su mirada se desplazó hacia el pie de su cama y comenzó a hablarle al aire. Al
escucharlo, John se dio cuenta de que estaba hablando con su madre, que había
fallecido cincuenta años antes, a los sesenta y cinco, cuando su padre era sólo un
adolescente. En toda la vida de John, apenas la había mencionado, pero en aquel
momento parecía estar manteniendo una alegre y animada conversación con
ella. Mi amigo no podía verla, pero estaba absolutamente convencido de que su
espíritu se encontraba allí para dar la bienvenida al de su padre.
Al cabo de unos minutos así, su padre se volvió de nuevo hacia él, esta vez
con una expresión totalmente distinta en la cara. Estaba sonriendo y parecía en
paz, como nunca antes, que él recordara.
—Vete a dormir, papá —se oy ó decir—. Déjate ir, sin más. No pasa nada.
Su padre lo hizo. Cerró los ojos y se fue desvaneciendo con una expresión de
completa serenidad en la mirada. Poco después fallecía.
John tenía la sensación de que el encuentro entre su padre y su fallecida
abuela había sido real, pero no sabía qué pensar de ello, porque como médico
tenía la certeza de que tales cosas eran « imposibles» . Muchos otros han
presenciado esa asombrosa claridad mental que parece apoderarse de ancianos
seniles justo antes de fallecer, tal como había visto John en su padre (un
fenómeno conocido como « lucidez terminal» ). Y no tiene explicación
neurológica. Escuchar mi relato le dio la licencia que necesitaba para hacer algo
que llevaba mucho tiempo anhelando: creer lo que había visto con sus propios
ojos y aceptar la profunda y reconfortante verdad de que nuestro y o espiritual es
más real que nada de lo que percibimos en este Reino físico y de que existe una
conexión divina que nos une al infinito amor del Creador.
32
UNA VISITA A LA IGLESIA
« Hay dos formas de vivir. La primera es pensar que nada es un milagro. La
segunda, que todo lo es» .
ALBERT EINSTEIN (1879-1955)
No regresé a la iglesia hasta diciembre de 2008, cuando Holley me arrastró a un
servicio el segundo domingo de Adviento. Seguía débil, un poco alterado
mentalmente y demasiado flaco. Mi mujer y y o nos sentamos en primera fila.
Michael Sullivan, que presidía el servicio aquel día, se acercó para preguntarme
si me apetecía soplar la segunda vela de la corona de Adviento. La verdad es que
no tenía muchas ganas, pero algo dentro de mí me dijo que lo hiciese. Me
levanté, me apoy é en el pasamanos de bronce y caminé con sorprendente
facilidad hacia la zona del altar.
El recuerdo sobre el tiempo que había pasado fuera de mi cuerpo seguía
fresco en mi memoria y todo cuanto veía en aquel lugar que nunca antes había
logrado conmoverme demasiado me lo devolvía con fuerzas redobladas. La
palpitante nota de bajo de un himno era un eco de la áspera miseria del Reino de
la perspectiva del gusano. Los ventanales de cristal tintado, con sus nubes y sus
ángeles, me devolvían a la celestial belleza del Portal. Una pintura de Jesús
partiendo el pan con sus discípulos evocaba la comunión del Núcleo. Me
estremecí al recordar la dicha del infinito e incondicional amor que había
conocido allí.
Por fin comprendía el sentido de la religión. Al menos el sentido que debería
haber tenido. Yo no creía simplemente en Dios; conocía a Dios. Mientras me
acercaba al altar para recibir la comunión, sendos regueros de lágrimas surcaban
mis mejillas.
33
EL ENIGMA DE LA CONCIENCIA
« Si deseas ser un auténtico buscador de la verdad, es necesario que, al menos
una vez en la vida, pongas en duda, en la medida de lo posible, todas las cosas» .
RENÉ DESCARTES (1596-1650)
Tardé unos dos meses en recuperar mi arsenal completo de conocimientos
neuroquirúrgicos. Dejando aparte de momento el hecho en esencia milagroso de
mi recuperación (sigue sin haber precedentes médicos para un caso como el
mío, en el que un cerebro sometido a un ataque tan grave por parte de bacterias
E. coli gram negativas recuperaba su antigua capacidad), al regresar seguía
teniendo que hacer frente al hecho de que todo cuando había aprendido en cuatro
décadas de estudio y trabajo sobre el cerebro humano, sobre el universo y sobre
lo que constituy e la realidad entraba en conflicto con lo que había experimentado
durante aquellos siete días de coma. Cuando perdí el conocimiento era un médico
secular que había pasado toda la carrera en algunas de las instituciones científicas
más prestigiosas del mundo, tratando de comprender las conexiones entre el
cerebro humano y la conciencia. No era que no crey ese en la conciencia.
Simplemente, estaba convencido de la práctica improbabilidad mecánica de que
existiese de manera independiente.
En los años veinte, el físico Werner Heisenberg (y otros pioneros de la ciencia
de la mecánica cuántica) realizó un descubrimiento tan singular que el mundo
aún no ha podido asimilarlo del todo. Cuando observamos fenómenos
subatómicos, es imposible separar del todo al observador (esto es, el científico
que realiza el experimento) del objeto de sus observaciones. En nuestra vida
cotidiana es fácil olvidarse de esto. Vemos el universo como un sitio repleto de
objetos separados (mesas y sillas, gente y planetas), que interactúan en
ocasiones, pero en esencia permanecen separados. Sin embargo, a nivel
subatómico, este universo de objetos separados se revela como una completa
ilusión. En el reino de las cosas realmente pequeñas, todos los objetos del
universo físico están íntimamente conectados entre sí. De hecho, se ha constatado
que en realidad no existen los « objetos» en el mundo, sólo vibraciones de
energía y relaciones.
El significado de esto tendría que haber sido obvio, pero no lo fue para
muchos. Era imposible buscar la realidad nuclear del universo sin utilizar la
conciencia. Lejos de ser un producto secundario y poco importante de los
procesos físicos (como había creído y o siempre antes de mi experiencia), la
conciencia, no únicamente es real, sino que lo es más que el resto de la
experiencia física, hasta el punto de que, seguramente, constituy e el fundamento
de todo. Pero ninguna de estas ideas se había incorporado al retrato de la realidad
elaborado por la ciencia. Muchos científicos están tratando de hacerlo hoy en día,
pero de momento no existe ninguna « teoría del todo» unificada que combine las
ley es de la mecánica cuántica con las de la teoría de la relatividad de un modo
que apunte siquiera a incorporar la conciencia.
Todos los objetos del universo físico están compuestos de átomos. Los átomos,
a su vez, lo están de protones, electrones y neutrones. Éstos, por su parte, son (tal
como descubrió la física en los primeros años del siglo XX) partículas. Y las
partículas están hechas de… Bueno, francamente, ni los físicos lo saben. Lo que
sí saben es que cada una de ellas está conectada a todas las demás que existen en
el universo. Al más profundo nivel imaginable, están todas interconectadas.
Antes de mi experiencia en el más allá, estaba al corriente de todas estas
ideas científicas, pero de un modo distante y vago. En el mundo en el que y o
vivía y me movía, un mundo de coches, casa y mesas de operaciones, de
pacientes que vivían o morían dependiendo en parte de mi pericia en el
quirófano, los fundamentos de la física subatómica eran hechos ajenos y
extraños. Puede que fuesen ciertos, pero no concernían a mi realidad cotidiana.
Pero cuando dejé atrás mi cuerpo físico, los experimenté directamente. De
hecho, puedo decir con toda tranquilidad que, aunque en aquel momento no
conocía este término, mientras me encontraba en el Portal y en el Núcleo, estaba
realmente « practicando la ciencia» . Una ciencia que se basaba en la más
auténtica y sofisticada herramienta de investigación que poseemos: la propia
conciencia.
Cuanto más investigaba, más me convencía de que mi descubrimiento no era
sólo interesante o significativo desde un punto de vista espiritual. Era un hecho
científico. Según la persona con la que hables, la conciencia puede ser el may or
misterio al que se enfrenta la ciencia, o algo trivial. Lo más sorprendente es la
cantidad de científicos que se encuentran en este último grupo. Para muchos
científicos —puede que la may oría— no merece la pena preocuparse por la
conciencia, dado que no es más que un proceso secundario generado por el
proceso físico. Y un gran número de ellos van todavía más allá y aseguran que,
no es sólo que sea un fenómeno secundario, sino que ni siquiera es real.
No obstante, muchas de las voces más destacadas en los campos de la
neurociencia de la conciencia y la filosofía de la mente se mostrarían en
desacuerdo. En las últimas décadas han llegado a identificar el « problema
esencial de la conciencia» . Y aunque la idea llevaba circulando en estado
embrionario durante décadas, fue David Chalmers quien la definió en un brillante
libro publicado en 1996, La mente consciente. El problema esencial, concerniente
a la misma existencia de la experiencia consciente, puede reducirse a las
siguientes preguntas:
¿Cómo surge la conciencia del funcionamiento del cerebro humano?
¿Qué relación tiene con el comportamiento que la acompaña?
¿Qué relación existe entre el mundo percibido y el mundo real?
El problema principal es tan esencialmente complejo que algunos pensadores
han afirmado que su respuesta se encuentra más allá del alcance de la
« ciencia» . Pero este hecho no le resta importancia alguna. En realidad, apunta
al papel insondablemente profundo que desempeña en el funcionamiento del
universo.
El auge del método científico basado únicamente en el reino de lo físico, un
proceso característico de los últimos cuatrocientos años, representa un problema
de primera magnitud: hemos perdido el contacto con el profundo misterio que
reside en el centro de la existencia, nuestra conciencia. Era algo que (bajo
nombres distintos y expresado a través de diferentes maneras de ver el mundo)
conocían bien y sostenían todas las religiones premodernas del mundo, pero que
perdimos en nuestra cultura secular occidental a medida que sucumbíamos a la
fascinación por el poder de la ciencia y la tecnología modernas.
A pesar de todos los éxitos de la civilización occidental, el mundo ha tenido
que pagar un alto precio por ellos, relacionado con el componente más crucial de
la existencia: el espíritu humano. El lado oscuro de la alta tecnología —la guerra
moderna, nuestra apatía ante homicidios y suicidios, la miseria urbana, el caos
ecológico, el catastrófico cambio climático, la polarización de los recursos
económicos— y a es de por sí bastante malo. Pero por si fuera poco, nuestra
ceguera a todo lo que no sea el progreso exponencial en la ciencia y en la
tecnología nos ha dejado a muchos de nosotros vacíos en el reino del significado
y la dicha, sin saber cómo encajan nuestras vidas en el gran tapiz de la existencia
para toda la eternidad.
Las grandes preguntas sobre el alma y la otra vida, la reencarnación y la
existencia de Dios y del Cielo se han demostrado esquivas a los medios
científicos convencionales, lo que no quiere decir que no existan. Del mismo
modo, los fenómenos de conciencia extendida, como la visión remota, la
percepción extrasensorial, la psicoquinesia, la clarividencia, la telepatía y la
precognición, se han mostrado tenazmente resistentes al escrutinio de la
investigación científica « convencional» . Antes de mi coma, y o dudaba
sinceramente de su veracidad, más que nada porque nunca había experimentado
nada parecido a un nivel profundo y porque, en mi simplista visión científica del
mundo, no había forma de explicarlas satisfactoriamente.
Como tantos otros escépticos científicos, me negaba incluso a revisar los datos
sobre las cuestiones relevantes a estos fenómenos. Los prejuzgaba a ellos y a la
gente que los aportaba, porque mi limitada perspectiva me impedía siquiera
empezar a concebir cómo era posible que sucediesen tales cosas. Quienes
afirman que no existen evidencias que apoy en la existencia de la conciencia
extendida, a pesar de las abrumadoras pruebas en sentido contrario, exhiben una
ignorancia premeditada. Creen conocer la verdad sin necesidad de examinar los
hechos.
A todos aquellos que siguen prisioneros en la trampa del escepticismo
científico les recomiendo el libro Irreducible Mind: Toward a Psychology for the
21st Century, editado en 2007. En este riguroso análisis científico se nos presentan
pruebas de la existencia de la conciencia fuera del cuerpo. Irreducible Mind es la
obra esencial para un grupo científico de gran prestigio, el Departamento de
Estudios sobre la Percepción de la Universidad de Virginia. Sus autores realizan
un exhaustivo repaso de los datos relevantes, cuy a conclusión es inexorable: estos
fenómenos son reales y si queremos comprender la realidad de nuestra
existencia, debemos esforzarnos por entenderlos.
Han tratado de convencernos de que la visión científica del mundo está
acercándose rápidamente a una teoría del todo en la que apenas quedaría espacio
para nuestra alma, para el Cielo ni para Dios. Mi periplo por las profundas
regiones del coma, más allá del tosco reino de lo físico, me llevó hasta la
esplendorosa morada del Creador todopoderoso y me reveló el abismo
indescriptiblemente dilatado que separa nuestro humano conocimiento del
asombroso reino de Dios.
Cualquiera de nosotros está más familiarizado con la conciencia que con
cualquier otra cosa y, sin embargo, sabemos más sobre el resto del universo que
sobre los mecanismos que rigen su funcionamiento. Está tan cerca de nosotros
que se encuentra casi fuera de nuestro alcance. No hay nada en los fundamentos
físicos del mundo material (quarks, electrones, fotones, átomos, etc.), y más
concretamente, en la intrincada estructura del cerebro, que nos aporte la menor
pista sobre el funcionamiento de la conciencia.
De hecho, el indicio más sólido que existe sobre la realidad del reino espiritual
es el profundo misterio de nuestra existencia consciente. Es una revelación
mucho más misteriosa que todas las que nos han mostrado los físicos o los
expertos en neurociencias, cuy o fracaso ha dejado sumida en la oscuridad la
íntima relación que existe entre la conciencia y la mecánica cuántica, y a través
de ella, la realidad física.
Para estudiar de verdad el universo a un nivel profundo, debemos reconocer
el papel fundamental que desempeña la conciencia a la hora de retratar la
verdad. Los descubrimientos de la mecánica cuántica asombraron a los brillantes
pioneros de este campo, muchos de los cuales (Werner Heisenberg, Wolfgang
Pauli, Niels Bohr, Erwin Schrödinger o sir James Jeans, por nombrar sólo unos
pocos) acabaron recurriendo a visiones místicas del mundo en busca de
respuestas.
Comprendieron que era imposible separar a quien realiza el experimento del
propio experimento y explicar la realidad prescindiendo de la conciencia. Lo que
y o descubrí en el más allá es la indescriptible inmensidad y complejidad del
universo, así como el hecho de que la conciencia es la base de todo cuanto existe.
Estaba tan completamente conectado a ella que muchas veces no existía
diferencia entre el « y o» y el mundo por el que me desplazaba.
Si tuviese que resumir todo esto, diría una serie de cosas. En primer lugar: que
el universo es mucho más grande de lo que puede parecer si nos limitamos a
examinar sus partes más visibles de manera inmediata (una afirmación nada
revolucionaria, en realidad, dado que y a la ciencia convencional reconoce que el
96 por ciento del universo está compuesto de « materia y energía oscuras» . ¿Qué
son estas entidades[1] ? Nadie lo sabe. Pero lo que transformó mi experiencia en
algo inusual fue la pasmosa inmediatez con la que experimenté el papel esencial
de la conciencia, del espíritu. Cuando lo descubrí allí arriba, no fue en forma de
teoría, sino como un hecho, tan abrumador e inmediato como una bocanada de
aire glacial en la cara).
En segundo lugar: que todos —cada uno de nosotros— estamos íntima e
inextricablemente conectados a ese universo may or. Ése es nuestro verdadero
hogar y creer que lo único que importa es el mundo físico es como encerrarse en
un pequeño armario e imaginar que no existe nada más allá.
Y en tercer lugar: que el poder de la fe tiene una importancia crucial para
facilitar el triunfo de la mente sobre la materia. Cuando era estudiante de
Medicina, solía divertirme el sorprendente poder del efecto placebo, el hecho de
que en todos los estudios hubiese que superar el 30 por ciento de eficacia
atribuible a la fe del paciente en la medicina que se le estaba administrando,
aunque fuese una sustancia inocua. Pero en lugar de aceptar el suby acente poder
de la fe y su capacidad de influir en nuestro estado de salud, la ciencia médica
prefería ver el vaso « medio vacío» y tomar el efecto placebo como un
obstáculo para la demostración de la eficacia de un tratamiento.
En el corazón mismo del enigma de la mecánica cuántica reside la falsedad
de nuestra idea de ubicación en el espacio y en el tiempo. En realidad, el resto
del universo —es decir, su inmensa may oría— no está separado de nosotros en el
espacio. Sí, el espacio parece físico, pero ésta es una visión limitada. Toda la
altura y la longitud del universo físico no significan nada en el reino espiritual del
que ha brotado éste, el reino de la conciencia (que algunos podrían definir como
« la fuerza vital» ).
Este otro universo, mucho may or, no está « lejos» , en modo alguno. De
hecho, está aquí, aquí mismo, donde y o escribo esta frase y allí mismo, donde tú
la lees. No está lejos desde el punto de vista físico. Simplemente, existe en una
frecuencia distinta. Está aquí mismo y ahora mismo, pero no somos conscientes
de ello porque estamos casi cerrados a las frecuencias en las que se manifiesta.
Vivimos en las dimensiones familiares del espacio y el tiempo, constreñidos por
las peculiares limitaciones de nuestros órganos sensoriales y por nuestro
alineamiento perceptual con el espectro de los cuantos subatómicos que se
extienden por todo el universo. Y estas dimensiones, aunque contienen muchas
cosas, nos aíslan de otras, que contienen muchas más.
Los antiguos griegos y a descubrieron esto hace mucho tiempo y mis propios
hallazgos sólo fueron un reflejo de los suy os: lo similar atrae a lo similar. El
universo está constituido de tal modo que para comprender verdaderamente
cualquier parte de sus numerosas dimensiones y sus muchos niveles tienes que
convertirte en parte de esa dimensión o ese nivel. O, dicho de un modo más
preciso, tienes que abrirte a la convergencia con esa parte del universo que y a
posees, pero de la que tal vez no hay as sido muy consciente hasta ahora.
El universo no tiene principio ni fin y Dios está completamente presente en
todas sus partículas. Buena parte —la may oría, de hecho— de lo que la gente ha
querido decir sobre Dios y los mundos espirituales superiores tiene que ver con
traerlos a nuestro nivel, en lugar de elevar nuestras percepciones al suy o. Y con
nuestras insuficientes descripciones contaminamos su naturaleza reveladora y
asombrosa.
Pero aunque no comenzó en un momento y nunca terminará, el universo sí
tiene « signos de puntuación» , cuy o propósito es otorgar existencia a las criaturas
y permitir que participen de la gloria de Dios. El Big Bang que creó nuestro
universo es uno de estos « signos de puntuación» de la creación. Pero Om lo ve
todo desde fuera, con una mirada que engloba toda su creación, más amplia
incluso que aquella perspectiva de las dimensiones superiores que y o conocí. Allí,
ver era saber. No había distinción entre experimentar algo y comprenderlo.
Las palabras « estaba ciego pero ahora veo» cobran un nuevo sentido al
comprender lo ciegos que estamos en la Tierra a la naturaleza plena del universo
espiritual, sobre todo aquellos que, como y o antes, creen que la materia es la
esencia de la realidad y todo lo demás —el pensamiento, la conciencia, las ideas,
las emociones y el espíritu— es fruto de ella.
Esta revelación me inspiró enormemente, porque me permitió percibir las
deslumbrantes cimas de comunión y comprensión que nos esperan cuando
dejamos atrás las limitaciones de nuestros cuerpos y cerebros físicos.
El sentido del humor. La ironía. Las emociones. Siempre había pensado que
los humanos desarrollábamos estas cualidades para sobrevivir a un mundo
doloroso y muchas veces injusto. Y así es. Pero además de consuelos, estas
cualidades representan momentos de lucidez —breves, fugaces como destellos,
pero esenciales— en los que reconocemos que, sean cuales sean nuestros
trabajos y pesares en este mundo, no pueden llegar a tocar a los seres eternos,
mucho más grandes, que somos en realidad. La risa y la ironía son los medios
que utiliza nuestro corazón para recordarnos que no somos prisioneros en este
mundo, sino viajeros de paso.
Otro aspecto de la buena nueva es que no hace falta estar a punto de morir
para vislumbrar lo que hay al otro lado del velo… aunque sí es necesario trabajar
para conseguirlo. Aprender todo lo que puedas sobre ese reino ley endo libros y
y endo a conferencias es un comienzo, pero al cabo del día, cada uno de nosotros
debe adentrarse en su propia conciencia, por medio de la plegaria y la
meditación, para acceder a estas verdades.
La meditación adopta muchas formas distintas. La más útil para mí desde que
salí del coma es la que desarrolló Robert A. Monroe, fundador del Instituto
Monroe de Faber, Virginia. Su libertad frente a cualquier filosofía dogmática
ofrece un beneficio irrefutable. El único dogma del sistema de ejercicios de
meditación de Monroe es éste: soy algo más que mi cuerpo físico. Esta sencilla
afirmación tiene profundas implicaciones.
Robert Monroe era productor de programas de radio de gran éxito en el
Nueva York de los años cincuenta. Mientras investigaba el uso de grabaciones de
sonido durante el sueño como técnica pedagógica, comenzó a tener experiencias
extracorporales. Las complejas investigaciones que llevó a cabo durante más de
cuatro décadas desembocaron en un potente sistema de exploración de la
conciencia profunda basada en una tecnología de audio inventada por él mismo y
conocida como Hemi-Sy nc.
El sistema Hemi-Sy nc refuerza la percepción selectiva y la capacidad de
trabajo mediante la creación de un estado de relajación. Pero la invención de
Monroe ofrece mucho más que esto: los estados de percepción realzada permiten
acceder a modos de percepción alternativa, como la meditación profunda y los
raptos místicos. Hemi-Sy nc utiliza los principios físicos del trance resonante de
las ondas cerebrales y se basa en su relación con la psicología conductista y
perceptual de la conciencia y en los principios fisiológicos esenciales del cerebro.
Este sistema utiliza patrones específicos de ondas de sonido estéreo (de
frecuencias ligeramente distintas en cada oído) para inducir una actividad de
ondas cerebrales sincronizadas. Los « latidos binaurales» se generan a una
frecuencia equivalente a la diferencia aritmética entre las frecuencias de las dos
señales. Por medio de un sistema ancestral pero sumamente preciso del tallo
cerebral (que normalmente se utiliza para la localización de las fuentes de sonido
en el plano horizontal alrededor de la cabeza) estos latidos binaurales inducen un
trance en el sistema de activación reticular, que es el que proporciona las señales
al tálamo y la corteza que hacen posible la conciencia. Estas señales generan una
sincronía de ondas cerebrales en un abanico de frecuencias de entre 1 y 25
hercios (Hz, o ciclos por segundo), incluido el crucial abanico que se encuentra
por debajo del umbral normal de la capacidad de precepción auditiva del ser
humano (20 Hz). Este abanico se asocia con las ondas cerebrales de tipo delta (<
4 Hz, que normalmente aparecen en estados de sueño profundo sin sueños), theta
(4-7 Hz, que se manifiestan en estados de relajación y meditación profunda y
durante el sueño no-REM) y alfa (7-13 Hz, características del sueño REM, o
profundo, de los estados fronterizos con el sueño y de la relajación posdespertar).
En mi periplo de comprensión tras la salida del coma, el sistema Hemi-Sy nc
me ofreció un medio para desactivar las funciones de filtrado del cerebro físico
sincronizando de manera global la actividad eléctrica de mi neocórtex (tal como,
seguramente, había hecho la meningitis) para liberar así mi conciencia
extracorporal. Creo que Hemi-Sy nc me ha permitido regresar a un reino similar
al que visité durante el coma profundo, sólo que sin tener que estar al borde de la
muerte. Pero al igual que me sucedía con los sueños en los que volaba, de niño,
es un proceso en el que es fundamental abrir las puertas al viaje. Si intento
forzarlo centrando demasiado mi atención en él u obsesionándome con los
resultados, no funciona.
Utilizar la palabra « omnisciente» se me antoja inapropiado, porque el poder
asombroso y creativo que presencié está más allá de la capacidad descriptiva de
las palabras. Caí entonces en la cuenta de que el hecho de que algunas religiones
hay an prohibido nombrar a Dios o representar a los profetas divinos podría tener
algún sentido, porque la realidad de Dios es tan completamente inabarcable que
cualquier intento de representarla por medio de palabras o imágenes, aquí en la
Tierra, está abocado al fracaso.
Del mismo modo que mi percepción allí era individual y al mismo tiempo
estaba totalmente unificada con el universo, las fronteras de lo que
experimentaba como mi « y o» se contraían en ocasiones y en otras parecían
ampliarse hasta incluir todo cuanto abarca la eternidad. La disolución de los
límites entre mi percepción y el reino que me rodeaba era a veces tan grande
que me transformaba en el universo entero. Otra forma de expresarlo sería decir
que entraba voluntariamente en un estado de identidad con el universo, una
identidad que había estado presente en todo momento pero de la que había sido
incapaz de percatarme por culpa de mi ceguera.
Una analogía que suelo utilizar para ilustrar este estado de conciencia al más
profundo nivel es la del huevo de gallina. Mientras estaba en el Núcleo, incluso
cuando era uno con el Orbe de luz y todo el universo interdimensional a través de
toda la eternidad y me unía íntimamente con Dios, sentía con claridad que el
aspecto creativo y primordial de Dios (su esencia como motor universal) era la
cáscara que protegía el interior del huevo, asociada a todo ello (del mismo modo
que nuestra conciencia es una extensión directa de lo Divino), pero al mismo
tiempo ajena por siempre a la capacidad de identificación absoluta con la
conciencia de lo creado. Mientras mi conciencia se convertía en una identidad
con todo y con la eternidad, sentí que no podía integrarme totalmente con el
motor creativo del que se originaba todo esto. En el corazón de la más infinita
unidad, seguía existiendo esa dualidad. Pero es posible que esta aparente dualidad
no sea más que el resultado de tratar de trasladar esa percepción a este nuestro
reino.
Nunca oí directamente la voz de Om, ni vi su cara. Era como si me hablase a
través de unos pensamientos que eran como grandes olas que rompían sobre mí,
que lo levantaban todo a mi alrededor y me mostraban que existe un tejido más
profundo de la existencia, un tejido del que todos formamos parte aunque en
general no seamos conscientes de ello.
Así que, ¿estaba comunicándome directamente con Dios? Sin ninguna duda.
Así expresado, suena a megalomanía. Pero cuando estaba sucediendo, y o no lo
percibía así. De hecho, me daba la sensación de que sólo estaba haciendo lo que
toda alma es capaz de hacer cuando abandona el cuerpo y lo que podemos hacer
incluso ahora mismo por medio de distintas técnicas de plegaria o de meditación
profunda. Comunicarse con Dios es la experiencia más extraordinaria que se
pueda imaginar, pero al mismo tiempo es la más natural del mundo, porque Dios
está presente en todos nosotros en todo momento. Omnisciente, omnipotente,
personal… y fuente de amor incondicional. Todos estamos conectados como uno
solo a través de nuestro divino enlace con Dios.
34
UN DILEMA FINAL
« Debo estar dispuesto a renunciar a lo que soy para convertirme en lo que
seré» .
ALBERT EINSTEIN (1879-1955)
Einstein fue uno de mis primeros ídolos científicos y la cita que encabeza esta
página siempre ha sido una de mis favoritas. Pero ahora comprendo lo que
querían decir realmente estas palabras. Por muy loco que pudiera parecerles a
mis colegas científicos cada vez que les contaba mi historia —como podía ver en
sus miradas vidriosas o perturbadas—, sabía que les estaba ofreciendo algo que
poseía validez científica genuina. Algo que abría la puerta a un mundo totalmente
nuevo —un universo totalmente nuevo— de comprensión científica. Una visión
que hacía justicia a la condición de la conciencia como entidad individual más
grande de toda la existencia.
Pero había un elemento común a las ECM que a mí no me había sucedido. O,
para ser más exactos, había un pequeño grupo de experiencias que y o no había
vivido y que tenían que ver con un hecho concreto: mientras estaba en mi viaje,
no recordaba mi identidad terrenal. Aunque no hay dos ECM exactamente
iguales, desde que empecé a recopilar información sobre el tema observé que
todas suelen contener una serie de similitudes. Una de ellas consiste en
encontrarse con una o más personas fallecidas a las que el sujeto hubiera
conocido en vida. Esto no me había sucedido a mí, pero tampoco me preocupaba
demasiado, puesto que y a había descubierto que el hecho de haber olvidado mi
identidad terrenal me había permitido « adentrarme» más que muchos otros
sujetos de una ECM. Y desde luego, no iba a quejarme por ello.
Lo que sí me entristecía era que había una persona a la que me habría
alegrado muchísimo poder ver. Mi padre había fallecido cuatro años antes de que
y o entrase en coma. Él sabía que y o pensaba que, durante mis años malos, no
había estado a la altura de sus expectativas, así que, ¿por qué no había acudido a
decirme que todo estaba bien? Porque, por lo general, es precisamente consuelo
lo que más suelen ofrecer los amigos o familiares que se les aparecen a quienes
experimentan una ECM. Un consuelo que y o anhelaba. Y que no había recibido.
No es que no hubiera oído palabras de consuelo, claro. La chica del ala de
mariposa me las había regalado. Pero por maravillosa y angelical que fuese, no
era una persona conocida. Como veía su rostro cada vez que entraba en el idílico
valle montado en el ala de una mariposa, recordaba su cara perfectamente… tan
perfectamente que sabía que nunca nos habíamos conocido, al menos en la
Tierra. Y en la may oría de las ECM, el encuentro con un familiar o un amigo de
la Tierra solía ser el elemento crucial de la experiencia.
Por mucho que me esforzara en restarle importancia, este hecho introdujo
una sombra de duda en mi cabeza, por su posible significación. No dudaba de lo
que me había sucedido. Eso era imposible. Habría sido como dudar de mi
matrimonio con Holley o de mi amor por mis hijos. Pero el hecho de que
hubiera viajado hasta tan lejos sin ver a mi padre y sí en cambio a la preciosa
muchacha del ala de la mariposa, a la que no conocía, seguía preocupándome.
Teniendo en cuenta la naturaleza profundamente emocional de mi relación con
mi familia y la sensación de falta de valía que siempre me había rondado debido
a mi condición de hijo adoptado, ¿por qué no me había transmitido ese
importantísimo mensaje, el de que me querían y nunca me abandonarían,
alguien a quien conociese, alguien como… mi padre?
Porque de hecho, « abandonado» era como, a un profundo nivel, me había
sentido toda mi vida, a pesar de los esfuerzos de mi familia por curar aquella
herida mediante su amor. Mi padre me había dicho muchas veces que no debía
preocuparme mucho por lo que me había sucedido antes de que mi madre y él
me sacaran de aquel orfanato, fuera lo que fuese.
—De todos modos, nunca recordarás nada de aquello, eras demasiado
pequeño —me decía.
Pero se equivocaba. Mi ECM me había convencido de que hay una parte
secreta de nosotros que registra absolutamente todos los aspectos de nuestras
vidas terrenales, un proceso que comienza desde el primer momento. Así que, a
un nivel precognitivo, preverbal, y o siempre había sabido que me habían
abandonado y a un nivel profundo aún estaba tratando de perdonar este hecho.
Mientras esa herida siguiera abierta, continuaría existiendo una voz desdeñosa
dentro de mi cabeza. Una voz que me repetiría, insistente, diabólicamente, que a
pesar de toda la perfección y la maravilla que contenía, a mi ECM le faltaba
algo, había algo « erróneo» en ella.
En esencia, una parte de mí seguía dudando de la autenticidad de la
experiencia asombrosamente real que había vivido durante el coma y, con ella,
de la existencia del reino superior entero. Para esa parte de mí, seguía sin « tener
sentido» , desde un punto de vista científico. Y esa vocecilla tenue pero insistente
amenazaba en su totalidad la solidez de la nueva visión del mundo que estaba
edificando.
35
EL FOTÓGRAFO
« La gratitud no es sólo la may or de las virtudes, sino la madre de todas las
demás» .
CICERÓN (106-43 a. J.C.)
Mis ojos se abrieron de pronto. En la oscuridad de nuestro dormitorio, me fijé en
la luz roja del reloj de la mesilla de noche: las cuatro y media de la madrugada.
Una hora antes de lo que solía despertarme para hacer mi tray ecto de setenta
minutos de duración entre nuestra casa de Ly nchburg, Virginia, y la fundación
Focused Ultrasound Surgery de Charlottesville, donde trabajaba. Mi esposa
Holley seguía profundamente dormida a mi lado.
Cuatro meses después de mi salida del hospital, mi hermana biológica Kathy
pudo enviarme finalmente una foto de nuestra hermana Betsy. Estaba en nuestro
dormitorio, donde había comenzado aquella odisea, cuando abrí el voluminoso
sobre y saqué una foto brillante, enmarcada y a color de la hermana a la que
nunca había conocido. Se encontraba, como descubriría posteriormente, en el
embarcadero del ferry de la isla de Balboa, cerca de la casa que tenía en el sur
de California. El fondo era un precioso anochecer de la costa Oeste. Tenía el pelo
largo y castaño y una sonrisa que irradiaba amor y bondad, y además de
llegarme muy dentro, me inspiraba una mezcla de entusiasmo y melancolía.
Kathy había adjuntado un poema a la fotografía. Lo había escrito David M.
Romano en 1993 y se llamaba « Cuando mañana comience sin mí» .
Cuando mañana comience sin mí
y yo no esté aquí para verlo,
si el Sol se alzase y encontrase tus ojos
rebosantes de lágrimas por mí;
ojalá no llores
como has llorado hoy,
al pensar en las muchas cosas
que no llegamos a decirnos.
Sé lo mucho que me quieres,
tanto como te quiero yo a ti,
y sé que cada vez que pienses en mí
también tú me echarás de menos;
pero cuando mañana comience sin mí,
intenta entender, por favor,
que vino un ángel y me llamó por mi nombre,
y me tomó de la mano
y dijo que me esperaba mi sitio
en el cielo, en lo alto
y que tenía que dejar atrás
a todos los que tanto amo.
Pero al volverme para marchar
se me escapó una lágrima
porque siempre había pensado
que no quería morir.
Tenía tanto por lo que vivir,
tantas cosas aún por hacer,
que parecía casi algo imposible
que estuviera abandonándote.
Me acordé de todos los días de ayer,
los buenos y los malos,
de los pensamientos y el amor que compartimos,
de lo mucho que nos reímos.
Si pudiera revivir el ayer,
aunque sólo fuese un momento,
te diría adiós y te besaría
y quizá te viese sonreír.
Pero entonces me di cuenta
de que esto nunca podrá ser,
porque el vacío y los recuerdos
ocuparían mi lugar.
Y cuando pensé en las cosas del mundo
que podría extrañar al llegar mañana,
me acordé de ti y al hacerlo
mi corazón se llenó de pesar.
Pero al cruzar las puertas del cielo
me sentí en casa,
al ver que Dios me miraba y me sonreía
desde su gran trono dorado
y me decía: «He aquí la eternidad,
y todo lo que te había prometido.
Hoy tu vida en la Tierra es cosa del pasado
pero aquí comienza de nuevo.
No te prometo un mañana,
porque hoy durará eternamente,
y como todos los días serán el mismo,
no habrá nostalgia por el pasado.
Has tenido tanta fe,
tanta confianza, tanta fidelidad…
Aunque hubo veces en que
hiciste algunas cosas que
sabías que no debías.
Pero te he perdonado
y ahora al fin eres libre.
¿No quieres venir, cogerme de la mano
y compartir mi vida?».
Así que cuando mañana comience sin mí
no creas que estaremos muy lejos
porque cada vez que me recuerdes
estaré ahí mismo, en tu corazón.
Sentí que se me nublaban los ojos mientras dejaba la fotografía con
delicadeza sobre la cómoda y luego continué contemplándola. Me resultaba
extraña, evocadoramente familiar. Pero no podía ser de otro modo. Éramos
familiares consanguíneos y compartía con ella más ADN que con cualquier otra
persona del planeta, con la posible excepción de mis otras dos hermanas.
Independientemente de que no nos hubiéramos conocido, Betsy y y o estábamos
conectados a un nivel muy profundo.
A la mañana siguiente, estaba en el dormitorio, ley endo el libro de Elisabeth
Kübler-Ross, On Life after Death y me encontré con la historia de una niña de
doce años que había pasado por una ECM sin que sus progenitores se enteraran
en un primer momento. Sin embargo, al final no pudo contenerse y se sinceró
con su padre. Le dijo que había viajado a un lugar maravilloso, lleno de amor y
belleza, donde había recibido todo el cariño y el consuelo de su hermano.
—Lo que no entiendo —le dijo la niña a su padre—, es que no tengo ningún
hermano.
Los ojos de su padre se llenaron de lágrimas. Y entonces le habló a su hija
sobre el hermano que sí había tenido, pero que murió tres meses antes de que
naciese ella.
Dejé de leer. Por un momento, me sumergí en un espacio de extraña
confusión, sin pensar ni dejar de pensar, sino simplemente… asimilando algo. Un
pensamiento que rondaba los límites de mi mente consciente sin llegar a
atravesarlos todavía.
Entonces, mis ojos se desplazaron hasta la cómoda y la foto que me había
mandado Kathy. La foto de la hermana a la que nunca había conocido. A la que
sólo imaginaba por las historias de mi familia biológica sobre una persona
maravillosa y de una inmensa bondad. Una persona tan buena, solían decir, que
prácticamente era un ángel.
Sin el traje azul y añil, sin la luz celestial del Portal que la rodeaba allí
sentada, sobre la hermosísima ala de la mariposa, no era tan fácil de reconocer,
al menos al principio. Pero eso era algo normal. Sólo había visto su y o celestial,
el que vivía por encima y más allá de este reino terrenal, con todas sus tragedias
y todos sus pesares.
Pero ahora me daba cuenta de que era ella, sin ninguna duda, con su
inconfundible sonrisa de cariño, su mirada confiada e infinitamente reconfortante
y sus chispeantes ojos azules.
Era ella.
Por un instante, los mundos se encontraron. Mi mundo aquí en la Tierra,
donde era médico, padre y marido, y el otro mundo de allí fuera, un mundo tan
vasto donde podías perder la noción de tu y o terrenal y convertirte en una parte
del cosmos, aquella oscuridad empapada de Dios y rebosante de amor.
En aquel preciso momento, en el dormitorio de nuestra casa en una lluviosa
mañana de martes, el mundo superior y el mundo inferior se encontraron. Al ver
aquella foto me sentí un poco como el niño del cuento de hadas que viaja al otro
mundo y, al regresar, cree que ha sido todo un sueño… hasta que mete una mano
en el bolsillo y se encuentra con un puñado de titilante tierra mágica que se ha
traído del más allá.
Aunque hubiese tratado de negarlo, durante semanas se había librado una
batalla en mi interior. Una batalla entre aquellas partes de mi mente que habían
estado allí, fuera de mi cuerpo, y el médico, el hombre que se había consagrado
a la ciencia. Pero al mirar la cara de mi hermana, mi ángel, supe —supe con
total certeza— que las dos personas que había sido durante los últimos meses,
desde mi regreso, eran en realidad sólo una. Tenía que abrazar plenamente mi
condición de médico, de científico y de sanador y también la de protagonista de
un viaje hacia la Divinidad tan insólito como real e importante. Era crucial que lo
hiciera, y no sólo por mí, sino por los detalles absolutamente convincentes que lo
rodeaban y lo convertían en una historia que podía cambiar las cosas. Mi ECM
había curado mi alma fragmentada. Me había hecho saber que siempre me
habían querido, lo mismo que a todas las personas, absolutamente todas, del
universo. Y para hacerlo había colocado mi cuerpo en un estado en el que, según
la ciencia médica actual, habría sido imposible que experimentara nada.
Sé que habrá gente que intentará restar validez a mi experiencia por cualquier
medio y otros que se negarán a creerla desde el comienzo, aduciendo que lo que
cuento no tiene base « científica» y no podría ser otra cosa que un sueño absurdo
y febril.
Pero y o sé cuál es la verdad. Y tanto por quienes viven aquí en la Tierra
como por aquellos a los que conocí más allá de este reino, sé que es mi deber —
como científico y por tanto buscador de la verdad y también como médico
consagrado a ay udar a mis semejantes— transmitirle a toda la gente que pueda
que lo que experimenté es cierto, fue real y es de una enorme importancia. No
únicamente para mí, sino para todos nosotros.
En mi viaje no descubrí sólo el amor, sino también quiénes somos y la
profunda medida en que estamos conectados, es decir, el verdadero sentido de
toda existencia. Allí arriba descubrí quién soy y al volver aquí comprendí que los
últimos cabos sueltos de mi ser estaban atándose.
Te quieren. Son las palabras que necesitaba oír como huérfano, como niño al
que habían abandonado. Pero también es lo que todos necesitamos oír en esta era
de materialismo, porque en términos de nuestra auténtica identidad, de nuestra
verdadera procedencia y de nuestro destino final, todos nos sentimos
(equivocadamente) como huérfanos.
Si no recuperamos el recuerdo de nuestra conexión profunda y del amor
incondicional de nuestro Creador, siempre nos sentiremos así aquí, en la Tierra.
Así que aquí estoy. Sigo siendo un científico. Sigo siendo un médico. Y como
tal tengo dos deberes esenciales: honrar la verdad y curar a los demás. Éste es el
auténtico sentido de mi historia. Una historia que, cuanto más tiempo pasa, más
seguro estoy de que sucedió por alguna razón. No porque y o sea especial. Lo que
sucede es que en mí convergieron dos circunstancias que, en combinación,
terminan de derribar la idea, impuesta por el reduccionismo científico, de que el
reino de lo material es lo único que existe, y la conciencia y el espíritu —los
tuy os y los míos— no son el centro y el gran misterio del universo.
Pero y o soy la prueba viviente de que es así.
ETERNEA
Mi experiencia cercana a la muerte me ha inspirado en el intento de hacer del
mundo un sitio mejor para todos y Eternea es el vehículo para conseguirlo.
Eternea es una organización sin ánimo de lucro que he fundado en colaboración
con mi amigo y colega John R. Audette. Representa un esfuerzo apasionado por
servir al bien común y tratar de construir el mejor de los futuros posibles para la
Tierra y sus habitantes.
La misión de Eternea es impulsar programas científicos, educativos y de
aplicación práctica sobre experiencias espiritualmente transformadoras y
fomentar el estudio de la física de la conciencia y la relación entre ésta y la
realidad (es decir, entre la materia y la energía). Es un esfuerzo concertado, no
sólo para aplicar los conocimientos obtenidos a través de las experiencias
cercanas a la muerte, sino también para ejercer como biblioteca de experiencias
espirituales.
Si quieres avanzar en tu despertar espiritual o compartir tu historia sobre
alguna experiencia que te hay a transformado desde el punto de vista espiritual (o
si lloras la pérdida de un ser querido o tú o algún familiar afrontáis una
enfermedad terminal), visita www. Eternea.org.
Además, Eternea quiere servir como fuente de información útil para aquellos
científicos, académicos, teólogos y sacerdotes que tengan interés por este campo
de estudio.
EBEN ALEXANDER, doctor en Medicina
Ly nchburg, Virginia
10 de julio de 2012
AGRADECIMIENTOS
Quisiera expresar un agradecimiento muy especial a mi querida familia por
haber sobrellevado la peor parte de esta experiencia, mientras y o estaba en
coma. A Holley, mi esposa durante treinta y un años, y a nuestros maravillosos
hijos, Eben IV y Bond, cuy a ay uda fue tan importante para traerme de regreso
y para ay udarme a comprender lo que me había sucedido. Otros amigos y
familiares con los que he contraído una deuda de gratitud especialmente grande
son mis queridos padres, Betty y Eben Alexander Jr., y mis hermanas Jean,
Betsy y Phy llis, que se comprometieron (junto con Holley, Bond y Eben IV) a
sostenerme la mano las veinticuatro horas del día y los siete días de la semana
mientras estuviese en coma, para garantizar que nunca dejaba de sentir el
contacto con su amor. Betsy y Phy llis se turnaron para acompañarme de noche
durante el tiempo que duró mi psicosis de la UCI (sin que las dejara conciliar el
sueño) y también durante los primeros y complicados días, tras mi traslado a la
UCI periférica de Neurología. Peggy Daly (hermana de Holley ) y Sy lvia White
(su amiga durante más de treinta años) también participaron en la constante
vigilia en mi habitación de la UCI. No podría haber regresado a este mundo sin el
esfuerzo y el cariño de cada una de ellas.
A Day ton y Jack Sly e, que tuvieron que pasar sin su madre, Phy llis, mientras
ella estaba a mi lado. Holley, Eben IV, mi madre y Phy llis han contribuido
también con su trabajo de edición y sus críticas a la creación de este libro.
A mi familia biológica, verdadero regalo del Cielo, y especialmente a mi
fallecida hermana, también llamada Betsy, a la que no pude conocer en este
mundo.
Al extraordinario equipo médico del hospital general de Ly nchburg y en
particular a los doctores Scott Wade, Robert Brennan, Laura Potter, Michael
Milam, Charlie Joseph, Sarah y Tim Hellewell, entre otros.
Al personal y las enfermeras del HGL, todos ellos maravillosos: Rhae
Newbill, Lisa Flowers, Dana Andrews, Martha Vesterlund, Deanna Tomlin,
Valerie Walters, Janice Sonowski, Molly Mannis, Diane Newman, Joanne
Robinson, Janet Phillips, Christina Costello, Larry Bowen, Robin Price, Amanda
Decoursey, Brooke Rey nolds y Erica Stalkner. Estaba en coma, así que sólo
conozco vuestros nombres por mi familia, así que si estuvisteis allí y os he
omitido, espero que podáis perdonarme.
A Michael Sullivan y a Susan Reintjes, que desempeñaron un papel crucial en
mi regreso.
A John Audette, Ray mond Moody, Bill Guggenheim y Ken Ring, pioneros de
la comunidad de las experiencias cercanas a la muerte, que han ejercido sobre
mí una influencia inconmensurable (complementada, en el caso de Bill, por una
excelente colaboración en el área editorial).
A los demás líderes intelectuales del movimiento « conciencia Virginia» ,
incluidos los doctores Bruce Grey son, Ed Kelly, Emily Williams Kelly, Jim
Tucker, Ross Dunseath y Bob Van de Castle.
A mi agente literaria, Gail Ross (otro regalo del Cielo) y a sus maravillosos
colaboradores en la agencia Ross Yoon, como Howard Yoon y otros.
A Ptolemy Tompkins por sus eruditas contribuciones sobre varios milenios de
literatura sobre la otra vida y su extraordinaria habilidad editorial y narrativa, que
puso al servicio de mi historia al crear este libro, con el resultado de una
narración que le hace justicia.
A Priscilla Painton, vicepresidenta y editora ejecutiva de Simon & Schuster,
y a Jonathan Karp, vicepresidente ejecutivo y editor, por su extraordinaria visión
y por su deseo de hacer de éste un mundo mejor.
A Marvin y Terre Hamlisch, amigos maravillosos cuy o entusiasmo, pasión e
interés me ay udó a superar un momento crítico.
A Terri Beavers y Margaretta McIlvaine por aportarme unos cimientos
maravillosos de curación y espiritualidad.
A Karen Newell, por compartir conmigo sus exploraciones en los estados de
conciencia profunda y enseñarme a « ser el amor que eres» , así como a los
demás trabajadores de lo milagroso del instituto Monroe de Faber, Virginia. Y en
especial a Robert Monroe por buscar la verdad de lo que es y no sólo de lo que
debería ser; a Carol Sabick de la Herran y a Karen Malik, por elegirme; a Paul
Rademacher y Skip Atwater, por darme la bienvenida en la maravillosa
comunidad de las montañas del centro de Virginia. Y también a Kevin Kossi,
Patty Avalon, Penny Holmes, Joe y a Nancy Scooter McMoneagle, Scott Tay lor,
Cindy Johnston, Amy Hardie, Loris Adams y a todos mis compañeros en el viaje
hacia el Portal del instituto Monroe en febrero de 2011, a sus facilitadores
(Charleene Nicely, Rob Sandstrom y Andrea Berger) y a los demás participantes
en el Lifeline (y a sus facilitadores, Franceen King y Joe Gallenberger) en julio
de 2011.
A mis buenos amigos y críticos, Jay Gainsboro, Judson Newbern, el doctor
Allan Hamilton y Kitch Carter, que ley eron las versiones preliminares del
manuscrito y percibieron la frustración que me inspiraba la tarea de sintetizar mi
experiencia espiritual con la neurociencia. Los comentarios de Judson y Allan
fueron esenciales para ay udarme a comprender el auténtico valor de mi
experiencia desde el punto de vista científico-escéptico y Jay hizo la misma labor
desde el punto de vista científico-místico.
A mis compañeros de viaje en la exploración de la conciencia y el todo,
como Elke Siller Macartney y Jim Macartney.
A mi compañera en las experiencias cercanas a la muerte, Andrea Curewitz,
por su excelente asesoramiento editorial, y a Caroly n Ty ler, por guiarme de
manera entrañable en la búsqueda de entendimiento.
A Blitz y Heidi James, Susan Carrington, Mary Horner, Mimi Sy kes y Nancy
Clark, cuy o coraje y valor frente a pérdidas incomprensibles me ay udaron a
apreciar mi don.
A Janet Sussman, Martha Harbison, Shobhan (Rick) y Danna Faulds, a Sandra
Glickman y Sharif Abdullah, compañeros de viaje a los que conocí el 11/11/11,
reunidos para compartir una visión optimista sobre el brillante futuro de la
conciencia para toda la humanidad.
Aparte de las personas mencionadas, entre las muchas con las que he
contraído una deuda de gratitud se encuentran los amigos cuy os actos en aquellos
momentos terribles y cuy as palabras y observaciones ay udaron a mi familia y
me han guiado a la hora de relatar mi historia: Judy y Dickie Stowers, Susan
Carrington, Jackie y el doctor Ron Hill, los Drs. Mac McCrary y George Hurt,
Joanna y el doctor Walter Beverly, Catherine y Wesley Robinson, Bill y Patty
Wilson, DeWitt y Jeff Kierstead, Toby Beavers, Mike y Linda Milam, Heidi
Baldwin, Mary Brockman, Karen y George Lupton, Norm y Paige Darden,
Geisel y Kevin Ny e, Joe y Betty Mullen, Buster y Ly nn Walker, Susan
Whitehead, Jeff Horsley, Clara Bell, Courtney y Johnny Alford, Gilson y Dodge
Lincoln, Liz Smith, Sophia Cody, Lone Jensen, Suzanne y Steve Johnson, Copey
Hanes, Bob y Stephanie Sullivan, Diane y Todd Vie, Colby Proffitt, las familias
Tay lor, Reams, Tatom, Heppner, Sullivan, Moore y tantísimas otras.
Mi gratitud, especialmente para con Dios, carece de límites.
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Apéndice A
DECLARACIÓN DEL DOCTOR SCOTT WADE
En mi condición de especialista en enfermedades infecciosas, me pidieron que
examinase al doctor Eben Alexander cuando ingresó en al hospital el 10 de
noviembre de 2008 y se descubrió que estaba aquejado de meningitis bacteriana.
El estado del doctor Alexander se había agravado rápidamente, con síntomas
similares a los de la gripe, dolor de espalda y jaquecas. Se le trasladó de
inmediato al servicio de Urgencias, donde se le practicó una tomografía
computerizada (CT) de la cabeza y a continuación una punción lumbar. El
examen del fluido espinal sugería una meningitis gram negativa. Al instante se le
sometió a un tratamiento antibiótico específico y se le conectó a un respirador
debido a su condición crítica, coma incluido. En menos de veinticuatro horas se
confirmó que las bacterias gram negativas del fluido espinal eran E.coli.
La meningitis por E. coli es mucho más rara en adultos que en niños (con una
incidencia anual inferior a un caso cada diez millones de habitantes en Estados
Unidos), sobre todo en ausencia de traumatismos encefálicos u otras afecciones
médicas, como la diabetes. El doctor Alexander estaba en muy buena condición
física en el momento del diagnóstico y no se pudo identificar ninguna causa
suby acente para la meningitis.
La tasa de mortalidad de la meningitis gram negativa en niños y adultos oscila
entre un 40 y un 80 por ciento, respectivamente. El doctor Alexander se presentó
en el hospital con ataques y un estado mental muy alterado, dos factores de
riesgo que pueden acarrear complicaciones neurológicas o la muerte (mortandad
por encima del 90 por ciento). A pesar de la administración rápida de un
tratamiento antibiótico agresivo y específico para la meningitis por E.coli y de los
cuidados constantes que se le administraron en la UCI, permaneció en coma
durante seis días, mientras las esperanzas de una recuperación rápida se iban
difuminando (mortandad por encima del 97 por ciento). Entonces, al séptimo día,
sucedió algo milagroso: abrió los ojos, totalmente despierto, y pudimos retirarle
el respirador. El hecho de que se recuperara tan plenamente de su enfermedad
tras haber pasado casi una semana en coma es realmente notable.
SCOTT WADE, doctor en Medicina
Apéndice B
HIPÓTESIS NEUROCIENTÍFICAS QUE BARAJÉ PARA EXPLICAR MI
EXPERIENCIA
En el proceso de revisar mis recuerdos con otros neurocirujanos y científicos,
consideré varias hipótesis que podían explicarlos. Para resumir, ninguna de ellas
bastaba para explicar la interactividad rica en detalles, sólida e intrincada de las
experiencias del Portal y el Núcleo (la « ultrarrealidad» ). Fueron las siguientes:
1. Un primitivo programa creado por el tallo cerebral con el fin de aliviar el
dolor terminal y el sufrimiento (« argumento evolutivo» . ¿Un vestigio de las
estrategias de « muerte fingida» que utilizan los animales inferiores?). Esto no
explicaría la naturaleza sólida y pródiga en interactividad de los recuerdos.
2. Una recopilación distorsionada de recuerdos procedentes de las regiones
profundas del sistema límbico (por ejemplo, la amígdala lateral), que, gracias a
la protección de otras zonas cerebrales, se encuentran relativamente a salvo de la
inflamación meningítica (suele afectar a las regiones superficiales). Esto no
explicaría la naturaleza sólida y pródiga en interactividad de los recuerdos.
3. Un bloqueo endógeno del glutamato con excitotoxicidad, lo que produce un
efecto similar al del anestésico alucinatorio de la ketamina (que a veces se ha
utilizado para explicar las ECM en general). En la primera parte de mi carrera
como neurocirujano en la Facultad de Medicina de Harvard, tuve la oportunidad
de ver en varias ocasiones los efectos de la ketamina utilizada como anestésico.
Los estados alucinatorios que inducían eran caóticos y desagradables y no tenían
la menor similitud con lo que y o experimenté durante el coma.
4. Un fenómeno conocido como « basurero DMT» (o N,N-dimetiltriptamina)
de la glándula pineal o cualquier otra región del cerebro. El DMT, un agonista
natural de la serotonina (concretamente en los receptores 5-HT1A, 5-HT2A y
5-HT2C) provoca vívidas alucinaciones y estados oníricos. Yo estoy
familiarizado personalmente con los estados alucinatorios relacionados con los
agonistas y antagonistas de la serotonina (esto es, el LSD y la mescalina) desde
mi adolescencia en los años setenta. No he tenido experiencia personal con el
DMT aunque he visto pacientes sometidos a su influencia. Pero el detallado
ultrarrealismo de mi experiencia requeriría que las funciones auditivas y visuales
del neocórtex estuviesen prácticamente intactas para generar sensaciones
audiovisuales tan sofisticadas. El coma prolongado debido a la meningitis
bacteriana había dañado gravemente mi neocórtex, que es donde la serotonina
del rafe del tallo cerebral (o el DMT, un agonista de la serotonina) harían efecto
sobre las experiencias sensitivas. La corteza de mi cerebro estaba desactivada,
así que el DMT no tendría sitio donde trabajar. La hipótesis del DMT no se
sostiene por el extremo realismo de la experiencia audiovisual y por la falta de
una corteza funcional sobre la que operar.
5. La preservación aislada de ciertas regiones corticales podría haber
explicado parte de mi experiencia, pero esto resulta sumamente improbable
debido a la gravedad de mi meningitis y a la resistencia a la terapia que mostró
durante toda la semana: una tasa de glóbulos blancos periféricos (GB) superior a
27 000 por milímetro cúbico, 31 por ciento de bandas con granulaciones tóxicas,
pleocitosis superior a 4300 por milímetro cúbico, glucosa en LCR inferior a
1,0 mg/dl, proteína en LCR 1340 mg/dl, implicación meníngea difusa con
anomalías cerebrales asociadas (como se reveló en el escáner CT) y exámenes
neurológicos que mostraban alteraciones graves en las funciones corticales y
disfunción de la motilidad extraocular, indicios todos ellos de daños en el tallo
cerebral.
6. En un intento por explicar el extremado realismo de la experiencia me
planteé la siguiente hipótesis: ¿era posible que las redes de neuronas inhibitorias
hubiesen sido afectadas de manera predominante, lo que hiciese posibles unos
niveles inusualmente elevados de actividad en las redes neuronales excitatorias,
lo que a su vez generase el aparente « ultrarrealismo» de mi experiencia? Podría
suceder que la meningitis afectase may oritariamente a la parte superficial de la
corteza y dejase zonas más profundas de funcionalidad parcial. La unidad de
computación del neocórtex es la « columna funcional» formada por seis capas,
cada una de las cuales tiene un diámetro lateral de entre 0,2 y 0,3 mm. Las
columnas ady acentes tienen un grado significativo de interconexión como
respuesta a las señales de control modulatorias, que se originan en su may or
parte en las regiones subcorticales (el tálamo, los ganglios basales y el tallo
cerebral). Un componente de las columnas funcionales se encuentra en la
superficie (capas 1 a 3), así que la meningitis desbarata su funcionamiento con
sólo dañar las capas superficiales de la corteza. La distribución anatómica de las
células inhibidoras y excitatorias dentro de las seis capas no permite sostener esta
hipótesis. La meningitis difusa sobre la corteza cerebral anula en la práctica la
totalidad del neocórtex debido, precisamente, a esta arquitectura en columnas.
No se requiere una destrucción profunda para que se produzca esta anulación.
Además, teniendo en cuenta la duración de mi estado de funcionamiento
neurológico deficiente (siete días) y la gravedad de la infección, resulta poco
probable que las capas más profundas de la corteza siguiesen funcionando.
7. El tálamo, los ganglios basales y el tallo cerebral son estructuras profundas
(« regiones subcorticales» ) que, según las hipótesis de algunos colegas, podrían
haber contribuido a crear las experiencias relatadas. Pero lo cierto es que
ninguna de estas regiones podía haber hecho tal cosa sin que al menos algunas de
las zonas del neocórtex siguieran intactas. Todos coinciden en que las estructuras
subcorticales, por sí solas, nunca podrían haber elaborado los cálculos neuronales
necesarios para confeccionar un tapiz de experiencias interactivas tan profuso.
8. Un « fenómeno de reinicio» , una recopilación de recuerdos extraños y
desarticulados procedentes de mi dañado neocórtex, que podría producirse al
recobrar la conciencia tras un período prolongado de fallo generalizado del
sistema, como el provocado por mi meningitis difusa. Parece muy poco
probable, sobre todo teniendo en cuenta la profundidad de los recuerdos.
9. Una generación inusual de recuerdos por medio de una ruta visual arcaica
en el mesencéfalo, utilizado de manera predominante por los pájaros y raras
veces por los humanos. Se ha demostrado su funcionalidad en humanos que
sufren de ceguera cortical debida a daños en la corteza occipital. Pero ni justifica
el ultrarrealismo de lo que presencié ni consigue explicar la perfecta
concordancia de los aspectos visuales y auditivos de las experiencias.
EBEN ALEXANDER. Nació en diciembre de 1953 en Charlotte, Carolina del
Norte, EE.UU. Es un neurocirujano estadounidense y autor del best seller Proof
of Heaven: A Neurosurgeon’s Journey into the Afterlife (La prueba del cielo: el
viaje de un neurocirujano a la vida después de la muerte), en el que describe su
experiencia cercana a la muerte en 2008, y afirma que la ciencia puede y va a
determinar que el cielo realmente existe.
Notas
[1] El 70 por ciento es « energía oscura» , la misteriosa fuerza descubierta por los
astrónomos a mediados de los noventa, junto con pruebas irrebatibles, basadas en
el estudio de las supernovas de tipo Ia, de que el universo ha estado creciendo
durante los últimos cinco mil millones de años, y de que la expansión del espacio
en su conjunto está acelerándose. Otro 26 por ciento es « materia oscura» , la
anómala gravedad « en exceso» descubierta durante las últimas décadas en la
rotación de galaxias y grupos de galaxias. Más tarde o más temprano se
encontrarán explicaciones, pero los misterios no cesarán nunca. <<