Colegio maldito
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Colegio maldito - Gabriel Korenfeld
Colegio maldito
Gabriel Korenfeld
Ilustraciones:
Federico Combi
Índice de contenido
Colegio maldito
Portada
El cuarto 15/60
Humillada
Grafiti
El espía
La melodía del tiempo
El mejor disfraz
Pánico en el laboratorio
Biografías
Legales
Sobre el trabajo editorial
Contratapa
El cuarto 15/60
Cuando el profesor Ibáñez le sacó de las manos el exclusivo DeLorean, Hernán Peralta sintió que le arrancaban una parte de su cuerpo.
Su tío le había traído de Estados Unidos una copia en miniatura del auto que usaron en la película Volver al Futuro como máquina del tiempo. Esta pieza de colección contaba con la particularidad de tener en su techo, la firma del actor protagónico: Michael J. Fox. Según le contó su tío, había conseguido el DeLorean autografiado en un salón de ventas de los Estudios Universal.
Hernán había descubierto esta trilogía cuando le tocó pasar cuatro meses en cama por culpa de una hepatitis B. Fascinado por el ingenioso guión creado en 1985, llegó a ver la saga tantas veces, que se aprendió la mayoría de los diálogos de memoria.
Al recibir el preciado regalo de su tío, el esfuerzo descomunal por no llevar el DeLorean al colegio se le hizo inmanejable. Sabía que allí corría grave peligro, pero las ganas de exhibirlo a sus compañeros terminaron por envolver el miedo que lo detenía.
En general, en cualquier colegio, cuando el profesor de turno le quita un objeto a un alumno por no prestar atención en clase, se lo devuelve al tocar el timbre del recreo. En el colegio de Hernán, las reglas eran diferentes, existía una ley, inquebrantable, que decía que todos los objetos quitados por los profesores en horario de clase debían ser depositados en el cuarto 15/60.
Este cuarto estaba ubicado en la planta baja junto al hall de entrada y en su puerta de madera había una pequeña placa de bronce que decía 15/60. Los profesores estaban obligados a pasar los objetos al Director y, supuestamente, aunque nadie lo vio jamás, al final del día, este los llevaba a la pieza de donde nunca saldrían.
En el patio, se corría la voz de que el cuarto rebalsaba de muñecos, figuritas, cartas, autos de colección, celulares, MP3, relojes y toda clase de máquinas de videojuegos. Pero la realidad era que ninguno de los alumnos llegó a verlo ni entró. Ni siquiera se sabía el significado de su nombre con certeza, hasta los profesores lo ignoraban, el único que guardaba este secreto era el Director del colegio: Jorge Barreda.
Toda clase de historias giraban alrededor del 15/60, los más escépticos decían que el cuarto estaba vacío y que el Director Barreda se llevaba los juguetes a su casa. En cambio, los amantes del misterio preferían la versión más disparatada que decía que si un alumno entraba en el cuarto, quedaría atrapado allí para siempre con sus juguetes. Cada tanto, surgía algún otro cuento descabellado que mantenía vivo el enigma.
En una actitud sin precedentes, Hernán Peralta se puso de rodillas delante de todos y le rogó al profesor Ibáñez que, por favor, le devolviera su auto. Por un momento, los gestos del profesor indicaban que iba a acceder a semejante petición, pero tan solo fue una ilusión. Ibáñez se negó con firmeza y custodió el DeLorean como si fuera el boleto ganador de la lotería.
Al sonar la campana del recreo, Hernán salió al patio con todos sus compañeros y sin confiar en sus piernas, se apoyó en la pared. Se lo veía deshecho, acabado. Con bronca, levantó la mirada del suelo y la clavó en el cuarto donde moriría su auto.
—No lo voy a perder… –murmuró convenciéndose de que no era imposible.
Junto a él, se detuvo su compañero Manuel.
—Lo siento, Hernán, era muy lindo, pero era.
Manuel siguió su camino con una sonrisa irónica en su boca. Hernán sintió unas ganas desenfrenadas de golpearlo, pero ni siquiera tuvo fuerzas para responderle.
Su hermana Eliana, un año menor que él, perseguía al chico que le gustaba junto a una amiga.
—¡Eli! –le gritó Hernán.
Las chicas se le acercaron.
—Te quería decir una cosa, pero en privado –dijo para que Ema, su amiga, entendiera.
Ema se alejó con mala cara y les dio la espalda.
—¿Qué pasa, Herni? Vos no me hablás en el colegio.
Su hermano ignoró el comentario, hizo una pausa y la miró con ojos tan muertos, que podían haber salido de un ataúd.
—Me sacaron el DeLorean, Eliana –le comunicó a punto de derramar una lágrima.
—¿Cómo? ¡Te lo dije! ¡Te dije que no lo trajeras! –Eliana golpeó despacio la cabeza de su hermano con el puño–. ¿Hola? ¿Hay alguien ahí, Mac Fly? ¿Hay alguien ahí?
—¡Pará! ¡Pará que me duele! –se quejó Hernán pasándose una mano por el pelo–. Igual, lo voy a recuperar.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Cómo?
—Voy a entrar al cuarto 15/60 –dijo con una sonrisa falsa.
—¿Qué? ¿Te volviste loco? El año que viene el tío va a tener que viajar de nuevo a Estados Unidos y puede traerte otro o si no, lo podemos comprar por Internet.
—No, no, yo quiero ese, nunca más el tío va a conseguir uno con la firma original de Michael Fox. Lo voy a recuperar.
—¿Qué decís, Herni? ¿No escuchaste las historias que hay sobre ese cuarto?
—Son todas mentiras, Eliana, no seas fantasiosa. Hoy a la noche voy a ir por mi DeLorean.
Eliana se cruzó de brazos, lo miró como si su hermano le hubiera dicho que quería escalar el Everest.
—¿Y cómo pensás abrir la puerta? ¿Cómo vas a conseguir la llave? El Director siempre la lleva encima.
—No necesito la llave. Lo voy a llevar a él –con la cabeza señaló hacia el kiosco.
En la cola del kiosco, esperaba el turno para comprar su bolsa diaria de papas fritas, Bruno Tartagal. Este simpático individuo, había repetido dos veces el año, la diferencia de estatura con sus compañeros era más que evidente.
—¿A Bruno Tartagal? –le preguntó Eliana a su hermano sin comprender la elección.
—Sí, él es mi llave –le respondió con tono arrogante.
—Me imagino que no estarás tan loco como para… –Eliana hizo una pausa y agarró a su hermano del brazo–. Si los agarran los van a echar a los dos.
—Entonces voy a asumir el riesgo. Pienso recuperar mi regalo, cueste lo que cueste.
—Papá te va a matar.
—Más me va a matar si se entera que me lo sacaron –Hernán le quitó la mano que había puesto en su brazo–. Permiso, tengo que incorporar miembros a la banda.
—¿Qué banda?
Sin responderle, el estratega abandonó a su hermana y corrió hacia Bruno que comía sus papas fritas cerca del kiosco. Lo hacía de espaldas en el centro del patio porque estaba cansado de convidar.
—¡Bruno!
El chico de la bolsa pegó tal salto, que varias papas cayeron al suelo.
—Me asustaste, Herni, te doy una sola, una sola y nada más.
—Tranquilo, Bruno, no quiero papas fritas.
El comentario de su compañero lo relajó y le cambió el humor.
—¡Qué bueno!, sos el único. Siento mucho lo de tu auto, Herni, es una pena.
—De eso te quería hablar, Bruno.
—¿A mí? –sin querer, le escupió algunas papitas que tenía en