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Star Wars: Death Star: es una obra de ficción. Los nombres, los lugares, y los incidentes son pro-
ductos de la imaginación del escritor o son usados ficcionalmente. Alguna semejanza con eventos
actuales, situaciones actuales o personas son cuestion circunstancial.
A Del Rey® Book Publicado por Ramdon House Publishing Group y Imperial Alliance World, sub-
sidiaria de RochBast Media Group © 2007 por Lucasfilm Ltd. & ™.
Todos los Derechos Reservados bajo la International y Pan-American Copyright Conventions. Publi-
cado en los Estados Unidos por The Ballantine Publishing Group, una division de Random House,
Inc., New York, y simultáneamente en Canadá por Random House de Canada Limited, Toronto.
Del Rey es una marca registrada y the Del Rey colophon es una marca registrada por Random House,
Inc.
ISBN 978-0-345-47743-9
Impreso en el Perú por Imperial Alliance World, Lima, La Molina – Los Frutales 1479 – Separadora
Industrial / Callao – Santa Marina Sur E24 202
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www.randomhouse.com/delrey/
www.imperialallianceworld.com
OPM 9 8 7 6 5 4 3 2 1
KORNELL «ULI» DIVINI; capitán del Cuerpo Quirúrgico Imperial (varón humano)
C O N S T RU CC I Ó N
1
CUBIERTA DE VUELO, DESTRUCTOR ESTELAR CLASE IMPERIAL GARRA DE ACERO,
ÓRBITA POLAR, PLANETA DESPAYRE, SISTEMA HORUZ, SECTOR ATRIVIS,
TERRITORIOS DEL BORDE EXTERIOR
L
a sirena de alerta sonó, un chillido agudo que no podía ser ignorado por ningún
ser a bordo con oídos y pulso. Sólo tenía una cosa que decir, y lo decía fuerte y
claro:
¡A sus puestos!
El teniente comandante Villian «Vil» Dance despertó de un sueño profundo ante el
sonido de la alarma, se sentó, y bajó de un salto de su litera a la cubierta metálica de
los camarotes de la Sala de Pilotos. Salvo por el casco, ya llevaba puesto su traje es-
pacial, una de las primeras cosas que un piloto de TIE aprendía a hacer era a dormir
con el equipo de combate completo. Corrió hacia la puerta, medio paso por delante del
siguiente piloto en despertar. Tomó el casco, se precipitó hacia la sala y se dirigió a la
derecha, luego corrió a la bahía de lanzamiento.
Podía ser un simulacro; había habido muchos de esos últimamente para mantener aler-
tas a los pilotos. Pero tal vez esta vez no era así. Uno siempre podía esperar.
Vil llegó a la zona de reunión. La gravedad artificial en la cubierta de vuelo se mantenía
ligeramente por debajo de una g, para que los pilotos, todos los cuales eran humanos
o humanoides, pudieran moverse un poco más rápido y llegar a sus puestos un poco
antes. El olor de la lubricación de lanzamiento era acre en el aire frío, y las luces par-
padeantes pintaban la zona con pulsantes destellos primarios brillantes. Los técnicos
se apresuraban, preparando a los cazas TIE para el despegue, mientras que los pilotos
corrían hacia las naves. Vil se dio cuenta de que sólo habían llamado a su escuadrón.
No debía ser un gran problema, fuese lo que fuese.
Los comandantes siempre decían que no importaba cual unidad te tocaba. Todos los
cazas TIE eran iguales, hasta la última tuerca y remache, pero aun así, cada piloto tenía
su nave favorita. Se supone que no debías personalizarlas, por supuesto, pero había
maneras de reconocerlas: un arañazo aquí, una marca de desgaste allí… después de
un tiempo, llegaba el punto donde sabías cuál caza era cual. Y no importaba lo que
dijeran los comandantes, algunas eran mejores que otras: un poco más rápidas, hacían
giros un poco más cerrados, los cañones láser eran ligeramente más rápidos en disparar
DEATH STAR 15
cuando tocabas el gatillo. Vil se percató que la nave que le asignaron esta rotación era
Negro-11, una de sus favoritas. Tal vez era pura superstición, pero respiró un poco más
aliviado, sabiendo que esta vez, esa nave en particular tenía su nombre.
El oficial al mando en cubierta, el capitán Rax Exeter, saludó a Vil.
—Cap, ¿qué sucede? ¿Otro simulacro?
—Negativo, teniente. Un grupo de prisioneros de alguna manera logró apoderarse de
una de las nuevas lanzaderas clase Lambda. Intentan alejarse lo suficiente para dar el
salto al hiperespacio. Eso nunca sucederá mientras yo esté vigilando. Los códigos de
identificación y seguimiento estarán en la computadora de tu caza. No los dejes esca-
par, hijo.
—No, señor. ¿Qué hay de la tripulación? —Vil sabía que las nuevas lanzaderas sólo
llevaban a un piloto y copiloto.
—Se los presume muertos. Los que hacen esto son los malos, Dance… traidores y ase-
sinos. Eso es razón suficiente para cocinarlos, pero lo que no queremos es que puedan
escapar a contarle a nadie lo que el Imperio está haciendo aquí, ¿verdad?
—¡No, señor!
—¡Ve, teniente, ve!
Vil asintió con la cabeza, sin molestarse en saludar, luego se dio vuelta y corrió. Mien-
tras lo hacía, se puso el casco y lo aseguró en su lugar. El silbido del aire en su rostro
era frío y metálico mientras el sistema del traje se encendía. Se sentía muy reconfortan-
te. El tejido de duracero y plastoide resistente a las temperaturas extremas del traje de
vacío, junto con el casco polarizante de densecris, eran lo único que lo protegerían del
duro vacío. Una falla del traje podía hacer que un hombre fuerte perdiera la conciencia
en menos de diez segundos y muriera en menos de un minuto. Lo había visto pasar.
Los cazas TIE, para ahorrar masa, no tenían generadores de escudos defensivos, ca-
pacidad de hiperimpulsor, ni sistema de soporte vital de emergencia. Eran por lo tanto
frágiles, pero rápidos, y eso estaba bien para Vil. Prefería esquivar el fuego enemigo
que esperar que rebotara. No se requería ninguna habilidad para pilotar un enorme tro-
zo de duracero; bien podría estar descansando los pies en una consola turboláser en la
nave. ¿Dónde estaba lo divertido en eso?
El técnico de TIE había abierto la escotilla superior de Negro-11 cuando Vil llegó a la
pasarela encima de la nave. Sólo demoró un instante en bajar por la escalerilla y entrar
a la ajustada cabina del caza.
La escotilla bajó y se cerró con un silbido. Vil tocó el interruptor de encendido y el
interior del TIE —llamado así por los motores de iones gemelos que lo impulsaban—
se iluminó. Miró los controles con un ojo rápido y experimentado. Todos los sistemas
estaban en verde.
El técnico levantó la mano preguntando. Vil agitó la suya en respuesta.
—¡Listo!
—Entendido, ST-Uno-Uno. Preparado para la inserción.
Vil sintió que sus labios se torcían de molestia. El Imperio estaba decidido a borrar to-
dos los signos de individualidad en sus pilotos, con la absurda teoría de que de alguna
manera los operadores sin nombre y sin rostro eran más eficaces. Por eso los números
de clasificación, los trajes de vuelo y cascos anónimos, y la rotación al azar de las na-
ves espaciales. El enfoque de estandarización había funcionado razonablemente bien
en las Guerras Clon, pero había una diferencia importante: ni Vil ni ningún otro piloto
de TIE que él conociera era un clon. Ninguno de los miembros del Escuadrón Alfa te-
nía ninguna intención de ser reducido a un autómata. Si eso era lo que realmente quería
el Imperio, que usara pilotos droides y viera lo bien que eso funcionaba.
Sus pensamientos fueron interrumpidos por la pequeña sacudida cuando se empezó
a mover el soporte debajo de la pasarela. La nave de Vil comenzó a moverse hacia la
puerta de la bahía de lanzamiento. Vio al técnico ponerse su propio casco y ajustarlo.
Las bombas de la bahía ya trabajaban a toda marcha, despresurizando el área. Para
cuando las puertas de lanzamiento estuvieran abiertas, el aire se habría reciclado. Vil
respiró hondo, preparándose para la mano dura de las fuerzas-g que lo empujarían atrás
en el asiento cuando los motores lo lanzaran hacia adelante.
La voz del Control de Lanzamiento crepitó en sus auriculares.
—Líder del Escuadrón Alfa, preparado para el lanzamiento.
—Entendido —dijo Vil. Las puertas de lanzamiento retrocedieron con una lentitud se-
ductora, el zumbido hidráulico de su movimiento audible por conducción a través del
suelo y el soporte de Negro-11.
—Lanzamiento en cinco, cuatro, tres, dos… ¡ahora!
Fuera de los confines del Destructor Estelar, la inmensidad del espacio envolvió al
teniente Vil Dance cuando los motores de iones empujaron al TIE pasando las últimas
bocanadas perdidas de aire congelado y entró a la oscuridad infinita. Sonrió. Siempre
lo hacía. No podía evitarlo.
De vuelta a donde pertenezco…
Lo rodeaba la negrura plana del espacio. Detrás de él, lo sabía, el Garra de acero pa-
recería reducirse a medida que se alejaban de él. Hacia «abajo» y a babor estaba la
curvatura del planeta prisión. Aunque estaban en órbita polar, la inclinación axial de
Despayre mostraba más del lado nocturno que del diurno. El hemisferio oscuro era casi
de una negrura completa, con algunas luces solitarias aquí y allá.
Vil tocó el encendido del comunicador… aunque se encendía automáticamente en el
lanzamiento, un buen piloto siempre lo activaba, sólo para asegurarse.
—Escuadrón Alfa, formación de pirámide a mí alrededor tan pronto como estén despe-
jados —dijo—. Pasen al canal táctico cinco, repito tac-cinco, y conéctense.
Vil cambió su propio canal de comunicador al cinco. Era una banda de baja potencia
con un alcance reducido, pero ese era el punto: no querías que el enemigo te escuchara.
Y en algunos casos, tampoco era buena idea que el oficial de comunicaciones te moni-
toreara desde la nave base para enterarse de las conversaciones. Tendían a ser un poco
más informales de lo que le gustaba al Imperio.
Llegó un coro de «¡Entendido, Líder Alfa!» de los otros once pilotos de su escuadrón
a medida que cambiaban al nuevo canal.
Tomó solamente unos pocos segundos hasta que se lanzó el último caza, y sólo unos
DEATH STAR 17
2.Los pilotos de TIE tienen compañeros de panel en lugar de compañeros de ala. (N. del T.)
18 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
W
ilhuff Tarkin —ahora Gran Moff Tarkin, con esa exaltada promoción gra-
cias a este mismo proyecto— parado ante un ventanal de transpariacero que
iba del piso al techo en la cubierta de observación, miró a su creación, y le
pareció buena.
Estaba construyendo un mundo.
Es cierto, entre otros mundos, lo que estaba tomando forma a trescientos kilómetros de
su nave insignia no sería tan imponente como el Centro Imperial, o digamos, Alderaan.
Pero cuando estuviera terminado, sería más grande que los dos satélites de su propio
planeta Eriadu, y el hogar de más de un millón de seres.
Más concretamente, mantendría a incontables mundos bajo su control, y el de él.
Habían pasado casi tres décadas desde que Raith Sienar pusiera a Tarkin al tanto del
concepto del «planetoide estación de combate», y había tomado casi una década que
la idea superara los enredos de la cinta roja y pusiera a los geonosianos a mejorar e
implementar los diseños. El proyecto había sido conocido por varios nombres código
—como La gran arma—, y los planos originales habían sido muy mejorados por el lí-
der geonosiano Poggle el Menor. Pero había demorado años que el concepto pasara por
el tortuoso laberinto de la burocracia del gobierno antes de que finalmente se ordenara
el comienzo de su construcción. Todavía quedaban fallas en los planos originales, pero
muchas de ellas habían sido abordadas durante la construcción del prototipo de prueba
de concepto en la Instalación de las Fauces, y otras se iban corrigiendo a medida que se
descubrían. Las mentes más grandes de la galaxia habían sido reclutadas o contratadas
para prestar sus conocimientos a la construcción de esta arma. El brillante Dr. Ohran
Keldor, el maestro de armas loco Umak Leth, la joven aunque aguda como el láser pro-
digio omwati Qwi Xux, el administrador twi’lek Tol Sivron… ellos y muchos, muchos
otros del mismo calibre, habían sido investigados y aprobados por el mismo Tarkin.
Todos eran tan buenos como el Imperio podía proporcionar, voluntariamente o no.
Además, él había reclutado a un verdadero ejército de esclavos wookiees, además de
decenas de miles de presos de las humeantes selvas del planeta prisión Despayre y una
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plétora de droides de construcción, estos últimos la más grande colección de tales au-
tómatas jamás reunida. Todos ellos, orgánicos y artificiales, ahora trabajaban a contra-
crono, con un único objetivo en mente: la culminación de su visión.
El proyecto de nombre código Estrella de la Muerte.
Tarkin frunció ligeramente los labios. Había un dejo de melodrama en el nombre que a
él no le gustaba, pero no importaba. Las palabras, junto con la realidad de la estación
de combate, transmitirían ampliamente su propósito aterrador.
El Sistema Horuz había sido rapiñado para obtener materias primas; los asteroides
y cometas estaban siendo cosechados de ambos cinturones, interior y exterior y des-
compuestos en componentes de oxígeno, hidrógeno, hierro, níquel y otros elementos;
enormes embarcaciones de carga, transportes de minerales, tanqueros y transportes a
granel habían sido destripadas y reconfiguradas como laboratorios, fábricas, y vivien-
das en órbita, todas llenas de trabajadores que producían fibras ópticas, electrónica y
miles de otros instrumentos tecnológicos y materiales de construcción. Después de casi
dos décadas de frustración, de falsos comienzos, conflictos sindicales, procedimientos
administrativos y maniobras políticas, la construcción del dispositivo del juicio final
del Imperio estaba por fin irrevocablemente en camino.
Claro que había habido problemas. Tarkin se había sentido sorprendido y molesto al
descubrir que los diseños originales de Raith Sienar —los mismos que él mismo le ha-
bía presentado a Palpatine, y que el Emperador había rechazado más de diez años an-
tes—, habían sido la base para los planos que Palpatine finalmente le había dado para
implementar. Bueno, quizás no fuera tan sorprendente, dados los vaivenes de la guerra
y la política. Nada de lo que entraba a las bóvedas del Imperio nunca se perdía total-
mente, aunque algunas cosas se traspapelaban a veces. Y conceptos rechazados cuando
llegaban de otra persona a menudo se veían mejor cuando eran repensados como pro-
pios. Ni siquiera el Emperador, al parecer, era inmune a esa arrogancia en particular.
Después de que un diseño prototipo había sido construido y refinado en el corazón del
enjambre de agujeros negros conocidos como el cúmulo de las Fauces, Tarkin y Bevel
Lemelisk, el jefe de diseño, habían hecho mudar el proyecto Estrella de la Muerte va-
rias veces para evitar los posibles intentos de sabotaje rebeldes, finalmente reubicán-
dolo al sistema Horuz para mayor seguridad. Por supuesto, en un proyecto tan enorme,
había pocas esperanzas de que pudiera mantenerse en secreto para siempre… pero no
era lo mismo saber que existía, incluso sabiendo dónde se estaba construyendo, que ser
capaz de hacer algo al respecto. La almirante Daala, al mando de cuatro Destructores
Estelares clase Imperial e incontables naves de ataque más pequeñas, mantenía una
constante vigilancia desde su posición dentro de las Fauces; cualquier nave no autori-
zada que entrara en la región no volvería a irse llevando cuentos a otros lugares.
Tarkin fijó la mirada en el esferoide incompleto, flotando serenamente en el vacío,
extrañamente iluminado por detrás por la luz solar reflejada en Despayre. Todavía no
era ni siquiera un esqueleto completo. Cuando estuviera completa, sin embargo, la
estación de combate tendría 160 kilómetros de diámetro. Habría veinticuatro zonas,
doce en cada hemisferio. Cada zona, llamada una expansión, tendría sus propios repli-
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ticos, bancos de torpedos de protones, cañones de iones y una multitud de otros dispo-
sitivos de protección, ninguna nave de guerra de cualquier tamaño sería ni siquiera una
amenaza remota. Una flota de Destructores Estelares clase Imperial —incluso una flota
de Destructores Estelares clase Súper, si alguna vez existía tal cosa—, no ofrecería nin-
gún peligro real a la estación de combate una vez que estuviera totalmente operativa.
Teniendo en cuenta eso, un sistema de escudo que era menos que perfecto en ocasiones
no era un precio tan alto que pagar por la capacidad de vaporizar un planeta.
Una vez que la estación estuviera completamente en línea, entonces la Doctrina Tarkin
—oficialmente reconocida por el Imperio y nombrada como tal—, dominaría los mun-
dos conocidos. La Doctrina Tarkin era tan simple como efectiva; el miedo mantendría
en línea la galaxia. Una vez que se hubiera demostrado el poder de esta «Estrella de la
Muerte», su existencia sería suficiente para mantener la paz. La Alianza Rebelde no se
atrevería a arriesgarse frente a ella. Un insurgente que con mucho gusto aceptaría su
propia muerte por la causa se acobardaría al pensar en todo su mundo convertido en
plasma incandescente.
Tarkin se apartó del ventanal. Ya había habido sabotaje y retrasos, y se producirían
más; era inevitable en un proyecto de esta envergadura. Algunos esclavos habían inten-
tado escapar, algunos droides se habían descompuesto, y hombres que deberían haber
sabido lo que les convenía habían pensado en ganar poder personal a través de maqui-
naciones políticas. Además de estas molestias, Darth Vader, la mascota del Emperador,
acostumbraba a aparecer sin previo aviso de vez en cuando para presionar su pesada
mano sobre todo el proceso. Vader, por desgracia, estaba más allá del mando de Tarkin,
aunque, como el primero de los nuevos grandes moffs, él era un hombre cuyo capricho
era ley en todos los Territorios del Borde Exterior. Era cierto que el tipo de función de
Vader era esencialmente la misma filosofía que la Doctrina Tarkin, aunque en menor
escala; aún así, era… inquietante… ver al hombre hacer que un almirante o un general
al otro lado de la habitación cayera con un simple gesto como si le hubieran disparado.
Vader lo llamaba la Fuerza, ese poder místico que supuestamente había sido exclusivo
de los jedi y los Sith. Tarkin lo había visto desviar saetas de bláster del aire con su sable
de luz —o incluso, a veces, sin más que sus guantes negros—, sin más esfuerzo que
para aplastar flitterflies. Vader era una especie de enigma: los jedi estaban extintos, por
lo que se decía, al igual que los Sith, y sin embargo el hombre de negro poseía una de
las armas distintivas favorecidas por ambos grupos, junto con la habilidad para utili-
zarla. Desconcertante. Tarkin había oído decir que Vader era más máquina que hombre
debajo de esa armadura. Sabía que el droide cyborg, el general Grievous había sido
capaz de manejar cuatro sables de luz a la vez, así que quizás no era tan sorprendente
después de todo que Vader fuera hábil con uno. Nadie podría decirlo con certeza, por
supuesto, puesto que nadie, excepto posiblemente el mismo Emperador, conocía la
identidad del rostro detrás del visor del casco negro.
Tarkin, sin embargo, tenía su propia teoría acerca de la vida anterior del Señor Oscuro,
basada en la información que había recogido de archivos privilegiados y conversa-
ciones privadas, así como de los registros públicos. Había oído hablar de la supuesta
DEATH STAR 25
T
eela Kaarz estaba sentada en su asiento asignado, mirando al metal en blanco
junto a ella. La lanzadera no tenía ventanas en el área de pasajeros, así que no
había mucho que ver, excepto los otros prisioneros. Había tal vez trescientos
de ellos, hombres y mujeres de quizás una docena de diferentes especies humanoides,
dispuestos en filas apretadas en el transporte. El hedor de varios olores corporales era
agrio y potente. No vio a ningún otro mirialano como ella. Sabía que había algunos de
su mundo natal en el infernal mundo de Despayre, al menos, habría si todavía estaban
vivos. El planeta de la prisión estaba plagado de peligros… animales salvajes, plantas
venenosas, violentas tormentas y extremos de calor y frío debidos a una órbita errática.
No era un lugar al que nadie de su especie, o la mayoría de las demás, iría voluntaria-
mente, a menos que tuviera un serio deseo de muerte.
Teela no albergaba un deseo de muerte, pero lo que ella deseaba importaba poco ahora.
Su derecho a desear, junto con casi todos los demás derechos, le había sido arrebatado.
Ya no era una ciudadana galáctica. Desde hacía un año estándar, era una criminal y una
prisionera.
Su «crimen» había sido simplemente apoyar al candidato político equivocado en una
elección planetaria en su mundo. El Emperador había decidido que el hombre que se
postulaba a la oficina era un traidor, al igual que sus seguidores más influyentes. Por
tanto, había ordenado que montones de mirialanos de las clases acomodadas fuesen
acorralados, se les diera un «juicio» rápido, y se los condenara por traición. Teniendo
en cuenta la reacción del público por esta parodia de justicia, se consideró política-
mente inconveniente su ejecución en ese momento, así que Teela y sus correligionarios
habían sido enviados a morir en un mundo a muchos años luz de distancia… un mundo
tan peligroso e inhóspito que casi parecía haber sido diseñado con el único propósito
de ser un planeta prisión.
Había sido un shock estar entre los elegidos para eso. En el lapso de una sola rotación
planetaria, había pasado de ser una influyente y acomodada profesional a una criminal,
y había existido en este último estado durante un año estándar. Había tenido suerte —y
DEATH STAR 27
estaba asombrada— de haber sobrevivido por tanto tiempo. Había sido una arquitecta,
especializada en el diseño de arcologías encapsuladas… no era una profesión que te
preparara para la supervivencia en un mundo donde todos los otros animales deslizán-
dose por ahí te consideraban una presa, o la mitad de las plantas tenían espinas con las
que un pequeño rasguño podría causar un dolor agonizante antes de que su veneno te
matara.
Antes de su caída en desgracia ella había estado cerca de los mejores de su juego, una
profesional muy buscada que había diseñado la Encapsulización Ralthhok en Corellia
y el mundo rueda Blackstar en el sistema Sagar. Ella había sido agasajada e idolatrada,
invitada de monarcas y de senadores, jefes industriales y almirantes de flotas. Había
pensado que no era nada tomarse un skimmer atmosférico a mitad de camino al otro
lado de Mirial a cenar con amigos en diferentes continentes para cada comida.
Ahora tener una cena que no intentara morderla era un lujo.
Había tenido suerte, pero su supervivencia no había sido en su totalidad gracias a la
suerte. Su padre había sido un amante de la naturaleza, y siendo niña había ido de cam-
pamento con él frecuentemente. Él le había enseñado a trabajar la madera, y aunque las
plantas y los animales en el mundo prisión de Despayre eran diferentes de aquellos en
Mirial —por decir lo menos—, los principios para ocuparse de ellos eran los mismos.
Si tenía dientes y garras, era mejor evitarlo. Si tenía espinas o bordes aserrados, no era
una buena idea acercarse demasiado. Uno mantenía su atención firmemente en el aquí
y el ahora, y no se permitía el lujo de la fantasía y la ensoñación, a menos que estuviera
seguramente atrincherado detrás de paredes improvisadas construidas con blindajes
desechados o con el material amañado de los campos. Y era buena idea no bajar la
guardia ni siquiera entonces, porque había depredadores dentro de los complejos tanto
como afuera; depredadores con dos piernas en lugar de cuatro o seis, pero igualmente
mortíferos.
Un año. Y hasta esta mañana, no había habido ninguna razón para que ella pensara que
nunca iba a dejar Despayre, sin importar cuanto le quedara de vida. Pero cuando los
Guardias Imperiales aterrizaron fuera de la improvisada villa de chabolas que los pri-
sioneros habían llamado Ciudad Calabozo, el rumor se había propagado rápidamente.
Había un proyecto en órbita, decía el rumor, y se necesitaba más mano de obra.
—He oído que tienen veinte mil esclavos wookiee trabajando en esa cosa —dijo el
hombre sentado a su derecha. Hablaba con el prisionero a su derecha, y no con Teela,
pero tan cerca como estaba, tendría que ser sorda para no oír la conversación. El pri-
sionero a su derecha era un bakurano; grueso, y declarado culpable de varios delitos,
según se había jactado a su mutuo compañero de asiento: robo, tráfico de armas, asalto,
asesinato. Olía a moho del limo.
—¿En serio? —El prisionero sentado a un lugar de Teela era un brigiano, un huma-
noide alto, de piel púrpura que Teela había visto varias veces en Ciudad Calabozo. El
único brigiano en la ciudad, según ella había oído. Habló con voz suave al responder
al bakurano, pero ella también había oído que había sido un asesino lo suficientemente
bueno con las manos que rara vez necesitaba un arma. Corría el rumor que una vez
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había matado a una virevol, una especie de rata del tamaño de un lobo y dientes de
sable que sólo se encontraba en Despayre, con nada más que un palo. Y luego la había
cocinado y se la había comido.
Ladrones y asesinos. Agradable compañía para una mujer que, hasta que había sido
arrestada por una mala posición política, ni siquiera había sido sancionada con una
multa por tráfico aéreo. No que hubiera hecho esto de conocimiento público. Cuanto
más peligrosa los delincuentes en Ciudad Calabozo pensaban que eras, mayor era la
oportunidad que te dejaran tranquila. Cuando alguien le preguntaba cuál había sido su
crimen, Teela siempre sonreía. Eso solía hacer que el que preguntaba se pensara dos
veces acerca de cuáles podrían ser sus intenciones hacia ella.
—Sí —dijo el bakurano—. Medio millón de droides, además de un montón de robots
de construcción… también extrusores, conformadores, dobladores y cosas así. Lo que
están construyendo es grande, sea lo que sea.
El humanoide púrpura se encogió de hombros.
—Morir en el planeta, morir en el espacio. Da lo mismo.
El transporte bajó la velocidad, luego se detuvo. Después de un momento hubo un
¡clank! que hizo vibrara toda la nave.
—Suena como que ajustaron una rampa —dijo el brigiano—. Parece que a dondequie-
ra que vayamos, ya llegamos.
El bakurano se volvió para mirar a Teela, mirándola lascivamente de arriba a abajo,
luego le ofreció una sonrisa dientuda.
—No me molestaría tener una compañera de catre, si hay poco espacio —dijo—. Tú
servirás.
—Mi último «compañero de catre» murió accidentalmente mientras dormía una noche
—dijo Teela. Sonrió.
El bakurano parpadeó.
—¿Qué?
Ella no dijo nada más. Sólo siguió sonriendo.
La sonrisa del bakurano se desvaneció.
Apareció un guardia.
—Todo el mundo arriba y en una sola fila —dijo.
El brigiano estaba más cerca del pasillo, el bakurano detrás de él y Teela detrás del
bakurano. Seguía mirándola atrás, miradas nerviosas y rápidas, mientras salían en fila
de la nave y entraban al tubo sinuoso de la rampa presurizada.
En la entrada a un área de reunión fría y enorme, Teela vio que había miles de prisio-
neros entrando por montones de rampas conectadas a otros transportes. Podía oler el
sudor y el miedo de los prisioneros, mezclado con el rancio olor metálico del aire reci-
clado. Unos guardias en puestos de escáneres monitoreaban cada fila que entraba. Cada
prisionero pasaba a través de un escáner, y sonaba un tono musical.
Leyendo sus implantes, supuso ella. La mayoría de las notas eran la misma, pero de
vez en cuando sonaba un tono diferente, una octava más bajo, y los prisioneros conec-
tados a ellas serían separados de los demás y apartados del cuerpo principal hacia una
DEATH STAR 29
escalera que iba a un nivel inferior. Tal vez uno de cada cincuenta, supuso ella.
¿Quiénes eran? se preguntó. ¿Rechazados? ¿Descartes? ¿Personas que tendrían un via-
je de ida hacia la esclusa de aire más cercana?
Cuando Teela pasó por el arco del escáner, el sonido emitido fue el más bajo. Sintió
que su corazón latía más rápido, contuvo la respiración, mientras que el guardia brus-
camente le ordenaba salir de la fila.
Lo que fuera que significara ese sonido para los seleccionados, al parecer estaba a pun-
to de averiguarlo.
4
CANTINA EL CORAZÓN TIERNO, SUBSUELO SUR, GRILLA 19,
CIUDAD IMPERIAL, SECTOR CORUSCANT, MUNDOS DEL NÚCLEO
D
ebo romperles los cráneos? —preguntó Rodo.
——No —dijo Memah Roothes—. Sólo échalos.
—¿Estás segura? No me molesta.
—Por más que admiro a un hombre que disfruta de su trabajo, te pido que intentes re-
frenar tu entusiasmo.
—Tú eres la jefa.
Detrás de la barra, donde de vez en cuando tomaba un turno mezclando bebidas, la
dueño de la Cantina El Corazón Tierno observó como Rodo, el pacificador del bar, iba
a atender a los clientes fuera de servicio, que se volvían progresivamente más ruido-
sos. Que hubiera dos soldados de asalto imperiales borrachos y preparándose para una
pelea no le preocupaba. Rodo —si tenía algún otro nombre, nadie que ella conociera
lo había escuchado nunca—, era uno de los humanos más grandes que ella había visto.
Nacido y criado en Ragith III, descendiente de los colonos humanos que habían sido
genéticamente criados y seleccionados durante generaciones para adaptarse a un am-
biente de una g y media estándar, Rodo, de más de dos metros y 110 kilos, no era un
hombre que querrías que se enoje contigo. Una vez alguien había estacionado un des-
lizador terrestre en su lugar en la calle fuera de la cantina. Rodo lo había considerado
como un insulto, y había sido directo para resolverlo.
Ver a un vehículo recogido y dado vuelta sin ayuda dejaba una impresión… la gente
ya no se estacionaba en el lugar de Rodo. También era extremadamente rápido y muy,
muy bueno en alguna extraña especie de arte marcial, que se podía utilizar para hacer
un nudo a un parroquiano borracho y beligerante más rápido de lo que podrías llamar a
los guardias imperiales para que vinieran y se llevaran el problema.
La presencia de Rodo era la razón de que las cosas tendieran a permanecer bastante
tranquilas en la cantina, incluso en un día de pago como esta noche. Cuando alguien se
volvía demasiado ruidoso o combativo, generalmente la llegada de Rodo a la mesa era
suficiente para resolver el problema.
Generalmente, pero no siempre…
DEATH STAR 31
Memah se dio la vuelta para finalizar una orden de bebidas. Vio —por el rabillo del
ojo—, a un hombre humano, un piloto espacial a juzgar por su ropa, mirándola pensa-
tivo, sosteniéndose el mentón con una mano, mientras se inclinaba sobre su copa. No
le dio ninguna señal de reconocimiento por su admiración. Como una twi’lek rutiana
de Ryloth, de piel verde azulada que parecía brillar bajo las luces de espectro completo,
estaba acostumbrada a esas miradas. Su piel, por su color y tono, era uno de sus mejo-
res rasgos, que solía a mostrar usando vestidos cortos y sin mangas.
Sabía que, para la mayoría de las razas humanoides, ella era asombrosamente hermosa;
incluso sus lekku, los dos grandes y carnosos zarcillos que colgaban sobre sus hombros
en lugar de cabello humano, parecían tener una atracción erótica para los humanos. Y
estaba en bastante buena forma, debido a la natación y un régimen de entrenamiento
zero-g diario, aunque siempre le parecía que debería perder un kilo de sus caderas.
Memah había sido administradora de este lugar por dos años, y propietaria por otros
dos más, antes de que la galaxia se hubiera vuelto loca. Por supuesto que la guerra
era buena para los negocios en una cantina. Los seres que estaban por embarcarse a
la batalla en el medio de ninguna parte en un planeta apartado sabían que no podrían
relajarse en un lugar como el suyo las pocas veces que no estuvieran matando rebeldes
o droides. Esto tendía a promover una cierta actitud de al-vacío-con-el-mañana, que se
traducía en beneficios considerables para ella.
El Corazón estaba lleno de gente, y le tomó a Rodo un minuto abrirse camino a los po-
tenciales combatientes, que estaban en una mesa de dos plazas cerca de la pared este.
Uno de ellos estaba de pie y el otro levantándose cuando llegó el gran portero. Era una
cabeza más alto y casi tan ancho como los dos de ellos juntos. Eclipsó la luz, y ambos
hombres miraron para ver lo que estaba proyectando una sombra tan gigantesca.
Memah sonrió otra vez. No había forma en que pudiera oír lo que les decía Rodo. El
lugar era demasiado ruidoso con conversaciones y risas, el tintineo de copas brin-
dando, el roce de las patas de las sillas sobre el suelo duro. Tenía dos camareras más
trabajando en el bar, ambas mezclando bebidas afanosamente y vaciando los grifos de
bebidas. No era un ambiente silencioso. Pero sabía esencialmente lo que el gran hom-
bre le estaba diciendo a los dos soldados. Habían perturbado el espíritu del Corazón, y
tendrían que irse… ahora.
Si eran prudentes, sonreirían y asentirían con la cabeza e irían rápidamente a la puerta.
Si eran estúpidos, discutirían con Rodo. Si eran realmente estúpidos, uno o los dos
decidirían que cómo se comportaban no era asunto alguno del pacificador, y estarían
encantados de demostrarle su entrenamiento de combate imperial, ¡muchas gracias!
La respuesta de Rodo siempre se basaba en su actitud. Si eran amables, podrían volver
mañana y comenzar de nuevo, sin rencores. Desde allí empezaba una escala. En este
caso, los dos debieron haber decidido que el guardián no era tan duro como parecía, y
merecía al menos unas palabras a elección, probablemente con respecto a su madre o
hermanas y sus relaciones inmorales con ellas.
Antes de que ninguno de los soldados pudiera hacer o decir nada, Rodo agarró a cada
uno por la pechera de la camisa, moviéndose increíblemente rápido para un hombre tan
32 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
grande y, en una asombrosa muestra de fuerza bruta, los levantó del piso y golpeó sus
cabezas entre sí. Si no estaban inconscientes después de eso, sin duda estaban lo sufi-
cientemente aturdidos para cesar las hostilidades. Sosteniéndolos así, Rodo caminó ha-
cia la puerta, como si no hiciera más esfuerzo que llevar dos jarras grandes de cerveza.
No le tomó mucho tiempo alcanzar la salida, todo el mundo entre él y la puerta se
apartó con gran presteza, despejando un camino amplio. La sala quedó casi en silencio
cuando la puerta se abrió con un siseo y Rodo lanzó a los dos a la calle.
Cuando la puerta se cerró, el nivel de ruido volvió a la normalidad y Memah volvió a
su orden de bebida. Nadie salió lastimado, y por lo tanto no era necesario preocuparse
por las autoridades. Y si los soldados eran lo suficientemente necios como para volver
con otros como ellos, intentando explotar su estatus imperial… bueno, no había una
sobreabundancia de apoyo en los niveles inferiores para tanta oficiosidad.
Memah suspiró. Cuando había empezado en esta línea de trabajo, como mesera en
un local en lo profundo de Gnarlytown llamado Villynay, la mayor parte de las tropas
imperiales todavía eran clones, y cada uno de ellos había sido uniformemente amable
y tolerante. Es cierto que, después de tomar demasiado fermento, se volvían un poco
bulliciosos, pero eso nunca había sido un problema y tampoco nunca habían vacilado
en echar a cualquiera que lo fuera. Había oído que todos habían sido programados, de
alguna manera, para sólo mostrar hostilidad hacia el enemigo. Fuera por la razón que
fuera, había sido un placer servir a los clones.
Pero eso fue entonces… y esto era ahora. Tal vez estaba mirando al pasado a través
de droptacs color de rosa, pero le parecía que muchas cosas habían cambiado. Ahora
una noche en la que Rodo no tuviera que expulsar a unos borrachos obstinados era una
noche para recordar.
Mientras preparaba un Bantha Bláster, revolviendo los ingredientes, Memah notó otro
par de clientes. No estaban causando ningún alboroto; en todo caso, estaban demasia-
do tranquilos. Humanos, un hombre y una mujer, eran como gran parte de la multitud
a esta hora de la noche. Ambos estaban vestidos con monos negros poco llamativos.
Sostenían jarras de membrosia y estaban sentados uno frente al otro en una mesa de
dos asientos en la esquina, desde la que parecían, sin ser obvios acerca de ello, estar
observando la habitación.
Y aunque nunca los atrapó mirando directamente en su dirección, Memah tenía la sen-
sación de que estaban particularmente interesados en ella.
Rodo volvió a la barra como una oruga de gravedad pesada estacionándose. Escudriñó
la sala, buscando más problemas. No parecía haber ninguno a la vista por el momento.
Memah terminó el Blaster y lo puso en la barra.
—¡Ele-nueve, la orden está lista!
El nuevo droide de servicio, uno del tamaño de un bote de basura sobre ruedas cuyo
modelo ella no podría recordar, rodó hasta la barra.
—Lo tengo, jefa —chirrió. Agarró la bandeja con brazos extensibles, la ancló a la placa
magnética en su «cabeza» y partió a entregar las bebidas.
Memah se movió al otro extremo de la barra.
DEATH STAR 33
E
l jefe suboficial Tenn Graneet salió rodando de su litera y puso los pies descalzos
sobre la cubierta de metal frío. Eso lo despertó bastante rápido. Realmente de-
bería conseguir una alfombra para colocar allí. Había querido hacerlo desde que
lo habían asignado a la nave, hacía ocho semanas, pero otras cosas seguían teniendo
prioridad y ni a S’ran Droot, ni a Velvalee, los otros JS con los que compartía el cama-
rote parecía molestarles. Por supuesto que los pies de Droot eran más bien pezuñas, y
Velvalee estaba acostumbrado a temperaturas mucho más frías… el maldito piso podía
sentirse tibio para sus pies, por lo que Tenn sabía. Esos dos tenían el turno del cemen-
terio esta semana, así que volverían al camarote más o menos para cuando él llegara a
su puesto.
Tenn se encogió de hombros mentalmente. Algún día lo llegaría a hacer. Tal vez si
adulaba a esa mujer de Alderaan que tejía cuando estaba fuera de servicio, podría con-
seguir que le hiciera una alfombra de sintolana lo bastante grande para cubrir la cubier-
ta… no le tomaría tanto tiempo. Siempre podía engatusar a una mujer para que hiciera
todo tipo de cosas para él.
Caminó por el pasillo a la unidad sanitaria, se dio una rápida ducha sónica, se salpicó
depil en la barba, y lo limpió. Luego, envuelto en una toalla, volvió a ponerse el uni-
forme del día.
Tenn Graneet tenía más de cincuenta, pero estaba en muy buena forma para un hombre
de su edad. Tenía algunas cicatrices no revisadas de diversas batallas cuando su puesto
había sido alcanzado por el fuego enemigo, o de cuando algo había salido mal y ex-
plotado, y de un par de peleas de cantina cuando había sido demasiado lento en salir
del camino de una botella rota o vibrocuchilla. Sin embargo, era delgado y musculoso,
y podía seguirle el ritmo a los soldados de la mitad de su edad, aunque ya no tan fá-
cilmente como antes. Los días en los que podría estar de juerga toda la noche y luego
trabajar un turno completo al día siguiente habían pasado, es cierto, pero en la carrera
de obstáculos, incluso los novatos sabían que no debían ponerse en frente de él a menos
que quisieran ser atropellados. Era un motivo de orgullo que, incluso después de más
DEATH STAR 35
era probable que eso sucediera. Él no quería perder al mejor JS del sector, eso decía.
Bueno, pensó Tenn, es bueno ser apreciado. De todos modos, sabía, bien profundo, que
él no estaría satisfecho hasta que pudiera decir que había manejado la más grande y la
mejor.
Venía el cambio de turno, y los oficiales y tripulación llenaban los pasillos en camino
a sus puestos. Aunque solamente sería un simulacro, Tenn estaba ansioso de oír el
zumbido de los generadores mientras se cargaban los condensadores, seguido por las
pesadas vibraciones y el olor a quemado en el aire cuando los cañones iónicos y láser
hablaban, arrojando dura energía por el espacio vacío para destruir los objetivos de
práctica. Poder llegar a cien clics o más y destrozar una nave en polvo atómico era
poder real. Y nadie mejor en eso que él.
Tenn llegó a la matriz cinco minutos temprano, como siempre. Con cincuenta metros
de diámetro, la unidad estaba en silencio a medida que se acercaba el cambio de turno.
Vio al jefe Droot y le ofreció una inclinación de cabeza.
—Jefe. ¿Cómo va todo?
—Todo en orden Ge. —El gran chagriano, uno de los pocos alienígenas en alcanzar al-
gún rango en la Armada Imperial, miró a su alrededor—. ¿Sabes que hay un simulacro
sorpresa a las mil ciento treinta horas?
—Sí.
—Limpiamos las cubiertas, cargamos los conds, listos para resplandecer.
Tenn sonrió.
—Gracias, Droot. Te debo una.
—No, yo todavía estoy dos abajo… tú dejaste la estación brillante como un espejo para
esa última inspección. Recibí una sonrisa del mismo almirante en esa ocasión.
Tenn asintió con la cabeza. Todo el mundo llevaba la cuenta de quién le debía qué a
quién en una nave, y no dejabas que un jefe colega recibiera el fuego si podías evitarlo.
Aunque no fuera tu turno, era tu puesto, y lo que hacía que uno se viera mal hacía que
todos se vieran mal. Y viceversa, por supuesto.
—El puesto es tuyo —dijo Droot—. Voy a cenar algo. He escuchado que el comedor
tenía cangrejos berbersianos en el menú.
—Más bien soypro modificado —dijo Tenn.
Droot se encogió de hombros.
—Sí, bueno, es la armada, no el Yuhuz Cuatro Estrellas. —Se fue, agachándose para
asegurarse de que sus cuernos pasaran por la escotilla.
El equipo del turno de la mañana ya estaba en su lugar… el JS Tenn Graneet quería que
su gente estuviera en su puesto con quince minutos de antelación, y si no lo estabas,
lo lamentarías. Una vez, y tu grupa quedaba masticada como si un reek hambriento la
hubiera roído. Dos veces, y debías buscar otro trabajo.
—Buenos días, gente —dijo Tenn.
—Buen día, jefe —llegó el eco de la tripulación.
—Pulan los botones, muchachos —dijo el jefe—. No quiero nada pegajoso por si aca-
so tenemos que dispararle a algo hoy.
DEATH STAR 37
La mayor parte de la tripulación sonrió. Todos sabían acerca del simulacro. Todos
estaban listos. Ninguno de ellos quería ser el ser que decepcionara al jefe suboficial
Graneet. No, señor…
S
iendo un zelosiano, Celot Ratua Dil podía, si era presionado, vivir sólo de sol y
agua… al menos por un tiempo. No conocía el origen de su especie, pero sabía
que su gente tenía ojos verdes y sangre verde. Aunque nadie fuera de la especie
había tenido la suficiente curiosidad para hacer análisis genéticos completos, la teoría
de que había habido algún tipo de fusión única de animales y plantas en los albores de
la historia zelosiana era aceptada como un hecho en su planeta natal. Con luz del sol
y un poco de agua podría vivir un mes, dos meses, sin comer ni un bocado, aunque
preferiría no tener que hacerlo. Preferiría comer una buena comida de filetes de bahmat
y huevos de feelo, y, ya que estaba prefiriendo, preferiría muchísimo estar en casa en
Zelos que en un mundo prisión lleno de repugnantes criminales.
Por desgracia, las cosas no eran así.
Miró en el interior de la tosca choza en la que vivía, una colección destartalada de ma-
dera local y desechos de embalajes imperiales unidos con enredaderas, alambres y tro-
zos de cordel. No era mucho, pero era su casa. Salió del colchón que utilizaba de cama,
esencialmente una manta sobre algunas ramas de hoja perenne. Cuando estaba fresca y
bien acomodada, era bastante cómoda. Sin embargo las ramas ya se estaban secando;
había pasado un par de semanas estándar desde que las había cambiado. Tenía que ha-
cerlo pronto; las ramas secas no sólo eran incómodas, sino que las babosas escorpión
las infestaban rápidamente, y la picadura de la cola de una babosa podía hacer que los
miembros de cualquier especie humanoide estuvieran en agonía durante semanas… si
tenían suerte.
Por milésima vez Ratua despotricó mentalmente contra la mala suerte que lo había traí-
do aquí. Sí, él era un ladrón, aunque no demasiado. Y sí, había sido un contrabandista,
aunque realmente nunca logró hacer muchos créditos con eso. Era un buen buscavidas,
lo que le ayudaba a sobrevivir aquí. Y no sería raro en él que se aprovechara de un
pobre comerciante en una operación animosa una y otra vez. ¿Pero ser levantado en
un bar del puerto de Trigalis que por casualidad tenía una banda de piratas en él y ser
confundido con uno de ellos? Eso estaba mal. Todo lo que había hecho fue parar por
DEATH STAR 41
una jarra de fermento. El hecho de que hubiera estado regateando un poco con uno de
los piratas por una seda meelweekiana que antes se había «caído» de una van flotante
comercial no significaba que él fuera un miembro de la tripulación.
Los jueces, por desgracia, no habían quedado convencidos. Ratua había ofrecido so-
meterse a un escaneo de la verdad, pero alguien tendría que pagarlo, ya que él no tenía
el dinero, y los jueces no estaban dispuestos a gastar los créditos de los contribuyentes
cuando era tan obviamente culpable de algo, aunque no fuera de este crimen en parti-
cular en este mundo en particular. Y así había sido lanzado con una multitud de tipos
rudos, todos ellos amontonados en una bodega de carga que no era lo suficientemente
grande para la mitad de su número y sumariamente arrojado fuera del planeta.
Estar en un planeta prisión con algunos delincuentes seriamente malos no era un paseo
por un parque tranquilo. Incluso sin los ladrones, asesinos, extorsionistas y cosas por
el estilo exiliados, Despayre no sería la primera opción de nadie para construir una
casa de invierno. La tierra era en su mayoría selva, consistía de un gran continente y
un océano considerablemente más grande. El crecimiento desenfrenado era alimentado
por un nivel de gravedad de menos de tres cuartos g estándar y por vendavales estacio-
nales que rugían desde el distante océano, impulsados por las fuerzas de marea debidas
a la órbita errática.
La flora y fauna de la selva había respondido al desafío ambiental de los vendavales
produciendo un gran crecimiento cerrado que clavaba sus raíces bien profundo en la
tierra. En algunos lugares la selva entrelazada era totalmente impenetrable. La vida
animal también se había adaptado, haciéndose, en su mayor parte, sinuosa y serpen-
tina, la mejor forma de forrajear entre los troncos y enredaderas fuertemente entrela-
zadas. Había crustáceos venenosos, así como unas criaturas voladoras como lagartijas
aladas y cosas parecidas a mantas, estas últimas tenían un ciclo de vida interesante que
comenzaba en el océano y terminaba en la selva.
Y todo —todo— parecía ser el más violento, salvaje y en general desagradable repre-
sentante de su especie posible. No era tanto un sistema ecológico interdependiente sino
una guerra biológica sin cuartel, con cada una de las innumerables especies autóctonas
de Despayre aparentemente diseñada con el único propósito de atacar y destruir a todas
las demás. Todo lo que se movía, al parecer, tenía colmillos que goteaban veneno, y
todo lo arraigado a la tierra tenía espinas, púas, o bordes venenosos…
Y encima de todo eso, estaban los prisioneros.
Los guardias de seguridad en sus barcazas flotantes de patrulla, estaban allí para asegu-
rarse de que nadie se escapara; fuera de eso, los presos podían hacerse prácticamente
lo que quisieran el uno al otro, y no pasaba una noche sin que alguien sufriera una
golpiza, a veces tan duro como para que terminara muerto. Aquí adentro regía la ley
de la selva, igual que ahí afuera, y los grandes depredadores reinaban. Tomaban lo que
querían, y si te oponías, te aplastaban. Ratua trataba de mantener un perfil bajo… si
no te notaban, no era tan probable que te mataran sólo por deporte. Mantenía la boca
cerrada y la cabeza gacha, y se concentraba en la supervivencia.
Se lavó la cara, usando agua bastante limpia en el domo de un generador de campo de
42 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
estasis, luego salió al exterior. El sargento Nova Stihl, uno de los guardias más toleran-
tes, cada mañana enseñaba una clase de defensa personal cerca de allí. La mayoría de
los estudiantes eran otros guardias, pero había algunos prisioneros y Ratua disfrutaba
viendo a otras personas sudar. Además, era una reunión en la que se podían hacer ne-
gocios. Permutar un poco de esto por un poco de aquello, arreglárselas un poco mejor.
Ratua tenía un muy buen negocio trocando bienes y servicios, y eso ayudaba a comprar
a los depredadores que lo notaban de vez en cuando. Digamos, ¿colega, qué preferirías
hacer? ¿Aplastarme hasta convertirme en pasta verde, o conseguir una batería nueva
para tu reproductor de música?
Entre los criminales, como entre la mayoría de las personas, la avaricia era bastante
confiable.
Ratua llegó enseguida al lugar despejado donde se reunían los que practicaban defensa
personal. Había unos dieciocho o veinte, además de un número igual de prisioneros y
guardias mirando. Circuló entre ellos, con la esperanza de encontrar a alguien con un
par de frutas de sol de más que pudiera conseguir para el desayuno.
El sargento Stihl hablaba sobre qué hacer si alguien te atacaba con un cuchillo mientras
Ratua se abría camino alrededor de la reunión.
—¿Alguien sabe lo primero que hay que hacer si alguien viene hacia ti con un cuchi-
llo? —preguntó Stihl.
—Correr como una fleetabeesta —dijo alguien.
Hubo una risa general.
—¿Ya habías tomado esta clase antes? —respondió Stihl. Más risas—. Monn tiene
toda la razón —continuó el sargento—. Emprendes la retirada, tan rápido como pue-
das. Luchar con los miembros desnudos contra un cuchillo, hará que termines cortado,
no hay excusas, no hay excepciones. Y a menos que ustedes, escoria de la galaxia,
hayan sido muy trabajadores desde la última vez que miré, no tienen mucho que se
parezca a un centro médico en ningún lugar cercano. Pueden recibir un corte serio y
desangrarse, o podría infectarse y dejarán la fiesta por la salida lenta y dolorosa, ¿eh?
Hubo un murmullo de acuerdo. Todo el mundo lo sabía. Si perdías una parte del cuer-
po, se había ido para siempre a menos que fueras un regenerador natural. El estado de
la medicina local era rudimentario: algunos doctores y otros curanderos, pero sin mu-
cho equipo ni medicinas. Por supuesto, el tanque de bacta más cercano estaba a unos
300 clics más o menos, por desgracia, la dirección era vertical en lugar de horizontal,
y la mayoría de los prisioneros se hacían pocas ilusiones sobre sus posibilidades de ser
subidos al centro en órbita si estaban en peligro.
—Pero si no tienes un arma y no puedes correr, entonces necesitas otra opción. Y tiene
que ser una que no dependa de una gran habilidad porque no funcionará a menos que
la tengas y aun así, quizás no. —El sargento Stihl miró a su alrededor—. Eh, Ratua,
déjame tomarte prestado por un minuto.
Ratua sonrió. Ya había hecho esto antes.
—Muchos de los maestros de defensa personal dicen que se debe atrapar y controlar el
brazo del cuchillo —continuó Stihl—. Eso, para no entrar en detalles demasiado finos,
DEATH STAR 43
es puro mopak. Si no eres más rápido que el tipo con el cuchillo, hace que quedes des-
tripado, no importa cuánto sepas.
Ratua entró al círculo desigual formado por los espectadores. Stihl le lanzó el cuchi-
llo de práctica, una daga de blandoflex larga como un antebrazo. Lo suficientemente
dura como para parecer un verdadero cuchillo, pero con suficiente elasticidad que si
golpeabas a alguien con ella, se doblaría sin hacer daño. La punta y los filos estaban re-
cubiertos de una tinta roja inofensiva que dejaba una marca temporal en lo que tocara.
—Yo tengo doce años en teräs käsi —dijo Stihl—. Fui Campeón de Peso Mediano Sin
Armas de la Primera Flota Naval dos años, finalista en otros dos. Mano a mano desnu-
da, espero poder vencer a cualquiera de mi tamaño en este planeta, sin importar su es-
pecie. Cuchillo contra cuchillo, puedo hacer duelo hasta un empate. ¿Manos desnudas
contra un cuchillo? Terminaré cortado. Muéstrales, Ratua.
Ratua sonrió y caminó adelante como si no tuviese prisa. Lanzó una lenta estocada con
el cuchillo. Stihl empezó un movimiento en cuclillas para agarrar su brazo, sólo que…
Ratua hizo su truco.
Mientras el sargento intentaba tomarle la muñeca, Ratua echó la mano atrás, y aunque
a él no le parecía gran cosa, sabía que los observadores verían su mano emborronarse.
No era algo zelosiano, era algo de Ratua. No sabía de dónde había salido, pero una vez
que se encendía el cohete acelerador que era él, por un corto tiempo, era más rápido
que la mayoría de los seres ordinarios. Mucho más rápido. Algún médico que lo exami-
nó una vez y trató de medir su tiempo de reflejos había dicho algo sobre una mutación,
una respuesta de nastia anormalmente rápida en la fibra de celulosa que componía gran
parte de su masa múscular. Cualquiera que fuera la causa, le había sido útil más de una
vez durante su exilio en Despayre.
Mientras que el sargento continuaba moviéndose en lo que para Ratua parecía en cá-
mara lenta, este último levantó el cuchillo e hizo tres cortes rápidos y una puñalada.
Luego dio un paso atrás.
El tiempo reanudó la velocidad normal. Varias personas que nunca habían visto la de-
mostración jadearon boquiabiertas o maldijeron.
El sargento Stihl tenía dos finas líneas rojas en el cuello, una a cada lado, otra cruzando
su garganta y un pequeño punto rojo bajo la caja torácica justo por debajo de su cora-
zón.
—¿Lo ven? —dijo Stihl, después de que los sonidos de asombro se hubieron acallado.
Se volvió hacia Ratua—. ¿Cuánto entrenamiento de lucha tienes, Ratua?
—¿Contando hoy? —Sonrió—. Uh, eso sería… ninguno.
Stihl se señaló las rayas y marcas de puñaladas.
—Cualquiera de estas habría sido suficiente para matarme. Ojos Verdes no tiene entre-
namiento. Soy un experto, pero si ese cuchillo hubiera sido real, estaría fertilizando las
plantas… si alguien se tomara el trabajo de enterrarme. Sí, él es rápido, increíblemente
rápido, pero ese es el punto: nunca se sabe contra quién o qué te vas a enfrentar, espe-
cialmente aquí en Despayre. Eso te hace parar y pensar, ¿no? Gracias, Ratua.
Ratua asintió con la cabeza y salió del círculo. Estas pequeñas demostraciones ocasio-
44 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
nales eran otra de las formas con las que se las ingeniaba para mantenerse con vida.
Los depredadores preferían víctimas indefensas, y aunque Ratua no era un luchador
—la vista de la sangre, incluso si no era verde, lo hacía sentirse mal— había muchas
presas más lentas que atacar. ¿Por qué arriesgar el cuello si no tenías que hacerlo?
Stihl continuaría hablando sobre la posición y los ataques preventivos y esas cosas,
pero Ratua ya lo había oído todo antes. Él estaba más interesado en encontrar una fru-
ta de sol, y después de su momento de protagonismo, probablemente sería más fácil.
Todo el mundo quería a una estrella.
La mayoría de los días, el sargento Nova Stihl sentía que él era parte de la solución y
no parte del problema. Ser un guardia en un planeta prisión no era, en el mejor de los
casos, un deber particularmente atractivo. De hecho, incluso en su mejor momento,
podrías congelarlo en carbonita y todavía apestaba hasta una órbita alta. Preferiría
mucho estar ahí afuera en el meollo de las cosas, luchando contra los rebeldes en un
verdadero campo de batalla, utilizando sus habilidades duramente ganadas donde más
importaba. Pero alguien tenía que estar aquí, y era lo bastante filosófico para soportar
el hecho de que él hubiera sido uno de los asignados para ello. Había aprendido hace
mucho tiempo a poner la mejor cara a la situación. Eso era todo lo que podías hacer si
eras un soldado en el Ejército Imperial.
Recordó una cita del filósofo mrlssi Jhaveek: «Sé que soy solamente lo que parezco
para mí mismo». Era un concepto engañosamente complejo, envuelto en palabras sim-
ples. Nova sonrió ligeramente mientras pensaba en la probable reacción que los otros
soldados tendrían si supieran que los holos escondidos debajo de su litera no eran imá-
genes picantes de bailarinas twi’lek, sino disertaciones detalladas de los filósofos más
finos de la galaxia acerca de las distintas escuelas de pensamiento metafísico. No que
él tuviera nada en contra de las bailarinas twi’lek. Pero sus estudios, durante los últi-
mos años aquí en su puesto, lo habían mantenido cuerdo… de eso estaba convencido.
La mayoría de los prisioneros eran de hecho lo peor de la galaxia… seres malos que
habían roto las leyes más importantes y que merecían ser encerrados por el resto de sus
vidas, si no eran lanzados por la parte posterior de un Destructor Estelar junto con el
resto de la basura. Algunos habían sido recogidos y enviados aquí por mala suerte o por
accidente, aunque sabía que la mayoría de esos tampoco eran exactamente pilares de la
sociedad. Ratua era un buen ejemplo de ello, aunque Nova estaba en deuda con él por
haberle conseguido los holos con sólo una ceja levantada como reacción. Pero el hom-
bre vegetal era una excepción. Si comprobabas los datos de la mayoría, probablemente
encontrarías que la mayoría de ellos se había salido con la suya haciendo algún serio
daño hacia a cualquier mundo del que procedieran, así que no sentías demasiada lás-
tima por que estuvieran aquí. No había muchos de los verdaderamente inocentes que
terminaran en Despayre, aunque sabía de unos pocos; presos políticos, en su mayoría.
Respaldar al candidato equivocado, hablar en el momento equivocado, no repetir la
línea del partido. Nova sentía cierta simpatía por estos, aunque considerando cómo
estaba la galaxia por estos días, probablemente más simpatía de la que merecían. Si
eres lo suficientemente tonto para ponerte frente a un soldado antidisturbios y hacerle
DEATH STAR 45
D
arth Vader estaba parado en el puente de su nave de guerra, mirando por el
ventanal hacia el caos caleidoscópico del hiperespacio. El efecto, incluso al
moverse a la velocidad relativamente señorial de un Destructor Estelar, era
como caer por un túnel sin fin ni forma, hecho de patrones de luz giratorios… la luz
de las estrellas y nebulosas difuminada en manchas impresionistas por la velocidad
superlumínica de la nave. Sabía que incluso los viajeros espaciales experimentados y
el personal de la armada a menudo dudaba en mirar hacia él. El procedimiento opera-
tivo estándar era opacar las gruesas losas de transpariacero mientras se viajaba por el
universo de dimensiones más altas. Había algo profundamente equivocado acerca del
hiperespacio, compuesto por más de las tres dimensiones espaciales y una temporal a
las que la mayoría de especies inteligentes estaban acostumbradas. Mirar demasiado al
hiperespacio prometía la locura, según contaban las historias. Nunca había escuchado
que alguien realmente sucumbiera al «hiper-embeleso», como se lo llamaba. Sin em-
bargo, las leyendas persistían.
Vader disfrutaba mirándolo.
Se había, últimamente, vuelto consciente del sonido de su respiración, los impulsos rít-
micos y parejos del respirador de su traje. El dispositivo mecánico que ayudaba a man-
tenerlo con vida era muy eficiente, y él generalmente ni lo notaba. De vez en cuando,
sin embargo, generalmente en momentos tranquilos o contemplativos, se entrometía,
recordándole que era por la voluntad de su maestro que se había convertido en lo que
se había convertido. De muchas formas, en mucho menos de lo que había sido antes.
Y de otras formas, en mucho más…
La creación y construcción del traje habían sido forzosamente precipitadas, ya que la
cosa mutilada y quemada que había sido Anakin Skywalker se estaba muriendo y no
hubiera sobrevivido por mucho tiempo ni siquiera en un tanque de bacta. No había
habido tiempo para adaptar todo el sistema de soporte vital específicamente a sus nece-
sidades. Muchas de las características del traje fueron adaptadas de tecnología anterior,
tal como la que había sido diseñada más de dos décadas antes para el droide cyborg,
48 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
el general Grievous. No era muy avanzada. Se podría, sabía Vader, reconstruir ahora
y hacerlo infinitamente mejor, más cómodo, y más poderoso. Había sólo un problema
para hacer eso: ser completamente separado del traje, aunque fuera temporalmente, lo
mataría. Ni siquiera la seguridad de la cámara hiperbárica —de hecho, ni siquiera su
control del lado oscuro— podría asegurar su protección durante este procedimiento.
Le gustara o no, el traje y él eran uno, ahora y para siempre.
—Lord Vader —vino la voz del capitán del Devastador desde detrás de él. Sólo había
un muy pequeño atisbo de miedo en ella, pero incluso eso era obvio para alguien ini-
ciado en el lado oscuro de la Fuerza. Vader lo sintió como un escalofrío helado a lo
largo de sus nervios, un acorde estridente que sólo él podía oír, el destello de un relám-
pago a través de una llanura oscura. El miedo era bueno… en los demás.
—¿Sí?
—Nos estamos acercando a la salida al espacio real.
Vader se volvió y miró al hombre.
—¿Y?
El capitán Pychor tragó saliva.
—N-nada más, mi Señor. Sólo pensé en informarle.
—Gracias, capitán. Ya soy consciente de ello.
—Sí, mi señor. —El capitán hizo una reverencia y se alejó.
Dentro del casco, Vader sonrió, aunque hacer la expresión le causaba dolor. Pero el
dolor estaba siempre con él; un poco más no significaba nada. Ni siquiera era necesario
llamar al lado oscuro para ocuparse de él. Era puramente una cuestión de voluntad.
La sonrisa se desvaneció mientras contemplaba el futuro inmediato. Este viaje, sentía,
no debería ser necesario. El gobernador Wilhuff Tarkin —el «Gran Moff Tarkin», como
había sido designado recientemente; un título ridículo, en opinión de Vader— conocía
su deber. El Emperador le había encargado crear este gigante que se suponía que in-
fundiría el miedo en los corazones de los rebeldes, y sin duda sabía lo que le pasaría si
fracasaba en su deber. La filosofía de Tarkin era sólida: el miedo era una herramienta
útil. Y la estación de combate, sin duda, sería útil, a pesar de que el poder que todo su
tan cacareado armamento y naves de combate podían producir palideciera comparado
con el poder de la Fuerza. Pero el Emperador lo deseaba, y así iba a suceder.
Sin embargo, había habido contratiempos —accidentes, sabotaje, retrasos—, y estos
eran preocupantes para el Emperador. Y así Palpatine envió a Vader a transmitir una
vez más su descontento por estos contratiempos en el proyecto favorito de Tarkin y a
sugerir —fuertemente—, que el gran moff encontrara formas de evitarlos en el futuro.
Tarkin no era ningún necio. Entendería el mensaje: Si fracasas, sufrirás las consecuen-
cias.
El Devastador transicionó del caos alucinógeno del hiperespacio a la vista más estable
del espacio real. Vader se apartó de la vista, su capa se arremolinó a su alrededor. Ahora
que ya casi estaban en su destino, podría pasar algunas horas en su cámara hiperbárica,
libre al menos de su casco. Tiempo para reflexionar sobre sus recuerdos, de permitir
que su ira y rabia se elevaran, y por un breve tiempo que el lado oscuro se alimentara
DEATH STAR 49
de esa rabia y lo liberara del dolor constante. Aunque la curación nunca duraba. Era
imposible de mantener por mucho tiempo, incluso dentro de los confines de la cámara.
Tan pronto como su cólera menguaba y su concentración disminuía, volvía a ser en lo
que se había convertido… en lo que Obi-Wan Kenobi, su antiguo maestro jedi, había
hecho de él.
La mayoría de los jedi habían sido destruidos. Algunos de los pocos que más importa-
ban, sin embargo, no. Algunos habían escapado, entre ellos Yoda. Esto era perturbador.
A pesar de que el pequeño diablillo verde de voz quejumbrosa era un viejo, aún podía
ser una amenaza.
Más importante, sin embargo, era el conocimiento de que el nemesis de Vader aún
vivía. Si el viejo hubiera muerto, lo habría sentido a través de la Fuerza, de eso estaba
seguro. Y esto era algo bueno, sí, algo muy bueno. Porque algún día, de algún modo,
Obi-Wan Kenobi iba a pagar por lo que le había hecho a Anakin Skywalker, y sería
Darth Vader el que se lo cobraría. Mataría a Kenobi como lo había hecho con muchos
de sus colegas jedi, ya fueran maestros, caballeros o padawans. Finalmente lo inevita-
ble se convertiría en realidad, y los jedi dejarían de existir.
Ese pensamiento valía otra sonrisa dolorosa detrás de la máscara de ébano.
8
CAMAROTE DEL GRAN MOFF, NAVE INSIGNIA LQ HAVELON
S
eñor, ha habido un… incidente.
Sentado detrás de su escritorio junto al panorama de su ventanal, que ocupaba la
mayor parte de la pared a su derecha, Tarkin fijó la mirada en el capitán.
—¿Un incidente?
—Sí, señor. Una explosión en la nave cisterna de oxígeno que llegaba desde el planeta.
Acababa de salir del muelle principal de la cuadrisfera noreste cuando sucedió.
—¿Cuánto daño?
—Incierto, señor. Todavía hay muchos escombros volando. La nave cisterna fue des-
truida. Afortunadamente, la mayor parte de la tripulación era sólo de droides. Algunos
seres de la armada y oficiales…
—No detalle asuntos triviales, capitán. ¿Cuánto daño a la estación?
—Hasta ahora, lo que sabemos con certeza es que el portal del puerto y la bahía se
llevaron la peor parte de la explosión. Nuestros equipos de seguridad sólo pueden adi-
vinar…
—Entonces hágalo.
El capitán pareció incómodo. Algunos oficiales habían sido enviados al frente por
ofensas menores que entregar malas noticias, y lo sabía. Sin duda esto era por qué el
almirante a cargo de la seguridad no había venido a entregar el informe en persona.
—Señor, ambos el portal y el muelle han sido demolidos. La bahía es una masa de vigas
retorcidas y placas rotas. Será más fácil arrancarlos y empezar de cero que repararlos.
Tarkin habría dicho en voz alta la maldición que surgió en su garganta si hubiera estado
solo. Pero por supuesto, un simple capitán no podía atestiguar tales expresiones de un
gran moff.
—Ya veo —dijo simplemente.
—Los equipos de construcción de emergencia han llegado y están haciendo una eva-
luación —continuó el capitán—. Se emitirá un informe completo tan pronto como sea
posible.
Tarkin asintió con la cabeza. Exteriormente, estaba tranquilo y compuesto. Su voz era
DEATH STAR 51
el potencial explosivo y la expansión, hemos calculado que es muy poco probable que
una fuga y subsecuente ignición accidental del gas en expansión en un compartimento
cerrado hayan producido el nivel de daños registrados.
Tarkin asintió con la cabeza, casi para sí mismo.
—Sabotaje, entonces —dijo—. Una bomba.
—Eso creemos, señor. —La imagen se alejó para volver a abarcar al mayor—. Aún no
hemos recuperado partes del dispositivo en sí mismo, pero lo haremos.
Tarkin rechinó los dientes, sintiendo apretarse los músculos de su mandíbula. Hizo un
esfuerzo por relajarse, ofreciendo al mayor otra de sus sonrisas apretadas.
—Felicite a su equipo por sus esfuerzos hasta el momento, mayor. Estoy complacido
con su eficiencia.
—Gracias, señor. —El hombre sonrió.
—Pero todavía no se den demasiadas palmaditas en la espalda. Quiero saber qué tipo
de bomba era, quién la hizo, quién la plantó… todo.
El mayor volvió a ponerse rígido.
—Sí, señor. Le informaremos tan pronto como tengamos nueva información.
—Ya se les está haciendo tarde —dijo Tarkin—. Continúen con sus tareas.
El holo parpadeó y se apagó, y Tarkin se quedó mirando fijo al espacio en blanco que
quedó, como si buscara respuestas. El sabotaje, por supuesto, era de esperarse. Esta no
era la primera vez que había sucedido, y seguramente no sería la última. En un proyec-
to de este tamaño, no importaba lo estricta que fuera la seguridad, era imposible mante-
ner todo oculto. Un observador astuto podría recopilar una serie de hechos dispares de
fuentes remotas —manifiestos de envío, movimientos de tropas, despliegue de naves
y cosas así— y de aquello, si tenía aunque sea la inteligencia de un gungan insola-
do, deducir algunas ideas generales. Podría no saber exactamente qué, o precisamente
dónde, pero podría adivinar que se estaba construyendo algo grande. Y con suficientes
recursos, tiempo y astucia, este ser y otros como él, podrían descubrir un rastro que lo
llevara a este sistema y esta estación.
Había seres astutos entre los rebeldes; Tarkin no tenía ninguna duda de eso. Y había,
muy probablemente, rebeldes entre los desechos humanos abajo en el planeta prisión.
Tal vez incluso traidores entre la armada o tropas imperiales.
Se mantenía un alto secreto en este proyecto. Las comunicaciones habían sido, y se-
guían siendo, más apretadas que un puño de duracero. Pero alguien había hecho es-
tallar esa nave de carga, y no lo había hecho porque estaba aburrido y no tenía nada
mejor que hacer.
Estas farsas no podían ser toleradas. Ni lo serían.
9
ANEXO DE LA OFICINA INTERIOR, SALÓN DE REUNIONES,
SITIO DE CONSTRUCCIÓN BETA-NUEVE, ESTRELLA DE LA MUERTE
T
enía nombre: Benits Stinex, y cualquiera que supiera algo acerca de arquitectura
lo reconocía. ¿Stinex? Oh, claro, el diseñador. Del que todavía escriben regu-
larmente en la Holorevista Seres. El que tenía un precio que era siempre más
alto de lo que uno podía imaginarse, y mucho menos pagar. Entre ellos, el personal que
hacía los interiores se refería a él como «el Viejo». También era viejo… Teela suponía
que triplicaba o tal vez cuadruplicaba su propia edad, y ella estaba cerca de los veinti-
cinco años estándar. El arquitecto en jefe, el jefe de diseño y construcción de interiores,
era humano, con más arrugas que el hiperespacio, y aún tenía la mente tan aguda como
una vibrohoja.
Hizo un gesto hacia el holo, que brillaba en azul y blanco sobre el proyector frente a
ellos, y mostraba los planos para el pasillo de la sala de asamblea terminada.
—¿Qué opinas, Kaarz?
Parada junto a él en el recientemente presurizado pero todavía frío anexo de la oficina,
Teela sabía que una vez más ella estaba siendo probada. Cada vez que el Viejo estaba
cerca, lo hacía. Había oído que demoraba un tiempo hasta que confiaba en ti… pero
una vez que lo hacía eras de oro para sus ojos. Parecía que todo el mundo que valiera
la sal en su cuerpo y trabajaba para él quería que se sintiera de esa manera.
Y ¿por qué no? Una misiva de recomendación de Stinex, aunque sólo fuera de una o
dos líneas, valía cualquier tortura concebible que uno pudiera imaginar y soportar. Era
un boleto para la hiperruta que podría conducir a la riqueza, la fama y lo más deseable
de todo:
La libertad.
La libertad para diseñar lo que uno quisiera, para dar rienda suelta a la expresión artís-
tica, para crear algo que realmente pudiera sobrevivir en el tiempo, que pudiera…
Teela se dio cuenta de que el Viejo estaba esperando pacientemente una respuesta a su
pregunta. Ella se encogió de hombros.
—Es un diseño imperial estándar; funciona lo suficiente como para servir.
El Viejo le dio una lenta mirada decepcionada.
DEATH STAR 55
—Pero —continuó ella—, si quieres que funcione bien, entonces los portales de en-
trada y salida deben ser reubicados. —Sacó el trazador electrónico del tamaño de un
dedo de su cinturón, pulsó el botón en la goma, y lo agitó sobre el dibujo—. Aquí, aquí,
y aquí —continuó—, y posiblemente, allí también. —Los portales se desvanecieron
cuando ella hizo el gesto, sustituidos por las líneas del esqueleto de la pared. Rápida-
mente esbozó nuevas puertas—. Reposicionar estos portales, tuerce el paso, de este
modo, el flujo mejora, al menos, el veinticinco por ciento, como dice la presentación.
No cuesta nada más.
El anciano sonrió y asintió, complacido.
—¿Qué hay acerca de la ventilación?
—Las especificaciones indican un anticuado Sistema Cuatro y lo que se necesita es
como mínimo un Cinco. Un Seis sería mejor.
—El Imperio considera que un Cuatro es adecuado.
—El idiota que elaboró las especificaciones de ingeniería estaba interesado en ahorrar
dinero… si tuviera que sentarse en esta sala con otros cuatro mil seres, cada uno emi-
tiendo entre sesenta y ciento cuarenta vatios de calor y grandes cantidades de dióxido
de carbono, por no hablar de olores corporales, mientras escucha a algún almirante de
largo aliento diciendo tonterías durante dos horas, haría actualizar los intercambiado-
res de aire tan pronto como pudiera conseguir un formulario de solicitud.
El Viejo se rió.
—Puedo ver por qué te enviaron a prisión. La delicadeza política no es uno de tus pun-
tos fuertes, ¿no?
Ella se encogió de hombros.
—La forma sigue a la función.
—La defensa de los idealistas. Voy a conceder que el Imperio es lento en aprender los
conceptos de arquitectura básicos. —Indicó con la cabeza la imagen tridimensional—.
Muy bien. Haz los cambios a los portales. Voy a autorizar un Cinco para los intercam-
biadores. ¿Qué más?
Teela no pudo dejar de sonreír. Era una presa política del Imperio, pero al menos se le
permitía hacer un trabajo que ella sabía cómo hacer. Tan vasto como era el proyecto,
necesitaban toda la ayuda que pudieran obtener, y ella era muy buena en su trabajo.
El Viejo lo sabía, aunque seguía provocándola verbalmente cada vez que hablaban.
Él mismo consentía ser un instrumento del Imperio, pero había diseñado todo desde
unidades sanitarias a súper torres celestiales, ganchos celestiales para estadios depor-
tivos, y había olvidado más de lo que la mayoría de los arquitectos aprendían en toda
una vida de estudios. Ella se había formado con algunos de los mejores, y reconocía
la mano de un maestro cuando la sentía. No disfrutaba ser puesta a prueba de esta ma-
nera como una estudiante de tercer año de arcología, pero también sentía una pequeña
oleada de orgullo cada vez que el Viejo sonreía y asentía con la cabeza a una de sus
sugerencias. Era bueno ser reconocida por alguien de su capacidad.
Mientras señalaba otras ineficiencias en el diseño estándar, sin embargo, ella lo sintió
otra vez: esa pequeña punzada, ese breve momento de malestar. Estaba trabajando para
56 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
el Imperio, algo que había jurado que nunca haría, ayudando a diseñar una nave que,
con toda probabilidad, sería el arma más temible que la galaxia nunca hubiera visto. Si
bien era cierto que mejorar la biometría y el patrón de asientos en una sala de reuniones
no era lo mismo que idear un superláser que podría derretir lunas, de todos modos…
De todos modos, una era un factor en el éxito de algo, o un factor en su fracaso.
Trabajando para el enemigo, dijo la vocecita que a veces escuchaba en su cabeza. A
menudo la visualizaba como una versión en miniatura de sí misma, sacudiendo un
dedo acusador. Eso es muy triste.
No es como si tuviera elección, ¿verdad?, se respondió mentalmente. Nadie me pre-
guntó si quería el trabajo, eh, ¿cierto?
Podrías haberlo rechazado, replicó el avatar de su conciencia.
¿Y ser enviada de regreso a ese planeta nido de serpientes a pudrirme y morir? ¿Con
qué fin?
Su ser interior quedó en silencio.
—No podemos hacer eso —dijo el Viejo ante su sugerencia de iluminación natural en
el complejo—. Tengo límites.
Ella asintió. Había pensado que esa sería su respuesta, pero no había nada de malo en
preguntar. El Viejo tenía un gran poder cuando se trataba de diseñar modificaciones.
Teela había visto varias veces que las especificaciones eran actualizadas y mejoradas
a alturas más allá de lo que ella esperaba. Este proyecto contaba con apoyo en los ni-
veles más altos. Aunque los almirantes que controlaban los créditos siempre estaban
tratando de pellizcar y aferrarse a tantos como pudieran, nadie iba a escatimar en nada
que lo haría funcionar como se pretendía.
Lástima que los diseñadores originales no hubieran tenido ese mandato.
Teela no había visto todos los planos maestros —no creía que nadie por debajo del
nivel del Viejo los hubiera visto todos—, pero había un montón de defectos de diseño
en los planos que había examinado. Nada tan importante como para que el lugar no
funcionase o se desmoronase si alguien chocaba con una pared, pero suficientes peque-
ños detalles y piezas aquí y allá, para ver que sin duda los diseñadores habían prestado
menos atención a los detalles de lo que deberían. Uno o dos borradores más de los
planos hubieran corregido la mayoría; muchos eran detectados y corregidos sobre la
marcha, como el que ella acababa de ver… entradas y salidas mal colocadas, sistemas
de ventilación menos que adecuados, respiraderos termales mal ubicados… las minu-
cias habituales que aparecían en los proyectos de construcción grandes. Había más de
ellos, pero claro que había más nave en donde podían ocurrir los errores, ¿verdad? Esta
Estrella de la Muerte, después de todo, era tan grande como una luna clase IV, con una
tripulación mínima compuesta por más de un millón de seres. Nunca antes se había
construido nada de este tamaño… al menos que Teela supiera.
A lo que se reducía todo era que ella haría lo que ella pudiera hacer. Trabajar para el
Imperio era malo, eso no se podía sortear, pero no era tan malo como vivir en una cho-
za improvisada en un mundo que era, en su mayor parte, o selva o pantano, y cuyos
habitantes preferirían matarte antes que mirarte. Después de todo, ¿qué podría hacer
DEATH STAR 57
E
l droide secretario C-4ME-O estaba parado en el pasillo giroscópicamente equi-
librado sobre su única rueda cuando Uli salió del quirófano. El procedimiento
había sido una operación de rutina, injertarle un hígado nuevo a un esclavo woo-
kiee herido en la reciente explosión en el sitio de construcción. Algunas de las espe-
cies esclavizadas eran consideradas prescindibles, ya que siempre había más reclutas
potenciales en el planeta, pero los wookiees eran demasiado valiosos para perderlos,
le había dicho un coronel. Valían tres veces lo que cualquier otro trabajador, y Uli ya
había oído eso al menos diez veces desde que había llegado aquí: si quieres un trabajo
bien hecho, haz que lo haga un wookiee. Podían soportar mejor las temperaturas extre-
mas del vacío, tenían más resistencia que las demás especies y su ética de trabajo era
impecable, parecían incapaces de dar menos del 100 por ciento, incluso en un proyecto
para el que habían sido conscriptos. El único inconveniente era que sus trajes de vacío
debían hacerse especialmente para encajar en sus formas enormes y peludas. Cuando
había llegado, Uli se había preguntado por qué había visto a tantos de ellos. Pronto se
dio cuenta de que al igual que él, no estaban aquí por elección.
—Dr. Divini —dijo el droide, en su agradable tenor—. ¿Cómo está?
—Tan bien como podría esperarse, Cuatromeo. ¿Necesitas algo?
—Soy bastante autosuficiente, gracias, Doctor. Pero el comandante Hotise desearía
verlo cuando le sea conveniente.
Uli se quejó interiormente. Había estado prácticamente sobre la marcha desde que
había llegado aquí, y ahora que su rotación finalmente había terminado, había estado
esperando dormir.
—¿Sonaba urgente?
—En realidad, señor, sus palabras exactas fueron: «Tráiganme aquí el trasero de Divi-
ni, ya mismo». —El droide hizo una imitación perfecta de la voz de Hotise.
Uli tuvo que sonreír ante esto. Hotise podría ser un hombre de carrera, pero era honesto
y directo en lo que decía y lo que hacía. Y sólo era un engranaje de la gigantesca ma-
quinaria del Imperio… no tenía sentido culparlo de la situación.
DEATH STAR 59
Uli llevaba la bata quirúrgica azul, y no perdió el tiempo cambiándose. Aunque los
protocolos de servicio estándar normalmente requerían ropas más formales para pre-
sentarse ante un oficial al mando fuera de una zona de combate a bordo de una nave,
las unidades médicas eran menos estrictas. La mayoría de los médicos eran reclutas
y no darían ni un patoot de Psadan por lo que la armada pensara de ellos de cualquier
modo… sólo esperaban salir y volver a casa. Y al igual que él, cualquier médico digno
de su bisturí láser sabía que era demasiado valioso o valiosa para ser arrojado a un cala-
bozo por no observar algún mísero código de uniforme. El Imperio a veces se aferraba
al pasado y era lento, pero no era un completo idiota.
Cuando Uli entró, Hotise estaba sentado detrás de su escritorio, golpeando los dedos
rápidamente en dos consolas de entrada diferentes. Las holoimágenes bailaban y bri-
llaban sobre las consolas, mientras los códigos fluían. Era algo impresionante de ver,
como ver a alguien capaz de escribir en dos idiomas a la vez, uno con cada mano.
—Toma asiento. Estaré contigo en un par de segundos.
Uli se estacionó en la silla, un dispositivo fluyeforma que zumbó y se ajustó a sus
contornos para darle un apoyo perfecto. Sentarse fue un error, del que se dio cuenta
tardíamente. Si se inclinaba hacia atrás, podría quedarse dormido más rápido que…
Hotise, fiel a su palabra, despertó a Uli de su cabezada sólo unos segundos más tarde.
—El equipo de construcción ha conseguido poner operativas a un par de estaciones
médicas ecuatoriales… no son unos complejos de servicio completo, pero tienen dos
salas de cirugía, pre-operatorio, salas de recuperación, y veinte camas médicas cada
una. Por no mencionar las salas de tanques de bacta, estaciones de enfermería, salas
de suministros, oficinas… ya sabes cómo es. Más parecidas a un uquemer, menos a un
centro médico.
—¿Y…?
—Y quiero que vayas a hacerte cargo de una.
—Yo no soy un administrador —dijo Uli.
—Enséñale a tu abuelo cómo ponerse las botas, hijo. Sé que no eres un administrador,
pero nos falta una docena de ellos por el momento. La construcción se está adelantando
a lo previsto, al menos en nuestro campo, y recibimos personal nuevo más lentamente.
—Tú estás calificado como jefe de cirugía, y voy a enviar a Cuatromeo para encargarse
de las cosas de secretaría. Necesitamos tres cirujanos y un par de doctores de medicina
interna, todos con amplia experiencia en muchas especies, además de enfermeras, ayu-
dantes, camilleros y algunos operadores de computadoras. No es peor que manejar una
clínica. Los casos serán en su mayoría trabajadores golpeados, algunas infecciones,
enfermedades relacionadas con la edad… el trabajo de un médico cirujano usual en un
sitio de construcción. Nada que no puedas manejar. Si te quedas empantanado, puedes
pedir ayuda.
No había manera de salir de esto, comprendió Uli. Aún así, no pudo resistirse a pre-
guntar:
—¿Por qué yo?
—Bueno, francamente, hijo, no tengo a nadie más del que pueda prescindir.
60 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
¿Qué importaba? Se preguntó Uli. Aquí, allí o en algún otro lugar… todo era en rea-
lidad lo mismo. Esto no era una situación de combate, como habían sido muchas en
el pasado. Sin embargo, podía sentir un pequeño gusano de intranquilidad comenzar a
retorcerse lentamente en sus entrañas.
—Muy bien —dijo.
—Pensé que lo dirías… no que tuvieses muchas opciones. Empaca tus cosas, partes en
la lanzadera del tercer turno.
Mientras Uli se encaminaba a su cuarto a recoger sus pocas pertenencias, consideró su
vida una vez más. Habían pasado dos décadas desde su primera asignación en Drongar.
Había formado parte del personal de algunos Uquemers más desde entonces, y cuando
las Guerras Clon habían terminado había estado más que preparado para la práctica en
el sector privado. Pero esa no era la vida que le había tocado. Y ahora, cuando debería
haber estado libre desde hace mucho de su esclavitud, iba a otro puesto más… esta vez
en el gigante llamado Estrella de la Muerte.
Generalmente trataba de no pensar en Drongar… aún después de todo este tiempo, re-
cordar el pasado conducía a ciertos recuerdos que eran demasiado dolorosos. Pero no
pudo evitar recordar una frase que el tosco y pequeño reportero sullustano Den Dhur
usaba a menudo: Tengo un mal presentimiento acerca de esto.
Correcto, pensó Uli.
Por desgracia, Ratua no tenía talentos particulares que pudieran hacer que un recluta-
dor imperial quisiera elegirlo para trabajos a bordo de la estación. Probablemente el
Imperio tenía pocas necesidades de un buscavidas en esa nave. Aún así, cuando se lo
consideraba, en una estación del tamaño de un planetoide, un solo ser fácilmente po-
dría escapar de la atención oficial. Una vez allí, él podría desvanecerse en las sombras
y, con un poco de suerte, volverse efectivamente invisible. Tenía que haber, literalmen-
te, millones de lugares donde esconderse allí arriba.
El problema era que, allí arriba bien podría significar al otro lado de la galaxia, mien-
tras que él estaba aquí abajo. Aún así, eso podría no ser un problema insuperable…
—Permíteme traerte una taza de té —dijo Ratua—, y podemos continuar con nuestra
conversación.
11
DESTRUCTOR ESTELAR CLASE IMPERIAL DEVASTADOR
D
escansado por su tiempo en la cámara hiperbárica, Darth Vader, una vez más,
contempló su destino único. Se había acostumbrado a lo que era, en su mayor
parte. Era difícil, después de todos estos años, incluso visualizar la cara de
Anakin Skywalker, caballero jedi. Pero así es como debía ser. Skywalker estaba muer-
to. Había muerto en la orilla de uno de los ríos de lava de Mustafar y el lord sith Darth
Vader se había levantado de sus cenizas.
Una vez más se volvió consciente de su respiración, y el respirador por demanda se
aceleró mientras él dejaba que el lado oscuro lo tomara, que lo envolviera en ira y odio.
El poder de la Fuerza fluyó en él, llenándolo, alimentando su furia. Era, como siem-
pre, su elección: podía absorber la energía oscura, mantenerla encerrada dentro de él,
un condensador ya-no-del-todo-humano que podía descargarla en cualquier momento,
dirigirla hacia cualquier persona o cosa. O podía dejarla fluir a través de él, no ser el
contenedor sino el conducto y así encontrar un respiro momentáneo de la furia que
siempre era una parte de él.
Se decidió por lo segundo.
Dejó el sable de luz enganchado a su cinturón. Normalmente lo habría utilizado para
practicar con los droides duelistas que habían sido diseñados y construidos especial-
mente para poner a prueba su temple. Programados con el conocimiento y las habilida-
des de una docena de diferentes artistas marciales, y dotados de armas mortales de cor-
te o de impacto, sí que eran oponentes formidables, y habían sido una parte integral del
entrenamiento sith desde el tiempo inmemorial. Pero no todo era acerca del sable de
luz. También había otros atributos, otras armas en su arsenal, que necesitaba ejercitar.
Vader inhaló, conteniendo el aire seco y ligeramente amargo tanto tiempo como sus
pulmones llenos de cicatrices pudieron. Cuando permitió que el aliento saliera por el
respirador, empujó la mano derecha hacia un espejo cercano.
El densecris aluminizado estalló en mil pedazos, golpeado por el lado oscuro, como
por un puño de metal.
Vader fue consciente de la sustancia «irrompible» astillándose y cayendo, tintineando
DEATH STAR 65
mente.
—No necesito preparativos. Mi nave llegará en unas horas. Voy a hablar con los prisio-
neros tan pronto como aborde su nave. Téngalos listos. Yo determinaré quién de entre
ellos es el responsable.
Tarkin le dio otro rápido asentimiento militar.
—Esperamos su visita, Lord Vader.
Vader hizo un gesto a la unidad de comunicaciones para desconectarla sin responder.
Sí, pensó. Estoy seguro que sí.
Estas eran noticias de lo más interesantes. Si la Alianza Rebelde era la responsable
—y ¿quién más podría ser?—, esta acción sin duda desmentía la imagen oficial de los
disidentes como unos canallas desorganizados que no representaban ninguna amenaza
real. Vader sintió una pequeña ascua de satisfacción resplandecer dentro de él. Había
sabido por algún tiempo que los descontentos estaban creciendo, tanto en organización
como en poder. Habían llevado a cabo incursiones guerrilleras en estaciones espaciales
y almacenes de suministros, habían logrado obtener material militar y naves de guerra
de industriales y diseñadores de astilleros solidarios, y se habían aliado con muchas
especies alienígenas, aprovechando los resentimientos de estas por ser reducidas a un
estatus de inferioridad a los ojos del Nuevo Orden. Eran más que una colección vario-
pinta de idealistas disparatados; ahora contaban entre sus filas a ex estrategas, progra-
madores y técnicos imperiales, y su red de espías se volvía más intrincada cada día.
Eran escoria, cierto, pero suficiente escoria podría obstruir cualquier sistema, incluso
uno tan complejo y prístino como el Imperio.
Habría que ocuparse de ellos, y lo harían. Esta Estrella de la Muerte de Tarkin podría
ser eficaz en cierto grado, pero uno no necesitaba el uso de un torpedo de protones para
aplastar una mosca de fuego.
Vader se volvió y abandonó la estancia. El lado oscuro le diría quienes eran los malhe-
chores… se lo diría, y también se ocuparía de ellos.
12
CANTINA EL CORAZÓN TIERNO, SUBSUELO SUR, GRILLA 19,
CIUDAD IMPERIAL
M
emah Roothes le frunció el ceño al droide repartidor. Los sistemas climáticos
locales estaban funcionando mal, y el aire estaba caliente, muy húmedo, y
empalagoso, por no mencionar el olor a lubricante y un toque de descompo-
sición de los restos de basura en el callejón detrás de la cantina. Había estado despierta
hasta tarde y se había despertado temprano, ya se sentía pésimo, y sin duda no necesi-
taba estas últimas malas noticias.
—¿Disculpa? Creo que no te he oído correctamente. Repite eso por favor.
El droide, un modelo cargador/descargador estándar de utilidad, dijo de nuevo:
—Su envío de licor se ha retrasado. Nuestro despachador ofrece sus disculpas por el
error.
—Y ¿qué se supone que beban mis clientes mientras tanto? ¿Agua?
La inteligencia básica del droide era suficiente para hacer entregas de licor; no para el
sarcasmo.
—El agua es bebible por todos los seres conscientes basados en el carbono.
—Sí, y hasta aquí es gratis en cualquier grifo imperial.
El droide no respondió a eso. Memah sacudió la cabeza con disgusto; un manierismo
humano que se le había pegado. Era inútil discutir con un droide; bien podría argumen-
tar con los dispensadores de efervescentes debajo de la barra.
—Muy bien. ¿Para cuándo puedo esperar el envío?
—Mañana.
—Bueno, supongo que voy a tener que ingeniármelas de alguna manera, ¿verdad?
Esa pregunta, evidentemente, también estaba más allá de la comprensión del droide.
Suspirando, Memah le indicó que se fuera.
Rodo, que había estado en el frente reparando la bisagra rota causada por el impacto de
un parroquiano combativo, volvió al portal de entregas.
—¿Algún problema?
—Sí. El envío de hoy… no hay ninguno.
—Hmm…
68 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
de que alguien lo atacara y le robara todo lo que tenía, incluyendo la bomba? A menos
que supieras moverte por estas partes, era riesgoso ser un turista sin un par de guardias
armados. Además, no había ningún objetivo aquí que lograra un gran titular en las ho-
lotransmisiones… de todos modos, ¿a quién le importaban los tugurios debajo de las
calles?
Luego pensó en esos Ojos que habían estado allí la otra noche. Sí, está bien, eso había
sido a inusual, pero cualquiera que fueran sus razones, no era como si estuviese pasan-
do algo secreto…
¿O sí?
Memah resopló. Probablemente alguna computadora había eructado en algún lugar y
perdió un par de archivos de enrutamiento. Con tal que fuera un error de una sola vez,
ella podría vivir con eso. Después de todo, en lo que concernía al gobierno local, no era
como si ella tuviera un montón de opciones estos días.
capacidad para sobrevivir por períodos cortos, sin traje, al duro vacío, incluso más que
su aptitud para los malabares numéricos, había resultado en que el Imperio los tratara
mejor que a la mayoría de los demás no humanoides.
Números tenía una asombrosa habilidad para hacer toda clase de aritmética en su ca-
beza, casi tan rápido como un droide. Ahora no fue la excepción. Tenn no había termi-
nado de plantear la pregunta y la demacrada criatura respondió:
—Ochenta y cinco créditos entre nosotros. Veinte en tu bolsillo.
—¿Ya estás contando tu dinero, Tenn? Tienes que vencerme primero, ¿no?
—Oh, eso. —Con un rápido movimiento de la muñeca y una flexión del pecho y los
hombros, Tenn golpeó la mano de Erne contra la mesa. Demoró tal vez todo un segun-
do.
Soltó la mano del otro hombre para reconocer los aplausos y vítores. Erne parecía ató-
nito. Se frotó el bíceps.
—¡Maldito hijo de un tairn! —dijo—. ¿Cómo kark hiciste eso?
Tenn sonrió.
—Vida sana, jefe.
La verdad era otra, pero sólo él lo sabía. Hace mucho en batalla durante los últimos
días de las Guerras Clon, cuando había sido ayudante de artillero en su primera asig-
nación, algún cargador idiota había cambiado los contactos de un condensador pesado
y luego olvidó poner los dispositivos de seguridad. Tan pronto como el descargador se
abrió la tapa explotó y regó con metralla a la tripulación de artillería, una pieza de la
cual había cercenado el tendón que conectaba el músculo pectoral derecho de Tenn a
su brazo.
Había sido una suerte para el cargador haber muerto al instante; de lo contrario, aque-
llos de la tripulación, que todavía no estaban muertos o tullidos habrían mostrado su
descontento asegurándose de que muriera lentamente.
Cuando el médico había vuelto a conectar el tendón a la parte superior del cuerpo de
Tenn, no le había gustado el viejo punto de unión, que había quedado bastante maltra-
tado golpeado por la pieza de metal caliente. De manera que había hecho un tornillo
orgánico incrustado y volvió a conectar el ligamento un poco más abajo. Se veía bien,
y el tornillo finalmente se reabsorbió, sin dejar nada más que una pequeña protuberan-
cia ósea. El resultado de este esfuerzo creativo había sido de alrededor de un 25 o 30
por ciento de mejora en el apalancamiento de su brazo derecho. Con un poco de en-
trenamiento, el pectoral derecho de Tenn era efectivamente casi una vez y media más
fuerte que el izquierdo. No lo parecía, no era más grande, pero el resultado era igual-
mente impresionante. Le había ganado un montón de apuestas de bar en concursos de
pulseadas a través de los años.
Números deslizó una pequeña pila de créditos bajo la jarra de Tenn.
—Su parte, jefe.
—Mi anciana madre te lo agradece amablemente, hijo. —Miró a Erne—. Entonces,
¿compro la siguiente ronda?
—Funciona para mí —dijo el hombre más grande.
DEATH STAR 71
satisfacción que sólo el licor y la victoria competitiva podían traer. Un buen trabajo, el
respeto de la gente con la que trabajabas, y una bonita mujer sentada junto a él, en una
cantina llena de un excelente fermento azul ortolano. ¿Cuánto mejor podría volverse
la vida?
13
BAR DE PILOTOS, CUBIERTA DE RECREO, DEI GARRA DE ACERO
V
il Dance tenía una pila de monedas de una décima de crédito en equilibrio sobre
su codo orientado hacia arriba, ya eran una docena. Alrededor de él, los otros
pilotos estaban haciendo apuestas sobre si lo lograría.
Hasta ahora, venía bien…
Tomó otro sorbo de su cerveza. El juego era simple: Señalabas con el codo como con
la mira de un arma y apuntabas delante de ti, sosteniendo el antebrazo en un ángulo de
noventa grados y paralelo al suelo. Con la palma abierta junto a tu oído y enfrentando
el techo, bajabas la mano rápidamente y tratabas de coger las monedas en equilibrio
sobre tu codo antes de que cayeran. Cualquiera podía hacerlo con una. La mayoría po-
día hacerlo con tres o incluso cuatro. Una vez que pasabas las diez era más difícil. El
récord personal de Vil era de dieciocho, así que una docena no era tan difícil. Era una
prueba de coordinación ojo-mano, y si eras piloto, más te valía tener una buena canti-
dad de eso. El truco era bajar la mano ahuecada lo suficientemente rápido para atrapar
las monedas mientras aún estaban apiladas juntas. Después de una caída libre de un par
de centímetros en gravedad normal, la pila comenzaba a romperse, y una vez que eso
sucedía no podías lograrlo. El movimiento tenía que ser rápido, pero también tenía que
ser suave. La menor sacudida fuera del ángulo crearía una torsión en la pila suficiente
para separar las monedas. Si eso pasaba, podrías atrapar a la mayoría, pero te faltarían
algunas, garantizado.
No era como si el honor del escuadrón o cualquier cosa dependiera de él, pero Vil tenía
una reputación que mantener. Sus tiempos en los ejercicios de reacción para pilotos
siempre estaban entre los dos o tres mejores, y eso era lo que era esto, esencialmente.
Una prueba de reflejos. Había otras especies, como los falleen, por ejemplo, que podían
coger veinte o más sin problema alguno. Pero pocos humanos podían manejar incluso
diez, aparte de acróbatas, maestros de artes marciales… y pilotos.
—Vamos, Dance. Eres más lento que un ronto en ocho ges. —Ese era Benjo.
—Sí, mientras seamos jóvenes —añadió Raal—. Bueno, algunos de nosotros, al me-
74 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
nos…
Vil sonrió, bajó la mano y agarró la docena de décimos, sin problemas.
—Dinero fácil —dijo.
Hubo un momento de silencio sorprendido entre el escuadrón y, a continuación:
—Cinco a que no puede hacerlo con catorce.
—Acepto esa apuesta.
—Diez dicen que puede.
—¿Probabilidades?
—¿Probabilidades? ¿Qué, me veo como un corredor de apuestas toydariano? ¡Iguala-
das!
Mientras que los pilotos discutían, Vil recogió dos monedas más de una pila sobre la
mesa. ¿Catorce, eh? Todavía cuatro menos que su mejor número, aunque no veía nin-
gún sentido en mencionar eso justo…
La sirena de preparación resonó, una serie de cortos e insistentes alaridos. Los pilotos
interrumpieron la charla, y dejaron cualquier otra cosa que sostuvieran con excepción
de sus créditos, que metieron en los bolsillos mientras corrían hacia la salida. Vil dejó
la jarra sobre la mesa y los siguió. Sólo había quedado un trago de cerveza; le habría
tomado dos segundos terminarlo, pero cuando aullaba la sirena, parabas lo que estabas
haciendo, justo en ese instante y corrías a tu puesto. En primer lugar, era lo correcto;
todo el mundo lo sabía. En segundo lugar, nunca se sabía cuándo una holocámara im-
perial podría estar mirando, y si te atrapaba arrastrando los pies durante una llamada a
tu puesto, en lugar de ser un as de los pilotos TIE, podías encontrarte transferido por un
par de meses a «deberes de droide» lavando los contenedores de basura y los tanques
de retención de las letrinas.
Y en tercer lugar, a Vil le gustaba volar aún más de lo que le gustaba beber.
—Tiene que ser un simulacro —dijo alguien—. No es probable que haya otra fuga de
prisioneros después del último lote que cocinamos.
Vil no respondió a eso. Un poco para su sorpresa, había tenido un par de noches incó-
modas después de esa experiencia. Sí, habían sido escoria criminal, y era su trabajo
detener dicha escoria, y le habían estado disparando, pero aún así no había sido una
verdadera competencia. La Lambda no había tenido ni una oportunidad. Había des-
truido esa nave en el vacío y observado los restos de la tripulación girar a través de la
frialdad, congelándose en nubes de sus propios fluidos corporales. Uno tendía a pensar
en ello como objetivos de disparo, como en los holo simuladores, no en gente, pero ver
la carnicería que había resultado de sus armas había… Bueno, seamos honestos aquí,
se dijo a sí mismo Vil, ya que todo queda sólo entre yo y yo. La verdad era… que había
tenido algunos sueños.
No, no sueños. Los sueños eran fragmentos inocuos de esto y aquello, cosas como no
haber estudiado para un examen o volar sin una nave o estar desnudo en público. Estos
no habían sido sueños.
Estas habían sido pesadillas.
Afortunadamente, se había olvidado de los detalles casi inmediatamente después de
DEATH STAR 75
despertar, a excepción de una noche. Eso se había quedado con él. Uno de los cadá-
veres congelados instantáneamente, flotaba a la deriva a través del vacío a unos diez
metros de la cabina de su caza. La cabeza y el cuerpo habían sido devastados por la
metralla a tal grado que Vil no podía distinguir si había sido hombre o mujer. Él había
observado, fascinado, como el cuerpo lacerado giraba lentamente, hasta que su rostro
quedó a la vista. Notó que, por algún milagro de la casualidad, los ojos se habían libra-
do de la granizada de metal…
Y entonces los ojos se abrieron .
Vil reprimió un escalofrío. Eso había sido lo peor. Se dijo que no era inusual, que era
parte del trabajo. Que se acostumbraría.
Eso ayudaba. Un poco
Mientras Vil se acercaba al hangar, vio que el ayudante del oficial al mando en la cu-
bierta hacía señas de apresurarse a los pilotos.
—¡Muévanse como si tuvieran un propósito, gente! ¡Una pa’lowick embarazada po-
dría correr más rápido! ¡Vamos!
—AOC —dijo Vil mientras se acercaba—. ¿Quiénes volamos?
—Tú y tu escuadrón, entre otros nueve —dijo el AOC. Seguía haciendo señas a los
pilotos que se acercaban, ahora sólo eran un puñado—. Escolta VIP para el Destructor
clase Imperial Devastador.
Vil parpadeó.
—¿Viene un almirante de chaqueta arcoiris? ¿Un moff?
—No exactamente. El tipo que maneja esa nave es más de un solo tono —dijo el AOC.
Al notar la mirada en blanco de Vil, agregó—: Todo de negro.
Entonces Vil entendió.
—Darth Vader.
—¿Amigo tuyo?
Vil rió. Estaban uno junto al otro en las escaleras, casi en la cubierta de vuelo.
—Nunca conocí al hombre, o lo que sea que es —dijo Vil—. Lo vi volar una vez. En
la escuela TIE, de la Base Naval en la Ciudad Imperial. Contra Barvel.
No era necesario especificar que estaba hablando acerca del coronel Vindoo «El Ti-
rador» Barvel, uno de los pilotos TIE más condecorados de la historia. Durante las
Guerras Clon, Barvel había derribado a más de treinta naves enemigas confirmadas en
combate de nave a nave, el doble de eso contando a las probables, y nadie sabía cuántas
que ni siquiera se había molestado en informar. Vil sabía que él mismo era un buen pi-
loto, un as incluso cuando estaba en entrenamiento, pero Barvel, que había sido sacado
fuera del ciclo de combate por altos mandos nerviosos que querían asegurarse que el
Imperio tuviera un héroe vivo que pudiera desfilar por las calles como reclutador, era
el mejor. Aunque él sólo era capitán en ese momento, había sido puesto a cargo de la
escuela de pilotos en la BNCI. Barvel podía hacer un picado propulsado contra cual-
quier otra nave y acertar a un blanco del tamaño de un pleeky en el camino hacia abajo
a máxima velocidad, con el cañón de babor o estribor, podías elegir el arma. En las
misiones de entrenamiento que había volado con el hombre, Vil se había sentido como
76 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
un niño pequeño que apenas podía caminar tratando de seguir el ritmo a un campeón
corredor de larga distancia.
Durante las maniobras para los pilotos próximos a graduarse, Darth Vader se había
presentado. No tenía ningún rango militar de por sí, pero era el halcón de cetrería del
Emperador y todo el mundo lo sabía. Si algo venía de la caja de voz amplificada de
Vader, bien podría haber venido de los labios de Palpatine, y si discutías con él era a tu
cuenta y riesgo, sin importar cuán alto fuera tu rango.
Vader había mirado durante un tiempo, luego pidió un caza TIE. Había subido, des-
pegado, y se unió al simulacro de combate. En cuestión de segundos, sus armas elec-
trónicas habían pintado a media docena de naves, y la cosa se había reducido a Vader
contra Barvel. Vil, cuya nave había sido golpeada en un tres-contra-uno al principio del
simulacro de combate, se había quedado en un patrón de espera hasta que el enfrenta-
miento terminara, y lo había visto todo.
Vader no había exactamente volado en círculos alrededor de Barvel, pero cada vez
que El Tirador se movía para uno u otro lado, Vader estaba medio segundo por delante
de él. Barvel estaba haciendo cosas que Vil no creía que fueran posibles en un TIE, y
Vader no sólo lo igualaba, movimiento por movimiento, simplemente lo superaba en
maniobras. Fue —no había otra palabra para ello— asombroso. Vil rápidamente se dio
cuenta de que Vader podía haber derribado al comandante de la escuela de vuelo en
cualquier momento… sólo estaba jugando con él.
Eso había sido tan espeluznante a su propio modo, como la pesadilla de Vil. Nunca
había visto a un piloto humano moverse así. A muy pocos malditos alienígenas, dicho
sea de paso.
Después de un par de pases, y lo que pareció ser una lenta, improvisada y perezosa se-
rie de toneles y bucles, Vader dio la vuelta, clavó sus rayos de entrenamiento en Barvel,
y fue el «fin del juego». Todos los pilotos que estaban ahí en el espacio tuvieron que
cerrarse las bocas con la mano.
El AOC miró por el pasillo, pero ya no llegaban más pilotos. Se volvió y señaló.
—Será mejor que vayas a tu nave, Dance. —Una breve pausa, y luego—: Vader es
bueno, ¿eh?
—Mejor que bueno. Si viniera contra mí, yo simplemente sobrecargaría mi motor para
que explote: de esa manera podría elegir el momento en que voy a morir.
Lo que Vil no había mencionado, sobre todo porque todavía no lo creía él mismo, fue
que el mecánico que había revisado después el caza TIE tomado por Vader había vuelto
de la bahía sacudiendo la cabeza. Las computadoras de navegación y puntería habían
estado apagadas, había dicho. La grabadora de la cabina mostraba que Vader lo había
hecho antes de salir del muelle. Así que si se podía creer en el mecánico, no sólo Vader
había vencido al mejor piloto de la armada tan fácilmente como si Barvel hubiera sido
un fumigador de cultivos de algún mundo aislado, sino que lo había hecho en manual.
Lo que era simplemente imposible.
—Adelante —dijo el AOC—. Ve al vacío… no querrás llegar tarde a la fiesta.
—No, señor. —No es que Vader necesite una escolta, pensó Vil. Aquí nadie podría
DEATH STAR 77
meterse en su camino.
Vil se apresuró hacia la cubierta, su mecánico le indicó que entrara al TIE.
—¿Estabas tomando una siesta, cohetero? ¡Sube!
Mientras Vil se aseguraba el casco y controlaba sus lecturas, tuvo un momento para re-
flexionar sobre el propósito de la escolta. Darth Vader, al mando de un gran Destructor.
¿Me pregunto qué está haciendo aquí?
Tenía que ser algo grande. Podías tener la cabeza llena de vacío y todavía darte cuenta
de eso.
Las puertas de la esclusa de aire se abrieron. Vil encendió los motores y se fue.
14
CUBIERTA DE RECEPCIÓN SIETE, HAVELON
T
arkin frunció el ceño mientras esperaba la llegada de Vader en la cubierta de
recepción. Era cierto que el Emperador podría enviar a quien quisiera, siempre
que quisiera, a verificar el progreso en la estación. Tarkin no tenía ninguna razón
para estar cualquier cosa menos que agradecido con el Emperador… ¿después de todo,
cuántos otros grandes moffs había? ¿Quién lo había elevado hasta esa pujante posición
y le dio el mando del proyecto militar más importantes de la historia galáctica?
Todo eso era cierto. Y él estaba agradecido a Palpatine. Pero uno se siente de manera
diferente hacia el que sostiene la correa que hacia el que está en la correa.
Había algo acerca de Vader que le hacía rechinar los dientes. No era sólo el traje pró-
tesico con su máscara y respirador, ni el hecho de que no podía ver los ojos detrás de
los lentes polarizados. Vader tenía poder, a nivel personal y como la herramienta del
Emperador, y la sensación que tenía Tarkin de él era que le importaba tanto la vida
humana de pie junto a él, como la de una mosca de niebla alejada en los pantanos de
Neimoidia. Estar junto a Vader era como estar al lado de una granada térmica gigante…
podría explotar en cualquier momento.
Y el hombre de negro tenía mal genio, no cabía duda sobre eso. Hasta el momento, no
lo había desatado en la dirección de Tarkin, pero Tarkin lo había visto desatado sobre
otros, y aquellos que pensaban en contrariar a Vader rápidamente se daban cuenta de
que era un error fatal.
No importaba cuánto la gente denunciara a la Fuerza como una superstición que no
había salvado a los jedi de la aniquilación, era lo suficientemente real como para per-
mitirle a Vader detener el corazón de un hombre o frenar la respiración de sus pulmones
simplemente por su voluntad. Por no hablar de quitar saetas de bláster del aire con ese
sable de luz suyo. Cierto, nada sería capaz de soportar la fuerza del armamento de esta
estación de combate, una vez que estuviese en funcionamiento. Pero no estaría plena-
mente operativa hasta dentro de un par de meses, y si alguien era lo suficientemente
fuerte y lo suficientemente tonto como para matar a Vader iba a tener que lidiar con la
ira del Emperador… y él hacía que Vader pareciera un hugglepup iridoniano.
DEATH STAR 79
La escotilla de la lanzadera se abrió. Con la mayoría de los VIPs militares, habría una
guardia de honor de soldados de asalto de élite o incluso guardias imperiales rojos sa-
liendo en primer lugar. No era así con Vader. Salió por la escotilla y bajó de la rampa a
zancadas solo, su capa ondeando tras él por el viento de su propio paso, sin miedo, sin
preocuparse en lo más mínimo por cualquier posible peligro. Era arrogante, pero claro
que tenía razón para serlo.
Tarkin esperaba, sus almirantes se movían nerviosamente inquietos detrás de él. Algu-
nos de ellos, no podían soportar la idea de un hombre como Vader, que existía fuera de
la cadena de mando y era capaz de ir y venir a su antojo, sin estar realmente sujeto a
las órdenes militares. Bien, era lo que era, y no se podía evitar.
Vader se acercó para pararse ante Tarkin. Siempre parecía más grande y más alto de lo
que Tarkin recordaba, una presencia oscura, una fuerza de la naturaleza.
—Gran Moff Tarkin —dijo, sin ofrecer ni siquiera la mas leve inclinación o reverencia
militar. Vader no doblaba la rodilla ante nadie, excepto el Emperador, sabía Tarkin.
—Lord Vader. —No tenía ningún sentido ofrecer conversación o formalidades; Vader
no tenía ningún uso para ellas—. ¿Quiere comenzar el recorrido? —le preguntó Tarkin,
extendiendo una mano en un gesto que abarcaba la totalidad de la estación.
—Proceda.
—Por aquí. Vamos a tomar mi barcaza.
Vader podía sentir la hostilidad de algunos de los hombres detrás de Tarkin, pero eso
carecía de importancia. Si había palabras o acciones hostiles podía y debía ocuparse de
ellas, pero los pensamientos de las mentes débiles no eran ninguna amenaza. Tarkin,
tan untuoso y suave como siempre, era un hombre que sabía donde estaba su mejor
interés, y mientras sus propios planes encajaran con los de el Emperador, era una he-
rramienta útil. Lo cual era bueno, porque Vader no dudaría en utilizar esa herramienta.
Los Rebeldes estaban resultando ser más problemáticos de lo que muchos habían es-
perado. El Emperador había sabido que sería así, por supuesto, la resistencia no había
sido una sorpresa para él. El Emperador estaba completamente en concierto con el lado
oscuro de la Fuerza. Era el sith más poderoso que había existido nunca.
Como Vader lo sería, algún día.
Pero eso estaba en el futuro. Ahora tenía deberes más mundanos. Había problemas
con la construcción de esta estación. Cuando Vader se fuera, los problemas estarían
corregidos. Volvería cuando fuera necesario para corregir más problemas, a medida
que aparecieran, y también volvería en momentos cuando las cosas corrieran sin pro-
blemas, sólo para recordarle a Tarkin y sus funcionarios que los ojos del Emperador
siempre estaban observándolos.
Siempre.
15
BARRACAS DE TROPAS DEL NIVEL INFERIOR, SECTOR N-UNO,
ESTRELLA DE LA MUERTE
E
l sector N-Uno, una enorme área que equivalía a la veinticuatroava parte de un
hemisferio, había sido parcialmente presurizado y climatizado, así que al menos
Teela ya no tenía que usar un traje de vacío en el trabajo. Gracias a las estrellas
por que estaba harta de terminar cada día fatigada por el esfuerzo de manipular articu-
laciones y servos rígidos, la visión limitada, y la incapacidad de rascarse… por nom-
brar sólo algunos pocos problemas. Había usado trajes de vacío en otros trabajos antes,
y aquellas experiencias no habían sido agradables, pero este era por lejos el peor de los
casos, porque el Imperio, sin duda en un esfuerzo por ahorrar costos, había ordenado el
uso de los anticuados trajes de volumen constante en lugar de los diseños más recien-
tes, elásticos y de una sola pieza.
Sin embargo, los trajes habían sido necesarios por un tiempo. En un proyecto de esta
envergadura no había forma de completar la totalidad del casco, presurizar todo y, a
continuación, empezar a construir el interior… la cantidad de aire necesario sería tre-
menda. Una vez que el buque fuera funcional, entonces, la multitud de convertidores
instalados en cada sector fácilmente podría encargarse de la tarea, pero hasta que aque-
llos estuviesen en línea, el aire tendría que ser succionado de una atmósfera planetaria
y sacado del pozo de gravedad mediante naves de carga… eso o construir una enorme
planta de conversión en el espacio y llevarle agua para hacerlo, lo que sería aún más
difícil. Una nave cisterna llena de agua era menos manejable que una llena de tubos de
aire, y sin el debido calor acababa por convertirse en bloques de hielo cuando se des-
cargaba, lo cual repercutía en problemas con el aumento de volumen. La magnitud del
proyecto no permitiría la construcción del casco exterior completo primero.
Por lo tanto, se había razonado cerca del principio que, mientras se montaba el casco,
cada uno de los sectores sería construido y sellado. Esto permitía un montón de espacio
de almacenamiento, al menos al principio, para los suministros, así como hábitats para
que los trabajadores permanecieran cerca de la tarea. Los cientos de miles de obreros
necesitaban un lugar conveniente donde vivir… moverlos en lanzadera de ida y vuelta
por cualquier distancia después de cada turno no era eficiente ni en costo ni en tiempo.
DEATH STAR 81
Los extrusores de placas del casco estaban a sólo un par de cientos de kilómetros de
distancia, colgando en un punto orbital donde se equilibraban todas las fuerzas gravi-
tacionales del planeta prisión, y los asteroides de materia prima remolcados a los gi-
gantescos masticadores. El proceso era bastante simple. Un asteroide con un contenido
de níquel-hierro lo suficientemente alto era transportado desde el cinturón exterior a
los masticadores e introducido en sus fauces; el torbellino de dientes de duracero mas-
ticaba el asteroide en pedacitos y los mezclaba con minerales de aleación extraídos y
traídos de Despayre, incluyendo el quadanio. A la grava resultante se le añadía agua
y era sometida a alta presión para formar una pasta, que luego se introducía en las tu-
berías que llevaban a los fundidores. Estos eran esencialmente enormes crisoles que
refinaban la mezcla, quemando las impurezas. El mineral escarificado resultante era
transportado a los extrusores para ser presionado formando las placas del casco, como
si fuera alimento en pasta, exprimido de un tubo. Todavía quedaba un montón de esco-
ria, pero esta simplemente era reunida, apuntada hacia la estrella local, y se le daba un
fuerte empujón. Meses más tarde, estas balsas de escoria caerían al sol y se quemarían.
Teela había estado antes en proyectos que utilizaban masticadores y extrusoras en es-
pacio profundo, por supuesto, como ganchos celestiales y mundos rueda. Sin embargo,
ella nunca había visto tantas o tan grandes como las que había aquí. La cantidad de
placas que se producían iba más allá de cualquier cantidad usadas nunca antes en un
solo lugar.
El sector N-Uno tenía la forma de una gran media luna, como una rebanada de melón
de jugo, cortada por la mitad. Tenía treinta y un kilómetros de ancho en la base, que
sería el ecuador de la estación cuando estuviera terminada, reduciéndose casi a un
punto de sólo unas decenas de metros de ancho en el otro extremo, y un poco más de
noventa y cuatro clics de largo. La mayoría de los sectores debían ser idénticos en este
hemisferio, excepto una selecta minoría, por supuesto, aquellos a través de los cuales
sería construido el superláser.
Era difícil visualizar la envergadura de todo el orbe. Grande no empezaba a hacerle
justicia. La corteza habitable solo tenía dos kilómetros de espesor, e incluía en su su-
perficie las extensiones superficiales de ciudad, armerías, bahías de hangares, centro
de comando, áreas técnicas, y alojamientos. Por debajo de eso estaría el hiper-motor,
el núcleo del reactor, y las fuentes de energía secundarias… ninguna de las cuales,
afortunadamente, la concernía a ella.
Lo que la concernía en ese momento era un viejo y algo malhumorado wookiee que la
estaba haciendo pasar un mal rato.
El manejo de Teela del idioma wookiee era rudimentario. El problema con hablar
shyriiwook no era tanto el vocabulario sino la pronunciación, el aparato vocal de un
humano no podía manejar los gruñidos, gemidos y aullidos necesarios para ser en-
tendido. Como la mayoría de las personas que alguna vez había estado alrededor de
proyectos de construcción serios, Teela estaba acostumbrada a lidiar con los altos y pe-
ludos bípedos… parecían gravitar en torno a dichos sitios, incluso cuando no estaban
siendo esclavizados y obligados a trabajar en ellos. Afortunadamente, en los grandes
82 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
que ella debería haber hecho, le había dicho, era culpar al obviamente ciego y estúpido
jefe de equipo de construcción que había seleccionado la aleación equivocada. Él po-
día leer un plano, ¿no?
Teela no podía probar nada y no era estúpida. Después de eso, ella se aseguró de que
las desviaciones de los planos se anexaran a la orden de trabajo por escrito. Así que
sabía exactamente en lo que estaba pensando el viejo wookiee.
—No te preocupes por eso ahora —dijo—. De todos modos, tienes que poner los inter-
cambiadores de calor en las barracas antes de empezar con cosas insignificantes, como
los puertos.
—Arrrrnn rowwlnnn. —Bueno, sí, Hahrynyar concedió, que esa era la forma en que
un constructor inteligente haría las cosas.
—Ve, entonces. Alguien ha extraviado mi envío de cable de fibra óptica triaxial y tengo
que localizarlo. Desempaquen los intercambiadores y que un equipo comience a ins-
talarlos, y volveremos a hablar de la filosofía de los puertos de escape más tarde, ¿de
acuerdo?
El viejo wookiee asintió con la cabeza y se retiró. Teela lo miró alejarse a zancadas por
un segundo, luego volvió su atención al problema siguiente. Nunca había un momento
aburrido, el día nunca tenía el largo suficiente, y seguro que no le pagaban lo suficien-
te…
Tuvo que sonreír ante eso. La paga podría no ser mucha, pero era mejor que vivir en
un agujero pestilente abajo en un planeta lleno de escoria asesina. Ni siquiera el viejo
cascarrabias de Hahrynyar podría discutir con eso.
su registro de guerra podrían pensar que la actitud era por falta de respeto, pero nada
podría estar más lejos de la verdad… al menos no en opinión de Tenn.
—¿Qué pasa? —No podía leer nada en la cara del hombre, lo que no era inusual; Ho-
berd, se decía, podría tener la mirada más dura que un weequay. Normalmente esto no
molestaba a Tenn, pero hoy, por alguna razón, empezó a sentirse un poco incómodo.
La energía en la habitación era sutilmente diferente. Él no se dejaba llevar así por con-
ceptos woo-woo, pero a veces no podía negarlo.
—Siéntate, Tenn. —La expresión de Hoberd no cambió. Tenn miró a las sillas, ambas
estaban llenas de diversos objetos, y se encaramó en el borde de la menos congestiona-
da—. Me temo que tengo algunas malas noticias.
Uh-oh, pensó Tenn. Tenía que haber sido esa última inspección; no podía pensar en
ninguna otra posibilidad. ¿Qué había salido mal? ¿Una mala calibración? ¿No cumplía
con las normas de ser impecable? ¿Qué era?
El OAM lo dejó sudar por un momento, luego sonrió.
—Malas noticias para mí, al menos, estoy perdiendo a mi mejor suboficial.
—¿Señor?
—Prepara tus maletas, jefe. Irás a la Estrella de la Muerte. Te darán el cañón grande.
Al principio las palabras no tenían sentido para Tenn. Entonces, el significado le llegó,
como un sol a través de las nubes, y sonrió.
—¿No es poodoo, cap?
Hoberd sostuvo un pequeño chip de datos.
—Las órdenes acaban de llegar. —Lanzó el chip, y Tenn lo atrapó en el aire. Era cons-
ciente de que estaba sonriendo como un niño—. ¡Gracias, cap!
Hoberd frunció el ceño ligeramente.
—¿Estás seguro de que quieres hacer esto?
—¿Estás bromeando, verdad?
El OAM meneó la cabeza con pesar.
—¿Cómo voy a reemplazarte?
Tenn parpadeó.
—¿Qué, no vienes?
—Yo no. Mi servicio terminará pronto, y voy a salirme. Uno de mis cuñados adminis-
tra una operación industrial de buen tamaño, tengo un trabajo esperándome.
—Oh, eso suena interesante. ¿Hacer artefactos? ¿Mover aguas residuales? Vamos, cap.
Tú y yo, tirando del gatillo del arma más…
—El trabajo paga tres veces más y lo único peligroso acerca de él podría ser si mi es-
posa se entera de dónde escondo a mi novia.
Ambos rieron.
—Todavía no hay armas en funcionamiento —continuó entonces Hoberd—. Sólo hay
algunos pocos sectores que están al menos presurizados, pero tú eres el mejor tirador
de la flota y tienen mucha suerte de tenerte. Te quieren allí tan pronto como sea posible
para comenzar la orientación.
Tenn sentía que la cabeza se le partiría a la mitad si su sonrisa se volvía más grande.
DEATH STAR 85
El OAM estaba en lo cierto: ¿quién mejor para tirar de la palanca de disparo del su-
perláser? Esta era el arma más grande y más poderosa jamás construida. Jamás. Esto
era tan bueno como podía serlo. Podría disfrutar del cálido resplandor de eso durante
bastante tiempo.
—Bien, ¿qué estás esperando? ¡Vete! La próxima vez que vea tu feo rostro mejor que
sea escondido detrás de uno de esos elegantes visores negros que usan allí.
El JS Tenn Graneet salió de la oficina del capitán Hoberd sintiendo que algo andaba
mal con la gravedad del pasillo, porque él definitivamente estaba caminando por el
aire. Espera hasta que Droot y Velvalee oigan la noticia. El mejor tirador de la galaxia
junto con el arma más grande… Tenn se golpeó las manos, frotándoselas con entusias-
mo. No podía esperar a poner las manos en los controles.
16
CANTINA EL CORAZÓN TIERNO, SUBSUELO SUR, GRILLA 19,
CIUDAD IMPERIAL
M
emah estaba de pie en frente de lo que había sido su cantina, aturdida más
allá de las palabras. El Corazón Tierno no era más que cenizas y ascuas,
todavía calientes, el hollín y el humo giraban hacia los ventiladores de ex-
tracción en una brisa sucia.
Y no era sólo su negocio. Toda la manzana se había quemado. Los pulverizadores de
supresión del fuego se habían averiado inexplicablemente, al menos de acuerdo a los
informes extraoficiales, y las cuadrillas de droides bomberos habían sido enviadas a
la ubicación incorrecta, así que para el momento en que llegaron y comenzaron sus
esfuerzos para controlar el incendio, era por lejos demasiado tarde. Tuvieron suerte al
lograr impedir que se propagara a todo el sector, dijeron.
La mente de Memah todavía no podía hacerse a la idea. Esto no era sólo un edificio
reducido a cenizas. Esto era su vida.
Rodo llegó y se paró a su lado, con el rostro sombrío.
—Varlo Brim fue descubierto muerto en su cubo esta mañana.
Ella frunció el ceño.
—¿Quién?
—Un pirómano, un profesional. Conozco a alguien que trabaja para el médico forense.
Ya habían introducido «Insuficiencia cardíaca» en el certificado de Varlo… antes de
que su cuerpo llegara a la morgue. La orden de arriba fue que no debía haber ningún
examen detallado del cadáver.
Ella apartó la mirada de lo que había sido su razón para levantarse cada día y parpadeó
hacia él. El aire cargado de cenizas hacía llorar sus ojos. Parecía importante que ella
entendiese lo que Rodo estaba tratando de decirle, pero, a pesar de que estaba hablando
en básico, las palabras no parecían tener sentido.
—Lo que significa que… ¿qué?
—Piensa en ello. Una manzana del subsuelo arde en llamas. Los supresores, que pa-
saron la inspección hace menos de dos meses, de repente no funcionan. Los equipos
de bomberos llegan tarde, y a la mañana siguiente un hombre que enciende incendios
DEATH STAR 87
como modo de vida es encontrado muerto por «causas naturales» en su cubo. ¿Además
de todas aquellas entregas que no se hicieron? No hace falta ser un ingeniero construc-
tor para unirlo todo.
Memah se lo quedó mirando.
—Kark —dijo ella.
—Sí. Alguien va a cobrar un gordo cheque del seguro. ¿Qué quieres apostar a que
van a empezar a construir una nueva fila de brillantes y nuevos negocios que van a ser
propiedad de algún jefe de los niveles superiores que por casualidad son los burócratas
responsables de los bomberos y supresores automáticos?
—Y no podemos hacer nada al respecto —dijo ella.
—No si estaba arreglado. ¿Estabas cubierta? —Indicó las cenizas con la cabeza—.
¿Asegurada?
—No. Nunca vi la necesidad, con los supresores y todo eso.
Rodo asintió con la cabeza. Ella estuvo muy agradecida por la falta de desaprobación
en su rostro y su voz.
—¿Qué vas a hacer?
Memah sacudió la cabeza.
—No tengo idea.
Había otros vagando por las ruinas, humanos y alienígenas, mirando a lo que habían
sido sus tiendas, los repositorios de sus esperanzas y sus sueños. Y curiosos, droides
bomberos todavía comprobando los puntos calientes, policías locales… la muchedum-
bre extrañamente silenciosa, entraba y salía de la neblina de humo como aparecidos, lo
que hacía que todo pareciera surrealista.
Un hombre de mono negro se acercó a ellos. Su mirada abarcó el montón de cenizas
humeantes, y sacudió la cabeza.
—Lamento su pérdida, Memah Roothes.
De nuevo, ella entendió las palabras, pero no significaban nada.
—¿Lo conozco?
—No. Soy Neet Alamant, reclutador del Complemento Civil de la Armada Imperial.
—Sí… ¿y?
—Tengo una oferta que usted puede encontrar interesante.
Memah soltó un ladrido de risa amarga.
—A menos que esté buscando fertilizantes para plantas… —ella hizo un gesto a las
ruinas—… no tengo mucho para vender ahora mismo.
—Entiendo. ¿Tal vez podríamos hablar de esto más tarde? Aquí está mi información de
contacto. Por favor, comuníquese conmigo cuando tenga un momento libre.
Le entregó un botón de información, le mostró una sonrisa patentemente falsa, y cruzó
la calle hacia varias personas paradas enfrente de lo que había sido una panadería.
Memah se quedó mirando el botón en la palma de su mano. ¿Un momento libre? Claro,
no hay problema. Tendría muchos de esos en el futuro. Iba a estar sentada en su habi-
tación en la desocupación y sin nada que hacer, recordando los buenos viejos tiempos,
cuando ella administraba un bar.
88 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
equivocados. Teniendo en cuenta todo esto, era increíble que Vader tolerara siquiera el
rumor de que él era un jedi.
Suspiró. Bueno, no era asunto suyo. Él era un cirujano. La genética, el control esotéri-
co de la mente sobre la materia, las conexiones con el infinito… esas no eran sus preo-
cupaciones. Él sólo iba donde le decían, cortaba donde le ordenaban que corte, y espe-
raba que su servidumbre forzada fuera a terminar algún día, preferiblemente mientras
él aún estaba en una sola pieza. Inicialmente había pensado que lo único bueno acerca
de ser asignado a una estación de combate del tamaño y el poder de esta era no tener
que preocuparse por que fuera a explotar. Eso fue antes de que la primera afluencia de
trabajadores heridos de la sección bombardeada había llegado bajo su cuchillo. Nada
era seguro, ni siquiera esta monstruosa Estrella de la Muerte.
Uli se dio la vuelta. Debía quedar tiempo suficiente para comer un bocado en la cafete-
ría, y un par de horas de sueño, antes de su siguiente turno. A menos que hubiera más
sabotaje, por supuesto.
Deseaba poder recordar el nombre de ese droide en Drongar. Sabía que iba a molestar-
lo todo el día.
17
SITIO DE CONSTRUCCIÓN BETA-NUEVE, ESTRELLA DE LA MUERTE
P
ara Teela el hombre vestido de negro con el casco respirador se sentía como algo
salido de una pesadilla olvidada hacía largo tiempo. Casi podía sentir el mal
irradiando de él en oleadas pulsantes; sólo estar cerca de él le daba náuseas, y
hacía revolverse su estómago.
Y a pesar de todo eso, ella ni siquiera era su enfoque, simplemente una entre el grupo
de arquitectos y constructores de pie en el fondo mientras el Gran Moff Tarkin llegaba
con su comitiva para mostrarle esta parte de la estación. No le había hablado a Vader,
ni él a ella, pero aún así, se sentía como imaginaba que se podría sentir un insecto bajo
un lente de aumento si miraba hacia arriba y veía un ojo gigante observándola. Vader
le daba la espalda, y ella todavía podía sentir su atención como una especie de presión
oscura, como una mano fría apoyada en su hombro.
La hacía querer irse. No, la hacía querer salir corriendo, llegar tan lejos de aquí como
pudiera, tan rápido como pudiera. Nunca había sentido una sensación de aprensión tan
fuerte. El lado opuesto de la estación de combate no sería suficientemente lejos para
escapar. Pero intentar tal cosa sería un mal movimiento en la carrera de cualquiera, y
más aún para una criminal en libertad condicional.
Tarkin hablaba monótonamente sobre algo que tenía que ver con la potencia de fuego,
señalando los emplazamientos turboláser, y Vader parecía estar escuchando. Pero Te-
ela, de alguna manera, sabía que su enfoque no estaba en el discurso del moff. Estaba
sondeando las mentes de quienes los rodeaban, examinándolas, y buscando en ellas…
le faltaba algo.
De pronto fue consciente de que toda su atención había llegado a ella. Por un momento,
se sintió como si estuviera desnuda, tanto en la mente como el cuerpo, y que Vader,
como el científico imaginario que examinaba al insecto atrapado bajo su lente, contem-
plaba todo su ser, lo bueno, lo malo, los defectos, los puntos fuertes… todo lo que la
hacía quien era.
Instintivamente, levantó un muro mental, un escudo para evitar la intrusión, como si
cerrara de golpe una puerta blindada. Lo hizo visualizando justamente eso: un pesado
92 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
salir por la noche. Además, iba a tener que hacerlo muy pronto, porque la única opor-
tunidad que tenía de salir de esta roca era el más pequeño de los vericuetos que podría
cerrarse en cualquier momento. El intento le costaría todo lo que tenía —que no era
mucho, y eso era parte del problema— y si fracasaba, y sin embargo sobrevivía de
alguna manera, tendría que empezar de nuevo desde cero, con nada más que las ropas
que tenía puestas.
Ratua suspiró, mirando a la improvisada pared de su choza. ¿Era la vida aquí peor que
el riesgo de tratar de salir de ella? El que no arriesga, no gana, pero tampoco pierde
nada…
Un toque a la puerta interrumpió su meditación. Agarró su condensador, caminó los
dos pasos a la entrada, y miró a través de la mirilla. El condensador, recuperado de la
batería gel de una cámara rota, no era un arma muy buena. Requería hacer contacto con
el atacante, lo que era más cerca de lo que Ratua quería estar contra alguien con, diga-
mos, un cuchillo, pero era mejor que nada. El dispositivo, una vez activado, alcanzaba
una carga eléctrica en un par de segundos. El amperaje era bajo, pero todavía había
suficiente voltaje para lanzar de espaldas a un humano de tamaño completo… supo-
niendo que pudieras tocarle la piel desnuda con los puntos de contacto. Su rapidez la
hacía un arma un poco mejor de lo que podría ser en manos de alguien con reacciones
normales, pero servía para una sola electrocución antes de ser recargada, lo que sería
demasiado lento en una pelea si no podía demorar el ataque el tiempo suficiente para
permitir que que volviera a acumular energía.
A pesar de ser un buen buscavidas, nunca había sido capaz de conseguir un bláster.
No es que lo hubiera intentado tanto. Llevar un arma de fuego no era la mejor manera
de mantenerse bajo el radar. Aún así, había veces, como ahora, cuando lamentaba no
haber buscado más intensamente.
Miró a través de la pequeña lente de ojo de pez en la puerta, rescatada de la misma
cámara que el condensador, y se relajó. Era Brun, el jefe del equipo de carga del turno
de noche. Al que había estado esperando.
Ratua abrió la puerta, comprobó que no hubiera nadie detrás de Brun, y rápidamente
cerró y trancó la puerta detrás del hombre.
Brun era humano, más o menos; parecía ser un hombre de tamaño normal que hubie-
ra sido aplastado por algo grande y pesado. Su torso tenía la forma de un barril, y su
cabeza era casi más ancha que alta. Era de algún planeta del que Ratua nunca había
oído hablar antes de haberlo conocido. Brun había estado en el mundo prisión durante
años, y trabajado hasta abrirse camino a una posición de cierta confianza en la que se
le permitía entrar al recinto para ayudar en la carga y descarga de los suministros que
llegaban a los puestos en tierra de los guardias.
La única manera de salir del mundo era en una nave, y las naves de suministros de
los guardias eran el transporte más probable. Había habido motines organizados que
habían capturado completamente alguna nave, pero eso era, en opinión de Ratua, estú-
pido, más allá del punto del suicidio. El Imperio tenía todo tipo de poder de fuego allí
arriba, y no eran tímidos para usarlo si se enteraban que el transporte estaba fuera de
94 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
su control. Eso había pasado hacía más o menos seis meses, y no hubo ningún sobre-
viviente de ese intento de fuga.
Si no podías salir furtivamente, no ibas a llegar muy lejos. Y en una pelea contra naves
de guerra imperiales, ibas a perder.
Brun no era un hombre que perdiera el tiempo en cortesías.
—Krovvy me tu bit-ska, floob. M’turno revs nuna cyke.
Fuera cual fuera el mundo del que venía Brun estaba demasiado alejado en el Borde
para tener un programa educativo decente, o a su población nativa realmente no le pre-
ocupaba que nadie pudiera entenderlos bien. Después de meses de conversación, Ratua
podía captar suficiente del dialecto de Brun para entender la esencia de su declaración,
que era algo a lo largo en las líneas de: Cuéntame tu idea, amigo. Mi turno empieza en
una hora. El término floob era considerablemente menos benigno que «amigo», pero
Ratua estaba dispuesto a pasarlo por alto. Señaló una de las dos sillas. Cuando Brun se
sentó haciendo que la madera crujiera bajo su peso, Ratua fue al cajón de sus reservas
y sacó una botella de vino. No era un gran vino, pero venía de otro mundo y no de la
vendimia local, por lo que era mucho mejor de lo que estaba disponible para la mayoría
de los prisioneros. Ratua lo había estado guardando para una ocasión especial, y esta
era tan especial como llegaría a serlo.
La descorchó y sirvió un poco en las dos jarras, entregando una a su invitado.
—Starry —dijo Brun, al probarlo. No está mal.
—Quédate con la botella.
Brun asintió con la cabeza.
—¿’Shuques? —¿Qué quieres?
Ratua inspiró profundamente, componiéndose lo mejor que pudo. El que no arriesga,
no…
—Quiero que me dejes entrar en la nave de suministros antes de que se vaya por la
mañana.
Pasó un largo latido de silencio; entonces Brun se echó a reír, sacudió su cabeza en for-
ma de rebanada de pan, tomó otro sorbo de vino y respondió, para sorpresa de Ratua,
en básico perfectamente comprensible:
—Puedo hacer eso, pero ¿cuál es el punto? No va a ningún lugar excepto de vuelta al
carguero estacionado en geo-sinc. Cualquier nave que salga del sistema será escaneada
hasta los remaches, y probablemente ya has escuchado que ninguna se ha ido última-
mente. No puedes ir a ninguna parte, Ratua. La vida en un almacén no será mejor que
aquí. ¿Sabes que de vez en cuando, abren las puertas al vacío y dejan que haya mucho
frío en las unidades de almacenamiento no crítico? ¿Sólo para deshacerse de los, uh,
parásitos?
Ratua se encogió de hombros.
—Sí, lo sé. —No iba a quedarse en el área de almacenamiento, pero no veía la necesi-
dad de contarle sus planes a Brun. Cuanto menos supiera el humanoide achaparrado,
mejor—. Deja que yo me preocupe por eso. ¿Tenemos un…?
Brun sacudió la copa.
DEATH STAR 95
—Hecho.
—No empaques una bolsa grande —añadió Brun—. Ahora date la vuelta.
Ratua tomó el último trago de su vino e hizo lo que le había dicho. Brun puso la boca
del implantador contra la parte posterior de la cabeza de Ratua; pudo sentir la presión
fría, y luego un momento de leve dolor cuando Brun inyectó la unidad en su cráneo.
—Entonces —dijo Brun, guardándose el implantador—, ¿cómo sabes que no voy a
simplemente matarte?
—Porque no eres un asesino —respondió Ratua—. Un ser razonablemente civilizado
suele poder reconocer a otro.
Brun gruñó.
—Dej’ sarl fiddymon —dijo. Déjame ver las mercancías. No respondió a la evaluación
que Ratua hizo de él, pero Ratua sabía que era la verdad. No tenía que preocuparse
de que el dispositivo explotara y pintara la habitación en la que estaba con su cerebro.
Incluso si Brun fuera un asesino, seguía sin ser una preocupación, porque el dispositivo
no estaba correctamente armado. Esa pequeña reprogramación, y la pieza necesaria
para hacer que el implantador mostrara que el chip estaba armado cuando no lo estaba,
le había costado una pequeña fortuna en mercancías del comercio, y habría sido barato
si hubiera costado el doble. Podría saltar arriba y abajo gritando «¡Brun!» hasta que
sus labios se cayeran y no pasaría nada… al menos no en cuanto a lo que se refería al
implante falso. De ninguna manera se iba a pasar el resto de su vida con una bomba en
la cabeza, esperando un descuido verbal. Brun no era un asesino, era cierto. Tampoco
era la estrella más brillante del clúster, ni por varios órdenes de magnitud.
Si capturaban a Ratua, delataría a Brun en un latido del corazón de un jawa. Por todo
lo que el pequeño humanoide iba a sacar del trato, podría correr un ligero riesgo.
Con tal de que no lo supiera.
18
BLOQUE DE BARRACAS J, PUESTO DE GUARDIA 19, GRILLA 4349,
SECTOR 547, CUADRANTE 3, DESPAYRE
E
l sargento Nova Stihl había dormido mal. Un sueño lo había preocupado; no po-
día recordar la sustancia completa, sólo que había estado en peligro, sus armas
vacías y sus artes de lucha inútiles. Eso era todo lo que se necesitaba para califi-
car como una pesadilla para un soldado.
Probablemente era el calor. Incluso tan tarde, cerca de medianoche, el aire exterior
estaba cerca de la temperatura corporal, y los intercambiadores de aire de las barracas
se habían descompuesto otra vez. Al parecer, había algo mal con el transformador; los
técnicos no habían sido capaces de mantener las bobinas armonizadas correctamente.
Cuando fluctuaban, los enfriadores no podían mantenerse, y la temperatura aumentaba
rápidamente dentro de las habitaciones sin ventanas. Probablemente estaba más calien-
te aquí que afuera.
Por un momento, consideró sus holos —estaba a medio camino de un discurso sobre
deontología ecléctica por Gar Gratius—, pero sabía que no lo volvería a poner a dor-
mir. Se levantó y se puso un par de pantalones cortos. Tal vez había brisa en el exterior;
al menos, a pesar de que sería caliente, el aire probablemente no estaría tan viciado en
el patio.
Salió del edificio de barracas y entró al patio, que tenía un césped corto diseñado ge-
néticamente que se sentía frío bajo sus pies descalzos. La cerca cargada que rodeaba el
recinto emanaba un pálido resplandor, salpicado de vez en cuando por una chispa cuan-
do el equivalente de Despayre de un insecto desafortunado chocaba contra el campo.
La noche estaba nublada, el cielo cubierto mantenía todo oscuro donde no había ningu-
na luz artificial y también actuaba como una manta para mantener el calor del día. En
la distancia retumbaba una tempestad de truenos, siguiendo a los relámpagos de calor
que brillaron tenuemente a lo lejos. Una pequeña lluvia sería bienvenida… refrescaría
un poco.
Nova contó el tiempo de los destellos al trueno, para medir la distancia. Lo estimó entre
quince a dieciséis kilómetros, acercándose. Probablemente la lluvia se agote antes de
llegar hasta aquí, pensó. Qué lástima.
98 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
Había una zona de luz brillante en el muelle, donde la nave de suministros todavía
estaba descargando. Se utilizaban a los prisioneros para eso, los droides escaseaban y
tendían a romperse con el calor y la humedad tropical más rápido de lo que podían ser
reemplazados. Los prisioneros eran vigilados, por supuesto, para asegurarse de que
ninguno decidiera colarse en un viaje fuera del planeta cuando el transporte partiera…
no que tuvieran a donde ir, ya que el transporte era una nave para trayectos cortos in-
capaz de hacer el salto a la velocidad de la luz.
Nova hizo un poco de estiramientos, doblándose en la hierba fresca, rodando sobre su
espalda y, a continuación, levantándose sobre los hombros, y luego dejando que sus
piernas cayeran hasta que sus rodillas descansaban junto a sus orejas. Mantuvo la po-
sición por unos minutos, luego rodó para ponerse de pie sin usar las manos.
Se sentía un poco mejor después de eso. Su turno comenzaba temprano, así que se
encaminó de vuelta a la cama. Tal vez los enfriadores estaban funcionando de nuevo.
Vio algo moviéndose a su izquierda. Miró en esa dirección, hacia la Puerta Sur.
Nada. Nova se quedó inmóvil por un momento, esperando, mirando…
No vio nada fuera de lo ordinario.
¿Lo habría imaginado?
Probablemente era un flit, uno de los reptiles voladores venenosos que a veces pasaban
más allá de la cerca y entraban al complejo… nadie sabía cómo. Si era un flit, entonces
sería mejor que se metiera en el interior; esos bichos eran casi imposibles de esquivar
en la oscuridad, y un pinchazo de sus púas dorsales venenosas podría derribar incluso
a un hombre de su tamaño.
Nova se dirigió de vuelta a la cama.
su mente era fuerte. Más fuerte que la de ninguna mujer que él hubiera encontrado en
mucho tiempo; desde…
Vader sofocó el recuerdo que amenazaba con surgir. Ya no se permitía esos pensamien-
tos. Había hecho un aliado del dolor en las últimas dos décadas; había dejado que las
pruebas físicas y emocionales a las que había sido sometido lo hicieran más fuerte, en
lugar de destruirlo. Pero a pesar de que era estoico, incluso él tenía límites en lo que
podía soportar.
Miró a su alrededor a la enorme sección en forma de cuña curvada, que poco a poco
se iba llenando de vigas y columnas y grandes placas de duraluminio. La pasarela de
observación, y la pequeña área a su alrededor, habían sido emplazadas y provistas de
gravedad, al igual que varias otras cubiertas y plataformas. Vader podía ver directa-
mente al otro lado de la cuña, con varias personas portando los tradicionales chalecos
blancos y trajes grises de los científicos e ingenieros discutiendo sobre algo. Su campo
de gravedad artificial local hacía que pareciera que estaban boca abajo en relación a su
comitiva.
La mayor parte de la cuña, sin embargo, todavía estaba en cero-g y vacío. Vader ob-
servó a los trabajadores de construcción —wookiees, en su mayoría, a juzgar por el
tamaño de sus trajes de vacío—, flotando de un nivel a otro, o soldando puntales y
tirantes. Los droides de varias configuraciones y modelos también se movían en diver-
sas diligencias. Era una imagen de la industria organizada, calculada para asegurarle
que el trabajo se desarrollaba sin contratiempos y según el cronograma. Sin duda todo
había sido cuidadosamente orquestado por Tarkin, pero no importaba. Vader sabía que
se necesitaban trabajadores que fueran al menos competentes para dar la ilusión de un
trabajo ejemplar.
Regresaría con un informe favorable para su maestro. Tarkin y sus equipos de cons-
trucción serían capaces de continuar con la construcción de la estación. No se podía
permitir el sabotaje. Se encargaría de examinar a los sospechosos de tener alguna re-
lación con la reciente explosión. Si sus defensas mentales eran débiles, extraería cada
pensamiento de sus cabezas y actuaría sobre lo que encontrara. Cualquiera conectado a
la perturbación pagaría el precio final. Uno, diez, o mil… no importaba cuántos. Todos
lo lamentarían.
Todos pagarían.
19
CÁMARA DE INTERROGATORIO DEL CALABOZO, BLOQUE DE DETENCIÓN
AA, CUBIERTA 5, ESTRELLA DE LA MUERTE
P
ara quién trabajas?
Vader estaba frente al teniente que había estado a cargo del turno de noche en las
instalaciones de producción de aire de Despayre. Tarkin observaba mientras el
Lord Sith interrogaba al prisionero acerca de la noche cuando habían cargado la nave
que había explotado.
—L-l-la Armada Imperial —consiguió decir el hombre, en respuesta a la pregunta de
Vader.
—Creo que no. —La voz profunda y distorcionada de Vader insinuaba tanta amenaza,
que hizo que Tarkin quisiera dar un paso atrás. Algunos de los oficiales detrás de él
realmente lo hicieron.
El teniente, viejo para su rango, se volvió para mirar a Tarkin. El miedo en sus ojos era
evidente… al igual que su desesperación. Tenía que estar desesperado si pensaba que
obtendría alguna ayuda de Tarkin. Tarkin mantuvo su propia mirada tranquila y cons-
tante. El hombre ahora pertenecía a Vader.
—Mírame —dijo Vader. El teniente volvió a mirarlo—. Esta es tu última oportunidad.
—Levantó la mano derecha, con los dedos separados.
—Milord, ¡por favor! No sé nada
Vader cerró la mano en un puño.
La voz del teniente se desvaneció a un susurro ahogado, los músculos de su garganta se
esforzaron notablemente contra la prensa invisible que de repente los había atrapado.
—Ugghh… —Su rostro se puso púrpura, y sus ojos y lengua parecieron salirse para
afuera, y después de un momento, se tambaleó y cayó a la placa de duracero del piso.
No hacía falta ser médico para ver que no iba a decirle nada a nadie, nunca más.
Tarkin no dijo nada. Había visto a Vader hacer esto antes, y, como antes, no tenía idea
de cómo se llevaba a cabo. No importaba si la Fuerza era alguna forma de poder te-
lequinético o de hipnosis psico-fisiológica o algo totalmente diferente, sin duda era
impresionante.
Vader se volvió hacia Tarkin.
101 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
El jefe suboficial Tenn Graneet estaba en el pasillo que conducía fuera de la lanzadera
que lo había traído a la estación de combate cuando vio una solitaria figura caminando
hacia él, toda de negro, con una capa ondeando por detrás. Lo reconoció inmediata-
mente, del sinnúmero de holos de noticias que había visto de él.
Era Darth Vader, el ejecutor el Emperador.
Hijo de bantha, pensó Tenn. Había sabido que el hombre estaba aquí en una visita de
inspección, pero claro que no esperaba encontrarlo caminando solo por un pasillo, sin
la protección de su comitiva. Aunque, considerando todo lo que había oído acerca de la
muy promocionada habilidad de Vader con ese pincha-akks enganchado a su cinturón,
¿por qué no?
Tenn siguió caminando. Vader también. El pasillo, uno de los pasadizos periféricos que
llevaba desde la terminal de transbordadores, no era estrecho, pero tampoco era terri-
blemente ancho. Tenn comprendió que el curso de Vader era tal que la misteriosa figura
con capa chocaría contra él a menos que alguno de ellos se desplazara a un costado.
Por un momento, Tenn consideró mantener su camino, sólo para ver lo que haría Vader.
Era un juego común entre el personal de la armada, una prueba de voluntad y dominio,
ver quién sería el que se apartaba primero, y el JS Tenn Graneet rara vez tenía que dar-
le espacio a nadie… a excepción, por supuesto, de los oficiales superiores. Vader, sin
embargo, no estaba en la armada, así que técnicamente no era superior a Tenn.
Fue tentador, pero sólo momentáneamente. Vader caminaba a un paso rápido, y Tenn
no creía que el hombre de negro tuviera la intención de alterar su curso ni siquiera el
grosor de un cabello. Tenn Graneet se consideraba a sí mismo tan fuerte como un cierre
al vacío, pero no era estúpido ni suicida. Se permitió desviarse a la derecha, justo lo
suficiente para que cuando se pasaron, sus hombros estuvieran a menos de un palmo…
en realidad, el hombro de Vader pasó a menos de un palmo de la parte superior de la
cabeza de Tenn. Lo bastante cerca para que el borde ondulante de la capa negra se
deslizara sobre el brazo de Tenn y amenazara, por un instante, con engancharse en el
crono del jefe. El material era suave, de textura sedosa, y era más fresco de lo que él
hubiera pensado.
De hecho, el aire mismo parecía frío en la estela del paso de Vader.
Tenn ralentizó ligeramente el paso, sintiendo como si se hubiese rozado contra una
fuerza primordial de la naturaleza; el borde de un huracán, tal vez, o un cometa helado
que simplemente no podía ser detenido. Si hubiera desafiado a Vader permaneciendo
en su camino, no tenía ninguna duda de que se habría arrepentido por el resto de su
vida. Lo que muy probablemente no hubiera sido mucho tiempo.
El jefe resistió las ganas de mirar hacia atrás. Si Vader se había percatado de su paso,
no había habido ninguna señal.
—Whoo —se dijo en voz baja a sí mismo cuando el sonido de las botas del otro dismi-
nuyó. Esa había sido una experiencia que recordaría por algún tiempo. Casi había sido
el hombre que había jalado de la capa de Darth Vader.
20
COMEDOR FLUTTERBIRD, SUBSUELO SUR, GRILLA 17, CIUDAD IMPERIAL
N
eet Alamant era una persona refinada, su voz tan suave como una unidad de lu-
bricación; nunca hacía una pausa incómoda ni se quedaba sin palabras. Senta-
da enfrente de él en un cubículo en el comedor de estilo retro, Memah percibía
del humano muy poco en lo referente a confianza o calor. Rodo estaba en el mostrador,
abrumando a un taburete y no intentando demasiado parecer discreto mientras sostenía
una taza de caf. Memah no tenía miedo de este oficioso y pequeño hombre, pero se
sentía reconfortante tener cerca a Rodo, y que eso fuera obvio, por si acaso.
—Así que déjeme ver si entendí la esencia de su oferta —dijo ella—. Quieren que yo
administre una cantina en una instalación militar, para lo cual me pagarán un bono bien
gordo y un salario muy generoso, más un porcentaje de las ganancias. Esto implicaría
un contrato de dos años, tiempo durante el cual se me exigiría permanecer en esta base
a tiempo completo. ¿Es ese un buen resumen?
—Sí. Habrá instalaciones recreativas disponibles. Se me ha dado a entender que la ins-
talación en cuestión estará a la par, al menos, con esta área del Subsuelo, en lo que se
refiere a suministros, tráfico y condiciones laborales.
Memah parecía pensativa. Esta última afirmación no significaba mucho, pero ella había
vivido en peores lugares que el Subsuelo. Ella no necesitaba lujos; en el último par de
años no había tenido ocasión de visitar la superficie, más que en contadas ocasiones y
podría habérselas saltado sin ninguna verdadera sensación de pérdida. Su vida prácti-
camente giraba en torno al trabajo en este momento.
Con todo, parecía una propuesta sencilla. Alamant no dio detalles en cuanto a dónde es-
taba y qué era la instalación militar, pero ella podía entenderlo. Después de todo, había
una guerra, y el Imperio, no era sorprendente, protegía sus secretos. Por las pocas pis-
tas que ella pudo tamizar de sus palabras, era probablemente una base naval en algún
planeta alejado. Si era lo suficientemente grande como para justificar tener una cantina
administrada por civiles, probablemente no estaba en medio de una zona de guerra ca-
liente. Y si tenía las comodidades del Subsuelo Sur, sin los peligros concomitantes, no
podía ser tan mala.
104 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
Por supuesto, este tipo era un reclutador, y podría tender a alterar un poco la verdad si
eso le resultaba de ayuda. Probablemente le pagaban por cada cuerpo cálido y califica-
do que entregaba. Por otro lado, de nuevo, un Contrato de Trabajo Imperial tenía que
decir la realidad para que fuera válido, incluso en estos días. Si estabas en el ejército
o en la armada, no tenías muchos derechos, pero como civil generalmente tenías un
mejor trato.
Y no era como si ella estuviera rodeada de ofertas de trabajo. Los operadores de canti-
nas tenían ciertas habilidades, por supuesto, pero que ella conociera no había un curso
de estudio formal en el oficio, y los otros de su tipo no eran particularmente escasos.
—¿Puedo llevar a mi propio jefe de seguridad?
—Mientras que no cuente con antecedentes penales y no haya pendientes órdenes de
detención imperiales por delitos mayores. Le será proporcionado un sueldo apropiado
para tal trabajo, y se proporcionarán cuartos para usted y cualquier asistente de segu-
ridad que quiera traer, como parte del paquete. El suyo incluye una habitación indivi-
dual, una suite de oficial estándar —dijo Alamant. Entonces se volvió deliberadamente
para mirar a Rodo antes volver a mirarla—. Su hombre de seguridad también tendrá
una habitación privada.
Ella asintió con la cabeza, todavía pensando.
—No es para forzarla a responder, pero la próxima nave de tripulación civil para esta
empresa parte de Puertoprincipal en tres días. Si usted no está interesada, voy a buscar
a otro para la posición. —Se deslizó fuera del cubículo y se puso de pie—. Necesito
saber su decisión mañana.
Memah levantó una mano.
—Espere aquí un momento, por favor. —Ella también se deslizó fuera del cubículo y
caminó hacia donde estaba Rodo.
—El caf es malo —dijo él, mirando la taza—. Sabe como agua de fregar. —Dijo me-
neando la cabeza.
—¿Y cómo sabes eso? ¿Bebes mucha agua de fregar?
Él se encogió de hombros y señaló a Alamant con la mirada.
—¿Qué quiere?
—Me ofrece un trabajo administrando una cantina militar… no quiere decir dónde.
Tengo que firmar por dos años, sin salidas. La paga es buena, además de una porción
de las ganancias, con algunos beneficios: vivienda, cuidados médicos, esas cosas.
Rodo asintió con la cabeza.
—¿Vas a hacerlo?
Memah miró deliberadamente alrededor del comedor.
—¿En medio de todas estas otras ofertas para poner un techo sobre mi cabeza y comida
en la mesa? No lo sé, elegir es tan difícil. —Se sentó junto a él—. Sé que alguien como
tú siempre puede conseguir trabajo… pero si acepto esto, te quiero como mi hombre
de seguridad.
Rodo asintió con la cabeza una vez.
—Está bien, cuenta conmigo.
DEATH STAR 105
—¿Así de fácil?
Él sonrió.
—¿Una oportunidad para golpear a militares que se ponen ruidosos? ¿Por qué no? Los
tipos en el campo por lo general tienen mejores habilidades que los calienta asientos.
Así es más interesante. Además, te extrañaría.
Tuvo que sonreír ante eso.
—Eres un Esteta Marcado, Rodo. Ustedes no practican relaciones íntimas con mujeres.
Él asintió de nuevo.
—Ponlas en un pedestal donde pertenecen, ese es nuestro lema. Pero todo el mundo
tiene que estar en alguna parte. La belleza está donde la encuentras.
Memah sintió una oleada de alivio.
—La nave parte en tres días.
—No hay problema. Puedo empacar en cinco minutos.
Asintió. Sí. Ella también tardaría más o menos lo mismo.
—Entonces le diré al hombre que vamos a aceptar el trabajo.
—Podrías hacerlo. El caf no puede ser peor. —Levantó la taza en un saludo al recluta-
dor en la otra mesa.
21
COMPLEJO QUIRÚRGICO DEL CENTRO MÉDICO, SECCIÓN N-UNO,
ESTRELLA DE LA MUERTE
C
uando la única herramienta que tienes es un cuchillo, decía la vieja broma, cada
problema parece un filete. Por lo tanto Uli, al ser un cirujano, se ocupaba princi-
palmente de los procedimientos quirúrgicos… después de todo, si tu deslizador
se rompe, no llamas al plomero. Pero había más en él que sólo operar bajo las lámparas
de esterilización. Hasta que el paciente volviera a estar de pie, él, ella o eso era la res-
ponsabilidad del cirujano, y había otro viejo dicho que decía así: Si lo cortas, lo cuidas.
Esa era precisamente la razón por la que un cirujano tenía que saber una cierta cantidad
de medicina general antes de que se le permitiera recoger un bisturí láser. Porque si tu
maravilloso procedimiento cardiotorácico para reparar una aorta hinchada antes de que
pudiera estallar en un mortal aneurisma era perfecto, pero el paciente fallecía dos días
después durante la recuperación, eso llevaba hasta el tercer viejo y canoso refrán: La
operación fue un éxito, pero el paciente murió.
Había cirujanos que podían separar las dos cosas y todavía dormir por la noche, pero
Uli no era uno de ellos. Y así se encontraba de pie cerca de la cama de un viejo wookiee
jefe de construcción que había quedado involucrado en un desagradable accidente de
descompresión, que había requerido un trasplante de corazón y pulmón hacía tres días.
A pesar de los mejores procedimientos estériles, a veces los pacientes desarrollaban
infecciones secundarias, y al parecer algo así había ocurrido aquí.
Los habituales antivirales, antipriónicos, y antibióticos habían sido hasta ahora inefi-
caces, y no se habían recogido agentes patógenos. Sin embargo, el viejo wook tenía
fiebre, tosía, y su análisis de sangre mostraba un extraño cambio que no era bacteriano,
prional, ni viral. El paciente tenía un elevado recuento de eosinófilos, que ascendía al
nivel de la segunda etapa del síndrome hipereosinofílico. Naturalmente, Uli había con-
sultado a un experto, pero el médico había descartado a los sospechosos trans-especies
de costumbre: no era kozema, leucemia, asma, enfermedades autoinmunes, ni drogas.
Las únicas posibilidades restantes eran algún tipo de infección de parásitos o protozoos.
Pero las IRC estaban limpias, no había ningún indicio en las imágenes de las nanocá-
maras, ni crecía nada en los cultivos. Salvo por la elevación de los glóbulos blancos, no
DEATH STAR 107
había otros indicadores reales. Si esto no era alguna forma previamente desconocida de
infección hospitalaria, la única otra posibilidad parecía ser la magia negra.
El wookiee, llamado Hahrynyar, no estaba crítico, pero no parecía mejorar. Seguía
tan enfermo que necesitaba permanecer en cama. Uli miró al conjunto de equipo de
telemetría en la pared y estantes, y sacudió la cabeza con cansada perplejidad. Ningún
cambio.
Su comprensión del idioma wookiee era rudimentaria en un buen día. Podía entender
«Sí» o «No», y un par de otras respuestas médicas a preguntas como «En una escala
de uno a diez, ¿cuánto le duele?», pero no iba a tener profundas discusiones filosóficas
con el gran bípedo peludo. Afortunadamente, no tenía que hacerlo. Le hizo un gesto
a C-4ME-O, que estaba llenando de líquido un tanque de bacta cercano. El droide fue
hasta allí, listo para traducir.
—Buen día —le dijo Uli al wookiee—. ¿Cómo está?
—Wyaaaaaa. ¿Ruh ruh? —Los tonos dulces del droide hicieron que los gruñidos y
gemidos del habla-wookiee sonaran extrañamente agradables.
El paciente gimió una respuesta, que 4ME-O tradujo como:
—Para ti, tal vez.
El viejo wook había mantenido el sentido del humor, a pesar de que evidentemente
todavía se sentía bastante mal. Uli se alegraba de ver eso: la voluntad de lucha era el
aspecto más importante del proceso de curación, sin importar la especie.
—Vamos a intentar algo nuevo —continuó—. Pensamos que tal vez tienes algún tipo
de parásito. Probablemente ha estado latente en tu sistema durante años y se activó
de alguna manera por los inmunosupresores. El equipo de medicina interna tiene un
medicamento de amplio espectro, Complejo Mebendazol-Nicosamida, que parece fun-
cionar en una variedad de parásitos ocultos de mamíferos. Si tienes lo que pensamos
que tienes, esto debería curarlo.
—¿Whuahh yun yorra ellihenn?
—Bueno, los efectos secundarios son generalmente leves. Hay un par que podrían
causar alguna incomodidad.
—Arrn whoon urr. —Esto era, según C-4ME-O, una frase de estructura idiosincrática
que indicaba una afirmación redactada como cinismo hastiado. El droide la tradujo
más o menos como: «Por supuesto que sí». Hahrynyar le indicó a Uli que continuara.
—Um, a veces hay una diarrea asociada. Y muy raramente, afecta las uñas de manos
y pies del paciente.
—¿Yaag?
—Bueno, las uñas se… caen.
—¿Whuahh?
Oh, vuelven a crecer en unos meses, como nuevas. Y, como he dicho, es algo bastante
raro.
El comentario siguiente fue uno que al principio 4ME-O pareció reacio a traducir;
cuando lo hizo, Uli tuvo que ocultar una sonrisa. No había sido consciente de que los
miembros de esta especie fueran tan imaginativos.
108 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
—Entiendo que esto es angustiante, pero usted no puede irse de la unidad hasta que
esté mejor, y yo no puedo volver a trabajar hasta que esté seguro de que lo que tiene
no es contagioso.
El wookiee frunció el ceño.
—Bueno, yo no hago las reglas, sólo trabajo aquí. Si tiene alguna queja, remítasela al
Emperador.
Hahrynyar gruñó un comentario ofensivo acerca de la higiene personal de Palpatine
que Uli estaba dispuesto a jurar que hizo que la piel de duracero de 4ME-O se rubori-
zara. Luego el gran wook accedió renuente al tratamiento.
Después de terminar sus rondas, Uli volvió a su oficina y miró su calendario. Salvo
que hubiera una emergencia, no tenía nada en su agenda quirúrgica hasta mañana, y
eso era un triple bypass de rutina a un oficial naval que era muy aficionado a las grasas
en su dieta. El hombre estaba a sólo un pelo de ser clínicamente obeso; un kilo más y
tendría que solicitar exenciones médicas para continuar sirviendo. Dada la naturaleza
de la guerra, eso no sorprendía a Uli… la necesidad del Imperio por cuerpos calientes
en algunas arenas era crítica, como él bien sabía. Altos, bajos, flacos, gordos, no im-
portaba; siempre necesitaban más carne de bláster.
Se encogió de hombros. Cada vez que pensaba en ello, lo hacía enojar, pero su enojo
no importaba. La guerra seguía adelante. Había momentos cuando pensaba que nunca
volvería a casa otra vez, que la guerra nunca terminaría, y que iba a morir siendo un
anciano en alguna triste roca abandonada en medio de ninguna parte, remendando las
interminables filas de heridos.
Si tan sólo pudiera hacer algo para cambiarlo.
tiera en una realidad de duracero frío, la tan cacareada nave insignia de Vader sería los
holos de ayer. ¿Por qué perder el tiempo buscando e incinerando a las bases rebeldes
en varios y diversos asteroides y lunas cuando, con un solo comando, él podía diezmar
a todo un planeta?
Y muy pronto, él tendría ese poder. Las reparaciones de los daños recientes iban por
buen camino, y los jefes de equipo, que dirigían tres turnos, informaban que en el
transcurso de los próximos meses, alcanzarían a ponerse al día con el cronograma de
trabajo original. Tarkin tenía toda la esperanza de que la actividad de la quinta columna
había sido frustrada. Sin duda, cualquiera que quedara bajo la férrea mirada de Vader
y que tuviera algo que ver con ella iba a ser retirado inmediatamente del tablero de
juegos… permanentemente.
Esta estación de combate sería construida… y cuando lo hiciera, sería el máximo poder
de la galaxia.
Tarkin podía ser paciente hasta entonces.
22
UNIDAD DE ALMACENAMIENTO DE HERRAMIENTAS MECANIZADAS
ALFA-CUATRO, ÓRBITA POLAR ALREDEDOR DE DESPAYRE
R
atua no tenía ningún plan específico de cómo iba a llegar del almacén en órbita
a la estación de combate llamada la Estrella de la Muerte. Pero no era estúpi-
do. La sección en la que se encontraba estaba aparentemente dedicada princi-
palmente a los suministros de reemplazo para una variedad de tipos de dispositivos
mecánicos. No había depósitos de cocina y no había armas que fueran evidentes en su
examen inicial de los locales. Las cosas no se veían particularmente brillantes para su
futuro inmediato.
Sin embargo, tal vez, la Dama Fortuna había decidido por fin que Celot Ratua Dil ha-
bía sufrido lo suficiente estando en el lugar equivocado en el momento equivocado,
porque tres cosas muy buenas le ocurrieron pocas horas desde que se coló de la nave
de transporte al almacén.
En primer lugar, prácticamente tropezó con un enorme almacén de tanques de gas, y
entre estos se encontraban grandes cantidades de oxígeno y de hidrógeno. Con dos par-
tes de este último, una del primero y una chispa —sin problemas, con todos los equipos
disponibles—, podría producir agua pura, la cual, en un apuro, podría mantenerlo con
vida, sin ningún alimento durante semanas.
En segundo, se encontró con un armario lleno de trajes de vacío, uno de los cuales le
sentaba tolerablemente bien, por lo que en caso de que los rumores estuvieran en lo
cierto y los almacenes se abrieran periódicamente a la ausencia de aire del espacio para
deshacerse de las plagas que de alguna manera habían logrado abrirse camino dentro,
no se congelaría o sofocaría hasta la muerte.
Y en tercer lugar, se encontró una caja de copos de granos vulderanianos deshidratados
que obviamente se habían traspapelado… estaba almacenada en una estantería de re-
puestos de herramientas mecanizadas. Si le agregaba agua, aunque probablemente no
sería la comida más sabrosa que jamás había disfrutado, y sin duda llegaría a ser muy
monótona con el tiempo, iba a ofrecerle sustento.
Así que tenía comida y agua, y podía respirar. Las cosas podrían estar mucho peor.
Después de otro día de cauta exploración, Ratua se topó con una caja que contenía
DEATH STAR 111
D
arth Vader emergió de su cámara hiperbárica, descansado en la medida que
la palabra tenía significado para él. Había estado pensando acerca de los in-
cidentes que habían dificultado la construcción de la estación de combate, y
que le parecían estar mal formados y mal operados. Esto le sorprendió un poco, pues
consideraba que la Alianza era una amenaza más grande incluso de lo que pensaba el
Emperador. Dicho esto, sabía que la red rebelde, como cualquier gran grupo, estaba
compuesta principalmente por aquellos que con suerte eran adecuados para los trabajos
que se les habían encomendado. Siempre había una minoría que era experta, incluso
brillante, por supuesto, y Vader estaba seguro de que había algunos entre los rebeldes
que calificaban para esa descripción. Esos eran de los que había que preocuparse, por-
que lucharían hasta el último aliento. Algunos de los jedi habían sido muy difíciles de
matar; el mismo rostro del Emperador era prueba de ello.
Antes de que el mismo Vader hubiera sido transformado, había visto a Mace Windu
infligir un daño espantoso a su maestro. ¿Había eso sido una prueba, como sospecha-
ba Vader, para ver si Anakin Skywalker se comprometería a la causa del Lord Sith?
¿Había Darth Sidious tenido el control todo el tiempo, sólo fingiendo estar perdiendo,
y dispuesto a absorber esas malévolas energías puramente para demostrar un punto?
Si ese era el caso, su maestro había pagado un alto precio para averiguar lo que había
necesitado averiguar.
Pero fuese todo eso lo que fuese, aquí no había ningún Yoda, ni Mace Windu liderando
esta insurgencia… nadie que brillara tan intensamente en la Fuerza que Vader no pu-
diera pasarlo por alto. Los pocos jedi que pudieran quedar en la galaxia no tenían nada
que ver con este último atentado.
Eso se lo diría a Tarkin. El cadavérico administrador tenía poca imaginación, pero era
tenazmente metódico, había que concederlo. Él podía mantener las cosas en su curso.
El proyecto no se había ralentizado tanto que necesitara de la atención personal de
Vader para alcanzar su finalización. Había venido a ver lo que necesitaba ver, había
corregido el problema que había encontrado, y ahora era el momento de pasar a otros
114 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
se iba. Así era la vida. Si había aprendido algo de sus estudios, era que uno seguía la
corriente.
Se preguntó qué clase de deberes le serían asignados en la estación. Tal vez podría
ponerse en contacto con un par de personas que estaban en deuda con él, y tratar de
averiguarlo.
Después de todo, hombre prevenido vale por dos.
24
UNIDAD DE ALMACENAMIENTO DE HERRAMIENTAS MECANIZADAS
ALFA-CUATRO, TRANSPORTE DE CARGA KJB-87,
ACERCÁNDOSE A LA ESTRELLA DE LA MUERTE
L
o inteligente para Ratua sería permanecer en su caja hasta que fuera bajada de
forma segura y en un área de almacenamiento en algún lugar. Pero después de un
par de horas, no podía soportar la falta de espacio y la monotonía, así que abrió
la escotilla y salió cautelosamente.
Salvo por los droides, que estaban apagados para el vuelo, estaba solo. La nave estaba
en control remoto programado, por lo que no era ningún riesgo para él espiar por una
ventanilla para ver lo que había allí.
Había oído hablar de la estación de combate, por supuesto, incluso la había observa-
do una o dos veces a través de un visor diotrópico que había logrado conseguir de un
guardia. Pero no estaba preparado para esto. Aunque sólo estaba acabada por la mitad,
la Estrella de la Muerte aún se cernía como un monstruo esquelético. No tenía idea de
cuan lejos estaba; la falta de atmósfera para difuminar los objetos distantes los hacía
verse claros y vívidos, aparentemente tan cerca como para tocarlos. La escala era in-
creíble, y no habría sido capaz de notar lo grande que realmente era si no fuera por los
Destructores Estelares y enormes buques de carga que flotaban sobre el sitio de cons-
trucción, y parecían juguetes de niños en comparación con la propia estación.
Increíble.
Ratua pensó: No debería haber ningún problema para encontrar un lugar donde perder-
se en algo de ese tamaño.
Volvió a su caja, volvió a cerrarla por dentro, y comenzó a masticar algunos copos de
granos.
—Gran sodder —convino Rodo. Señaló—. Eso que se mueve allí es un Destructor
Estelar, ¿lo ves?
—¿Qué es? ¿Algún tipo de transporte de tropas?
Rodo sacudió la cabeza.
—Mi suposición es una estación de combate. Demasiado grande para ser un transporte
de tropas; probablemente podría meter un par de millones de soldados de asalto en esa
cosa con espacio de sobra para toda una flota de naves de guerra, una vez que la termi-
nen… más de lo que necesitaría para cualquier base rebelde.
—Pero ¿por qué es tan grande?
Él se encogió de hombros.
—No sé. Me imagino que carga un montón de poder de fuego.
—¿Crees que ahí es hacia dónde vamos?
—Te apuesto muchos créditos contra chork hervida a que sí.
Memah se quedó mirando al enorme esferoide inacabado, ya repleto de armamento.
Una vez completado, probablemente sería capaz de moler naves, asteroides, tal vez
incluso lunas completas hasta convertirlas en grava cósmica. Sintió que sus lekku cos-
quilleaban de anticipación nerviosa.
Bueno, ella había esperado un lugar seguro donde ejercer su oficio, ¿verdad?
—Ten cuidado con lo que deseas —murmuró. Rodo la miró, pero no dijo nada.
La estación, que ya era enorme, seguía haciéndose más grande, a medida que el trans-
porte se aproximaba.
E
l comandante Atour Riten —un rango que no significaba nada para él— se re-
costó en su asiento y miró en la pantalla integrada en el mamparo junto a él.
Rayos, pensó. Sí que… es grande…
Por supuesto, ya lo sabía. A pesar de todo el secreto relativo al proyecto, y aunque él
no tenía acceso a los niveles más altos del Imperio, lo había sabido. Uno no pasaba
cuarenta años trabajando para la Biblioteca Galactica sin darse cuenta de cómo leer
entre líneas.
Así que sí, esta estación de combate era enorme. Lo había sabido, intelectualmente,
pero la realidad de ser capaz de verla con referencias que daban una idea de su tamaño
era algo enteramente diferente. Había sólo una docena, más o menos, de secciones de
la misma lo suficientemente terminadas para ser habitadas con normalidad, pero inclu-
so esas porciones eran excesivamente grandes.
Atour se encogió mentalmente de hombros. No importaba cuán grande fuera, sólo que
la biblioteca en su interior valiera la pena. Y ésta sin duda lo hacía, si lo que le habían
dicho era cierto. No era tan grande y exhaustiva como, digamos, la Principal de Centro
Imperial, pero era mucho más completa que muchas bibliotecas planetarias… o al me-
nos lo sería cuando él terminara con ella.
—Un mamotreto grande, ¿verdá? —El hombre sentado junto a él era una especie de
trabajador de la construcción, un contratista que se especializaba en conductos de con-
tención magnética, un tema que había llegado peligrosamente cerca, durante el curso
del vuelo, a romper la creencia de Atour que nada era aburrido, siempre que la persona
que hablara de ello lo entendiera correctamente. ¿Flujos, gauss, partículas-m y cambios
de gravitones? Incluso con su conocimiento general no despreciable, los detalles técni-
cos eran solo suavemente interesantes como máximo.
Aún así, Atour Riten creía firmemente que no había excusa para la descortesía, y así
asintió con la cabeza.
—En efecto. —Por desgracia, esto fue tomado como un estímulo por su compañero de
asiento que se lanzó a una entusiasta descripción de los requerimientos de energía, en
DEATH STAR 119
megajulios, que se necesitaban para hacer funcionar una estación tan grande.
Atour lo dejó balbucear mientras esperaba a que el procedimiento de acoplamiento
comenzara y consideraba los caprichos del destino que lo habían traído aquí, tan tarde
en la vida. Que la biblioteca fuera posiblemente una buena había sido un regalo in-
esperado, porque no había sido enviado aquí como ninguna especie de recompensa.
Lo habían hecho a un lado a esta asignación en un mundo alejado como una forma de
deshacerse de él, al menos en cierta forma de hablar.
Había sido, en cierto sentido, por su propia culpa: Atour Riten admitía no siempre ser
circunspecto cuando se trataba de temas polémicos —política, gobierno, relaciones
personales— y como resultado había un buen número de personas que odiaban sufrir
sus opiniones. Afortunadamente para él, aquellos con suficiente poder para hacerlo
matar con un chasquido de los dedos rara vez tenían un prístino pasado. Los archi-
vistas, por regla general, sabían cómo excavar en los bancos de datos y encontrar casi
cualquier cosa, incluyendo cuerpos que se pensaba que estaban enterrados seguramen-
te hacía mucho tiempo. Y los viejos y prudentes archivistas sabían cómo configurar
interruptores de hombre-muerto de modo que si morían de repente, sin importar cuán
natural pudiera parecer, las ubicaciones de esos cuerpos —muchos, muchos cuerpos—
salieran a la luz. A veces eran cuerpos literalmente; en su mayoría eran piezas de infor-
mación dañina, a menudo ilegal, que podría causar una gran consternación en los altos
niveles del gobierno si llegaban a aparecer en las holonoticias diarias.
Había un montón de gente que no quería que eso sucediera, y algunos de ellos eran más
que inteligentes, lo suficientemente inteligentes como para, al menos, darse cuenta de
que ascender a Atour Riten a comandante y enviarlo al medio de la nada a administrar
una biblioteca y archivo militar, era mucho más seguro que eliminarlo. Y así que eso
fue lo que había pasado.
A decir verdad, él no estaba infeliz con la solución que habían encontrado. Sus días de
gloria de modernización e innovación habían quedado atrás. Las semanas cuando po-
dría permanecer despierto y alerta durante tres o cuatro ciclos de sueño y arder en una
fiebre de trabajo habían pasado hace mucho. Todavía podía montar un buen sistema de
estanterías tan bien como cualquiera —falsa modestia aparte, mejor que la mayoría—,
pero en estos años demoraba más que antes. Estaba mucho más cerca del final de su
camino que del principio. Y con todo, tenía pocos remordimientos.
Suspiró suavemente. Por mucho tiempo había sido una espina en el pie de quienquiera
que estuviera en el poder. Este último cambio en realidad no importaba mucho: Repú-
blica, Imperio, era seis para uno, media docena para el otro. Significaba poco para la
persona media que luchaba por salir adelante en su vida. Cualquiera de las dos formas
de gobierno podría hacer que el mag-lev llegara a tiempo, y ambas pisoteaban los
derechos individuales mucho más de lo que deberían. Por lo que concernía a Atour,
el mejor gobierno era el que gobernaba menos. Algo un paso o dos por encima de la
anarquía sería lo ideal.
Ahora había un Emperador hambriento de poder manejando las cosas. Tanto la historia
como la experiencia personal le habían enseñado a Atour que en tan poco como unos
120 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
R
atua no tenía ninguna conexión con la religión… él no se suscribía a ninguna
de las doctrinas o dogmas, de las más que unas cuantas a las que había sido
expuesto durante su vida. Sin embargo, si había alguna que prometía un paraí-
so para los ladrones, tal vez no sería demasiado diferente de esta estación de combate.
Al principio había temido que tendría que merodear por los pasillos exteriores, man-
teniéndose en las sombras, tomando los tubos y escaleras de servicio para evitar ser
detenido por la seguridad de la estación. Pero había pasado junto a guardias decenas
de veces, tímidamente al principio, luego con menos preocupación y, finalmente, sin
nada más que confianza. Hasta donde podía ver, nadie ni siquiera había levantado una
ceja en su dirección. Nadie lo detuvo y le preguntó qué estaba haciendo ahí; nadie le
pidió una identificación, mientras permaneciera lejos de los pasillos y salas claramente
marcadas como fuera de límites para el personal no autorizado; en resumen, nadie pa-
recía reparar en él en absoluto. La actitud prevaleciente parecía ser que si estabas en la
estación, entonces debías pertenecer aquí, y mientras no estuvieras haciendo nada que
pareciera sospechoso, eras libre de ir y venir como quisieras.
Ratua no había llegado hasta el punto donde merodeaba por ahí como si fuese el dueño
del lugar, pero ahora sí se movía con cierta confianza que desmentía su verdadero esta-
tus, y que, sin duda, lo hacía aún más invisible. Iba a las cafeterías públicas, selecciona-
ba comida y bebida, y comía tranquilamente. No era necesaria ninguna identificación
para eso; la comida era gratis. Incluso se había colado en un almacén de suministros
y, usando su modo rápido, había «tomado prestadas» ropas frescas, unos monos de un
controlador de transporte básico.
Los primeros días que había estado en la estación, había encontrado unos conductos de
basura vacíos que no parecían ser utilizados, donde un ser inteligente podría aparejar
un par de soportes atravesados y acampar fuera de la vista. Por supuesto que había
que tener cuidado que alguien no abriera el conducto y descargara la basura en tu vi-
vac improvisado, pero eso sólo había ocurrido una vez. De todos modos, había sido
lo suficientemente incómodo para enviarlo en busca de lugares más agradables donde
DEATH STAR 123
ocultarse… eso y la sospecha por los sonidos y olores de que había cosas que vivían en
los niveles de la basura. Cosas grandes.
Después de eso, encontró toda clase de espacios de almacenaje que estaban vacíos o
casi, y para un ser con sus habilidades, deslizarse en éstos cuando no había nadie alre-
dedor era un juego de niños. Podía dormir allí sin mucha preocupación.
Alimento, refugio, ropa… tenía todo lo básico. Y después de que había descubierto la
disposición del lugar, un poco de búsqueda ingeniosa le había proporcionado artículos
básicos para el trueque.
—Eh, soldado. ¿Conoces a alguien que podría necesitar una batería D-nueve en muy
buen estado? Sucede que tengo una y me encuentro un poco corto de monedas hasta el
día de pago. Vale fácilmente diez c, pero puedo dejártela por siete…
En menos de una semana tenía una cantidad bastante buena de mercancías de comercio
ocultas en un contenedor de almacenamiento de una estación de reciclaje, suficientes
créditos para comprar artículos pequeños que no pudiera conseguir gratis o «tomar
prestados» y una línea a un par de oficiales de suministros que estaban haciendo un
pequeño adicional en los mercados gris y negro.
No importaba adonde ibas, la gente era igual. Había honestos, deshonestos, generosos,
codiciosos, todo el espectro, y si prestabas atención podías darte cuenta de cuál era
cuál y utilizarlos en tu beneficio. Si había aprendido algo al vivir en un planeta prisión,
era a prestar atención.
Mediante la creación de una identi-tab falsa se convirtió en Teh Roxxor, un inspector
contratado por un contratista civil que fabricaba contenedores de almacenamiento para
las estaciones de reciclaje, lo que le daba una razón para estar en esos lugares. No pa-
recía necesario; la única vez que un guardia lo había visto entrar audazmente en uno de
sus espacios de almacenamiento, Ratua sólo había sonreído e inclinado la cabeza hacia
él, y el tipo le había agitado la mano en respuesta y siguió con sus asuntos.
Increíble. Si seguía así, en un año estaría manejando esta estación de combate…
27
SALA DE REC 17-A, NIVEL 36, ESTRELLA DE LA MUERTE
E
l teniente Vil Dance miró alrededor del interior de la sala de rec. Era de diseño
básico —techo alto, espejos a lo largo de una pared, una extensión de suelo
acolchado— y estaba vacía excepto por siete u ocho personas, todos humanos
menos uno, un rodiano alto con una cicatriz de vibrohoja en el rostro. No se veían a
muchos de ellos en el ejército —no se veían a muchos alienígenas en absoluto, dado lo
generalmente xenófobo que era el Imperio— pero Vil había oído que algunos de ellos
eran muy buenos cazarrecompensas. Debido a esto, podía entender por qué el rodiano
podría estar aquí. También ayudaba a explicar la cicatriz en su rostro.
Vil comprobó su crono. La clase debía empezar en cinco minutos.
La mayoría de los demás parecía estar en bastante buena forma, lo que no era inespe-
rado. No muchos de los vagos se molestarían en traer sus traseros y probar algo que
requiriera de esfuerzo físico. Conocía a un montón de pilotos que, aparte de la gimnasia
requerida, hacían la mayor parte de sus ejercicios caminando a la nevera para buscar
otra botella de cerveza. Vil se mantenía razonablemente en forma por su cuenta; no es-
taba aquí por el ejercicio, ni siquiera por el conocimiento, sino por la posibilidad de que
pudiera obtener alguna pequeña ventaja como piloto. En la Academia, alguien había
hecho algunas investigaciones y encontró que las personas que estudiaban este tipo de
cosas obtenían puntuaciones ligeramente mejores en los simuladores de vuelo debido a
la disminución del tiempo de reacción. Nunca había tenido la oportunidad de probarlo
antes. Él ya era, sabía, un piloto excelente, pero cada poquito que pudiera añadir era
digno de ser comprobado.
La puerta se abrió. Un hombre en ropas de ejercicios gris entró en la habitación. Tenía
un andar fluido y muscular, una gran sonrisa y aparentaba poco más de treinta años.
No era particularmente grande ni impresionantemente musculoso, pero había algo en
la forma en que se movía, la economía de sus movimientos, que le decía a Vil que este
tipo sabía sus cosas.
—Soy el sargento Nova Stihl —dijo—, y me imagino que casi todo el mundo aquí me
supera en rango. Pero vamos a dejar esto en claro desde el principio: no me importa
DEATH STAR 125
T
arkin se encontró una vez más deseando que Daala estuviera aquí. Le sorprendía
cuánto extrañaba su compañía. Ella tenía responsabilidades militares en la Ins-
talación de las Fauces, por supuesto, pero la verdad era que la naturaleza de esa
zona del espacio, en la que una diversidad de agujeros negros se orbitaba el uno al otro
en una elegante y complicada danza, hacía la aparición de un transeúnte casual algo
raro en extremo. Y si eso no fuera suficiente, los cuatro Destructores Estelares aposta-
dos allí serían más que capaces de desalentar cualquier nave errante, rebelde o no.
Y ahora que la estación estaba siendo construida aquí en el sistema Horuz, la importan-
cia de la labor en las Fauces era algo menor de lo que había sido. Es cierto que los otros
proyectos de Qwi Xux —el Triturador de Soles, los Devastadores de Mundos, y otras
potentes superarmas— todavía estaban en desarrollo allí, así como que la instalación
estaba llena de valiosos científicos y técnicos, pero si Daala fuera a ausentarse por una
semana o dos, no habría ningún problema en absoluto con que sus capitanes mantuvie-
ran la seguridad en su lugar.
Por supuesto, Daala había recibido oficialmente órdenes expresas de mantenerse en su
puesto hasta ser relevada, ya que debía haber alguien con el rango de almirante a cargo.
Pero había órdenes y había órdenes y ya que ambos tipos provenían de Tarkin, él podría
alterarlas según lo considerara necesario. Como el único gran moff de la galaxia, tenía
amplia libertad para administrar su porción de la armada. Nadie podría cuestionarlo,
excepto el Emperador, y mientras cumpliera con si trabajo, al Emperador no le impor-
taba mucho lo que hacía para lograrlo.
Tarkin miró por el ventanal a la estación de combate parcialmente ensamblada y pensó.
Los protocolos vigentes en la Instalación de las Fauces no estaban abiertos a la inter-
pretación. Si una nave no-imperial pasaba y lograba evitar ser tragada por una de las
muchas singularidades que la rodeaban, la nave debía ser capturada y la tripulación
interrogada para determinar cómo y por qué estaban allí. De no poder capturarla, sólo
quedaba una sola opción: la nave debía ser convertida en átomos. No había excepcio-
nes, y cualquier mono de cubierta con un cerebro rudimentario podría seguir aquellos
130 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
protocolos. No había necesidad de que Daala estuviese detrás de los artilleros repitien-
do lo que ya todos sabían.
Abruptamente, Tarkin tomó la decisión. Fue a su camarote y encendió la unidad de
holo-comunicaciones personal, entonces se sentó y esperó la conexión. No tardó en
llegar.
—¡Wilhuff! ¡Qué bueno verte!
La imagen de Daala sobre el holoplato era de tamaño natural, y la resolución muy
alta… no era lo mismo que si ella estuviera aquí, pero el holo lograba captar lo sufi-
cientemente bien sus expresiones faciales, así como su fría y altiva belleza. Al igual
que él, ella estaba sentada en una silla de mando.
Estaba feliz de verlo, se notaba, y eso lo complacía.
—Y a ti, Daala. ¿Cómo van las cosas en la Instalación?
Ella hizo un gesto desdeñoso.
—Menos que emocionantes. ¿Tú tienes novedades?
Debido a la naturaleza secreta de los experimentos que se realizaban en las Fauces, las
comunicaciones al exterior estaban, por la mayor parte, prohibidas. Con la excepción
de este circuito, Daala y su tripulación estaban aislados del resto de la galaxia excepto
por el mismo Emperador, y tal vez Darth Vader. Tarkin podía justificar este contacto
por razones de seguridad… y, si no se podía confiar en un gran moff, entonces, ¿quién
sería digno de confianza?
—Nada que concierna a tu comando —dijo él—. Estamos ganando la guerra.
—Por supuesto —dijo ella con una sonrisa de complicidad.
Él le devolvió la sonrisa.
—Hemos tenido algunos pequeños problemas aquí. Pero han sido rectificados, afortu-
nadamente, con la ayuda de un cierto representante imperial al cual sin duda ya cono-
ces.
Daala asintió con la cabeza. Sin duda ella sabía a quién se refería, a pesar de que no
iba a mencionar el nombre de Vader en voz alta. Se suponía que esto era un circuito
seguro, la señal estaba codificada y encriptada en ambos extremos, pero ni Tarkin ni
Daala confiaban en eso. Vader tenía oídos en todas partes, y lo que un técnico podía
ocultar, otro podría descubrir.
—Sin embargo —continuó Tarkin—, necesito darte un… informe personal, y para
ello, te pido que nos hagas una visita.
—¿En serio? ¿Cuándo?
—Cuando tus «deberes» lo hagan conveniente.
Ambos sonrieron ante esto. Los dos sabían que, en este punto, sus «deberes» eran casi
tan emocionantes como un plato de leche de droat cortada. Las tripulaciones podían
hacer simulaciones de desastres y de puestos de combate en sus sueños.
—Bueno —dijo ella—, espero poder liberarme empezando a… ¿qué hora es?
Él se rió entre dientes. Daala era la única persona en la galaxia que podía hacerlo reír.
Aparte de su belleza, ambición, y cerebro, era una de sus más entrañables caracterís-
ticas.
DEATH STAR 131
T
eela había llegado a la conclusión de que a su jefe le gustaba lanzarle los pro-
blemas a ella, sólo para ver su reacción inicial. Este era más fácil que algunos,
más difícil que otros, y en general otra tarea que hubiera preferido no tener que
hacer.
Stinex la miró con expectación.
—¿Qué te parece?
—Me parece que debes obtener algún tipo de placer perverso atormentándome.
Él se rió.
—Cuanto más viejo te vuelves, más difícil es encontrar cosas divertidas para hacer.
¿Tu solución?
—Temde. O eso, o umg.
Stinex rió de nuevo, más fuerte. Temde venía de TMD, que era el acrónimo de Tirarle
Más Dinero; Umg venía de UUMG: Usa Un Martillo Más Grande. Ambos eran térmi-
nos que a los constructores y a los mecánicos les gustaba lanzar en conversaciones. Un
montón de problemas se podían resolver si uno tenía suficientes créditos para comprar
lo que fuera necesario para corregirlos. Y la fuerza bruta también tenía su lugar. Ningu-
na de las dos era viable aquí y ella lo sabía, pero le gustaba hacer reír al Viejo.
—En serio —dijo.
Teela se puso de pie y caminó hacia el holo de los dormitorios propuestos. De cerca,
no se parecía a ninguna otra cosa aparte de un ataúd, y sabía que ella no era la única
a quien le daría esa impresión. Hizo un gesto, y apareció una línea de estadísticas y
dimensiones luminosas.
—Vamos, jefe —dijo—. Tú conoces las estadísticas tan bien como yo. Si tratamos de
meter a quinientos civiles que no han tenido el entrenamiento ni aclimatación a dimen-
siones fobiaespaciales en cosas como estas, los cuidadores los tendrán saliendo por
sus orejas. Sobrecargamos la sección médica, los civiles no hacen el trabajo… no hay
ningún lado positivo.
Él asintió con la cabeza.
DEATH STAR 133
—Sin embargo, tenemos que encontrar una manera, y como yo estoy a cargo, puedo a
hacer que esa sea tu tarea.
Teela murmuró una maldición particularmente vil.
La dificultad era que había una X cantidad de espacio dentro del cual hospedar un nú-
mero Y de seres vivos. Era bien conocido por los constructores a lo largo del espacio
galáctico que muchas especies, sin suficiente espacio para vivir, se volvían claustro-
fóbicas, a menudo de forma violenta. Los humanos eran particularmente susceptibles
a esto, lo que era un problema, porque algo así como el 95 por ciento de la tripulación
proyectada de la Estrella de la Muerte eran humanos o genéticamente muy similares.
Hay formas de entrenar a los soldados humanos —combinando hipnosis, drogas, y
períodos de aclimatación—, para compensar esto, así que el problema no iba a ser
una epidemia entre el contingente militar, pero los civiles generalmente no tenían este
entrenamiento. Si pones a la gente a dormir en un espacio del tamaño de un ataúd,
un gran número de ellos rápidamente desarrollará problemas psicológicos. A algunas
especies alienígenas, tales como gamorreanos y trandoshanos, no se las podía meter
voluntariamente a esos lugares, sin importar qué.
No querías que alguien soldando una unión crítica de una articulación crucial en una
línea de suministro de aire estuviera medio enloquecido por la falta de sueño debido
a que su miedo a los espacios reducidos lo había mantenido despierto durante varios
ciclos.
Podrías pensar que en una estación tan grande, el último problema que tendrías sería
el espacio de alojamiento. Y, sin embargo, algún idiota que había creado los planos
iniciales años antes había pensado que una cámara que midiera un metro por un metro
por dos era suficiente espacio para alguien de tamaño humano, si todo lo que ella o él
iba a hacer era dormir . Que es todo lo que uno podría hacer allí; no había espacio para
hacer ninguna otra cosa. Había que entrar a gatas por la ranura y, una vez dentro, no
podías sentarte o ni siquiera dar la vuelta. Si entrabas con los pies por delante, salías
con la cabeza y viceversa.
Así que la pregunta era: ¿Cómo dar más espacio a los inquilinos? Por lo menos, uno
necesita un cubo de dos metros de lado, para que la mayoría de los ocupantes pudieran
pararse sin chocar la cabeza contra el techo, o estirar los brazos sin golpear las paredes,
y aun así era marginal. Necesitabas cuatro veces el espacio actualmente asignado. El
problema era, ¿de dónde iba a salir? El espacio disponible en los sectores civiles ya
había sido designado para otros usos.
Stinex lo sabía tan bien como ella. Y probablemente ya tenía una respuesta en mente.
Pero siempre era una prueba con él. No era como si él quisiera que ella fallara; no lo
creía en absoluto. Pero sabía que él se deleitaba cuando a ella se le ocurrían soluciones
y cuanto más novedosas, mejor.
Ésta, sin embargo, no iba a ocurrírsele muy pronto. Tendría que pensar en ello.
Se lo dijo. Él asintió con la cabeza. Era de la filosofía de medir dos veces, cortar una,
y sabía que era mejor que ella considerara el problema con la debida seriedad en lugar
de sólo decir impulsivamente lo que le viniera a la mente.
134 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
Caminó a la unidad sanitaria, una pequeña unidad que tenía un lavabo, un inodoro y
una estrecha placa de ducha sónica. Se salpicó agua tibia sobre la cara, la secó con una
toalla, se miró en el pequeño espejo sobre el lavabo.
El mismo sueño.
Esta era la cuarta vez que lo tenía desde que había sido transferido a la estación de
combate. Había ligeras variaciones en él… a veces luchaba solo; a veces había más
guardias, a veces menos. La última vez que lo había tenido había sido calcinado por la
energía del rayo láser y «murió». Eso había sido malo.
Tal vez debería hacer que los médicos me revisaran, pensó.
Sí. Claro. ¿Y cómo se vería eso en mi expediente? ¿Pesadillas? ¿Qué clase de tipo duro
experto en artes marciales eres, Stihl, ir a ver al médico por un sueño?
Negó con la cabeza. No. Él no iba a hacer eso en ningún momento pronto.
Además, no ocurría tan a menudo. Por lo general podía volver a dormir, y nunca tuvo
una repetición del sueño en la misma noche. Nova se encogió de hombros. Lo más
probable es que fuera algo que los filtros eventualmente limpiarían del aire. Nada por
lo que alterarse. Empezó a practicar una de las meditaciones para limpiar la mente que
sabía antes de ir a la cama. Eso podría ser de ayuda.
Si no, bueno, podría aprender a vivir con ello. Pero claro que no sería su primera op-
ción.
30
CANTINA, CUBIERTA 69, ESTRELLA DE LA MUERTE
Y
a se te ha ocurrido un nombre? —preguntó Rodo mientras miraban el interior
terminado de la cantina.
—Creo que sí. —Oficialmente se le iba a dar un número de cubierta, área y
habitación, pero extraoficialmente a la gente le gustaban los nombres descriptivos. Su
establecimiento en el Subsuelo Sur que se había quemado había sido «el Corazón Tier-
no». Este nuevo, aunque ella no era la dueña, era suyo para administrarlo, y dado el
lugar donde estaba y los parroquianos que iban a frecuentarlo, Memah pensó que una
variación del antiguo nombre podría encajar.
—Voy a llamarlo el Corazón Duro.
Rodo asintió con la cabeza.
—Funciona para mí.
Los droides de construcción y un par de supervisores wookiee habían trabajado de for-
ma rápida, pero hasta donde ella podía ver habían hecho un buen trabajo. Rodo había
inspeccionado algunos detalles y parecía satisfecho. El diseño básico era el modelo de
bar/cantina militar estándar que había visto en docenas de lugares por todo lo que ahora
era el Espacio Imperial. El salón principal era más o menos cuadrado, con la barra que
recorría casi la longitud de la pared este. En la esquina noreste había un pequeño esce-
nario, en caso de que tuvieran la suerte de conseguir algún talento en vivo de comedia
o música, o en caso de que algunos de los parroquianos más borrachos se sintieran
motivados a representar conmovedoras versiones de sus canciones favoritas. Las uni-
dades sanitarias unisex/uniespecie estaban situadas en la pared noroeste, y una oficina
de administración junto a aquellas. Había tres entradas, una en cada una de las paredes
sur y norte, además de una salida de emergencia en la pared oeste detrás de la barra.
Veinte mesas llenaban la habitación, atornilladas en ranuras insertas en la cubierta,
cada una con media docena de taburetes de respaldo bajo y altura regulable. Si venía
un grupo numeroso, se podían unir hasta cinco mesas en cualquier fila para formar
un módulo más grande. Los taburetes también se podían mover, pero normalmente se
mantenían en su lugar con trabas eléctricas controladas por el cantinero desde detrás de
DEATH STAR 137
la barra. La gente podría ajustar los asientos según lo necesitara para su tamaño o nú-
mero, pero una vez que todo estaba en su lugar el cantinero podía mover un interruptor
y bloquear los taburetes. De esa manera, si la multitud se volvía ruidosa, no podría usar
los muebles el uno contra el otro. No que tal escenario fuera probable con Rodo en el
trabajo, pero mejor es prevenir que llenarse de basura.
Los consumibles estaban todos detrás de la barra, en los estantes de la pared o debajo
del mostrador: licor, aperitivos, comidas. La comida en general eran platos autocalen-
tables; podías vivir de ellos, pero eso era todo. Una cantina no era el lugar para una
cena fina.
El techo y las mesas tenían sopladores y aspiradores integrados, y las unidades de las
mesas podían ser controladas ya fuera desde las mesas o por el cantinero o los otros
servidores en el bar. Si los muchachos de la mesa seis estaban fumando hierbarrancia
en escabeche y producían nubes ondulantes, fragantes y embriagadoras de humo azul,
podían ajustar las aspiradoras para que no volaran, como niebla sobre las chicas en la
mesa siete, que estaban lamiendo espirales de polvo-kik, o a los bebedores en la mesa
cinco que bebían jarras de cerveza andoana. Los depuradores de aire no llegaban al
100%, por supuesto, pero eran lo suficientemente eficaces.
La droide camarero, SU-B713, también conocida como Eseú, vino rodando, de aspecto
era muy similar a una gran lata con cúpula. Eseú había sido programada con un voca-
bulador femenino:
—Las existencias están a tope, jefa. Estamos listos para zarpar y echar humo.
Memah sonrió. Quienquiera que hubiera programado a SU-B713 debió haberse diver-
tido haciéndolo.
—Bien. Ejecuta una comprobación final de la interfaz de crédito, asegúrate de que to-
dos los lectores están en línea.
Una matriz multicolor de luces destelló en la pantalla de computadora de la droide.
—Entendido, los lectores de dinero están verdes y maliciosos. Voy a correr una com-
probación de los sistemas internos y luego defragmentar, para mantener mi disco vivo.
—Los comediantes profesionales se mueren de hambre en el circuito de EHR y te-
nemos una droide mesera principal que hace stand-up —dijo Rodo después de que la
droide se fué.
—Eh, si eso hace felices a las tropas.
—Sí, pero ¿cómo voy a hacer mis entrenamientos si todos los parroquianos se portan
bien?
Ella sonrió.
—Vamos, puedes ayudarme a ajustar el purificador de gases en el cubículo sobredi-
mensionado. Si tenemos un par de hutts o un drack allí, no queremos que la circulación
de aire sea abrumada.
Con las últimas tareas realizadas, estaban tan listos como podían, decidió Memah.
Todo en lo que podía pensar se había dispuesto lo mejor que se podía, pero todavía es-
taba un poco nerviosa. La apertura de una nueva cantina te revolvía las tripas en el me-
jor de los casos. Cierto, era sólo una cantina, nada enorme en el esquema cósmico del
138 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
Imperio Galáctico, pero cuando era tu cantina, querías que saliera bien. Una estación
como esta estaría ahí por décadas, y una buena reputación desde el comienzo nunca era
mala para los negocios. Ella obtendría, después de todo, al menos una pequeña porción
de la acción, y cuanto mejor fueran las cosas, más podría sacar.
el infortunio del gran moff. Los riesgos eran altos, pero también lo era lo que estaba
en juego. Ser el máximo poder de la galaxia… ¿tal vez del universo? ¿Quién podía
negarse a eso, dada la oportunidad de tenerlo?
31
A MEDIO SEGUNDO-LUZ DEL MUELLE UNO-A, TRINCHERA ECUATORIAL,
ESTRELLA DE LA MUERTE
E
lévate, Kendo! —dijo Vil Dance. Esperaba un reconocimiento, pero no parecía
que estuviera por llegar ninguno—. Teniente Kendo, ¿te has quedado sordo?
El TIE del propio Vil vibró mientras él se inclinaba hacia el giro brusco, hacia
babor y «arriba», acelerando con fuerza para evitar a los drones robóticos de práctica
agrupados en una formación apretada a sólo seiscientos clics por delante de él.
—Subiendo, señor —dijo finalmente Kendo. A través del comunicador, la voz del hom-
bre sonaba… ¿qué? ¿Lacónica?
No, más bien… aburrida.
Vil observó a la nave de Kendo apartarse del curso que la habría estrellado contra los
drones en otros dos latidos. Por un pelo es tan bueno como por un parsec, rezaba un
viejo dicho de los pilotos, y aunque eso pudiera ser cierto, seguir las órdenes era más
importante.
Un hecho que el nuevo recluta, el teniente Nond Kendo necesitaba mucho aprender.
El resto del escuadrón esperaba atrás a un par de cientos de clics, viendo al novato
Kendo y al veterano Dance mientras hacían la primera pasada de calentamiento contra
los objetivos. Casi no conversaban, porque no hacía falta un procesador de petahercios
para ver que su jefe de escuadrón estaba listo para arrancarle la cabeza de un mordisco
a alguien y escupirla a mitad de camino hasta el Núcleo, dado el rendimiento de este
novato.
Cuando llegaban, todos pensaban que ellos eran los mejores pilotos que nunca pusieron
las manos sobre una palanca de control, cada uno de ellos. Vil había sentido lo mismo.
Pero había aprendido rápidamente que cuando el líder del escuadrón decía que hicie-
ras algo había motivos, y si decidías que tú sabías más sobre el vuelo que él, te podía
costar. Severamente.
No había manera de que fuera a tener nada menos que actuaciones perfectas en sus pri-
meras semanas en su nuevo cargo. Había sido enviado del Garra de Acero a la Estrella
de la Muerte sólo un par de semanas antes, y quería asegurarse de que los superiores no
tuvieran ninguna razón para reconsiderar su decisión.
DEATH STAR 141
Este era un simple ejercicio de entrenamiento; cada uno de los miembros del escuadrón
tenía ataques solitarios contra los drones objetivo, con el teniente comandante Dance
detrás de ellos, mirando por encima de sus hombros. La primera pasada era para com-
probar el rango y la distancia. En la segunda, era sólo láseres de puntería… pintabas al
objetivo, se te asignaba el derribo electrónicamente, y el líder de escuadrón puntuaba
tu ataque. Sólo en la tercera pasada podías disparar de verdad. Los drones —viejos
cargueros reacondicionados para ejercicios navales— estaban fuertemente blindados,
y se necesitaría mucho más que un disparo de un único TIE para dañarlos gravemente,
por lo que una docena de escuadrones podría dispararles antes de que tuvieran que ser
reparados; así la Armada Imperial se ahorraba un par de créditos. Dónde colocar tu
disparo era importante, y aprendías a hacerlo con ataques a velocidad real y potencia
de armas real, pero sólo siguiendo los pasos y las instrucciones.
Vil había visto los láseres de puntería de Kendo chispear hacia el dron líder, y el tiro
de práctica le había parecido bastante bueno. Comprobó la grabadora de su nave sobre
la finalización de la pasada, y confirmó su opinión mientras doblaban para la tercera y
última pasada.
Bueno, sí, el muchacho disparaba bien. Lo que no mejoraba su imagen a ojos de Vil…
todavía era una reacción supercrítica potencial.
—Escucha, Kendo, y presta mucha atención. Tienes cinco segundos, apunta a la matriz
de sensores de popa, y desvíate inmediatamente, ¿entendido?
Hubo una pausa de dos segundos y, a continuación:
—Ah, entendido, Líder de Escuadrón. Solicito permiso para disparar al puerto de pilo-
to de popa. Puedo darle con cualquiera de las armas… dígame usted.
—Estoy seguro de que puedes, teniente, pero esa no es la asignación que te he dado,
¿verdad?
Otra pausa.
—No, señor.
—Bien. Al menos se te puede enseñar. Ahora da la vuelta y vamos a hacerlo al pie de
la letra.
—Entendido.
La última palabra tenía un inconfundible dejo de desprecio. Era como si toda la arro-
gancia de un piloto joven, lleno de sí mismo, entrenado en simuladores estuviera com-
primida en ella. Eh, decía, ¡yo puedo hacer esto! ¡No necesito que algún viejo coman-
dante de escuadrón sin agallas alrededor del que puedo volar en círculos me lleve de
la mano!
No pudo evitar sonreír. Sólo le llevaba tres años a Kendo; sin embargo, a veces se sen-
tía como treinta años mayor que los novatos. No respondió, simplemente desaceleró a
cero y observó a Kendo girar en un cerrado y bien ejecutado medio tonel mientras se
alineaba para su ataque. El muchacho podía volar. Pero ¿podía hacer lo que le decían?
Por delante, los seis drones navegaban serenamente a través de la negrura. Estaban
programados para activar armas defensivas: rayos de baja potencia que eran suficien-
te para sacudirte los dientes si uno acertaba a tu caza, pero no tan fuertes como para
142 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
causar un daño real. Cualquiera que prestara atención podía esquivarlos, pero reque-
ría práctica. En el mundo real, incluso un carguero podría tener suerte y volarte en
el vacío, y para eso es que estaba el entrenamiento, para enseñarte cómo evitar estos
percances. Los TIEs eran rápidos, pero no tenían ni soporte de vida ni blindaje; un tiro
sólido de cualquier arma real podría dejarte tan crujiente como un buñuelo de mantillo.
Kendo aceleró… un pelo más rápido de lo necesario, pero Vil se contuvo de indicárse-
lo. Vamos a ver lo que puedes hacer, muchacho…
El novato zumbó hacia el objetivo. Vil comprobó su señal doppler. Siete segundos.
Seis… cinco…
—Dispara —dijo Vil.
No hubo respuesta.
—Kendo, ¡dispara y elévate!
Pero Kendo mantuvo el curso, acercándose al dron líder.
¡Estúpido mopak! ¡Va al puerto del piloto!
—¡Elévate, teniente! ¡Es una orden! ¡Elévate, ahora!
El dron disparó sus armas de babor. La luz estroboscópica atenuada dio en el caza de
Kendo. No fue suficiente para hacerle daño, pero debió haber sido suficiente para so-
bresaltarlo. Disparó, se desvió a babor…
Demasiado tarde.
Si giraba un cuarto de segundo antes lo habría esquivado, pero como sucedió el panel
solar de estribor del TIE golpeó el morro del dron. El impacto arrancó el panel del
caza, desentrañando espasmódicamente las bobinas de recolección de energía, como
una serpiente decapitada; las líneas de energía lanzaban chispas al frío vacío mientras
se arrancaban. El soporte se quebró y el impacto hizo girar a la nave en tumbos des-
controlados.
Vil empujó la palanca, sintió las fuerzas-g abofeteándolo con fuerza, sabiendo que era
demasiado tarde para hacer cualquier cosa salvo mirar.
—¡Corta la energía! ¡Corta la…!
El tanque de combustible se separó del casco. El sello resistió, pero la línea de com-
bustible se estiró, se estiró… Vil pudo verlo suceder, lentamente, como si el tiempo se
hubiera detenido…
La línea se rompió, arrojando el gas radioactivo en una repentina nube hacia la nave
que daba tumbos. Algo —una placa de circuito rota, tal vez— lanzó una chispa. Hubo
un destello silencioso, que hería la vista…
—¡Maldición! —gritó Vil—. ¡Maldición, maldición, maldición!
32
CANTINA EL CORAZÓN DURO, CUBIERTA 69, ESTRELLA DE LA MUERTE
L
a identificación de Ratua no era a prueba de bombas, pero con excepción de
un análisis destructivo, pasaría cualquier inspección casual de cualquiera… no
que, se maravilló una vez más, a nadie pareciera importarle un trasero de braz
molestarse en solicitar verla. Por el aspecto de esta estación, una vez terminada, sería
inexpugnable a un ataque exterior; nadie iba a ser capaz de tirarle suficiente de nada
como para causar ningún problema real. Y sin embargo aquí estaba él, caminando por
ahí como si fuera su nave personal, aparentemente un contratista. Si hubiera sido un
saboteador rebelde, podría haber estado ocupado haciendo un mundo de problemas
absolutamente sin ser detectado durante semanas. ¿Cuán irónico era eso?
Por supuesto que no era un rebelde de ningún tipo. Él no tenía mucho uso para la po-
lítica, nunca lo tuvo, no podía ver que lo fuera a tener alguna vez. Para un hombre de
su, ah, profesión, quien estuviera a cargo —Imperio, Alianza, o su querido viejo tío Tu-
nia— no importaba. A menos que el Sol Negro lograra asumir el control, quienquiera
que manejara el espectáculo querría encerrar a Ratua en una celda en algún lugar.
Pero no estaba en una celda ahora; de hecho, estaba en una situación bastante cómoda.
Un montón de créditos escondidos aquí y allá, una identidad falsa que nadie ponía en
duda, incluso una legítima habitación semi-privada, cortesía de un soborno a un pobre
empleado con un leve problema con el juego. Todo lo que un hombre podría desear.
Bueno, casi todo. Le gustaría un poco de compañía femenina, y estaba trabajando en
eso. Una nueva cantina acababa de abrir a un par de niveles de donde se alojaba. Había
oído hablar del lugar, y sonaba divertido, por lo que iba en camino para verla. No solía
usar químicos, pero no le molestaba tomar una cerveza de vez en cuando para alegrar
una tarde aburrida.
La cantina, que tenía un pequeño cartel luminoso que decía EL CORAZÓN DURO so-
bre el portal doble, parecía bastante ocupada. Atravesó el aire y captó los olores de un
pub funcionando: humo fragante, bebidas calientes, algunos olores corporales de pa-
rroquianos que debieron haberse duchado antes de venir. La mayoría era de la armada,
algunos contratistas, más varones que mujeres, lo que no era de extrañar. La mayoría
144 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
de los clientes eran humanos o humanoides lo suficientemente cerca que era difícil no-
tar la diferencia. La iluminación era lo suficientemente baja como para permitir algún
tipo de privacidad, pero no tan tenue como para no ofrecer un espectro útil. Su especie
podía ver un poco más en el ultravioleta que algunas, pero no tanto en el infrarrojo
como otras. Aún así, no iba a chocarse con las paredes aquí.
Las mesas estaban en su mayoría llenas, pero había unos pocos espacios vacíos en el
bar, que iban sobre todo por la pared derecha, desde donde había entrado. Ratua pasó
entre las mesas atestadas, con cuidado, con una facilidad nacida de una larga práctica,
de no chocar a nadie ni meterse inesperadamente en el espacio de nadie. Si sorprendías
a algunas personas disparaban sin pensárselo dos veces, y los militares eran más rápi-
dos con el gatillo que una gran cantidad de civiles.
Pero parecía que eso no sería un problema aquí. Notó un signo sobre el espejo detrás
de la barra: D. Significaba «desarmado». Eso era una buena idea. Los tipos de la ar-
mada parecían disfrutar de llevar un arma dondequiera que iban; si se emborrachaban
y se enojaban, los disparos bláster perdidos podrían ser un problema. Ya era bastante
malo si molestabas a alguien hasta el punto en que estaba listo para sacar su arma y
cocinarte; aún peor si te ocupabas de tus propios asuntos y recibías un tiro dirigido a
otra persona.
Ratua logró llegar a la barra. Había un par de droides meseras recorriendo el piso, una
detrás de la barra, y una muy atractiva mujer twi’lek con una hermosa piel de color
verde azulado que mostraba en todas partes donde su mono de mangas cortas la dejaba
descubierta… lugares que sumaban un número satisfactoriamente grande.
—¿En qué puedo servirle? —dijo una de las droides.
—Cerveza de la casa —dijo.
—Dos créditos. ¿Su número de débito?
—Efectivo. —Ratua dejó caer dos monedas en el cajón de dinero de la droide, que
extrudió de su torso para recibirlas. Después de un momento, la droide le alcanzó una
jarra de cerveza de color ámbar con un centímetro de espuma por encima.
—Gracias —dijo Ratua. La cerveza estaba fría, era sabrosa, con una pizca de algo
agrio por debajo. Excelente.
Se volvió ligeramente, con la jarra en la mano, y observó la habitación.
En la pared del fondo, justo a la derecha de la segunda entrada, había un humano gran-
de. Estaba vigilando a los parroquianos sin mirar a nadie en particular. Ratua sintió la
mirada del hombre tocarlo y seguir adelante. Esa sería la seguridad interna y por su
aspecto, no era un tipo con el que quisieras discutir. Ratua había visto a muchos hom-
bres violentos en muchos planetas, muchos de los cuales eran simplemente malos por
naturaleza, y algunos que tenían cierto aspecto competente en ellos que hablaba de
entrenamiento y capacidad. Este tipo era uno de esos. Si dabas un paso torcido aquí,
te encontrarías desplazado sin contemplaciones al pasillo exterior. Si empezabas un
verdadero escándalo, claramente, pronto desearías no haberlo hecho.
—Ese es Rodo —dijo una voz femenina desde detrás de la barra—. No muerde. No lo
necesita.
DEATH STAR 145
Ratua miró. Ahí estaba la mujer twi’lek, sonriéndole. Él asintió con la cabeza, y la
saludó con su cerveza.
—Y supongo que una persona sensata tendría cuidado de no ser objeto de la irritación
de Rodo.
—En eso, estarías en lo cierto. Soy Memah Roothes. Administro el lugar.
Ratua asintió otra vez. Él consideró darle su identidad falsa, pero por alguna razón que
no pudo comenzar a entender, fue en cambio con su verdadero nombre.
—Celot Ratua Dil —dijo—. Me gustó el lugar cuando entré y me gusta incluso más
ahora que nos hemos conocido.
—Oh, un galán. —Su voz sonaba divertida, pero también había un dejo de interés. Al
menos, él lo esperaba.
—Yo no, Memah Roothes —contestó—. Sólo alguien que aprecia la buena cerveza y
a las mujeres hermosas.
—Bienvenido al Corazón Duro, Celot Ratua Dil. ¿Eres un contratista?
—En realidad, recientemente escapé del planeta prisión. Intento abrirme camino a base
de engaños.
Ella levantó una ceja agradecida.
—El sentido del humor vale mucho por aquí.
Él miró a su alrededor, observando los colores brillantes y decoraciones que suaviza-
ban pero no disfrazaban completamente los ángulos duros y la severidad general de la
arquitectura. A pesar de lo impresionante que era la nueva arma del Imperio, no iba a
ganar ningún premio de diseño.
—Ya lo veo. Supongo que hay más de una razón para llamarla la Estrella de la Muer-
te. Y —añadió—, llámame Ratua, por favor. —Sonrió y volvió a levantar su jarra—.
¿Puedo comprarte una bebida?
—Demasiado pronto para empezar en este turno —dijo Memah Roothes—. Pero si
sigues aquí dentro de más o menos una hora, tal vez te acepte la oferta.
Ratua sonrió.
—Ni una manada de banthas salvajes podría alejarme de aquí.
Ella se apartó para servir a un nuevo cliente, y él la miró, admirando sus flexibles mo-
vimientos. Oh, sí, definitivamente iba a pasar algún tiempo de calidad aquí.
33
SALA DE OPERACIONES, CENTRO MÉDICO, ESTRELLA DE LA MUERTE
L
a cirugía no iba tan bien como debería. Uli se estaba frustrando.
—Pon un compresor en esa hemorragia, rápido —dijo.
El ayudante quirúrgico, un droide MD-S3, era una unidad estacionaria integrada
al conjunto. Utilizó un brazo delgado y flexible para cerrar un lector de campo sobre
la vena cortada; el flujo de sangre se detuvo. El droide limpió diestramente con una
esponja la sangre en la cavidad.
—Esponja cuatro —dijo en voz alta, retiró la esponja de la incisión endoscópica y tiró
la prenda empapada en la bandeja de desechos.
—Limpia —dijo Uli.
El droide utilizó otro de sus múltiples brazos para pasar un paño estéril sobre la frente
de Uli, limpiando el sudor que amenazaba con caerle en los ojos. Había películas anti-
sudor que podían pulverizarse para mantener temporalmente a raya la transpiración,
pero a Uli no le gustaban; la mayoría le daban comezón.
Abrir humanos y humanoides generalmente no era ningún problema para él… podía
hacer cirugía de clones en sus sueños, realmente podría haberlo hecho en un par de oca-
siones cuando estaba en el campo, trabajando largos turnos y remendando decenas de
heridos cada día. Pero la genética natural a veces te lanzaba un desafío, un cuerpo que
no estaba construido exactamente del mismo modo en que la mayoría de esa especie
en particular normalmente estaban construidos. El mayor de la armada que estaba aquí
sobre la mesa de operaciones era uno de esos desafíos, y si Uli no averiguaba lo que
necesitaba saber, y rápido, el mayor podría convertirse en una estadística interesante.
Tres horas antes, un hombre humano del planeta Bakura de cuarenta años se había
presentado a examen médico quejándose de náuseas, pérdida de apetito, fiebre baja y
dolor en el abdomen. Los síntomas eran clásicamente consistentes con un apéndice in-
flamado. El médico que lo examinó realizó el diagnóstico y envió al paciente a cirugía.
Normalmente un droide cirujano se habría ocupado de una operación como ésta, rápida
y eficientemente. Pero la estación de combate aún estaba escasa de personal y equipo.
Así que Uli se encogió de hombros y se lavó las manos. Debería haber sido una apen-
DEATH STAR 147
dicectomía de rutina, el tipo de cirugía aburrida que cualquier residente de primer año
podría hacer con una sola mano. Excepto que cuando Uli metió un endoscopio en el
mayor para encontrar el apéndice inflamado, se encontró con un pequeño problema:
No estaba allí.
Por lo menos, no estaba donde se suponía que debía estar. Esto era imposible, pero Uli
no perdió el tiempo cuestionando la imagen en la pantalla.
—Haz una exploración tomográfica axial y encuentra ese apéndice —le dijo al droide
MD.
—Sí, doctor —respondió el droide. Sus escáneres de imágenes zumbaron. Una delga-
da línea verde apareció y se movió desde la ingle al pecho del paciente, mapeando la
longitud y la anchura de la exploración—. Exploración TA completa.
—Muéstrame.
Una proyección holográfica a tamaño natural, apareció sobre el paciente, flotando en el
resplandor azul pálido de las lámparas de esterilidad ultravioleta del quirófano.
Uli miró.
—Todavía no… oh, ahí está. ¿Qué frip está haciendo allí?
Era una pregunta retórica, pero el droide la contestó de todos modos.
—Una comparación cruzada con mis archivos de datos indica una anormalidad anató-
mica, doctor.
—Brillante. —Uli meneó la cabeza. Que el destino lo salvara de los droides de mente
literal. Pero no había tiempo para molestarse con el MD-S3. El apéndice estaba hin-
chado a lo que parecía ser cuatro veces el tamaño normal, aunque su inusual ubicación
lo hacía difícil de ver a pesar de que ya sabía donde estaba. Su mente consideró varias
opciones. Tenía que abrir un poco más al hombre, o hacer que un brazo endoscópico
cortara y pegara… sí, eso sería lo mejor. Lo menos invasivo.
—Extiende un endoscopio números seis con una pinza de SS y sella ese apéndice.
—Sí, doctor.
Otro apéndice delgado serpenteó desde su lugar en el droide. Éste tenía una horquilla
de dos puntas. La superior era una lente de cámara autolimpiante, mientras que la pun-
ta inferior, cinco centímetros más larga, sostenía abierta una pinza de acero quirúrgico.
El droide hábilmente introdujo el brazo en el paciente. El holo apareció sobre el hom-
bre, mostrando el avance de la horquilla.
Infaliblemente, el droide colocó la pinza en la base del apéndice inflamado y luego la
cerró rápidamente. Un segundo brazo, un endocortador, se deslizó al interior y, con un
flash actínico de luz láser, quitó el apéndice. Un accesorio aspiradora succionó cual-
quier posible contaminante. El droide removió los brazos quirúrgicos y el tejido.
Uli respiró más fácilmente.
—Haz una exploración del apéndice en busca de patógenos y ordena los antígenos
eficaces para lo que encuentres.
—Sí, doctor.
—Envíame una copia del trabajo de laboratorio y las recetas.
—Sí, doctor.
148 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
Graneet más joven había admirado tanto a su tío que se había alistado, lo que hacía
que Tenn sintiera una cantidad considerable de responsabilidad por su muerte. Era la
idea de tanta energía y la posibilidad de que se volviera incontrolable. Tenn volvió a
sorprenderse a sí mismo. Nunca antes se había preocupado mucho acerca de la tecno-
logía falible. Él no buscaba la razón por qué, él era el hombre del gatillo. Y le estaban
entregando el arma más grande de la galaxia… sin seguro.
¿Pero era él capaz de blandir sabiamente ese poder?
¿Lo era alguien?
34
BAHÍA DE ENBARQUE 6, SECTOR ALFA, ESTRELLA DE LA MUERTE
D
aala bajó por la rampa con aspecto de almirante imperial en cada centímetro.
Ella no sólo caminaba, arrasaba, y fue una alegría ver su paso. Fuerte, inteli-
gente, ambiciosa, dedicada, divertida, y hermosa… ¿qué más podría un hom-
bre desear en una compañera?
Bueno, sería bueno un poco más de proximidad. Pero ambos eran criaturas del deber, y
Tarkin sabía que no estaba dispuesto a cambiar en el corto plazo; seguro que no hasta
que la estación de combate estuviera terminada y lista para la acción. Tal vez ni siquie-
ra entonces. Él sabía que Daala lo miraba con mucha preferencia, pero la relación siem-
pre había sido secundaria a su carrera. Él lo entendía. Más; lo admiraba. No querría
una mujer que pensara menos de sí misma. Esa era la máxima paradoja, por supuesto.
—Gran Moff Tarkin. Me alegro de verlo otra vez, señor.
Tarkin mantuvo su sonrisa bajo control. Uno tenía que actuar de forma apropiada con
tales cosas a plena vista.
—Almirante Daala. El placer es mío. ¿Confío en que su viaje transcurriera sin inciden-
tes?
—Sí, señor. Ningún inconveniente en absoluto.
—Excelente. Permíteme guiarte a tu camarote. Tu suite, da la casualidad, está justo al
lado de la mía.
Vio un destello de anticipación cruzar por su rostro apenas suficiente para notarlo es-
tando justo en frente de ella.
—Qué conveniente, Wilhuff —dijo ella, en una voz muy baja y sin mover los labios.
Él no pudo evitar sonreír, a pesar de sus esfuerzos.
—Por aquí, almirante. —Extendió una mano para mostrarle la dirección.
Ella le dio un asentimiento militar, y dejaron atrás la guardia de honor. Mientras cami-
naban, ella miró alrededor del hangar, impresionada.
—Sabía que sería enorme, pero la realidad es más de lo que había imaginado.
—Guarda tu asombro para cuando esté terminada y operativa. Lo que ya será muy
pronto.
152 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
maño de la Estrella de la Muerte, el espacio era limitado… por lo menos para las cosas
tales como el almacenamiento de datos.
Aunque había visto más grandes y mejores, la cantidad de datos acumulados era im-
presionante. Los archivos eran extensos, los sistemas de recuperación contaban con
una gruesa memoria para acelerar las descargas, y los circuitos de difusión para el lec-
tor eran de primera. Era una lástima que la mayoría de la gente ya no fuera a las biblio-
tecas, no cuando podía sentarse en la comodidad de sus propios camarotes y acceder
electrónicamente a los archivos.
¿Quieres leer la nueva novela interestelar de moda, o el último número de la holorevis-
ta Seres? Ingresa el nombre, toca un control y zas… ya está en tu cuaderno de datos.
¿Necesitas estudiar la historia de las especies inteligentes con alas? No es más difícil
que introducir parámetros de búsqueda, luego buscar en las referencias bibliográficas
y elegir un lugar por donde comenzar.
Por supuesto, había seres anticuados que todavía realmente iban hasta donde estaban
los archivos. En algunos mundos las bibliotecas más antiguas tenían libros —verda-
deros volúmenes encuadernados de páginas impresas— alineados prolijamente en los
estantes, y los lectores podían caminar por los pasillos, tomar un volumen, oler el olor
a moho polvoriento en él y luego llevarlo a una mesa para leerlo tranquilamente.
No quedaban muchos de aquellos lectores, y cada vez eran más raros… esto Atour lo
sabía por experiencia. Pero había algunos que todavía sabían cómo pasar de página…
y para aquellos que todavía estaban dispuestos a hacerlo, las recompensas podrían ser
muy grandes.
Por supuesto que Atour no era ningún anticuario ludita que renegaba y vituperaba
contra el mundo moderno. Por el contrario, había sido elogiado por los expertos como
un cortacódigos de excelente calidad. Y más de una vez le había sido muy útil tener
conocimiento que se suponía que no debía tener. Uno normalmente no pensaba que el
negocio de almacenamiento de datos y recuperación de información era particularmen-
te despiadado, pero había que recordar que, en el Imperio de Palpatine, cada negocio
era despiadado. Y si uno era el bibliotecario y archivista principal, este tipo de archivos
era accesible, incluso sin autorización de alto nivel. No se había pasado la vida entre
las pilas sin aprender uno o dos trucos.
Así fue como Riten se encontró buscando un conjunto de planos de esta estación de
combate, también conocida como la Estrella de la Muerte. No era ningún ingeniero
para entender todos los esquemas, y los documentos estaban llenos de jerga técnica,
pero cualquiera con incluso un puñado de educación general podría ver la maravilla del
lugar. Era un monstruo en tamaño, y en intención —así como en capacidad de matar—,
o lo sería una vez que estuviera montado todo el armamento y estuviera operacional.
Un material fascinante…
Durante más de unos pocos años, cuando Atour Riten descubría esos archivos intere-
santes y potencialmente útiles, los copiaba y registraba en una carpeta personal cuyo
código era prácticamente imposible de cortar. Además de las mejores protecciones
militares y cortafuegos, la carpeta también estaba protegida por un número aleatorio
154 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
generado por una computadora cuántica, dicho número era de cuarenta y siete dígitos.
Por otra parte, el programa cambiaba cada dígito a una cifra inferior o superior cada
seis horas estándar, y sólo alguien con el código de acceso al programa en ejecución
podría hacer un seguimiento de este cambio… había que conocer la fecha y la hora en
que el programa generaba el número con el fin de seguir la secuencia. Era un proceso
lento y difícil de manejar, poco conveniente para los archivos que necesitaban ser ac-
cedidos con alguna frecuencia, pero factible para él.
Una vez que los archivos se copiaban, necesitaba un lugar seguro donde mantenerlos.
Durante algún tiempo, desde que había administrado la biblioteca de la base militar
allí, él había enviado los archivos a Danuta, un planeta de ninguna gran importancia
o valor salvo por su ubicación ligeramente estratégica. Era bastante fácil hacer que la
información codificada viajara a cuestas de un mensaje de comunicaciones imperial
o incluso de una holocomunicación… otro truco que había aprendido en sus años de
acceder a secretos militares.
Algún día, si vivía lo suficiente, Atour pretendía escribir una historia de los tiempos
que habían comenzado con las Guerras Clon y pasando por el actual conflicto entre el
Imperio y la Alianza Rebelde. Por supuesto que tendría que esperar y ver quién ganaba
antes de poder llegar a esa parte, pero siempre estaba buscando material de investiga-
ción. Los planos de esta estación de combate, que bien podría ser un punto de inflexión
de la guerra en curso, sin duda parecían dignos de un lugar en esa investigación. Ten-
dría que escribir ese recuento bajo un seudónimo, por supuesto. No importaba qué lado
ganara, querrían tener unas palabras con el autor de tal tomo, que sostendría ambos
lados bajo una luz brillante que no adularía a ninguno. Probablemente la información
sería suprimida, pero eso no importaba. Siempre habría copias de ella flotando, y seres
que deseaban conocer su contenido. El conocimiento era así… una vez que se sacaba
a la luz, era difícil, si no imposible, devolverlo a las sombras.
Atour se reclinó en la silla fluyeforma, que ofrecía un ajuste silencioso a sus contornos.
Tenía que reconocer que el Imperio… cuando quería, podía proporcionar ambientes de
primera clase. Su oficina era testimonio de aquello.
Hizo un gesto a la cámara de la computadora, moviendo los dedos en un patrón que
decía: Limpiar todos los registros de este acceso. El holo parpadeó una vez, y estaba
hecho. Ahora necesitaba encontrar una señal de comunicación saliente de la estación,
y enlazar y poner en camino a sus archivos robados con ella. Las comunicaciones
estaban restringidas en esta base, por supuesto, pero si ibas lo suficientemente alto en
la cadena de mando, siempre había alguien que podía hablar con alguien más. Y dado
que cualquier oficial tan tonto como para arriesgar su carrera robando un uso de las
comunicaciones de un oficial superior probablemente no habría sido asignado aquí en
primer lugar, los técnicos muy probablemente ni se molestaban en mirar muy de cerca
los mensajes que se estaban generando. Y aun si lo hicieran, no verían la adición de
Atour si no sabían exactamente dónde y cómo buscar.
La rendija en la armadura de los seres poderosos era que creían que el poder los hacía
más inteligentes, así como a prueba de blásteres. Según la experiencia de Atour Riten,
DEATH STAR 155
M
otti se enorgullecía de mantener la forma. Desvestido hasta la ropa interior
deportiva y bañado en su propio sudor, estaba ejercitando en la habitación de
gravedad pesada de ejecutivos, a la que había configurado a un tirón de tres
g. Sólo permanecer de pie en un campo así era un esfuerzo. Cada movimiento requería
tres veces la energía de lo que lo hacía normalmente. Incluso saltar era arriesgado…
un aterrizaje en un mal ángulo y podrías romperte un tobillo. Si tropezabas y caías, el
impacto podría romperte fatalmente el cráneo.
Motti recogió un trío de bolas de entrenamiento de densoplástico, cada una del tamaño
de un puño. En cualquier otro lugar en la estación pesarían alrededor de un kilo cada
una; en la sala de GP eran tres cada una. Hacer malabarismos con ellas hacía que sus
músculos ardieran rápidamente. Sus hombros, brazos, manos, espalda… todos protes-
taban por el esfuerzo mientras tiraba y cogía las bolas. Podía hacer los tres patrones
más básicos: la cascada, que era el más fácil; la cascada inversa, un poco más difícil; y
la ducha, en el que todas las bolas hacían círculos en la misma dirección. Si se le caía
una era por lo general durante el patrón de la ducha, y lo primero que había aprendido
al hacer malabarismos en la sala de GP era apartar los pies si se le caía una pelota. Tres
kilos en movimiento tres veces más rápido de lo normal podrían fácilmente romperle
los huesos o aplastar los dedos del pie.
Hoy, a pesar del ardor en sus músculos, era una máquina, moviéndose a la perfección,
y las bolas se mantenían en el aire, moviéndose en sincronía sin ningún defecto. Era
consciente de que un par de oficiales superiores lo estaban observando desde una es-
quina de la habitación, y sonrió para sí mismo. Estar en forma era importante. Ser fí-
sicamente más fuerte que los hombres a tu alrededor hacía que te miraran con el nivel
más básico de respeto: Hazme enojar, y puedo partirte a la mitad. Él no era, ni nunca
sería, un oficial gordo y fuera de forma de escritorio que jadeaba y se quedaba sin alien-
to si tenía que subir un tramo de escaleras.
Comenzó a hacer malabares con las tres bolas pesadas más rápido, acortando los arcos,
trayendo los codos más cerca de su cuerpo, apretando el patrón. Las bolas, que habían
DEATH STAR 157
esa posición, no si podía evitarlo. Y no iba a cantinas para pelear… eso era simplemen-
te estúpido. Nunca sabías quién tenía una vibrohoja escondida en el bolsillo, o un par
de amigos que iba a saltar inesperadamente para ayudarlo cuando le sacaras ventaja.
Nova se preguntaría después, si realmente había algo de cierto en la teoría metafísica
que pensar esos pensamientos les daba una mayor probabilidad de ocurrencia. Tal vez
si hubiera estado pensando en lavar la ropa o llevar a los trabajadores al comedor, el
tipo que pasaba caminando no se habría tropezado en ese momento. Tal vez. O tal vez
tenía algo que ver con el Parpadeo.
Parpadeo era su nombre privado para una habilidad que tenía de anticiparse a las cosas,
especialmente los movimientos de los oponentes. Muchas veces, durante una pelea, él
sabía de alguna manera, antes de que comenzara el movimiento, adonde el otro tipo
iba a lanzar un codazo o una patada. Por supuesto, ser capaz de anticipar el próximo
movimiento de tu rival era la esencia de la buena lucha, pero el Parpadeo iba más allá
de eso. Ni siquiera los años de práctica podían decirle, por ejemplo, si un antagonista
estaba a punto de activar un confundidor portátil oculto, un dispositivo que alteraba
los sentidos y podía hacerte perder el equilibrio. O si otro luchador venía girando la
esquina como respaldo al primero. Pero estas cosas y otras, le habían pasado a Nova.
Y lo había sabido. De algún modo.
Fuera cual fuera la razón, vio al hombre, que llevaba una bandeja de jarras de cerveza
que había recogido en la barra, enganchar su bota en la pata de un taburete, y como el
taburete estaba trabado, la pata no se movió. El tipo comenzó a caer directamente hacia
Nova que, sin pensarlo, se puso de pie, extendió la mano izquierda y empujó suave-
mente el hombro del hombre que caía, desviándolo hacia el costado para que en lugar
de tirar la bandeja de jarras en el regazo de Nova, el hombre pasara de largo y cayera
medio metro a la derecha.
Las jarras volaron, lanzando gotas de cerveza espumosa en todas direcciones. La ban-
deja golpeó el piso delante de su antiguo dueño, que logró detener su caída con las
manos. Entonces, grande, borracho y muy irritado, se levantó del piso y giró para en-
frentar a Nova.
—¿Estás bien, amigo? —preguntó Nova.
—¡No, no estoy jodidamente bien! ¿Por qué me hiciste tropezar?
Nova meneó la cabeza.
—No lo hice. Enganchaste el pie en ese taburete de ahí.
—¿Me estás llamando mentiroso?
—Sólo diciéndote lo que vi.
—Me hiciste tropezar, ¡y luego me empujaste!
—No. Sólo evité que cayeras encima de mí. Lo siento. Fue un reflejo.
El hombre cerró las manos en puños. Su rostro, se puso aún más rojo de lo que ya es-
taba. Nova suspiró. Conocía las señales. En cualquier segundo ahora…
El hombre dio un paso y lanzó un golpe fuerte de derecha hacia la cara de Nova. Nova
giró la cabeza, levantó la mano izquierda para desviar un poco el puño y con la palma
abierta de su mano derecha golpeó al atacante en la sien izquierda, haciéndolo tamba-
DEATH STAR 159
lear. Antes de que el hombre pudiera hacer más que parpadear, Nova cambió las manos
de posición y golpeó la base de su mano izquierda en la sien derecha del hombre. El
hombre volvió a caer, no inconsciente, pero no muy lejos de estarlo.
—¿Has terminado, sargento? —vino una voz suave detrás de él.
Nova había presentido, más que visto, al gran hombre de seguridad acercarse por su
derecha.
—Creo que sí. —Nova se volvió para encontrar al portero irguiéndose ante él.
—Teräs käsi —dijo el portero. No era una pregunta.
—Sí.
El hombre más grande asintió.
—Línea alta, herramientas en espejo. Muy bueno. Soy Rodo.
—Nova Stihl.
Pasaron un par de latidos del corazón.
—Fuiste un poco lento en llegar —dijo Nova.
—En realidad no. Te vi reaccionar. No pensé que necesitaras ayuda. —Rodo miró al
hombre aturdido.
—Y querías ver.
Rodo se encogió de hombros.
—Claro. ¿Tú no?
Nova sonrió.
—Oh, sí.
La sonrisa de Rodo igualó la suya.
—Yo invito la próxima cerveza.
—Creo que ya he terminado de beber.
—Sí, por eso la ofrecí. —Hizo una pausa, luego agregó—: Hay un tipo que da clases
de teräs käsi en los niveles inferiores.
—Ese soy yo.
—¿Tal vez yo podría pasar a ver?
—Eso me gustaría. Serás bienvenido cuando quieras
Rodo se inclinó y, casi sin parecer esforzarse, puso al hombre todavía confundido de
pie.
—¿Qué te parece si terminamos por esta noche y volvemos a casa, eh, amigo?
El hombre asintió.
—Sí. Estoy muy cansado. ¿Que pasó?
—Te tropezaste.
—Oh, vaya.
Nueva Stihl esperó hasta que Rodo tuviera al borracho firmemente agarrado antes de
volver a sentarse. Se dio cuenta de que los demás soldados en las mesas lo miraban
con una cierta cantidad de… algo… en las caras. ¿Sorpresa? ¿Asombro? ¿Respeto?
¿Miedo?
Todos los anteriores, probablemente.
—Yo invito la próxima ronda —dijo Nova—. Para celebrar la unión del sargento Di-
160 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
A
l jefe suboficial Tenn Graneet le habían asegurado que la reproducción de la
sala de control de la batería del superláser era una réplica exacta de la que aún
estaba inacabada, hasta el último remache. Cada función que se encontraba en
el arma definitiva pronta a entrar en funcionamiento estaba replicada en el simulador.
El equipo de artillería iba a pasar largas horas de entrenamiento en las consolas simu-
ladas, programando en sus cerebros el complicado procedimiento de disparo, de modo
que cuando la verdadera sala de control se pusiera en funcionamiento, el cambio a la
cosa real sería tan fácil como caerse de un bantha.
Lo que era bueno, porque la batería superláser no era una instalación simple. Era, de
hecho, mucho más compleja que cualquier control de armas en una nave de la Armada
Imperial que Tenn nunca hubiera encontrado. Había bancos de interruptores ilumina-
dos codificados por color para cada uno de los ocho sub-rayos tributarios; una doble
fila de monitores alrededor de la pared que mostraba cada una de las funciones del re-
actor y generador de hipermateria; lecturas de sensores desde el corazón del reactor a
los amplificadores e inductor de campo, el eje del rayo… tomados en conjunto, hacían
que el arma más grande de un destructor pesado pareciera un juguete para niños. Cada
componente tenía que ser precisamente afinado y enfocado. Si el imán de enfoque del
haz principal estaba desviado un nanómetro, los rayos tributarios no se unirían, y había
una buena posibilidad de explosiones de desequilibrio en el eje del rayo, si los tributa-
rios no se pulsaban exactamente en el momento adecuado y en la secuencia apropiada.
Los técnicos e ingenieros tendían a desestimar esa posibilidad como demasiado pe-
queña como para preocuparse. Era una posibilidad entre cien millones, decían. Tenn
no se iba a tragar eso. Cuando se trataba de algo tan potencialmente mortal, no había
probabilidades lo suficientemente remotas. Era cierto que había dispositivos automá-
ticos a prueba de fallos, pero Tenn —ni ningún jefe digno de la sal en él— confiaba
en ellos tanto como podía pasear en el duro vacío. Algunos de esos ingenieros vivían
en ganchos celestiales tanto más arriba de las nubes que se habían olvidado de cómo
era el suelo. Si un diseñador de armas no estaba dispuesto a estar a su lado cuando era
DEATH STAR 163
probada, bueno, Tenn tampoco veía ninguna razón para estar allí.
Disparar un monstruo como este no era como tirar del gatillo de un bláster. El tiempo
óptimo sería de quince o veinte segundos desde recibir la orden de fuego hasta que el
haz principal estaba listo para ser desatado, y todavía no habían conseguido llegar ni
cerca de eso. La mitad de las veces durante las simulaciones de fuego no podían equi-
librar los armónicos de fase lo suficiente para disparar el haz primario. E incluso si el
anillo magnético era precisamente estabilizado, todo lo que haría falta era que uno de
los tributarios se saliera tanto como un microhertz fuera de fase, y el resto también se
desincronizaría. El resultado sería una explosión por retroalimentación a lo largo del
eje del rayo y hasta el reactor principal que a su vez convertiría a la estación de comba-
te en una nube de plasma incandescente en menos de un solo latido, y el Imperio daría
las gracias a sus familias por su sacrificio.
Eso no iba a suceder mientras él estuviera cargo, juró Tenn. Para cuando la verdadera
batería estuviera en funcionamiento, Tenn esperaba que su equipo ejecutara el progra-
ma tan suave como lubricante en una placa de densecris pulido. Pero todavía no esta-
ban allí. Ni siquiera a menos de un parsec de distancia.
Afortunadamente, había un montón de tiempo para la práctica. La tripulación, la mitad
de los cuales Tenn había traído de su antigua unidad, con la ayuda de su nuevo coman-
dante, estaba lo suficientemente afinada, pero se requerían doce personas para hacer
que la batería encendiera correctamente el gran cañón y lo hiciera disparar, y cada uno
de ellos tenía que hacer su parte perfectamente. No había margen para el error. Hasta
el momento, en la primera docena de ensayos, habían sido capaces de disparar el haz
primario cinco veces en un minuto de la orden. Una vez habían demorado dos minutos,
y cuatro veces no habían sido capaces de enfocar correctamente todos los afluentes, lo
que resultó en un completo fracaso del disparo. Una vez la computadora había regis-
trado una ondulación menor del rayo que habría dado lugar a una parada automática
de la alimentación de energía primaria para evitar daños, lo que significaba que habría
tomado una hora antes de volver a levantar la secuencia de encendido. ¿Y no habría
sido ese un trabajo encantador, recalibrar todo mientras las baterías de tierra de una
base rebelde te arrojaban dura energía?
Además de los problemas reales, habían hecho la simulación de un fallo mayor de
ejecución con múltiples ondulaciones de rayos y desarmonía de fases. En teoría, la
computadora podría haber apagado eso a tiempo, pero Tenn creía que ese informe
era optimista. En una situación real, con un arma completamente energizada, era más
probable que eso hubiera convertido a un montón de seres, equipo y todo lo demás en
iones siseantes corriendo hacia los bordes de la galaxia.
—Bien, chicos, vamos a ver si podemos hacerlo bien esta vez. Quiero que todo sea
al pie de la letra y limpio. Si mueven el interruptor equivocado, estarán en patrulla de
cocina por una semana. Si son demasiado lentos en equilibrar las fases, mejor que se
consigan unos tapones para la nariz, porque van a fregar los compactadores de basura
hasta que brillen. Si se cae una lectura de los inductores, se encontrarán paleando los
corrales de animales hasta que huelan como el extremo sur de un reek que va hacia el
164 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
V
il Dance volaba como un hombre poseído por un espíritu libre, tan bien como
siempre había pilotado un caza TIE, realmente agudo, lo sabía… y sin embargo
no era lo suficientemente bueno. ¡No importaba cómo zigzagueara o frenara de
golpe o se zambullera, el atacante seguía justo detrás de él! No podía sacudírselo… la
otra nave era como alguna sombra imposible, imitando cada uno de sus movimientos.
Vil hizo una caída con potencia, pero el perseguidor se quedó justo detrás de él como
si estuviera soldado al TIE de Vil. Rodó, se puso vertical y la cola todavía estaba allí.
No había disparado ni un tiro.
—Muy bien —murmuró entre dientes—. Vamos a quemar algunas g, amigo. Forzó al
TIE en un giro de casi noventa grados a estribor, casi desmayándose por el irresistible
tirón de la gravedad que se elevó al menos a cuatro g. Y el misterioso caza negro no
sólo lo igualó, sino que lo hizo parecer fácil. Vil, casi podía oír a su némesis detrás de
él bostezando. Si pudiera sacudírselo el tiempo suficiente para girar, al menos podría
lograr una maniobra desesperada que los pilotos llamaban LDM: Los Dos Morimos. Se
llevaría al hijo de un raitch con él.
Pero ya era demasiado tarde para eso. Abruptamente los cañones de iones de su con-
trincante refulgieron. Una luz blanca llenó la cabina, y mientras lo cegaba, Vil escuchó:
—Su nave ha sido destruida. —No se suponía que la voz del simulador de vuelo tuvie-
ra ninguna inflexión, pero Vil estaba seguro de que escuchó un petulante tono de ¡te
atrapé!
—Apagar simulador —dijo Vil. Estaba disgustado consigo mismo. La holoproyección
se apagó, y él se inclinó hacia atrás en la silla fluyeforma de control y suspiró.
Había pensado —esperado— que las cosas de artes marciales que había estado estu-
diando harían una diferencia. Después de un par de meses de clases, sentía que se había
vuelto un poco más agudo. Y era cierto, se había dado cuenta al mirar las lecturas; los
temporizadores habían comprobado su tiempo de reacción. Era más rápido.
Pero no lo suficientemente rápido como para superar al simulador.
Desde que el novato Kendo había muerto, más de un mes atrás, Vil sentía que estaba
DEATH STAR 167
fuera de su juego. No era nada dramático… todavía podía volar mejor que cualquiera
en la estación de combate, sin lugar a dudas. Pero todavía se sentía menos que óptimo.
No había sido su culpa. El muchacho había sido imprudente. Terminó masticando va-
cío por ello, y no había nada que Vil pudiera haber hecho.
Pero había sido uno del Escuadrón Alfa, y como tal, Vil se sentía responsable. Nunca
antes había tenido una muerte en su escuadrón. Sentía que él debía hacer algo más que
el servicio conmemorativo obligatorio, las expresiones de condolencias a la familia
través de un holo. Pero no tenía ni idea de qué.
Habría sido una cosa si Kendo Nond hubiera muerto en el fragor de la batalla. Pero irse
en algo tan tonto como un ejercicio de entrenamiento… era tan sin sentido.
De hecho, había veces cuando a Vil todo le parecía bastante sin sentido. Y estos pensa-
mientos, estas sensaciones, lo perturbaban… casi tanto como la muerte del muchacho.
Él había firmado para ser piloto de combate del Imperio; se había imaginado que es-
taría volando como un cohete a través del cosmos, disparándole a los malhechores en
nombre de todo lo bueno en la galaxia. Pero hasta el momento, las únicas muertes que
había visto eran las de un variopinto grupo de convictos escapados que habían robado
una lanzadera y un muchacho demasiado engreído para vivir.
No era exactamente cómo lo había visualizado.
—¿Tiempo de lucha? —preguntó.
—Dos minutos, catorce segundos —dijo la computadora.
Las cejas de Vil se levantaron ante esto. No había parecido tanto tiempo durante el
combate. Ese era un mejor tiempo personal contra el simulador del coronel Vindoo
Barvel, el único hombre que había aguantado aunque fuera algunas respiraciones con-
tra Darth Vader. Vil se preguntó cómo le iría contra un simulador de Vader. No es que
alguna vez fuera a descubrirlo; le gustaría conocer al tipo lo bastante loco y tonto
como para pedirle al hombre de negro que permitiera que lo analizara y grabara en
holo mientras que fingía pilotar un TIE. Para bien o para mal, lo más probable sería
que Vader le cortara la cabeza al hombre con esa extravagante espada láser que usaba.
De todos modos, él había aguantado sus dos segundos más que nunca antes. Tal vez
estas cosas mano a mano que enseñaba Stihl tenían algún mérito, después de todo. Se
sentía un poco mejor.
—¿Dónde estoy en el ranking general?
—Entre los pilotos imperiales en servicio, usted está actualmente en el puesto dieci-
nueve de esta simulación.
Hmm.
—¿Entre cuántos?
—Doscientos treintaicuatro mil ciento doce.
Bueno, así que no era demasiado malo. ¿Sólo había dieciocho pilotos por delante de
él, entre casi un cuarto de millón? Ciertamente no era nada de lo que avergonzarse…
Vil suspiró. Se inclinó hacia atrás en la fluyeforma.
—Prepárala otra vez —dijo.
—Comienzo de la simulación en diez segundos. Nueve… ocho… siete… seis…
168 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
nes, algunos que se remontaban a la Edad de Oro. Lord Alferon supuestamente era tan
rico que podría comprar un planeta, cubrirlo hasta las rodillas de metales y joyas pre-
ciosas, y luego utilizar la rumoreada arma del juicio final de esta estación de combate
para volarlo en átomos sin hacer un hueco notable en su erario. También era una espe-
cie de experimentador, y era dueño de una empresa de diseño de droides donde pasaba
una gran parte de su tiempo personal. Atour pensó con nostalgia en la biblioteca del
hombre rico. Había gente que mataría por trabajar allí, y él estaba en primera fila entre
ellos. Siete millones de libros. Suspiró. Eso hacía doler el corazón de uno.
—Está bien, entonces. De ahora en adelante, responderás al nombre de «Percé». ¿A
menos que tengas alguna objeción?
—Ninguna objeción, señor. —¿Era el tono del droide ligeramente más frío? Bueno, si
era así, era una lástima.
—Bueno —dijo Atour—. Ahora ven aquí y haz algo útil. Hay un cuello de botella en
este sistema de acceso, aquí… —señaló en la holopantalla—… y lo quiero eliminar.
Encuentra una manera.
—Muy bien, señor. ¿Será eso todo por ahora?
—Eso es suficiente, me imagino. ¿Cuánto tiempo estimas que tardarás?
El droide se adelantó, tocó varios controles en la holoconsola, y vio como un montón
de palabras y números se desplazaban hacia arriba tan rápido que ningún humano po-
dría leerlas. Después de unos segundos tocó un segundo control. Los caracteres alfa-
numéricos se detuvieron y el droide se quedó allí parado en silencio.
Atour contó lentamente hasta cinco.
—Ibas a darme una estimación del tiempo necesario para eliminar el cuello de botella.
—Innecesario, señor. El problema ha sido solucionado.
Atour parpadeó.
—¿En serio?
—Por supuesto, señor. ¿Hay algo más?
Atour sonrió. ¡Un asistente competente! ¡Qué maravilla! Mejor un solo droide que
sabía lo que hacía que cualquier número de torpes seres orgánicos.
—No, creo que es todo por ahora. Muchas gracias, Percé. Te lo agradezco.
—Es mi función, señor. ¿Le gustaría un té mientras determina mi próxima tarea? He
comprobado las alacenas de la cocina y puedo ofrecerle la opción de Jaspe Manellano,
Kosh, Kintle Fruta Azul…
Ahora Atour Riten rió a carcajadas. Tal vez este puesto no sería tan oneroso después
de todo.
38
BAHÍA DE ACOPLAMIENTO 35,
DESTRUCTOR ESTELAR CLASE IMPERIAL INTRÉPIDO
E
l almirante Motti estaba complacido de que el almirante Helaw hubiera hecho
tan buen trabajo con el Intrépido. Era una vieja nave, en la línea durante una dé-
cada antes que cualquier otra en este cuadrante y a pesar de eso, brillaba como
una refulgente moneda de un crédito nueva. Todos los sistemas estaban en orden, y
Helaw, que iba a retirarse tan pronto como se terminara este proyecto, era de la vieja
escuela, un hombre que se había ganado su rango en el frente de una docena de gran-
des batallas. Cuando las armas comenzaban a funcionar, querías a un hombre como él
cuidándote la espalda… recibiría el rayo en su propio pecho antes de permitir que te
golpeara por detrás.
Mientras los dos hombres caminaban por el pasillo a la bahía de acoplamiento donde
esperaba la barcaza de Motti, su charla era fácil e informal. Se conocían desde hacía
mucho, Helaw había sido capitán en el Tormenta de iones cuando Motti había con-
seguido su ascenso a primer teniente. Que Motti finalmente hubiera pasado por los
escritorios en Centro Imperial y hecho contactos que le permitieron elevarse más allá
de su antiguo comandante hablaba de su ambición e inteligencia en la materia. Helaw
nunca había disfrutado de la política, a pesar de que Motti había tratado de interesarlo.
Al hombre de más edad no le importaba… lo único que quería hacer era tomar su nave
y calcinar al enemigo, y era tan bueno en eso como cualquier hombre en la armada.
Asignarlo a un escritorio hubiera sido un desperdicio, Motti lo sabía, a pesar de que
habría sido un formidable moff, si hubiera querido ir por ese camino. Mucho mejor que
Tarkin, cuyas habilidades políticas eran superiores a las del propio Motti, pero cuya
comprensión de estrategia y tácticas de trabajo era muy inferior a la de Helaw.
—¿Así que crees que esta estación que parece un gran tanque que Wilhuff está cons-
truyendo está saliendo bien?
—Lo está. Y ahora que yo estoy a bordo, lo hará aún más rápido.
Helaw rió.
—Nunca te falta confianza en ti mismo. Conan .
Motti le devolvió la sonrisa.
DEATH STAR 171
—Ya sabes lo que dicen: A veces equivocado, pero nunca con dudas.
—Todavía creo que es poner demasiados huevos en una sola canasta.
—Vamos, Jaim, has visto las especificaciones, a pesar de que se supone que no debías.
La estación es una fortaleza. Tiene más armas que una flota y un arma que casca mun-
dos como si fueran nueces wuli maduras. Nada que los rebeldes puedan lanzarle po-
drá ni siquiera ralentizarla un metro. Nada que nosotros tengamos va a hacerla dudar.
Wilhuff puede ser muchas cosas, pero sus ideas sobre esto son sólidas. Los rebeldes no
podrán correr lo suficientemente rápido, y ¿si podemos explotar un planeta de debajo
de ellos, dónde podrán ocultarse?
—Tal vez.
Estaban casi en la cubierta. Motti se volvió para mirar a su antiguo comandante.
—¿«Tal vez»?
—¿Alguna vez te conté sobre el teniente Pojo?
—No lo creo.
—Hace treintaicinco o cuarenta años, Kan Pojo era el instructor de tiro y armas de
mano en la nave escuela Manifiesto. Era el campeón de la flota con cualquier tipo de
armas que pudieras llevar: carabina, rifle de francotirador, pistola. Podía utilizar una
pistola bláster para matar las moscas de una pared a diez pasos. Nunca vi a un hombre
que pudiera disparar tan bien como él. Era asombroso.
—Ajá. —Motti resistió las ganas de bostezar. Admiraba y respetaba a Jaim Helaw
como a pocos hombres, pero el viejo soldado se tomaba su tiempo haciendo girar el
ovillo.
—Nos encontramos con unos pequeños problemas en los Vergesso… unos piratas ha-
bían tomado el control de una luna. Nos enviaron a enseñarles que su camino estaba
equivocado.
Motti asintió con la cabeza.
—¿Y?
—Pojo quería entrar en la refriega. Había mucho a corta distancia: la única ciudad en
la luna estaba en un domo… estamos hablando de un laberinto de calles estrechas y
callejones. Nadie podría utilizar armas grandes, porque cualquier cosa más grande que
un rifle bláster podría romper el domo. De modo que el OAM pensó: ¿Por qué no?
»Yo estaba haciendo una gira como complemento de la armada, como teniente se-
gundo, y Pojo fue asignado a nuestro escuadrón. Así aterrizamos, entramos al domo,
y empezamos a cazar piratas. Eran un grupo andrajoso, tal vez cien, ciento veinte de
ellos, pero desperdigados.
»Nuestra escuadra se encontró con un grupo de ellos, unos veinticinco hombres, y co-
menzó el tiroteo. Pojo estaba derribándolos, izquierda, derecha y centro, como dianas
en una galería. Lo único que he visto en mi vida para compararlo es ese viejo holo de
Phow Ji matando mercenarios. ¿Lo has visto alguna vez?
Motti asintió con la cabeza. ¿Qué soldado no lo había hecho?
—Así que Pojo mata a la mitad del grupo antes que cualquiera de nosotros ni siquiera
pueda sacar nuestras armas, usando nada más que su arma de mano: una pistola pesada
172 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
modificada con un condensador de alta potencia para disparar más tiros que el modelo
estándar.
»Los sobrevivientes se dispersaron y corrieron, y comenzamos a perseguirlos. Pojo
y yo íbamos tras un grupo de cuatro… tres hombres y un rodiano, creo. Pojo sonreía
como un gato de arena sobrealimentado; esto era para lo que había nacido.
»Los piratas no podían disparar muy bien, así que se separaron. Yo fui tras los dos
primeros, y dispararon hasta que sus armas quedaron secas, momento en el que acabé
con ellos. Entonces di la vuelta hasta donde estaba Pojo. Tenía acorralados a los dos
últimos, ellos habían agotado sus blásteres, y él había enfundado el suyo.
—¿Enfundó su bláster?
—Sí, para darles una oportunidad. Estaban a seis, ocho metros de distancia. Pojo dice:
«Bueno, muchachos, éste es el trato: Aléjense, y si yerro, son libres».
Motti sacudió la cabeza. Increíble.
—Así que los dos, pensando que eran hombres muertos de todos modos, cargaron ha-
cia él. Pojo saca ese bláster modificado más rápido de lo que puedes creer… su mano,
la pistola, eran solo un borrón… esos tipos no habían dado ni dos pasos. Prepara un tiro
y le da al maldito de la izquierda justo entre los ojos, ¡zap! Entonces apunta al segundo
pirata, que seguía corriendo hacia él y tira del gatillo.
—Déjame adivinar: ¿erró?
—No. El bláster hizo un cortocircuito. Silbido, estallido, crujido. El condensador de-
bió haberse sobrecargado, y la pistola se incendió. Pojo la tiró, buscó su respaldo…
ningún teniente de artillería llevaría solo un arma, pero en ese momento, el pirata ya
estaba en su rostro. El maldito tenía un cuchillo. Sólo una hoja de baja tecnología, ni
siquiera una vibro, un paso por encima de un cuchillo de pedernal.
—Para cuando yo pude apuntar y dispararle al pirata, él había enterrado ese cuchillo en
la garganta de Pojo. Los médicos no pudieron llegar a tiempo.
Motti sonrió.
—Una estación de combate de miles de millones de créditos no es exactamente un
bláster aparejado chapuceramente, almirante.
—Cuanto más compleja sea un arma, es más probable que tenga defectos —dijo He-
law—. Kan Pojo era el mejor pistolero que nunca he visto, entonces o después, pero
fue asesinado por lo que esencialmente era una roca afilada cuando su arma de tecno-
logía de vanguardia falló.
—No estoy demasiado preocupado por los piratas con cuchillos, Jaim.
—Deberías estarlo, hijo —dijo el viejo y canoso almirante—. Deberías preocuparte
por todo.
ra. Tal vez no sería una mala idea, una vez que volviera a bordo hacer una inspección
detallada de la superestructura y los planos. Mantenimiento iba a protestar, pero eso
no importaba. Después de todo, Motti no había llegado a su rango por asumir que todo
era como debía ser. Lo más probable era que el viejo estuviera siendo paranoico. Pero
en situaciones como estas, con el destino de la galaxia literalmente dependiendo del
resultado, era difícil ser demasiado paranoico…
Motti todavía estaba meditando acerca de la historia de Helaw cuando el Destructor
Estelar Intrépido repentinamente dejó de ser la nave de línea más antigua en el cua-
drante detrás de él.
Con un brillante y silencioso destello incandescente el Intrépido explotó.
39
CUBIERTA DE MANDO, SOBREPUENTE, ESTRELLA DE LA MUERTE
U
sted estuvo allí —dijo Tarkin.
—Yo no la hice explotar —replicó Motti.
Tarkin contó en silencio hasta diez. Detrás de él, a una discreta distancia, esta-
ba Daala, fingiendo no escuchar su conversación.
—¿Qué pudo haber sucedido?
—Podría haber sido un accidente —dijo Motti.
—Realmente no cree eso.
—No más que usted, señor. El almirante Helaw era tan buen comandante como cual-
quiera de la Armada Imperial y mejor que la mayoría. No me imagino que un accidente
de esta magnitud pudiera ocurrir en una nave que él manejaba.
—El Intrépido era una nave vieja.
—Aún así.
Tarkin asintió con la cabeza.
—Me temo que estoy de acuerdo. —Hizo una pausa—. Sería mejor si hubiera sido un
accidente.
Motti no dijo nada, pero Tarkin sabía que el hombre no era ningún tonto. Lo entendía.
—Se supone que la reciente visita de Darth Vader había eliminado la amenaza de sa-
botaje —continuó Tarkin.
—Eso entiendo. Al parecer no lo hizo.
—Si ese es el caso, podríamos, espero, contar con otra visita de Vader en el corto plazo.
No es lo peor que nos podría pasar, pero sin duda es otra carga que no necesitamos, con
la construcción de la expansión casi completa.
—Uno debería esperar tal visita, sí.
—Mientras que si fuera un accidente, en una nave vieja… una fuga en la válvula de
contención de hipermateria, tal vez… eso sería lamentable, pero comprensible, y no
habría necesidad de que el representante del Emperador viniera todo el camino hasta
aquí de nuevo.
Motti frunció el ceño más profundamente.
DEATH STAR 175
—Sería una lástima, sin embargo, que semejante «accidente» fuera plantado a los pies
de Jaim Helaw, sería una mancha indeleble en la memoria de un hombre con un regis-
tro por otro lado perfecto.
—Sería una lástima. Sin embargo, con Jaim muerto, eso en realidad no va a molestarle,
¿verdad? Y no tenía familia.
—La armada era su familia —dijo Motti.
—Precisamente. Y Jaim era leal hasta el hueso. Él no desearía que su «familia» sufrie-
ra, ¿verdad?
A Motti no le gustaba, eso estaba claro, pero Motti también era leal. No había necesi-
dad de que Tarkin le recordara su deber. El almirante inclinó la cabeza, un movimiento
preciso y militar.
—Muy bien, entonces: un desgraciado accidente, y un único punto negro en una carre-
ra por otra parte brillante.
—Una desgracia, así es —respondió Tarkin—. Y todos seguimos adelante.
Después de que Motti se había ido, Daala se movió hasta quedar junto a Tarkin.
—¿No es eso un poco arriesgado?
—En realidad no. Motti es ambicioso, y sabe que esta estación es su transporte a la
grandeza. Va a ser promovido a moff tan pronto como los rebeldes sean vencidos, y
sería una necedad de su parte levantar un alboroto acerca de esto. A él le gustaba el
viejo… yo también le tenía cierto aprecio… pero nada que podamos decir o hacer va a
traerlo de vuelta, y mejor que su muerte nos sirva en lugar de interponerse en nuestro
camino. Por lo tanto, fue un terrible accidente. Estas cosas pasan.
Ella asintió con la cabeza.
—Pero eso no resuelve todo el problema, ¿verdad?
Él suspiró.
—Tienes razón, almirante. Todavía tenemos a un traidor entre nosotros que de alguna
manera se las ingenió para vaporizar un destructor estelar. Tenemos que encontrar a los
responsables, antes de que los rebeldes puedan atribuirse el mérito de esta acción atroz.
Y cuando digo tenemos, me refiero…
—A mí —terminó ella—. ¿Crees que eso es prudente? Yo debería estar volviendo a
mis deberes en las Fauces.
—Aguantarán. Yo te necesito aquí más de lo que ellos allí.
Daala asintió con la cabeza.
—Bueno. Supongo que si ese es mi deber, ¿qué se le va a hacer?
Ella le ofreció una sonrisa. Él se la devolvió.
—Empezaré de inmediato —dijo.
Tarkin se aclaró la garganta.
—Tal vez no inmediatamente. Me parece recordar que había algunos otros asuntos que
teníamos intención de discutir.
—¿En la privacidad de tu camarote?
Él volvió a sonreír.
—Precisamente.
176 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
hacerlo en su propio cubo, cuando tenías que ir, tenías que ir.
Sonrió, se puso de pie y se abrió camino hacia la unidad sanitaria.
Estaba en camino de regreso a su mesa cuando un tipo grande vestido del verde de los
trabajadores de almacenamiento decidió que le daría la oportunidad de disfrutar de su
compañía. El hombre se puso de pie y bloqueó su camino.
—Eh, preciosa, ¿por qué vas tan apurada? ¡Déjame comprarte un trago! —Estaba al
menos medio borracho, por el olor de su aliento y sus movimientos inestables.
—Gracias, pero ya tengo una bebida. Tengo que volver con mis amigos de allí. —Teela
indicó su mesa, cuatro metros detrás de donde el almacenero se tambaleaba sobre pies
inestables.
—No, no, te vas a divertir mucho más aquí en mi mesa, es cierto. —Eructó, y un mias-
ma contaminado de ron flotó más allá de su nariz.
Teela era consciente que ella no era poco atractiva, y en los años desde que la pubertad
había re-esculpido su cuerpo, había aprendido cómo lidiar con la atención no reque-
rida. A veces podías rechazarlos con una sonrisa, a veces tenías que poner un poco
de acero en la voz, y la mayoría de las veces tenías que decirles abiertamente que no
estabas interesada. Los borrachos no siempre captaban las pistas sutiles, entonces fue
directa:
—Lo siento. No me interesa.
Se desvió para pasar alrededor de él. Él se deslizó al costado para seguir bloqueándole
el camino.
—No sabes lo que te pierdes, preciosa. ¡Soy de primera!
—Bien por ti. Díselo a alguien que le importe. —Se dio la vuelta, con la intención de
volver por donde había venido y dar la vuelta…
Él la agarró por la muñeca mientras empezaba a alejarse.
—¿Me estás diciendo que no? —Su tono era definitivamente menos amable ahora.
Teela torció la muñeca, tratando de zafarse, sabiendo de antemano que solo serviría
para hacer que el almacenero la aferrara más fuerte. Estaba en lo cierto.
La conversación en las mesas que los rodeaban se volvieron más lentas, cuando los
parroquianos, la mayoría hombres y la mayoría tan o más borrachos que su aspirante
a novio, miraron con interés amodorrado. El almacenero era tan grande como estaba
borracho, lo que lo hacía absolutamente formidable. Teela dejó de forcejear, porque en
esta etapa era lo que su agresor quería. Había oído que el portero de la cantina era rápi-
do y fiable. Esperaba que sí, porque sabía por experiencia lo rápido que una situación
podría volverse realmente fea…
—Oh, mira —dijo una voz de hombre.
Teela se volvió. Era uno de los pilotos. Parecía de alrededor de veinticinco años, y tam-
bién parecía que, si trabajaba duro y comía sus cereales cada mañana, algún día podría
tener un pecho tan grande como el cuello del almacenero.
Genial, pensó. Un héroe. ¿Dónde está el maldito portero?
—Te duele la espinilla —continuó el aviador, sonriendo al gran borracho tan inocente-
mente como un clon recién decantado.
178 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
M
emah Roothes era consciente de que se estaba —bueno, para no ponerle un
punto demasiado fino— acicalando. Esa era una mala señal, lo sabía, cuando
empezaba a preocuparse por lo que un nuevo hombre pensara de su aparien-
cia. Las acciones en sí mismas no parecían gran cosa: un ligero ajuste de su postura, un
pequeño retoque sobre la frente para suavizar un poco el maquillaje, un rápido vistazo
a su reflejo cuando pasaba frente a un espejo para comprobar la posición de sus lekku.
Nada importante. Pero ella lo sabía. Quería verse bien, y quería que Ratua notara que
lo hacía.
No era demasiado vieja, fea, ni gorda, y no era estúpida. A él ya le gustaba… no podías
manejar cantinas por tanto tiempo como ella sin ser capaz de sentir el calor proveniente
de un hombre cuando te miraba. Aún así, la sensación de agitación que sentía, la ace-
leración de la frecuencia cardíaca y la respiración… todas esas eran malas señales. No
tenía necesidad de una nueva complicación en su vida ahora mismo.
Y Ojos Verdes definitivamente lo era. Por un lado, él no existía, de acuerdo a lo que
Rodo había encontrado —o no había encontrado— en su búsqueda en la HoloRed, y
eso significaba que era un chico malo de algún tipo. Podría ser un chico malo legal…
digamos, un agente sub rosa del Imperio. O podría ser un espía rebelde. O algún tipo
de criminal…
Pero él la hacía reír, era rápido e inteligente y esos ojos… ella nunca antes había visto
ningunos de ese color exacto. Eran como esmeraldas líquidas, brillantes y alertas.
Por lo tanto, se acicalaba.
En el extremo de la barra, un par de JS estaban hablando de un rumoreado escape de
prisión en el área de detención. Memah alcanzó a oír e uno de ellos decir:
—Según escuché, se escaparon nueve tipos, uno de ellos un jedi.
El otro JS se echó a reír.
—Odio señalarlo, pero los jedi son realmente escasos en estos días.
—Sólo te cuento la historia, Tenn.
—Sí, yo también la he oído. Sólo que yo oí que eran cincuenta tipos, todos rebeldes
DEATH STAR 181
capturados, dirigidos por cinco jedi. Y asumieron el control del superláser y empeza-
ron a hacer estallar destructores estelares. Por supuesto que el arma grande ni siquiera
está operativa aún. Si alguien lo sabe soy yo. Pero, eh, ¿por qué permitir que los hechos
se entrometan en el camino de una buena historia?
El primer jefe se rió y sorbió su cerveza.
—Casi suena como un simulacro, ¿verdad? Un simulacro realmente loco.
—Para cuando termine la guerra, te apuesto a que esa historia tendrá a un ejército re-
belde casi destruyendo la estación —dijo el segundo JS—. En cada acción en la que he
estado, surgen historias como esa. Un floob escupe en la acera, y al final del ciclo se
convierte en una unidad de avanzada de los rebeldes asaltando una fortaleza.
El primero de ellos se echó a reír otra vez.
—Sí. Luego van a decir que hizo falta que viniera la Quinientos Uno para acabar con
ellos.
Ambos hombres rieron.
Memah sonrió. Ella también había oído algunas de esas historias. Por qué la gente sen-
tía la necesidad de embellecer la verdad, o incluso fabricar algo totalmente diferente,
cuando demasiado a menudo la realidad era absolutamente fantástica, estaba años luz
más allá de su entendimiento.
Ella estaba por casualidad mirando la puerta cuando Ratua entró caminando como si
fuera el dueño del lugar. Atrapó la mirada de ella, sonrió y se dirigió a la barra. Una vez
allí, la miró de arriba a abajo con franca apreciación.
—Tú —le dijo—, pareces la razón por la que comenzó el motín.
Ella se dio cuenta para su asombro que se estaba ruborizando.
—Bueno —respondió—, tú pareces alguien al que le sentaría bien una bebida. ¿Qué
será?
Él se rió.
—Tomaré lo inusual.
—¿Y eso qué significa exactamente?
—Sorpréndeme. Algo exótico. Lo suficientemente caro como para justificar que yo
esté aquí sentado y ocupando tu bar y tu atención.
—No creo que tengamos nada que valga tanto.
—Me lastimas. Justo aquí. —Se puso una mano sobre el corazón, o al menos donde
estaría el corazón de un humano—. Aquí estoy, buscando santuario, tratando de man-
tenerme fuera de problemas…
—Creo que tú eres problemas, Ratua —dijo Memah—. Probablemente sería mucho
mejor para mí si me mantengo tan lejos de ti como pueda.
—Probablemente —convino él, en un tono más serio—. Pero ¿dónde está la diversión
en eso?
Le preparó un trago, uno sencillo, con una gran cantidad de alcohol y algunos edulco-
rantes y colores. Era uno potente. Hasta ahora nunca lo había visto borracho… al me-
nos, no que pudiera notarlo. Debe tener el metabolismo de un hiperpropulsor, pensó.
Apoyó el vaso, luego plantó ambas manos en el mostrador de madera de pleek y se
182 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
E
l sargento Nova Stihl estaba cansado. Las clases de lucha que enseñaba no eran
parte de sus funciones regulares, y ahora que el rumor se había extendido él daba
cuatro sesiones, con cerca de veinticinco alumnos por clase. Cada una de estas
duraba una hora y media, y tenía dos sesiones cada noche después de que terminaba
su turno. Él no comía hasta después de la segunda clase, después de lo cual volvía a su
cubo, se duchaba, y se iba a dormir.
Semejante horario hacia que sus ciclos de luz y oscuridad estuvieran llenos.
Se mantenía en forma, pero no había estado durmiendo bien. Las pesadillas que había
tenido a veces en el planeta prisión, se habían vuelto más frecuentes en la estación de
combate, y algunas de ellas eran muy realistas y violentas. Más de un par de veces
había despertado de un sueño para encontrar su corazón latiendo rápidamente y las
sábanas empapadas de sudor.
No entendía por qué estaba ocurriendo. Había considerado la posibilidad de pedir a los
médicos que le hicieran un chequeo, para asegurarse de que no hubiera algo mal en su
cerebro, pero seguía esperando que los ataques en sueños se aliviaran. Le daría un poco
más de tiempo, y luego iria a ver a los médicos, se dijo a si mismo. Tal vez había algo
en el aire, trazas de algunos elementos que los filtros no estaban limpiando.
Además, ¿cuándo tenía tiempo para ir a ver a un médico?
La mayoría de los estudiantes clasificaban como principiantes; aunque algunos de ellos
podían luchar bastante bien, tenían que aprender el sistema de teräs käsi para superpo-
ner a lo que ya sabían. No había patrones de movimientos razonados, principios, leyes,
y estos eran más importantes que cualquier técnica en particular. No importaba si tenías
un golpe que podría derribar una pared, si no podías asestarlo, y para hacer eso, nece-
sitabas un sistema que te lo permita hacer con frecuencia.
Incluso a pesar de que sus estudiantes eran novatos, Nova siempre sentía como si hu-
biera aprendido tanto de ellos como les enseñaba. Si tenías que explicarle algo a un
ser que no sabía nada acerca de eso, tenías que entenderlo bastante bien. A veces sa-
lían palabras de su boca que no se esperaba… palabras que de repente sonaban como
184 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
una verdad esencial… florecían de repente, como una flor del desierto después de una
repentina lluvia. De vez en cuando ni él mismo podía creer algunas de las cosas que
había dicho. ¿De dónde había salido eso? No había sabido que estaba allí hasta que se
había oído a sí mismo decirlo.
Se dio cuenta de que alguien estaba de pie delante de donde estaba sentado, con las
piernas cruzadas, en la estera del piso.
—Divo, ¿tenías una pregunta?
El estudiante, un operador de elevador de baja estatura que parecía lo suficientemente
fuerte como para levantarse a sí mismo con una mano, asintió con la cabeza.
—Sí, sargento. Lo de la distancia. Estoy un poco confundido.
Generalmente había un estudiante que hacía la mayoría de las preguntas, y aunque los
demás a veces desviaban sus miradas hacia el techo y se veían aburridos, el interroga-
dor solía hablar más que por sí mismo, o sí misma. Esa era la razón por la que Nova
siempre respondía a las preguntas de forma tan completa como el tiempo se lo permitía.
—En mano-a-mano, hay cuatro rangos —dijo. Los fue contando con los dedos—.
Patadas, puñetazos, codazos, agarre. No se puede agarrar de manera efectiva en rango
de codazos, no se puede golpear con el codo en rango de puñetazos, y no se puede dar
puñetazos en rango de patadas.
»Si se añaden armas de impacto, las distancias se modifican. Un bastón extiende los
puñetazos a rango de patadas. Un cuchillo extiende el rango de codazos a puñetazos. Si
el maldito tiene un cuchillo en la mano, no lo quieres a más de un paso y medio a me-
nos que le estés haciendo algo, dentro de eso, está demasiado cerca. Te alcanzará con
ese cuchillo la mayoría de las veces, y sólo se necesita una vez para arruinarte el día.
»Así que, permíteme mostrarte otra vez el paso adelante para robar esa distancia cru-
cial…
Las prácticas continuaron. Los estudiantes practicaron los movimientos con Nova ca-
minando alrededor, haciendo correcciones, ofreciendo instrucciones, diciéndoles cuan-
do se habían equivocado y cuando lo habían hecho bien. Le gustaba pensar que era
un profesor alentador. Siempre parecía desarrollar un núcleo de habituales, a pesar de
que la deserción entre los novatos generalmente era bastante alta: un montón de gente
quería ser capaz de matar a alguien con las manos desnudas, pero no querían hacer los
meses o años de trabajo necesarios para desarrollar las habilidades.
El aire de la habitación de rec pareció cambiar, repentinamente y sutilmente. Nova
pudo sentirlo sin tener que mirar.
El peligro había entrado en la habitación.
Sin hacerlo evidente mientras ayudaba a un estudiante a encontrar la posición apropia-
da de la mano para un golpe, se volvió ligeramente.
Parado dentro de la puerta estaba Rodo, el portero del Corazón Duro.
Nova sonrió levemente, y captó la sonrisa del otro en respuesta. La clase terminaría en
cinco minutos, y sabía que la sincronización de Rodo no era un accidente. Su sonrisa
se volvió más amplia, así como un poco triste. Estaba cansado, tenía hambre y no lo
había estado esperando… pero así es como sucedía siempre, ¿verdad? Esas eran las
DEATH STAR 185
podía ser engañado tan fácilmente. Sabía que si agarraba a un tipo mucho más grande
y más fuerte que él, tendría que tener el ángulo, el apalancamiento, y una base, o iba a
perder. Eso no era una cuestión de habilidad sino de simple física…
Rodo cargó, y Nova apenas pudo salir de su camino a tiempo. Se maldijo a sí mismo
por tonto incluso mientras se agachaba y hacía un rápido barrido con la pierna. Había
perdido el enfoque sólo por un instante, y eso fue todo lo que había hecho falta para
que casi perdiera la lucha. Si no fuera por su capacidad para sentir los movimientos del
otro, Rodo lo habría vencido. El hombre grande era rápido.
Sus espinillas se golpearon, chocando como tablas, pero Rodo era más flexible de lo
que aparentaba. Saltó, frustrando el barrido, pero al hacerlo tuvo que dar un paso lo
suficientemente lejos como para no poder golpear con el puño al pasar. Nova dio un
pasito, se interrumpió, y se metió dentro del rango. Atacó con un triple puñetazo, alto,
bajo, alto. No había manera de bloquear los tres, pero Rodo no retrocedió; en su lugar,
avanzó y lanzó un codazo horizontal. Nova percibió eso antes de que Rodo lo empeza-
ra, lo bloqueó, con la mano abierta, y trató de hacer una llave. Rodo contrarrestó con
otra, se alejó un paso, y se volvió…
Y estaban de nuevo donde empezaron.
Rodo se rió entre dientes, y en un momento se convirtió en una carcajada, y Nova se
le unió. Ambos hombres se enderezaron de sus posturas de lucha y se relajaron. Nova
estimó que la lucha real había sido de treinta segundos o menos.
—¿Hemos terminado? —dijo Rodo.
—Eso creo —dijo Nova. Realmente no tenía sentido continuar; estaban muy iguala-
dos. Aquí no había ningún macho alfa.
—Tienes algunos movimientos espectaculares, amigo —le dijo al portero.
—Tú sabrás —dijo el hombre más grande. Extendió la mano, igual que Nova.
—¿De dónde sacaste ese amague con la cadera? —preguntó Nova.
—Combate de matorrales changa. ¿Qué hay del barrido? Eso no es teräs käsi clásico.
—Sera Plinck, cuchillo jalinés.
Rodo asintió con la cabeza. Se habían dado a cada uno nuevos movimientos. Un inter-
cambio valioso.
Nova se dio cuenta de que su cansancio se había ido. No había tenido la oportunidad
de practicar con un luchador tan bueno en años. Era raro, en estos días, encontrarse con
alguien lo suficientemente capacitado para aprender de él.
—¿Alguna vez has visto algo de boxeo velanariano? —preguntó.
—Sí, la versión transversal. Conocía a un tipo que hacía un poco. Es difícil hacer los
movimientos cuando sólo tienes dos brazos, pero… —Se encogió de hombros—. Ten-
go que volver al trabajo. Vamos… yo invito las bebidas.
Este, se dijo Nova, podría ser el comienzo de una gran amistad.
42
OFICINA DE ARQUITECTURA, NIVEL EJECUTIVO, ESTRELLA DE LA MUERTE
T
eela Kaarz parpadeó mirando al hombre frente a ella.
—¿Dónde está el jefe wookiee? ¿Hahrynyar?
——Está enfermo —dijo el hombre—. Tuvo que ir a la clínica, aún no está lo
suficientemente bien como para volver a trabajar. Yo estoy dirigiendo este turno.
—¿Y fue tu idea construir este puerto de escape? —Hizo un gesto al holo ampliado de
los planos de la estación. El muy debatido puerto, cerca de el «polo norte» de la trin-
chera meridional, era claramente visible.
—No, no fue mi idea. Está en los planos.
—Hablé con el wookiee acerca de eso.
El hombre, de barba gris, un palmo más bajo y cincuenta kilos más pesado que ella, se
encogió de hombros.
—¿Sí? Bueno, lo siento, pero no me pasaron lo que le dijiste. Los planos pedían un
puerto de escape y eso es lo que me pagan para hacer, seguir los planos. A menos que
tú, uh, ¿tal vez tengas una excepción y la hayas dejado por escrito?
Disgustada consigo misma, Teela sacudió la cabeza.
—No tuve ninguna posibilidad de llegar a hacerlo.
Él se encogió de hombros de nuevo.
—No es mi culpa.
Ella asintió. Eso era cierto, no era su culpa.
—De acuerdo —dijo—. Lo hecho, hecho está. ¿Qué hay acerca de los intercambiado-
res de calor en los niveles de barracas?
—Completo al noventa y ocho por ciento, hasta los enrutadores y condensadores, y
vamos a tenerlos en línea en un par de turnos, no hay problema.
Eso era bueno, al menos.
—¿Las escaleras mecánicas de las pasarelas Seis a Siete?
—Hecho. Podemos ponerlas en marcha en cualquier momento.
—¿Y dónde está el parque de bolsillo del Nueve?
—Preparado, todo el césped sembrado, los grandes árboles y el follaje plantados, las
DEATH STAR 189
—No demasiado mal hasta ahora, teniente. Espero que el tuyo vaya bien.
—Acaba de mejorar un mil por ciento.
Muy suave, pensó. Tan suave como la superficie de una estrella de neutrones.
—¿A qué debo el honor de esta llamada?
—Ah, bien, da la casualidad que conozco a alguien que conoce a alguien que es un
amigo del cocinero del nuevo restaurante melahnés que acaba de abrir en el patio de
comidas de la Cubierta de Rec. ¿Te apetece un fodu en salsa de fuego verde?
—Es una de mis favoritas.
—Pensé que tal vez te gustaba la comida picante. Puedo conseguir una mesa, turno
noche. Yo invito.
—¿Cómo puede un teniente permitirse este tipo de cocina exótica? Me han dicho que
es muy caro comer allí.
Le ofreció un encantador encogimiento de hombros.
—No hay mucho para quemar créditos por aquí —dijo—. Y puesto que en cualquier
momento podría tener que salir en una misión de la que no voy a regresar, me imagino
que bien podría gastar el dinero en algo, en alguien, que valga la pena.
Ella rió.
—¿Cuánto tiempo vas a seguir ordeñando esa rutina?
—Puedo ver que voy a tener que probar con otra cosa, ya que eres una mujer de cora-
zón frío que no es afectada por la perspectiva de mi posible muerte. Entonces… ¿cena?
Ella pudo ver a su conciencia en el ojo de su mente, sacudiendo la cabeza. Lo lamen-
tarás…
Al espacio con eso, le dijo a su yo interior.
—Bueno, tengo que comer —dijo en voz alta—. ¿A qué hora?
Él le mostró esa sonrisa de gigavatios.
—¿Mil novecientas?
—Te veré allí.
—Acabas de alegrarme el día, Teela.
—Hacemos lo que podemos para mantener feliz a la tropa.
Después de que se desconectaron, se reclinó hacia atrás en su silla, sintiéndose un poco
desconcertada con ella misma.
Nada podía salir de ningún amorío entre ellos, no a largo plazo. Él era un piloto y —a
pesar de su irónico bravado— era probable que explotara en el vacío tarde o temprano.
Y ella era una prisionera que podría conseguir algo de consideración después de que la
estación fuese construida, pero tampoco había ninguna garantía.
Sin embargo, había una guerra en curso, y tenías que tomar tus alegrías de donde pudie-
ras encontrarlas. Cuando estuviera construida, esta estación de combate sería a prueba
de armas, y ella podría ser autorizada a permanecer en la asignación después de que el
diseño básico estuviese terminado… tal vez, incluso después de que esta cosa estuviera
lista para salir y aplastar cualquier resistencia en su camino. Aún habría cambios, que
tendrían lugar tanto en su diseño y construcción. El hecho de que estaba trabajando
para el enemigo todavía la atribulada de vez en cuando, pero lo había racionalizado,
DEATH STAR 191
por la mayor parte. Y de todos modos, un trabajo y un lugar para dormir no eran las
únicas consideraciones en la vida de una mujer. Era mejor, en las circunstancias actua-
les, tomar un día a la vez y disfrutar de cada uno lo mejor que pudiera.
Y sonaba como que el teniente Vil Dance sabía cómo hacer la vida disfrutable.
Ratua siguió al droide a la parte trasera de la tienda. No había ningún otro cliente ni
personal que pudiera ver. Había una ventana en el frente de la tienda y lo único que
quería era asegurarse de darle la espalda. Prestó escasa atención al droide que sostenía
algo diáfano y casi transparente para su inspección.
—Sí, sí, es lindo. ¿Qué más tienes?
Su mente daba vueltas. No había esperado ver a nadie que conociera aquí. No era pro-
bable que ninguno de los demás prisioneros anduviera vagando solo por la estación, y
¿cuáles eran las probabilidades de que uno de los pocos guardias que lo habían cono-
cido personalmente en el mundo prisión fuera transferido aquí?
Al parecer mucho mayores de lo que esperaba.
Cuando pensabas en ello, tenía sentido. Se necesitarían guardias en la estación, porque
en un lugar tan grande como este se estaba volviendo, definitivamente aparecerían
delitos, aunque no fueran más que tripulantes emborrachándose y creando desorden.
Y ese no sería el único problema. Si ponías a un millón de personas en un espacio ce-
rrado, incluso uno tan grande como la Estrella de la Muerte, ibas a encontrar un buen
número de huevos podridos. No era lo más fácil vivir bajo la disciplina militar, además
estaban todos los contratistas civiles. Sí, definitivamente necesitarían centros de deten-
ción y guardias y ¿quién mejor que tipos que tenían experiencia en un planeta lleno de
verdaderos criminales?
Bueno, así que era razonable. Pero eso no era el problema, ¿verdad? Si lo veía Stihl,
estaba perdido, no había otra alternativa. Y eso sin duda iba a ser una dificultad en su
capacidad para cortejar a Memah. No podía arriesgarse a entrar en la cantina si, como
sospechaba, Rodo y Stihl se habían convertido en amigos. No era algo muy sorpren-
dente, dado su común amor por la violencia cuerpo a cuerpo, era inevitable que o se
volvieran amigos íntimos o enemigos mortales. Sin embargo, su potencial romance
terminaba antes de…
Alto, alto, espera un segundo. Le había contado quién era a Memah. Tal vez por segun-
da vez en su vida, había ofrecido la verdad. Ella sabía que era un fugitivo, y —hasta
ahora, al menos—, no había hecho nada. Simplemente podría contarle sobre esto. Po-
drían pensar en algo…
—¿Qué le parece este artículo?
Miró al droide. Sostenía una pieza de seda carmesí que él podría ocultar fácilmente
en la mano, y le sobrarían dos dedos. La imagen mental de Memah vestida solamente
con eso llenó sus pensamientos, desterrando momentáneamente al sargento Stihl. Oh,
cielos.
—Me llevaré eso. Y también aquella otra cosa.
—Muy bien, señor. ¿Código de débito?
—¿Qué tal dinero en efectivo?
—Eso estaría bien, señor. ¿Quiere que se lo envuelva para regalo?
—Eh, sí. Eso sería bueno.
Ratua salió de la tienda llevando los paquetes, en un estado de ánimo mucho más so-
brio que con el que había entrado unos pocos minutos antes. Tenía unos bonitos regalos
DEATH STAR 193
para Memah, aunque podrían ser un poco prematuros, dada la naturaleza de su rela-
ción. Los guardaría por un tiempo y esperaba verla usando alguno, algún día pronto.
Y cuando pensaba en ello, tal vez Stihl no sería una amenaza tan grande después de
todo. El hombre era militar, por lo que su horario de trabajo tenía que estar en alguna
parte en la computadora de la nave. Esos archivos podrían ser accedidos por alguien
con suficiente experiencia… y con suficientes créditos, tal experiencia podría ser com-
prada por una persona cuidadosa. Si sabías cuando y donde alguien iba a estar una gran
parte del tiempo, podrías evitar encontrarte accidentalmente con él.
Se sintió relajarse un poco. Las cosas no estaban tan mal. Una vez más, la suerte había
estado de su lado. Casi estaba llegando a creer que vivía una vida de ensueño.
43
BIBLIOTECA Y ARCHIVOS, CUBIERTA 106, SECTOR N-UNO, ESTRELLA DE LA
MUERTE
Q
uédate quieto, Percé.
—Estoy inmóvil, señor —dijo el droide.
Atour Riten frunció el ceño. Si eso era verdad, entonces sus manos debían
estar temblando un poco. ¿Era realmente tan viejo?
—Ya casi termino aquí —dijo—. Un poco más de paciencia…
—Tengo paciencia infinita, señor, soy un droide. Sin embargo, estoy obligado a señalar
que sus acciones actuales parecen estar en violación del Código Legal Imperial, Sec-
ción Catorce, Subsección Nueve, Parte C-guión-uno, que prohíbe la alteración de la
función autónoma de un droide sin permiso oficial.
—Así podría parecer. Pero yo tengo permiso. —Insertó el cable fotónico y lo giró hasta
que encajó en su lugar.
—No encuentro ningún registro de tal permiso, señor.
—Entregado en mano esta mañana —dijo Atour—. Sólo para mis ojos, muy secreto.
—¿En serio, señor? Esto es muy inusual. Siento que debo verificar…
El último comentario del droide fue interrumpido cuando Atour tocó el botón de trans-
ferencia en su palillo de datos, y el programa contenido comenzó a descargarse a la me-
moria de Percé. El droide se derrumbó ligeramente, y sus fotorreceptores se atenuaron.
El sustrato de personalidad seguiría siendo el mismo; Atour no quería alterar las capa-
cidades del droide, la buena ayuda era tan difícil de conseguir. Había sólo dos elemen-
tos que se modificarían sustancialmente. En primer lugar, el software espía de Percé,
que lo obligaba a controlar su ambiente de trabajo e informar sobre cualquier actividad
que pudiera ser remotamente ilegal de acuerdo con los estatutos imperiales, en breve
sería desactivado. En segundo lugar, su módulo de lealtad básica, creado para poner el
bien del Imperio en la parte superior de su pirámide de función tal como fuera definida
por su programador imperial, estaba siendo alterado para cambiar esta lealtad a Atour
personalmente.
Percé, en unos segundos más, iba a convertirse en el sirviente de Atour Riten en primer
lugar, y cualquier cosa que viera o escuchara hacer a su amo a partir de ahora, la man-
DEATH STAR 195
vida contra la autoridad, había ganado más batallas de las que había perdido, incluso
si no lo sabían.
Hay mucho que hacer, se recordó a sí mismo, y poco tiempo para hacerlo. Será mejor
empezar a moverse.
44
CAMAROTE DEL GRAN MOFF TARKIN, NIVEL EJECUTIVO, ESTRELLA DE LA
MUERTE
D
aala salió de la ducha, una bocanada de vapor del agua caliente la siguió.
Tarkin sonrió mientras ella se secaba con una esponjosa toalla negra hecha de
algodón virgen de los campos de Suliana y se ponía una bata haciendo juego.
Se paró bajo los chorros de aire y secó su corto cabello, entonces entró en al dormitorio
y se sentó a los pies de la cama.
—¿Te sientes mejor? —preguntó Tarkin.
—Mucho. Es mucho más agradable tener agua caliente que las sónicas.
—Sí. El rango tiene sus privilegios. ¿Tienes novedades para mí?
—Así es. No te van a gustar.
Él se sentó y la miró.
Ella fue a la mesa, abrió un cajón y sacó un disco de información. Marcó el encendido
de la terminal de computadora.
—¿Tienes mis códigos de acceso? —Ahora él se levantó de la cama, la seda de su ropa
de dormir provocó electricidad estática mientras se movía a través de las sábanas. Su
túnica crepitó y se le pegó al cuerpo, pero la ignoró mientras caminaba hacia donde
estaba ella.
Ella le sonrió.
—Por supuesto.
—¿Yo te las di?
—¿No lo recuerdas? Bueno, si no lo hiciste, sé que tenías intención de hacerlo.
Tarkin no estaba seguro si esta evidencia de audacia de Daala debía hacerlo enojar o
excitarlo. Antes de que pudiera decidir, un holograma se encendió con un parpadeo.
Mostraba filas de contenedores sellados, las cajas de everplástico blanco apiladas a
tres de profundidad, con pasillos entre ellas para permitir el acceso. Parecían unidades
estándar de dos puntos-cinco metros, pero era difícil decirlo solo con mirarlas.
—Cámara de seguridad —dijo ella—. Bodega de carga de popa en el Intrépido.
—¿Una cámara de seguridad que no fue destruida en la explosión?
—Oh, explotó con el resto de la nave. Pero estaba conectada para enviar una señal a un
198 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
—No es posible.
—Sin embargo alguien se metió en un contenedor y le puso una bomba lo suficien-
temente potente como para destruir a un Destructor Estelar. Y no era un tiro en la
oscuridad, con la esperanza de golpear algo, porque se necesitaba a alguien en el otro
extremo para armar el artefacto.
—Así que sabían a dónde se dirigía —terminó por ella—. No pueden tener agentes en
cada posible destino. Una vez que llegó a nuestras instalaciones de almacenamiento,
podría haber ido a cualquiera de varias naves.
—O a esta estación —dijo ella—. Fue cuestión de suerte que el Intrépido necesitara
munición antes que nosotros.
—Así que está siendo dirigido por alguien más alto que un cargador. Por lo menos,
tenía que haber alguien de Enrutamiento involucrado y una conspiración que pudiera
colocar o ponerse en contacto con un agente que ya estuviera aquí. Estamos hablando
sobre un espía rebelde en la Armada Imperial con más que un poco de alcance.
—Precisamente.
—Probablemente podamos determinar quién cargó el contenedor, y lo enrutó.
—Lo cual es bueno, pero tampoco impide que algo similar vuelva a suceder si el próxi-
mo envío procede de un origen diferente.
—Correcto. Necesitamos encontrar a quien maneja los agentes aquí —dijo él.
—Concuerdo.
Él la miró.
—¿Cómo planeas hacer esto?
—Estoy suponiendo que el agente no haya decidido suicidarse. Tenemos el día y la
hora cuando se activó el dispositivo. Habría tenido que llegar antes de esa hora, y salir
antes de la explosión. Los registros de operación del Intrépido estaban respaldados
en la computadora de la estación, la última entrada llegó justo antes de la destrucción
de la nave. Podría tomar algún tiempo, pero podemos acceder a aquellos y reducir las
posibilidades.
—Bien —dijo Tarkin—. Hazlo de inmediato.
Ella sonrió y se ajustó el cuello de la bata.
—¿De inmediato?
Él no le devolvió a la sonrisa.
—Sí. Hay momentos para coquetear, y momentos para la acción. Quiero un informe
para las cero quinientas horas.
Daala asintió con la cabeza y comenzó a vestirse rápidamente.
45
CENTRO MÉDICO, SECCIÓN N-UNO, ESTRELLA DE LA MUERTE
U
li miró a su comandante con incredulidad. Desde que Hotise había llegado y
se instaló en la estación, no se habían visto tanto el uno al otro, y Uli no estaba
feliz de estar viéndolo ahora.
—¿Qué? —dijo Hotise—. Pareces pensar que yo personalmente administro esta gue-
rra, doctor. Créeme, si lo hiciera, lo haría un poco mejor. Tal como están las cosas, hay
cosas que simplemente escasean. Los médicos, para no hablar de psiquiatras, son di-
fíciles de conseguir, aún con la gran luz verde. No te matará cubrir el hueco de vez en
cuando. Hiciste rotaciones en ambas disciplinas durante tu residencia.
—Por supuesto que sí. No me estoy quejando acerca del trabajo. Pero soy un cirujano,
no un doctor de medicina interna. Mis habilidades están un poco oxidadas fuera de mi
especialidad.
—Bueno, tienes robóticos de alta tecnología para respaldarte, así como los más avan-
zados diagnosticadores en la galaxia. Un estudiante de primer año de medicina o un
droide competente podría hacerlos y dar en el blanco, el noventa y cinco por ciento de
las veces.
—Estás sosteniendo mi argumento, doctor. —Uli levantó las manos—. Estas son para
cortar, no golpear rodillas y tratar de dolores de cabeza. No es el mejor uso de mis ta-
lentos.
Hotise se encogió de hombros.
—Hacer el mejor uso del talento nunca ha sido la misión de los militares, hijo. Cambian
tan rápido como muda de piel un gusano espacial. Si quieren hacer que un médico cave
trincheras en el campo de batalla, lo harán hacer precisamente eso… porque pueden.
»Si los exámenes físicos de rutina se meten en el camino de la cirugía, entonces podrás
dejarlos de lado. Pero mientras no estés cortando y pegando, no tenemos suficiente
ayuda para que puedas esperar sentado a que aparezca otro cuerpo que abrir. —Se
inclinó hacia adelante, poniendo las manos sobre el desordenado escritorio de Uli. Se
veía, pensó Uli, unos veinte años mayor que hacía unos meses, cuando había asignado
sus funciones a Uli. Uli también podría oler un leve tufo a alcohol en su aliento.
DEATH STAR 201
»En algún momento —continuó Hotise—, vamos a tener todo el personal, pero hasta
entonces, tenemos que extendernos por todas partes.
—¿Y si nos extendemos demasiado para el bien de los pacientes?
Hotise se enderezó.
—Tendrás que aguantar, Dr. Divini. Hay una guerra, después de todo.
Uli suspiró y asintió con la cabeza. Realmente no había esperado otra cosa. Y cansado
o no, borracho o no, el hombre tenía razón. Un cirujano acostado en un sofá podría
fácilmente estar tratando bultos y golpes de rutina.
Aunque eso no significaba que tuviera que gustarle.
—Tienes pacientes que ver —dijo Hotise—. Así que voy a dejarte tranquilo. Que ten-
gas un buen turno.
El hombre mayor salió de la oficina, y Uli miró la espalda de Hotise mientras se mar-
chaba.
—No estoy familiarizado con todos los matices del comportamiento humano —dijo
C-4ME-O—, pero creo que es seguro decir que usted no salió ganando en ese inter-
cambio.
—Eres el segundo droide sabiondo que he conocido. Si nunca conozco a otro, mi vida
no va a sufrir ni un poco.
—Aquí está la planilla del siguiente paciente, doctor.
—Ve a buscar algo útil que hacer antes de que decida que necesitas ser reprogramado
como limpiador de letrinas. Podemos hacer eso en el ejército, sabes. Tomar un droide
médico y darle ese uso.
—Las amenazas vacías no le sientan bien, Dr. Divini.
Uli sonrió a pesar de sí mismo y miró la planilla. Describía la queja de un tal sargento
Nova Stihl, un guardia, que estaba teniendo…
¿Pesadillas?
Genial. Maravilloso. Sabía menos sobre males psicológicos que sobre la gripe rodiana.
En la sala de examen, el paciente estaba sentado en la mesa vestido con una bata des-
echable. A primera vista, parecía en forma y musculoso; en apariencia, no parecía estar
acosado por ninguna de las principales psicosis. Su ánimo era calmo.
—Sargento Stihl. Soy el Dr. Divini. ¿Cuál parece ser el problema?
El hombre le dio un encogimiento de hombros y pareció avergonzado.
—Problemas para dormir.
—Ya veo. ¿Aquí dice que has estado teniendo pesadillas?
—Sí. Odio hacerte perder el tiempo con pequeñeces, doc, pero estoy empezando a
quedarme dormido en el trabajo. ¿Tal vez puedas darme una pastilla o algo?
—Eso no es problema, tenemos todo tipo de medicamentos para dormir. Pero proba-
blemente deberíamos tratar de averiguar la causa antes de tratar de curarla.
Stihl volvió a encogerse de hombros.
—Tú eres el médico.
—¿Cuánto tiempo ha estado pasando?
—Es difícil decirlo. Solía tener una mala noche de vez en cuando en mi último puesto,
202 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
pero ha empeorado desde que fui transferido aquí. Se ha vuelto más frecuente.
—Ajá. ¿Algo de estrés en tu trabajo?
Stihl se rió.
—Soy un guardia. Trato con malditos encerrados en centros de detención que no quie-
ren estar allí, la mayoría de los cuales hizo algo ilegal para llegar allí. El estrés va con
el territorio.
—¿Has estado haciéndolo desde hace un tiempo?
—Desde que me uní. Once años estándar.
—De acuerdo. Entonces ¿cómo es el nivel de estrés de ahora? ¿Mayor, menor, igual?
—Un poco menor, en realidad. Antes estaba destacado en el planeta. Hay algunos ca-
sos realmente serios en Despayre, la mayoría de ellos más locos que un shistavaneno
rabioso. Los tipos detenidos aquí en la estación suelen ser militares o contratistas civi-
les que se volvieron demasiado juguetones o codiciosos. No son muchos los criminales
de carrera. Son más fáciles de tratar, porque tienen más que perder.
—Muy bien. ¿Recreación?
—Hago artes marciales.
—¿Te han dado más golpes en la cabeza de lo habitual?
Stihl se rió.
—Al contrario. Soy el maestro… no me pegan, mucho.
—¿Algo nuevo o diferente lo que respecta a la dieta? ¿Alcohol? ¿Alojamiento? ¿Re-
laciones?
—Nada notable. Me llevo bien con mi unidad, como lo mismo que solía comer, no me
paso el tiempo bebiendo. Los camarotes básicos son los mismos en toda la galaxia;
comparto un cubo con varios otros suboficiales; que no causan ningún problema. Tien-
do a seguir una monogamia serial y no estoy viendo a nadie ahora mismo.
El análisis subjetivo parecía normal.
—Podría ser una alergia. Hay una gran cantidad de desperdicios de construcción y
polvo microscópico flotando antes de que los filtros puedan atraparlo. Vamos a hacer
un examen físico, para asegurarnos de que todos tus sistemas están en línea, ejecu-
tar algunos análisis de sangre y orina y esas cosas, hacer una exploración magnética.
Si encontramos algo que podamos arreglar, lo arreglaremos. Si todo está bien, tengo
medicamentos que te noquearán como si te golpearan con un mazo, y garantizan que
duermas sin sueños durante seis horas.
—Suena bien.
Uli hizo un examen físico, que no dio resultados llamativos. El hombre estaba en tan
buena forma como había supuesto al verlo, al menos para el ojo entrenado. Hizo que
C-4ME-O llevara al paciente a la matriz del diagnosticador y corriera la batería están-
dar de pruebas, cubriendo todos los sistemas principales. Las máquinas eran rápidas;
los primeros resultados empezaron a llegar antes de que comenzara la segunda tanda
de pruebas.
No había nada fuera de lo ordinario. Stihl estaba en gran forma para un hombre de su
edad, mejor que la mayoría de los humanos veinte años más jóvenes. La mioconduc-
DEATH STAR 203
ción, escaneo cerebral, EEG, MEG, función de dendritas, estaban dentro de los límites.
Las velocidades aferente/eferente eran ligeramente mejores de lo normal; corazón,
pulmones, riñones, hígado, bazo, páncreas, reproductor, digestivo…
Uli miró la lectura de la composición sanguínea. Las plaquetas bien, recuento de gló-
bulos blancos normal, hematocrito, hemoglobina, todo normal.
Excepto…
El recuento de midiclorianos era de más de cinco mil por célula.
Uli parpadeó. Eso era inusual. El rango humano normal era de menos de la mitad de
eso. No sabía mucho sobre midiclorianos; ya nadie lo hacía… la mayoría de la inves-
tigación sobre el tema se había hecho en la Academia Jedi por sus propios curanderos,
y sus registros ya no estaban disponibles para el estudio. Una lástima. Todos los jedi
se habían ido…
Como Barriss…
Sacudió la cabeza. No quería lanzarse por ese carril espacial en particular, gracias.
Cuando conoció a Barriss, había estado en su primer periodo de servicio en el campo,
joven e idealista. Ahora Barriss se había ido… y también su idealismo.
Esta maldita guerra…
Se forzó a volver a la tarea a la mano. ¿El alto conteo de midiclorianos sería de alguna
manera responsable de los sueños del sargento? Si los jedi estaban en lo cierto, estos
eran los componentes vitales de la vida que lo conectaban todo con la Fuerza. Y había
oído que a veces la Fuerza podía causar sueños extraños, incluso prescientes. Parecía
tener sentido, dado que era la única anomalía en los exámenes.
—¿Qué sucede, doc?
Uli le explicó las estadísticas. El sargento puso una mirada en blanco.
—¿Mini qué?
—Midi. Clorianos
—¿Y crees que ese podría ser el problema?
—Francamente, no lo sé. No es mi especialidad. Voy a consultar y te aviso, pero en
cualquier caso no debería ser algo peligroso a tu nivel. No va a matarte.
Stihl pareció aliviado.
—Al menos eso es algo.
—Voy a darte unas tabletas que deberían permitirte descansar.
—Gracias, doc. Te lo agradezco.
—Sólo hago mi trabajo —dijo Uli.
Después de que el sargento se había ido, Uli accedió a la biblioteca médica de la esta-
ción. No fue una sorpresa que no hubiera nada más de lo que ya sabía sobre los midi-
clorianos.
Tal vez había un médico con conocimientos de biología celular en la estación, o asig-
nado a alguna de las naves de guerra en la zona. Comenzó a publicar una consulta en la
Red Médica, pero luego se detuvo. ¿Era una buena idea?, se preguntó. El Emperador
ordenó una prohibición total de cualquiera y cada uno de los datos que tenían que ver
con los jedi y la Fuerza. Tan profundo había sido el revisionismo que ahora, apenas dos
204 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
décadas después del heroísmo jedi de las Guerras Clon, casi cada referencia en cada
banco de datos de la galaxia había sido purgada de todos los asuntos e información re-
lativa a la orden. La mayoría de los seres nacidos desde entonces sabían muy poco, si
sabían algo, acerca de esos personajes míticos cuyos nombres habían estado una vez en
boca de todos y los mayores eran lo suficientemente prudentes como para no hablar so-
bre el tema. La prohibición, hasta donde Uli sabía, todavía estaba en efecto. ¿Realmen-
te quería poner una consulta en un foro público sobre un tema tan altamente sensible?
Después de todo, el sargento Stihl no parecía en peligro, ni inmediato ni a largo plazo.
Nunca había escuchado que los midiclorianos estuvieran asociados a ninguna patolo-
gía. ¿Su juramento de curar se extendía hasta ponerse en peligro al pedir información
sobre un tema prohibido, especialmente cuando el paciente no parecía estar en peligro?
Sí, decidió renuentemente. Si había la más mínima posibilidad de que los midicloria-
nos estuvieran causando, o tuvieran el potencial de causar, problemas de salud en Nova
Stihl, seguir todos los cursos de investigación era el deber de Uli como sanador.
C-4ME-O entró.
—Su próximo paciente está listo, doctor.
Mientras entrevistaba al próximo paciente, Uli se dio cuenta de que, aunque había
resentido inicialmente la imposición de Hotise de trabajo adicional, ahora estaba con-
tento con ella. Le sacaba la mente del embrollo moral en que se había convertido la
galaxia.
46
DEI DEVASTADOR, SECTOR ARKONIS , BORDE EXTERIOR
¿L
ord Vader?
—¿Qué sucede, teniente?
El teniente prácticamente apestaba a miedo. Normalmente era de esperarse
y no era un problema, porque el miedo era una herramienta útil. Pero, en ocasiones,
podía consumir tiempo.
—No tiene miedo —dijo Vader, uniendo los dedos para concentrar la Fuerza.
—No tengo miedo —repitió el teniente. La tensión en su rostro y cuerpo se relajó, un
poco.
—¿Tiene algo para mí?
—Sí, señor. —El teniente levantó una copia impresa en flimsi—. Una de sus banderas
de advertencia se ha disparado. Un cirujano de a bordo de la estación de combate ha
solicitado información sobre midiclorianos en la Red Médica local.
—Muy bien. Déjela aquí. Puede retirarse.
—Señor. —El hombre se fue. A pesar de ser un idiota de mente débil, al menos no es-
taba temblando en sus botas.
Vader leyó el despacho de noticias con interés. Consideró el conocimiento que con-
tenía. ¿Por qué alguien en la estación de combate estaría buscando información sobre
midiclorianos?
Vader sabía todo acerca de los midiclorianos, por supuesto: él, personalmente, tenía el
mayor número por célula jamás registrado, más de veinte mil. Más que Yoda, y sabía
que más que su antiguo maestro, Kenobi. Lo que significaba que, potencialmente, po-
dría tener una conexión más fuerte con la Fuerza que nadie. Ya que la mayoría, si no
todos, los jedi ya no existían, lo que era muy bueno, aunque Vader estaba convencido
de que Obi-Wan había permanecido oculto todos estos años, al igual que Yoda, supo-
niendo que este último no hubiera finalmente muerto por causas naturales. Después de
todo, Yoda había sido muy viejo, y la derrota y muerte de los jedi no pudieron haberlo
ayudado a envejecer más fácil. Podría estar muerto. Pero era imprudente hacer tales
suposiciones sobre un maestro jedi tan poderoso.
206 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
Volviendo al tema en cuestión. Sería bueno hablar con este médico y ver lo que estaba
haciendo. Los midiclorianos no figuraban normalmente en el tratamiento de la mayoría
de seres. Esto era inusual.
Aunque no lo suficientemente inusual como para que suspendiera su actual misión y
fuera a investigar. Muy pronto tendría una razón para volver a la estación de combate.
Trataría con este doctor y su extraña petición cuando fuera.
Por ahora, era hora de volver a su cámara hiperbárica, para descansar y recargarse.
Había mucho que hacer al servicio de su maestro y nunca había suficiente tiempo para
hacerlo todo.
tante al cruzar una calle. Había innumerables enfermedades que te matarían en poco
tiempo. Alguien podría olvidarse de soldar un sello y una explosión descompresiva
podría escupirte al frío vacío, donde estarías muerta y congelada antes de que nadie vi-
niera a recogerte, si se molestaban en hacerlo. No te levantabas cada mañana esperan-
do que esas cosas sucedieran —ese era el camino a una depresión tan profunda como
el mismo espacio—, pero tenías que saber que la vida era corta y no había garantías.
Por lo que en este momento ella tenía un ramo de bellas flores en su escritorio que
probablemente costaba el salario de un par de días y la atención de un hombre que no
era poco atractivo y quería pasar su tiempo y gastar su energía con ella. Hoy, mañana,
un mes, un año… nadie sabía cuánto tiempo tenía, así que ¿por qué no aprovechar el
momento y disfrutarlo tanto como fuera posible?
Su yo interno concedió que eso tenía algo de sentido. Ve por él, chica.
Movió la mano a la consola de su escritorio y encendió el comunicador. Después de un
momento, apareció el holo. Vil le sonrió.
—Hola —dijo.
—Hola, a ti también. Las flores son encantadoras. Gracias.
—¿Todavía vamos a cenar esta noche? —preguntó él.
—Sí. Pero apuesto a que puedo hacer un fogu mejor que cualquier restaurante a bordo.
¿Por qué no vienes a mi cubo y me dejas cocinar para ti?
PARTE DOS
V UELO DE P RUEBA
47
PASILLOS ADYACENTES AL BLOQUE DE DETENCIÓN AA, NIVEL CINCO,
ESTRELLA DE LA MUERTE
¡S
argento Stihl, hay intrusos! Hubo un escape en el Nivel Cinco, Bloque de De-
tención AA-Veintitrés. ¡Tome un equipo y valla allí!
Nova se quedó mirando al teniente con incredulidad. ¿Intrusos? ¿Un escape?
¿Cómo era eso posible?
—¡Sargento!
No hay tiempo para preguntarse acerca de eso ahora.
—Entendido, señor, ¡en camino! ¡Bretton, Zack, Guión, Alix, Kai, conmigo! ¡Mahl,
Cy, Dex, Nate, en la punta! ¡Vamos, muévanse!
La escuadra salió rápidamente de las barracas al pasillo, el sonido de su armadura tra-
queteaba con el movimiento. Los pasillos estaban extrañamente desiertos, lo que Nova
contó como una suerte. Menos gente significaba menos víctimas civiles.
—¿A quién nos enfrentamos, sargento? —eso vino de Dash.
Nova no lo sabía. ¿A quién se enfrentaban?
Bueno, kark, los reconocería cuando los viera.
—Sólo dispárale a quien yo te diga —le dijo al soldado. Luego levantó la voz para
incluir al resto de la escuadra—: ¡Vamos, más rápido!
Corrieron por los pasillos grises y negros, siguiendo a los cuatro guardias en la punta,
sosteniendo las armas hacia arriba, con los dedos fuera de las guardas de los gatillos,
como decían las regulaciones. Los techos y los pisos estaban cubiertos con absorbital
a prueba de bláster, así si alguien disparaba accidentalmente no iba hacer ningún daño.
Si llevabas tu arma apuntada al suelo, sin embargo, en una multitud había una buena
oportunidad que le volaras el pie a alguien, y las paredes y rejas de ventilación tampoco
eran tan robustas.
El pasillo se bifurcaba por delante. Mientras se acercaban, Nova estaba tratando des-
esperadamente de recordar cuál conducía a la Unidad D cuando una saeta bláster pasó
chisporroteando por el pasillo que cruzaba por delante. Los cuatro guardias en la punta
frenaron patinando, luego avanzaron lentamente hacia la intersección para mirar alre-
dedor.
210 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
Nova de repente se dio cuenta de que todo esto le resultaba familiar. Era como si ya
hubiera estado aquí antes, visto los acontecimientos que ahora tenían lugar. Sabía, sin
saber cómo, que en los próximos segundos un escuadrón de soldados de asalto iba a…
—¡Aaahhhh! —Gritó alguien más allá de la curva en el pasillo, y un momento después
media docena de soldados doblaron corriendo la esquina de la intersección del pasillo,
en dirección a Nova y sus hombres.
Estaban siendo perseguidos por un solo hombre con un bláster, que gritaba como un
berserker mientras corría. El hombre —Nova vio que estaba vestido como un piloto
espacial sin suerte— se detuvo, dándose cuenta que de repente las probabilidades en
su contra eran abrumadoras. Entonces se volvió y corrió atrás en dirección opuesta,
acelerando al máximo mientras desaparecía girando la esquina.
—¡Tras él! ¡Vamos! —Nova lideró la persecución, seguido por su escuadra y los de-
más. Una vez alrededor de la curva, vio que al piloto se había sumado un wookiee,
y ahora ambos disparaban hacia sus perseguidores mientras huían. Una saeta bláster
derribó al hombre junto a Nova. Intentó en apuntar a los corredores, pero fue golpeado
por alguien desde atrás; su saeta quemó la chapa justo detrás de los dos fugitivos. El
humano les lanzó otra ronda.
El tiempo pareció detenerse. La saeta se arrastró hacia ellos, increíblemente lenta. Pero
a pesar de su lentitud, Nova se movía aún más lento… la mortal ráfaga de energía iba
a golpearlo, y no había nada que pudiera hacer para detenerla.
La saeta bláster se estrelló contra él, penetrando fácilmente la placa pectoral. Atravesó
el pecho, quemó su corazón, y él cayó, muriendo…
Nova se sacudió en la cama, su pulso estaba acelerado, cuando uno de sus compañeros
de cubo le gritaba:
—¡Eh, Stihl! ¡Despierta frip, estás gritando dormido otra vez! ¡Algunos de nosotros
tratamos de descansar un poco aquí!
—Lo siento —jadeó Nova. Ralentizó su respiración, usando técnicas que había apren-
dido con los años para calmarse. Sintió que su frecuencia cardíaca caía, se sintió cal-
marse.
Pero no lo bastante calmado. Nova se volvió a acostar, mirando el techo. Los medica-
mentos para dormir no lo estaban ayudando.
infiltración y robo en una base militar apartada en Danuta. Aunque normalmente esto
hubiera sido de poco interés para Tarkin, los agentes que investigaban habían oído al-
gunos datos de inteligencia —nada más que un rumor, en realidad—, de que uno de los
archivos robados era un conjunto de planos de esta estación de combate. Tarkin frunció
el ceño. A primera vista, parecía poco probable, ¿cómo habrían llegado los planos a ese
planeta remoto en primer lugar?
Por otra parte, los secretos militares eran notoriamente difíciles de mantener, y un ar-
chivo se podría transmitir a través de toda la galaxia, si se le daba suficiente potencia a
la generación de la señal. Algún funcionario de bajo nivel, en algún momento, podría
haber encontrado los planos y decidido copiar un juego. Podría haber varias razones
para hacerlo… el conocimiento era poder. ¿Cuánto valdrían los planos para la Alianza
Rebelde? Una fortuna, sin duda; mucho más que el pequeño riesgo de ser descubiertos.
Y si había aunque sea una remota posibilidad de que tal cosa hubiera llegado a pasar, si
esos planos habían caído en las garras de los rebeldes, eso podría ser malo. La estación,
cuando estuviera plenamente operativa, sería invulnerable desde fuera, por supuesto,
pero un saboteador que sabía exactamente dónde hacer el mayor daño desde dentro
podría ser una amenaza real.
Esto necesitaba ser abordado, y Tarkin sabía quién era el más adecuado para la tarea.
Era mortificante tener que pedir ayuda al hombre, pero la seguridad de la estación era
primordial.
Fue al holoplato y lo activó. Era una comunicación de prioridad uno, y la conexión se
hizo casi de inmediato.
La brillante imagen de Darth Vader apareció ante Tarkin, a tamaño natural, como si
estuviera en la misma habitación.
—Gran Moff Tarkin. ¿Por qué me ha llamado?
—Entiendo que existe una remota posibilidad de que un conjunto de planos de esta
estación de combate haya sido robado por agentes de la Alianza.
—Sí.
Tarkin apretó los dientes lo bastante firmemente para hacer que los músculos de la
mandíbula le dolieran.
—¿Ya lo sabía?
—Tengo mis propios agentes.
El casco negro no tenía manera de cambiar de expresión, por supuesto, pero Tarkin
pudo oír diversión en la voz del señor oscuro.
—Ya veo —dijo, con tono cuidadosamente neutral. No era el momento para contrariar
al lacayo del Emperador.
—Averiguaré si es cierto, y si es así, me ocuparé de ello. —El casco negro se inclinó
inquisitivamente—. Es por eso que usted me llamaba, ¿verdad?
Tarkin asintió con la cabeza. Vader podría tener muchos defectos, pero no era un pu-
silánime. Una vez que emprendía una tarea, rara vez se desviaba hasta verla acabada.
Las probabilidades eran que la historia no fuera más que un rumor sin fundamento,
pero si no, nadie estaba mejor equipado para determinar los hechos y eliminar el pro-
212 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
blema que Darth Vader. Una herramienta útil, aunque peligrosa… sin importar lo que
Tarkin pudiera sentir personalmente sobre él.
—Manténgame informado —dijo.
—Por supuesto. —La imagen de Vader se desvaneció.
ella tenía los planos de la Estrella de la Muerte, y eso en sí mismo era razón suficiente
para detenerla. El Imperio recuperaría los planos y al hacerlo se libraría al mismo tiem-
po de las acciones entrometidas de ella.
Su maestro estaría complacido con ambos eventos.
48
CONTROL DE FUEGO DEL SUPERLÁSER, SECTOR THETA,
ESTRELLA DE LA MUERTE
N
o habían mentido. Las diferencias entre el simulador y lo verdadero eran insig-
nificantes. Había más detalles desgastados y arañazos en el simulador, resulta-
do de los meses de ejercicios, pero el equipo era idéntico.
A pesar de todo el entrenamiento, Tenn todavía estaba un poco nervioso. Esto era lo
real; desde aquí, podían generar un impulso de destrucción pura que era más fuerte que
cualquier cosa nunca antes disparada. Increíble, y no un poquito intimidante. No espe-
raba alguna vez disparar el arma a plena potencia, no para destruir un planeta entero.
La idea, según él la entendía, era que la amenaza sería más que suficiente. Probable-
mente desintegraría una o dos lunas deshabitadas, sólo para demostrar que hablaban
en serio, pero los objetivos reales serían militares: bases y flotas rebeldes, y cosas así.
Para esas cosas, el superláser sería excesivo a un nivel ridículo, similar a freír una pul-
ga verde con un turbo-láser.
—Usted ha practicado en el simulador, ha visto las lecturas, por lo que no le estoy
diciendo ninguna novedad —dijo su OAM, rompiendo el ensueño de Tenn—. Esta es
un arma monstruo, pero no es de repetición. Si yerra el primer tiro, no habrá otro en su
turno.
Tenn asintió con la cabeza. Había preguntado sobre el almacenamiento de energía el
primer día en el simulador, y los ingenieros habían salido corriendo unos sobre otros.
Pero una vez que había visto los números —tenían que ser honestos en eso, incluso en
los sims— lo había descubierto lo bastante rápido. Los condensadores podían contener
bastante jugo para iluminar un planeta, es cierto, pero una vez que se descargaban, no
se podían volver a llenar muy rápido. Una vez que disparabas la cosa, bien podrías
apagar las luces y tomarte una larga siesta, porque la energía máxima no iba a regresar
hasta que pasara una buena parte del día. Es verdad que todavía podías bombear algu-
nos haces de baja potencia bastante desagradables —y aquí la definición de baja era
todavía más grande que lo que podía manejar un Destructor Estelar, incluso si dejaban
que todo el equipo escupiera a la vez—, pero sería un trapo en lugar de un destructor.
Podría calcinar una o dos ciudades, hervir hasta secar un gran lago o incluso un peque-
DEATH STAR 215
Ella sonrió. De acuerdo, él era un chico malo, pero la hacía reír. Eso valía mucho en
estos días.
—Hablando del digno sargento ——dijo, mirando su crono—, sería mejor que despe-
gue. El turno de trabajo de Stihl terminará en pocos minutos y si se deja caer a tomar
una cerveza con Rodo, quiero estar en otra parte.
—Buena idea.
—¿Cena, cuando termines? ¿En mi casa?
—Siempre y cuando prometas no cocinar.
—Me lastimas, mujer.
—Es mejor que envenenarte, lo que casi me hiciste a mí.
—¿Cómo iba yo a saber que tu clase no puede comer hierbadulce?
—Podrías haberlo averiguado. Si planeas salir con alguien de otra especie, depende de
ti saber qué es veneno y qué no lo es.
—Nunca me vas a dejar olvidar eso, ¿verdad?
—Ni una oportunidad, Ojos Verdes. Recogeré algo por el camino. Pescados, mariscos,
algo así.
Se sonrieron el uno al otro. Él extendió la mano, ella la tomó en la suya e intercambia-
ron suaves apretones. Ella podría haberlo hecho peor, sabía Memah. Lo había hecho
peor, más de una vez.
Después de que él se hubo ido, ella suspiró y se estiró, sintiendo que los músculos
tensos se aflojaban. Sólo había un puñado de clientes en el lugar… era justo antes del
cambio de turno y la gente o bien iba en camino al trabajo o estaba por salir, así que
pasaría otra hora más o menos antes de que la cantina se empezara a llenar. Hora de
tomar un descanso. Los negocios habían ido en general muy bien, mejor de lo que ella
esperaba. A medida que la estación crecía, y nuevas secciones se agregaban y presu-
rizaban, nuevas cantinas también se habían ido añadiendo regularmente. Había por lo
menos media docena de ellas sólo en este sector y decenas de abrevaderos a lo largo de
las otras porciones terminadas, pero ella no había notado que la competencia la hubiera
afectado en lo más mínimo. Cierto, ella sólo estaba recibiendo un pequeño porcentaje
de los beneficios, pero aún así, al ritmo actual, cuando acabara su periodo de servicio,
ella habría ahorrado suficiente para comenzar un nuevo lugar de su propiedad.
Sin embargo, no estaba segura de que quisiera hacer eso. Había buenas posibilidades
de que le ofrecieran una extensión del contrato, y ella necesitaría pensarlo seriamente
cuando sucediera. Cierto, era el ejército, por lo que había algunas reglas que eran un
poco más rígidas que en un planeta civil, pero aún así era limpio, los parroquianos se
portaban generalmente bien y ella estaba haciendo dinero como una ladrona de joyas
en un crucero espacial de lujo. No extrañaba el aire libre, nunca había sido una chica de
la naturaleza en tierra, y sólo se había aventurado a salir del Subsuelo Sur unas pocas
veces. No que hubiera mucho «aire libre», siendo todo Centro Imperial esencialmente
una gran área urbana, excepto por algunos parques aquí y allá.
¿Una cantina de una estación de combate inexpugnable, o una al lado de los puertos
espaciales en los barrios bajos de Centro Imperial? Dicho de esa forma, no parecía una
DEATH STAR 217
decisión muy difícil. Sin duda ésta era mucho más segura que cualquiera que hubiera
administrado antes. Nadie iba a prenderle fuego por «accidente», y por lo que había
oído ninguna nave rebelde podría rayarle la pintura, mucho menos realmente dañarla.
Quedarse era definitivamente algo a considerar. Estaba pasando un momento bastante
bueno, con todo, y que Ojos Verdes anduviera por ahí, tampoco era malo.
Memah sonrió y tarareó una melodía mientras empezaba a mezclar más bebidas.
49
DOSCIENTOS KILÓMETROS DEL SECTOR N-CUATRO, ECUADOR, ESTRELLA
DE LA MUERTE
V
il se inclinó en una curva deslizante a babor, el motor y los presores trabajaron
duro para compensar el «deslizamiento», y su perseguidor, uno de los novatos
en la Beta Dos, no fue lo suficientemente rápido como para permanecer en su
cola.
Se desvió de nuevo, esta vez a estribor, y el novato otra vez fue un pelo demasiado
lento para reaccionar. Comprensible; este no era un movimiento que se enseñara en la
escuela de vuelo básico, era uno que aprendías de alguien con mucho más tiempo en la
carlinga que el que los instructores tenían para desperdiciar en los alumnos.
El novato dijo algo emocionado que Vil no llegó a entender, pero fuera una oración o
una maldición, no lo ayudaría: Vil había invertido sus posiciones, terminando el bucle
alineado hacia la parte posterior del novato.
Te tengo, chico…
Vil accionó el control de disparo y pintó la parte posterior del novato con los láseres de
puntuación. Si sus armas hubieran estado a plena potencia, el chico estaría esquivando
escombros ahora, y ambos lo sabían.
—No es gran cosa, chico —dijo por el comunicador—. Todos tenemos que deslizarnos
por la curva de aprendizaje…
—¡Atención, a todos los escuadrones, atención! ¡Interrumpan el simulacro de inmedia-
to, repito, interrumpan todas las maniobras de inmediato! ¡Armen sus cañones láser en
modo de combate, patrón defensivo Prime, y esperen instrucciones!
¿Qué kark?
La orden salió completamente de la nada, pero Vil estaba demasiado bien entrenado
para cuestionarla. Se desvió y cambió su canal de operaciones a la frecuencia de su
escuadrón.
—¡Alfa Uno, conmigo, formación de pirámide, verde y azul, uno, uno, dos!
Pulsó el botón de control, y los diodos de señal en su caza comenzaron a parpadear en
la secuencia que les había dado, de modo que su escuadrón reconociera su caza y llega-
ra a sus posiciones. Verde, un destello. Verde, un destello. Azul, dos destellos, entonces
DEATH STAR 219
Vil tragó saliva, de repente tenía la garganta seca. Aquí estaba… lo verdadero, un com-
bate a gran escala y su escuadrón iba a estar entre los primeros en llegar a la fiesta.
Era a la vez emocionante y aterrador. Para esto había sido todo el entrenamiento: no
para alguna acción policial en un planeta remoto sino una batalla real contra pilotos
rebeldes, algunos de los cuales eran veteranos que habían volado naves TIE antes de
desertar. Esto no sería como dispararle a dianas en una galería o pintar novatos con
rayos de baja potencia; esto era a vida o muerte.
Esta era la razón por la que Vil Dance se había enlistado.
Ahora era el momento de ver quién tenía lo que hacía falta y quién no.
220 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
M
uy bien —dijo Motti—, parece que el superláser funciona.
Tarkin sonrió.
—Así es. Pero todavía quedan quinientos cazas enemigos ahí afuera y no
tienen ningún lugar adonde ir, así que no tienen nada que perder.
—Y ya los tenemos superados en número más de dos a uno, los pilotos TIE se mueren
de ganas por derribarlos, y hay un montón más de dónde salieron —dijo Motti—. Ahora
es una operación de limpieza, gobernador. No pueden escapar, y no pueden esconderse.
Tarkin asintió con la cabeza.
—Dé la orden —dijo—. Dígales a nuestros cazas que les den duro y rápido, mientras
que todavía están recuperándose de lo que acaban de ver.
—¿Señor? Su canal privado otra vez.
Tarkin asintió y tomó la llamada.
El hombre que apareció ante él parecía molesto. Después de un momento, Tarkin reco-
noció al hombre como el navegante de la nave de Daala.
—¿Sí, capitán Kameda?
—Fuimos atacados por un escuadrón de cazas Ala-X, señor. Los destruimos, pero su-
frimos daños por disparos.
—¿Por qué no es la almirante Daala quien me dice esto?
—Señor, perdimos los escudos en el puente. Hubo una explosión. La almirante Daala
resultó herida.
Tarkin sintió que sus entrañas se apretaban.
—¿Qué tan grave?
—Su vida no corre riesgo, señor. Los médicos la han estabilizado.
Tarkin exhaló el aire que estaba conteniendo.
—Pero sufrió una herida en la cabeza y está… desorientada. Hay una esquirla en su
cráneo. Necesitamos un cirujano.
Tarkin asintió con la cabeza.
—Tráigala a la estación de inmediato.
224 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
derribar fueron hechos pedazos por la nueva oleada de TIEs que venían de la Estrella
de la Muerte. La segunda ola de Ala-X no consiguió hacer pasar ni a un solo caza por
los escuadrones TIE de los Destructores Estelares.
Cuando hubo terminado, Vil tenía diez derribos, debidamente grabados por la cámara
del morro y registrados en su expediente.
Cinco derribos te hacían un as. Así de fácil, el teniente Dance se había convertido en
un doble as, al igual que algunos de los demás. El número total de cazas TIE perdidos
fue de menos de un centenar.
Había sido su primera batalla real contra los rebeldes, pero Vil no se enorgullecía de
ella. Había sido fácil.
Demasiado fácil.
51
CENTRO DE MANDO, SOBREPUENTE, ESTRELLA DE LA MUERTE
¿S
eñor? —dijo Motti.
—Ya me ha oído, almirante. Vamos a mover la estación. Los rebeldes sabían
dónde encontrarnos, y no voy a permitir que eso ocurra de nuevo.
Tarkin tenía esa mirada en el rostro que no permitía discusión alguna. Era una mirada
que Motti conocía bien. Sin embargo, era su deber señalar los impedimentos.
—Señor, todavía no estamos realmente listos para maniobras a toda la velocidad de la
luz.
El gran moff pareció impaciente.
—Lo sé, almirante. No necesitamos ir muy lejos; al otro lado de Despayre será suficien-
te por ahora. Los rebeldes sabrán que su atentado fracasó, por lo que no van a intentar
la misma táctica de nuevo. Nadie aparte de los comandantes de los Destructores Este-
lares y sus jefes de navegación recibirá las nuevas coordenadas… y además de usted,
nuestro jefe de navegación y yo, nadie más en esta estación tampoco tendrá la informa-
ción. Hay espías entre nosotros, almirante, y aunque eventualmente los detectaremos y
eliminaremos, no voy a poner en riesgo a esta estación en el ínterin. ¿Entendido?
—Sí, señor, comprendo.
—En menos de una hora, Motti. Deje dos Destructores Estelares aquí.
—Como usted ordene, señor.
Tarkin le dio la espalda.
—Voy al Centro Médico. La cirugía de la almirante Daala está en progreso.
Después de que Tarkin se hubiera ido, Motti consideró su tarea. Tenía sentido mover-
se, de eso no había duda. Si una armada rebelde se presentaba y no había nadie allí…
bueno, era una galaxia muy grande. No sabrían dónde empezar a buscar, y no era pro-
bable que a ninguno de ellos se les ocurriera que sus enemigos se habían tomado todo
el trabajo de energizarse sólo para moverse pesadamente al otro lado del planeta. Cada
hora adicional que demoraran en localizar la Estrella de la Muerte sería una hora más
cerca de que llegara a estar plenamente operativa.
Y una vez que eso sucediera, ni toda la flota rebelde sería capaz de detenerla.
DEATH STAR 227
Que la amante del gran moff resultara herida era una lástima, pero de ningún modo
una preocupación de Motti. Le tenía poco respeto como oficial. Sin el patrocinio de
Tarkin, ella nunca habría llegado a su rango. Por lo que a él concernía, las mujeres no
tenían lo que se necesitaba para el mando. Si moría en la mesa de operaciones, Motti
no derramaría lágrimas reales, aunque, por supuesto, fingiría tristeza para apaciguar a
Tarkin. El anciano era un poco susceptible respecto a ella, y no era buena idea meterse
en su lado malo. Daala era una distracción; Tarkin se preocupaba demasiado por ella.
Era otra rendija en la armadura del gran moff, una rendija que algún día Motti podría
explotar.
se hubieran tranquilizado. Por ahora no necesitaba que nadie lo mirara con recelo… no
tan cerca de tener la estación terminada y a punto de comenzar su misión. Eso simple-
mente no podría ser.
Tras tomar la decisión, se sintió mejor. Daala no lo culparía en lo más mínimo… ella
haría lo mismo, si estuviera en su lugar. Tarkin estaba seguro de eso.
52
DEI DEVASTADOR, CERCA DEL PLANETA TATOOINE, SECTOR ARKANIS,
ESPACIO SALVAJE
L
ord Vader, la burladora de bloqueos está en rango. ¿Debemos abrir fuego?
—Sí… pero no la destruyan. Apunten a los motores y sistemas de control…
quiero a los pasajeros y la tripulación con vida. Una vez se haya deshabilitado,
capturaremos y abordaremos la nave.
—Sí, milord.
El capitán regresó a sus asuntos, y Vader fue hasta frente a los ventanales delanteros
a mirar la nave que huía. Era esencial que impidiera que los planos de la estación de
combate cayeran en garras de los rebeldes… y mientras lo hacía, descubriría adónde
los estaban llevando. La princesa Leia Organa estaba en el centro de esta operación, y
divulgaría lo que él necesitaba saber… de eso no tenía ninguna duda. Su mente podría
ser resistente a la persuasión de la Fuerza, pero había otras formas.
La nave Rebelde no era rival para el Destructor de Vader, ni en velocidad, ni en poten-
cia de fuego. En cuestión de momentos los motores y el control habían sido averiados
por tiros láser de precisión quirúrgica, su reactor principal se apagó y un rayo tractor
generado por el Devastador envolvió a la burladora de bloqueos fugitiva.
La Tantive IV fue atraída inexorablemente a la bodega de carga principal del Destruc-
tor, agarrada firmemente en un campo compresor que interferiría con cualquier intento
de la tripulación rebelde para hacer explotar la nave capturada. Vader dudaba que estu-
vieran tan desesperados, pero no iba a correr el riesgo.
Un comandante de asalto llegó.
—Lord Vader, los equipos de entrada están forzando las esclusas de la nave.
—Bien. —Vader se apartó del ventanal—. Venga conmigo —le dijo al comandante.
La Tantive IV descansaba en medio de la gran bodega, parecía pequeña e indefensa,
su exterior blanco marcado por las áreas chamuscadas y ennegrecidas en los motores.
Vader, seguido por varios soldados de asalto, avanzó por la rampa hacia la esclusa de
aire. La escotilla de la esclusa había sido destrozada momentos antes; nubes de sella-
dor, pintura y metal vaporizado aún colgaban en el aire. Caminó a través del humo del
pasillo y examinó el daño. Los cuerpos, tanto de defensores rebeldes como de soldados
232 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
de asalto, llenaban la cubierta de la burladora de bloqueos. Vader hizo una pausa para
mirar a uno de los rebeldes hecho un ovillo a sus pies, luego a un segundo. Habían
sido valientes. Necios, puesto que no tenían ninguna salida, ni ninguna posibilidad de
victoria, pero valientes.
De poco les había servido.
Los sonidos del fuego bláster todavía hacían eco a través de la pequeña nave; de vez en
cuando una saeta perdida rebotaba en un mamparo y cruzaba por un pasillo transversal,
el destello rojo se reflejaba fugazmente en las paredes blancas. A Vader no lo preocu-
paban los tiros perdidos… podría concentrar la Fuerza lo suficiente para parar un rayo
de bláster con la palma de su mano enguantada, si llegaba a eso.
La conclusión era ineludible… los rebeldes no tenían ninguna oportunidad de ganar
contra una fuerza tan abrumadora, y tenían que saberlo. ¿Por qué seguir luchando?
La continuación de su resistencia tenía algún motivo, de eso estaba seguro. ¿Cuál era?
Vader y su escolta se movieron a través de los pasillos de la nave, continuando su
inspección. Algunos de los combatientes rebeldes habían sido capturados, aunque la
mayoría había caído luchando.
Ya era suficiente. Vader se detuvo y con un gesto al comandante, indicó que le trajeran
a un oficial rebelde que acababa de ser capturado. En un momento el hombre estaba
ante él, aún bajo custodia. Sin preámbulo, Vader se estiró y agarró al oficial por la gar-
ganta, levantándolo fácilmente del piso. Abrió la boca y forcejeó, pero en vano, por
supuesto. Nadie podía escapar de las garras de la Fuerza.
Antes de que Vader pudiera hablar, un soldado de asalto se acercó.
—Los planos de la Estrella de La Muerte no están en la computadora principal —dijo.
—¿Dónde están las transmisiones que interceptaron? —Vader le preguntó—. ¿Qué
han hecho con esos planos?
El oficial forcejeó.
—¡No hemos interceptado ninguna transmisión! —graznó.
Vader apretó su agarre sobre la garganta del hombre, levantándolo más alto. Las pala-
bras medio estranguladas del oficial apenas podían entenderse:
—¡Aaah! Esta es… uh… una nave consular. ¡Estamos en una misión… ¡agh! diplo-
mática!
Vader no se dejó impresionar por este patético intento de engaño.
—Si esta es una nave consular, ¿dónde está el embajador?
Era una pregunta retórica. El hombre no iba a ser útil, así que no iba a perder más tiem-
po en él. Vader aplastó su garganta y lo arrojó al otro lado del pasillo. El cuerpo rebotó
en el mamparo y cayó a la cubierta.
Pudo sentir las reacciones de los demás prisioneros cercanos sin tener que mirar. Otra
lección objetiva: frustrar a Lord Vader obtiene este tipo de recompensa.
Se volvió al líder de asalto.
—Comandante, desguace esta nave hasta que encuentre esos planos. Y tráiganme a los
pasajeros… ¡los quiero vivos!
Vader sonrió bajo su casco cuando una fila de soldados de asalto llegó trayendo a Leia
DEATH STAR 233
Organa. Se informó que le había disparado a un soldado antes de ser aturdida. Era di-
fícil pensar que ella mostrara semejante valentía… era tan joven, tan hermosa, vestida
en ese sencillo vestido blanco. Le recordaba mucho a…
No. No iba a permitirse ese pensamiento.
Ella le lanzó una mirada intensa, que lograba parecer desdeñosa a pesar de que sus
manos estaban esposadas.
—Darth Vader —dijo, sin hacer ningún esfuerzo para ocultar su desprecio—. Sólo us-
ted puede ser tan descarado. El Senado Imperial no va a quedarse de brazos cruzados
ante esto… cuando se enteren que ha atacado a una nave diplomática…
—No actúe tan sorprendida, Su Alteza —la interrumpió—. Esta vez no estaba en nin-
guna misión de caridad. Varias transmisiones fueron enviadas a esta nave por espías
rebeldes. Quiero saber qué pasó con los planos que les han enviado.
—No sé de qué está hablando —ella se mantuvo en su papel—. Yo soy miembro del
Senado Imperial en una misión diplomática a Alderaan…
La paciencia de Vader llegó abruptamente a su fin.
—¡Usted es parte de la Alianza Rebelde y una traidora! —Hizo un gesto furioso a los
guardias—. ¡Llévensela!
Después de que ella fue retirada, Vader se quedó parado inmóvil, sofocando su ira. La
ira podía ser útil, pero sólo cuando era ira que tú creabas, conformada a tus fines. No
cuando era provocada por alguien más.
Estaba un poco sorprendido por la intensidad de su propia respuesta. Había algo en ella
que no podía terminar de determinar, algo inusual. Lo molestaba. La mente de Organa
no era débil; esto podía notarlo incluso después de un somero intento de sondeo. Y
había algo extrañamente familiar en ella, algo fuera de su alcance…
Lo menospreció mentalmente. No era importante. Moriría pronto, en cualquier caso;
Tarkin ya había firmado la orden. Era sólo un asunto de cuánta información útil se le
podría extraer antes de que eso pasara. Ella era parte del pasado. Él tenía que lidiar con
el futuro.
Comenzó a caminar mientras pensaba en su siguiente movimiento.
—Retenerla es peligroso —dijo el comandante junto a él—. Si se filtra el rumor, podría
generar simpatía por la Rebelión en el Senado.
Vader no fue conmovido por esos temores.
—He rastreado a los espías rebeldes hasta ella. Ahora es mi único vínculo para encon-
trar su base secreta.
—Morirá antes de decirle nada.
—Eso déjemelo a mí. Envíe una señal de socorro, luego informe al Senado que todos
a bordo murieron.
Otro oficial imperial se acercó a ellos.
—Lord Vader, los planos de la estación de combate no están a bordo de esta nave. Y no
se hicieron transmisiones.
Vader se quedó mirando al oficial. Su ira comenzó a arder de nuevo.
El oficial padeció sentirlo. A toda prisa, añadió:
234 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
—Una cápsula de escape fue lanzada durante el combate, pero no había formas de vida
a bordo.
Ah. Así que esa era la razón por la que habían seguido resistiéndose… para dar a su
preciosa princesa tiempo para retirar físicamente los planos. Por supuesto. Se volvió
hacia el comandante.
—Debe haber escondido los planos en la cápsula de escape. Envíe un destacamento
al planeta a recuperarlos. Encárguese personalmente, comandante. Esta vez no habrá
nadie que nos detenga.
—Sí, señor.
Vader pasó a zancadas por la esclusa y regresó a la bahía de carga de su nave. Por lo
menos, habían impedido que la princesa entregara los planos de la Estrella de la Muer-
te a los rebeldes. Los soldados imperiales los recuperarían… e incluso si no, no podían
hacer mucho daño en el inútil mundo desértico de Tatooine. No había nada de valor en
ese mundo. Nada en absoluto.
53
CANTINA EL CORAZÓN DURO, CUBIERTA 69, ESTRELLA DE LA MUERTE
D
etrás de la barra, las botellas de licor se sacudieron en sus estanterías, y Me-
mah sintió una suave pero insistente vibración bajo sus pies.
—¿Qué…? —empezó.
—Nos estamos moviendo —dijo Rodo.
Junto a él, Nova asintió con la cabeza.
—Motores sublumínicos, así que no vamos lejos.
Los clientes, más o menos la cuarta parte de la capacidad a esta hora del ciclo, hicieron
una pausa durante unos segundos, luego volvieron a lo que estaban haciendo. Nadie
parecía demasiado perturbado por el evento.
—¿Por qué nos movemos? La construcción aún no está terminada —dijo ella—. ¿Ver-
dad?
—Al parecer está lo suficiente como para que la nave pueda ser reubicada —dijo Rodo.
Después de un momento la vibración se estabilizó. Las botellas dejaron de sacudirse.
El zumbido se calmó y se volvió muy débil, apenas se sentía.
Memah se volvió hacia Nova.
—¿Qué significa esto, sargento?
Él se rió.
—Oh, claro, como yo soy tan crítico para el funcionamiento de la estación, el moff me
llamó a mi comunicador y me dio un informe personal hace un minuto. ¿No se dieron
cuenta?
—Creo que no estoy revelando ningún secreto militar cuando digo que probablemente
tiene que ver con la batalla que acaba de ocurrir —dijo Rodo.
Ella lo miró.
—¿Qué batalla?
Rodo se encogió de hombros.
—No estoy seguro, pero acaban de suceder un par de cosas que de alguna forma insi-
núan una. Varias alas de cazas TIE decidieron de repente salir de la estación, más de
mil naves, y pronto después de eso ¿podrías recordar que las luces se atenuaron durante
236 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
un par de segundos? Mi conjetura es que los condensadores de energía que llenan una
gran parte de esta gran bola de metal se desviaron hacia esa enorme arma.
—¿Cómo es que sabes cosas como esta? —dijo Nova.
—¿Cómo es que tú no?
—No dije que no lo sé.
—¿Entonces Rodo tiene razón? —dijo Memah.
Ahora fue el turno de Nova de encogerse de hombros.
—No está equivocado. El rumor que oí decía que una nave nodriza rebelde salió del
híper a un par de miles de clics y lanzó a patadas a un montón de Ala-X, presumible-
mente para venir a dispararnos. Según mi fuente, volvieron el superláser sobre la nave
nodriza y la volaron todo el camino de vuelta a Centro Imperial.
Ella parpadeó sorprendida.
—¿Es tan poderosa?
—Oh, sí —dijo Nova—. Una nave no es nada. El poder del rayo estaba sólo en una
sola cifra… cuando se sube por completo, ninguna cosa dentro de medio millón de
clics está segura, incluyendo asteroides, lunas, incluso planetas.
—¡No!
—Sí. ¿Por qué otra razón iban a gastar todo ese tiempo y dinero en esto… —barrió con
un brazo para abarcar la totalidad de su entorno—… si no pudiera producir algunos
daños importantes? ¿Por qué otra cosa la llamarían «la Estrella de la Muerte»?
—Es difícil de imaginar —dijo ella.
—Para ti. Para mí, inclusive. No para los idiotas de alto nivel imperial a los que les
pagan para idear este tipo de cosas. Según he oído, esta cosa ha estado en desarrollo,
de una forma u otra, por años. Y una vez que ande suelta por la galaxia, la Rebelión
quedará crujiente. Si Tarkin al menos piensa que hay una base rebelde en un planeta o
luna —Nova movió las manos en un movimiento que simulaba el florecimiento de una
explosión—. Bum. Fin de la base, fin del problema. Dos o tres mundos desaparecen
así con un destello, y la guerra termina. ¿Quién correría el riesgo de perder miles de
millones o incluso billones de personas para ocultar un par de insurrecionistas? Todo
habrá terminado, excepto por las bandas y las medallas.
—¿Eso crees? —preguntó Rodo.
—Sin duda. Tal vez cuando mi periodo de servicio termine, voy a abrir una escuela en
algún lugar tranquilo, tal vez en uno de los brazos, sentaré cabeza, incluso tendré algu-
nos hijos, porque la guerra como la conocemos no va a suceder con cosas como esta…
—dio unas palmaditas suaves a la parte superior de la barra un par de veces—… vo-
lando por ahí. Si construyes algunas más, no necesitarás ejércitos ni armadas ni bases
militares apostadas en los planetas. Si hay un punto caliente, algunos sistemas parecen
de mal humor, envías una Estrella de la Muerte, y se termina el juego.
Memah lo pensó. El sargento tenía razón. Incluso con una sola Estrella de la Muerte
operativa, la Rebelión no tendía ninguna oportunidad. Si construían toda una flota de
ellas, el Imperio tendría a la galaxia agarrada en una mano de duracero para siempre.
Vio a Nova hacer una mueca.
DEATH STAR 237
—¿Demasiado fácil?
—Era como dispararles a dianas. Estaban tan empeñados en llegar a la estación, que no
ofrecieron mucha pelea. Los hicimos pedazos.
—No lo entiendo. ¿Querías que te dispararan?
—No, no. Bueno… sí. Quiero decir, quería sobrevivir, por supuesto. Quería ganar,
pero yo quería que fuera… sé que suena estúpido, pero quería tener que esforzarme
más.
Teela suspiró.
—Lo entiendo.
Él la miró sorprendido.
—¿Lo haces?
—Claro. Nadie quiere patinar por el camino fácil todo el tiempo. Querías un desafío,
para poder sentir que habías logrado algo.
—Sí. A veces, las probabilidades remotas son las únicas que vale la pena jugar.
—Bueno, no puedo decir que lamento que no fuera más peligroso. Además, supongo
que habrá más batallas…
Vil sacudió la cabeza.
—Tal vez no. ¿Saber que Tarkin simplemente podría aparecer y volar todo el mundo
fuera del cielo? Creo que las guerras van a ser una cosa del pasado muy rápido.
Teela parecía perpleja.
—¿Y eso es malo porque…?
—Bueno, no lo es… no para la civilización, por supuesto que no. No para la perspec-
tiva general y todo eso. ¿Pero para los pilotos de caza? Vamos a quedarnos sin trabajo.
—Podrías conseguir trabajo pilotando naves espaciales comerciales.
—Tenía en mente hacer eso si sobrevivía, algún día me gustaría hacerlo. Pero… toda-
vía no.
Ella puso sus brazos alrededor de él y lo acercó.
—No siempre consigues tu primera elección en la vida. Las cosas suceden, tienes que
ajustarte. Nadie lo sabe mejor que yo.
Él asintió.
—Pero si querías ser un as, ahora lo eres. Eso es algo. Felicitaciones.
—Bueno, un doble as, si quieres decirlo técnicamente.
—Oh, sí, tú y yo vamos a ponernos técnicos, ¿eh?
Vil rió. Definitivamente había algo diferente acerca de ella.
54
CANTINA EL CORAZÓN DURO, CUBIERTA 69, ESTRELLA DE LA MUERTE
R
atua tuvo problemas para abrirse camino en la cantina. Estaba atestada, y com-
prendía por qué. Había un montón de celebraciones. El encuentro con la nave
nodriza rebelde circulaba por toda la estación, y si los pilotos TIE implicados
habían sido engreídos antes, se pavonearían mucho más orgullosos después de la vic-
toria.
Él no era político, y quién ganara la guerra no le importaba mucho, salvo que al estar
aquí significaba que se alejaría del mundo prisión, y, finalmente, regresarían a la civi-
lización. Y sería el más seguro de los viajes seguros. Así que todo esto era para bien.
Vio a Memah trabajando frenéticamente detrás de la barra. Incluso con todos los droi-
des y meseros trabajando, sabía que no tendría muchas chances de visitarla en este
turno.
Ah, bueno. Ciertamente no le envidiaba su trabajo. La multitud disminuiría, con el
tiempo.
Mientras tanto, su última estafa estaba madurando. En unos días más estaría rodando
en créditos. Bueno, tal vez no. Pero sin duda tendría suficiente para empapelar las pa-
redes de su cubo, con un montón sobrante para equipar el techo y la cubierta.
L
a cantina estaba cerrada; se estaba limpiando el sistema purificador de aire y
equilibrando los ionizadores. Era ruidoso, pero con la puerta de su oficina ce-
rrada, el sonido de los droides limpiadores se silenciaba lo suficiente para que
Memah y Ratua pudieran conversar.
Ratua tenía la sonrisa petulante, que ella había llegado a reconocer en los últimos me-
ses.
—¿Qué has hecho ahora, Ojos Verdes? Te ves demasiado satisfecho contigo mismo.
—Simplemente suministré una necesidad humana básica —dijo él.
—Claro. Vamos, cuéntale a la tía Memah.
—Nadie resultó herido —respondió él, un poco demasiado rápido—. Nadie va a per-
derse ni una comida, confía en mí con esto. Todo el mundo está feliz. El oficial de
suministros simplemente desvió un envío de electrónicos y holoproyectores que pro-
bablemente se habrían dejado almacenados por diez años sin hacer nada, porque todo
en esta estación ya tiene al menos dos respaldos. Las posibilidades de que alguna vez
necesiten algo de este equipo son cercanas a cero.
—Ajá. —Se preguntó por qué se molestaba siquiera en escuchar cómo se justificaba
a sí mismo. Robar era robar, sin importar las circunstancias. Pero ella sabía por qué lo
escuchaba. Mientras continuara hablando podría mirar en aquellos ojos verdes.
—No, mira, es verdad. No está haciendo ningún beneficio a nadie, y hay un mercado
para entretenimiento allí afuera… la gente se aburre muchísimo en algunos sectores.
—¿Y qué vas a mostrar en estos sistemas de entretenimiento que has, ah, liberado?
¿Holos de piel?
—No, no, ¡nada de eso! —Sonaba honestamente agraviado por la idea—. Estamos
hablando de deportes, crashball, gimnasia en baja-g, carreras de vainas. Buenos pro-
gramas para toda la familia.
—Y ¿por qué la gente no puede ver eso en los equipos de comunicación de entreteni-
miento regulares de la estación?
—Bueno, puede… pero esos terminales están configurados como quieren los diseña-
244 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
dores. Piensa en el pobre hombre que trabaja en una bodega oscura en el Borde y está
lejos de cualquier unidad de holo. El maldito está todo el día apilando cajas con un
cargador-grav… un trabajo aburrido que embota la mente. No hay terminales de en-
tretenimiento allí. ¿Qué tiene de malo que tenga un pequeño visor en su cargador, para
poder echar un vistazo a su equipo favorito cuando tome un descanso?
—¿O choque su cargador contra una pared, porque está mirando la proyección en lugar
de prestar atención a dónde va?
Él le sonrió.
—Bueno, ese no es mi problema. Yo vendo un cuchillo, lo pueden utilizar para cortar
sus vege-filetes o se lo pueden clavar en la pierna. No es asunto mío.
Ella rió. No pudo evitarlo. Celot Ratua Dil era un chico malo, es cierto, pero era tan
extremadamente honesto acerca de su falta de honradez.
—Mira esto —dijo él, obviamente aliviado ante su risa. Sacó un dispositivo del tamaño
de su puño y lo apoyó en su escritorio, luego lo activó. El holograma de tres dimensio-
nes de la red de entretenimiento de la estación apareció sobre el proyector.
—Aparte de los canales regulares, esta unidad en particular puede conectarse a las cá-
maras exteriores. Observa.
Tocó en el dispositivo, manipuló la ampliación, y la imagen de un planeta entró brillan-
do a la vista, del tamaño aproximado de una pelota de crashball.
—Mi viejo lugar de residencia —dijo él—. Despayre. Un terrible lugar para visitar, y
de hecho no podrías hacerlo de todos modos, porque una vez que estás allí, estás allí.
Pero se ve bien desde aquí lejos. —Ladeó la cabeza mientras consideraba la imagen
verde y azul—. No, en realidad, todavía se ve terrible.
Memah miró el crono en el proyector. Casi las mil cien. Los droides de mantenimiento
deberían terminar con los filtros muy pronto, lo que era bueno, porque ella quería vol-
ver a abrir a medio turno, y le tomaría al menos una hora…
Un destello de color verde pálido iluminó brevemente el holo.
La sala se sacudió, vibrando lo suficiente para hacer traquetear las sillas. Sintió que sus
vísceras flotaron por un momento y se dio cuenta de que el campo de gravedad de la
nave había oscilado.
—¿Qué es eso? —Memah se puso de pie, luchando contra un pánico repentino e inex-
plicable. Después de todo, qué podría ser un peligro posible para…
Ratua levantó una mano para silenciarla. Esos ojos verdes miraron la proyección.
—Espera un segundo —dijo él—. Algo está mal.
La imagen del planeta Despayre pareció temblar cuando un fino rayo verde esmeralda
—casi del mismo color de los ojos de Ratua, pensó ella— desde el borde de la proyec-
ción lanceó hacia el centro del enorme único continente.
Ambos miraron incrédulos cuando una mancha naranja floreció en la imagen del pla-
neta. Al principio no parecía más grande que la uña del pulgar de Memah, pero creció
rápidamente, expandiéndose en un círculo. El centro del naranja se volvió negro.
—Kark —dijo Ratua. Sonaba aturdido.
—¿Qué? ¿Qué ocurre?
DEATH STAR 245
tarlos y mantenerlos era un gasto constante de recursos imperiales. Ahora esas tropas
serían liberadas para el servicio. Nadie llorará a los asesinos o al planeta inmundo en
el que vivían.
—¿Y adónde enviará el Imperio a los grandes criminales ahora?
Tarkin se apartó de las imágenes de la carnicería y miró directamente a Motti.
—Si no estoy muy equivocado, la pena de muerte se utilizará con mayor frecuencia.
La Justicia Imperial va a volverse rápida y segura, almirante.
Volvió a mirar la imagen del mundo moribundo.
U
na hora y quince minutos después del primer rayo, Tenn disparó el segundo.
El planeta Despayre, ya calcinado, sin vida y lleno de cataclísmicos terremo-
tos y vulcanismo, comenzó a temblar como una criatura atormentada en su
agonía de muerte. Enormes grietas, de miles de kilómetros de largo y decenas de clics
de ancho, estriaban el mundo. Las montañas se derrumbaron en un hemisferio mien-
tras sobresalían y se levantaban en el otro. Era imposible ver todo esto directamente,
por supuesto, porque la cubierta de nubes había tapado la superficie, pero los visores
IR y VSI lo mostraban todo muy claramente. El núcleo fundido del mundo, que ya se
escapaba a través de innumerables nuevos volcanes, rezumó a la superficie y produjo
océanos de lava que se extendieron a través de la tierra. Así fue como el planeta había
nacido, y así era como estaba muriendo.
Una hora y diecinueve minutos más tarde, cuando Tenn, disparó el tercer rayo que voló
en pedazos las cenizas carbonizadas y quemadas, rompiéndolas en miles de millones de
pedazos, pareció casi sin sentido. Todos y todo en ellas ya había sido asado, escaldado,
o ahogado. La gravedad del sistema se retorció cuando el pozo de gravedad planetario
también dejó de existir. Los sensores de escudos tranquilamente registraron los miles
de fragmentos, desde el tamaño de guijarros al de montañas, desviados por la estación.
Dulce Reina Quinella. Todo un planeta destruido. Como si nada.
No importaba lo duro que pensabas que eras, ese era fuerte en el estómago.
Especialmente cuando eras el que había tirado de la palanca.
planetarios. Eso debía convencer a los militares de que habían desarrollado el arma
definitiva. Estarían equivocados, pero lo creerían. Se llenarían con sus lamentables
sueños de poder y gloria, incapaces de comprender la verdad, seguros de que eran in-
vencibles.
Esa no era su preocupación. Tenía sus órdenes, y las llevaría a cabo. Obtendría la in-
formación que buscaba de la princesa disidente. Encontrarían la base principal de los
rebeldes y la destruirían. La guerra terminaría, y Vader finalmente quedaría libre para
reanudar en serio sus estudios del lado oscuro. Tenía mucho que aprender y, cuando
el Emperador ya no estuviera distraído con este conflicto menor, podría volver a su
entrenamiento.
Eso era lo importante. Ese era el camino al verdadero poder.
Tarkin. Sonrió, muy levemente—. El miedo va a mantener los sistemas locales en lí-
nea… el miedo a esta estación de combate.
—¿Y qué hay de la Rebelión? —continuó Tagge. El hombre era como un borrat con un
hueso: no lo dejaba ir—. Si los rebeldes han obtenido una lectura técnica completa de
esta estación, es posible, aunque poco probable, que puedan encontrar una debilidad y
aprovecharse de ella.
—Los planos a los que se refiere pronto estarán de vuelta en nuestras manos. —Eso
vino de la voz profunda de Vader, que estaba de pie detrás del ahora sentado Tarkin.
Motti ya no pudo contenerse por más tiempo.
—Cualquier ataque hecho por los rebeldes contra esta estación sería un gesto inútil, no
importa los datos técnicos que hayan obtenido. Esta estación es ahora el máximo poder
del universo. Sugiero que lo utilicemos.
—No se enorgullezca demasiado de este terror tecnológico que han construido —le
dijo Vader—. La capacidad de destruir un planeta es insignificante en comparación con
el poder de la Fuerza.
Motti quería reír. ¡Vader estaba loco! ¿Cómo podía decir eso, especialmente con los
escombros de Despayre todavía pasando junto a la estación?
—No intente asustarnos con su hechicería, Lord Vader —dijo, sintiéndose seguro en
presencia de testigos. Era consciente de que Vader se movía hacia él, pero Motti te-
nía un propósito. Incluso sabiendo que era mala idea provocar al hombre de negro,
continuó—: Su penosa devoción a esa religión antigua no le ha ayudado a recuperar
las cintas de datos robadas, ni le ha dado la clarividencia para encontrar la fortaleza
escondida de los re… ¡ukk!
A tres metros de distancia, Vader se inclinó hacia adelante e hizo un pequeño movi-
miento con la mano, cerrándola en un puño.
Motti sintió que su garganta se apretaba y se cerraba, como si fuera aplastada por una
abrazadera de acero. ¡No… podía… respirar…!
Se llevó los dedos al cuello de su uniforme, tratando de quitarse lo que se sentía como
una banda inquebrantable alrededor de su cuello. No funcionó. La presión estaba ahí,
pero no había nada material alrededor de su garganta causándola.
—Encuentro que su falta de fe es perturbadora —dijo Vader.
Motti sentía que empezaba a desvanecerse. Quería gritar, pero no podía emitir más que
un chillido mientras se deslizaba hacia al abismo de la inconsciencia y la muerte…
Apenas escuchó a Tarkin hablar.
—Ya es suficiente. Vader… suéltelo.
—Como desee —dijo Vader. Se dio la vuelta y se apartó, y un momento más tarde
Motti cayó hacia delante sobre la mesa de conferencias, sin sentir el impacto. Sin em-
bargo, podía respirar de nuevo. La constricción se había ido. Se sentó, lleno de rabia, y
miró fijamente a Vader. ¡Si sólo tuviera un bláster!
Pero, a pesar de que no era un cobarde, su rabia estaba teñida de miedo. ¿Cómo había
Vader hecho eso? Él había estado a tres metros de distancia.
Motti tragó saliva, tenía la boca seca y la garganta adolorida.
250 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
—Esta discusión es inútil —dijo Tarkin—. Lord Vader nos proporcionará la ubicación
de la fortaleza rebelde para cuando esta estación esté en funcionamiento. ¡Entonces
podremos aplastar a la Rebelión de un golpe rápido!
Motti creía en eso. Pero ahora también sabía algo más. Vader tenía poder, y era real.
Motti lo había sentido, y, si Tarkin no hubiera intervenido, creía con cada fibra de su
ser que estaría muerto.
Esa era una idea aleccionadora. ¿Qué importaba si mandabas una estación que podía
destruir un mundo, si te podía matar un fenómeno agitando una mano en el aire?
Habría que hacer algo acerca de Vader. Pero con mucho, mucho cuidado.
57
BLOQUE DE PRISIÓN AA, CENTRO DE DETENCIÓN,
ESTRELLA DE LA MUERTE
U
li acababa de terminar sus rondas, lo que incluía una visita rápida a un bloque
de detención diferente en cada ciclo. La mayoría de los presos estaban allí por
infracciones menores, borracheras, conductas desordenadas y similares. Es-
taba en el pasillo, en dirección a su oficina cuando vio nada menos que a Darth Vader
viniendo en la otra dirección.
Con él había una mujer joven y hermosa.
Era una visión tan surrealista que estuvo momentáneamente tentado a cuestionar sus
sentidos. Pero era bastante real, podía ver los reflejos distorsionados de las luces fluo-
rescentes deslizándose por el casco negro mientras Vader caminaba, y podía escuchar
la respiración regulada del aparato respiratorio del hombre. El sonido de sus botas con-
tra el suelo de rejilla era extrañamente suave para un hombre tan grande.
Vader tenía una mano cerrada en la parte superior del brazo de la mujer, y hasta a diez
metros de distancia Uli podía ver por su expresión de dolor e ira que la agarraba con
suficiente fuerza para hacerle daño. Quienquiera que ella fuera, obviamente no estaba,
con Vader por elección.
La mujer llevaba un vestido blanco, y parecía algo familiar, aunque no podía ubicarla.
Su cabello castaño oscuro era largo, pero estaba enrollado en rodetes apretados a los
lados de su cabeza. Incluso a pesar de la incomodidad y la indignidad de su situación,
parecía extraordinariamente tranquila.
Los tres estaban solos en el pasillo del bloque de prisión. Mientras Uli se acercaba,
Vader se detuvo. Sin prestar atención al doctor, abrió una de las celdas y empujó sin
contemplaciones a la mujer al interior. La escotilla cayó cerrándose detrás de ella.
Uli se había ralentizado y miró hacia atrás sobre su hombro para mirar mientras pasaba.
Después de encarcelar a la mujer, Vader se volvió, la capa de ébano onde tras él. Volvió
a mirar a Uli. Aunque ninguna parte de su rostro era visible, Uli, de alguna manera no
tuvo ninguna duda de que Vader lo estaba mirando directamente.
Fijó su mirada al frente una vez más y siguió caminando. Justo cuando salía del bloque,
tres técnicos vestidos de negro y cascos pasaron junto a él. Detrás de ellos, flotando
252 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
estaba recluida Leia Organa. Había esperado que ella se hubiera vuelto más manejable
después de su captura. Pero se mantuvo en silencio. Era su elección. Lo lamentaría.
Detrás de él, lo siguió el droide interrogador. Era una herramienta tosca, un instru-
mento burdo en comparación con la sutileza y precisión posible con la Fuerza; sin em-
bargo, la mente de la princesa Leia era demasiado fuerte para manipularla a su antojo
fácilmente, incluso con el poder del lado oscuro. Era posible que él pudiera arrebatar
el conocimiento de ella, pero podría terminar destruyendo la misma información que
buscaba. Lo obligaría a quemarle el cerebro antes de divulgar voluntariamente los da-
tos, de eso no tenía ninguna duda.
Sin embargo, después de ser sometida por un tiempo a las tiernas misericordias del
dispositivo flotante detrás de él, su mente debería volverse un poco más… flexible.
De vez en cuando, había que ingeniárselas con las herramientas disponibles, por más
toscas que pudieran ser.
La puerta de la cámara se deslizó hacia arriba, revelando a la princesa sentada en una
plataforma en la habitación en su mayoría vacía. Vader y dos de los técnicos entraron.
El tercero esperó fuera, en el pasillo.
—Y ahora, Su Alteza, vamos a discutir la ubicación de su base rebelde escondida —le
dijo Vader.
Cuando el droide interrogador flotó detrás de él, Vader vio que su expresión desafiante
flaqueaba. Sintió su miedo a medida que la máquina se acercaba a ella.
Bien…
Oyó el portazo detrás de ellos.
Pero, después de media hora, a pesar de las drogas de la verdad, descargas eléctricas, y
otros alicientes que se le habían administrado, era evidente que su resistencia no había
bajado lo suficiente para que él pudiera sondearle la mente. Eso era sorprendente.
Estaba físicamente debilitada y con dolores considerables, pero su mente seguía blin-
dada. No había revelado nada.
Era muy inusual que cualquiera, excepto un jedi tuviera ese control, reflexionó.
Mantuvo su enojo y frustración bajo un estricto control, sin dejar que nada se notara.
Tenía otros asuntos que requerían su atención… por ahora.
—Aún no hemos terminado aquí —le dijo a ella. A uno de los técnicos le dijo—: Que
un médico la asista.
—¿Pero no está sentenciada a morir? —dijo el técnico.
—Cuando yo decida que es tiempo —dijo Vader—. Si no está viva y bien hasta ese
momento, lo haré personalmente responsable.
El técnico se puso visiblemente pálido. Vader pasó junto a él y salió de la cámara.
destructivo. ¿Qué había dicho el hombre a cargo —Tarkin, recordó— en uno de los
discursos públicos por comunicador? «El miedo va a mantener los sistemas en línea».
Ratua podía entenderlo… tenía sentido de cierta forma retorcida. Pero realmente uti-
lizar la capacidad de la estación; para aniquilar a un mundo habitado, incluso uno po-
blado por los casos más duros de la galaxia, ni siquiera como demostración, sino sólo
para probar…
Era algo que ningún hombre cuerdo podría comprender.
La guerra había tomado un giro muy desagradable, y Ratua temía que podría empeorar
antes de mejorar.
El comandante Atour Riten, que no era muy dado en el camino de la socialización,
estaba sentado solo a una mesa, bebiendo un potente licor destilado a partir de algún
tipo de tubérculo tropical de Ithor. Tenía un efecto potente, y aunque normalmente
disfrutaba del ardiente sabor, esa no era la razón por la que lo estaba tomando ahora.
¿Cómo había llegado a pasar que el Imperio estaba destruyendo mundos enteros?
Atour era un hombre inteligente y con sentido común; podía ser apolítico, pero no era
ingenuo. Era consciente de la finalidad con la cual había sido construida esta estación
de combate. La Estrella de la Muerte era un dispositivo de destrucción final, un arma
de tal horror inimaginable que su existencia servía, supuestamente, para evitar cual-
quier insurrección, en cualquier lugar. Incluso el concepto de la guerra iba a volverse
una cosa del pasado. E incluso si tal poder supremo tenía que ser demostrado, había un
montón de mundos deshabitados flotando por ahí; vuela uno de ellos en pedazos y se
entrega el mensaje, alto y claro: Tu mundo podría ser el siguiente.
Había sido ingenuo, comprendió. Se había permitido creer que había un límite para
la inhumanidad… que podía haber un arma demasiado poderosa para ser usada. Pero
ese obviamente no era el caso. No había, al parecer, una profundidad a la que los seres
sintientes no pudieran hundirse. Si construían un bláster que podía destruir un planeta,
algunos necios más grandes construirían uno que pudiera extinguir una estrella. La
locura continuaría sin fin, porque siempre había un bláster más grande.
¿Cómo podría un ser con alguna conciencia permanecer políticamente neutral después
de semejante evento?
Tomó otro trago de su vaso. Ciertamente, era suficiente para conducir a cualquier ser
cuerdo a la bebida.
Teela y Vil estaban sentados a una mesa, con bebidas ante ellos, pero ninguno se mo-
lestó en recoger sus copas. No hablaban.
Ella miró a Vil fijar una mirada malhumorada en su copa. Era un piloto, estaba entre-
nado para la guerra, arriesgaba la vida en combate… pero aun así, la destrucción de
Despayre lo había sacudido. De mala manera.
Teela estaba más que sacudida. Estaba consternada. Horrorizada. Ella podría haber
estado en ese mundo… ella había estado en ese mundo, y si no fuera por una capaci-
dad que el Imperio había decidido que necesitaba, aún habría estado ahí abajo cuando
Despayre fue hecho añicos.
No había tenido nada que ver con la construcción de la parte de armas de la estación.
256 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
Ella diseñaba y construía los espacios de trabajo, ocio y alojamiento. Y no había tenido
ninguna verdadera elección, ¿verdad? Después de todo, todavía era una prisionera.
¿Verdad?
Su yo interior podría haber disfrutado diciéndole «Te lo dije», una y otra vez, lo sabía.
En cambio, estaba extrañamente silenciosa.
58
CANTINA EL CORAZÓN DURO, CUBIERTA 69, ESTRELLA DE LA MUERTE
U
li estaba sentado en la barra al lado de un humanoide con ojos verdes increíble-
mente brillantes, y pensó en cantinas que había frecuentado durante su tiempo
en el ejército. Algunas habían sido divertidas, algunas simplemente lugares
para emborracharse; algunas habían sido guaridas de camaradas de servicio: médicos,
enfermeras, técnicos, todos reclutados y obligados a servir en una guerra que todos de-
testaban. Los seres que tenían que parchar a los heridos o cubrir a los muertos que no
podían salvar generalmente eran menos entusiastas sobre la gloria de la guerra que la
mayoría. Después de que mil jóvenes pasaban bajo tu cuchillo, desgarrados y golpea-
dos por los efectos de blásteres o metralla, se volvía viejo, y te cansaba en lo profundo.
La guerra era una acción tan estúpida y antisurpervivencia como una especie podía
emprender, y si Uli repentinamente pudiera convertirse en algún tipo de dios, como su
primer acto borraría el conocimiento, el recuerdo y la capacidad de hacer la guerra del
universo.
Ahora el Imperio tenía un destructor de planetas… y aquí estaba él, en la maldita cosa.
¿Cuánto más podían empeorar las cosas?
—Hola, doc.
Uli miró a su izquierda y vio a un sargento llegar al bar. Le tomó un par de segundos
reconocer al hombre… era un paciente. El tipo con las pesadillas y midiclorianos.
—Sargento Stihl. ¿Cómo estás durmiendo?
—La verdad es que casi no duermo en absoluto. Ha empeorado recientemente. Empeo-
rado mucho. —Se sentó en el taburete.
—Comprendo. ¿Las píldoras no fueron de ayuda?
—En realidad no.
—Lo siento.
—Yo también. Yo… —Se detuvo y miró más allá de Uli al hombre de ojos verdes a la
derecha de Uli—. ¿Celot Ratua Dil?
Tenía que ser un zelosiano, con esos ojos, pensó Uli. Uno de los raros clorofilianos de
la galaxia. Y él y el sargento obviamente se conocían.
258 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
El hombre planta se volvió y miró, y Uli vio el pánico llenar brevemente esos ojos.
Pero luego retomaron su mirada ligeramente cínica.
—Bueno, maldición —dijo—. Has cambiado de turno, ¿verdad, Stihl? Debí haberlo
comprobado. —Sacudió la cabeza, se encogió de hombros y sonrió—. Oh, bueno.
—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó el sargento. No había un tono de hostili-
dad que Uli pudiera notar; sin embargo, se estaba empezando a sentir muy incómodo
sentado entre ellos.
—Tomando una copa —dijo Celot Ratua Dil—. Deseando estar de vuelta en mi plane-
ta natal. Viéndolo en retrospectiva, las cosas no estaban tan mal allí. Pude haber tenido
una muy buena vida en casa, pero no, quería viajar y ver la galaxia. Fue una elección
estúpida.
La cantinera se acercó, y Uli notó que su mano derecha estaba debajo de la barra, fuera
de vista. Ahora se sentía muy incómodo.
La cantinera, una twi’lek, también parecía familiar. ¿Dónde la había visto? Ah, sí…
sólo imagínala desnuda. Otra paciente.
—Dr. Divini, me alegro de verlo otra vez. —Miró al tipo a la derecha de Uli—. ¿Está
todo bien aquí?
—Oh, sí —dijo el hombre de ojos verdes—. Sólo reencontrándome con un viejo cono-
cido. Ha pasado mucho tiempo.
Stihl miró a la cantinera.
—Memah. ¿Conoces a este tipo?
Ella asintió.
—Sí.
Stihl volvió a mirar al zelosiano. Uli sintió una corriente de intranquilidad pasar de ida
y vuelta, y se inclinó un poco hacia atrás para salir de su camino.
—¿Cómo…? —dijo Stihl.
—Decidí marcharme —dijo Celot Ratua Dil.
Stihl no dijo nada por un momento. Luego miró a la mujer twi’lek detrás de la barra.
—¿No tendrás la mano sobre un aturdidor ahí abajo, verdad Memah?
—Podría.
Stihl asintió con la cabeza, como para sí mismo. Miró al zelosiano, luego a la twi’lek.
Sus cejas se enarcaron.
—Entonces, ¿así son las cosas?
—Así son las cosas. Y ya sé quién es y de dónde vino.
Hubo un tenso silencio.
—Perdón por entrometerme en lo que probablemente no es asunto mío, pero ya que
estoy sentado en medio de esta conversación y de repente estamos hablando de aturdi-
dores, ¿alguien quiere decirme qué está pasando? —dijo Uli.
Los otros tres se miraron el uno al otro.
—Lo siento, doctor, ah… Divini, ¿verdad? —dijo el zelosiano—. Es bastante sencillo.
Antes de ser transferido aquí, el sargento Stihl era guardia en Despayre… usted sabe,
¿ese planeta que esta estación acaba de convertir en polvo espacial? Y yo fui, por un
DEATH STAR 259
te ocupabas de ella, Ratua podría haberte dado un buen golpe. Si hubieras ido primero
por él, ella te habría aturdido.
—No era una situación con un alto porcentaje para mí —dijo Stihl.
Uli lo miró y parpadeó.
—Entonces eso es todo, ¿esto te parece bien? ¿Vas a dejarlo ir?
Stihl asintió con la cabeza mientras Memah le alcanzaba una jarra de cerveza oscura.
—¿Por qué no? No que pueda irse a ninguna parte, y tiene razón… no puedo enviarlo
de vuelta a un lugar que ya no existe. —Tomó la cerveza, sonrió y bebió un sorbo—.
Ah. Gracias. —Volvió a mirar a Uli—. Y en comparación con lo que el Imperio acaba
de hacer, ¿cuánto daño podría hacer un contrabandista? ¿Quieres entregarlo?
—No particularmente.
—Bueno, entonces ahí lo tienes.
Llegaron las demás bebidas, y la cantinera se sirvió una para sí misma.
Uli levantó su copa.
—Por el final de la guerra —dijo.
Los otros levantaron sus vasos y se hicieron eco de sus palabras.
59
CENTRO DE MANDO, SOBREPUENTE, ESTRELLA DE LA MUERTE
T
arkin miró a Vader, con la pregunta tácita en sus ojos. El general Tagge también
estaba allí, aún recuperándose, sin duda, de las anteriores revelaciones de Tar-
kin.
—Su resistencia a la sonda mental es considerable —dijo Vader—. Pasará algún tiem-
po antes de que podamos extraerle cualquier información.
Tarkin sacudió ligeramente la cabeza. ¿Por qué eran siempre los pequeños detalles los
que parecían poner zancadillas a los proyectos más grandes?
Llegó uno de los oficiales de su personal. Tarkin lo miró.
—La revisión final está completa —dijo el hombre—. Todos los sistemas están opera-
tivos. ¿Qué curso debemos tomar?
¡Excelente! Si el superláser estaba ahora completamente funcional, podrían ir a cual-
quier lugar. Pero necesitaban la ubicación de esa base, y… ah, espera. Tarkin se frotó
la barbilla.
—Tal vez ella responda a una forma alternativa de persuasión.
—¿Qué quiere decir? —dijo Vader.
—Creo que es hora que demostremos todo el poder de esta estación. —Volvió a mirar
a su oficial—. Establezcan el curso hacia Alderaan.
El hombre murmuró algo y se fue, pero Tarkin estaba ya pensando en el futuro. Si la
princesa Leia Organa era una espina en el costado del Imperio, entonces Alderaan era
un bosque de espinas.
Bueno, era tiempo de purgar ese bosque. Con fuego.
Tagge empezó a decir algo pero al parecer se lo pensó mejor. Tarkin sonrió casi benig-
namente.
—Entiendo sus preocupaciones, general —dijo—. Puede estar seguro de que he habla-
do recientemente con el Emperador Palpatine acerca de demostrar el alcance y poder
de su estación de combate. Él me ha asegurado que tengo la libertad para hacerlo. —
Miró a Vader—. ¿Usted lo desaprueba, Lord Vader?
—Para nada, gobernador.
262 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
—Es demasiado confiada. Dantooine es demasiado remoto para hacer una demostra-
ción eficaz. Pero no se preocupe… nos ocuparemos de sus amigos rebeldes muy pron-
to.
—¡No! Forcejeó, pero Vader la sostuvo con fuerza.
Motti sonrió mientras se disponía a dar la orden. Tarkin estaba en lo cierto. El miedo
era la clave…
lo que acababa de hacer—, entonces seguramente este acto condenaría a sus cenizas al
hoyo más profundo que pudieran encontrar después de que fuera ejecutado.
Era su trabajo y si él no lo hubiera realizado, alguien más lo habría hecho, pero su vien-
tre se agitaba por la enormidad de lo que esa palanca había causado.
Miles de millones de vidas se apagaron. Como si nada.
No había ninguna sensación de triunfo, ninguna. No había destruido una base rebelde
ni un objetivo militar. Por el contrario, un planeta lleno de civiles desarmados había
sido… extinguido.
Y él lo había hecho.
Lo hacía sentir enfermo.
E
l oficial imperial entró a la habitación, sus botas hicieron eco en la cubierta pu-
lida. Tarkin estaba sentado en el extremo opuesto de la mesa de conferencias, y
Vader había tomado una posición cerca de la pared a la izquierda de la puerta.
No había nadie más allí excepto por un par de guardias a los lados de la puerta.
El oficial se cuadró.
Tarkin miró al hombre.
—¿Sí?
—Nuestras naves exploradoras han llegado a Dantooine. Se encontraron los restos de
una base rebelde, pero se estima que ha estado abandonada por algún tiempo. Están
llevando a cabo una búsqueda extensiva del sistema circundante.
Vader sintió una pequeña oleada de triunfo, a pesar de que era una mala noticia. Había
esperado esto.
Mientras el oficial se daba la vuelta y se alejaba marchando, Tarkin se puso de pie,
hirviendo de rabia.
—¡Mintió! ¡Ella nos mintió!
Vader encontró divertida la indignación de Tarkin. ¿Ahora quién era demasiado inge-
nuo y confiado?
—Le dije que nunca traicionaría conscientemente a la rebelión —dijo en voz alta.
Tarkin dio unos pasos hacia él. Vader podía sentir que la ira del gobernador lo había
hecho perder los estribos.
—¡Ejecútela! ¡Inmediatamente!
Invisibles bajo su casco, las apretadas facciones de Vader formaron una dolorosa son-
risa. Entendía la ira de Tarkin —después de todo, él mismo era un maestro de la ira—,
pero la princesa Leia Organa podría servirles mejor viva. Consideraría el asunto. Tarkin
no podía darle órdenes, sólo sugerir diferentes cursos y acciones, y él no era reacio a
hacer caso a esas propuestas la mayor parte del tiempo, ya que en realidad no importa-
ban. Pero Darth Vader no se doblegaba a los deseos de nadie excepto los de su maestro,
el Señor Oscuro de los Sith. Si los deseos de su maestro y los de Tarkin llegaban a cho-
268 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
car, Tarkin sería barrido con el resto del polvo de la historia sin dudarlo ni un segundo.
Nova no se había sorprendido realmente de ser asignado como uno de los guardias de
la sala de conferencias en el nivel de mando. No eran sus deberes normales, pero él era
un sargento mayor, y cuando uno de los hombres que normalmente estaba en el puesto
desarrolló una repentina enfermedad Nova había sido llamado como un reemplazo
temporal. Él era el tipo de guardia que les gustaba, hábil con armas o con las manos
desnudas.
La habitación estuvo vacía casi durante todo el turno, y había poco que hacer excepto
pensar; sin embargo, hacia el final del turno, habían llegado el gobernador Tarkin y
Darth Vader. Nova no pudo evitar escuchar, por supuesto, mientras los dos tenían una
discusión que se extendió a través de varios temas… principalmente relacionados con
el próximo objetivo de la Estrella de la Muerte. Al parecer se había localizado la forta-
leza principal de los rebeldes, y estaban a la espera de los informes de los exploradores
antes de saltar allí para también destruir ese planeta.
Nova todavía no se había recuperado de los resultados de su prueba más reciente. Se
había desmayado en la ducha sónica precisamente en el momento en que el superláser
había destrozado el pacífico mundo de Alderaan, y estaba seguro de que no se trataba
de ninguna casualidad. El diagnóstico médico de midiclorianos tenía que estar relacio-
nado. Había hecho investigaciones sobre eso con ayuda del archivista de la estación
y había llegado a la reticente conclusión de que, de alguna manera, él era receptivo
al ubicuo campo de energía al que los jedi habían llamado la Fuerza. El término era
sensible a la Fuerza. Explicaba por qué a veces podía anticipar los movimientos de sus
oponentes, la habilidad a la que llamaba Parpadeo.
No estaba seguro de qué hacer al respecto, ni siquiera estaba seguro de que pudiera ha-
cerse algo. Evidentemente había estado con él hasta cierto punto durante toda su vida;
no iba simplemente a desaparecer. Puesto que parecía que iba a tener que quedarse con
eso y las visiones que traía, tal vez había algo que pudiera hacer con eso además de
sólo esquivar los puñetazos que le lanzaban.
La puerta se abrió y un oficial de alto rango entró, tan tieso como si tuviera una barra
de duracero por columna vertebral.
El hombre dio su informe, y Nova mantuvo el rostro imperturbable mientras escu-
chaba. Así que la chica de la que el doctor había hablado en la cantina le había dado
a Tarkin y Vader una pista falsa. Valiente, pero no muy inteligente, puesto que Tarkin
ahora estaba lo bastante irritado para pedirle a Vader que la ejecutara.
Alguna vez, Nova se hubiera encogido de hombros y desestimado esa noticia. No era
asunto suyo cómo se comportaban los de arriba; él sólo seguía sus órdenes y hacía
su trabajo, un buen y leal soldado. Pero si volar Despayre había sido terrible, matar a
Alderaan era varios órdenes de magnitud más horrible. Miles de millones de inocentes
murieron allí, no endurecidos criminales convictos —miles de millones de civiles de
todas las edades— y ¿cómo podías servir a alguien que pensaba que esa era la manera
de hacer la guerra con la conciencia tranquila?
Lo había sacudido hasta la médula, tal vez más a causa de todo el asunto de la Fuerza.
DEATH STAR 269
Pero él no había sido el único. Claro, siempre estaban los que querían matarlos a todos,
los que decían que debían merecerlo, que de otro modo no se hubiera hecho; pero había
un montón de gente en esta estación de combate que no podía aceptar estas acciones
como cosas que siquiera pudieran contemplarse en un universo sensato y racional. No
debería haber llegado tan lejos. Por todo lo que había oído iba a ser sólo la amenaza de
mundicidio. Hacer explotar un planeta, matar todo lo que vivía en él, ¿sólo para señalar
un punto?
Este era su último servicio, decidió Nova; no iba a permanecer en un ejército que
cometiera semejantes atrocidades. Y si había algo que él pudiera hacer para ayudar a
evitar que volviera a suceder, debería considerarlo seriamente.
Matar poblaciones civiles a escala planetaria era un mal más allá de la comprensión.
Nova podía luchar contra una sala llena de hombres directamente, cara a cara, y si te-
nía que matar a la mitad de ellos para sobrevivir, lo haría. Pero no había firmado para
masacrar niños mientras dormían en sus camas.
fugaz, demasiado breve para estudiarla antes de que pasara, pero sorprendente. Casi
para sí mismo, dijo:
—Presiento algo. Una… presencia que no he sentido desde… —Se detuvo. No. Debía
estar equivocado. No podía ser, después de todos estos años…
Abruptamente, se apartó. Si los planos estaban en la nave, serían encontrados; si no,
entonces la nave no era de ninguna importancia. En cuanto a ese hormigueo en la Fuer-
za… bueno, si de hecho había sido generado por el que pensaba, entonces el hombre
responsable sin duda también habría percibido a Vader.
Si Obi-Wan Kenobi estaba realmente a bordo de la Estrella de la Muerte, era inevitable
que se encontraran. La Fuerza los atraería tan seguro como a partículas opuestas en el
vacío.
61
BIBLIOTECA Y ARCHIVOS, CUBIERTA 106, ESTRELLA DE LA MUERTE
E
s extraño —dijo P-RC3.
Atour levantó la mirada.
—¿Qué?
El droide se apartó del monitor, la pantalla de datos se reflejó en su chasis de duracero
azul.
—Alguien ha accedido a la computadora principal en una oficina de mando en la bahía
delantera.
—Y ¿esto es inusual porque…?
—El acceso se hizo mediante el conector de interfaz droide.
—Que fue puesto allí para los droides, si no me equivoco —dijo Atour—. ¿Y?
—El que accedió está solicitando información sobre la ubicación de terminales de con-
trol de un rayo tractor usado recientemente para capturar una nave sospechada de ser
un carguero rebelde.
Atour frunció el ceño.
—¿Quién haría eso? ¿El generador de tractor necesita reparaciones?
—No que yo pueda determinar.
—¿Y por qué traes esto a mi atención?
—He marcado los sistemas operativos para que reporten eventos inusuales para su
protección, señor.
—Hmm. ¿Hay alguna cámara de seguridad en esa oficina?
—Sí, señor.
—¿Puedes acceder a ella?
—No sin los códigos de seguridad.
—Ah, eso. Aquí tienes. —Atour tecleó un número de diez dígitos en la consola de
computadora.
—Tener ese código es ilegal —dijo P-RC3—. Podría ser arrestado por ello.
—Ese probablemente sería el menor de mis crímenes. Accede a la cámara.
El droide regresó a la terminal.
DEATH STAR 273
—Señor, una mujer humana, la princesa Leia Organa, fue recientemente traída a bordo
por Darth Vader. Una rebelde, según los archivos y está programado que sea ejecutada.
Atour sacudió la cabeza con incredulidad. Parecía obvio que los dos hombres que veía
no eran soldados de asalto, y que estaban aquí debido en parte a la princesa Leia. Co-
nocía ese nombre, por supuesto. La hija de Bail Organa. Del difunto planeta Alderaan.
El droide de protocolo caminó adelante y le dio al muchacho un par de esposas aturdi-
doras electrónicas. El muchacho fue hacia el wookiee y trató de colocarle las esposas.
El wookiee no parecía en absoluto contento con la idea. El muchacho retrocedió rápi-
damente, se volvió hacia el hombre mayor —que en realidad tampoco era tan viejo— y
le dio las esposas.
—¿Percé? ¿Qué están diciendo?
—«… Chewie, creo que ya sé lo que tiene en mente». Eso del mayor de los dos.
El hombre colocó las esposas en las muñecas del wookiee.
—Ah —dijo Atour.
—¿Señor? No lo entiendo.
—Aparentemente van a marchar directo a la guarida del nexu. —Sonrió—. Han veni-
do por la princesa.
—Eso no parece muy prudente.
—No, parece extremadamente insensato. ¿Cómo van a escapar si encuentran…? ¡Ajá!
—Todavía no tengo idea, señor.
—Es por eso que estaban investigando el rayo tractor. Deben pretender robar una nave.
Apuesto a que el viejo, un jedi si no me equivoco, ha ido a desactivar el dispositivo. In-
genioso. —Atour frunció el ceño—. Sin embargo, es poco probable que tengan éxito.
Los hombres y el wookiee esposado salieron de la habitación, dejando a los dos droi-
des solos en la oficina.
—Creo que ya hemos visto lo suficiente de esto —dijo Atour—. ¿Dónde está detenida
la princesa?
P-RC3 ajustó un control en la consola.
—Nivel cinco, bloque de detención AA-Veintitrés.
Atour asintió con la cabeza. No se hacía ilusiones sobre sus posibilidades de éxito,
pero había que darles crédito por su valor. Los habría ayudado, pero no veía ninguna
forma de hacerlo. Las celdas de detención eran controladas localmente; no podían ser
cambiadas por la computadora central.
Se le ocurrió entonces que tendrían que tomar un ascensor hasta el nivel de detención,
y necesitarían el código actual para llegar a ese nivel. Tal vez ya tenían acceso a él,
pero lo dudaba.
Bueno, no podía abrirles por arte de magia las puertas de las celdas, pero encontrar el
protocolo adecuado para la salida en la sección y dársela al ascensor que iban a tomar
sólo era un trabajo de unos pocos momentos.
—Buena suerte —dijo Atour en voz baja, después de transmitir el código—. La nece-
sitarán.
En cuanto a él, lo que necesitaba era un trago.
62
CANTINA EL CORAZÓN DURO, ESTRELLA DE LA MUERTE
M
emah le había pedido a Rodo que sacara a los pocos parroquianos que es-
taban divirtiéndose demasiado, y lo que quedaba era una multitud sombría;
sobre todo de gente que mantenía sus conversaciones en privado o tenían
conversaciones consigo mismos. De cualquier manera, lo hacían en voz baja.
Rodo y Nova Stihl estaban sentados en la barra, con Ratua. Era evidente que el vínculo
que él y Nova habían formado en el planeta prisión era más fuerte que sus diferencias
como guardia y prisionero. Memah se alegraba de verlo.
Había un par de alderaanianos en una esquina, y simplemente se quedaban allí senta-
dos, sin decir mucho, sin beber mucho; sólo mirando fijo a cierta distancia personal.
Uno de los pilotos y su compañera —una arquitecta, había averiguado Memah—, tam-
bién estaban sentados en la barra, hablando bajo, pero intensamente. Al parecer el
piloto era uno de los estudiantes de artes marciales de Nova, un doble as llamado Vil
Dance. La mujer se llamaba Teela Kaarz.
Un hombre mayor entró en la cantina… Memah reconoció que ya había venido antes,
pero ella no sabía quién era. Caminó hacia donde estaban Stihl, Rodo y Ratua y el sar-
gento lo saludó.
Por su parte, Memah atendía la barra, haciendo bebidas y cuando había un momento
tranquilo, iba a conversar con Ojos Verdes. Se sentía como un servicio funerario, y, a
su manera, lo era.
Un par de soldados entraron y se trasladaron a una mesa cerca de los alderaanianos.
Pidieron cervezas y parecían ajenos al estado de ánimo generalmente silencioso de la
cantina. Memah también estaba pensando en pedirle a Rodo que los echara, cuando
uno de ellos dijo algo lo suficientemente alto para escucharse en la barra:
—Supongo que la escoria rebelde ya no va a dar muchas molestias después de Alde-
raan, ¿eh?
Rodo ya se estaba acercando cuando uno de los alderaanianos se puso de pie y caminó
hasta la mesa de los soldados.
—Rodo —dijo Memah.
276 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
Miró hacia la puerta y vio llegar al Dr. Divini. Fue directamente a la barra, donde fue
recibido por el grupo y le presentaron al bibliotecario y la joven pareja.
—Te has perdido toda la diversión, doc —dijo Nova—. Ese pequeño alderaaniano de
la esquina acaba de lanzar a la cubierta a un soldado de dos veces su tamaño.
Uli asintió con la cabeza mientras Memah, sin que se lo pidiera, ponía una jarra de
cerveza delante de él.
—¿Rodo no lo ha echado?
—Esta noche nuestra simpatía no está con los militares del Imperio —dijo Memah.
Uli asintió otra vez.
—Ni la mía. Me siento manchado sólo por estar en esta estación.
Hubo un coro de acuerdos.
—Debe haber algo que podamos hacer acerca de esto —dijo Nova.
—¿En qué estás pensando, sargento? —dijo Rodo—. ¿Desafiar a Darth Vader a un
duelo a muerte?
—Tal vez.
—Eso no sería de ayuda —dijo Uli—. La máquina imperial es demasiado grande. Na-
die puede enfrentarse a ella. Miren lo que pasó con Alderaan.
—Entonces ¿qué hace una persona con algún sentido de la justicia? —preguntó Me-
mah—. ¿No hacerle caso y seguir con sus asuntos?
Riten, que había estado tomando su bebida en silencio, meneó la cabeza.
—Como experto en artes marciales —le dijo a Nova—, ¿qué haces si tienes un opo-
nente que es más grande, más fuerte, más rápido, mejor entrenado y armado que tú, y
tiene muchos amigos?
Nova se encogió de hombros.
—Sacar tus glúteos de ahí, y rápido.
—Precisamente —dijo Riten.
Todos se volvieron a mirarlo.
—Como mínimo, tienes que dejar de ser cómplice de un matón asesino.
—Rechazar una orden directa hace que te envíen a las celdas de detención —dijo Dan-
ce, el piloto de TIE—. ¿De qué te sirve eso, a ti o a alguien más?
—Bueno —dijo Riten—, puedes no ser parte de la solución en una celda, pero al me-
nos no serás parte del problema.
—Vaya elección —dijo Dance.
—Hay otras alternativas —dijo Riten.
—¿En serio? ¿Cuáles?
El archivista miró su bebida como si fuera posible leer el futuro en ella.
—Podrías irte.
Dance se rió, y fue una risa mucho más amarga que divertida.
—Sí. ¿Y cómo podrías hacer eso? Nadie sale de la Estrella de la Muerte sin el permiso
expreso de los que están al mando. Ni siquiera los pilotos como yo… no puedes llegar
lejos en un caza TIE, a menos que tengas uno de los nuevos x-uno equipados con hipe-
rimpulsor de los que he oído hablar, y no hay más de un par de esos en toda la estación.
278 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
Tenemos más armas que una armada naval, rayos tractores, turboláseres y un montón
de artilleros de gatillo fácil aburridos, a los que nada les gustaría más que dispararle a
cualquier cosa que se mueva. Irse no es exactamente una opción.
—¿Pero, si lo fuera? ¿Qué pasaría si pudieras irte? ¿Alguien aquí ejercitaría esa elec-
ción?
Hubo un momento de silencio.
—Aquí estamos hablando hipotéticamente, no de una verdadera conspiración para la
traición, ¿verdad? —dijo Nova.
—Por supuesto. Sólo una conversación de «qué hubiera pasado si» entre amigos.
—Yo me iría —dijo Memah.
La miraron.
—Tú ni siquiera eres militar —dijo Ratua—. No tuviste nada que ver con la destruc-
ción de Alderaan. Eres una civil. No es como si hubieras tirado de la palanca.
—Imagina cómo se debe sentir eso —dijo Kaarz.
—Pero estoy aquí —dijo Memah, respondiéndole a Ratua—. Y sé lo que la Estrella de
la Muerte puede hacer… lo que ya ha hecho. Le sirvo bebidas a gente como ese sol-
dado al que ese tipo pequeño golpeó, que no sólo piensan que está bien matar planetas
llenos de inocentes sino que realmente están orgullosos de ello. —Sacudió la cabeza
tan fuerte que sus lekku se balancearon—. Yo me iría en un momento.
Kaarz asintió con la cabeza.
—Yo también. Por supuesto, soy una prisionera, y cuando todo termine, dudo que el
Imperio tenga mucha utilidad para mí.
—Suponiendo que gane el Imperio —dijo Rodo.
—Realmente no se puede suponer ninguna otra cosa —dijo Dance—. Todos sabemos
lo que puede hacer esta estación de combate. Si pueden construir una, pueden construir
más, tal vez incluso más grandes que esta. Los rebeldes no tienen oportunidad.
—Tal vez —dijo Riten—. Pero las guerras no se ganan solamente por la tecnología.
Siempre se está desarrollando una nueva versión del arma definitiva e históricamente
nunca han sido suficientes para poner un fin a la guerra.
—La paz no se encuentra ni en la sangre caliente ni en los sudores fríos —dijo Nova.
Riten lo miró levemente sorprendido.
—La falacia de la guerra, por Codus Romanthus. Uno no encuentra a menudo a un
soldado que pueda citar filósofos poco conocidos.
Nova vació lo que quedaba de su cerveza.
—Soy sensible. —Y eructó.
—Yo iría —dijo Uli—. Ya habría desertado cientos de veces ya si hubiera habido al-
guna oportunidad real.
—Yo también. ¿Qué tal tú, sargento? —Eso vino de Ratua.
—Sí, cuenten conmigo. No sólo porque mi cabeza casi estalló cuando quemaron a
Alderaan, sino porque está mal. Las personas mueren en la guerra, pero una cosa es
dispararle a un tipo que te está disparando; otra es ir a su casa y quemarla con su esposa
e hijos dentro.
DEATH STAR 279
—Sí —dijo Dance—. Uno contra uno, contra otro piloto, me parece bien. ¿Lo que el
Imperio le hizo a Despayre y Alderaan? Eso no está bien. El siguiente planeta podría
ser el mundo natal de alguno de nosotros… nadie está a salvo, en ningún lugar.
—Todos son unos pensamientos muy nobles de nuestra parte —dijo Rodo—, pero no
tenemos esa elección, ¿verdad?
—Tal vez la tengamos —dijo Riten.
Todos se volvieron para mirarlo.
—¿De qué estás hablando? —preguntó Nova.
—Soy archivista —dijo Riten—. A lo largo de los años he averiguado maneras de ob-
tener todo tipo de información que no debería ser accesible.
—Sí… ¿y? —dijo Ratua.
—El conocimiento es poder —dijo Riten—. ¿Qué tal si supieras los códigos de entrada
y despegue de una lanzadera imperial que tuviera combustible y estuviera lista para
volar? ¿Qué tal si tuvieras las contraseñas para evitar que los artilleros de la estación te
disparen cuando salgas? ¿O que te atrapen los rayos tractores?
—Son grandes «qué tan si» —dijo Rodo.
—Así es. Pero… otra vez, hipotéticamente y sólo para seguir esta discusión… su-
pongan que yo pueda poner mis manos sobre esta información. ¿Debería tomarme la
molestia?
El grupo quedó en silencio por lo que pareció mucho tiempo. Finalmente, fue Nova
quien rompió el silencio.
—Sí —dijo—. Sigue adelante y tómate la molestia.
63
SALA DE CONFERENCIAS, NIVEL DE MANDO, ESTRELLA DE LA MUERTE
V
ader estaba justo pasando la puerta, los guardias lo flanqueaban mientras habla-
ba con un Tarkin francamente incrédulo.
—Está aquí —dijo.
—¿Obi-Wan Kenobi? ¿Por qué cree eso?
Para cualquiera con una conexión a la Fuerza, la pregunta no necesitaría una respuesta
ni una explicación. A pesar de que Vader había pensado inicialmente en ignorarla —
había, durante tantos años, esperado sentir esa presencia que al principio pensó que la
había imaginado—, lo sabía.
—Un temblor en la Fuerza —dijo—. La última vez que lo sentí fue en presencia de mi
antiguo maestro.
Tarkin se puso de pie.
—Seguramente ya debe estar muerto.
—No subestime a la Fuerza —dijo Vader, aunque sabía que era inútil. El hombre no
podía comprenderlo.
—Los jedi están extintos. Su fuego se ha ido del universo.
El intercomunicador en la mesa sonó. Tarkin se movió hacia él, mientras continuaba
hablando.
—Usted, amigo mio, es todo lo que queda de su religión.
No, Tarkin no podría entenderlo. Él no tenía ninguna manera de captar el concepto. Era
como tratar de explicarle los colores a un ciego de nacimiento.
—¿Sí? —dijo Tarkin por el intercomunicador.
—Tenemos un alerta de emergencia en el bloque de detención AA-Veintitrés —res-
pondió la escueta voz de la unidad.
Tarkin frunció el ceño. Obviamente conocía el significado de ese lugar.
—¿La princesa? ¡Pongan todas las secciones en alerta!
Vader no necesitaba la confirmación, pero este nuevo evento podría ayudar a conven-
cer a Tarkin.
—Obi-Wan está aquí —dijo—. La Fuerza lo acompaña.
DEATH STAR 281
Tarkin, siempre rápido en cambiar de posturas cuando se daba cuenta de que era nece-
sario, dijo:
—Si tiene razón, no se le debe permitir escapar.
Era una conclusión razonable para alguien que no conocía su historia. Pero equivoca-
da.
—Escapar no es su plan. Debo enfrentarlo. Solo.
Vader se volvió y salió a trancos de la habitación. Ahora que estaba seguro de que su
viejo maestro estaba en esta estación, sería capaz de encontrarlo. La Fuerza a veces
era enloquecedoramente inexacta. Había momentos cuando, aún sabiendo lo que era,
podías estar al lado de un maestro jedi y no sentir su poder; en otras ocasiones podías
sentirlo al otro lado de un planeta o a medio camino a través de un sistema estelar… la
distancia no era barrera para la Fuerza. Los remolinos de energía a menudo ocultaban
tanto como revelaban. Pero Vader sabia que Obi-Wan estaba aquí, y sabía que él sería
capaz de encontrarlo.
Encontrarlo y, después de todos estos años de espera, destruirlo.
a prueba de bláster, así que si alguien disparaba accidentalmente no iba hacer ningún
daño. Si llevabas tu arma apuntada al suelo, sin embargo, en una multitud había una
buena oportunidad que le volaras el pie a alguien, y las paredes y rejas de ventilación
tampoco eran tan robustas.
El pasillo se bifurcaba por delante. Mientras se acercaban, Nova intentó desesperada-
mente recordar cuál conducía a la unidad D. Adelante, una saeta bláster chisporroteó
cruzando un corredor transversal, y los cuatro guardias en la punta frenaron patinando,
luego avanzaron lentamente hacia la intersección para mirar alrededor.
Nova de repente se dio cuenta de que esto era uno de sus sueños. Era como si ya hubie-
ra estado aquí antes, visto los acontecimientos que ahora tenían lugar.
—¡Aaahhhh! —Gritó alguien más allá de la curva en el pasillo, y un momento después
media docena de soldados doblaron corriendo la esquina de la intersección del pasillo,
en dirección a Nova y sus hombres.
Estaban siendo perseguidos por un solo hombre con un bláster, que gritaba como un
berserker mientras corría. El hombre —Nova vio que estaba vestido como un piloto
espacial sin suerte— se detuvo, dándose cuenta que de repente las probabilidades en
su contra eran abrumadoras. Entonces se volvió y corrió atrás en dirección opuesta,
acelerando al máximo mientras desaparecía girando la esquina.
—¡Tras él! ¡Vamos! —Nova lideró la persecución, seguido por su escuadra y los de-
más. Una vez alrededor de la curva, vio que al piloto se había sumado un wookiee,
y ahora ambos disparaban hacia sus perseguidores mientras huían. Respondieron el
fuego, pero nadie le dio a nada; los soldados entusiasmados sólo estaban rociando el
fuego bláster.
No le darían a esos dos. Estaba seguro de ello. Pero ¿cómo podía saber eso?
Giraron una esquina.
—¡Cierren las puertas blindadas! —gritó alguien.
Los pesados paneles de duracero que tenían por delante comenzaron a cerrarse como
un iris, pero el hombre y el wookiee que corrían lograron dar un salto a través de ellos
antes de que se cerraran completamente.
—¡Abran las puertas blindadas! ¡Abran las puertas blindadas! —alguien estaba gritan-
do ahora. Era casi cómico. Puesto que él era el que estaba más cerca, Nova alcanzó los
controles.
Pero en ese momento, dudó. Sabía —lo sentía de alguna manera que no podía explicar,
pero que tampoco podía negar—, que el hombre y el wookiee que perseguían tenían
que escapar. Que de alguna manera sería, como había dicho el viejo archivista, parte
de la solución y no parte del problema.
¿Cómo podía saberlo? ¿Era parte de la conexión a la Fuerza de la que el doc había
hablado? Nova no lo sabía… parecía una locura, pero tenía que aceptar lo que sentía.
—¿Sargento? —dijo uno de los soldados—. ¿Va a abrir las puertas?
—Lo estoy intentando. El interruptor está atascado. Pasó su mano en armadura sobre
los controles, fingiendo intentar moverlos, sabiendo que ninguno de sus hombres podía
ver lo que estaba haciendo.
DEATH STAR 283
A
hí estaba. Después de tanto tiempo y a través de tanto espacio, la figura encapu-
chada de Obi-Wan Kenobi, su antiguo maestro y amigo, parado justo en frente
de él. Había envejecido; su cara estaba arrugada, su barba blanca. Era imposi-
ble no recordar vívidamente la última vez que se habían visto, cuando su maestro lo
había tullido y lo dejó a morir en las llameantes orillas de un río de roca fundida, a años
luz de aquí.
Ahora su ira ardía en él como los bancos de esa corriente de lava. Debiste haberme
matado entonces, Obi-Wan.
Vader encendió su sable de luz. El rayo rojo crepitaba de energía.
Obi-Wan ya sabía que Vader estaba allí, por supuesto. La Fuerza se arremolinaba alre-
dedor de los dos, forjando un vínculo imposible de pasar por alto.
Vader caminó hacia el anciano. Mientras se acercaba, Obi-Wan encendió su sable de
luz. El resplandor azul de la hoja centelleó brillantemente.
—Te he estado esperando, Obi-Wan. Por fin nos encontramos de nuevo. Ahora el cír-
culo está completo.
Vader levantó su arma para atacar, y Obi-Wan igualó la pose.
—Cuando te dejé, no era más que el alumno; ahora yo soy el maestro.
—Sólo un maestro del mal, Darth. —Con esto, Obi-Wan se adelantó y balanceó su
espada.
Vader bloqueó el ataque fácilmente. Obi-Wan atacó una y otra vez, Vader bloqueó cada
golpe.
Si el viejo pensaba que podía sorprenderlo atacando en lugar de defenderse, estaba
equivocado. Vader replicó, aceleró sus movimientos y tomó la iniciativa, obligando al
antiguo jedi a defenderse.
Su viejo maestro todavía tenía cierta habilidad, pero estaba fuera de práctica. Vader
podía sentirlo a través de la Fuerza.
Obi-Wan giró y bloqueó una estocada, luego tejió con su espada un patrón defensivo.
La Fuerza todavía acompañaba al viejo jedi; fue capaz de anticipar los ataques de Va-
DEATH STAR 285
Pero Obi-Wan apartó la mirada, rápidamente, luego volvió a mirar a Vader. Entonces
hizo lo último que Vader podía imaginarse…
Sonrió.
Fue una expresión de lo menos preocupada; de hecho, casi beatífica. Entonces, todavía
sonriente, Obi-Wan levantó su sable de luz para que el extremo apuntara directamente
al techo.
La acción fue tan totalmente inesperada que Vader hizo una pausa aturdido por un
instante. Ni siquiera la Fuerza le había prestado presciencia acerca de esto. Su antiguo
maestro se había dejado completamente expuesto. ¿Era una trampa?
No importaba. Si lo era, Obi-Wan no era lo suficientemente rápido, ni lo suficiente-
mente fuerte, para accionarla a tiempo. Vader movió su sable de luz, cortando desde la
derecha, con fuerza, apuntando al cuello…
Su sable de luz cortó a través del anciano como si este último no fuera más denso que
el mismo aire, y Obi-Wan se derrumbó.
¡Sí! Una feroz y exultante alegría atravesó al hombre que había sido Anakin Skywalker.
¡Lo había logrado! ¡Había matado a Obi-Wan Kenobi! ¡Su venganza estaba completa!
Desde lejos oyó a alguien gritar «¡Nooo!»… un grito de desesperación absoluta. Pero
Vader no le prestó ninguna atención. El lado oscuro surgió dentro de él tan poderosa-
mente como nunca lo había sentido… por un instante. Pero entonces se detuvo.
¿Qué acababa de suceder?
Vader bajó la mirada al cuerpo. Pero no había ningún cuerpo. Sólo la túnica y capa de
Obi-Wan.
¡Era imposible! ¡No podía ser!
El escuadrón de soldados de asalto comenzó a disparar contra alguien en la bahía de
atraque, pero Vader ni se molestó en mirar. Dio un paso adelante, miró hacia abajo con
incredulidad. ¿Algún tipo de ilusión? ¿Algun truco mental jedi que el viejo nunca le
había impartido?
¡Imposible! Obi-Wan le había enseñado todo lo que Vader sabía…
Pero, susurró una voz desde dentro, tal vez no todo lo que Obi-Wan sabía.
Vader extendió una bota para tocar el cadáver, pero sólo agitó las ropas vacías, cha-
muscadas por el calor del sable de luz, con el pie que buscaba.
Obi-Wan Kenobi había desaparecido.
¿Cómo podía ser?
Por primera vez que él pudiera recordar, el lado oscuro no tenía ninguna respuesta. Y
una gran oleada de una emoción desconocida repentinamente pasó sobre él.
Darth Vader, el aprendiz del Señor Oscuro de los Sith, uno de los dos seres más pode-
rosos de la galaxia, tenía miedo.
65
CENTRO DE MANDO, ESTRELLA DE LA MUERTE
T
arkin miraba la grabación de Vader luchando contra el anciano en un duelo de
sables de luz, fascinado. Obi-Wan Kenobi había sobrevivido todos estos años.
¿Quién lo habría creído?
Que todavía fuera capaz de dar pelea contra Darth Vader era aún más impresionante.
El hombre parecía lo bastante viejo para ser el padre de Vader y algo más. Increíble.
El sonido no era de la mejor calidad, pero Tarkin pudo escuchar algunos de los inter-
cambios entre los dos combatientes. Una declaración de Kenobi en particular le llamó
la atención, algo sobre volverse más poderoso de lo que su ex-alumno pudiera imagi-
nar si Vader lo mataba.
Qué gracioso. ¿Esperaba Kenobi que al decirle tal cosa Vader huyera con un terror
supersticioso?
El pensamiento apenas había cruzado la mente de Tarkin, sin embargo, cuando mo-
mentos después Vader de hecho mató al anciano, y el ex-jedi simplemente… desapa-
reció, sin dejar nada atrás más que su túnica y capa.
Tarkin miró fijamente la imagen, quedó boquiabierto de incredulidad. Esto era impo-
sible, tenía que haber algún truco. ¡Nadie podría sobrevivir a la decapitación por un
sable de luz!
—Lord Vader viene en camino —dijo una voz desde el intercomunicador.
Tarkin asintió. Apagó la grabación y cambió a una vista externa del campo de estrellas,
que se puso a contemplar. Después de un momento, Vader entró a la habitación y vino
a pararse junto a él.
—¿Se han ido? —preguntó Tarkin.
—Acaban de hacer el salto al hiperespacio.
—¿Está seguro de que la baliza de rastreo está asegurada a bordo de su nave? Estoy
corriendo un riesgo terrible, Vader. Será mejor que esto funcione.
De hecho era un riesgo, dejar que la princesa y su banda de pícaros «escapara». Si no
funcionaba, no sólo perderían a una prisionera de alto nivel y un par de espías rebel-
des, también perderían los planos de la Estrella de la Muerte. Y aunque Tarkin tendía
288 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
a estar de acuerdo con Motti con que tener los planos no le serviría realmente de nada
a la Alianza ahora que la estación de combate estaba en funcionamiento, no quería
correr riesgos con el arma definitiva. Pero si los fugitivos huían a la fortaleza principal
de los rebeldes, como Vader estaba seguro que harían, la guerra terminaría antes de lo
esperado.
Mucho antes.
Después de todo, los planos, no sobrevivirían la destrucción de cualquier planeta en el
que llegaran a descansar.
La Estrella de la Muerte por fin estaba operativa, y no había ningún lugar en la galaxia
al que un carguero corelliano destartalado pudiera correr donde no pudiera seguirlo.
—Enseguida, señor.
—Ahora voy a hacer una visita a la cantina local. Avísame cuando tengas todo listo.
M
emah había vuelto a cerrar la cantina, esta vez aparentemente para reparar
una unidad refrigeradora averiada.
Ratua volvió a la barra, agitando un pequeño aparato electrónico.
—El olfateador dice que todavía estamos limpios. No se han traído dispositivos de es-
cucha desde que llegamos aquí.
—Eso es bueno —dijo Rodo—, porque si no estábamos involucrados en una conspira-
ción que haría que nos ejecuten a todos antes, seguro que lo estamos ahora.
Memah miró a su alrededor a los demás: Riten, el instigador; Dance, el piloto de TIE;
Kaarz, la arquitecta; Stihl, el guardia; Divini, el médico; Rodo, Ratua y ella misma.
Eran ocho, contra el poderío del Imperio. No eran muy buenas probabilidades, pensó
Memah. Un paso en falso y todos estarían muertos.
—¿Alguna pregunta? —preguntó Riten.
—Parece demasiado fácil —dijo Rodo.
—No realmente —dijo Nova—. La estación está diseñada para resistir un gran ataque
del exterior, pero nadie se preocupa demasiado por la seguridad interior. El lugar está
lleno de soldados de asalto, guardias, personal del ejército y la armada, incluso hay al-
gunos cazarrecompensas. Además, las únicas formas de entrar o salir están bien prote-
gidas. Y si logras salir, hay suficientes armas para convertirte en partículas subatómicas
y veinticuatro baterías de rayos tractores para retenerte mientras lo hacen.
Hubo una pequeña sacudida. Todo el mundo reaccionó inquieto.
—¿Y ahora qué? —preguntó Uli.
—Acabamos de salir del hiperespacio —observó Vil—. Donde fuera que íbamos, pro-
bablemente ya llegamos.
—El sistema Yavin —dijo Riten—. Tres planetas, siendo Yavin Prime el único que nos
importa. Un gigante gaseoso con varias lunas habitables.
—¿Y por qué es esto importante? —preguntó Ratua.
—¿Recuerdas ese carguero rebelde que «escapó»? ¿El que llevaba a la novia del doc?
—preguntó Nova.
292 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
escucharon la verdad.
Y había sido Tenn el que había tirado del gatillo. Él había enviado el rayo que mató por
lo menos a mil millones de personas, tal vez más; no sabía cuál había sido la población
planetaria. Sin duda había un censo actualizado en algún archivo de datos en alguna
parte, pero no iba a buscarlo. No quería saber las cifras. Lo principal era que él lo había
hecho.
Ese conocimiento era peor que desgarrador de entrañas. Mucho peor. Tenn no había
tenido ni una noche de sueño tranquilo desde que lo había hecho, y no veía cómo nunca
podría hacerlo otra vez.
—El rumor dice que estamos tras la pista de los rebeldes —dijo su OAM—. Sólo
quería ponerte sobre aviso. Mantente listo. —Se volvió y descendió por las escaleras
empinadas, que casi eran una escalera marinera, hasta la cubierta, dejando a Tenn solo
en la sala de control.
Solo, pensó. Ojalá. Tenn sabía que nunca estaría solo otra vez.
Sí, él era un buen soldado, un engranaje de la máquina bien aceitada que era el Impe-
rio. Seguía órdenes. Hacía su trabajo. Pero ¿cómo podía un hombre vivir con el cono-
cimiento de que él, personalmente, le había bajado el telón a más personas a la vez que
nunca nadie antes?
¿Cómo podía vivir con todos esos fantasmas?
Él, el jefe suboficial Tenn Graneet, era el mayor genocida de la historia galáctica. Eso
era algo para contarle a esos hipotéticos bisnietos, ¿no?
Y ahora estaba a punto de añadir todavía más al total. Eh, ¿por qué no? ¿Qué eran unos
pocos cientos de miles, o incluso un millón más, cuando ya habías achicharrado a las
poblaciones de dos planetas?
No sabía si podría hacerlo otra vez. Cuando llegara el momento de destruir a la base
rebelde, no estaba seguro de que pudiera.
Sabía que no quería hacerlo… de eso estaba seguro.
Pero si él no lo hacía, alguien más lo haría y lo arrojarían en la detención por desobe-
decer una orden. Entonces tendría mucho tiempo en sus manos para pensar en ese
momento cuando avergonzó a cada vil dictador o loco que alguna vez había cometido
genocidio. El general Grievous, el carnicero de Montellian Serat, el gran almirante Is-
hin Il-Raz… todos eran unos pelagatos. Ninguno de ellos nunca había matado a tantos,
ni tan de repente.
Tan fácilmente…
Había un viejo proverbio que su abuelo le había enseñado cuando era niño: Ten cuida-
do con lo que deseas, Tenn… podrías conseguirlo.
Ahora entendía exactamente lo que significaba. Había querido disparar el cañón gran-
de, y había conseguido hacer justamente eso. El único hombre en la galaxia que lo
había disparado de verdad, contra objetivos reales y visto lo que le había comprado:
Miseria más allá de sus más horribles sueños.
Graneet, el asesino de planetas. Dos tiros, dos derribos.
La gente ya lo miraba de un modo extraño. Algún día esta guerra terminaría, y lo que
DEATH STAR 295
había hecho no se podría mantener en secreto. Alderaan había sido destruido, y alguien
lo había hecho. Los ciudadanos del Imperio… o tal vez incluso de la República una
vez más, aunque él no veía cómo la Alianza podría tener alguna oportunidad ahora…
querrían examinar atentamente los detalles de la acción. Y una vez que lo hicieran, lo
encontrarían. Lo expondrían a la luz, y criticarían su aspecto horrible.
Graneet, el asesino de planetas. Único entre los hombres. ¿Tienes un problema de pla-
gas? Llama al jefe… está garantizado que se deshará de todas ellas.
No sería capaz de caminar por la calle en ningún planeta civilizado de la galaxia; la
gente no sería capaz de tolerar su presencia.
Tampoco podría culparlos.
No podía dejar de pensar en ello. No creía que jamás pudiera ser capaz de dejar de
pensar en ello. Los muertos lo atormentarían, para siempre.
¿Cómo podía un hombre vivir con eso?
67
CENTRO DE MANDO, ESTRELLA DE LA MUERTE
V
ader y Tarkin miraban la representación esquemática de Yavin Prime brillando
intensamente en el aire. La imagen más pequeña de la luna Yavin 4, detrás del
translúcido gigante gaseoso se movía en pequeños incrementos hacia el perí-
metro exterior.
—Orbitando el planeta a velocidad máxima —dijo la voz del comunicador—. La luna
con la base rebelde estará a tiro en treinta minutos.
La cuenta atrás destellaba en la pantalla.
Vader había pensado largo y tendido sobre su duelo con Obi-Wan y había llegado a una
conclusión un poco satisfactoria: no importaba lo que hubiera sucedido a su cuerpo,
su viejo maestro ya no existía. Eso era lo que importaba. Dondequiera que hubiera ido
su forma, sin importar en lo que se había convertido, no se lo volvería a ver en esta
galaxia. Eso era más importante que cualquier otra cosa.
—Este será un día recordado por mucho tiempo —le dijo a Tarkin—. Ha visto el fin de
Kenobi. Y pronto verá el fin de la rebelión.
Tarkin miró a Vader. Este último no necesitó de la Fuerza para sentir el orgullo del gran
moff… le brillaba en la cara. La culminación de todas sus décadas de trabajo estaba a
punto de tener lugar. Este había sido su proyecto desde el principio, y estaba a punto de
producir el resultado que siempre había dicho que tendría. ¿Cómo podría no sentirse
orgulloso?
—Señor —vino la voz del intercomunicador—, hemos detectado unas pequeñas naves
rebeldes partiendo de la luna y en dirección a nosotros.
Tarkin sonrió con una expresión cruel.
—¿Debemos lanzar TIEs para interceptar? —preguntó la voz.
—Eso no será necesario —dijo Tarkin por el intercomunicador—. Creo que a nuestros
artilleros les vendría bien la práctica.
Se volvió hacia Vader.
—Será como aplastar moscas.
DEATH STAR 297
do estaba inexpresivo.
Lo contestó.
—¿Sí?
—Adelante.
—Memah y Rodo están aquí conmigo.
—Entonces no los llamaré. Vayan al punto de encuentro.
—Vamos en camino.
A
lguien con acceso o influencia o ambas cosas había instalado un holoproyector
de primera categoría que tenía acceso a cámaras externas en la sala de confe-
rencias, y una pequeña multitud se había reunido alrededor de las imágenes que
parpadeaban en la pantalla.
Teela entró a la habitación.
—¿Qué está pasando? —le dijo a uno de los droides dibujantes.
—Al parecer la estación está bajo ataque por cazas rebeldes —dijo el droide—. Y los
artilleros de la estación parecen tener poco éxito en atinarles.
Ella asintió. Por supuesto. Los turboláseres fueron diseñados y sincronizados para se-
guir blancos más grandes. Había visto las especificaciones.
—¿Por qué no lanzaron los cazas TIE? Están para eso, ¿no?
—Eso está más allá de mi capacidad para comentar —dijo el droide—. Yo hago dibu-
jos, no tácticas militares.
Mientras observaba, un par de los cazas atacantes, dos Ala-X, se zambulleron en una
de las trincheras superficiales, disparando al mismo tiempo.
Uno de los arquitectos se echó a reír.
—Desperdician sus municiones. Sus armas son demasiado pequeñas para penetrar de-
masiado en el blindaje.
Teela frunció el ceño. Esa trinchera le parecía familiar…
Salió de la sala de conferencias y fue a su oficina. Encendió su consola de computado-
ra, agitó la mano sobre el lector e hizo aparecer un plano.
¿Por qué pensarían esos cazas que tenían la oportunidad de un copo de nieve en una
supernova contra la Estrella de la Muerte? Si tenían los planos, como había oído, sa-
bían que la nave podía soportar cualquier cosa que posiblemente pudieran dispararle
sin sufrir daños estructurales importantes… podrían disparar hasta quedarse secos y
cualquier daño que hicieran sería reparado en un par de turnos como si nunca hubiera
sucedido.
Algo la molestaba, tirando al borde de su memoria. A ver, esa era la trinchera que con-
300 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
ducía al conductos de escape de calor principal, ¿verdad? Por supuesto esa ventilación
estaba fuertemente protegida por blindajes y escudos magnéticos, así que ningún caza
podría penetrarla.
Así que ¿por qué lo intentarían?… si tenían los planos, sabrían que era inútil, ¿verdad?
Ella parpadeó y miró más de cerca. Oh.
¡Oh!
¡El puerto secundario, el innecesario que ella había tratado de impedir que se constru-
yera! ¡Estaba justo más allá del principal!
Teela Kaarz era una arquitecta y una buena, y tenía los ojos de un ingeniero. Este por-
tal era pequeño, de sólo dos metros más o menos. Si no sabías que estaba allí, nunca
lo verías. El escudo de rayos en la boca era mínimo, destinado a detener los rayos de
partículas perdidos. Y aunque alguno de aquellos consiguiera pasar, sería absorbido
por las paredes anisotrópicas del tubo antes de que viajara ni medio kilómetro, así que
no había problema.
Pero si algo como, digamos, un torpedo de protones fuera disparado directamente por
él…
Su comunicador chirrió. La claridad del sonido la sorprendió, ya que no venía de su
bolsillo, donde ella había pensado que lo había dejado. Sintió una rápida oleada de
pánico al darse cuenta; ¿qué pasaba si uno de sus co-conspiradores había intentado
llamarla? Ella miró a su alrededor, lo vio en un estante, y lo agarró.
—¿Sí?
Era Riten. Sonaba muy agitado.
—He estado tratando de llamarte, ¿por qué no has contestado?
—Lo siento. Dejé el comunicador en mi oficina.
Él siseó de exasperación.
—¡Ya es hora de ir, Teela!
—En unos pocos minutos. Tengo que…
—Ya vas retrasada. No tienes unos minutos. ¡Tienes que ir a la reunión ahora!
—Escucha, el ataque rebelde… ¡sé lo que quieren hacer!
—No importa lo que quieran hacer. ¡Vete!
—¡No lo entiendes! ¡Podrían destruir la estación!
Hubo una breve pausa, no más de un par de latidos del corazón. Entonces:
—¿Y?
Teela parpadeó, confundida por su respuesta.
—Riten…
—Vivimos en una estación de combate llamada la Estrella de la Muerte, Teela. Ya ha
matado a miles de millones de personas, y sabes que puede y va a hacer cosas peores.
Cualquiera que intente alzarse contra el Imperio sentirá sus dientes. No hay límite a
cuántos podría sacrificar esta abominación.
—Pero… todas las personas a bordo…
—Ni empiezan a acercarse a los números que estaban en Alderaan. Vete, Teela. Sal
mientras puedas. No quieres seguir siendo parte de esto.
DEATH STAR 301
Sus emociones lucharon entre sí. Todo su trabajo. Todos los muertos de Despayre,
Alderaan y todos aquellos que todavía podrían morir. Todos sus amigos y colegas. Ci-
viles. Prisioneros. Mil mundos al alcance de la Estrella de la Muerte.
Él tenía razón.
—Yo…
—¡Vete, ahora!
—Está bien —dijo ella.
Dejó las imágenes flotando sobre su escritorio y salió apresurada hacia el pasillo.
oído decir que una vez que la esperanza se había extinguido realmente, una vez que
uno se da cuenta en el corazón que la carrera ha terminado, con la comprensión llega
una sensación de serenidad, de aceptación, de paz. Incluso a menudo hay una sensación
de alivio por que la inevitabilidad de la muerte resolvía la terrible incertidumbre que
es la vida. Él lo creía; había estado al costado de demasiados lechos de muerte, viendo
los momentos finales de los ocupantes, para pensar lo contrario. No era como todo el
mundo moría, por supuesto. Pero de entre los que fallecían al menos semi-conscientes
y razonablemente en posesión de sus facultades, un número sorprendente, momentos
antes de su último aliento, informaba que había entrado en este estado de gracia.
Uli no. Él no estaba en su lecho de muerte, pero claro que tenía razones para creer que
su vida acababa de terminar. Tal vez su valor como cirujano podría salvarlo, pero lo
dudaba. Su única oportunidad de finalmente salir de esta locura de toda la vida que era
la guerra le había sido arrebatada en el último momento. Tal vez era porque todavía
estaba en shock por el inesperado fracaso de su plan de escape, pero sin duda lo que
sentía no era serenidad. Era ira.
Su vida había ido mal desde el momento que puso un pie sobre la tierra pestilente de
Drongar dos décadas antes, aunque él no se había dado cuenta en ese entonces. Su
plan había sido cumplir su periodo de servicio y salir, luego iniciarse en la práctica
privada. El Gran Zoológico en Alderaan había sido su primera opción. Se había visto a
sí mismo, a esta edad, prácticamente retirado excepto por algún trabajo de consultoría
ocasional, con una esposa e hijos.
En cambio, su vida había sido una larga serie de situaciones en el terreno, atención de
primera línea, Unidades Quirúrgicas Móviles de la República y del Imperio y otros
trabajos, la mayor parte peligrosos, tediosos y desagradecidos. Y ahora, justo cuando
parecía que finalmente tendría la oportunidad de por fin cambiarlo, de ser levantado
por un anterior intento de hacer su trabajo responsable y moralmente, bien…
Había mucho que decir al respecto si uno era aficionado a la ironía.
Así que podría aceptarlo, si existía el destino, entonces el suyo obviamente era ser un
cirujano militar por el resto de su vida… suponiendo que dicha vida no fuera interrum-
pida por fuego bláster en un futuro muy próximo. Tal vez sólo sería en la resignación,
en inclinarse ante lo inevitable, que encontraría la paz. Porque se necesitaría un mila-
gro para rescatarlo ahora.
El sonido de una explosión sorda, que se sintió más que oírse, retumbó a su alrededor.
Varios transeúntes reaccionaron nerviosamente.
—¿Qué fue eso? —preguntó Uli.
Al principio pensó que no iba a recibir una respuesta, pero entonces uno de los oficiales
dijo:
—Cazas rebeldes bombardeando la superficie, supongo.
—O estrellándose en ella —sugirió el otro. Esto hizo que ambos rieran. A Uli le costó
un poco encontrarle la gracia.
—Para lo que les va a servir —dijo el primer oficial—. Lord Vader está ahí con sus
élites… esa escoria rebelde son muertos volando.
304 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
T
eela tecleó el código en la botonera junto a la puerta, que se deslizó hacia arriba
para revelar a los demás, todos vestidos del gris del transporte médico. Se pre-
guntó brevemente cómo habían encontrado un uniforme del tamaño de Rodo y
luego Vil prácticamente la hace caer cuando la abrazó.
—¿Dónde has estado? ¡Estaba loco de preocupación! Cámbiate… ¡de prisa!
La habitación no tenía otros compartimentos, y de todos modos este no era el momento
para la modestia. Teela se desvistió y rápidamente se puso un mono gris pálido. Tenía
insignias médicas en las mangas y el pecho.
Mientras se vestía, miró a a los demás, contando cabezas. Vil, Memah, Ratua, Rodo,
Nova…
—Nos faltan dos personas —dijo.
—Lo hemos notado —dijo Ratua—. No hemos escuchado del doc ni del viejo.
Teela sacó su comunicador y estaba a punto de teclear el código de Uli cuando el panel
de acceso de la sala se volvió a levantar con un silbido. Uli, con el rostro enrojecido y
respirando agitado, entró.
—Llegamos con lo justo, ¿eh, Doc? —preguntó Nova.
Uli le dio una mirada extraña, casi como si culpara al sargento de su tardanza. Pero lo
único que dijo fue:
—Tengo que escuchar los consejos que les doy a mis pacientes, y hacer ejercicio.
El comunicador de Teela sonó. Lo activó.
—¿Riten?
—¿Pudiste llegar a la reunión?
—Me estoy vistiendo ahora.
—¿Los demás?
—Todos están aquí. Todos menos tú.
—Bien, bien. Tienen menos de diez minutos para llegar desde allí a la nave.
—¿Dónde estás?
Una leve vacilación.
306 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
—En mi oficina.
—¿Qué? —Teela miró a su alrededor, vio que los demás estaban tan sorprendidos
como ella—. Pero… no puedes…
—Me temo que ha habido un problema en el plan —dijo la voz de Riten—. Mi fiel
droide fue un poco torpe en su investigación, y en consecuencia, no será capaz de cum-
plir con su parte. Alguien tiene que estar aquí para contestar la llamada del hombre que
les abrirá la puerta. Ese soy yo.
—¿No podrías contestar la llamada por el comunicador?
—Por desgracia, no. Mi droide la configuró, y no tengo la destreza técnica con enlaces
duros y firmes para manipular lo que hizo. Eso no importa. Hice una comprobación de
esa posibilidad que mencionaste, y creo que tienes razón, Teela. Si eso sucede, nadie
vendrá por mí. Y si no, bueno, he tenido un largo y agradable paseo. No me arrepiento.
—Atour…
—No, no, ahora no. No tienes tiempo. Muévete. He tenido una buena vida, hija. Ahora
vayan… todos ustedes.
El guardia cayó. Vio caer al segundo guardia cuando Rodo barrio sus pies por debajo
de él, luego lo siguió hasta la cubierta para hacer rebotar la cabeza del guardia contra
la placa. Excelente… ambos quedaron fuera de combate con un mínimo de alboroto.
—¡Vamos, gente! —Nova abrió las puertas blindadas…
Mientras tres escuadrones de guardias vestidos de negro giraron la vuelta de la esqui-
na. Quince hombres, en total. Quince hombres armados.
El teniente a cargo vio a sus dos camaradas caídos.
—Eh, ¿qué…?
—Estos hombres han sido envenenados —dijo Nova—. Nos llamaron para cuidar de
ellos y contener el área.
No funcionaría por mucho tiempo, lo sabía. ¿Siete médicos enviados por sólo dos guar-
dias? El teniente tendría que ser retrasado para creérselo por más de unos segundos.
Nova miró otra vez a Rodo.
—¿Qué dices, Rodo?
Rodo asintió con la cabeza. Miró a los demás, particularmente a Memah.
—Sigan adelante —dijo suavemente.
Memah se lo quedó mirando, estupefacta.
—¡Rodo, no!
Nova miró a Dance, agitando el pulgar hacia las puertas blindadas.
—Tú eres el único que puede hacerlo, aviador. ¡Vete!
Hubo un largo momento que pareció estirarse hasta el infinito, y entonces los demás
comenzaron a moverse.
—¡Alto allí! —dijo el teniente—. Déjenme ver su autorización. —Se acercó, y sus
hombres lo siguieron.
Nova levantó una mano.
—Necesitarán respiradores —dijo—. Estos dos fueron gaseados. Toxina nerviosa…
mejor no acercarse demasiado. Tengo unas ampollas de antitoxina, si me permites ino-
cularte a ti y a tus hombres…
Ahora los guardias estaban a pocos metros de distancia. No mostraron ninguna preo-
cupación acerca de cualquier posible proximidad con el gas nervioso.
—¿Vas a a ir por el lado derecho? —dijo Rodo por la comisura de la boca.
308 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
—Sí. Cuidado con aquel hombre pequeño en la izquierda, ya tiene la mano sobre su
bláster.
—Entendido. Ha sido un placer conocerte, Nova.
—A ti también, Rodo.
70
PASILLO FUERA DE LA BAHÍA MÉDICA, ESTRELLA DE LA MUERTE
R
atua vio el comienzo de la acción como si los participantes se estuvieran mo-
viendo en cámara lenta. Él no era ningún luchador, pero mientras los guardias
y Stihl y Rodo se enzarzaban, vio a uno de los guardias sacar un bláster y sabía
que su antiguo carcelero y el portero no serían capaces de detener al hombre a tiempo.
Pero Celot Ratua Dil podría.
Se movió mas rápido de lo que nunca se había movido en su vida.
El bláster apareció, y el guardia extendió el brazo. Ratua pudo ver el dedo del hombre
empezar a apretar, despacio, despacio…
Ratua se estrelló contra él. No necesitaba ninguna habilidad —era sólo un bloqueo de
cuerpo—, pero su velocidad magnificó la fuerza con que golpeó al soldado lo suficiente
para noquear a este último contra la pared del pasillo. El bláster repiqueteó en el piso,
seguido por el soldado inconsciente.
Ratua quedó momentáneamente aturdido por el impacto, lo golpeó igual de fuerte, por
supuesto. Pero él había estado preparado. Se tambaleó, pero logró permanecer sobre
sus pies hasta que se despejó su cabeza.
El mundo reanudó su velocidad normal. Vio a otros soldados buscando sus blásteres,
pero ahora Stihl y Rodo estaban entre ellos, demasiado cerca de los guardias para dis-
parar sin arriesgarse a darle a su propia gente.
Hora de irse.
Memah, Vil, Teela y el Doc Divini acababan de pasar las puertas. Ratua fue a unirse
a ellos, encendiendo de nuevo la poscombustión. Le dio una palmada al control de la
escotilla cuando pasó como un borrón junto a él.
Las puertas blindadas se cerraron detrás de él y se trabaron.
La bahía era una pequeña, utilizada principalmente para atracar y lanzar naves médicas.
Y allí estaba su boleto a la libertad, la lanzadera E-2T, posada en el plato de aterrizaje.
Mientras se acercaban, otro oficial descendió por la rampa. Los miró con sospecha; Ra-
tua estaba convencido de que había un cierto rango de oficiales imperiales, cuyo único
trabajo era mirar todo con sospecha.
310 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
Este iba a ser su último baile, y quería que fuera lo mejor que pudiera. Enfrentando
probabilidades imposibles, caer luchando, utilizando lo que sabía.
Había muchas peores formas de irse.
Junto a él, Rodo agarró la cabeza del guardia en sus manos enormes y la retorció. El
guardia cayó, con el cuello roto. Pero otro soldado apareció detrás del hombre grande,
y ahora empujó su bláster hacia la espalda de Rodo. Nova vio la cintura de Rodo vol-
verse negra y carbonizada, cuando el rayo de energía ardió a través de él, vio la mirada
de sorpresa de Rodo mientras caía…
Vio a otro soldado agacharse y desenfundar, vio la boca del bláster apuntando a su ca-
beza, sabía que nunca podría alcanzarlo a tiempo…
El mundo se volvió blanco incandescente, como el centro de una estrella, y luego ne-
gro helado, más frío que el espacio.
71
LANZADERA MÉDICA E-2T 5537
D
ance se dejó caer en el asiento del piloto y encendió el procesador central.
Aparecieron las pantallas integradas.
—Motor sublumínico encendido —dijo—. Ahora, si alguien nos abre la puer-
ta…
El Control de la Puerta demoró sólo un par de segundos en consultar por el comunica-
dor:
—Lanzadera médica E-Dos-Te Cinco-Cinco-Tres-Siete, ¿por qué enciende motores?
Dance miró a Uli. Uli activó el comunicador.
—Aquí el Dr. Kornell Divini, número de op 504614575. Tenemos que hacer una reco-
gida de emergencia.
—Transmita sus órdenes, Doctor.
Uli miró a Dance.
—Hazlo, Vil.
Dance envió el archivo.
fuera Control de la Puerta de la Bahía—, sabrían que algo andaba mal, y enseguida en-
viarían a alguien para tener una pequeña charla con él. Los droides que repentinamente
se ponían en blanco eran lo bastante raros como para que sospecharan alteraciones.
Eso sumado a que un número de comunicador se conectó mal más de una vez, y aún
un oficial imperial podía sacar conclusiones.
¿Cuánto tiempo tenía? Minutos, con suerte. Segundos, más probablemente…
El comunicador se encendió otra vez. Atour lo activó.
—Control de Vuelo.
—Control de Vuelo, aquí Control de la Puerta de la Bahía Cinco-Siete-Cinco-Cuatro-
Uno. Tenemos órdenes de salida de una Lanzadera Médica E-Dos-Te.
Atour trató de sonar aburrido.
—¿Número de orden?
El técnico leyó el código. Atour contó lentamente hasta tres.
—Ah, sí, aquí está. Es un número válido, control. Déjelos ir.
—Entendido, Control de Vuelo.
Atour apagó el comunicador y se inclinó en su silla. Ahora si la programación de
P-RC3 seguía funcionando, la nave partiría en un momento o dos, y si alguien intenta-
ba detenerla con el rayo tractor amañado… lo que podría suceder, porque Control de
Rayos Tractores no tendría una copia de la orden de la nave en su ordenador más que
el verdadero Control de Vuelo… entonces, en teoría, el rayo no funcionaría y podrían
volar libres.
En teoría.
En cualquier caso, no había nada más que él pudiera hacer ahora. Se levantó y se apartó
del escritorio. Si la evaluación del peligro de Teela Kaarz era correcta, y si los rebeldes
podían leer los planos lo suficientemente bien para detectar la falla de diseño —ambas
suposiciones razonables—, entonces a la Estrella de la Muerte podrían quedarle sólo
unos minutos más de existencia. Si de hecho ese resultaba ser el caso, él sabía dónde
quería pasar los últimos minutos.
Atour entró en la biblioteca hasta quedar rodeado de estanterías de varios almacena-
mientos de datos. Cintas, chips, discos, incluso libros. Como siempre, estar rodeado
por el conocimiento lo reconfortaba. Se sentó en un banco.
Era una pena que nunca escribiría ese libro. La destrucción de la Estrella de la Muerte
habría sido un capítulo final potente. Ah, bueno… tal vez alguien algún día pondría el
estilete en la pantalla y contaría la historia.
Atour sonrió. Respiró hondo el aire mohoso.
Estaba satisfecho.
partir la lanzadera, así que tal vez se trataba de un error de computadora. No sería la
primera vez.
—Aquí TIE x-uno —vino una voz profunda por el comunicador—. ¿Cuál es la natura-
leza de su misión, lanzadera?
Vil sintió que sus entrañas se congelaban. Cualquier piloto de cazas estelares que pu-
diera diferenciar un tractor de un compresor conocía esa designación. El mismo Vader
estaba en el comunicador.
—Una nave imperial entrante ha sido dañada por el fuego rebelde —dijo Vil—. Tienen
heridos.
—No tengo conocimiento de esas llegadas imperiales —dijo Vader—. Regrese a la
estación.
—Entendido, Lord Vader. Volvemos a la estación. —Apagó el comunicador.
—¿Qué? —dijo Ratua—. ¿Estás loco?
—Relájate —dijo Vil—. No vamos a volver. Pero si él piensa que lo haremos, ganamos
unos segundos más para alejarnos. Somos más rápidos que él, una vez que estemos en
movimiento. No podrá… uh-oh.
—¿Qué? —Eso vino de Teela.
—Viene hacia nosotros.
TIE X1
El mismo instante en que había visto esa lanzadera médica, Vader había sentido que
algo andaba mal, un clamor del lado oscuro. Mientras le ordenaba a la lanzadera que
volviera a la estación, le bastó un momento de sondeo con la Fuerza para reconocer
una mente que le resultaba familiar.
Había varios a bordo, ninguno de ellos débiles mentales, pero… una mujer… ¿donde
la había sentido antes?
Ah, la tenía. En la estación, cuando la había recorrido durante la construcción. Uno
de los constructores, una arquitecta, lo había echado de sus pensamientos, como si le
cerrara una puerta en la cara. Lo había impresionado la intensidad de su mente y vo-
luntad.
¿Qué estaba haciendo una arquitecta en una nave de rescate médico?
Y entonces lo supo: ¡desertores!
Su cólera aumentó. Había tantas cosas en este proyecto que él no había podido con-
trolar. ¡Bueno, podría ocuparse de esto! Los Ala-X podrían esperar un momento o dos
más. Él mismo se ocuparía de estos traidores. Aprenderían que resistirse a Darth Vader
era fatal…
Mientras él y sus compañeros de ala se acercaban, la nave médica se inclinó en un
apretado giro de alta aceleración. Vader sintió el tejido de la Fuerza estremecerse mien-
tras ajustaba su trayectoria para interceptar.
Abrió el canal otra vez.
—Regrese a la estación, lanzadera, o voy a dispararle —dijo.
316 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
TIE X1
Vader se acercó. La computadora de puntería enfocó la exploración. Tenía una fijación.
Fuesen lo que fuesen, ¿espías, quizá?… no importaba. Los eliminaría y volvería a la
tarea principal.
Oprimió los botones de disparo.
72
LANZADERA MÉDICA E-2T 5537
V
il palmeó los controles de retrocohetes. Los propulsores de reversa se encendie-
ron a toda potencia. La ambulancia no se frenó, pero se ralentizó lo suficiente
para que Vader y sus dos compañeros sobrepasaran a la embarcación más gran-
de como si estuviera parada.
Vil volvió a encender los sublumínicos a plena potencia y se desvió a estribor. Sin tru-
cos ahora, sólo una carrera recta, un sprint…
TIE X1
Vader estaba enojado consigo mismo. Habían utilizado una estratagema de evitación
tan simple y obvia que no la había visto venir, ni siquiera a través de la Fuerza. Activó
el canal de comunicaciones.
—¡Pongan un rayo tractor en esa lanzadera médica!
La respuesta crujió en sus auriculares.
—Lo siento, Lord Vader, pero ha saltado la protección del generador de rayo de ese
sector. La tendremos en línea en un momento…
¡Maldición!
Vader se giró para seguir a la nave que huía.
—Lord Vader —vino la voz de uno de sus pilotos TIE.
—¿Qué sucede?
—Otro trío de cazas Ala-X está haciendo un ataque por la misma trinchera.
Vader se extendió con el lado oscuro, buscando…
Y de inmediato sintió una presencia en la cual la Fuerza era poderosa, tan poderosa
como lo sería en un caballero jedi.
Vader se dio cuenta inmediatamente que este era por mucho el problema mayor.
—Aborten —ordenó a sus compañeros de ala—. Volvemos a la estación a interceptar
a los nuevos atacantes.
—¿Qué hacemos con la lanzadera médica?
—Déjenla ir. No es importante.
318 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
Vader condujo a sus pilotos hacia la estación. Se metieron como una flecha en la trin-
chera, sus cazas chillaron entre las altas paredes.
Allí estaban los tres Ala-X. Vader y sus compañeros de ala los siguieron, volándolos de
uno en uno. Una vez más, no fue necesario ningún esfuerzo real. ¿Eran todos suicidas?
Sin embargo, se dio cuenta, ninguno de ellos llevaba al piloto con el que montaba la
Fuerza. Ese todavía estaba aquí en alguna parte. Vader sabía que tenía que encontrarlo.
Era un peligro… tal vez el único verdadero peligro.
—Necesito las ubicaciones de los cazas rebeldes que quedan —dijo.
—Enseguida, Lord Vader. —Hubo una breve pausa—. Sólo quedan tres más, milord,
y acaban de entrar…
—… a la misma trinchera —terminó Vader. Fuera cual fuera el objetivo, los rebeldes
estaban convencidos que valía cada nave que tenían. Sabía que sería mejor acabar rá-
pidamente con los tres últimos.
E
l oficial dijo:
—Menos de un minuto, señor.
Tarkin asintió. A segundos de la gloria. Al fin. Después de los años de intrigas,
¡ahora les mostraría a todos!
T
enn escuchó la orden como si estuviera en el fondo del pozo profundo de una
mina. Resonó sobre él:
—Comiencen la ignición primaria.
Su tripulación tiró de interruptores, ajustó reóstatos, oprimió botones. Los informes de
estado llegaron uno por uno, como pronunciamientos del juicio final.
Demasiado pronto, era su turno. Lentamente, Tenn levantó el increíble tonelaje de su
brazo derecho. Su mano temblaba en la palanca. Vio a su OAM mirándolo a través de
la lente ahumada del casco protector. Podía leer la mente del hombre: ¡Dispara, jefe!
¡Dispara!
Tenn no creía en nada que no pudiera ver, oír o tocar, nunca lo había hecho. Pero ahora
oraba por un milagro… algo, cualquier cosa, que lo librara de la carga de muchas más
muertes. Por algo que lo detuviese, de alguna manera. Con la mano libre activó el co-
municador.
—Esperen —dijo, sin apenas saber por qué lo decía, sólo tratando de retrasar lo inevi-
table tanto como fuera posible.
—Esperen…
—¿Qué fue lo que me dijiste una vez? ¿A veces, las probabilidades remotas son las
únicas que vale la pena jugar?
Hubo otro corto silencio.
—¿Y ahora qué? —preguntó Uli. Estaba cansado, y podía ver que los demás también.
Estaban todos bastante aturdidos. Ver dos planetas… o un planeta y una estación de
combate del tamaño de una luna, explotar en el lapso de un ciclo era demasiado para
que la mente lo abarcara.
—Tenemos muy buenas cartas estelares —dijo Vil—. Y una autonomía decente. Pode-
mos llegar a cualquiera de una media docena de sistemas. Pero hay una base rebelde
en esa luna justo de allí, y supongo que están muy felices ahora mismo. Podría haber
lugar para unos pocos más dispuestos a alistarse.
—¿Quieres hacer eso? —preguntó Memah—. ¿Unirte a la rebelión?
Vil se encogió de hombros.
—Soy un piloto de caza. Es lo que hago, y en lo que soy bueno. Más concretamente,
soy un piloto de combate que está muy desilusionado con el lado en el que ha estado.
Además de mis habilidades de pilotaje, puedo desarmar un TIE con los ojos vendados
y volverlo a armar. Conozco algunos secretos en los que nuestros nuevos amigos pue-
den estar interesados.
—Para no mencionar —dijo Memah—, que eres el hombre que superó en vuelo a Dar-
th Vader.
Vil sonrió y luego miró a Teela.
—Eso por supuesto, depende de tus planes.
—¿Lo hace? ¿Por qué podría ser?
Vil pareció como si acabara de tragarse una taza de caf demasiado caliente.
—Bueno —dijo—, si tú estás de acuerdo, pensé que podríamos casarnos.
—Interesante forma de proponer matrimonio, aviador —dijo ella—. Lo pensaré. —
Pero sonrió. Luego su expresión se volvió seria—. También necesitarán planificadores
y diseñadores —dijo—. Y no sería una prisionera, sino una mujer libre. Todavía hay
una gran cantidad de prisioneros políticos en manos del Imperio. Me gustaría ayudar-
los.
—No es mala idea —dijo Memah—. Tal vez yo los acompañe, intentaré encontrar otra
cantina que manejar. Una chica tiene que comer, después de todo, y supongo que a los
rebeldes no les molesta levantar una copa de vez en cuando.
—Si fuera tú, yo no me preocuparía por tener que trabajar —le dijo Ratua.
—Sin ánimo de ofender, Ojos Verdes, pero a pesar de que eres muy divertido, no quie-
ro ser la mujer de un contrabandista. He terminado con la vida de aventuras por algún
tiempo.
—Bueno, yo estaba pensando salir del negocio del contrabando —dijo él—. A las em-
presas legales.
—Ajá.
Ratua sonrió.
—Probablemente debería haber mencionado que mi familia está, um, bien acomodada.
324 MICHAEL REAVES & STEVE PERRY
Creo que les gustaría conocerte. Siempre esperaban que yo encontrara a una buena
mujer y sentara cabeza, que entrara en el negocio familiar.
—¿Qué es?
—Administran inmuebles. Poseen algunas propiedades, aquí y allá. Lugares como la
Torre Netaluma en el Centro Imperial.
—Coruscant —lo corrigió Uli. Se dio cuenta de que la admisión de riqueza de Ratua
casi no le resultaba sorprendente y eso era una medida de cuán cansado estaba.
—Error mio. De todos modos, mi parte de eso solo significa que no tendrías que tra-
bajar si no quieres.
—¿Tu parte? ¿Y cuánto sería eso?
—Bueno… —él vaciló.
—Habla, o te arranco la cabeza.
—Quinientos millones de créditos, sumando o restando un par de millones.
Ella se lo quedó mirando.
—¿Qué? ¿Eres rico? ¿Por qué te convertiste en contrabandista?
Ratua se encogió de hombros.
—Pensaba que la gestión de propiedades era aburrida. Era joven y rebelde, y quería
hacer algo más interesante. Pero creo que tal vez ya he tenido suficientes emociones
para una vida.
—Voy a matarte —dijo Memah—. No, tal vez esperaré hasta después de conocer a tu
familia. Ellos probablemente querrán ayudar.
Teela miró a Uli.
—¿Y tú, doc?
¿Sí, qué? Uli abrió la boca, con toda la intención de decirles que planeaba dirigirse a
las estrellas más lejanas, para encontrar un mundo en alguna parte allá en el Borde y
abrir una práctica allí. En algún lugar donde no se conocieran el Imperio ni la Alianza.
Después de todo, había estado trabajando en servidumbre forzada por casi toda su vida.
La libertad… la posibilidad de elegir dónde quería trabajar, por cuánto tiempo y para
quién, si para alguien más, era un poderoso aliciente.
Pero lo que se oyó decir a sí mismo fue:
—Estoy con Vil. Si la Rebelión me acepta, me uniré a ellos. Soy un muy buen cirujano
de combate… al menos, he tenido mucha práctica. Y hay que detener al Imperio.
—Alguien hizo un muy buen comienzo hoy —dijo Memah.
—Entonces —dijo Vil—, ya que estamos todos de acuerdo, vamos a ir a ver cómo vive
la otra mitad, ¿de acuerdo?
75
TIE X1, ESPACIO INTERPLANETARIO, SISTEMA YAVIN
D
arth Vader había salido fuera de peligro cuando la Estrella de la Muerte había
explotado. Su nave estaba dañada, pero aún lo suficientemente funcional como
para que, con un par de saltos cuidadosos, pudiera alcanzar una base naval
imperial oculta a pocos años luz de distancia.
A pesar de lo funesto de la situación, no pudo evitar otra dolorosa sonrisa. La Estrella
de la Muerte, con todas sus tropas y armas, el superláser que podía por sí mismo des-
truir planetas enteros, miles de millones de créditos en trabajo y materiales, todo se
había convertido en polvo incandescente en un instante.
No sabía exactamente cómo había sucedido, pero sabía que tenía algo que ver con el pi-
loto de ese minúsculo e insignificante Ala-X. De alguna manera, él solo había acabado
con la estación de combate. Vader no necesitaba del lado oscuro para saber eso, o que
el piloto había sobrevivido a la explosión.
Un solo hombre había hecho lo que una flota no podría haber logrado.
La Fuerza sí que era intensa en este.
¿Quien era? No un jedi… Vader estaba seguro. No había sentido nada de la sensación
de control que poseía un jedi. En el análisis final, sin embargo, realmente no importaba.
Fuera el extraño misterioso un jedi o no, Vader sabía que él y este otro que estaba tan
impregnado con la Fuerza se encontrarían otra vez.
Era inevitable.
Comprobó su posición y preparó su pequeña nave para la próxima inserción al hiperes-
pacio. Sabía que tendría que hacer su informe al Emperador inmediatamente, aunque
estaba seguro de que el Señor Oscuro de los Sith ya era consciente de lo que le había
sucedido a su proyecto predilecto. No estaba ansioso por la reunión. Mientras hacía el
salto al hiperespacio y más allá, Darth Vader estaba seguro de una cosa:
Su maestro no estaría contento.
ACERC A DE LOS AUTORES
Imperial Alliance World editorial fue fundada en 2006. Pertenece al grupo multimedia
peruano RochBast Media Group con sede en Lima (Peru) que opera en los sectores edi-
torial, audiovisual y de comunicación. Tiene su origen en la Agencia Dogma Central,
fundada en el 2000 en el Callao, y que sigue siendo el buque insignia del grupo. El
Grupo aglutina a 10 empresas de siete áreas de negocio diferentes, de las que destacan
las editoriales de prensa que lo convierten en el segundo grupo mediatico del Peru.
Además del área editorial, el grupo actúa en las áreas de coleccionables, formación,
venta directa, enseñanza a distancia, audiovisual y medios de comunicación, ademas
de cine y television.