Desafiando las normas
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Brockmann ha creado un argumento lleno de tensión brillantemente combinado con unos personajes muy bien caracterizados y un romance muy intenso
Booklist
Suzanne Brockmann
Suzanne Brockmann is an award-winning author of more than fifty books and is widely recognized as one of the leading voices in romantic suspense. Her work has earned her repeated appearances on the New York Times bestseller list, as well as numerous awards, including Romance Writers of America’s #1 Favorite Book of the Year and two RITA awards. Suzanne divides her time between Siesta Key and Boston. Visit her at www.SuzanneBrockmann.com.
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Desafiando las normas - Suzanne Brockmann
Editado por Harlequin Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Suzanne Brockmann
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Desafiando las normas, n.º 88 - julio 2014
Título original: The Admiral’s Bride
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicado en español en 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Romantic Stars y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4615-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Sumário
Portadilla
Créditos
Sumário
Dedicatoria
Prólogo
Uno
Dos
Tres
Cuatro
Cinco
Seis
Siete
Ocho
Nueve
Diez
Once
Doce
Trece
Catorce
Quince
Dieciséis
Diecisiete
Dieciocho
Diecinueve
Epílogo
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Para Nancy Peeler. ¡Os echamos de menos, chicos!
Prólogo
Vietnam, 1969
Lo habían dejado allí para que muriera.
El sargento Matthew Lange tenía la pierna rota y metralla incrustada en todo el costado izquierdo. La metralla no había afectado a ningún órgano vital, sin embargo. Matt lo sabía porque hacía horas que estaba herido y seguía con vida. Y era casi una pena.
La morfina no estaba sirviendo de nada. No sólo seguía sintiendo terribles dolores, sino que continuaba despierto y alerta, y era consciente de lo que iba a pasar.
El soldado que yacía a su lado también lo sabía. Allí tendido, lloraba suavemente. Jim, se llamaba. Jimmy D’Angelo. Era sólo un crío, en realidad. Apenas tenía dieciocho años, pero no cumpliría más.
Ninguno de ellos cumpliría más.
Eran docenas. Marines de Estados Unidos, desangrándose escondidos en la selva de un país tan pequeño que no se hablaba de él en las clases de geografía de quinto curso. Estaban tan malheridos que no podían escapar a pie, pero seguían conscientes en su mayoría, lo bastante vivos como para saber que morirían en las horas siguientes.
El enemigo iba hacia allí.
Seguramente llegarían antes de que amaneciera.
El Vietcong había lanzado una gran ofensiva el día anterior por la mañana, y varios batallones, entre ellos el de Matt, habían quedado atrapados por el ataque. Ahora se hallaban a muchos kilómetros detrás de las líneas enemigas, sin esperanza de rescate.
El capitán Tyler había pedido auxilio por radio horas antes, pero la ayuda no llegaba. No había pilotos de helicóptero lo bastante locos como para volar a aquella zona. Estaban solos.
Luego cayó la bomba, casi literalmente. O al menos caería literalmente cuando se hiciera de día. El capitán había recibido orden de abandonar la zona. Le dijeron que, en un intento de atajar el avance del Vietcong, las fuerzas estadounidenses iban a rociar aquel monte con napalm menos de doce horas después.
Había veinte hombres heridos. Más del doble que hombres sanos.
Jugando a ser Dios, el capitán Tyler había elegido a los ocho menos graves para sacarlos de allí a rastras. Había mirado a Matt, había visto su pierna y había hecho un gesto negativo con la cabeza. No. Tenía lágrimas en los ojos, pero eso de poco servía.
El único que se había quedado con ellos era el padre O’Brien.
Matt oía su voz suave, murmurando palabras de consuelo a los moribundos.
Si el enemigo los encontraba, los mataría con sus bayonetas. No querría desperdiciar balas con hombres que no podían defenderse. Y Matt no podía defenderse. Tenía el brazo derecho inutilizado y el izquierdo demasiado débil para sostener el arma. Casi todos sus compañeros estaban peor que él. Y no se imaginaba al padre O’Brien agarrando una metralleta y acribillando vietnamitas.
No, morirían atravesados por las bayonetas, o quemados. Eso era lo que les deparaba el destino.
Matt sintió ganas de llorar.
—¿Sargento?
—Sí, Jim. Sigo aquí — de todos modos, no podía ir a ninguna parte.
—Usted tiene familia, ¿verdad?
Cerró los ojos y se imaginó la dulce cara de Lisa.
—Sí — contestó— , tengo familia. En New Haven, Connecticut — un lugar tan lejano en ese momento como el planeta Marte— . Tengo dos hijos, Matt y Mikey.
Lisa quería tener una niña. Una hija. Él siempre había pensado que había tiempo de sobra para eso.
Pero se equivocaba.
—Tiene usted suerte — a Jimmy le tembló la voz— . De mí no va a acordarse nadie, excepto mi madre. Mi pobre mamá — empezó a llorar otra vez— . Dios mío, quiero a mi mamá...
El padre O’Brien se acercó, pero su voz serena no consiguió ahogar los sollozos de Jimmy. El pobre diablo quería a su mamá.
Y Matt quería a Lisa. Era de lo más absurdo. Cuando estaba allí, en el sofocante pisito de dos habitaciones, en uno de los peores barrios de New Haven, creía que iba a volverse loco. Odiaba trabajar de mecánico, odiaba que su sueldo se fuera en hacer la compra y en pagar el alquiler antes de que lo cobrara siquiera. Por eso había vuelto a alistarse. Le había dicho a Lisa que era por el dinero, pero la verdad era que sentía que se ahogaba y necesitaba salir de allí. Y se había marchado, a pesar de las lágrimas de Lisa.
Se había casado demasiado joven, aunque en realidad no había tenido elección. Y al principio le había gustado. Lisa, en su cama, cada noche. No hacía falta preocuparse por si la dejaba embarazada, porque ya lo estaba. Y le había encantado cómo había ido engordando a medida que su hijo crecía dentro de ella. Aquello le hacía sentirse como un hombre, a pesar de que a los veintidós años, recién salido del servicio militar, era poco más que un niño. Pero cuando el segundo bebé llegó justo detrás del primero, el peso de sus responsabilidades comenzó a asustarle.
Por eso se había marchado y estaba allí, en Vietnam.
Aquello era muy distinto de su primer destino en el extranjero, cuando le habían mandado a Alemania.
Ahora sólo ansiaba estar de vuelta en brazos de Lisa. Era el mayor idiota del mundo. No se había dado cuenta de todo lo que tenía, de cuánto amaba a aquella chica, a su mujer, hasta pocas horas antes de morir.
Bayonetas o napalm.
—Santo Dios.
La voz sedante del padre O’Brien había calmado a Jimmy, y ahora el sacerdote se volvió hacia Matt.
—Sargento... Matthew, ¿quieres rezar?
—No, padre — contestó.
Rezar ya no serviría de nada.
—¿Su capitán los ha dejado allí? — el teniente Jake Robinson hablaba en voz baja y firme, a pesar de que apenas podía creer lo que acababa de contarle su jefe de grupo. Marines heridos, abandonados a su suerte en la jungla por su comandante— . ¿Y ahora los buenos van a ir a rematarlos con fuego aliado?
Ham asintió con la cabeza. Sus ojos oscuros tenían una expresión amarga, y sus auriculares seguían conectados a la radio.
—No es tan brutal como parece, almirante. Sólo son una docena, más o menos. Si no detenemos al enemigo antes de que llegue al río, habrá miles de bajas. Usted lo sabe — él también hablaba con voz apenas audible.
Esa noche, el enemigo los rodeaba por completo. Ellos lo sabían muy bien. Su equipo de Seals, los Hombres de Rostro Verde, había pasado las últimas veinticuatro horas localizando las posiciones del Vietcong en aquella zona. Habían transmitido por radio la información y disponían de cuatro horas exactas para salir de allí antes de que empezara el bombardeo.
—Sólo una docena de hombres — dijo Jake— . Más o menos. ¿Hay alguna posibilidad de que sepa el número exacto, jefe?
—Doce heridos y un sacerdote.
Fred y Chuck aparecieron entre la vegetación.
—Ya sólo quedan nueve heridos — dijo Fred con su suave acento sureño— . Los hemos encontrado, almirante. Cerca de un claro, como si esperaran que algún helicóptero fuera a rescatarlos. No nos hemos acercado. No queríamos que se hicieran ilusiones, si no podíamos ayudarlos. Por lo que hemos podido ver, tres ya estaban muertos.
Jake intentó disimular su horror. Jamás mostraba una emoción de ese tipo. Sus hombres no tenían por qué saber cuándo algo le impresionaba profundamente. Y aquella noticia le había sacudido hasta la médula. Los comandantes en jefe sabían que aquellos hombres estaban allí. Marines de los Estados Unidos. Hombres buenos. Hombres valientes. Y aun así habían dado orden de proceder con el bombardeo.
Miró a los ojos a Ham y vio el escepticismo reflejado en ellos.
—Hemos tenido misiones más duras — dijo como para convencerse a sí mismo.
Ham sacudió la cabeza.
—¿Nueve heridos y siete Seals contra tres mil quinientos vietnamitas? — dijo— . Vamos, teniente — no hizo falta que el jefe de grupo dijera lo que estaba pensando. Aquello no era una misión difícil. Era un suicidio.
Y, en señal de reproche, había llamado a Jake por su verdadero rango, el de teniente. Tenía gracia hasta qué punto se había acostumbrado al apodo que le habían puesto los miembros de su equipo: el almirante. Era la expresión definitiva de respeto por parte de aquella pandilla variopinta; sobre todo, porque en la academia le habían apodado Niño Bonito, NB, para abreviar. Sí, almirante le gustaba mucho más.
Fred y Chuck estaban observándole. Y también Scooter, y el Reverendo, y Ricky. Esperaban una orden suya. A sus veintidós años, Jake era de los veteranos del equipo: todo un teniente que había servido en tres destinos distintos, en aquel infierno terrenal. Ham, su jefe, le había acompañado durante los dos últimos. Era firme como una roca y, a sus veintisiete años, tan curtido y ancestral como las montañas. Pero pese a todo nunca había cuestionado su autoridad.
Hasta ahora.
Jake sonrió.
—Nueve heridos, siete Seals y un sacerdote — contestó con desenfado— . No te olvides del sacerdote, Ham. Siempre viene bien tener a uno de nuestra parte.
Fred esbozó una sonrisa, pero Ham no cambió de expresión.
—Yo a ti no te dejaría morir — le dijo Jake. Ham era lo más parecido a un amigo que tenía en aquel rincón de la jungla— . Y no voy a dejar a esos hombres ahí.
No esperó la respuesta de Ham, porque, francamente, le traía sin cuidado. No necesitaba la aprobación de su jefe de equipo. Aquello no era una democracia. Era él quien estaba al mando.
Miró a los ojos a Fred, a Scooter, al Reverendo, a Ricky y a Chuck para infundirles confianza. Para que vieran que tenía la absoluta convicción de que podían llevar a cabo aquella misión imposible.
Dejar morir a aquellos pobres diablos estaba descartado. Jake no podía hacerlo. Y no lo haría.
Se volvió hacia Ham.
—Ponte a la radio, jefe, y encuentra a Ruben el Loco. Si hay alguien capaz de pilotar un helicóptero en medio de esta jungla, es él. Recuérdale que me debe unos cuantos favores, prométele apoyo aéreo y luego ponte manos a la obra y consígueselo.
—Sí, señor.
Jake se volvió hacia Fred.
—Volved allí y animadlos un poco. Preparadlos para el traslado. Luego volved aquí cagando leches — sonrió de nuevo con su mejor sonrisa de día de fiesta campestre, ésa que hacía creer a los hombres bajo su mando que vivirían para ver un nuevo día— . Los demás, id preparándoos para cortar mechas bien largas. Porque tengo un plan estupendo.
—¡Deben de haberse lanzado en paracaídas! — exclamó Jimmy, emocionado— . ¡Escuche eso, sargento! ¿Cuántos cree que son?
Matt se incorporó con esfuerzo e intentó ver algo entre la oscuridad de la selva. Pero sólo veía los destellos de una inmensa batalla en el oeste. Dentro del territorio del Vietcong.
—Dios mío, debe de haber cientos.
Pero no podía creerlo. ¿Cientos de soldados americanos, salidos de la nada?
—¡Tienen que haberse lanzado en paracaídas! — repitió Jimmy.
Parecía imposible, pero tenía que ser cierto, porque luego llegó el apoyo aéreo: grandes aviones que dejaban caer toda clase de sorpresas desagradables sobre el enemigo.
Dos horas antes había aparecido un hombretón de piel oscura, emergiendo de la jungla como un fantasma. Llevaba la cara salvajemente pintada de marrón y verde y un pañuelo de camuflaje pulcramente atado alrededor de la cabeza. Se había identificado como el marinero Fred Baxter, de los Seals de la Armada estadounidense.
Matt tenía el rango más alto entre los que quedaban, y era él quien se había encargado de preguntar qué demonios hacía un marinero tan lejos del mar.
Pero, al parecer, había un grupo entero de marineros en medio de la jungla. Un equipo, había dicho Baxter. El equipo de Jake, lo había llamado, como si eso quisiera decir algo por sí solo. Iban a sacarlos de allí.
—Prepárense para moverse — había dicho Baxter antes de desaparecer.
Matt se había preguntado si aquella conversación no sería una alucinación producida por la morfina. Seals de la Armada. Pero seal significaba «foca». ¿Quién iba a ponerle el nombre de un animal de circo a un grupo de las fuerzas especiales? ¿Y cómo iba a sacar un solo equipo a nueve heridos de la jungla?
—He oído hablar de los Seals — dijo Jimmy como si de algún modo hubiera podido seguir el pensamiento de Matt— . Son especialistas en demoliciones, o algo así. Incluso bajo el agua, figúrese. Y son como ninjas, pueden pasar justo al lado del enemigo sin que se entere. Se adentran kilómetros y kilómetros en territorio enemigo en equipos de seis o siete hombres, para volar cosas. Y no sé qué clase de vudú usan, pero siempre vuelven vivos. Siempre.
Seis o siete hombres. Matt miró los fogonazos que iluminaban el cielo. Expertos en demolición... No. No podía ser.
¿O sí?
—¡Un helicóptero! — gritó el padre O’Brien— . ¡Alabado sea el Todopoderoso!
El estruendo era inconfundible. El viento huracanado que levantaba el rotor les pareció un milagro. ¡Santo cielo, tal vez sobrevivieran!
Las lágrimas comenzaron a correr por la cara redonda del sacerdote mientras ayudaba a los enfermeros a levantar a los heridos y a trasladarlos al helicóptero. Matt no le oía por encima del estruendo del helicóptero y el fragor de las armas. Los hombres de cara verde habían aparecido de pronto y estaban manteniendo al enemigo a raya, más allá del claro. Pero Matt no necesitaba escuchar a O’Brien para saber que su boca se movía constantemente dando gracias a Dios.
Él, sin embargo, no era católico. Y todavía no habían salido de allí.
Alguien le levantó y el dolor repentino de su pierna le hizo gritar.
—Perdone, sargento — contestó la voz de un hombre curtido— . No hay tiempo para preguntar dónde les duele.
Pero el dolor valió la pena, porque un segundo más tarde estaba dentro, con la cara pegada al suelo de chapa del helicóptero. Después comenzaron a elevarse y se alejaron, en un vuelo exprés de regreso del infierno.
El miedo, no obstante, atravesaba la alegría que sentía en oleadas. Santo Dios, ¡que no se hubieran dejado a nadie atrás!
Se obligó a tumbarse de espaldas y el dolor casi le hizo vomitar.
—¡Recuento! — logró gritar.
—Están todos, sargento — era la misma voz firme del hombre que lo había llevado a bordo.
Estaba agazapado junto a la puerta abierta, con un lanzagranadas en los brazos. Mientras hablaba, apuntaba y disparaba. Era más joven de lo que hacía suponer su voz. No llevaba insignia, ni galones, ni marca alguna en su traje de camuflaje. Como los otros Seals, llevaba la cara pintada de verde y marrón, pero cuando se volvió para mirar a los heridos, Matt pudo verle los ojos. Eran de un tono casi sorprendente de azul. Al encontrarse con la mirada de Matt, sonrió.
La suya no era una sonrisa tensa y tirante, entreverada de miedo. Ni tampoco era la expresión animal de la euforia inducida por la adrenalina. Era una sonrisa calma y relajada. Una sonrisa que parecía decir «a ver cuándo quedamos para jugar un rato al béisbol».
—Los tenemos a todos — gritó de nuevo, sin dudar un instante— . Aguante, sargento, el vuelo va a ser movidito, pero vamos a sacarlos de aquí y a llevarlos a casa.
Y al oír que lo decía así, como si fuera una verdad absoluta, Matt casi se convenció de que era cierto.
El hospital era un infierno lleno de dolor, de muerte y hedores. Pero Matt sabía que sólo iba a estar allí un poco más.
Le habían dado sus órdenes: la baja médica. Iba a volver a casa, con Lisa.
Seguramente cojearía el resto de su vida, pero los médicos habían logrado salvar su pierna. No estaba mal, teniendo en cuenta que había estado al borde de la muerte.
—Hoy tiene mucho mejor aspecto — la enfermera que se paró junto a su cama para echar un vistazo a su pierna era una morena muy guapa, con hoyuelos en las mejillas cuando sonreía— . Soy Constance. Puede llamarme Connie, que es más corto.
Matt no la había visto antes, pero sólo llevaba allí cuarenta y ocho horas. Y había pasado la mayor parte de ese tiempo en el quirófano y en reanimación.
—Ah, es usted uno de los chicos de Jake — dijo Connie al mirar su historia, y su terso acento de Georgia de pronto sonó cargado de respeto.
—No — contestó él— . No soy un Seal. Soy sargento de...
—Sé que no es un Seal, tonto — volvió a sonreír— . Los Seals de Jake no aparecen por aquí. A veces tenemos que darles penicilina extra, pero eso quizá debería mantenerlo en secreto — le guiñó un ojo.
Matt estaba confuso.
—Pero ha dicho...
—Los chicos de Jake — repitió ella— . Así es como llamamos a los heridos que trae el teniente Jake Robinson. Alguien del hospital empezó a llevar la cuenta hará unos ocho meses — al ver su mirada de estupor, intentó explicarle a qué se refería— . Jake ha tomado la costumbre de resucitar a soldados estadounidenses, sargento. El mes pasado, su equipo liberó un campo de prisioneros. No me pregunte cómo lo hicieron, pero Jake y su equipo salieron de la jungla con setenta y cinco prisioneros de guerra, a cada cual en peor estado. Le juro que estuve una semana llorando cuando vi a esas pobres criaturas — sacudió la cabeza— . Creo que esta vez han sido diez, ¿no? Jake lleva... Veamos. Creo que son ya cuatrocientos veintisiete — sonrió otra vez— . Aunque en mi opinión deberían darle puntos extras por el sacerdote.
—Cuatrocientos veinti...
—Veintisiete — Connie asintió con la cabeza mientras le tomaba la tensión— . Todos los cuales le deben la vida. Naturalmente, empezamos a contar hace sólo ocho meses. Y él lleva mucho más aquí.
—Un teniente, ¿eh? — dijo Matt, pensativo— . Mi capitán ni siquiera consiguió que mandaran un helicóptero para sacarnos de allí.
Connie dio un respingo.
—No voy a decirle la opinión que me merece su capitán porque soy una señorita. Qué vergüenza, dejarlos así. Más vale que no venga por aquí a hacerse el chequeo anual. Hay docenas de médicos y enfermeras que se mueren de ganas de decirle que vuelva la cabeza y tosa.
Matt se echó a reír, y luego hizo una mueca de dolor.
—El capitán Tyler lo intentó — dijo— . Yo estaba allí. Sé que lo intentó. Por eso no lo entiendo. ¿Cómo es posible que ese teniente lo lograra, si no lo logró un capitán?
—Bueno, ya sabe cómo llaman a Jake — Connie dejó de mirar un momento sus heridas de metralla— . O quizá no lo sepa. Sus compañeros de equipo lo llaman almirante. Y no me sorprenderá nada que algún día llegue a serlo. Ese chico tiene algo especial. Sí, hay algo muy especial en esos ojos azules.
Ojos azules.
—Creo que le vi — dijo Matt.
—Sargento, si le hubiera visto, no le cabría ninguna duda al respecto. Tiene la cara de una estrella de cine y una sonrisa que da ganas de seguirlo a cualquier parte — suspiró y volvió a sonreír— . Ay, madre mía. Me estoy chiflando por él, ¿verdad?
—Entonces — insistió Matt— , ¿cómo es posible que un teniente consiguiera llevar a tantos hombres a esa zona? Tenía que haber cientos y...
Connie se echó a reír. Luego, de pronto, se detuvo y lo miró con asombro.
—Dios mío — dijo— . No lo sabe, ¿verdad? Cuando me enteré, yo tampoco me lo creía, pero si