Amor envenenado
Por Joaquín Lloréns
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Amor envenenado - Joaquín Lloréns
AMOR ENVENENADO
(Beatriz, investigadora licenciosa)
Joaquín Lloréns
A Inés Matute,
el desequilibrio; mi desequilibrio.
Es extraño que a veces sea mejor hacer algo malo que bueno.
Philip K. Dick
Antes de juzgarme (los enamorados), que se den cuenta de que el objeto de su amor, o sea, la mujer, a la cual exaltan hoy en madrigales y sonetos, apenas hubiera obtenido de ellos una mirada si hubiera nacido dieciocho años antes.
A. Schopenhauer
— 1 —
El sol otoñal me acompañó brillante y tibio durante toda la relajada conducción hasta Laredo. Abandoné la autopista justo después de Colindres y, tras varios despistes, acabé localizando la plaza de Carlos V, bautizada así en honor al fugaz paso del emperador por la villa en su viaje de retiro a Yuste. Había tenido la precaución de imprimir una copia del callejero que encontré en la página web del ayuntamiento. Era preferible evitar contactos y dejar constancia de mi paso.
Me sorprendió la poca gente que transitaba por el Benidorm del norte. A pesar de la equidistancia entre Santander y Bilbao, y la autopista que conecta el pueblo costero con ambas capitales, no parecía tener mucha vida fuera de la temporada estival. Enfilé la avenida de Francia hasta localizar el portal. Correspondía a una urbanización de dos bloques de cuatro pisos cada uno, próximos a la playa y dispuestos en forma de «L». Di una vuelta alrededor de la manzana. Uno de los edificios se veía un tanto ajado; en la fachada del otro habían instalado unos andamios. Por el aspecto del frontis —bastante envejecido y con unos azulejos pasados de moda—, debían estar maquillándolos. Los balcones aparecían desiertos.
Aparqué a una distancia prudencial. Tras atravesar una cancela de madera y un corto tramo empedrado que partía por la mitad un cuidado césped, llegué hasta la puerta del edificio. El portal era enorme y ocupaba todos los bajos. A través de los cristales, atisbé las espaldas de un alejado corrillo de tres comadres sentadas en sillas de playa en medio de un jardín que rodeaba una piscina de tamaño casi olímpico. Su postura reclinada me trajo a la memoria las brujas de Macbeth.
Con un movimiento de cabeza me quité tan morbosa evocación. Extraje del bolsillo el juego de llaves que había tomado prestado del cajón del empleado. Al segundo intento, la puerta se abrió sin dificultad y penetré en el portal.
Estudié los buzones. En el segundo B leí los nombres que buscaba. Sin dudar, opté por subir andando las escaleras de granito jaspeado, evitando el ruido del ascensor, pero con lentitud, para llegar con todo el resuello. Al arribar al segundo piso, miré las placas de las puertas.
—¡Maldita sea! —Juré por lo bajo.
Las chapas aparecían cinceladas con unos apellidos que nada tenían que ver con los que indicaban los buzones, y yo buscaba. Desconcertada, eché un discreto vistazo a mí alrededor. Mi mirada se posó sobre el ascensor y durante unos instantes me quedé en blanco. Sobre la metálica puerta, grabado en una envejecida y oxidada placa de latón marrón oscuro, leí: PRIMERO. Tras unos instantes de perplejidad, se me hizo la luz. Subí otro piso, esta vez rápidamente. En la puerta más alejada aparecían sus nombres. El edificio era más vetusto de lo que había pensado... o con ínfulas de grandeza. Debía tener planta «Principal», lo que convertía de facto el teórico segundo piso, en un tercero. Me enfundé los guantes.
La cerradura no era de alta seguridad. Elegí la llave más grande del llavero y la introduje en el bombín. En seguida noté como dejaba de ofrecer resistencia al giro y se deslizaba sin ruido. Esperaba no encontrar a nadie, pero no estaba segura, así que me introduje en la vivienda sin cerrar del todo la puerta.
—¿Hola? ¿Hay alguien? —Pregunté a media voz.
Inmóvil, esperé unos segundos y comencé a realizar una silenciosa exploración del piso sin fijar mi mirada en nada concreto.
—¿No hay nadie en casa? —Pregunté de nuevo, en voz más alta, al llegar al salón de la vivienda.
Silencio. Terminé mi recorrido de reconocimiento. La casa estaba vacía.
Regresé al salón. Como diría un libro escolar de geografía, me encontraba limitada al norte por un gran ventanal, al sur por la puerta de entrada, al este por un armario de pared y al oeste por varios sofás escoltados por un par de mesillas.
El ventanal, con los extremos tapados por una cortina azul ultramar, dejaba ver un pequeño balcón vacío y permitía gozar de una espléndida vista de la playa y el mar. El mobiliario que cubría el lado oeste de la habitación constaba de un sofá de tres plazas escoltado por otros dos individuales; los tres de color arena. Tras los más pequeños, dos mesillas «Mission» con gavetas pertrechadas de herrajes de bronce, estilo antiguo. Sobre ellas, dos lámparas modernistas de vidrios emplomados en tonos marrones claros. Encima de la mesilla más próxima a la ventana, un teléfono negro góndola. Lo examiné, pero era un modelo básico y no tenía memoria ni agenda incorporada. Abrí los cajones y revolví con cuidado su contenido. Nada de interés: extractos bancarios, bolígrafos, mecheros, varias revistas de coches y un listín telefónico todavía con el plástico de protección enfundado. En la mesa grande, a juego con las mesillas que escoltaban los sofás, unas cuantas revistas de pseudo-ciencia, un Hola especial moda verano y la manoseada revista del canal digital. Pasé rápidamente las hojas, pero no contenían nada en su interior.
En mi imaginario límite oriental geográfico, un armario con la televisión empotrada, el decodificador a su lado, y dos estanterías en los extremos. La de la izquierda contenía una cristalería bastante vulgar y, bajo ella, una vajilla con limones estampados. La derecha se utilizaba como biblioteca. Unas cuantas novelas de Agatha Christie, Simenon y Carter Dickson, en ediciones plastificadas en rojo de varias décadas de antigüedad, junto con una variedad ecléctica de best sellers de bolsillo en bastante mal estado por el uso. En los estantes inferiores, algunos libros técnicos de administración, técnicas de venta y marketing. Los cajones próximos al suelo estaban ocupados por papeles de la declaración de renta, folletos de publicidad y cartas; todo al retortero.
Como decoración, en diferentes lugares de la estancia, marcos de diversos materiales con fotografías de la pareja, así como varias litografías. Por las firmas, éstas eran de Ramón Casas y Santiago Rusiñol, pintores catalanes de principios del siglo veinte. Esperé que en mi caso no se convirtiera en hechos la frase de este último, cuando afirmaba que quienes buscan la verdad merecen el castigo de encontrarla. Entre las instantáneas, reconocí un puente rojo sobre un canal de Ámsterdam, la Pirámide del Sol de Teotihuacan, en México, y la mezquita Azul de Estambul. Es curioso, pensé; en todas las imágenes, la estampa era similar. Él, solícito, mirándola con arrobo; en muchas, abrazándola. Ella, mirando más allá del objetivo, con una expresión coqueta, como si hubiera un testigo cómplice junto al fotógrafo. Quedaba bien a las claras quién estaba enamorado y quién se dejaba querer.
Proseguí mi exploración. En la cocina, al lado del fregadero, se apilaban platos, cubiertos y vasos. Me extrañó la cantidad y la sequedad incrustada de los desperdicios. Si se habían ido de viaje, lo normal es dejar ese tipo de cosas limpias; incluso el desayuno de última hora. Al menos, si hay una mujer en la casa. En el caso de la mayoría de los solteros, es otro cantar. Pero en esta vivienda se suponía que convivía una pareja.
Abrí la nevera. Yogures, leche sin grasa, paté, mantequilla, huevos, una bandeja de carne con este tono marrón que adquiere cuando pierde su frescura, lechuga oxidada y con pequeños puntos contaminados, una bolsa de zanahorias... Nada remarcable. Iba a marcharme cuando fijé mi mirada en el enorme congelador. No estaría de más echar una ojeada. Alcé la tapa... y la dejé caer sobresaltada.
Un cadáver congelado lo ocupaba en su mayor parte.
Temblando, reculé hasta dar con mi espalda contra el mueble de la cocina. Respiré hondo intentando tranquilizarme. La sorpresa había sido tan grande que me había cortado la respiración. El pulso me latía al doble de lo normal, retumbándome en los oídos. Me quedé inmóvil, en estado de shock. Tras unos minutos, en los que el corazón abandonó lentamente el vano intento de salírseme del pecho, me obligué a volver a abrir el congelador.
No había sido un espejismo. El cuerpo yerto y encogido en posición fetal de un hombre casi completamente calvo, vestido con camisa blanca, corbata azul y pantalones de igual color, casi colmaba el refrigerador. Por la tapa abierta escapaba un frío sepulcral. Una fina capa de hielo había cubierto su dermis y formado pequeñas estalactitas en sus pestañas. Los párpados, abiertos, dejaban ver una mirada azul entre la escarcha que, en mi aprensión, me pareció que pedían auxilio. Las pestañas, blanqueadas por el frío, creaban la ilusión de que fuera un maniquí; fantasía rota por los cortos pelos que asomaban de su tímpano, como no harían de un cuerpo artificial. Las manos tenían un tono morado bajo los filamentos de hielo. Uno de los zapatos de cuero negro con cordones estaba suelto. Bajo el cuerpo y a su alrededor, congelados de diversos tipos y en completo desorden: pizzas, perdices, barras de pan precocinado y patatas peladas.
Tomando aire, me aproximé al cadáver. El frío evitaba el olor a putrefacción. Reconocí el escarchado rostro gracias a las fotografías que había visto. Un poco por encima de la nuca, entre la escasa banda de pelo negro y cano, se apreciaba a simple vista una herida de unos dos centímetros. Entre los trocitos adheridos al cuero cabelludo se podía distinguir la sangre necrosada. También había manchas en el cuello de la camisa, bajo la herida y en la corbata, que tenían toda la pinta de ser sangre. No aprecié ninguna otra marca visible, por lo que no supe con certeza qué habría provocado la muerte y no me decidí a mover el cuerpo. Agradecí infinitamente haber tenido la precaución de haberme puesto los guantes. Dejé caer la puerta, que produjo un ruido similar a la expiración de un agonizante.
Retornó a mi mente la frase de Rusiñol sobre la búsqueda de la verdad que poco antes había recordado. Me dije: ¡Por gafe!
Presa de un ataque de ansiedad, pensé en llamar inmediatamente a Alberto. El recuerdo de una información que me había proporcionado Julio Montero, jefe del laboratorio de la Policía Judicial de Mallorca, con quien había compartido pesquisas —y otras cosas más íntimas— en la isla Balear el verano anterior, me detuvo. Según él, existe un registro general donde se guarda un histórico de todas las llamadas, e incluso —lo que era más peligroso—, desde qué lugar se han realizado.
Incapaz de controlar mis músculos, decidí no investigar más y salir pitando de allí. Gracias a Dios tampoco me crucé ahora con ningún vecino. Mi cara debía estar llamativamente pálida. Corrí presurosa hasta el coche, dos manzanas más allá. Me senté inmóvil en el auto mientras las gotas de sudor caían desde mi frente, sin que me molestara en secármelas.
Al cabo de un tiempo que no sabría precisar, arranqué el motor y, poco a poco, la conducción me fue tranquilizando. Abandoné el pueblo enfilando una carretera que ascendía entre curvas. Al entrar en la autovía, la vista del arenal era inmejorable. Los siete kilómetros de playa y la ría de Santoña, con su peñasco al fondo del cuadro, eran espectaculares. ¡Lástima que el agua del Cantábrico fuera tan fría para las que estamos acostumbradas al Mediterráneo! La distracción estética sólo me duró un instante. Proseguí el camino con el ánimo alterado y la mente hirviendo. A las siete, llegué al hotel.
—¿Cómo es posible? —Me pregunté en voz alta en cuanto entré en la habitación, haciendo uso de mis cuerdas vocales por primera vez desde el hallazgo.
Era increíble. Otra vez me veía inmiscuida en un asesinato. Me acordé de Poirot, de Jessica Fletcher y de la señorita Marple. De joven, siempre me había reído de la novelesca atracción que esos personajes parecían tener sobre los crímenes. Pero por mi experiencia, hace algún tiempo comencé a pensar que a lo mejor sí que hay personas que tienen un imán invisible con las páginas de sucesos. Eso parecía sucederme a mí de unos años a esta parte.
Abrí el grifo de la bañera y puse el tapón. Mientras se iba llenando, esparcí bajo el chorro una buena cantidad de gel. Me quedé embobada observando cómo la espuma comenzaba a multiplicarse con la facilidad de una plaga. Después, volví a la salita y me serví en un vaso la botellita de Johnnie Walker, que encontré en el mueble bar ya que no había Southern Comfort, y al que añadí un par de cubos de hielo. Regresé al baño y, con precaución, me introduje en el agua centímetro a centímetro. Con la copa en la mano, apoyé la espalda y cerré los ojos. Deliberé sobre qué sería lo más conveniente hacer en primer lugar. Decidí llamar por el móvil a Alberto. Él me aconsejaría adecuadamente.
Algo más tranquila una vez tomada la decisión del primer paso a dar, repasé entre sorbos del ardiente licor cómo había llegado a esta situación.
— 2 —
Todo había comenzado cuando aterricé en el aeropuerto de Santander al mediodía, con ese cansancio baldío que provoca el inevitable trasbordo en Barajas; no había vuelos directos desde Alicante. Fui directa en taxi al Hotel Real, donde me instalé en una habitación de la segunda planta. Las vistas sobre la bahía eran soberbias. Desde el balcón se veía parte de la península de la Magdalena y, más abajo, la playa de Bikinis; enfrente, el extenso arenal de Somo. Varios barcos de recreo surcaban la bahía en rumbo hacia el Cantábrico. Respiré profundamente el yodo de la brisa marina. Tras deshacer las maletas me aseé un poco y decidí seguir la recomendación de Alberto. Un taxi me acercó hasta la calle Tetuán, donde se encontraba el Marucho. El local ya no tenía un ambiente tan tabernario como me había predicho Alberto. Habían acometido una remodelación y el nuevo mobiliario era estándar y vulgar, haciéndole perder esa atmósfera levemente sórdida que me esperaba. Sólo algún detalle, como la escalera empinada y el ventanuco bajo ella por el que salían las viandas, las innumerables fotos dedicadas por actores de los años sesenta y setenta, el matamoscas de luz azul y el desvencijado aire acondicionado sobre la puerta de entrada mantenían el testimonio de cómo debió ser años atrás.
Al menos la cocina sí que cumplió mis expectativas y, tras picar un par de patas de centollo, pude mantener mi dieta a base de almejas y cigalas de tronco, aunque cambié la insípida agua por un delicioso Albariño. Al final, tras la insistencia del encargado, no pude resistirme a tomar un arroz con leche, de un inusual color crema, y un Orujo de los Picos, de uva de Liébana, para hacer los honores a la provincia que durante algunas semanas me iba a hospedar.
Para vencer la modorra de la digestión dediqué la tarde a orientarme por la fachada marítima de la ciudad. Decidí no llamar aún a Bernardo, el socio de Alberto que tenía el problema. Éste había sido muy misterioso y no me había dado muchas pistas. Sólo que faltaba dinero de la caja. Por lo visto, hacía ya tres lustros que habían constituido una promotora a medias, cuyo nombre era Promocastro S.A., y todo había marchado viento en popa hasta el último mes.
La temperatura era aún muy agradable, con septiembre ya muy avanzado y recién inaugurado el otoño. El cielo estaba barnizado de un hermoso azul, manchado con pequeños cirros que le daban aspecto de postal de quiosco de recuerdos.
Caminé hasta Castelar y, dejando a mi derecha el paseo Pereda, recorrí el paseo en paralelo a Puerto Chico admirando las casas señoriales, las barcas en la rada y disfrutando del bullicio callejero. Con buen ánimo, ascendí por la cuesta de la avenida de la Reina Victoria, próxima al monolítico palacio de festivales, y seguí por ella hasta llegar a la península de la Magdalena. El lugar era un hervidero de gente paseando y tomando el sol en la playa de Bikinis. Tanto caminar me había acalorado, así que compré un helado de chocolate y me senté en un banco bajo la sombra de una hermosa acacia. Más descansada, subí hasta el Palacio Real y me di de bruces con su irregular fachada cubierta de elementos arquitectónicos ingleses y franceses y su original mampostería. Para abandonar la península, cogí el paseo de San Fernando, el cual me llevó hasta el pequeño parque zoológico de mamíferos marinos árticos y, tras pasar por los tres galeones del aventurero cántabro Vital Alsar expuestos sobre el cemento, salí por fin de la Magdalena y retomé la avenida de la Reina Victoria hasta llegar al Casino.
Tenía las piernas cansadas, así que di por terminado el periplo y aproveché para beber una horchata fría en una terraza sobre la playa del Sardinero. Me lo había ganado. Mientras masajeaba mis gemelos disfruté un rato de la vista. Ya era hora de llamar a Bernardo.
—Buenas tardes —saludé—. ¿Eres Bernardo?
—Sí. ¿Quién lo pregunta?
—Beatriz Segura. Alberto te habrá anunciado mi visita... supongo.
—¡Ah! Claro que sí. ¿Ya estás en la ciudad? —La voz era un tanto ronca, delatora del fumador empedernido. Me gustó que me tuteara desde el principio—. ¿Cuándo quieres que nos veamos? —Preguntó, directo. Se veía que era un hombre de más acción que reflexión.
—Creo que lo mejor será mañana a primera hora en tu oficina. Alberto ya me dio la dirección.
—Muy bien. Aunque si no estás muy cansada, podríamos quedar para cenar... y así nos vamos conociendo.
Me pareció notar un matiz levemente insinuante en su voz, pero quizás fuera mi imaginación. En cualquier caso, sería una buena forma de romper el hielo y tantear en un lugar más neutro que su oficina sus posibles suspicacias sobre mi presencia.
—De acuerdo —convine—. Estoy alojada en el Real. ¿Me pasas a recoger o voy directamente al restaurante?
—¡Faltaría más! Por supuesto que te recojo. Ahora son las siete. ¿Te parece bien que pase a las nueve?
—Perfecto. Estaré en el bar del hotel.
A las nueve menos veinte me acomodé en un sofá del bar. A mi alrededor, casi todos los hombres tenían el cansado y pulcro aspecto de ejecutivos de empresa, con sus trajes y corbatas —algunos ya con el nudo aflojado—, repartidos entre la barra y los sofás. La presencia femenina era escasa, y la que había, parecía pertenecer a alguno de los grupos. Yo era la única que se encontraba sola, por lo que debía parecer un buen territorio de caza. Sin quererlo, percibí varias miradas masculinas interesadas en mis serpentinas curvas, a pesar de que mi vestimenta era discreta: zapatos negros de medio tacón, falda plisada de color gris oscuro, camisa blanca con cuello japonés y una chaqueta de color perla a juego. Entre mis oteadores destacaba uno con aspecto de rondar la treintena, alto, moreno y con muy buena planta. Si no hubiera quedado con el socio de Alberto, le habría hecho algún signo que le animara a acercarse.
Mediaba ya mi Southern Comfort cuando vi llegar a un hombre de cincuenta y pocos años, moreno de pelo y muy bronceado, con unas cejas bastante pobladas, una nariz recta pero algo gruesa, barriga prominente y embutido en un traje que parecía quedarle pequeño. Debía haber engordado en los últimos meses, porque solapas y cuello eran de la moda de esta última temporada. Miró alrededor. Al observar que yo era la única mujer sin compañía se me acercó.
—Beatriz —afirmó más que preguntó.
—Sí. Bernardo, imagino.
Me levanté y le di la mano. Debía medir algo menos de metro ochenta. Encima de mis tacones, mis ojos quedaban un poco por encima de los suyos. Me dio un fuerte estrujón con una mano de gruesos dedos peludos mientras me miraba con unos ojos de color marrón oscuro. Su aspecto era el del clásico macho celtibérico, con cierta arrogancia. A pesar de su madurez, de algún modo, parecía encarnar esa unión de la pasión ardiente y los modales saturnianos, nada raros entre los españoles.
—¿Nos vamos?
—Sí.
Firmé la cuenta y anoté el número de mi habitación.
—Así que tú eres la famosa Beatriz —inició la conversación estudiándome sin disimulo de arriba abajo, lo que me molestó un poco, mientras caminábamos hasta su coche—. Alberto lleva años hablándome de ti, pero no me esperaba una mujer tan bien plantada. Como él es tan exagerado...
Abrió los brazos y levantó las cejas, en un gesto teatral.
—Gracias por el cumplido. A mí también me ha hablado de ti, aunque, siendo precisa, lo ha hecho más de vuestra sociedad.
—¿Y qué te ha contado? —Me miró interrogativamente.
—No mucho —repuse evasiva—. Ha preferido que lo hagas tú.
Montamos en su coche, un Mercedes SLK plateado. Me extrañó el modelo. Según me había informado Alberto, Bernardo llevaba casado diecisiete años y tenía tres hijos. No parecía el coche de un hombre de familia.
—¿Te gusta el pescado? —Interrumpió mis reflexiones—. He reservado mesa en el restaurante del puerto, en Puerto Chico.
—Sí, mucho.
Cuando se agachó para entrar en el coche, disimulé lo mejor que pude la sonrisa que me provocó el advertir su vanidoso intento de camuflar la calvicie de la coronilla dejando crecer desmesuradamente los pelos —probablemente teñidos— que le quedaban para taparla, al estilo Anasagasti. Las ojeras y arrugas de la cara delataban su edad. Estaba muy moreno, lo que denotaba poco tiempo de oficina y mucho al aire.
A los pocos minutos, tras rehacer parte del camino que había paseado por la tarde, llegamos al pintoresco Puerto Chico, donde aparcó junto al restaurante.
Durante la comida me cantó los parabienes de Santander, sus playas, su clima, su ambiente y me puso al día de su situación familiar. Tenía dos niños; Bernardo —¡cómo no!—, y Javier, y una niña, María Cristina. Su mujer, de origen leonés, se llamaba Lucrecia. Estuvo perorando un rato entrando a veces en detalles tan íntimos que me hicieron alegrarme de que no supiera demasiado de mí, con lo que no le di facilidades cuando, con rodeos, intentó indagar lo que pudo. Transmitía una sensación de gran seguridad en sí mismo. Debía estar poco acostumbrado a que le llevaran la contraria y la vida probablemente le había dado muy pocos reveses serios. De tanto en cuando, le pillaba intentando traspasar con su mirada mi camisa y poniendo cara de lascivia. Observé que tenía un tic. Cuando miraba así, y luego su mirada se cruzaba con la mía, disimulaba aflojándose la corbata, como queriendo decir que era el calor lo que le hacía sofocarse. Un tic similar al de mi amigo Julio Montero, el jefe de laboratorio de la Policía Judicial de Mallorca.
Tras unos entrantes de calamares a la romana y unos fresquísimos y enormes percebes, me engullí con gula una estupenda merluza de pincho. Bernardo, que demostró ser un auténtico tragaldabas, se metió un chuletón de kilo entre pecho y espalda que tuvo el efecto de perlar su frente de gotas de sudor. Mientras él devoraba en tres bocados una mousse de chocolate blanco y negro y yo bebía un té verde, entré en materia.
—¿Qué es lo que ha pasado exactamente en la empresa?
Se puso repentinamente serio; dejó la cucharilla sobre el platillo, se pasó la servilleta por los labios para eliminar los restos de chocolate, y contestó:
—Casi nada —ironizó—. Han desaparecido tres millones y medio de euros.
Sin poderlo evitar, di un respingo ante lo abultado de la cifra.
—¿Lo has denunciado a la Policía?
Ante mi estupefacción, lo negó girando la cabeza de un lado a otro, con vivacidad. Escrutó a nuestro alrededor antes de contestar poniendo cara de conspirador.
—Es que era dinero negro.
—¿Y quién se los ha llevado?
—Sospecho que Martín Bilbao, el director financiero, compinchado con Laura de Miguel, la jefa de ventas. Ambos tienen vacaciones todo el mes de septiembre y están en paradero desconocido. He tanteado con discreción —¡a saber qué consideraba discreto este hombre!—, a los padres de Laura y me aseguran que tampoco han tenido noticias desde que salieron de viaje. He intentado averiguar dónde pueden estar, pero nada. Se suponía que iban a República Dominicana, pero me he puesto en contacto con el hotel donde iban a alojarse y allí me han dicho que no llegaron.
—¿Están casados?
—No. Viven juntos, pero no han llegado tan lejos. De hecho, esa relación fue el motivo por el que Martín se divorció el año pasado de su mujer. En la oficina se sabía que estaban liados de antes y, según los rumores, el detonante del divorcio fue que, por lo visto, Laura se quedó embarazada... Aunque, finalmente, no ha tenido ningún hijo. Los malpensados, entre los que me encuentro —esbozó una cínica sonrisa—, creen que, o bien nunca estuvo embarazada y se lo dijo a Martín para que rompiera definitivamente con su mujer, o bien, una vez conseguido su propósito de que abandonara a su mujer, abortó. No es de esas mujeres que anhelan una vida casera, encargándose de los niños y la comida —afirmó rotundo.
—Eres muy mal pensado, en efecto —intervine con mojigato tono de decepción.
—Ya lo dice el refrán: piensa mal y acertarás. En todos los casos que conozco, y son bastantes, si no es por un embarazo de la amante, es casi imposible que alguien se divorcie por un lío de faldas.
Su tono era de suficiencia, como dando a entender que sabía de lo que hablaba. Se sirvió de la pausa que mantuvimos mientras nos servían los cafés para, después de pedirme educadamente si no me molestaba, encender un habano.
—¿Y has dado algún paso más para localizarlos? —Pregunté cuando el camarero nos dejó solos.
—No.