Recuerdos hacia el olvido
Por Karen Templeton
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Él nunca había tenido un lugar al que llamar suyo, pero el destartalado rancho que tenía ante él era lo que más se había acercado a serlo. Y Emma Manning, una viuda embarazada, tenía que luchar para mantenerlo en pie y sacar adelante a su familia. Necesitaba que le echaran una mano. Y eso era lo único que Cash Cochran, un músico acabado, podía ofrecerle.
Eso le resultó más que obvio a Emma en cuanto Cash llamó a su puerta. Y, a pesar de que era la última mujer de la Tierra de la que él podría enamorarse, se estaba enamorando. Y ella de él.
Karen Templeton
Since 1998, three-time RITA-award winner (A MOTHER'S WISH, 2009; WELCOME HOME, COWBOY, 2011; A GIFT FOR ALL SEASONS, 2013), Karen Templeton has been writing richly humorous novels about real women, real men and real life. The mother of five sons and grandmom to yet two more little boys, the transplanted Easterner currently calls New Mexico home.
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Recuerdos hacia el olvido - Karen Templeton
Capítulo 1
CASH Cochran no tenía expectativas, pero desde luego no había esperado ver cabras con suéter.
Contempló con el ceño fruncido la media docena de globos de colores sobre patas largas y delgadas que había en un corral con cerca de alambre. Las cabras movieron las orejas, curiosas. Una emitió un balido interrogante.
«Yo tampoco estoy seguro», pensó Cash, echando un vistazo a lo que había sido un terreno enorme que se había ido vendiendo a trozos hasta que solo quedaron la casa y las cuatro hectáreas que su padre había dejado en herencia a Lee Manning hacia unos años… Una noticia que podría haber llevado a Cash de vuelta a la bebida; por suerte, había evitado revisitar ese infierno.
No se trataba que necesitara o quisiera la propiedad, situada entre dos cadenas montañosas, en la zona norte de Nuevo México. En absoluto. Era el porqué de la donación a Lee lo que había envuelto esa antigua amistad con un tufo amargo que el tiempo apenas había comenzado a disipar.
El sol salió de detrás de una espesa nube, iluminando los cambios: un invernadero de tamaño mediano, los campos sin arar, un huerto de árboles frutales no florecidos aún. Había una sábana de plástico grueso clavada a un lateral de la casa, seguramente una reforma empezada y abandonada. Las cabras. Sin embargo, el cielo infinito, el aire puro y ligero, el sonido del viento en los pinos era tal y como lo recordaba.
Era lo que había echado de menos.
En cambio, no había echado de menos la casa, una edificación estilo rancho, con altura suficiente para un porche pero insuficiente para un sótano, revestida de estuco y falso ladrillo. Recuerdos horribles horadaban la puerta y las ventanas, aplastaban los narcisos color yema de huevo que crecían junto a las paredes y el bonito cartel de Bienvenida que había en el porche repintado.
Una tormenta de ladridos sobre cuatro enormes patas, corrió hacia Cash.
—¡Bumble! ¡Sentado!
Cash alzó la cabeza y su mirada se encontró con unos ojos azul verdoso, firmes y curiosos. El perro, grande como un oso polar, giró en redondo y fue a sentarse junto a la cabra vestida con jersey rojo que sujetaba su ama. Un revoltijo de pelo rojo y una brillante bufanda a cuadros contrastaban con el enorme guardapolvo de color indefinido, los vaqueros desteñidos y las botas llenas de barro.
—¿Puedo ayudarlo?
—Disculpe, señora, no quería molestar. Soy…
—Sé quién es —contestó la mujer con voz dura y cortante como el hielo.
—Supongo que hablo con… —rebuscó en su cerebro—. ¿Emma?
—Esa soy yo.
Cash no recordaba la última vez que una mujer no perdía el habla en su presencia. Hacía mucho tiempo que esas cosas, que habían hecho que un joven vaquero solitario con talento para tocar la guitarra y componer canciones se sintiera importante, habían dejado de alimentar su ego. Ser el centro de atención había perdido pronto el interés, sobre todo cuando comprendió que las chicas estaban más interesadas en su fama que en su persona. Aun así, la indiferencia de Emma Manning a sus encantos lo inquietó. Así que señaló las cabras, que lo miraban con curiosidad.
—¿Por qué están vestidas?
—Tuve que esquilarlas antes de que parieran. Y luego bajó la temperatura. Señor Cochran, ¿por qué está aquí? Dudo que haya venido a charlar sobre mis cabras.
—Eso podría considerarse una pregunta tendenciosa —la miró y captó las finas arrugas que rodeaban sus ojos—. ¿Está Lee por aquí?
Algo destelló en el rostro de ella, irritación tal vez, antes de que llevara a la cabra al corral, sin decir palabra. La vergüenza hizo que el cuello de Cash enrojeciera. Si no hubiera encontrado esa carta hacía unos meses, tal vez no estaría allí. Pero estaba, y eso era lo importante. O eso creía.
Emma empujó a la cabra para que entrara al corral. Su silencio era todo menos suave; incluso el pelo, que le caía por la espalda hasta casi la cintura, parecía chisporrotear de ira. Una ira que él no estaba seguro de entender.
—Tendría que haber llamado antes —admitió—, pero esta mañana me encontré de camino hacia aquí. Y pensé que sería mejor llegar hasta el final antes de perder el coraje. Si Lee no está, puedo volver. Hace unos meses compré una casa, al otro lado del pueblo. Llevo allí dos o tres días…
—¿Ha vuelto a instalarse en Tierra Rosa?
—De momento, sí. Supongo… —bajó los ojos, forcejeando con su nueva honestidad. Alzó la mirada—. Supongo que a veces hay que volver al principio antes de poder seguir avanzando. Y parte de eso es arreglar las cosas con Lee…
—Eso no es posible, señor Cochran —dijo Emma con voz queda. Cerró el corral antes de mirarlo—. Porque Lee murió el otoño pasado.
Si hubiera tenido más de treinta segundos de preaviso, Emma podría haber suavizado la noticia un poco, en vez de soltarla así. Pero estaba desconcertada; la presencia de Cash Cochran allí era completamente inesperada.
—Lo siento —dijo él finalmente—. Hace años que no estoy en contacto con nadie de la zona. Yo… —Cash sacudió la cabeza, apoyó la mano en el techo de su vehículo y maldijo para sí—. ¿Qué ocurrió?
—Su corazón —dijo Emma, luchando para no dejarse llevar por el dolor—. Por lo visto era un modelo de mala calidad. Como poner un motor oxidado de cuatro cilindros en un camión —metió las manos en los bolsillos del viejo guardapolvo de Lee, esforzándose por controlar el temblor de su cuerpo—. Se habló de un trasplante, pero resultó no ser una opción viable.
—Lo siento muchísimo —repitió Cash con voz ronca. El viento alborotaba las puntas de la melena color paja que rozaba su hombros—. Más de lo que puedo decir.
—Ya. Yo también.
—No pretendía molestar. Yo… —con la mandíbula tensa, abrió la puerta del coche. Dio un puñetazo en el techo—. Maldita sea.
Un par de cabras balaron con preocupación. Bumble emitió un gruñido sordo.
—Hay café —se oyó decir ella, a su pesar—. Y pastel. De melocotón. Del árbol.
Cash miró el melocotonero solitario que había junto a la verja de entrada. Considerando la altura, el invierno de Nuevo México y el maltrato de Dwight Cochran, era asombroso que hubiera sobrevivido. Emma pensó que también lo era que hubiera sobrevivido el hombre que tenía delante; hasta el árbol parecía estar en mejor forma que él.
—¿Señor Cochran? —le dijo. Él la miró con los famosos ojos color plata desenfocados—. Venga a la casa. Hasta que su mente procese la noticia.
—No me quiere aquí —Cash casi sonrió al oír el gruñido de Bumble, más fuerte que antes.
—No especialmente, no. Pero si está sintiendo una décima parte de lo que sentí yo cuando me quedé viuda hace unos meses, no está en condiciones de conducir montaña abajo.
—Puedo apañarme…
—Gracias, pero prefiero no correr ese riesgo. Y como mis tareas no se harán solas mientras estamos aquí, sugiero que hablemos dentro.
Cash miró la casa y los recuerdos lo asaltaron. Había esperado que Lee estuviera allí para paliar el dolor del regreso, para que lo ayudara a superar lo peor. Como había hecho siempre. Una expectativa estúpida, considerando que su relación había quedado hecha trizas, por culpa de Cash.
Por desgracia, era demasiado tarde para disculpas, explicaciones y todo eso.
—¿De qué hay que hablar?
—De por qué está aquí después de tanto tiempo, supongo —al ver que Cash titubeaba, Emma insistió—. Dentro no queda nada que pueda herirlo —afirmó—. Lee me explicó la razón de su huida. Lo que le hizo su padre. Un marido comparte información con su esposa, señor Cochran —añadió, al ver su gesto de ira—. Sobre todo un marido que intenta entender por qué su mejor amigo le ha hecho el vacío.
—Nos distanciamos. No le hice el vacío…
—¿Ah, no? Cuando Lee le escribió para decirle que habíamos heredado la casa, no contestó, nunca le devolvió sus llamadas, nada. Si eso no es hacer el vacío, no sé qué es.
—Si sabe lo de mi padre, entenderá que no me alegrara descubrir que Lee era amigo del hombre que había convertido mi vida en un infierno…
—¿Qué le dijo mi marido exactamente? ¿Sobre la razón de que Dwight nos dejara la casa?
—Solo que al poco tiempo de irme yo empezó a trabajar para ese bastardo —casi escupió Cash—. Ayudándolo en la granja y en la casa, y cosas así.
—¿Y?
—Y, ¿qué? Eso es todo.
—Oh, Dios —farfulló ella—. Tenemos que hablar.
Su tono de voz dejó claro que había mucho más que contar. En parte, Cash no quería escuchar, pero había ido allí para obtener respuestas.
—¿Cómo de fuerte es su café? —preguntó.
—No le decepcionará —dijo Emma.
Bumble se dejó caer en el porche como un saco, ignorando a Cash, que deseó que el fantasma de su padre tuviera la misma cortesía.
—¿Quién es ese? —ladró la abuela Annie desde su «estudio», organizado en un rincón de la atiborrada sala de estar. Gatos, tazas de café, material de pintura, revistas de arte y vinilos apilados llenaban mesas y estanterías; en un equipo de música de hacía cincuenta años, sonaba Sinatra a un volumen atronador.
—Un viejo amigo de Lee —gritó Emma, intentando controlar el ritmo de su pulso mientras colgaba el guardapolvo y se quitaba las botas de Lee. Un gato, El Rojo, Emma no se molestaba en aprenderse sus nombres, sobre todo porque Annie tampoco parecía recordarlos la mitad del tiempo, intentó cazar el extremo de su larga bufanda.
—¿Quién? —aulló Annie, era obvio que no llevaba puesto el audífono. Emma fue hacia el tocadiscos y bajó el volumen. La sorprendió actuar con normalidad, considerando el enorme golpe que había recibido su estructura molecular.
Ese hombre llevaba la palabra «intenso» a otro nivel, próximo a radiactivo.
—Me resultas familiar —todo huesos y descaro, la anciana se acercó al visitante como un buitre que contemplara carroña nueva. Un buitre manchado de pintura, con pelo blanco que necesitaba una permanente—. ¿Te conozco?
—Solías conocerme, abuela Annie —Cash tomó la huesuda mano entre las suyas—. Hace mucho tiempo. Cuando Lee y yo éramos niños. Soy Cash.
—¿Cash Cochran? —Annie jugueteó con sus gafas—. ¿El chico pequeño de Dwight?
—Eso es —un chispa de dolor destelló en sus ojos—. He sentido mucho la muerte de…
Annie apartó la mano como si quisiera golpear a Cash. Estaba sorda, pero Emma habría apostado por la anciana en cualquier pelea de callejón.
—¿Cuánto tiempo hace que nos falta? ¿Apareces ahora? —apretó los labios y volvió a su lienzo a pintar hojas en los árboles—. Todo el mundo quería a ese chico. Todo el mundo. Me parece que un «amigo» tendría que haber venido a su funeral…
—Él no lo sabía, Annie. De verdad —al ver que Annie encogía los hombros, Emma se volvió hacia Cash—. ¿Por qué no te sirves café mientras voy a ver cómo está mi hija? Tiene catarro, nada grave.
Se alejó por el pasillo, concediéndose unos segundos para procesar que su marido le hubiera mentido. Y para huir de los ojos de Cash. Ojos grandes y heridos que hacían que una mujer deseara entrar dentro y arreglarlo todo.
Como si no tuviera ya bastante entre manos.
Era una pena que no pudiera poner coto a sus instintos protectores con la facilidad con se los ponía a su libido. La viudez, el embarazo, la granja y todo lo demás habían hecho que todo lo sexual quedara bajo llave en el archivo «Clausurado». Pero su atracción crónica por la gente herida la acompañaría hasta la tumba: no tenía remedio.
Hacía mucho que había aceptado su tendencia a ayudar a los cansados, los pobres, los de mirada triste. Lee siempre se había metido con ella por eso, aunque también decía que la amaba porque tenía el corazón aún más grande que el trasero.
Lee, que siempre quería hacer a la gente feliz, incluso si implicaba ocultar datos. Y eso llevaba a situaciones que Emma tendría que aclarar.
Con un suspiro, entró en la habitación de Zoey: una explosión de verde ácido y rosa chicle. Su hija, un compendio de extremidades delgaduchas, pecas y pelo revuelto, estaba dibujando tumbada sobre una alfombra de parches de colores hecha por Annie. A su lado, había una montaña de pañuelos de papel usados, de color rosa.
—¿Qué tal, nena? Tira esos pañuelos a la basura.
—Están asquerosos.
—Por eso los vas a tirar tú. No yo.
Con un suspiro enorme, la niña recogió los pañuelos y los echó en la papelera, decorada con una princesa estilo Disney, de ojos grandes.
—¿Se ha ido ya el hombre?
—¿Cómo sabes que ha venido un hombre?
—Lo he visto por la ventana —clavó en Emma sus ojos azules—. ¿Quién es? —exigió.
—Un antiguo amigo de tu papá. Y baja la voz, está en la cocina.
—¿Por qué?
—Porque él y yo tenemos que hablar. Cosas de mayores.
Zoey simuló un suspiro indignado, un truco que dominaba desde los dos años y se sonó la nariz.
—Se parece a ese tipo al que papi escuchaba todo el rato en la emisora de música country.
—Eso es porque es él.
—¿En serio? —abrió los ojos de par en par.
—Sí. Y no, no puedes decírselo a nadie.
—¿Va a quedarse?
—¿Aquí? No, claro que no. Tiene su casa —Emma hizo un pausa, considerando lo raro que era que Cash Cochran hubiera vuelto a Tierra Rosa—. Solía vivir aquí. En esta casa, quiero decir.
—¡No!
—Sí.
—No quiere volver a la casa, ¿verdad?
—Lo dudo mucho. Y aunque quisiera, ahora es nuestra. Nadie nos la puede quitar —al menos ese era el plan—. ¿Quieres más zumo?
—No, estoy bien —dijo Zoey. Le dio un vaso vacío y volvió a tumbarse sobre la alfombra, como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo. Considerando lo unida que había estado a su padre, debía de haber heredado el gen de la simulación de Emma. Pero el que no dejara de acatarrarse llevaba a Emma a sospechar que aún no había superado la muerte de su padre.
—Eh —dijo Emma—. Te quiero.
—Yo también te quiero, mamá