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CRÍTICA, Revista Hispanoamericana de Filosofía. Vol. 36, No. 107 (agosto 2004): 67–74 ¿PUEDE LA MORAL PRESCINDIR DE PRINCIPIOS UNIVERSALES? UNA DISCUSIÓN CON JOSEP CORBÍ C ARLOS P EREDA Instituto de Investigaciones Filosóficas Universidad Nacional Autónoma de México jcarlos@servidor.unam.mx RESUMEN : En su libro Un lugar para la moral, Josep Corbí defiende un realismo moral particularista. En mi discusión enumero algunas dudas que me provoca su proyecto. La duda principal atañe la función que deben tener —si es que se considera que deben tener alguna función— los principios universales en la vida moral. PALABRAS CLAVE : principios, universalidad, responsabilidad SUMMARY : In his Un lugar para la moral (A place for Morality), Josep Corbí argues for a particularist moral realism. In my discussion I express some doubts about the feasibility of his project. My main point concerns the role that universal principles ought to play —if they play any role at all— in moral life. KEY WORDS : principles, universality, responsibility Un lugar para la moral (2003) constituye algo así como una Bildungsroman: una novela de aprendizaje conceptual. El autor nos invita a un apasionante viaje —muy bien escrito, por cierto— en el que vamos encontrando muchos de los obstáculos y callejones sin salida con que se topa cualquiera que comienza a reflexionar acerca de la justificación de las evaluaciones morales. Corbí, sin embargo, no empieza su viaje en lo que espontáneamente, en nuestra cultura suele ser el comienzo, sino un poco después del comienzo, pues desatiende los posibles fundamentos religiosos de la moral. Así, Corbí parte de las circunstancias que Max Weber llamó el “desencantamiento del mundo”: Ni las leyes que rigen los astros entienden nada de las inquietudes de María, ni los mecanismos de selección natural le permiten confiar en que sus necesidades como individuo se vean razonable- 68 CARLOS PEREDA mente atendidas. ¿Qué hacer? [. . . ] Nuestra experiencia interior parece convertirse así en la única fuente de valor. (p. 31) No obstante, se conoce, la experiencia interior, los gustos y deseos, y la intensidad de los sentimientos con frecuencia varían. Ahora bien, si no podemos respaldar las obligaciones en un terreno tan movedizo, en las momentáneas ganas y desganas, ¿en dónde podríamos respaldarlas? Por lo pronto, Corbí distingue entre los sentimientos morales y los otros tipos de sentimientos. Con razón, Corbí indica que no es posible descubrir un rasgo interno que haga, de los sentimientos, sentimientos morales. Sin duda, el sentimiento más casual puede ser muy intenso. Su propuesta es: “Los sentimientos no pueden identificarse independientemente de los objetos que los provocan, no pueden variar más que a tenor de alteraciones moralmente relevantes en los objetos que los generan” (p. 55). A partir de estas observaciones, Corbí introduce un dilema, que podemos llamar el “dilema moderno”, al cual intenta dar respuesta en el resto del libro: O renunciamos a la concepción científica del mundo tradicionalmente aceptada —la visión “desencantada” de la naturaleza— y su manera de concebir lo objetivo y lo subjetivo; o reducimos los juicios morales a los gustos y los apetitos arbitrarios de cada individuo. Implícitamente, un dilema similar propuso en su momento Fichte, y en años más recientes algo por el estilo presupone John McDowell, en su libro Mind and World, al que tal vez no sin razón se le ha acusado de ofrecer una interpretación fichteana de Kant, un Kant que a veces no distingue claramente entre la razón teórica y la razón práctica. Hago al pasar esta observación histórica porque, si no me equivoco, mi discrepancia básica con el realismo particularista de Corbí tiene que ver con lo que considero su lectura quizá poco productiva de la tradición kantiana, o más bien, de cómo algunos momentos de la tradición kantiana nos pueden ayudar a entender los aspectos universales de la moral y, a la vez, el lugar de la moral en la naturaleza. Pero no nos apresuremos. UNA DISCUSIÓN CON JOSEP CORBÍ 69 Corbí indica: “Las convicciones morales se parecen ciertamente a los deseos en que nos impulsan a actuar en determinada dirección, pero difieren de ellos en que son fruto de una valoración, de una estimación de la corrección o incorrección de ciertos comportamientos” (p. 68). Estoy de acuerdo en lo que Corbí afirma de las convicciones morales; sin embargo, tiendo a sospechar que un contraste tal con los deseos permanece demasiado prisionero de un concepto humeano de deseo. Los deseos también nos descubren valores y, a menudo, valores decisivos, valores que, por costumbre o falta de coraje, tendemos a reprimir. Porque los deseos, aunque no son razones, sí son imprescindibles prerrazones. Como las emociones, también la fuerza de los deseos a menudo acaba haciendo trizas más de un sistema de argumentos, en apariencia, rigurosísimo. En su viaje de reconquista de los fundamentos de la moral, Corbí de pronto introduce el viejo problema de la fortuna moral que conocemos, por lo menos, a partir de la tragedia griega. Corbí observa: “Salvaguardar la responsabilidad moral de los avatares de la fortuna, es disminuir la relevancia de la moralidad en la vida de los seres humanos” (p. 86). Las relaciones entre responsabilidad y fortuna son complicadas porque el concepto de responsabilidad es vago y, por eso, con límites difusos. De ahí que el concepto de responsabilidad sea resbaladizo: al operar con él fácilmente sucumbimos en un vértigo simplificador o en uno complicador. Frente a la responsabilidad, somos presa de un vértigo simplificador si tenemos un concepto focal de responsabilidad, ese que solemos asociar con el rigorista moral o con el hipócrita, el oportunista y el cínico (¿varias caras de la misma medalla?): yo soy responsable si cumplo puntualmente con mi deber; si con ello todo el proyecto en el que estamos resultará peor, e incluso hasta perecerá el mundo, no es asunto mío. En cambio, sucumbimos en un vértigo complicador si poseemos un concepto totalista de responsabilidad: cuando admitimos imputar responsabilidad sólo si se es responsable de todos los posibles factores que contribuyen a una acción, incluyendo las omisiones. El fatalista 70 CARLOS PEREDA suele dejarse abrazar por este vértigo complicador, pero también en otros de sus múltiples y lábiles momentos, el hipócrita, el oportunista y el cínico. Si no me equivoco, pues, el concepto de responsabilidad, como todo concepto vago, sólo es claro en sus aplicaciones intermedias. Nadie sería responsable de nada si sólo se admitiese imputar responsabilidad a quien posea control total de una situación (la característica paradoja sorites de todos los conceptos vagos). Pero para ser genuinamente responsables, como Ulises, no podemos dejar de ser prudentes y astutos y, así, no podemos limitarnos a responsabilizarnos sólo de lo que cae directamente —focalmente— bajo nuestro control. En la última afirmación la palabra importante es el adverbio “directamente”. En este sentido tal vez Corbí no tenga razón cuando afirma: “los principios generales no nos ayudan en exceso a la hora de determinar si somos o no responsables de ciertos sucesos” (p. 94). Al respecto considero que principios morales como el principio de universalidad, el de no tratar a ninguna persona como mero instrumento, el de la autonomía de cada persona, o el de cooperación con las otras personas nos pueden ayudar, por lo menos, de dos maneras. En primer lugar, indirectamente los principios universales son principios que contribuyen a conformar el carácter: son principios con los cuales no sólo nos autodeterminamos sino que nos autoconstituimos en la persona que somos. Por ejemplo, de caso en caso, nos enseñamos o enseñamos a las generaciones más jóvenes que nunca debemos tratar a los demás como meros medios, incluso cuando esto resulte muy deseable o muy conveniente para nuestros intereses o para los de nuestra causa. Frente a la expresión “de caso en caso, nos enseñamos. . . ” tal vez se pregunte: sí, sí, pero, ¿cómo lo hacemos? Creo que se trata de aprendizajes con la estructura de una espiral crítica: autoconstituyéndonos a partir de ciertos principios, buscamos aquellas virtudes que buscan promoverlos. ¿Con qué virtudes una primera persona trata a una segunda persona nunca meramente como medio? Hemos aprendido en la experiencia que UNA DISCUSIÓN CON JOSEP CORBÍ 71 buenos candidatos para esas virtudes son la generosidad, la benevolencia, el humor compasivo sobre sí y sobre los otros, cierto tipo de ironía, el coraje. . . Una vez que hayamos cultivado tales virtudes, probaremos si el ejercicio de tales virtudes conduce a la realización del principio en cuestión y, a su vez, los principios, en cuanto propuestas subdeterminadas, se irán determinando en un ir y venir recíproco y sin fin. Por eso, ninguna de las formulaciones del imperativo categórico kantiano, si se las entiende como sugiero, se opone, o entra en competencia, con uno de los principios universales que Corbí recomienda: siempre es bueno cultivar la percepción de aspectos de un asunto, de una circunstancia. Siempre es bueno ejercitarse para aprender a mirar. En segundo lugar, directamente, el principio de no tratar a ninguna persona como mero medio nos servirá de guía para autoconstituir la reflexión cuando actuamos. Respecto del principio de no tratar a ninguna persona como mero medio, se enfatizará su carácter de prohibición absoluta indicando que nunca, ni siquiera frente a la causa que consideremos más sagrada, o más útil para nuestra comunidad, y hasta para la humanidad en su conjunto, podremos tener esclavos o ser racistas, podremos poner una bomba en un tren o en una escuela. Por supuesto, parte, pero sólo parte, de la dificultad para entender qué significa no tratar a ninguna persona como mero medio consiste en descubrir a quiénes debemos aplicar el concepto de persona. A partir de los aprendizajes personales, y de los aprendizajes históricos, sabemos que ese concepto ha resultado ser un concepto en expansión. En medio de las luchas sociales y sus diversas argumentaciones se ha ido descubriendo que no sólo los hombres con poder en nuestra tribu son personas, sino también, los que no tienen poder, los obreros y hasta los hombres de la tribu vecina. Con el tiempo, incluso se ha acabado aprendiendo que no sólo los hombres, con poder o sin poder, de mi tribu o de la tribu vecina, con el mismo color de la piel que yo o con otro color, sino que las mujeres son también personas. Sin embargo, no nos engañemos, a diferencia de la estabilidad y la robustez de que disponemos en el conocimiento de la naturaleza, esos aprendizajes son en 72 CARLOS PEREDA extremo frágiles y con facilidad revocables. La proliferación de campos de exterminio, tan característica del siglo que acaba de terminar, lamentablemente respalda, creo, esta melancólica afirmación. Si se aceptan, entre otros, estos usos de los principios universales, como elementos que intervienen, pues, tanto en la autoconstitución del carácter como de las acciones, y además, se los ubica como parte de espirales críticas —o si se prefieren otras expresiones, de dialécticas, o de círculos virtuosos, o de equilibrios reflexivos. . . —, entonces, difícilmente podremos plantear una oposición, como a menudo parece sugerir Corbí, entre instancias universales y particulares de la vida moral. Entre otras razones, porque ninguna de esas instancias se puede constituir independiente de las otras. Hacia el final de este libro magnífico, Corbí se pregunta: ¿cómo han de entenderse tales reproches [Corbí se refiere a los reproches morales] sino como una mera proyección de los sentimientos de rechazo que los actos de Eichmann y del celador me provocan? ¿En qué sentido podría seguir diciendo que tales actos no sólo los condeno, sino que son condenables? (p. 152) Sospecho que Corbí considera que esta pregunta, o más bien, que esta acusación de reducir la moral a mera proyección de deseos y emociones, directa o indirectamente, vale tanto para los intentos humeanos o neohumeanos de proponer una teoría proyectiva de la moral, como en contra de los diversos —muy diversos— programas constructivistas que se han propuesto, por lo menos a partir de Kant, e incluso, para ciertas lecturas, de Aristóteles. Pero estos programas poco o nada tienen que ver entre sí, fuera de oponerse a ciertos tipos de realismo moral —no a todos—, según los cuales los hechos morales están ahí y no tenemos más que abrir los ojos para verlos, y/o los reconstruimos de la misma manera que a los demás hechos. Por este camino se acaba no distinguiendo entre la razón teórica y la razón práctica; pero no hay por qué corregir un error con otro. Podemos tener, UNA DISCUSIÓN CON JOSEP CORBÍ 73 a la vez, una razón teórica y, así, una naturaleza desencantada y la perspectiva científica que corresponde a ella —en particular, las ciencias naturales— y una razón práctica. Tal vez el dilema moderno que discute Corbí sea un pseudodilema. Por otra parte, para el proyectivista humeano o neohumeano, los diferentes animales humanos proyectan sus diferentes necesidades, deseos y emociones, idiosincrásicas, particulares y cambiantes, y eso es todo. De ahí que sea fantasioso hablar en sentido estricto de una “necesidad moral”. Sin embargo, de seguro no hay necesidades, deseos y emociones humeanas, necesidades, deseos y emociones que no sean prerrazones y, así, que se constituyan por completo independientemente del proceso de dar y pedir razones. En alguna medida, todas y todos reafirmamos o negamos reflexivamente nuestras necesidades, deseos y emociones incluso aquellos en apariencia “más naturales”. Ese proceso de reafirmación o de negación, ese proceso de argumentación con los otros y consigo mismo, reitero, se conforma tanto por instancias universales como por particulares y se lleva a cabo, de manera implícita y, en algunas ocasiones, explícitamente, a lo largo de cada vida. Sin duda, apenas he comenzado la discusión con Corbí. Ojalá que mis muy vacilantes y a menudo enredadas razones, más que para acentuar las diferencias entre dos perspectivas de acercarse a la moral, hayan servido para invitar a leer este libro: para mostrar la riqueza y los sutiles matices con que argumenta Corbí; todo lo que podemos aprender de él. No resisto, sin embargo, narrar todavía una pequeña historia, a la que acabo de asistir en la televisión, y que, me parece, apunta a esa espiral crítica entre lo particular y lo universal: a esa integración recíproca a lo largo de la autoconstitución de un carácter, y de una vida, entre ambas instancias. Recientemente, cubriendo los criminales atentados ocurridos en Madrid, un reportero entrevistó, en el lugar mismo de la catástrofe, a una vieja señora. No sin impertinencia le preguntó si no veía qué sucedía a su alrededor, si no tenía deseos de escapar, si no le aterraban aquellos cadáveres, porque ella seguía ayudando a los enfermos como si no pasara nada extraordinario, 74 CARLOS PEREDA como si tranquilamente estuviesen en un día de campo. Frente al silencio de la vieja señora, en un momento, el reportero, un poco exasperado, insistió: “¿por qué lo hace?” Mientras se dirigía a limpiar la herida de una joven desconocida, la respuesta fue rotunda: “Por humanidad.” BIBLIOGRAFÍA Corbí, Josep E., 2003, Un lugar para la moral, La balsa de la Medusa, Madrid. McDowell, John, 1994, Mind and World, Harvard University Press, Cambridge, Mass. Recibido el 28 de mayo de 2004; aceptado el 7 de julio de 2004.
CRÍTICA, Revista Hispanoamericana de Filosofía. Vol. 36, No. 107 (agosto 2004): 75–85 EN RESPUESTA AL COMENTARIO DE CARLOS PEREDA SOBRE UN LUGAR PARA LA MORAL J OSEP C ORBÍ Facultad de Filosofía y Ciencias de la Educación Universidad de Valencia Josep.Corbi@uv.es RESUMEN : Carlos Pereda califica mi concepción de la moral de realismo particularista y objeta a mi defensa tanto del realismo como del particularismo. En mi respuesta trato de mostrar cómo nuestras discrepancias en torno al papel de los principios en la deliberación moral es, excepto en un punto crucial, cuestión de énfasis. No ocurre lo mismo, sin embargo, con mi reivindicación del realismo moral, pues parte de lo que intento mostrar en el libro es que los programas constructivistas de los que habla Pereda no pueden pensarse coherentemente. PALABRAS CLAVE : principios, deliberación moral, realismo moral, particularismo moral SUMMARY : Carlos Pereda presents my view about morality as a sort of particularist realism and objects both to my defence of realism and that of particularism. In my reply, I argue that our discrepancies about the role of principles in moral deliberation is, except in a crucial respect, a matter of emphasis. Something quite different happens, however, with my vindication of moral realism. For part of what I try to show in my book is that constructivist programs like the one suggested by Pereda cannot be coherently thought. KEY WORDS : principles, moral deliberation, moral realism, moral particularism 1. Es cierto que, como señala Carlos Pereda, Un lugar para la moral tiene algo de novela de formación, de novela en la que el autor reconstruye su proceso de formación en la confianza de que su recorrido no sea ajeno al de sus lectores, sino que, por el contrario, contribuya a que éste defina con mayor nitidez los perfiles de su propio proceso o, incluso, descubra hitos que le permitan orientarse donde se sentía perdido. A pesar de la abundancia de elementos narrativos que subrayan el carácter novelesco de ese proceso formativo, el foco de atención es conceptual. Se trata de contar historias que ayuden al lector a 76 JOSEP CORBÍ identificar y reconstruir los hilos argumentativos que articulan la manera en que, desde la modernidad, concebimos nuestro lugar en el mundo. Por eso me parece acertado que Pereda nos invite a leer este ensayo como “una novela de aprendizaje conceptual”. 2. El proceso de aprendizaje parte de la visión del mundo que desarrollan las ciencias naturales y del reto que ella supone para nuestra capacidad de responder a la pregunta “¿Cómo debo vivir?” Parece que, desde el punto de vista de las ciencias naturales, el mundo está desencantado, nada es bueno ni malo, feo o hermoso, y que todo valor, ya sea moral o estético, ha de derivar de nuestra subjetividad, de cuáles sean nuestros deseos e intereses. Nos encontramos, de este modo, ante lo que Pereda denomina el dilema moderno: O renunciamos a la concepción científica del mundo tradicionalmente aceptada —la visión “desencantada” de la naturaleza— y su manera de concebir lo objetivo y lo subjetivo; o reducimos los juicios morales a los gustos y los apetitos arbitrarios de cada individuo. (Pereda 2004, p. 68) Este dilema constituye, ciertamente, el punto de partida del libro y coincido con Pereda en que, en el fondo, se trata de un pseudodilema. De hecho, uno de los propósitos centrales del libro consiste justamente en mostrar cómo la mosca puede salir de la botella y, en concreto, por qué el dilema en el que parece que estamos atrapados deriva de una mala comprensión de lo que la ciencia nos enseña acerca del mundo, así como de las condiciones que fijan el contenido de nuestros juicios morales. 3. Entiende Pereda, sin embargo, que mi manera de escapar del dilema no resulta del todo satisfactoria y que ello se debe, en parte, a que hago una “lectura quizá poco productiva de la tradición kantiana” y, específicamente, de su manera de concebir el papel de los principios universales en la deliberación moral. En concreto, Pereda califica mi propuesta acerca del lugar que la moral pueda ocupar en el mundo de realismo particularista y EN RESPUESTA AL COMENTARIO DE CARLOS PEREDA 77 plantea objeciones a mi defensa tanto del realismo como del particularismo. En los párrafos que siguen trataré de mostrar cómo nuestras discrepancias en torno al papel de los principios en la deliberación moral es más bien una cuestión de énfasis, excepto en un punto que tal vez se revele crucial. No ocurre lo mismo, empero, con mi reivindicación del realismo moral, pues parte de lo que intento mostrar es que los programas constructivistas de los que habla Pereda y que pretenden aislar el mundo de la razón teórica del mundo de la razón práctica, el mundo sensible del inteligible, no pueden pensarse coherentemente; esto se debe a que ni siquiera pueden llegar a fijar el contenido (no ya su validez o invalidez) de los juicios morales sin atribuir propiedades morales al mundo sensible. Empecemos, entonces, por las sospechas que Pereda lanza en contra de mi defensa del realismo moral. 4. En el libro pretendo mostrar que el subjetivismo moral —la idea de que los rasgos morales de las acciones son simplemente proyecciones de ciertos estados subjetivos— no puede pensarse coherentemente, que los sentimientos morales están sometidos a una disciplina ausente en los gustos y deseos. Puedo sentir repugnancia ante cualquier objeto, por más extraño o ridículo que parezca, pero no puedo sentir repugnancia moral más que ante ciertos objetos o, al menos, ante objetos que están vinculados con ciertos rasgos moralmente relevantes. La repugnancia que uno siente ante la contemplación de los horrores de Auschwitz no puede ser más que moral; mientras que la repugnancia que a uno le pueden provocar las tripas de un pollo no es, en principio, una repugnancia moral a no ser que conectemos esas tripas con ciertos rasgos moralmente relevantes; por ejemplo, las condiciones en las que esos pollos se crían y mueren. Considera Pereda, no obstante, que el término “proyección” unifica indebidamente las propuestas humeanas o neohumeanas con las kantianas y que podemos retener la disciplina que reconozco en los sentimientos morales sin comprometernos con el realismo moral, sin borrar la diferencia entre la razón teórica y la razón práctica. Pereda defiende que podemos descubrir la necesidad propia de los juicios morales, y que los diferencia de 78 JOSEP CORBÍ los juicios de gusto, en el proceso de reflexión que nos lleva de lo universal a lo particular y viceversa: En alguna medida, todas y todos reafirmamos o negamos reflexivamente nuestras necesidades, deseos y emociones incluso aquellos en apariencia “más naturales”. Ese proceso de reafirmación o de negación, ese proceso de argumentación con los otros y consigo mismo, reitero, se conforma tanto por instancias universales como por particulares y se lleva a cabo, de manera implícita y, en algunas ocasiones, explícitamente, a lo largo de cada vida. (Pereda 2004, p. 73) Y en ello estriba el núcleo del programa constructivista de Pereda, en el que los principios desempeñan un papel central, pues no hay rasgos morales en el mundo que determinen lo moralmente correcto o incorrecto; más bien, la evaluación moral de una situación ha de surgir de su examen a la luz de ciertos principios generales cuyo fundamento no puede descansar en la atribución de rasgos morales al mundo. Y esta necesidad proporciona un vínculo argumentativo entre su rechazo del realismo moral y su descrédito del particularismo. 5. No creo, sin embargo, que las observaciones que se recogen en la cita de Pereda afecten a mis argumentos en contra de la posibilidad de fijar el contenido de los juicios morales, ya sean particulares o universales, sin atribuir rasgos morales al mundo sensible. En esa cita se describe el proceso de equilibrio reflexivo mediante el que evaluamos tanto nuestros juicios particulares como nuestros principios, pero ese proceso presupone que tales juicios y principios tienen ya un contenido cuya corrección se evalúa. Y mi crítica del subjetivismo moral se centra precisamente en ese presupuesto, es decir, en las condiciones en las que su contenido puede fijarse y no en cómo evaluamos los juicios una vez que hemos fijado su contenido. En este sentido, considero que las observaciones de Pereda no aportan mucha luz acerca de cómo podría fijarse el contenido de los juicios morales sin comprometerse con el realismo. El ir y venir de lo general a lo particular puede ser uno de los elementos del EN RESPUESTA AL COMENTARIO DE CARLOS PEREDA 79 círculo hermenéutico en el que se fija su contenido, pero no resuelve por sí mismo el problema que planteaba al inicio de la sección 4: identificar las respuestas morales en función de los rasgos de los objetos que las merecen. Es cierto que Pereda es poco explícito en este punto de su comentario y que seguramente su programa constructivista contará con propuestas para fijar ese contenido sin adquirir un compromiso realista. Puedo añadir en defensa de mi posición que, en Corbí (2004), intento mostrar cómo fracasan los dos intentos más prometedores (a saber, el disposicionalismo moral y el realismo procedimentalista) de fijar ese contenido sin atribuir rasgos morales al mundo. Esto me conduce a concluir que los programas constructivistas no pueden llevarse a cabo coherentemente, porque no pueden, por un lado, conservar la visión desencantada del mundo y, por otro, distinguir la necesidad moral de la variabilidad de los juicios de gusto y los deseos. Ahora bien, más que ayudarnos a escapar del dilema moderno, esta conclusión parece sumirnos más profundamente en él: la reducción de los juicios morales a los gustos y apetitos de cada individuo no sólo nos resulta moralmente inquietante, sino que, según acabo de argumentar, no podemos llevarla a cabo coherentemente. Mi manera de intentar sacar la mosca de la botella consiste, no obstante, en poner en tela de juicio el otro extremo del dilema, a saber, la visión desencantada del mundo. La noción de causa completa yace en el fondo de la visión mecanicista (y, por tanto, desencantada) del mundo. De acuerdo con esa noción, cada suceso físico tiene una causa física completa, es decir, un conjunto de condiciones físicas antecedentes de las que, junto con las leyes de la naturaleza, se sigue inexorablemente el suceso físico en cuestión. En Corbí y Prades (2000), argumentamos con detenimiento que la noción de causa completa es internamente incoherente porque: (a) no hay ningún conjunto de condiciones físicas antecedentes del que, junto a las leyes de la naturaleza, se siga inexorablemente (es decir, en todos los mundos físicamente posibles) un efecto físico, pues es imprescindible añadir la cláusula “y, en ese contexto, ésas son todas las condiciones físicas involucradas” y eso conlleva un 80 JOSEP CORBÍ anclaje a un contexto causal que es justamente lo que la noción de causa completa pretendía eliminar; (b) aun si resolviésemos esta dificultad y pudiésemos enumerar tales condiciones físicas antecedentes, eso nos obligaría a entrar en un nivel de detalle tal que, para cada suceso físico que propusiésemos, siempre podríamos encontrar que se da más de un conjunto de condiciones que garantiza inexorablemente la producción del efecto, por lo que la identificación de causas completas supone que todos los procesos causales están sobredeterminados y eso es algo que ningún mecanicista está dispuesto a aceptar. En el capítulo 8 de Un moral lugar para la moral, encontramos una breve reconstrucción de estas dos líneas argumentativas, mientras que en el capítulo 9 intento extraer las consecuencias que se pueden derivar para la objetividad de la moral. El hecho de que la causa de un suceso físico sólo pueda identificarse sobre un trasfondo causal, y que la distinción entre causa y trasfondo causal dependa ineludiblemente de los intereses que guían la investigación, me lleva a concluir que la objetividad de los procesos causales que descubre la ciencia no puede consistir en que tales procesos tengan condiciones de identidad totalmente independientes de nuestras prácticas de investigación, que si queremos reconocer los fenómenos físicos como objetivos, hemos de apelar a otra noción de objetividad, una noción que haga compatible la objetividad de un fenómeno con el hecho de que sus condiciones de identidad no sean independientes de nuestras prácticas. Todavía se podría argumentar, sin embargo, que el modo en que las propiedades morales dependen de nuestros intereses difiere sustancialmente de cualquier sentido en el que la identificación de los procesos causales sea relativa a los intereses que guían nuestras prácticas investigadoras. En este punto examino los dos argumentos que considero más poderosos en favor de esa diferencia: el argumento del acuerdo y el argumento del éxito. En ambos casos concluyo que tales argumentos sólo ayudan a trazar la diferencia entre las propiedades físicas y las morales si presuponemos la noción de causa completa, la concepción desencantada del mundo, cuya incoherencia interna estábamos EN RESPUESTA AL COMENTARIO DE CARLOS PEREDA 81 dando por supuesta en este momento de la discusión. Por eso concluyo diciendo: No cabe duda de que, para cualquier estándar razonable de objetividad que se pueda elaborar, las teorías científicas podrán satisfacerlo. El propósito principal de este libro ha consistido precisamente en mostrar que, en cualquier sentido en el que podamos decir legítimamente que la ciencia nos revela aspectos objetivos del mundo, deberemos reconocer que en ese mundo hay también hechos morales como el engaño o la tortura. (Corbí 2003, p. 178) Una vez establecido el sentido en el que defiendo la objetividad de la moral y por qué pienso que los programas constructivistas no pueden dar cuenta del contenido de nuestros juicios morales, podemos pasar a examinar las razones por las que Pereda piensa que no atribuyo a los principios el papel que merecen en la deliberación moral. 6. Como ya dije, mis discrepancias con Pereda respecto al papel de los principios en la deliberación moral son fundamentalmente cuestión de énfasis, excepto en un punto crucial que en su momento destacaré. En Un lugar para la moral elaboro con tanto detalle los argumentos que ponen de manifiesto los límites del papel que los principios generales desempeñan en la deliberación moral, que uno puede fácilmente pensar que mi propósito es mostrar que los principios no cumplen ningún papel en ese modo de deliberación. Sin embargo, nada más lejos de mi intención; de hecho, reconozco explícitamente en mi ensayo cada uno de los papeles que Pereda atribuye a los principios. Básicamente, Pereda entiende que (a) los principios universales son “principios con los cuales no sólo nos autodeterminamos sino que nos autoconstituimos en la persona que somos” (Pereda 2004, p. 70); pero (b) insiste en que los principios universales están subdeterminados y que se requieren otros elementos para fijar la respuesta a preguntas prácticas particulares. En el juego de lo general a lo particular vamos formándonos como sujetos y vamos definiendo las respuestas correctas a cada cuestión moral: 82 JOSEP CORBÍ Una vez que hayamos cultivado tales virtudes, probaremos si el ejercicio de tales virtudes conduce a la realización del principio en cuestión y, a su vez, los principios, en cuanto propuestas subdeterminadas, se irán determinando en un ir y venir recíproco y sin fin. (Pereda 2004, p. 71) Respecto a (a), he de decir que, en Un lugar para la moral, no sólo reconozco el papel del imperativo categórico en la deliberación moral una vez que éste se entiende en términos no formales, es decir, como un imperativo que se alimenta de intuiciones morales particulares; sino que, siguiendo a Alasdair MacIntyre,1 subrayo el papel de los fines generales (y, por tanto, de los principios) en la deliberación práctica: Podemos entender la unidad de la vida de una persona reflexiva a partir del concepto medieval de búsqueda, un concepto que recoge dos rasgos cruciales de la deliberación constitutiva. Es necesario para esa búsqueda que haya un telos, una finalidad, mínimamente definida que oriente la deliberación. Se perfila así uno de los puntos de partida de la reflexión que contribuye a articular la vida de una persona y en cuyos términos esa persona evaluará retrospectivamente su propia existencia. Pero es todavía más difícil determinar, en cada caso, en qué consiste ser fiel a ese telos, y es en este punto donde la búsqueda alcanza su verdadera dificultad y se halla plagada de incertidumbres. No hay receta alguna que sustituya al doloroso proceso de la búsqueda, de la deliberación constitutiva. Esa búsqueda es, a un tiempo, el modo en el que cada persona va articulando la red de significaciones que constituye su vida, y la perspectiva desde la que evalúa el valor de la misma, su capacidad de ser fiel a lo importante, a lo que merece la pena. (Corbí 2003, p. 129) El papel que atribuyo en este texto al telos está, a mi entender, íntimamente emparentado con el papel de los principios universales en la autoconstitución del sujeto práctico que Pereda destaca en (a). Por otro lado, las dificultades para definir, en cada circunstancia, en qué consiste ser fiel a ese telos no son 1 Cfr. MacIntyre 1981, cap. 15. EN RESPUESTA AL COMENTARIO DE CARLOS PEREDA 83 tampoco ajenas al ir y venir entre lo general y lo particular que se recoge en (b). 7. Coincido igualmente con Pereda en que una de las lecciones que podemos aprender del fenómeno de la suerte moral es que, a la hora de imputar responsabilidades, hemos de evitar tanto el vértigo simplificador, que se desentiende totalmente de las consecuencias de nuestros actos, como el vértigo complicador, que nos convierte en responsables de todas las consecuencias de nuestros actos. Es ésta, a mi juicio, otra manera de aludir al hecho de que, en la imputación de responsabilidades, hemos de atender al margen de maniobra que el sujeto tenga en la situación de la que se trate y que la aplicación estricta del principio según el cual sólo somos responsables de lo que cae bajo nuestro control es de escasa utilidad. Es a esta idea precisamente a lo que aludo en la cita que Pereda presenta como expresión más clara de mi descrédito de los principios: “los principios generales no nos ayudan en exceso a la hora de determinar si somos o no responsables de ciertos sucesos” (Corbí 2003, p. 94), pues, la cita continúa: “Esos principios generales aludían, como vimos, a que uno sólo es responsable de lo que cae bajo su control y a que uno es responsable de lo que hace” (p. 95). Es decir, en este punto no estoy negando el papel de los principios generales en la deliberación práctica, sino mostrando cómo los mejores principios que se han esgrimido para delimitar nuestras responsabilidades no son útiles si no vienen mediados por cierto sentido del margen de maniobra que los principios mismos no pueden ofrecer. Y creo que, en esta observación, recojo la misma idea que Pereda expresa cuando nos advierte acerca de la necesidad de evitar tanto el vértigo simplificador como el complicador. 8. Hay, sin embargo, un punto donde se manifiesta nuestra discrepancia fundamental y que, como veremos, fija un límite muy significativo a lo que los principios pueden aportar a la deliberación práctica y que Pereda parece negar. Así, en un momento de sus comentarios, Pereda destaca: 84 JOSEP CORBÍ Respecto del principio de no tratar a ninguna persona como mero medio, se enfatizará su carácter de prohibición absoluta indicando que nunca, ni siquiera frente a la causa que consideremos más sagrada, o más útil para nuestra comunidad, y hasta para la humanidad en su conjunto, podremos tener esclavos o ser racistas, podremos poner una bomba en un tren o en una escuela. (Pereda 2004, p. 71; las cursivas son mías.) Este texto parece excluir la posibilidad de que los agentes morales nos encontremos ante un genuino dilema moral, como el dilema al que se enfrentaron quienes finalmente decidieron poner una bomba en un transbordador, a sabiendas de que morirían personas inocentes, para evitar que Hitler trasladase su arsenal de agua pesada desde Noruega hasta Alemania con el fin de fabricar la bomba atómica. Es difícil pensar que, en ese caso y tomadas las cautelas adecuadas para reducir al máximo el costo humano, no estuviese justificado poner una bomba en el transbordador, aunque, ciertamente, ese “nunca” que Pereda menciona siga reverberando en nuestro pesar por las muertes que acompañaron a la acción. Lo que defiendo, en Un lugar para la moral, es precisamente que existen muchos casos de conflictos de valores, de dilemas morales, en los que no hay principio alguno que nos indique cómo actuar, qué hacer, y que, en ese punto de la deliberación, hemos de acudir inexorablemente al juicio del hombre prudente, juicio que, a su vez, no puede descansar en último término en principios, sino en la visión de una persona bien formada, con la sensibilidad adecuada. Éste es el sentido en el que podemos entender que el tribunal último de lo correcto o de lo incorrecto no son los principios, sino el juicio del hombre prudente, su percepción de un asunto particular. Naturalmente, ese juicio no es un juicio desnudo, puede arroparse de razones, de principios, que de alguna manera lo ayudan a ver los aspectos relevantes de la situación, pero el criterio último no pueden ser los principios, pues éstos entran en conflicto los unos con los otros sin que exista principio alguno que pueda mediar entre ellos, sino la percepción. Se sigue de ello que el ideal del deliberador competente no será ya el de una persona que deja de EN RESPUESTA AL COMENTARIO DE CARLOS PEREDA 85 lado sus pasiones y aplica meticulosamente los principios de la razón, sino el de alguien que, fruto de una buena formación de su carácter, percibe con sutileza y corrección el modo en que ciertas experiencias se conectan con otras. Y, como hemos visto, en la formación de esa persona los principios desempeñarán un papel relevante, pero no podremos ya reconocerlos como el tribunal último de lo moralmente correcto o incorrecto. Esta insistencia en la percepción, en ver lo que hay, casa suavemente con el realismo moral que defiendo y tiene más problemas para integrarse en los programas constructivistas que Pereda propone. En cualquier caso, y como él mismo lo indica, éste es sólo un paso más en una discusión honesta y apasionada por lo que más nos importa: nuestra humanidad.2 BIBLIOGRAFÍA Corbí, J.E., 2004, “Normativity, Moral Realism, and Unmasking Explanations”, Theoria, vol. 19/2, no. 50, pp. 155–172. ––——, 2003, Un lugar para la moral, Antonio Machado Editores, Madrid. Corbí, J.E. y J.L. Prades, 2000, Minds, Causes, and Mechanisms. A Case against Physicalism, Blackwell, Oxford. MacIntyre, A., 1981, After Virtue, University of Notre Dame Press, Notre Dame. Pereda, C., 2004, “¿Puede la moral prescindir de principios universales? Una discusión con Josep Corbí”, Crítica (en este mismo número, pp. 67–74). Recibido el 15 de noviembre de 2004; aceptado el 1 de diciembre de 2004. 2 Quiero, en primer lugar, agradecerle a Marta Moreno sus comentarios acerca de la primera versión de este escrito y señalar, en segundo término, que éste se ha elaborado en el seno del proyecto de investigación “Creencia Motivación y Verdad”, parcialmente subvencionado por la Generalitat Valenciana (GV04B-251 y GRUPOS04/48) y por el Ministerio de Ciencia y Tecnología (BFF2003–08335–C03–01).
Un lugar para la moral Josep E. Corbí (Universidad de Valencia) Madrid 2003 Antonio Machado Editores 1 RESUMEN En un estilo literario en el que abundan los elementos narrativos y se evita la erudición, este libro defiende la existencia un lugar para la moral en la imagen del mundo que nos ofrece la ciencia. La moralidad se encuentra atrapada en un serio dilema, pues, por un lado, la visión del mundo que nos proporciona la ciencia parece obligarnos a concebir los juicios morales como meramente subjetivos y, por otro, trato de mostrar que la experiencia moral no puede pensarse coherentemente sin atribuir relevancia moral a ciertos rasgos del mundo y, por tanto, desbordando los límites de lo meramente subjetivo. Una manera sencilla de evitar este dilema consiste en negar uno de los polos y, en este caso, el polo de la experiencia moral parece el más débil, el que puede desacreditarse más fácilmente como reliquia del pasado, como un tipo de experiencia que no tiene cabida en una imagen científica del mundo. La estrategia del libro es, sin duda, diferente. Su propósito es mostrar que la objetividad de los rasgos morales es compatible con lo que las teorías científicas nos dicen acerca del mundo. Para ello, se ofrece una interpretación de lo que dice la ciencia diferente de la que postula una visión desencantada del mundo. 2 Índice 1. Virtu?experiencias 2. Sensaciones del desencanto 3. El contenido de un reproche 4. Motivos para actuar 5. La rueda de la fortuna 6. Conflicto de valores en la Tierra Prometida 7. Deliberar y mirar 8. La noche de Copérnico 9. Objetividad de la moral 10. Nota bibliográfica y agradecimientos. 3 1 Virtu?experiencias 1. Acurrucada en la trinchera, escucha María el silbido de los aviones, el estallido estremecedor de las bombas, tiene miedo, sus compañeros guardan silencio, temen como ella que alguna de esas bombas caiga sobre sus cabezas. Esta noche ha habido suerte, a los pilotos les ha faltado puntería, oyen cómo se aleja el ruido de los motores mientras respiran aliviados, piensan que de momento están vivos y que todavía les quedan unos horas de sueño antes de que despunte el alba y vuelva el calor implacable del estío aragonés. En este punto dulce de la experiencia empiezan a encenderse las luces del pequeño salón en el que se encuentran María y sus amigos, indicando que la sesión de tarde ha concluido. Les ha sabido a poco y piensan volver el próximo domingo para vivir una nueva secuencia de la guerra civil, es un tema que les apasiona. En realidad, estos Saloncitos de Virtuexperiencia son muchos más impactantes que la mejor película porque uno no necesita identificarse con el personaje para compartir sus penas y alegrías. Uno mismo es ahora el verdadero protagonista de la historia, el sujeto de la virtuexperiencia. Durante la sesión de virtuexperiencia, María no temía por que el protagonista muriera destrozado por la metralla de una bomba, sino que lo realmente le asustaba era que ella misma pudiese morir en aquella perdida trinchera. Afortunadamente, aquello no era más que un sueño, aunque ciertamente nada en la virtuexperiencia le hiciera pensar que así fuera. María vivió su temor igual que si realmente estuviese en una trinchera. 4 No percibía nada en el fragor del bombardeo que le permitiese sospechar que no se trataba, al fin y al cabo, más que de una virtuexperiencia. Esta es, sin duda, la principal novedad de los Saloncitos que empiezan a florecer en la ciudad. Nos seducen hasta tal punto que ya no se trata de que María se identifique con el papel de una valiente y utópica miliciana a sabiendas de que no es más que un juego, un papel que decide representar por un rato como quien se pone un disfraz. La novedad de la virtuexperiencia estriba, más bien, en que uno se encuentra en un estado hipnótico, ha perdido la conexión con la experiencia real e interpreta la virtuexperiencia como un fragmento más de su experiencia efectiva. Eso es lo que tiene de verdaderamente apasionante. Poder vivir con la mayor intensidad muchas experiencias que en la vida cotidiana nos están vedadas, por su excesivo coste, por nuestras limitaciones físicas, por su riesgo. Nadie cuando entra en los Saloncitos de Virtuexperiencias teme por su vida, aunque parte de su atractivo resida precisamente en participar en experiencias en las que parece que inevitablemente la vida de uno está en peligro. Emoción y seguridad. O, al menos, eso es lo que a primera vista parece, pues se sospecha que en algunos de esos Saloncitos los clientes se someten a formas de virtuexperiencia que pueden acabar alterando radicalmente su vida. Se han desarrollado recientemente programas que incorporan a la virtuexperiencia la experiencia del despertar o, para ser más exactos, la experiencia de la desconexión o del retorno a la experiencia real. El experienciador -así es como se denomina a los humanos en el argot de estas empresas- creerá que está abandonando el Saloncito para retirarse a su casa a cenar, pero, de hecho, está todavía sentado en el Saloncito y la experiencia del despertar no será más que una virtuexperiencia proporcionada por la máquina. En este tipo de virtujuegos, el experienciador no tiene ni idea de lo que están haciendo con él. Creerá estar llevando una vida normal, incluyendo sus visitas periódicas al Saloncito de Virtuexperiencias, pero, en realidad, seguirá 5 conectado a la máquina de la ilusión. Tal vez toda nuestra vida no sea más que una virtuexperiencia. No hace falta, en cualquier caso, acudir a los Saloncitos para caer en la cuenta de esa posibilidad. Con frecuencia creemos que algo que estamos soñando, nos está ocurriendo realmente; si bien, al despertar, respiramos con alivio (o con pesar) al descubrir que no era así. Los sueños son a menudo caóticos y raramente nos sentimos atrapados por ellos, pero si los sueños mantuviesen una estructura coherente, ¿cómo podríamos distinguir entre el sueño y la vigilia? ¿No podríamos pensar en un perverso neurocirujano que se cuidase de manipular nuestro cerebro para que nada en nuestros sueños suscitase nuestra sospecha, para que fuesen ordenados y coherentes, para que nada traicionase su carácter onírico? Pero si existe esa posibilidad, ¿no podría ocurrir que nuestra experiencia fuese ya, de hecho, el resultado de esa astuta manipulación? Podría ser, pero esa duda es demasiado genérica como para inquietarnos genuinamente. Ni siquiera los filósofos se la toman realmente en serio, no queda en su vida cotidiana rastro alguno de esa duda. No se trata sólo de que para vivir deba el filósofo seguir creyendo en la solidez del suelo en el que se apoya o en la existencia de la manzana que ahora saborea, sino que su manera de conducirse, de actuar, no se ve en absoluto alterada por esa duda genérica. Su vida sigue exactamente igual. Esa duda es para él como un paréntesis vacacional: le relaja, le divierte, pero no le transforma. Hay, sin embargo, otras dudas de las que no es tan fácil desentenderse. 2. Las empresas de virtuexperiencia están diseñando una forma de incertidumbre mucho más desazonadora que la anterior. No les basta con jugar con sus clientes como si fuesen peleles, con confundirles hasta tal punto de que lo que creen que les ocurre no tenga nada que ver con lo que de hecho les está ocurriendo, con hacerles vivir una vida totalmente ilusoria. Esta no es en cierto modo más que una alteración superficial; al fin y al cabo, el cliente sigue creyendo (aunque equivocadamente) que 6 puede distinguir entre sus experiencias y sus virtuexperiencias. La mera posibilidad genérica del engaño no es suficiente para socavar esa confianza. Pero hay otras situaciones que podrían acabar minando esa certidumbre. Hay enfermedades mentales en las que, con frecuencia, experiencias ilusorias aparecen con la vivacidad de las verídicas. A la persona enferma le cuesta reconocer su enfermedad, tiende a pensar que los demás le engañan al negar que ciertos sonidos y voces se han producido realmente, o bien que está dotado de una sensibilidad superior y que tiene acceso a hechos cruciales que a los demás se les escapan. Mas, en los casos en que acaba aceptando su enfermedad, el paciente empieza a dudar de su capacidad de discriminación, de su habilidad para discernir si los sonidos y voces que escucha se están o no produciendo realmente. Esta situación de confusión tiene, no obstante, sus límites, afecta tan sólo a una parte de la experiencia. El enfermo está sobre aviso, sabe que cierto tipo de situaciones son especialmente desfavorables, que debe de desconfiar de cierta clase de experiencias, pero no en general. En la virtuexperiencia puede superarse fácilmente este límite. La nueva generación de virtujuegos pretende aniquilar la confianza del experienciador en su capacidad de distinguir la virtuexperiencia de la experiencia real. Para ello, el juego empieza insertando fragmentos con la apariencia de una tenue virtualidad en periodos de experiencia verídica. Tales fragmentos engarzan perfectamente con la secuencia efectivamente vivida, al experienciador sólo le resulta extraño el tenue aire de virtualidad que acompañaba a la experiencia. Se distorsionan también experiencias verídicas tiñéndolas de una apariencia virtual. Llega un momento en que el contenido del virtujuego está tan entremezclado con lo que el sujeto entiende que es su vida real que éste no se siente en ningún momento seguro de si su experiencia es real o virtual. Para conseguir más fácilmente estos efectos, la acción del virtujuego se despliega a distancia, no es necesario desplazarse al Saloncito, sino que 7 un receptor implantado en el cerebro procesa las órdenes que recibe del virtujuego. Ni siquiera las opiniones y comentarios de otra persona pueden ayudarle. De nada le sirve al experienciador que otro le diga que tal y tal cosa no ocurrió realmente, que le insinúe que ha sido víctima de una virtuexperiencia o que, por el contrario, le confirme el carácter verídico de su experiencia. Al fin y al cabo, las opiniones ajenas pueden formar parte ellas mismas de una virtuexperiencia. Pero eso no es demasiado importante, ya hemos señalado que no nos sentimos amenazados por la mera posibilidad de que toda nuestra experiencia sea ilusoria. El verdadero desasosiego del experienciador empieza cuando el virtujuego se encarga de que las voces y cuerpos de sus vecinos y amigos se tiñan ocasionalmente de una suave aura de virtualidad, de que algunas de las situaciones más plausibles, más cotidianas, se distorsionen ligeramente para que parezcan criaturas de su imaginación o, por el contrario, que situaciones extravagantes queden subrayadas por los nítidos perfiles de lo real, de manera que el experienciador acabe sintiéndose inseguro, no esté nunca convencido de que está hablando con un interlocutor real ni tampoco se sienta capaz de descartarlo como un ser meramente imaginario. Podemos sospechar el desasosiego del experienciador ante esa situación ambigua, ciertamente no nos gustaría vernos en su experiencia, pero, ¿durante cuánto tiempo permanecerá su desazón? ¿Hasta cuándo preguntará desencajado si lo que cree estar viviendo le está ocurriendo o no realmente? ¿No acabará extinguiéndose ese desasosiego cuando se convenza de que nunca podrá sentirse mínimamente seguro acerca de si los hechos acontecieron realmente o fueron una mera virtuexperiencia? El virtujuego estará diseñado para que su vida se vea plagada de incertidumbres de ese tipo, para que el experienciador se acostumbre a ellas y deje de darles importancia. 8 3. Podría ocurrir que, dada la desconfianza del experienciador en su capacidad para distinguir la experiencia verídica de la ilusoria, acabe perdiendo su interés en saber si realmente ha matado a su vecino o si fue sólo una ilusión, si realmente su hijo está sano o si su salud es un espejismo generado por la virtuexperiencia. Dicho de otro modo, en su vida la experiencia ilusoria acabará teniendo la misma importancia que la real. La misma importancia, pero ¿qué grado de importancia? ¿La enorme importancia que atribuimos a un homicidio, o la escasa relevancia que le concedemos a un sueño, a una ilusión? ¿Se creará, acaso, un nuevo espacio experiencial en el que el sujeto adopte una actitud intermedia? ¿Cómo será esa actitud intermedia? Parece, en cualquier caso, que el experienciador perdería la capacidad de identificarse plenamente con su experiencia y, con ello, desaparecería curiosamente el mayor encanto de los Saloncitos de Virtuexperiencia, pues si el experienciador no siente que puede trazar esa distinción con certeza, se diluye también su capacidad de sumergirse en la virtuexperiencia y de vivirla como una experiencia a secas. El problema es que nuestras experiencias de responsabilidad moral, la relevancia que asignamos a los vínculos personales en nuestras vidas, parece que también descansan en ese supuesto, en esa confianza en la capacidad de distinguir la experiencia real de la virtual. En la medida en que las acciones moralmente relevantes se confundan con las virtuacciones, en que el sujeto desconfíe de su capacidad para discernir entre ambas situaciones, se irá erosionando la idea de responsabilidad moral, ¿podrá sentirse responsable moral el sujeto de una virtu?acción, es decir, de una acción que no se siente capaz de identificar como virtual o como real? ¿No se vería significativamente alterado nuestro concepto de responsabilidad moral? Según ese nuevo concepto, ¿sería uno igualmente responsable tanto de lo que hace como de lo que virtuhace? Algo semejante ocurre con las vínculos personales, ¿qué tipo de vínculo es posible con una virtu? 9 persona, es decir, una persona que el sujeto no se siente capaz de identificar como virtual o como real? Como vemos, los Saloncitos de Virtuexperiencias al transformar la relación del sujeto con su experiencia, al debilitar su identificación con la misma, acaba alterando el contenido mismo de la experiencia. Nuestra experiencia de la responsabilidad moral o de los vínculos personales, por recordar los ejemplos anteriores, se redefiniría conservando sólo un tenue lazo de unión con lo que todavía entendemos por tales experiencias. Hay, no obstante, una alteración igualmente sustantiva que hasta ahora nos ha pasado desapercibida y que, sin embargo, acentúa la amenaza que se cierne sobre nosotros. Hemos supuesto que el sujeto, el experienciador, permanece de algún modo estable a través de las virtuexperiencias, que el carácter y los rasgos psicológicos del mismo no se ven significativamente alterados por el juego. O, dicho de otro modo, no hemos mencionado la posibilidad de que el virtujuego manipule también el carácter del experienciador. Pero, tras saltar tantas barreras, ¿qué nos impediría rebasar esta? En esos virtujuegos, el experienciador podría elegir sus rasgos psicológicos con el fin de descubrir cómo vive el mundo una persona diferente. Un experienciador inicialmente tímido, podrá solicitar, por ejemplo, una experiencia del mundo como la que disfruta una persona abierta y desenfadada; un experienciador irascible buscará tal vez sosiego en un personaje pacífico y relajado, etc. De este modo, en los modestos Saloncitos, el sujeto podrá recorrer tantas vidas como desee, tantas actitudes y carácteres como le atraigan. Estará así en una situación envidiable para valorar sus respectivos límites y ventajas. Tal vez se defienda la bondad de estos juegos argumentando que favorecen la comprensión entre diferentes razas y culturas. El americano blanco podría ponerse por un rato en la piel de un americano negro, el señorito andaluz en la piel de uno de sus temporeros, el gitano en la piel del payo, etc. 10 Estos cambios nos resultan atractivos porque estamos tácitamente suponiendo que el experienciador tiene un carácter al que volver, una carácter que reconoce como el suyo, frente al resto de los carácteres por los que esporádicamente deambula y que percibe como ajenos o postizos. Pero recordemos que la nueva generación de virtujuegos no sólo te permite cambiar aleatoriamente de carácter, sino que, además, el experienciador ya no confía en su capacidad de distinguir cuándo está dentro o fuera de la virtuexperiencia, cuándo se trata de un carácter que ha adoptado transitoriamente y cuándo el carácter que en un momento le guía es genuinamente su carácter. En esa situación, ¿cómo podrá el experienciador identificar uno de esos carácteres como su carácter? ¿No deberá generar un nuevo modo de relación con los carácteres que vayan surgiendo en el curso de su experiencia? ¿No será esa relación necesariamente distante de tal manera que el sujeto no pueda ya identificarse plenamente con un carácter, reconocerlo como su carácter? Mas, ¿qué quedaría entonces de él, pues lo que vale para el carácter también se aplica a los deseos, proyectos, compromisos, ilusiones, etc. del experienciador en cuestión? El desarrollo de la virtuexperiencia, como veremos al final del capítulo 5, puede acabar disolviendo la pregunta misma por la identidad del sujeto, del experienciador. 4. Ante una situación desesperada, siempre hay personas que buscan formas de consuelo. Alguien podría decir que las virtuexperiencias de las que tanto hablo todavía son un ejercicio de ciencia-ficción, que el mundo virtual al que estamos habituados es todavía torpe e incompleto. Los video-juegos que apasionan a los jóvenes (y no tan jóvenes) reconstruyen cada vez más aspectos de las circunstancias reales, favorecen que se diluya la distancia entre el mundo virtual y el mundo real, pero sólo en casos patológicos el sujeto lo vive como una virtuexperiencia, como si lo que allí ocurre le aconteciese a él realmente. Eso es cierto, todavía estamos lejos de la virtuexperiencia. Pero incluso a 11 quien busca consuelo se le escapa la palabra 'todavía'. Esa palabra apunta a una expectativa, a un temor. ¿Tiene algún fundamento ese miedo? ¿Tenemos razones para pensar que los Saloncitos de Virtuexperiencias podrán rebasar algún día los límites de la ciencia-ficción? Todo en nuestra visión del mundo invita a responder afirmativamente. Pensemos en María regresando de su sesión vespertina en el Saloncito. Camino de casa hay un pequeño quiosco que abre los domingos por la tarde y donde venden rosas rojas para los transeúntes despistados y nostálgicos. María se detiene a menudo a mirar las flores, de vez en cuando compra una para que le haga compañía durante la semana. Este domingo ve que las flores están particularmente tersas y hermosas, se para un instante, las contempla, se acerca un poco para oler su perfume y sigue. Centrémonos, no obstante, en el momento en que María contempla las rosas. Son muchas las cosas que pueden decirse sobre ese instante, sobre la experiencia de María, pero consideraremos lo que inicialmente sólo parece un aspecto de la situación. Las rosas reflejan parte de la luz que incide sobre ellas. Esas ondas reflejadas alcanzan los ojos oscuros y cansados de María, provocan una alteración en la retina y acaban estimulando su nervio óptico. Se activan finalmente ciertas zonas de su cerebro y María acaba viendo que esta tarde también hay rosas en el quiosco. En términos abstractos, podríamos decir que si María ve las rosas, es porque tiene lugar una secuencia causal que, iniciándose en el reflejo de ciertas ondas lumínicas por parte de la rosa, concluye en la estimulación de un conjunto de neuronas en su cerebro. ¿Quién duda de que este proceso causal es al menos parte de lo que tiene lugar cuando María contempla la rosa? Sin embargo, esta tarde las rosas no eran de verdad, eran artificiales, y su olor emanaba del perfume con el que el quiosquero las había rociado cuidadosamente. María se habría sentido decepcionada si hubiese llegado a saber que las rosas eran artificiales, pero afortunadamente no se dio cuenta, fue 12 víctima de un engaño inocente. Volvamos a los términos abstractos: el engaño fue posible porque la rosa artificial fue diseñada para que reflejase la luz del mismo modo que una rosa natural y el perfume para que oliese igual que la rosa. Este es el artificio que facilitó el engaño. Pero todos sabemos que, aunque la verdad sea una, los caminos de la distorsión y la mentira son innumerables. El arte de la seducción practicado por los fabricantes de flores artificiales es uno de los más antiguos y nobles, pero abre las puertas a otras formas más sofisticadas de distorsión. La rosa de plástico refleja ciertas ondas lumínicas que alcanzan los hermosos ojos de María. El engaño prospera porque las ondas lumínicas que emanan de la rosa artificial son iguales que las que emanarían de la rosa verdadera. Lo importante no es, como vemos, de dónde emanan las ondas, sino qué ondas llegan a los oscuros ojos de María. Esas ondas pueden haber emanado de una rosa verdadera (y entonces no habría engaño), o de una rosa artificial, pero también podrían haber sido generadas por un emanador de ondas lumínicas, es decir, una aparato diseñado para emanar el tipo de ondas lumínicas que en cada momento deseemos. Este aparato es mucho más cómodo y funcional que las rosas artificiales porque con un sólo aparato podemos generar multitud de ilusiones ópticas. Podemos gozar con una rosa, pero también podríamos disfrutar de la ilusión de una nueva casa sin apenas esfuerzo. Y la ilusión, aun a sabiendas de que lo es, tiene su encanto: al fin y al cabo, las rosas artificiales también se venden. La senda de la ilusión no se detiene en nuestros ojos. ¿Qué nos impide estimular directamente el nervio óptico, generar en las terminaciones nerviosas las mismas alteraciones que provocan en el nervio las modificaciones del ojo cuando este recibe el impacto de las ondas lumínicas? De este modo, las personas cuya ceguera se debe a algún daño en sus ojos podrían llegar a tener ilusiones ópticas. Alguien podría pensar que no sólo ilusiones ópticas, sino incluso ver, pues los artificios a los que aludimos no sólo pueden provocar engaños amables o perversos, sino que, debidamente diseñados, podrían detectar las ondas 13 lumínicas que emanan de la rosa que se encuentra en el entorno de la persona con los ojos dañados, o simplemente tapados, y estimular el nervio óptico del modo en que lo hacen los ojos sanos cuando reciben el impacto de tales ondas. De este modo, el sujeto vería la rosa a través de ese nuevo artilugio, sin usar los ojos. Nada impide construir este tipo de aparatos. De hecho, parece que cada vez estamos más cerca de conseguirlo. Ahora bien, una vez que hemos logrado dejar de lado los ojos y estimular directamente el nervio óptico, podemos sentir la tentación de dirigirnos directamente al cerebro y estimular las neuronas correspondientes. Esta es, al fin y al cabo, la esperanza de las personas que son ciegas no porque sus ojos estén dañados, sino porque su nervio óptico está muerto. Esa esperanza es precisamente la que nos conduce de manera inexorable a los Saloncitos de Virtuexperiencias. Los virtujuegos estimulan directamente las neuronas de nuestro cerebro y, por supuesto, si la estimulación es lo suficientemente sutil, el experienciador no puede discernir si ese estímulo procede de un objeto del mundo exterior o es el efecto de una manipulación de su cerebro. Por eso el experienciador se identifica con la virtuexperiencia como lo hace con la experiencia verídica. María temía los bombardeos en la virtuexperiencia como hubiese temido los bombardeos si se hubiese encontrado efectivamente en una trinchera. La relación del experienciador con la virtuexperiencia es la misma que con la experiencia verídica porque la actividad cerebral de María es la misma en uno y otro caso. No hay modo alguno de que, en el transcurso de la experiencia, María pueda sospechar que se trata sólo de una virtuexperiencia. A no ser, como ya hemos visto, que el virtujuego esté especialmente programado para generar esa sospecha. Parece inevitable, en cualquier caso, que el desarrollo tecnológico conduzca, tarde o temprano, a la implantación de la virtuexperiencia. O, quizá de un modo más exacto, podríamos decir que parece que no hay nada en nuestra visión del mundo, en la imagen del mundo que nos 14 proporciona la ciencia, que excluya la posibilidad de que se produzcan los avances tecnológicos necesarios para la proliferación de los Saloncitos de Virtuexperiencias. Es cierto que un halo de misterio envuelve todavía a las operaciones de nuestra mente. Por mucho que el neurocientífico examine los recovecos de nuestro cerebro, nunca encontrará el olor de la rosa ni el miedo de María, sólo redes barrocas de neuronas. Uno no puede dejar de preguntarse: ¿cómo es posible que estas neuronas permitan que María disfrute del olor de la rosa? ¿Por qué una piedra o un conjunto de piedras no lo consiguen? No obstante, a las empresas de virtuexperiencias estos misterios les aburren. Lo que les interesa saber es cómo manipular las experiencias y saben que modificando adecuadamente las neuronas, alteran a su gusto la experiencia del sujeto. Eso es todo lo que ellas desean saber y una parte significativa de lo que nosotros deberíamos temer. 15 5 La rueda de la fortuna 1. A las ocho de la mañana acaba el turno de noche, Enric está cansado, somnoliento, se ha pasado toda la noche trajinando en Urgencias. Tiene el coche en el parking del hospital, se dirige hacia él mientras unas gotas de lluvia humedecen sus párpados. Ahora tiene que conducir hasta casa, son sólo veinte minutos antes de llegar, ducharse, besar a los niños que se van al colegio y poder meterse, ahora sí, en la cama para abandonarse al sueño y al cansancio. Mientras circula por la avenida, arropado por millares de coches que se dirigen al trabajo, enciende la radio para escuchar las noticias, pero la emisora que sale no es la que esperaba, es una de esas emisoras que emiten constantemente anuncios y música de moda. Intenta buscar una emisora donde den noticias, no lo consigue, dirige por un instante la mirada a la pantalla digital de la radio, pero antes de que suene la voz del noticiero, oye un golpe sordo en el chasis de su coche. Por instinto, levanta rápidamente la mirada y frena en seco, el coche se desliza unos metros por la calzada húmeda. No sabe muy bien qué ha pasado. A su derecha aparece una moto en el suelo, tiene la rueda de detrás destrozada, unos metros más allá se encuentra el motorista, tiene la cabeza ensangrentada, parece que respira con dificultad, alguien está llamando por un móvil, que venga una ambulancia, pronto. La circulación de la avenida se ha detenido y Enric siente el peso de un silencio inesperado. Empieza a pensar que tal vez su despiste haya sido la causa del accidente, recuerda que mientras trataba de sintonizar la radio el coche ha desviado ligeramente su trayectoria. No había visto al motorista por el espejo retrovisor o, quizá, ni siquiera había mirado para 16 comprobarlo. A estas horas de la mañana y después de una noche de trabajo, uno conduce maquinalmente, no sabe muy bien lo que hace o lo que deja de hacer. El motorista vendría rápido, esquivando a los vehículos de cuatro ruedas para llegar a tiempo al trabajo. Enric mismo había hecho eso muchas veces, cuando todavía no tenía dinero para comprarse un coche y se desplazaba en moto por la ciudad. Le dicen que el motorista llevaba el casco desabrochado y que por eso al caer había saltado por los aires y su cabeza había sufrido toda la fuerza del impacto. Ya se lo lleva la ambulancia, su cara tiene muy mal aspecto, nadie confía en que llegue vivo al hospital. La policía se dirige a Enric, le hace preguntas, le interroga, todas las versiones apuntan a que su coche se salió del carril y golpeó la moto que estaba a punto de rebasarle. Enric se da cuenta de pronto de que él es probablemente el principal responsable del accidente, de que si él no se hubiese descuidado, si no se hubiese empeñado en buscar las noticias en la radio, ahora estaría ya cerca de su casa y no habría pasado nada. El motorista habría llegado a su destino y la vida seguiría su curso, anodino y rutinario. ¡Cómo añora ahora la vida que antes le resultaba insoportable! No habrá ya besos para los niños ni una cama donde descansar. La policía le toma los datos, le piden que firme una declaración, Enric no se resiste, sólo espera que el motorista no fallezca, que no le queden secuelas. Cuando acaban los trámites, le dicen que puede irse a casa, pero que esté localizable por si se producen noticias y es necesario hacer alguna gestión. Enric no puede coger el coche, se lo aparcan y un taxi le lleva a casa, donde ya no queda nadie. Los niños ya están en el colegio y su mujer trabajando. Tiene que llamarla para que no se preocupe o, más bien, para que se preocupe, pero antes tiene que serenarse, analizar la situación. Tuvo mala suerte. Cuantas veces no habrá cometido un descuido mientras conducía, no sólo para encender la radio, sino para dirigirse a los niños que se peleaban en el asiento de detrás, o cuando volvía con algunas gotas de alcohol después de una fiesta, o cuando el nerviosismo 17 le hacía adelantar en una situación peligrosa. Él no es un conductor imprudente, pero esos pequeños errores, esas negligencias, son inevitables. Nadie puede mantener la atención indefinidamente. Además, si estás demasiado tenso, tampoco es bueno, puedes cometer otro tipo de torpezas. Nunca pasa nada, hasta la persona más prudente ha conducido alguna vez con sueño, con cansancio, ha relajado su atención por un instante. Lo malo es que si en ese instante se cruza un niño, aparece una moto, puedes convertirte de repente en un homicida. Descuidos y negligencias que se acumulan calladamente, que apenas recordamos, se transforman de pronto en algo esencial, en algo que puede cambiarte la vida y que no depende de ti, sino de la rueda de la fortuna. Puedes extremar las precauciones, intentar evitar las situaciones de riesgo, pero aun así, nunca se sabe, siempre puede surgir algún imprevisto. Además si exageras la prudencia, tienes que renunciar a hacer muchas cosas, casi no podrías viajar, incluso deberías abandonar tu trabajo, sobre todo por la noche cuando el sueño y el cansancio producen un efecto semejante al del alcohol. Tampoco podrías tener hijos porque dan malas noches y es imprudente ir a trabajar en esas condiciones. No se puede vivir sin asumir algún riesgo. Si tienes suerte no pasa nada, las pequeñas imprudencias apenas las vemos; pero un golpe de mala suerte y, de repente, puedes ser responsable de la muerte de una persona, te conviertes en un homicida. Cuando obtuvo su plaza de celador en el hospital, pensó que su vida sería un poco monótona y aburrida, al menos en el trabajo, pero tendría un sueldo seguro con el que hacer sus cálculos y pagar sus préstamos. No se le ocurrió que la vida podía dar muchas vueltas y que, repentinamente, un gesto trivial, sintonizar una emisora, cambiase su vida. Habitualmente, cuando Enric sintoniza la radio con el coche en marcha, no hace más que eso, sintonizar la radio. Sin embargo, esta mañana ha hecho algo más, al sintonizar la radio, ha atropellado a un motorista que ahora se debate entre la vida y la muerte. La diferencia entre lo que ha hecho hoy y lo que hizo otros días, la pone la fortuna, 18 elementos que escapan a su control, el paso de la moto justo cuando su coche se salía del carril. ¿Por qué no habría llevado más cuidado? Esta pregunta es un gesto inútil no sólo porque sabe que no hay marcha atrás, sino porque sabe que, aunque hubiese llevado más cuidado en esta ocasión, habría muchas otras en las que no sería así, en las que se despistaría por un instante y eso es suficiente para que la fortuna introduzca su guadaña. Se acuerda de esos conductores locos que ha visto tantas veces por las calles de su ciudad, por las carreteras, conduciendo a toda velocidad, dando giros imprevistos, cambiando constantemente de carril, adelantando en una curva o en un cambio de rasante, con los ojos rojos de alcohol o de otras sustancias. Muchos de ellos llegan a sus casas sin que les ocurra nada, con las manos limpias, dispuestos a disfrutar de un buen partido de fútbol en la televisión o de un dulce sueño. Han conducido de manera imprudente, temeraria, y sin embargo no tienen nada que reprocharse. La policía no les interroga y ellos ni siquiera cuentan a sus amigos lo sucedido porque no ha ocurrido nada digno de mención. Su vida no ha cambiado mientras que Enric está ahora apesadumbrado en la cocina de su casa, sin saber qué hacer. Al final llama al hospital como si fuera un extraño, sin darse a conocer, y pregunta por el motorista. Antes de contestarle le piden que se identifique, quieren saber si es un familiar, el dice que se trata simplemente de un persona que ayudó en el accidente, pero que no quiere dar su nombre, finalmente le confirman lo que él ya suponía, que el motorista había ingresado cadáver. El mundo se le cae encima, sale de casa, camina sin rumbo fijo. Él que sólo quería sintonizar las noticias es culpable de la muerte de una persona mientras que otros que conducen alocadamente están ahora tranquilamente en sus trabajos. No es justo. Lo que Enric, en su obcecación, nunca llegó a plantearse era si esa injusticia que ahora tanto le irritaba podía evitarse de algún modo. Hay numerosas injusticias que, aunque difíciles de subsanar, podemos al menos imaginar un orden social en el que quedasen corregidas, 19 pensemos, por ejemplo, en las discriminaciones por motivos étnicos, raciales, sexuales o religiosos. Existen, por otra parte, políticas que facilitan una distribución más justa de la riqueza o el acceso universal a la educación y a la sanidad. El problema con la injusticia que escandaliza a Enric es que no se vincula con una u otra práctica política o social sino, como seguidamente veremos, con la idea misma de responsabilidad moral. 2. A primera vista, podríamos pensar que uno no puede ser responsable moralmente más que de lo que depende de él mismo, de lo que cae bajo su control. Enric no puede ser responsable moralmente de la muerte del enfermo que yacía a la puerta del hospital y que su compañero desatendió, porque ese día libraba y se encontraba muy lejos del hospital. En cambio, sí que lo era su compañero porque estaba en su mano acudir a socorrerle. En la medida en que la responsabilidad moral sólo afecta a lo que cae bajo nuestro control, entonces podemos pensar que la bondad o maldad moral de una persona está en sus propias manos y que la vida es, desde un punto de vista moral, justa. Tenemos, por otra parte, la intuición de que uno es responsable de lo que hace o, en su caso, de lo que deja de hacer. El celador que dejó de asistir a quien necesitaba urgentemente su asistencia, es responsable por omisión; en cambio, Enric es responsable de lo que hizo, pero exactamente, ¿de qué es responsable? ¿De su distracción? ¿De golpear a la moto con su coche? ¿De la muerte del motorista? ¿Qué es lo que hizo Enric realmente? Alguien podría decir que lo único que Enric hizo fue dirigir su mirada a la radio mientras conducía, lo demás no lo hizo, simplemente sucedió, fue una consecuencia lamentable de sus actos. Uno no puede ser juzgado por las consecuencias en gran medida imprevisibles de sus actos, sino por los actos mismos. Él es responsable moralmente de una pequeña negligencia, de una distracción, no de un homicidio. Ese resultado fatal dependía de circunstancias que escapaban a su control. Si esto es así, ¿por qué se siente Enric apesadumbrado, culpable de la 20 muerte del motorista? ¿No sería su comportamiento totalmente desproporcionado e irracional? ¿Acaso no hizo hoy lo mismo que muchas otras veces hacemos cualquiera de nosotros, distraernos por un instante? ¿Hemos de sentir esa pesadumbre cada vez que nos distraemos? Tal vez lo que le pese sea la muerte del motorista, pero ¿por qué le ha de pesar más a él que a cualquiera de las personas pasaban por ahí? ¿Por qué siente que él está más directamente implicado? ¿No hemos quedado en que no lo ha matado Enric? La responsabilidad moral parece involucrar dos ideas que entran en conflicto: uno sólo es responsable moralmente de lo que cae bajo su control y uno es responsable moralmente de lo que hace. Enric se siente culpable de la muerte del motorista. Podríamos pensar que se siente culpable porque entiende que él ha matado al motorista, pero entonces no podemos decir que lo que uno hace cae bajo su control porque el hecho de que haya matado al motorista, en vez de simplemente haber sintonizado una emisora, depende de factores que escapaban a su control. Es decir, que si Enric se siente responsable de la muerte del motorista, es porque entiende que uno puede ser responsable de sucesos que no caen bajo su control. Si, por el contrario, insistiésemos en que ese sentimiento es irracional, que no tiene sentido pensar que alguien pueda ser responsable de acontecimientos y situaciones que escapan a su control, entonces deberíamos decir que Enric no mató al motorista, sino que Enric simplemente cometió la pequeña negligencia de desviar por un instante la mirada al sintonizar la radio. Enric sólo sería responsable de esta pequeña negligencia, pero no de la muerte del motorista. Esta estrategia tiende a estrechar la esfera de lo que una persona hace para intentar protegerla de los efectos de la fortuna, pero no deja de conducir a resultados bastante paradójicos. Deberíamos, en primer lugar, admitir que todas las pequeñas negligencias, sean cuales sean sus efectos, merecen la misma consideración moral. Deberíamos condenar con el mismo rigor, o con 21 la misma ligereza, un descuido que pasa desapercibido porque no tiene implicaciones negativas y una distracción con resultados trágicos. Consideremos a una madre que acude al teléfono mientras su bebé está en la bañera, y se entretiene en la conversación hasta el punto de olvidarse de su bebé. Esa madre dará un fuerte suspiro de alivio cuando, tras caer en la cuenta de que ha abandonado a su hijo, lo encuentra sano y salvo, chapoteando en el agua. Tal vez se dirá a sí misma que no debe ser tan despistada, decidirá que en el futuro no atenderá al teléfono cuando esté bañando a su hijo, pero nada en su vida habrá cambiado radicalmente. Al fin y al cabo su hijo está con ella. Supongamos, por el contrario, que al acudir al baño, tras su despiste, descubre horrorizada que su hijo se ha ahogado. No podrá ya reaccionar como antes, su vida quedará marcada por ese hecho, puede que su equilibrio psíquico se trastorne. El despiste que, si el bebé se conserva sano y salvo, no tiene importancia, adquiere una relevancia inmensa si conduce a la muerte del niño. Pero, por supuesto, el hecho de que el bebé muera o no ahogado es algo que escapa al control de la madre, como también escapa el control del conductor el que una moto aparezca en la calzada en un instante inoportuno. Si alguien quisiese evitar, de nuevo, que las consecuencias de una acción afecten a la responsabilidad moral de las personas implicadas, si alguien defendiese que la responsabilidad moral de Enric y de la madre es la misma tanto si sus respectivos descuidos dan lugar a sucesos lamentables como si no, entonces nos cuestionaríamos la relevancia que en la vida de los seres humanos tiene esa noción de responsabilidad moral; pues lo que nadie podría negar es que, en los casos anteriores, la significación vital de los respectivos descuidos varía radicalmente según sean las consecuencias. Dicho de otro modo, si la responsabilidad moral ha de ser inmune a la fortuna, al resultado de nuestras acciones, deberemos al menos reconocer que nuestras acciones a veces causan daños irreparables a otros seres humanos y 22 que ese daño, a pesar de escapar a nuestro control, puede tener tanta importancia en nuestras vidas que, como ocurre en el caso de la madre, lleguen a destruirla. En definitiva, el primer precio que pagamos al intentar salvaguardar la responsabilidad moral de los avatares de la fortuna, es disminuir la relevancia de la moralidad en la vida de las seres humanos. Es esta una victoria pírrica porque lo que Enric quería rescatar de la rueda de la fortuna no era un concepto o una institución como la moralidad, sino el núcleo de su vida. Y hagamos lo que hagamos con el concepto de responsabilidad moral, tanto la vida de Enric como la vida de la madre han quedado crucialmente tocadas por el infortunio. Vemos, pues, que el centro de la vida de una persona viene en gran medida definido por las circunstancias, por elementos sobre los que el individuo no ejerce ningún control. Las circunstancias pesan bastante más de lo que pudiera parecer. Si alguien, a la luz de los casos anteriores, todavía pensase que sólo las consecuencias de nuestros actos dependen de factores ajenos a nuestro control, que lo que Enric o la madre propiamente hacen depende de ellos mismos, que las circunstancias no influyen en nuestras acciones, es porque no ha considerado otros casos, otros modos en los que las circunstancias intervienen en la vida de las personas. 3. Adolf Eichmann se convirtió en un personaje siniestro que gestionaba, con pulcritud milimétrica, los traslados de cientos de miles de judíos a los campos de exterminio nazi y, sin embargo, no es absurdo pensar que él creía estar cumpliendo con su deber, con su trabajo. Simplemente, cumplía las órdenes de sus superiores y nada le hubiese parecido más perverso que desobedecerlas. Eso es precisamente parte de lo que alegó en el juicio celebrado en Jerusalén en el año 1961. Es fácil comprender que el infortunio hizo de Adolf Eichmann un genocida, en un contexto menos violento Eichmann hubiese llevado probablemente una vida 23 anodina, se hubiese esforzado por ascender en cualquier escalafón profesional gracias a su eficiencia y disciplina, pero no sería responsable de crimen alguno. No podemos negar, por otra parte, que el mundo está lleno de personas como Eichmann, de seres que encuentran en el sometimiento a sus superiores una especie paz, un sentimiento de orden, que necesitan para vivir y, al mismo tiempo, reconocen en esa disciplina el mecanismo idóneo para satisfacer su ambición, para ascender socialmente. Esos otros seres como Eichmann no salen a luz pública, no son objeto de acusaciones públicas, porque no han hecho nada grave, porque no son asesinos, torturadores o genocidas, simplemente llevan una vida gris y anodina. Esos seres han tenido, desde el punto de vista moral, más suerte que Eichmann, pues es verdad de ellos que si se hubiesen encontrado en las circunstancias de Eichmann, no habrían actuado de manera significativamente diferente. Y, entre esos seres se cuentan, como no podría ser de otro modo, también algunos judíos. Primo Levi nos habla con estupor de los Sondernkommandos (las Escuadras Especiales) que se encargaban de acudir a las cámaras de gas donde acababan de morir cientos de judíos, para quitarles el pelo, los dientes y muelas postizos, para arrastrar los cuerpos hasta las fosas comunes donde más que enterrados, eran ocultados. Este trabajo resultaba demasiado espeluznante incluso para los propios miembros de las SS y lo llevaban a cabo judíos reclutados nada más llegar a los campos de exterminio, aprovechando la desorientación de los primeros instantes. A cambio de un trato mejor, de una alimentación suficiente y de un cobijo, esos judíos se prestaban a ese trabajo inmundo aun a sabiendas de que sus días estaban contados, de que cuando llegase el relevo morirían igual que ellos habían contemplado la muerte de sus antecesores. ¿Por qué colaboraban? -nos preguntamos- ¿Por qué no se dejaban matar antes que participar en la muerte de sus propios hermanos? ¿Merecía la pena alargar su vida unas semanas más, una vida que sólo gracias al alcohol que les suministraban podían soportar? Puede parecernos horrible lo que esos judíos hicieron, pero igualmente grave 24 sería que nosotros, con la despensa llena y el cuerpo caliente, nos atreviésemos a juzgarles. Una pregunta se hace inevitable: ¿Quién de nosotros, en esas circunstancias, hubiese tenido la lucidez y la valentía suficiente para aceptar la muerte antes que participar en la ejecución de un genocidio? Recordemos que las personas que llegaban a los campos de exterminio lo hacían, en muchos casos, tras años de acoso, desnutridos, desorientados, humillados. Viajaban durante días en trenes de mercancías sin agua ni comida, hacinados, orinando y defecando en público, sin apenas dormir. En esas condiciones, de pronto se abren las puertas y a uno lo ponen en un grupo, lo llevan a unos barracones y, al poco tiempo, se encuentra integrado en una Escuadra Especial, ejecutando sus horrendas tareas. ¿Qué queda de uno mismo para resistirse al empuje de la corriente? Es cierto que algo queda porque si no los SS no necesitarían abotargarlos de alcohol para que siguiesen cumpliendo con su trabajo, para que su conciencia no se rebelase y se negase a continuar, pero ¿cuánto?. Los miembros de los Sondernkommandos hicieron algo que tú y yo no hemos hecho, pero que podríamos haber hecho, que probablemente hubiésemos hecho si nos hubiésemos encontrado en sus circunstancias. Nuestras manos no están sucias, las suyas sí. La diferencia está sólo en la fortuna. Nosotros tenemos la fortuna de no habernos enfrentado a esas circunstancias terribles y, por tanto, no hemos tenido la necesidad de resistirnos, en una situación de extrema debilidad, a la tentación de sobrevivir aun a costa de los actos más indignos. Los miembros de las Escuadras Especiales no tuvieron tanta suerte y cedieron a la tentación. Lo que uno hace o deja de hacer depende, pues, en gran medida de las circunstancias con las que se enfrenta, está sujeto a los avatares de la fortuna. Se sigue trivialmente que la responsabilidad moral no puede coherentemente aplicarse a lo que uno hace y, al mismo tiempo, pretender que es inmune a la fortuna. Ahora bien, en la medida en que admitamos que la responsabilidad moral está inevitablemente sujeta a los riesgos del azar, entonces parece que la queja de Enric o de Eichmann 25 es pertinente: no es justo que, por azares del destino, yo sea un homicida o un genocida y otros que no son mejores que yo, pero a los que la vida les ha sonreído, vivan tan tranquilamente, sin el peso de una grave responsabilidad. La vida es injusta, a uno no se le juzga por lo que propiamente se merece si no por los efectos de una fortuna que, en el caso de Enric o de Eichmann, fue adversa. 4. En esta queja, se apela a una noción de 'justicia', de 'merecer', que supuestamente se atendría a lo que cae propiamente bajo el control del individuo, del sujeto que en cada caso actúa. No está claro, sin embargo, que podamos concebir coherentemente una noción de mérito o de justicia que cumpla este requisito y que sea, por tanto, inmune a la fortuna. Enric y Eichmann se quejan porque, al comparar sus respectivas maneras de ser con las de otros, entienden que, si esos otros se hubiesen encontrado en sus circunstancias, habrían actuado de manera similar. La noción de mérito o de justicia a la que apelan en su protesta debería hacer caso omiso de las diferencias en las circunstancias, y centrarse en lo que cada uno es. Para que este razonamiento tenga alguna fuerza hemos de suponer que el yo tiene una identidad que permanece estable a través de todos los avatares de la fortuna y que es ese yo que permanece, con sus rasgos morales y psicológicos, lo que se somete a juicio, lo que merece o no la aprobación o la condena. Hemos de suponer que el propio yo no se transforma como fruto de las circunstancias, pues, de otro modo, lo que uno es estaría igualmente sujeto a los embates de la fortuna y, por tanto, también lo estaría cualquier noción de mérito o de justicia que en la que se comparase lo que uno es con lo que otros son. De hecho, si como parece natural aceptamos que nuestra identidad se va perfilando a lo largo de nuestras vidas, que nuestra manera de responder ante las situaciones va formando nuestra manera de ser, como la vida de la madre queda dañada por el hecho de que su descuido haya provocado la muerte de su bebé, o la vida de Enric se ve alterada por las 26 circunstancias del accidente; entonces, ya no tendría un contenido muy claro la pregunta crucial sobre la que bascula esa noción supuestamente privilegiada de merecer, de justicia: ¿Qué hubiese hecho yo en esas circunstancias? Porque lo que yo soy también sería hijo de las circunstancias, tampoco dependería totalmente de mí. Lo que yo soy respondería a elementos tan azarosos como haber o no recibido las atenciones que uno necesita cuando es niño; haber sufrido o no el zarpazo del destino, el inicio de un guerra, el éxodo, el hambre y el frío, la crueldad; tener o no mucho más de lo necesario e ignorarlo. Todas esas experiencias van haciendo de cada uno lo que es. Queda, por supuesto, la dotación biológica, porque no todo se aprende, hay personas que son más habilidosas o inteligentes que otras. Sin embargo, todo esos rasgos son, de algún modo, también circunstanciales, ¿acaso Enric no podría haber seguido siendo Enric, pero con algún rasgo genético diferente? ¿No podría haber sido más torpe o más inteligente, más o menos resistente al cansancio o al sueño? ¿Hay algún rasgo concreto que si lo perdiese dejaría de ser Enric? ¿Algún rasgo que, en este sentido, sea esencial para Enric? Si no existe tal rasgo, entonces Enric hubiese podido compartir con cualquier otro prácticamente cualquier rasgo que podamos mencionar, y tú y yo también. Entonces, todos, prácticamente todos, mereceríamos el mismo juicio que Adolf Eichmann, que el celador que abandona al enfermo, que el asesino de ETA que mata fríamente a Miguel Ángel Blanco tras cuarenta y ocho horas de cautiverio. Sí, porque prácticamente cualquiera de nosotros hubiese podido ser en los aspectos relevantes como Eichmann o como el asesino de ETA y, por tanto, hubiese podido cometer las mismas atrocidades. La noción de merecer que había nacido para expresar la queja de Enric y que pretendía ser ajena a los agravios de la fortuna, acaba eliminando la idea de un sujeto moral, de un ser al que atribuir el mérito o la culpa; pues si lo que importa no es lo que uno hace, sino lo que hubiese podido hacer, entonces cada persona tendría al mismo tiempo todos los méritos y todas las culpas. Si hacemos caso omiso de las 27 circunstancias, de la fortuna, si abandonamos la relevancia de la distinción entre lo que se hace y lo que se hubiese podido hacer, entre lo que se es y lo que se hubiese podido ser, entonces desaparecen las diferencias morales entre las personas, todos somos desde un punto de vista moral el mismo. La identidad de una persona, lo que hace de ella un sujeto moral que se contrapone a otros, depende, por tanto, esencialmente de que distingamos lo real de lo posible, lo que uno realmente ha hecho de lo que hubiese podido hacer. Esta conclusión enlaza directamente con las consecuencias que, según vimos en el capítulo 1, tiene para la identidad personal el hecho de que uno se pueda sumergir en cierto tipo de virtuexperiencias, a saber: en virtuexperiencias en las que vayan cambiando no sólo las situaciones a las que uno se enfrenta, sino el carácter desde el que uno las vive. En la medida en que cada individuo puede acceder a prácticamente todas las virtuexperiencias, se sigue que cada individuo puede vivir según el carácter de casi cualquier otro, que su vida puede ser prácticamente todas la vidas y, por tanto, que no es ninguna, pues no habría ninguna vida a la que una persona, a diferencia de otras, esté esencialmente anclado. Vemos, pues, que el desarrollo de las virtuexperiencias, al desdibujar la frontera entre lo real y lo virtual, rompe también la barrera entre lo real y lo posible: las circunstancias de una supuesta vida real ya no atan al experienciador que, gracias a las virtuexperiencias, puede llegar a vivir prácticamente todas las vidas como la suya. El problema es que cuando está posibilidad se lleva al extremo pierde sentido la idea misma de reconocer una vida como propia. Sólo si la realidad aparece como una restricción, como un anclaje, que excluye la posibilidad de ciertas experiencias, de vivir ciertas vidas, tiene sentido reconocer una vida como propia, como distinta de la de otros. La idea de individuo, de persona, requiere no sólo que fijemos su identidad a partir de lo que realmente hace o le ocurre, frente a lo que hubiera podido hacer, sino que es esencial que uno no pueda hacer o no pueda vivir muchas cosas, ya sea porque nunca estuvieron a su alcance o 28 porque ya ha pasado el tiempo en el que hubiese podido vivirlas. En la medida en que la esfera de lo que es imposible para un individuo no se distingue significativamente de lo que es imposible para cualquier otro individuo, la idea misma de individuo se ve amenazada. Ese es uno de los sentidos en el que el desarrollo de las virtuexperiencias puede afectar a nuestra identidad. Todo ello refuerza la idea de que, si ha de haber personas, seres con responsabilidades morales, entonces nuestra condición moral ha de poder determinarse a partir de lo que hacemos frente a lo que hubiésemos podido hacer. Nuestra condición moral quedaría por ello inevitablemente sometida, al igual que lo que hacemos, a la rueda de la fortuna. Una visión muy arraigada de la autonomía de los individuos, la idea de que uno es dueño de su vida al menos en aspectos esenciales como su moralidad, se desmorona como un castillo de naipes, como un sueño de la razón. ¿Qué es lo que queda, entonces? ¿Qué somos? Este perplejidad anida en una contraposición que nos parece tan natural como el ciclo de los astros, es la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo. Cuando la naturaleza se concibe como un universo desencantado en el que todo lo que ocurre tiene una explicación mecanicista, el ámbito de lo subjetivo se presenta como algo totalmente separado de lo que acontece en el mundo objetivo. Si el mundo externo es el imperio de las relaciones entre objetos, del acontecer ciego, la esfera de la subjetividad es el lugar en el que habita el sujeto y donde se perfilan sus más íntimos anhelos, el núcleo de su vida. A lo largo de los capítulos anteriores, se han ido apuntando algunas razones por las que las experiencias y convicciones morales no pueden anidar en lo subjetivo pero tampoco en lo objetivo tal y como lo concibe el mecanicismo. Nuestra reflexión acerca de la rueda de la fortuna invita a una conclusión semejante, la experiencia moral está esencialmente anclada a la idea de acción, a lo que una persona hace o deja de hacer, y en las acciones se aúnan ineludiblemente factores que dependen del sujeto con factores que 29 le son ajenos. Si intentamos modificar cuidadosamente qué es lo que entendemos por acción para que ésta dependa enteramente del sujeto, nos encontramos con las manos vacías, acabamos destruyendo la idea misma de un individuo con responsabilidades morales. Cualquiera de nosotros podría ser prácticamente cualquier otro. Se apunta así a que la identidad de María, de Luis, de Enric como individuos particulares no puede definirse desde la subjetividad concebida como un dominio autónomo, escindido de lo que ocurre más allá de nuestra capacidad de control. Urge, pues, una revisión de la dicotomía subjetivo-objetivo si queremos entender nuestra condición de sujetos, de seres que tienen una vida por vivir, que se van haciendo a tenor de sus respuestas ante las situaciones con las que se van enfrentando. Para ello tendremos que ver en que medida hay espacio lógico para recrear una nueva manera de concebir la relación entre lo subjetivo y lo objetivo que, aparte de respetar nuestra condición de sujetos morales, sea al menos compatible con lo que la ciencia y la tecnología nos enseñan acerca del mundo. La posibilidad de redefinir la relación entre lo subjetivo y lo objetivo para entender nuestra condición de sujetos que actuamos en el mundo, que respondemos ante las circunstancias, está estrechamente vinculada con una distinción, a primera vista, muy distante, a saber: la contraposición entre principio general y caso particular. Una lección que podemos aprender de las consideraciones anteriores en torno a la responsabilidad moral es que los principios generales no nos ayudan en exceso a la hora de determinar si somos o no responsables de ciertos sucesos. Esos principios generales aludían, como vimos, a que uno sólo es responsable de lo que cae bajo su control y a que uno es responsable de lo que hace. Sin embargo, si intentamos aplicar estos principios en toda su extensión, pronto nos damos cuenta de que son incompatibles, de que no se pueden aplicar coherentemente. Ante un resultado como este, podemos o bien pensar la idea de responsabilidad moral es incoherente o bien revisar nuestras ideas acerca del papel que los principios generales juegan en la imputación de responsabilidades. En 30 otras palabras, parece que si queremos seguir hablando de responsabilidad moral, si queremos seguir condenando la conducta de Adolf Eichmann o el comportamiento del celador, deberemos aceptar que en nuestros juicios morales no podemos regirnos exclusivamente por principios generales, sino que hemos de atender a los detalles, a los matices, de cada caso particular. La cuestión ya no será si una situación escapa o no a nuestro control, sino deberemos ponderar en cada caso hasta qué punto estaba en nuestra mano intervenir, de qué margen de maniobra disponíamos. Podremos, así, distinguir entre la responsabilidad moral de Adolf Eichmann y la responsabilidad moral de los miembros de los Sondernkommandos, en la medida en que estimemos que el margen de maniobra del primero, las ocasiones que tuvo para reconocer la atrocidad de lo que hacía, eran suficientes para hacerle responsable de sus actos, pero las penurias que sufrieron los miembros de los Sondernkommandos nos hacen contemplar el horror, pero contener el juicio. Al hacer esto, estamos utilizando los principios generales simplemente como una guía, como una orientación, lo decisivo a la hora de emitir el juicio es la consideración de los detalles, su ponderación. Pero, ¿cómo se lleva a cabo esa ponderación? ¿Cómo podemos fundamentar nuestras valoraciones? ¿No deberían estas últimas extraerse a partir de principios generales? A pesar de su fuerza, estas preguntas nacen de un malentendido. Tendemos a pensar que todo conocimiento ha de descansar en leyes o principios generales, esa es una idea que asociamos al desarrollo mismo de la ciencia, a la búsqueda de las leyes que rigen el destino de la naturaleza. Acabamos de ver, sin embargo, que si queremos seguir hablando de responsabilidad moral, debemos abandonar ese supuesto, hemos de aceptar que nuestros juicios y valoraciones morales, nuestras imputaciones de responsabilidad, no pueden derivarse consistentemente de principios generales. Es natural sentir que esta conclusión nos aboca al abismo, que nos deja sin medios para ordenar nuestra existencia, y podemos ciertamente expresar esa desazón preguntándonos: ¿En qué 31 podemos basar nuestros juicios y opiniones morales si no es en principios generales? Pero hemos de evitar pensar que esta pregunta encierra en sí misma una objeción a la nueva propuesta. No puede ser una objeción, sino sólo la expresión de una inquietud, pues forma parte de la nueva propuesta el que aprendamos a ver cómo puede fundamentarse un juicio sin derivarlo de un principio general. No puede alegarse simplemente que ahora no vemos otra manera de fundamentar un juicio moral porque eso es precisamente parte del problema que la nueva propuesta pretende resolver. Si queremos conservar la visión de nosotros mismos como sujetos morales, no nos queda más remedio que darle un voto de confianza a esa propuesta, involucrarnos en el proceso de aprendizaje que puede alumbrar en nosotros otra manera de fundamentar. Esa es la tarea a la que dedicaremos los próximos capítulos y que nos ayudará, además, en la otra empresa que todavía tenemos pendiente, a saber: esbozar un modo de concebir la relación entre lo subjetivo y lo objetivo en la que tengan cabida tanto el mundo de la ciencia como el sujeto moral. 32 9 Objetividad de la moral 1. El éxito espectacular de la ciencia y la tecnología ha alterado sustancialmente nuestras condiciones de vida y nuestra visión del mundo. Hemos visto, a lo largo de este opúsculo, cómo ese éxito parece avalar una concepción desencantada del universo, una visión del mundo como un conjunto de acontecimientos que se siguen inexorablemente los unos de los otros y en el que no hay espacio para lo bueno o para lo malo, para lo justo o para lo injusto. El mundo sigue su curso independientemente de lo que nosotros podamos necesitar o desear, cada suceso, por minúsculo que sea, tiene una causa completa, se sigue ineludiblemente de un conjunto de condiciones antecedentes. Ese orden causal define lo que realmente ocurre en el mundo, delimita la esfera de lo objetivo, mientras que nuestros juicios acerca de lo bueno o de lo malo, de lo justo o de lo injusto, pertenecen más bien al ámbito de lo subjetivo, expresan la manera de ser de cada uno, lo que a uno le atrae o le repugna. No obstante, cuando condeno la actitud de Adolf Eichmann o la desidia del celador, no pretendo simplemente expresar los sentimientos que sus comportamientos me provocan, no estoy meramente manifestando mi disgusto ante sus acciones como María podría expresar su gusto por la horchata de avellana. Mi juicio moral pretende ir más allá, aspira a desbordar la esfera de mi subjetividad y refleja la convicción de que, independientemente de que de hecho yo condene o no el comportamiento de Eichmann y del celador, su conducta es en sí misma reprochable o condenable. Ahora bien, si el universo está genuinamente desencantado, si los sucesos del universo son fruto de 33 unas leyes ciegas e implacables, ¿cómo han de entenderse tales reproches sino como una mera proyección de los sentimientos de rechazo que los actos de Eichmann y del celador me provocan? ¿En qué sentido podría seguir diciendo que tales actos no sólo los condeno, sino que son condenables? En el capítulo 3 traté de mostrar que esa lectura subjetivista de la moralidad no puede mantenerse coherentemente. Un subjetivista insistiría en que, cuando uno condena la conducta de Eichmann, no hace más que proyectar ciertos sentimientos de aprobación o de rechazo sobre el mundo, pero ¿qué es exactamente lo que uno proyecta? ¿Cómo podemos especificar cuál es el contenido de ese sentimiento de aprobación o de rechazo? ¿Qué nos permite decir que el sentimiento en cuestión es propiamente un sentimiento moral? Sea cual fuere la respuesta que demos a estas cuestiones, está claro que el subjetivista ha de poder identificar el contenido y la naturaleza de los sentimientos que supuestamente proyectamos en términos puramente subjetivos, es decir, sin atribuir rasgos morales al mundo; pues, de otro modo, su posición sería claramente incoherente. Estuvimos viendo, sin embargo, que eso no es posible, que no podemos distinguir los sentimientos morales de los no-morales más que en función de los objetos que los provocan, que la repugnancia que nos causan las tripas de un pollo no puede ser moral, mientras que la repugnancia que despiertan los campos de exterminio nazi no puede dejar de serlo. En otras palabras, no podemos determinar si nuestro sentimiento es moral más que preguntándonos si responde a un objeto moralmente relevante, es decir, que a la pregunta '¿Es este sentimiento un sentimiento moral?' sólo podemos responder si previamente atendemos a esta otra cuestión '¿Es el objeto que lo suscita moralmente relevante?'. Se sigue que la respuesta a esta última pregunta ha de ser en algún grado independiente de la respuesta a la primera o, dicho de otro modo, que el hecho de que un objeto sea o no moralmente relevante ha de determinarse independientemente del 34 sentimiento que provoque en un momento dado en una persona particular y, en este sentido, la relevancia moral de un objeto o situación no podrá determinarse en términos meramente subjetivos. La dificultad a la que se enfrenta el subjetivista estriba precisamente en que éste parte de que no hay rasgos morales en el mundo y entiende, por ello, que los juicios morales son expresión de cierto tipo de sentimientos, a saber: los sentimientos morales; sin embargo, si quiere distinguir los sentimientos morales de otros sentimientos, ha de acabar atribuyéndole rasgos morales al mundo, por lo que no parece que su posición pueda pensarse coherentemente. Podemos entender el imperativo categórico ('Obra sólo según la máxima a través de la cual puedas querer al mismo tiempo que se convierta en una ley universal') de Kant como un esfuerzo por ofrecer un criterio de lo moral que, por un lado, evite atribuir rasgos morales al mundo y, por otro, permita retener el orden, la disciplina, característica de los juicios morales, que los diferencia de la arbitraria oscilación de gustos y apetitos. Se pretendería, de este modo, esquivar los aspectos más inquietantes del subjetivismo, su invitación a pensar que un juicio moral no vale más que su opuesto, al tiempo que se retendría su intuición más poderosa: el mundo está desencantado y, por tanto, los rasgos morales no son propiedades objetivas de lo que acontece en el mundo. Vimos en el capítulo 6 que esta propuesta está abocada al fracaso, que el imperativo categórico sólo podría proponerse como criterio medianamente razonable de lo moral si no se interpreta de un modo puramente formal, es decir, si se lee a la luz de ciertos valores morales independientes del propio imperativo. Las dificultades surgen precisamente a la hora de especificar el contenido que estos valores supuestamente proyectan sobre el mundo, pues, por las mismas razones que antes se mencionaban, no podrá especificarse tal contenido sin presuponer que los sucesos del mundo tienen propiedades morales, con lo que recaeríamos en la misma incoherencia que antes atribuíamos al subjetivista. 35 Nos encontramos, por tanto, atrapados en un serio dilema. Por un lado, la visión del mundo que nos proporciona la ciencia parece obligarnos a concebir los juicios morales como meramente subjetivos y, por otro, la experiencia moral no puede pensarse coherentemente sin atribuir relevancia moral a ciertos rasgos del mundo. Una manera sencilla de evitar un dilema consiste en negar uno de los polos y, en este caso, el polo de la experiencia moral parece el más débil, el que puede desacreditarse más fácilmente como reliquia del pasado, como herencia de una imagen obsoleta del mundo. La estrategia que me he propuesto seguir es diferente, mi objetivo es mostrar que la objetividad de los rasgos morales es compatible con lo que las teorías científicas nos dicen acerca del mundo. Para ello, en el capítulo anterior, traté de dar un paso que considero crucial: separar lo que esas teorías nos dicen de lo que postula una visión desencantada del mundo. Argumenté, en concreto, que esa visión del universo deriva de una mala comprensión del modo en que las teorías científicas identifican los procesos causales que se dan en el mundo. 2. El punto de partida fue la capacidad que tenemos para diseñar y construir artilugios o mecanismos, en los que al apretar un botón se dispara una compleja secuencia causal que conduce inexorablemente al resultado temido o deseado. Cuando ese resultado no se produce, entendemos que el mecanismo está estropeado o bien que hemos apretado el botón que no debíamos; el diseño de un experimento científico no se aleja demasiado, como vimos, de la construcción de un nuevo artilugio. En ambos casos, se identifican las variables o elementos que intervienen en los procesos mecánicos, dando por supuesto que se satisfacen ciertas condiciones ambientales estables. Se identifican, en definitiva, las causas de ciertos procesos sobre un trasfondo causal. El mecanicista da un paso más y entiende que, si en el mundo hay procesos mecánicos, entonces el universo entero es un inmenso 36 mecanismo, por lo que la distinción entre causa y trasfondo causal no sería más que un recurso para ahorrarse la engorrosa tarea de enumerar uno por uno los factores causales que intervienen en cada proceso, si bien la verdadera causa de cada uno de los sucesos del mundo consistiría en un conjunto de condiciones antecedentes que, cuando se dan, nos conducirían inevitablemente al suceso en cuestión: todo lo que ocurre tendría, por tanto, una causa completa. Uno de mis propósitos en el capítulo anterior fue precisamente mostrar que esta noción de causa completa es incoherente y que, en definitiva, las causas sólo pueden identificarse sobre un trasfondo causal. Argumenté, en primer lugar, que no hay ningún conjunto de condiciones antecedentes tales que, sea cual sea el contexto físico en el que se den, producirán inexorablemente un determinado efecto, pues siempre existe un contexto físicamente posible en el que, aparte de las condiciones antecedentes recogidas en el conjunto en cuestión, se dé alguna más que bloquee la producción del efecto. La segunda objeción apunta a que, aun si superásemos la dificultad anterior, la causa completa nunca podría satisfacer otra de nuestras intuiciones causales más básicas, a saber: que el hecho de que varios dardos impacten simultáneamente sobre un globo es una coincidencia, es algo excepcional, y que, en general, cada efecto sólo tiene una causa completa y no varias Traté de mostrar, en este sentido, cada vez que se da una supuesta causa completa se dan muchas otras causas completas que el mecanicista está obligado a reconocer como independientes de la primera, por lo que cada efecto tendría muchas causas completas y este resultado iría en contra de la intuición causal a la que antes aludía. Ahora bien, si no podemos eludir la referencia a un trasfondo o contexto causal para determinar cuándo un conjunto de elementos son condición suficiente de cierto efecto o cuando varios elementos pertenecen al mismo proceso causal y no pueden interpretarse como causas independientes de un mismo efecto, entonces la distinción 37 causa/trasfondo causal aparece como irreductible, como una distinción imprescindible a la hora de identificar los elementos que intervienen en los procesos causales. Mi intención en lo que resta de capítulo es mostrar cómo el carácter irreductible de la distinción entre causa y trasfondo causal nos obliga a revisar la manera en que el mecanicismo entiende la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo, y cómo esa revisión abre un espacio para las experiencias y juicios morales en una concepción científica (aunque no mecanicista) del mundo. 3. En la vida ordinaria y en la investigación científica buscamos explicaciones, nos preguntamos por qué han ocurrido ciertas cosas y no otras. Pensemos, por ejemplo, en por qué impactó la bomba sobre la Embajada de China en Belgrado. La prensa no dejó de aludir a algunas de las circunstancias que podrían explicar ese suceso lamentable: porque el piloto la confundió en la oscuridad de la noche con un objetivo militar, porque los planos con los que se orientaba estaban desfasados, o simplemente porque erró el tiro. En cada una de estas explicaciones se indica un determinado factor como la causa del impacto de la bomba; es cierto, sin embargo, que esa causa sólo podría haber sido eficaz sobre un rico trasfondo causal; al fin y al cabo, cuando el piloto disparó la bomba, se puso en marcha un complejo proceso causal que desembocó en la explosión de la misma contra los muros de la Embajada. De hecho, cuando el ingeniero se formula esa misma pregunta ('¿Por qué impacto la bomba sobre la Embajada de China en Belgrado?'), las respuestas que busca son diferentes, se interesará, por ejemplo, en analizar la correlación entre la trayectoria que siguió la bomba y lo que indicaban los aparatos de medida, su preocupación estribará en determinar el margen de error de estos últimos y en descubrir si se había producido un fallo imprevisto. Su diagnóstico podría ser que la confusión del piloto se debió a una desviación en los aparatos de medida o que el error en el tiro lo provocó una pieza defectuosa que alteró la trayectoria. Como vemos, cuando el ingeniero busca la causa del impacto da por supuesto que el 38 piloto actuó correctamente (justo lo contrario que en las primeras explicaciones que mencionamos) y trata de descubrir la causa en algún fallo en el diseño o funcionamiento de los instrumentos utilizados por el piloto. La conducta del piloto forma, en este caso, parte del trasfondo causal mientras que la causa se busca en lo que antes tratábamos como trasfondo. Aunque, ciertamente, si el ingeniero no encontrase fallo alguno en los instrumentos, acabaría revisando lo que hasta entonces había dado por supuesto e imputando el error a un fallo humano. Hay, como vemos, muchas maneras de trazar la distinción entre causa y trasfondo causal, lo que en una investigación forma parte del trasfondo en otra puede reconocerse como la causa y viceversa. Los intereses de cada investigación van perfilando el modo más adecuado de trazar esa distinción. El ingeniero investigará la precisión de un aparato de medida dando por supuesto el funcionamiento adecuado del resto de los instrumentos involucrados, incluidos sus propios órganos sensoriales; pero el desarrollo de la propia investigación puede hacerle sospechar de otros instrumentos e, incluso, del estado de su vista o de su oído. En cualquier caso, poco le importará si el piloto disparó en ese momento porque los planos que le guiaban estaban desfasados o porque se despistó, esa es una distinción que interesa a otras investigaciones en las que se dará por supuesto el buen funcionamiento de todos los instrumentos que antes investigaba el ingeniero y el nuevo investigador (por ejemplo, un superior) tratará de determinar el papel del piloto en esa situación particular. Todas estas consideraciones serían totalmente triviales si no fuese porque hemos concluido que distinguir entre causa y trasfondo es algo más que un cómodo recurso del investigador, algo más que una manera eficaz de proceder, y representa el único modo en el que pueden identificarse las causas, los procesos causales. Cuando alguien siente la tentación de pensar que la distinción entre causa y trasfondo causal no es más que una manera de hablar, que no importa si el ingeniero traza la distinción de una manera y el superior de otra, es porque está 39 convencido de que en el fondo tanto el comportamiento del piloto como el funcionamiento de los instrumentos son ingredientes de una única línea causal que conduce inexorablemente a la explosión de la bomba en la Embajada de China. Esa línea atraparía el verdadero proceso causal que explica lo ocurrido y que las investigaciones de las que antes hablábamos sólo reflejarían parcialmente. La idea que tenemos de ese orden causal más profundo, y del todo ajeno a nuestros intereses e investigaciones, alude precisamente a un conjunto de condiciones antecedentes que determinarían inexorablemente que esa bomba impactase sobre la Embajada de China en Belgrado. Esta es, sin duda, la idea de que todo suceso tiene una causa completa. Desde este punto de vista, cuando el ingeniero señala un factor como la causa de la explosión y el superior del piloto indica otro, lo que hacen no es propiamente identificar dos causas alternativas del suceso, sino más bien mencionar dos elementos del amplio conjunto de factores que conjuntamente constituyen la causa completa del suceso en cuestión, por lo que, quien así argumenta, podría concluir que el ejemplo de la Embajada de China viene más bien a confirmar que cada suceso tiene una única explicación completa. En el capítulo anterior, he intentado defender, sin embargo, que esta manera de identificar la causa de un suceso es incoherente, que la única manera de retener nuestras intuiciones causales más elementales es suponer que la distinción entre causa y trasfondo causal es irreductible, es decir, que las causas sólo pueden identificarse sobre un trasfondo cuyos elementos no se pueden a su vez enumerar. Pero esto implica que, en contra de lo que a primera vista pudiera parecer, las causas que se identifican sobre diferentes trasfondos causales (como la del ingeniero y la del superior) no pueden interpretarse como distintos elementos de una única línea causal completa en la que la referencia al trasfondo se habría eliminado. Las causas que proponen el ingeniero y el superior constituirían explicaciones genuinamente diferentes y no se limitarían a mencionar elementos diferentes de la verdadera línea 40 causal. Una segunda consecuencia de la irreductibilidad de la distinción causa-trasfondo causal es que no tiene sentido hablar de hechos causales más profundos, de 'causas verdaderas', que den cuenta o justifiquen la manera en que el ingeniero o el superior distinguen en sus investigaciones entre causa y trasfondo. O, más exactamente, que no hay hechos causales radicalmente objetivos, en el sentido de hechos cuya identificación sea totalmente independiente de los intereses que guían nuestras investigaciones y que, por ello, puedan legitimar o desacreditar la manera en que identificamos las causas en el contexto de una u otra investigación. Eso no quiere decir que los hechos que descubre una investigación no puedan existir antes de que se desarrolle esa investigación o, en general, que sólo existan en el medida en que se descubran. Lo único que se quiere decir es que lo que se descubra o lo que existía antes de desarrollar una teoría científica, no tiene condiciones de identidad independientes de las prácticas investigadoras involucradas en esa teoría. Por supuesto que los electrones existían antes de que se elaborase una teoría que postulase su existencia y por supuesto que existen infinidad de electrones que nadie ha investigado nunca, pero eso no impide afirmar que a la pregunta '¿Es esto un electrón?' no puede responderse sin atender a ciertas prácticas de investigación. 4. Pero, ¿qué tiene que ver todo esto con los juicios y rasgos morales? El argumento tradicional en favor de la subjetividad de la moral podría resumirse en los siguientes pasos. Se parte de la constatación de que el mundo que la ciencia nos enseña sigue un curso ciego e inexorable, totalmente ajeno a nuestros deseos e intereses. Uno podría pensar, en consecuencia, que las propiedades objetivas del mundo son exclusivamente las que explican ese curso inexorable que las ciencias se encargan de descubrir. Es más parece que podemos también afirmar que, dado que el desarrollo del mundo es ajeno a nuestros intereses, 41 entonces la identificación del orden causal al que el mismo responde también debería de realizarse haciendo caso omiso de tales intereses. Se sigue que los juicios morales, en la medida en que introducen elementos valorativos ajenos al orden inexorable del mundo, deberán interpretarse como meras proyecciones sobre el mundo de los deseos e intereses de quien los hace, pero nunca como propiedades objetivas del mismo. Entiendo, sin embargo, que mi crítica de la noción de causa completa sirve para detectar más de un error en el argumento que acabo de esbozar y que tan irresistible nos ha parecido hasta ahora. Veamos cuáles. El argumento parte de la constatación de un hecho que nunca me atrevería a negar, a saber: que el curso del mundo es ajeno a nuestros deseos e intereses, que las leyes del universo no están pensadas para que los seres humanos seamos felices, que el huracán y el terremoto no responden a un plan bienintencionado aunque inescrutable, sino que simplemente son fuerzas brutas que destruyen nuestros hogares, dejando un rastro de miseria y epidemias. De manera semejante, vimos en el capítulo 5 cómo hasta la condición moral de una persona está sujeta a las inclemencias del mundo, a elementos que escapan por completo a su control y que pueden tanto favorecerle como dañarle. Tampoco se ha negado en momento alguno que las ciencias nos ayuden a conocer las fuerzas que rigen las olas y el curso del mundo para poder ponerlos al servicio de nuestros intereses. Lo que pretendo poner en cuestión es únicamente que de estas dos verdades se siga que el orden causal del mundo sea independiente de nuestros intereses en otro sentido, a saber: que pueda identificarse cuál sea la causa de un suceso sin presuponer una investigación guiada por ciertos intereses, por ejemplo, el interés de evitar que el terremoto desmorone los puentes y edificios que tanto nos ha costado construir. La discusión del capítulo 8 lo que vendría a mostrar es precisamente que los procesos causales del mundo sólo puede determinarse en conexión con los intereses que guían las distintas investigaciones. 42 Una consecuencia crucial de este resultado es que si hemos de seguir considerando que el mundo tal y como es en sí mismo responde a un orden causal, entonces hemos de revisar la supuesta incompatibilidad entre 'perteneciente al mundo objetivo' y 'dependiente de nuestros intereses' o, más exactamente, hemos de aceptar que el hecho de que una propiedad pertenezca al 'mundo tal y como es en sí mismo', al 'mundo objetivo', puede ser perfectamente compatible con el hecho de que esa propiedad no pueda identificarse con independencia de nuestros intereses. Llegamos, así, a una conclusión relevante para reivindicar la objetividad de nuestros juicios morales, pues, si bien es cierto que los rasgos morales que atribuimos a una acción o a un situación dependen en algún grado de la sensibilidad y actitudes de los seres humanos, las consideraciones anteriores vendrían a mostrar que esta circunstancia no es por sí misma una razón para negar que tales rasgos sean propiedades objetivas de las acciones en cuestión. Para cuestionar su objetividad se necesitaría algo más, haría falta mostrar que los rasgos morales que atribuimos a ciertos acontecimientos del mundo dependen de nuestra manera de ser de un modo peculiar, de un modo que se diferencie crucialmente de la manera en que los intereses de una investigación condicionan la identificación de la causa sobre un trasfondo causal. Lo que me propongo defender en el resto del capítulo es que, una vez que revisamos la distinción entre lo objetivo y lo subjetivo en el sentido apuntado (es decir, aceptando que una propiedad puede ser objetiva a pesar de que sólo pueda identificarse en relación con nuestros intereses), entonces dos de los argumentos más poderosos en favor de la peculiar subjetividad de la moral pierden gran parte de su fuelle, a saber: el argumento del desacuerdo y el argumento del éxito. 5. El primero de los argumentos sostiene que el escandaloso desacuerdo existente en torno a los asuntos morales es un signo de la subjetividad de cualquier juicio que pueda emitirse al respecto. Se 43 observa con perplejidad cómo la pena de muerte, que para unos es moralmente repugnante, para otros es el castigo que en justicia merece quien comete determinado tipo de delito; cómo el aborto es para algunos equivalente a un asesinato, mientras que para otros constituye un derecho inalienable de la mujer; o cómo las relaciones sexuales prematrimoniales que unos consideran una práctica con escasa significación moral, en otros lugares se castiga con la lapidación pública. Estas llamativas fluctuaciones en el juicio moral invitan a pensar que nada es en sí mismo ni bueno ni malo, sino en función de la valoración que cada uno realice. Es fácil, entonces, ceder a la tentación de pensar que quien emite un juicio moral no hace más que expresar su gusto o su disgusto ante la pena de muerte, ante el aborto, al igual que María sentía debilidad por la horchata de avellana. Los juicios de la ciencia parece, por el contrario, que suscitan un acuerdo prácticamente unánime que vendría a refrendar sus pretensiones de objetividad. No dejo de reconocer el atractivo de este argumento y, sin embargo, pienso que su fuerza deriva de supuestos que la crítica a la noción de causa completa ha puesto en cuestión. Para entender mejor el alcance de esa crítica y en qué medida nos puede ayudar a defender la objetividad de la moral, empecemos recordando las diferencias entre los juicios sobre gustos y los juicios morales para, después, comparar estos últimos con los juicios de la ciencia, cuya objetividad no se cuestiona. Los juicios sobre gustos son, como vimos, marcadamente subjetivos, pues pueden variar de un individuo a otro o en el curso de la vida de un mismo individuo, sin apenas restricciones. Un buen día María podría perder su gusto por la horchata de avellana y enamorarse, por ejemplo, de los paraguas de colores; tal vez, nos sorprendiese, pero tendríamos que reconocer que su gusto había cambiado. Hemos visto, en cambio, que los juicios morales no son tan subjetivos como los juicios sobre gustos, que los primeros están sometidos a una disciplina, a un orden, del que estos últimos carecen. Acabamos de ver que uno 44 puede sentir repugnancia ante las tripas de un pollo, pero que no podríamos reconocer esa repugnancia como moral. Podemos entender que alguien defienda la pena de muerte por razones morales, pero no podríamos seguir considerando que su juicio era un juicio moral si defendiese la pena de muerte sólo para los calvos, condenándola para el resto de las personas. Tampoco podríamos reconocer como un juicio moral una condena del aborto que considerase al feto como un grupo más de células en el cuerpo de la madre, que no asociase su condena a una cierta concepción de lo que ocurre en su cuerpo durante la gestación. Para entender esa condena como una condena moral hemos de asociarla a ciertas consideraciones que uno mismo considere moralmente relevantes, que uno reconozca como razones morales en favor de esa condena. Dicho de otro modo, si la discrepancia de la que hablamos ha de ser reconocible como una discrepancia en el juicio moral, entonces quienes discrepan han de estar de acuerdo al menos en que las consideraciones del oponente son moralmente relevantes para justificar el juicio en cuestión, aunque ciertamente podrán discrepar acerca de si tales razones son realmente concluyentes, si se ajustan a los hechos o si tienen en cuenta todos los aspectos relevantes. Estas observaciones vienen a subrayar que el desacuerdo en asuntos morales no puede ser tan amplio como la discrepancia en los gustos, que hay ciertos límites en la variabilidad de los juicios morales que no pueden rebasarse si hemos de seguir reconociéndolos como tales. La cuestión es si esta disciplina a la que se someten los juicios morales es suficiente como para considerarlos objetivos, como para entender que no nos hablan propiamente de nuestros sentimientos, sino de propiedades objetivas del mundo. El problema es que esta disciplina de la que hablamos es compatible con un grado significativo de desacuerdo y este hecho parece seguir invitándonos a pensar que los juicios morales hablan de nuestra subjetividad. Alguien podría reconocer que no son tan subjetivos como los juicios sobre gustos, pero insistir en que están lejos de la objetividad de las teorías científicas. Quien así 45 argumenta está dando por supuesto (a) que en el ámbito de las teorías científicas reina el acuerdo, la unanimidad y (b) que el acuerdo entre los seres humanos (o entre los miembros de una comunidad) es un signo inequívoco de objetividad. Empecemos discutiendo este segundo supuesto, preguntémonos por qué ha de entenderse el acuerdo en los juicios como un signo de la objetividad de las propiedades que en los mismos se atribuyen al mundo. Tal vez podríamos responder a esta pregunta señalando que la manera más sencilla de explicar el acuerdo de los asistentes a un partido de fútbol acerca de que el balón ha traspasado la raya de la portería y que, por tanto, el equipo A acaba de anotar un gol, es que de hecho eso es lo que ha ocurrido y ellos lo han visto. Habría otras explicaciones posibles: por ejemplo, que todos los asistentes estuviesen siendo víctimas de una ilusión óptica o de otro engaño más sofisticado, o que todos hubiesen decidido decir eso para seguir las directrices de algún directivo populista. Pero la explicación más sencilla de ese acuerdo sigue siendo simplemente que vieron cómo eso ocurría. De manera semejante, se puede defender que el acuerdo que supuestamente suscitan las teorías científicas se explica precisamente porque atrapan lo que realmente ocurre, porque rastrean exitosamente los procesos causales que efectivamente se dan en el mundo y, por esa misma razón, la mejor explicación del desacuerdo moral sería precisamente que no responden a ninguna realidad independiente, a ninguna propiedad objetiva del mundo. Esta defensa de la relevancia del acuerdo puede resultar convincente si suponemos que hay dos hechos independientes, por ejemplo, el hecho de que la pelota ha entrado en la portería y el hecho de que los asistentes al encuentro están de acuerdo en que la pelota ha entrado en la portería. Bajo ese supuesto, tiene sentido decir que el primer hecho (que la pelota ha entrado en la portería) explica el segundo (el acuerdo acerca de que la pelota ha entrado en la portería). De manera semejante, podemos explicar el acuerdo entre los 46 científicos de un laboratorio acerca de que los valores que marca el sismógrafo mencionando precisamente un hecho independiente de ese acuerdo, a saber: las líneas trazadas en su rollo de papel. No hay ninguna dificultad en explicar uno u otro acuerdo entre científicos a partir de un hecho que sea independiente de tal o cual acuerdo, lo importante es que ese hecho no puede a su vez identificarse con total independencia de nuestras prácticas científicas, incluyendo, por ejemplo, ciertas maneras de interpretar las líneas que se reflejan en el rollo de un sismógrafo. El problema surge precisamente cuando queremos legitimar la objetividad de una explicación científica a partir de hechos causales independientes no de una u otra práctica científica, sino de todas nuestras prácticas investigadoras. En tal caso, tendríamos que suponer que los procesos causales que las explicaciones científicas pretenden rastrear tienen condiciones de identidad independientes de esas mismas explicaciones y del acuerdo que éstas suscitan. Acabamos de argumentar, sin embargo, que los procesos causales sólo pueden identificarse sobre un trasfondo causal definido en función de los intereses de cada investigación, que no hay hechos causales más profundos que justifiquen nuestras maneras de distinguir entre causa y trasfondo causal. Y, por tanto, no podemos decir que el acuerdo en las prácticas científicas pueda justificarse por su capacidad de descubrir hechos cuya identidad pueda fijarse con independencia del acuerdo en esas prácticas. Se sigue que, si lo que pretendemos es justificar las prácticas científicas en general, no hay un hecho independiente de las mismas al que podamos apelar y que sirva para explicarlas. En consecuencia, mientras no se aporte alguna otra razón, no podemos interpretar el acuerdo que supuestamente reina en las comunidades científicas como un signo de la objetividad de la ciencia. Al fin y al cabo, no siempre interpretamos la unanimidad del acuerdo en torno a una creencia como un indicio de su verdad. En las sociedades tradicionales existe un acuerdo sin fisuras en torno a ciertas creencias 47 religiosas y esa circunstancia no aboga por sí misma en favor de la verdad de las mismas; muchos piensan que esa circunstancia simplemente refleja un hecho social: la tendencia a castigar o a expulsar de la comunidad a cualquier pensador heterodoxo. De manera semejante, alguien podría explicar el acuerdo en la práctica científica por las normas que rigen esa práctica y que fijarían, entre otras cosas, que sólo quien coincide en ciertos juicios es competente en la misma, pero no por la objetividad de las propiedades que postula. No es está la postura que deseo defender, pero sirvan estas consideraciones para dejar constancia de que el acuerdo que pueda suscitar un juicio o un discurso no es por sí mismo un indicio de su objetividad, que un acuerdo ha de satisfacer ciertos requisitos adicionales para que pueda interpretarse de ese modo. Además, una mirada atenta al quehacer ordinario de la ciencia y a su historia pone de relieve que las teorías científicas están muy a menudo lejos de suscitar el acuerdo unánime que el lego les atribuye, que el acuerdo supuestamente reinante en las comunidades científicas responde a una imagen distorsionada de la actividad científica, pues son muchos los conflictos entre explicaciones y teorías que nos deparan la historia y la sociología de la ciencia. Una cuestión que surge inmediatamente en defensa de la objetividad de la ciencia es que esos conflictos son accidentales, transitorios, que al final hay (o habrá) siempre un vencedor y que en el estadio último del desarrollo de la ciencia no habrá espacio para el desacuerdo, sino que se alcanzará la unanimidad de los investigadores competentes. Se da por supuesto que esa confluencia final de los juicios, esa extirpación de la divergencia, no responderá a medidas disciplinarias, al descrédito de los heterodoxos, porque en tal caso no habría conexión alguna entre acuerdo y objetividad. Hay, no obstante, evidencia más que sobrada para pensar que en la resolución de los conflictos entre teorías tales medidas no han estado del todo ausentes y que, en algunos casos, han jugado un papel decisivo. Pero si suponemos que 48 esas medidas se excluyen y sólo consideramos los acuerdos alcanzados en un debate libre y abierto, ¿qué razones tendríamos para pensar que las divergencias acabarán desapareciendo con el progreso científico? Una de las razones más poderosas es, de nuevo, la convicción de que las ciencias se ajustan cada vez más a una descripción meticulosa de lo que ocurre en el mundo y, por tanto, se confía en que habrá un momento en que sólo quien esté equivocado podrá discrepar de lo que diga la mejor teoría científica. Acabamos de ver, no obstante, que esta razón sólo tiene fuerza si hay hechos identificables independientemente de nuestras prácticas científicas que sirvan para avalar a una u a otra teoría, para refrendar que lo que una teoría dice refleja lo que realmente ocurre y la otra no, para distinguir entre discrepancia e ignorancia. El problema es que, si las observaciones que realicé en el punto 2 son correctas, entonces no existen tales hechos independientes y, por tanto, nos quedamos sin una de las razones más poderosas para confiar en la concordancia última en todos los juicios de la ciencia. Hay, sin embargo, otra razón de peso para pensar que los juicios de la ciencia son objetivos y los juicios morales no. Esta nueva razón nos conduce al argumento del éxito, cuyo punto de partida es el impresionante desarrollo tecnológico de los últimos siglos. 6. El argumento empieza señalando que si realmente las normas por las que se determinan qué investigadores son competentes en determinadas materias fuesen arbitrarias, entonces nada funcionaría, los aviones no podrían volar y los barcos se hundirían; o, en otras palabras, ¿cómo explicar el éxito tecnológico sin suponer que nuestras teorías científicas descubren el verdadero orden causal del mundo? ¿No constituye, por tanto, el éxito tecnológico una piedra de toque externa que legitima nuestras prácticas investigadoras? ¿Existe acaso algún criterio semejante para los juicios morales? ¿No invita esta diferencia a defender la objetividad de la ciencia frente la subjetividad de la moral? 49 Pensemos, para ilustrar este punto, en deportes como el tenis o el fútbol. Cualquier persona puede saber quién ha ganado el partido sin entender prácticamente nada de tenis o de fútbol; en cambio, para determinar si ha sido un buen partido de fútbol, si un jugador tiene visión del juego o si un tenista es elegante, hace falta un tipo de sensibilidad que uno sólo adquiere a través de un proceso de formación adecuado. Pero, en cualquier caso, el tenis o el fútbol tienen un criterio de éxito que es independiente de esa sensibilidad y que es accesible prácticamente a cualquier persona, se trata de que finalmente la pelota entre en el lugar adecuado. Esa distinción se mantiene en el caso del ingeniero y del arquitecto, pues al final el puente se cae o se sostiene, y algo semejante ocurre con el diseño de experimentos; una cuestión diferente es si el puente resulta visualmente demasiado pesado o si se integra bien en su entorno. En cambio, en el caso del juicio moral o del juicio estético, no parece exista esa piedra de toque externa que nos sirva para medir su éxito moral o estético, es necesaria una sensibilidad estética o moral desarrollada para juzgar si una obra de arte tiene valor o si un juicio moral es razonable. Sólo quien posee una mínima sensibilidad moral puede percibir la crueldad de un comentario o la agresividad de un gesto, sólo quien tiene una mínima formación estética puede disfrutar de la armonía del Partenón. No parece, por tanto, que exista un criterio de éxito para los juicios morales que pueda valorarse independientemente de la propia sensibilidad moral. Esta circunstancia nos serviría para entender por qué tenemos la intuición de que las teorías científicas son objetivas, mientras que el discurso moral o estético aparece como un mundo encerrado en sí mismo, sin un referente externo con el que medir su validez. Pienso, sin embargo, que el argumento del éxito es menos poderoso de lo que a primera vista pudiera parecer, que la diferencia que se traza entre el discurso moral y el científico es menos profunda de lo que en ese argumento se da a entender. Vimos, en el capítulo 7, 50 cómo nuestros juicios morales responden a un cierto grado de sensibilidad, a una capacidad de percibir los aspectos morales de una situación. Intenté mostrar allí cómo la percepción de aspectos no es una capacidad misteriosa a la que se apela para defender lo indefendible, una facultad esotérica que nos permite decir que conocemos los rasgos morales de una acción o las propiedades estéticas de una obra de arte. Destaqué, por el contrario, que la capacidad de percibir aspectos está involucrada en nuestras destrezas más cotidianas: en la habilidad para descubrir en un rostro una expresión de tristeza, en nuestra capacidad para seguir una melodía musical o para orientarnos con un mapa. De manera semejante, en el reconocimiento de algo como un medio para determinado fin está también implicada la percepción de aspectos. Cuando el tenista golpea la pelota con la raqueta busca un lugar de la pista al que su contrincante no pueda llegar a tiempo y confía en que su manera de golpear la pelota, la dirección y fuerza del impulso, determine su trayectoria. Cuando el espectador aplaude un golpe ganador trata de expresar, entre otras cosas, su admiración por la habilidad del tenista y, por tanto, comparte con él la convicción de que, en ese contexto causal, es el golpe de la raqueta el que ha provocado que la pelota haya descrito una trayectoria demoledora para las aspiraciones del rival. Ahora bien, en este reconocimiento por parte de los espectadores y del tenista de que una acción (golpear la pelota con la raqueta con determinada fuerza y orientación) ha operado como un medio para cierto fin (colocarla en tal y tal zona del campo contrario) está involucrada su capacidad para percibir aspectos; en concreto, la capacidad para ver ciertos aspectos de una situación particular como el trasfondo causal en el que otros aspectos actúan como la causa de cierto suceso. En este sentido, podemos decir que el reconocimiento de un cambio como fruto de la aplicación de una técnica conlleva el ejercicio de un cierto grado de sensibilidad instrumental, del mismo modo que el reconocimiento del buen juicio moral presupone una mínima sensibilidad 51 moral, y, por tanto, no podemos decir que el éxito tecnológico constituya una piedra de toque radicalmente externa a nuestras prácticas explicativas, pues en la identificación del éxito de la aplicación de una técnica están involucradas las mismas capacidades cognitivas que en el desarrollo de la técnica misma. Es cierto que la capacidad de percibir una acción como medio para un fin, de un suceso como causa de otro, es más estable que la sensibilidad moral, pues la sensibilidad instrumental, en la medida en que resulta imprescindible para reconocer a un depredador o para evitar el fuego, juega un papel esencial en la supervivencia de la especie. Ese arraigo explicaría la estabilidad de nuestro juicios acerca de ciertas conexiones causales y, por tanto, también la extensión del acuerdo. Ahora bien, para que una estructura psicológica, como la capacidad de percibir conexiones medios-fines, tenga virtudes adaptativas no es necesario (y ni siquiera conveniente) que rastree fielmente las propiedades del mundo, basta con que nos sirva para orientarnos en el mismo de la manera más económica posible. Por tanto, el hecho de las explicaciones científicas descansen en estructuras psicológicas que hayan superado la criba de la selección no es tampoco por sí mismo una razón para suponer que las propiedades que postulan responden fielmente a lo que hay en el mundo. Además, es obvio que el discurso moral ha superado también esa criba y, en consecuencia, si se entiende que esa circunstancia avala la objetividad de la ciencia, deberíamos reconocer que también respalda la del discurso moral, con lo cual las diferencias entre el discurso moral y el científico parece que van poco a poco diluyéndose. 7. Conviene recordar que, al rechazar el argumento del éxito, no pretendo disminuir la importancia de la tecnología ni negar que las teorías científicas descubran un orden causal en el mundo, sólo objeto a la idea de que ese orden pueda identificarse con independencia de los intereses que rigen la investigación. Una vez hecha esta aclaración, 52 acepto sin problemas que el éxito tecnológico se explica por la capacidad de nuestras teorías de rastrear el mundo, pues mi intención en este capítulo no es negar la objetividad de la ciencia sino mostrar que no hay ninguna razón de principio para excluir las propiedades morales del ámbito de lo objetivo. Mi estrategia ha consistido en suponer, en primer lugar, que las propiedades que postulan las teorías científicas para explicar los procesos causales son objetivas y, en segundo término, mostrar que las diferencias entre esas propiedades y las que los juicios morales atribuyen a las acciones no son tan marcadas como en principio pudiera parecer. En concreto, la discusión en torno a la idea de causa completa me ha servido para rechazar varios intentos de definir un punto de vista radicalmente externo a nuestras prácticas científicas y que serviría de piedra de toque de la objetividad de las propiedades que desde las mismas se atribuyen al mundo. Coincido con mi oponente en que no existe tal punto de vista en el caso del discurso moral, pero lo que he intentado mostrar en este capítulo es que tampoco existe en el caso del discurso científico, pues los procesos causales que supuestamente la ciencia ha de descubrir no tienen condiciones de identidad independientes de la propia práctica científica. Por tanto, si queremos seguir manteniendo la idea de que el mundo está ordenado causalmente, entonces la existencia de un punto de vista radicalmente externo que legitime las teorías científicas no podrá ser ya un requisito imprescindible para reconocer su objetividad ni, por otro lado, el hecho de que los juicios morales no satisfagan ese requisito podrá servir para desacreditar la objetividad de los mismos. Esta reflexión claramente nos invita a articular una nueva noción de objetividad, de qué se entiende por 'realidad independiente' o por 'un punto de vista externo', pero ¿cuál podría ser esa noción? En los capítulos 6 y 7 realicé algunas consideraciones en torno a la deliberación constitutiva, el juicio del hombre prudente y la percepción de aspectos que, a mi entender, aportan recursos conceptuales 53 bastante útiles a la hora de elaborar una manera razonable de distinguir lo objetivo de lo subjetivo, lo real de lo aparente. Esos recursos son precisamente los que nos ayudaron en esos mismos capítulos a esclarecer otra de las perplejidades que el desacuerdo provoca: si cada uno tiene una opinión diferente acerca de la pena de muerte, el aborto o la sexualidad, ¿quién tiene razón y quién está equivocado? Hemos visto que la experiencia moral involucra un orden, una disciplina, que está ausente en los juicios sobre gustos o apetitos. En un esfuerzo por expresar las características de ese orden, defendí en su momento la inevitabilidad del conflicto de valores, distinguí entre deliberación instrumental y deliberación constitutiva, esclarecí cómo el juicio moral involucra la percepción de aspectos y la noción de significación. Todo ello nos condujo a una concepción alternativa de la deliberación práctica que se apoya más en el examen detallado de los casos particulares que en la especificación de principios generales. Lo importante no es buscar un principio general que, como una receta, le diga a Luis si ha de mantenerse o no al lado de su esposa, que dicte sentencia acerca de la culpabilidad de los judíos que participaron en las Escuadras Especiales o que condene a Adolf Eichmann; tales principios hemos visto que no existen y, por tanto, que no hay nada que nos exima de la responsabilidad de tomar decisiones ante cada situación que la vida nos depare. Será Luis quien deba examinar la naturaleza de la relación con su esposa, los aspectos particulares del caso, y articular su manera de responder ante esa situación, una respuesta no tiene por qué plantearse en términos dicotómicos, como si no hubiese más opciones que cuidar de ella día y noche o abandonarla totalmente. Ninguna norma podrá tampoco liberarnos a nosotros de la tarea de valorar, si la situación lo requiere, la respuesta con la que Luis finalmente se comprometa. Conviene, pues, resistirse a la tentación de pensar que si no hay principios generales, todo vale, cualquier respuesta es igualmente correcta. Sólo quien da por supuesto que la razón se guía 54 exclusivamente por principios generales que deciden acerca de lo bueno o de lo malo, se sentirá totalmente perdido si los principios no le dicen cómo responder a las preguntas que le inquietan; sólo desde esa concepción de la razón puede llegar a pensarse que si no existe un única respuesta correcta para cada pregunta moral, entonces no nos queda más opción que aceptar el relativismo moral, que reconocer que todas las respuestas a una cuestión moral son igualmente válidas o inválidas. Sin embargo, la concepción de la deliberación que he propuesto permite evitar esta conclusión y defender que, ante cualquier conflicto moral, es posible articular racionalmente una respuesta, que ante el juicio atroz del paquistaní 'Las mujeres sospechosas de adulterio han de ser quemadas vivas' no basta con cruzarse de brazos o con rechazarlo airadamente, sino que es posible elaborar racionalmente nuestro juicio. Esa elaboración puede que no conduzca finalmente a una acuerdo con el paquistaní, pero ayudará a mejorar nuestro entendimiento acerca de qué valores están en juego y qué costes tienen las diferentes respuestas que una sociedad pueda dar ante una sospecha de adulterio femenino. De manera semejante, podremos discrepar acerca de si los judíos que participaron en las Escuadras Especiales han de ser o no condenados, pero tenderemos a concordar en la repugnancia moral que nos provoca su actividad, igualmente coincidiremos fácilmente en que los miembros de esas Escuadras se encontraban en circunstancias que disminuían seriamente su capacidad de discernimiento moral. Podremos discrepar acerca de esa disminución fue tan grande como para eximirlos totalmente de culpa, pero de alguien que no viese por qué esas circunstancias extremas afectan a la entereza moral de una persona, no diríamos que discrepa, que tiene un juicio moral distinto del nuestro, sino más bien que no entiende, que es de algún modo insensible a lo que significaba llegar a un campo nazi de exterminio y, por tanto, tenderemos a descalificar su juicio sobre el caso como irrelevante. 55 Vemos, pues, que en el discurso moral no todo vale, que uno puede ser descartado por insensible o llegar a comprender, gracias a un proceso de deliberación, la relevancia moral de cierto aspecto de una situación que anteriormente había desdeñado. Sin embargo, el hecho de que haya respuestas incorrectas o insensibles a las preguntas morales, no implica que haya una única respuesta que sea la correcta; por el contrario, es característico de las conflictos morales que sintamos la fuerza de cada una de las respuestas alternativas, que veamos los costes y las ganancias de cada una de las opciones y que, cuando la reflexión se acaba, cada uno deba asumir la responsabilidad de su propia vida, deba, como le ocurre a Luis, definir su manera de responder ante la enfermedad de su esposa. Podrá permanecer junto a su esposa y atenderla, a pesar de que su propia vida quede en más de un aspecto disminuida, o bien elaborar una respuesta diferente, con sus propios costes y ganancias. Nos encontramos, pues, ante una pluralidad de respuestas que cada uno puede generar y sin que la razón nos diga cuál es la mejor. Es fácil que alguien entienda que este pluralismo moral es incompatible con la idea de objetividad. Ahora bien, quien así responde está apelando a una noción mítica de objetividad que ni siquiera la ciencia puede satisfacer, pues el pluralismo no sólo es inevitable en la deliberación moral sino también en la científica. En las páginas anteriores ya vimos que no es razonable esperar que la divergencia en torno a las teorías científicas se extinga con el desarrollo de las mismas. Es importante resaltar que, aun el caso de que esas teorías suscitasen de hecho un acuerdo unánime, esa circunstancia no sería por sí misma relevante para evitar el pluralismo en el ámbito de la ciencia, pues la cuestión crucial no es tanto si se alcanza o no el acuerdo, sino más bien cómo se ha alcanzado o en virtud de qué se puede garantizar su continuidad. Lo importante no es que por una circunstancias o por otra (como, por ejemplo, ciertos mecanismos presión social) confluyan las opiniones en torno a las teorías científicas, sino que haya razones generales por las que no puedan dejar de confluir. El pluralista lo que 56 afirma es que no hay tales razones y no se deja impresionar por el mero hecho de que, en determinadas sociedades, el adjetivo 'científico' se utilice con frecuencia para acallar las divergencias acerca de las más variadas cuestiones. Una vez se reconoce la inevitabilidad del pluralismo en la ciencia, más de uno sentirá la tentación de pensar que a lo que las consideraciones anteriores nos conducen no es propiamente a reivindicar la objetividad de la moral, sino más bien a resaltar la subjetividad y arbitrariedad de las teorías científicas y, en general, de cualquier tipo de discurso. ¿No habremos recorrido inútilmente un largo camino para restaurar la dañada imagen de la moral, para rescatarla del capricho y del desorden? ¿No acabaremos sumidos en una confusión aún mayor en la que todo lo que la ciencia nos diga aparezca también como fruto del antojo o del deseo? Quien así razona ve en la discusión antecedente una invitación a extender el subjetivismo a todo los ámbitos, a invadir la playa del conocimiento con la marea de la arbitrariedad. Recordemos, sin embargo, que el pluralismo del que hablo lejos de conceder la arbitrariedad de nuestros juicios y insiste en la necesidad del examen detallado, del discernimiento, del cultivo de la sensibilidad, con el fin de que cada uno articule racionalmente su respuesta ante las situaciones, dilemas o conflictos que la vida le pueda deparar. Igualmente importante es destacar que el defensor de ese subjetivismo a ultranza está curiosamente emparentado con quien, deslumbrado por los avances de la ciencia, cree que sólo las teorías científicas nos dicen cómo es realmente el mundo, sólo ellas descubren el orden causal del mismo y que ese orden está establecido con independencia de cuáles sean nuestros intereses, nuestra manera de investigar o el modo en que distingamos una causa de su trasfondo causal. Tanto el subjetivista extremo como el cientifista parten en su razonamiento de la idea de una realidad radicalmente independiente, de un concepción de lo objetivo como algo totalmente ajeno a nuestra 57 manera de ser; la única diferencia entre ambos estribaría en que el cientifista cree que los rasgos objetivos del mundo pueden conocerse gracias a las investigaciones de la ciencia, mientras que el subjetivista extremo entiende que esa realidad está más allá de lo que cualquier teoría pueda alcanzar, que teorías y conceptos están inevitablemente sesgados por nuestros intereses y que, por tanto, el mundo tal y como es en sí mismo se encuentra siempre más allá de lo que podamos descubrir. Sin embargo, esos estándares de objetividad que el cientifista confía en satisfacer y que llevan al subjetivista extremo a defender, haciendo uso de mis argumentos, la subjetividad y arbitrariedad de cualquier discurso, incluido el de la ciencia; son estándares que, según esos mismos argumentos, no pueden formularse coherentemente. Ese ha sido, al menos, mi mayor empeño a lo largo de los dos últimos capítulos: mostrar que la imagen de un mundo cuyo orden causal estuviese determinado con total independencia de nuestras prácticas carece de sentido. Si hay un mundo ordenado causalmente, si hay un mundo y no simplemente un caos, entonces cuáles sean los rasgos y propiedades de ese mundo, qué procesos causales se den en el mismo, no está determinado con independencia de nuestra manera de actuar, de nuestros intereses y de nuestras formas de distinguir entre causa y trasfondo causal. Se sigue que el subjetivista extremo, como el cientifista, no puede formular su posición más que haciendo uso de una noción incomprensible de objetividad, de realidad independiente; podemos, por tanto, concluir que ni el subjetivismo extremo ni el cientifismo pueden pensarse coherentemente. Esta es la cara crítica, negativa, de mi argumento, su rostro positivo se muestra en la posibilidad de elaborar una noción alternativa de objetividad, una manera de distinguir lo subjetivo de lo objetivo que no sea mítica, que reconozca el sentido preciso en que los rasgos del mundo son independientes de nuestra manera de ser y el modo exacto en que ciertos juicios nos ofrecen una imagen sesgada, distorsionada, de 58 lo que hay. No cabe duda de que, para cualquier estándar razonable de objetividad que se pueda elaborar, las teorías científicas podrán satisfacerlo. El propósito principal de este libro ha consistido precisamente en mostrar que, en cualquier sentido en el que podamos decir legítimamente que la ciencia nos revela aspectos objetivos del mundo, deberemos reconocer que en ese mundo hay también hechos morales como el engaño o la tortura. 59 Nota bibliográfica y agradecimientos Es bien sabido que el uso continuo de referencias y citas torna farragosa la lectura y dificulta la comprensión de las ideas que en un texto se presentan o exponen. Guiados por este criterio y para no asustar al lector que se cree lego en determinada materia, la colección en la que este libro aparece invita a los autores a evitar la utilización de esos recursos tan frecuentes (e, incluso, recomendables) en los trabajos académicos. No puede excluirse, sin embargo, que el lector, sintiéndose atraído por alguna de las cuestiones que se han ido tratando, eche de menos la alusión a los libros y artículos en los que me he inspirado y cuya lectura podría ayudarle a seguir reflexionando. Para ese lector imaginario se ha redactado esta nota bibliográfica y también para otra función no menos importante: la de dejar constancia de los textos y escritos que más directamente han alimentado mi pensamiento sobre el lugar de la moral en nuestra concepción del mundo. Pero antes embarcarme en esa tarea, me gustaría mencionar a las personas que generosamente han ido leyendo los primeros borradores de cada uno de los capítulos de este libro. Creo que gracias a sus comentarios este escrito contiene menos errores y es más fluido de lo que de otro modo habría salido de las yemas de mis dedos. En este sentido, confieso que he encontrado en los comentarios críticos de Isabel Albella, Miquel Corbí, Tobies Grimaltos y Julián Marrades una ayuda y un estímulo por los que no puedo dejar de sentirme afortunado. Igualmente me siento muy agradecido a Francisca Pérez Carreño y a Carlos Thiebaut por su confianza al proponerme la redacción de un manuscrito con los rasgos de estilo que antes mencionaba, así como por sus sugerencias y observaciones en el desarrollo de la misma. Me es grato reseñar, 60 finalmente, que una parte significativa de la investigación necesaria para la elaboración de este trabajo ha sido financiada por el Ministerio de Ciencia y Tecnología mediante el proyecto de investigación 'Deliberación, realismo y verdad' (BFF2000-1073-C04-03). En cuanto a los escritos y materiales que de algún modo que me han incitado a pensar los problemas que en este libro se plantean, la primera referencia es el libro de René Descartes Meditaciones metafísicas, donde se formula la primera vesión del experimento mental que articula el capítulo 1, si bien en las últimas décadas la discusión filosófica se ha centrado en versiones más recientes como las que podemos encontrar en el artículo 'Cerebro en una cubeta' de Hilary Putnam y en el primer capítulo del libro de John Pollock, A Theory of Knowledge. Rober Nozick, en el capítulo 6 de Philosophical Explanations, también considera una variante de notorio interés. No obstante, las partes más originales (y arriesgadas) del capítulo introducen en ese experimento algunos ingredientes nuevos que se inspiran en la película de David Cronenberg, eXistenZ, y en algunas observaciones del libro de Francisco López Martín, eXistenZ. El placer de lo siniestro. El capítulo 2 es fruto de un poso de lecturas en torno al subjetivismo acerca de los valores. El lector encontrará en Tratado de la naturaleza (libro III) e Investigación sobre el entendimiento humano, de David Hume la formulación clásica de esa posición; en este siglo, el libro de Alfred Ayer, Lenguaje, verdad y lógica, causó un gran impacto como una expresión clara y radical de una posición subjetivista; más recientemente, el texto de John Mackie, Ética: la invención de lo bueno y lo malo, constituye una de las expresiones más ordenadas y atractivas de esa posición. Para las alusiones a la teoría de la evolución, entiendo que El gen egoísta de Richard Dawkins es un libro particularmente iluminador. En el capítulo 3 se elabora una primera objeción al subjetivismo que toma su punto de partida en la crítica al subjetivismo de los colores desarrollada por Barry Stroud en su artículo 'The Study of Human Nature 61 and the Subjectivity of Value' y en su reciente libro The Quest for Reality: Subjectivism and the Metaphysics of Colour. Se pueden encontrar en el complejo libro de Crispin Wright, Truth and Objectivity, objeciones al argumento presentado este capítulo, si bien intento contestar indirectamente a algunas de esas dificultades en los capítulos 8 y 9. En el capítulo 4, desarrollo una crítica a la teoría dominante de la motivación, atribuida habitualmente a David Hume, según la cual toda acción ha de explicarse exclusivamente por el conjunto de deseos y creencias del agente. Michael Smith con su libro The Moral Problem es uno de los más polémicos e interesantes valedores de esa teoría; en mi crítica a la misma recurro, entre otras cosas, a algunas observaciones de G. F. Schueler in Desire: its Role in Practical Reason and the Explanation of Action y a ideas que he desarrollado conjuntamente con Tobies Grimaltos en 'Moral Motivation and Dispositions'. Podemos encontrar un argumento muy sugerente y polémico en favor de una teoría humeana en el artículo 'Razones internas y razones externas' de Bernard Williams y una presentación general de la discusión sobre este tema en el artículo de Derek Parfit 'Reasons and Motivation'. El capítulo 5 reconstruye algunos de los argumentos clásicos en favor del fenómeno de la suerte moral. Los artículos 'La fortuna moral' de Bernard Williams y 'Suerte moral' de Thomas Nagel son los que iniciaron el debate en torno a esta cuestión. En el libro editado por Daniel Statman Moral Luck puede encontrarse una recopilación de artículos sobre esta cuestión. La referencia a Primo Levi proviene del capítulo 'La zona gris' de un libro sobrecogedor, Los hundidos y los salvados; mientras que el libro de Hannah Arendt, Eichmann en Jerusalén, está presente en las reflexiones sobre Adolf Eichmann. Isaiah Berlin, en El fuste torcido de la humanidad, defiende por primera vez que el conflicto de valores es una verdad conceptual acerca de la idea misma de valor. Otros textos que nos pueden ayudar a perfilar esta tesis central del capítulo 6, son el artículo de Bernard Williams 'Conflicto de valores' y su introducción al libro de Isaiah Berlin Conceptos 62 y Categorías, donde se recoge un artículo de este último llamado 'Igualdad' al que también recurro para elaborar la discusión. En cuanto a la formulación clásica del imperativo categórico, el texto de Kant más estimulante tal vez sea La fundamentación de la metafísica de las costumbres, si bien la defensa más robusta del kantismo sigue siendo el libro de John Rawls Una teoría de la justicia. Las alusiones iniciales a las diferencias entre el creyente y el no creyente no hacen más que reflejar la experiencia que Jean Améry narra en el primer capítulo de su libro Más allá de la culpa y de la expiación, cuya lectura no puedo dejar de recomendar. Cabe resaltar, por último, que una parte significativa de este capítulo ha aparecido ya publicada en las actas del IV Congreso Internacional de Antropología Filosófica, en las del III Congreso de la Sociedad Española de Filosofía Analítica y en el capítulo 'Valores, ideal y conflicto' del libro Ensayos de Filosofía de la Cultura, compilado por Joan B. Llinares y Nicolás Sánchez Durá (Madrid, Biblioteca Nueva, 2002) El capítulo 7, se inspira en la distinción entre deliberación instrumental y deliberación constitutiva que traza David Wiggins en su artículo 'Deliberation and Practical Reason' y que responde, a su vez, a algunas consideraciones sobre la deliberación práctica que aparecen en el libro de Aristóteles, Ética a Nicomaco. Las reflexiones acerca de la percepción de aspectos, encuentran su referente más inmediato en la sección XI de la segunda parte de Investigaciones filosóficas de Ludwig Wittgenstein y en observaciones dispersas de Peter Winch, especialmente en su libro Trying to make sense. La nota final acerca de la noción de búsqueda procede de una observación aparece en el capítulo 15 del libro de Alasdair MacIntyre, Tras la virtud. La crítica que se realiza en el capítulo 8 a la noción de causa completa no hace más que recoger, en un lenguaje que he intentado que resulte lo más accesible e intuitivo posible, algunos de los argumentos desarrollados con bastante mayor detalle en el libro redactado en colaboración con Josep Lluis Prades, Minds, causes, and mechanisms. A Case against physicalism. Por otra parte, la noción de 'dirección de 63 ajuste' aparece por primera vez en el libro de Elisabeth Anscombe Intención, si bien puede encontrarse un exposición resumida del debate posterior en torno a la misma en capítulo 4 del libro de Michael Smith The Moral Problem. Finalmente, la discusión del capítulo 10 responde principalmente a los textos de Barry Stroud mencionados anteriormente, así como a los párrafos 198-242 de las Investigaciones filosóficas. Espero que las observaciones que allí se hacen sirvan para apuntar una respuesta a algunas de las objeciones más importantes planteadas contra la objetividad de la moral por John Mackie y Crispin Wright en los libros previamente citados. No me queda si no indicar la referencia completa de los libros, artículos y películas citados en esta breve nota bibliográfica: -Arendt, H. (1963), Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1999 -Améry, J. (2001), Más allá de la culpa y la expiación, Valencia, Pretextos. -Anscombe, E. (1957), Intención, Barcelona, Paidós, 1991 -Aristóteles(355-45 a.C.), Ética a Nicómaco, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1970. -Ayer, A. (1936), Lenguaje, verdad y lógica, Barcelona, Martínez Roca, 1971 -Berlin, I. (1956), 'Igualdad' en ídem, Conceptos y categorías, México, FCE, 1983. -Berlin, I. (1958), El fuste torcido de la humanidad, Barcelona, Península, 1995 -Corbí, J. y Grimaltos, T. (2002), 'Moral Motivation and dispositions', 64 manuscrito. -Corbí, J. y Prades, J.L. (2000), Minds, Causes, and Mechanisms, Oxford, Blackwell. -Cronenberg, D. (1999), eXistenZ, Canadá-Gran Bretaña, producida por Alliance Atlantis Co. y otros. -Dawkins, R. (1976) El gen egoísta, Barcelona, Salvat, 1997 -Descartes, R. (1641), Meditaciones metafísicas, Madrid, Alfaguara, 1977. -Hume, D. (1748), Investigación sobre el entendimiento humano, Madrid, Alianza, 1986. -Hume, D. (1739-40), Tratado de la naturaleza humana, 2 vols., Madrid, Nacional, 1976. -Kant, I. (1785), Grundlegung zur Metaphysik der Sitten/ Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Barcelona, Ariel, 1996. -López Martín, F. (1999), eXistenZ. El placer de lo siniestro, Valencia, Ediciones La Mirada. -MacIntyre, A. (1981), Tras la virtud, Barcelona, Crítica, 1987. -Mackie, J.L. (1977), Ética: la invención de lo bueno y lo malo. Barcelona, Gedisa, 2000. -Nagel T. (1986), Una visión de ningún lugar, México, FCE, 1996. -Nagel, T. (1976), 'Suerte moral' en ídem, La muerte en cuestión, México, FCE, 1981, pp. 51-72. -Nozick, R. (1981), Philosophical explanation, Cambridge, 65 Harvard University Press. -Parfit, D. (1997), 'Reasons and motivation', Proceedings of the Aristotelian Society. Supplementary Volume LXXI, pp. 99-129 -Pollock, J. (1986), Contemporary theories of knowledge, Totowa, Rowman and Littlefield. -Putnam, H. (1981), 'Cerebros en una cubeta' en ídem, Razón, verdad e historia, Madrid, Tecnos, 1988, pp. 15-33. -Rawls, J. (1971), Teoría de la justicia, México, FCE, 1978 -Schueler, G.F. (1995), Desire: its Role in Practical Reason and the Explanation of Action, Cambridge, Mass.: The MIT Press. -Smith, M. (1994), The Moral Problem, Oxford, Blackwell Publishers. -Statman, D. (ed.) (1993), Moral Luck, Nueva York, State University of New York Press. -Stroud, B. (1989), 'The Study of Human Nature and the Subjectivity of Value' en Theodore de Bary, W. et al. (eds.), The Tanner Lecutres on Human Values, Salt Lake City, University of Utah Press, pp. 213-259. -Stroud, B. (2000), The Quest for Reality: Subjectivism and the Metaphysics of Colour, Oxford, Oxford University Press. -Wiggins, D. (1975-6), 'Deliberation and Practical Reason' en Proceedings of the Aristotelian Society, LXXXVI, pp. 29-51. -Williams, B. 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