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Monstruos rotos
Monstruos rotos
Monstruos rotos
Libro electrónico507 páginas7 horas

Monstruos rotos

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Información de este libro electrónico

«Tengo que decirlo: ¡este libro es alucinante, una fantasmagoría criminal! Esta espléndida novela es un manual para explorar la decadencia humana elevada a la enésima potencia». James Ellroy
En Detroit, la ciudad que se ha convertido en el símbolo de la muerte del sueño americano, una ciudad embargada, desahuciada, un asesino en serie pretende redimir sus frustraciones artísticas a través del horror. La detective de homicidios Gabriella Versado ha visto muchos cadáveres a lo largo de sus ocho años de carrera, pero este es demasiado macabro incluso para los estándares de Detroit: el tronco de un niño de doce años aparece pegado a la parte trasera de un ciervo, en una suerte de fusión repulsiva. A medida que la policía va hallando cadáveres cada vez más inquietantes, surge una pregunta: ¿cómo se puede sobrevivir en esa ciudad, escombrera del sueño americano?
Monstruos rotos es un thriller que trasciende el género y que muestra ciudades rotas, sueños rotos y personas rotas que buscan recomponerse. Lauren Beukes se mueve sin esfuerzo entre los distintos submundos de la ciudad, ya sean comisarías de policía, las vidas secretas de unas adolescentes obsesionadas con internet, refugios para indigentes o los vecindarios moribundos de una ciudad renqueante, todo mientras se asoma al universo perturbadoramente hermoso y casi sobrenatural que existe en las fronteras.
IdiomaEspañol
EditorialSiruela
Fecha de lanzamiento1 feb 2016
ISBN9788416638352
Monstruos rotos
Autor

Lauren Beukes

Lauren Beukes (Johannesburgo, Sudáfrica, 1976) es autora de cómics, guiones y novelas, como la famosísima Las luminosas o Zoo City, galardonada con el prestigioso premio Arthur C. Clarke. Ha trabajado como periodista y presentadora de uno de los programas televisivos más importantes de Sudáfrica y ha dirigido un documental que ha cosechado diversos galardones. Actualmente vive en Ciudad del Cabo.

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    Vista previa del libro

    Monstruos rotos - Lauren Beukes

    Créditos

    Edición en formato digital: enero de 2016

    Título original: Broken Monsters

    En cubierta: fotografía de © Mark Caunt / Shutterstock.com

    Diseño gráfico: Ediciones Siruela

    © Lauren Beukes, 2014

    © De la traducción, Rubén Martín Giráldez

    © Ediciones Siruela, S. A., 2016

    Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

    Ediciones Siruela, S. A.

    c/ Almagro 25, ppal. dcha.

    www.siruela.com

    ISBN: 978-84-16638-35-2

    Conversión a formato digital: María Belloso

    Índice

    Domingo 9 de noviembre

    Antes

    Cita

    Lunes 10 de noviembre

    Antes

    Cita

    Martes 11 de noviembre

    Miércoles 12 de noviembre

    Jueves 13 de noviembre

    Viernes 14 de noviembre

    Sábado 15 de noviembre

    Domingo 16 de noviembre

    Lunes 17 de noviembre

    Martes 18 de noviembre

    Miércoles 19 de noviembre

    Después

    Agradecimientos

    Notas

    Soñé con un chico que en lugar de pies tenía

    muelles para saltar muy alto. Tan alto que no había manera

    de atraparlo. Aunque al final lo logré. Pero luego

    no se volvió a levantar.

    Me dejé la piel. Le conseguí unos pies nuevos.

    Hice un trabajo de primera,

    ni os lo podéis imaginar.

    Pero no se levantó. Y la puerta

    no se abrió.

    MONSTRUOS ROTOS

    Domingo 9 de noviembre

    Bambi

    El cuerpo. El-cuerpo-el-cuerpo-el-cuerpo, piensa. Las palabras pierden el sentido cuando las repites. Lo mismo les sucede a los cuerpos, aun con todas sus variantes. Un muerto es un muerto. Los cómos y los porqués son lo único que cambia. Repasemos. Por congelación. Disparo. Puñaladas. Apaleamiento con un objeto romo, con un objeto afilado, sin objeto alguno cuando los puños bastan. Pim pam y arreando. ¡No sabes lo que te va tocar! Pero hasta para la violencia hay límites creativos.

    Gabriella querría que alguien se lo hubiese dicho al cabrón degenerado que ha hecho esto. Porque esto es una cosa dis-tin-ta. Que es como se llamaba, casualmente, la trabajadora sexual a la que soltó con un aviso la semana pasada. Eso es casi lo único que hace el Departamento de Policía de Detroit últimamente, repartir avisos inútiles en La. Ciudad. Más. Violenta. De. Estados. Unidos. Tararán. Le parece oír la voz de su hija, el tono teatral de película de miedo que emplearía Layla para enfatizar esas palabras. Todos los apelativos con los que carga Detroit, arrastrando su tremendo simbolismo tras de sí como las latas que cuelgan de un coche con la inscripción de «Recién casados». ¿Hay alguien que siga haciendo eso, latas y espuma de afeitar?, se pregunta. ¿Lo ha hecho alguien alguna vez? ¿O es algo que se han inventado, como lo de que un diamante es para siempre, el Santa Claus vestido de rojo Coca-Cola o que las madres estrechan lazos con sus hijas frente a un par de yogures helados desnatados? Ella ha descubierto que las mejores conversaciones que mantiene con Layla son las que se desarrollan en su cabeza.

    —¿Inspectora? ¿Está usted...? —pregunta el agente de uniforme. Porque está ahí plantada en la penumbra del túnel, mirando fijamente al chico con las manos enterradas en los bolsillos de la chaqueta. Se ha dejado los puñeteros guantes en el coche y tiene los dedos entumecidos por el viento helado que se cuela desde del río. El invierno enseña los dientes, aunque justo acaba de empezar noviembre.

    —Sí, perfectamente —lo interrumpe mientras lee el nombre de la placa—. Estoy pensando en el adhesivo, agente Jones.

    Porque solo con superglue no habría manera. Mantener unidas las partes mientras movían el cuerpo. Aquí no es donde murió el chico. No hay bastante sangre en el escenario. Y ni rastro de la mitad que falta.

    Negro. No es ninguna sorpresa en esta ciudad. Diez años, diría. Tal vez más si tenemos en cuenta una posible malnutrición o problemas de desarrollo. Pongamos entre diez y dieciséis. Desnudo. Desnudo hasta donde le es posible estarlo. Es más que probable que el resto del cuerpo lleve pantalones, la cartera en el bolsillo de atrás y un móvil sin saldo que aun así haría que llamar a su madre fuese muchísimo más fácil.

    Dondequiera que esté el resto.

    Está tumbado de lado, las piernas encogidas, los ojos cerrados, aspecto sereno. La posición de recuperación. Solo que él no se va a recuperar nunca y que esas no son sus piernas. Delgado como un fideo. La piel bonita, a pesar de que se ha vuelto amarillenta por la pérdida de sangre. Preadolescente, determina. Sin marcas de acné. Sin arañazos ni heridas, ni señal alguna de que opusiera resistencia ni de que nada malo le haya pasado. Por encima de la cintura.

    Por debajo de la cintura es otra historia. Madre mía. Eso es otro cantar. Tiene un tajo oscuro justo encima del sitio en el que deberían empezar las caderas, y por ahí de alguna manera... lo han ensamblado a los cuartos traseros de un ciervo, pezuñas incluidas. La veta blanca de la cola asoma tiesa como una alegre banderita. El pelaje marrón está encrespado a causa de la sangre seca. Las carnes parecen fundirse en la juntura.

    El agente Jones se ha quedado un poco más atrás. El olor es horroroso. Gabriella deduce que los intestinos han sido seccionados, en ambos cuerpos, y están soltando mierda y sangre en las cavidades unidas. A esto hay que añadir el fuerte hedor proveniente de las glándulas odoríferas del ciervo. Se compadece del forense que tenga que abrir este desastre. Mejor eso que el papeleo, de todas formas. O que tratar con los puñeteros periodistas o, peor aún, con la alcaldía.

    —Tenga. —Se saca del bolsillo un botecito de brillo de labios. Lo compró en un arrebato con la intención de aplacar a Layla. Un cosmético con sabor a caramelo: eso fijo que salva la brecha que hay entre ellas—. No es mentol, pero algo es algo.

    —Gracias —responde él agradecido, cosa que lo señala como un PN. Puto Novato. Moja el dedo en el botecito y se extiende la untuosa crema bajo la nariz; un moco con sabor a cereza. Y con brillantina, descubre ahora Gabi, pero no se lo dice. Pequeños placeres.

    —No manche la escena del crimen —le advierte.

    —No, no, de ninguna manera.

    —Y no se le ocurra hacer fotos con el móvil para enseñárselas a sus colegas. —Mira a su alrededor, el túnel cubierto de grafitis que crecen como sarro en los muros desnudos de esta ciudad, el peso de la oscuridad minutos antes del amanecer, el tráfico escaso—. Vamos a mantener este asunto bajo control.

    No lo controlan ni por asomo.

    Anoche me salvó la vida una DJ

    ¹

    Un codazo en la mandíbula saca de golpe a Jonno de las simas más profundas del sueño. Se despierta estremecido y desorientado y se sorprende en plena pelea con las sábanas. La chica de anoche —Jen Q— se da la vuelta con los brazos por encima de la cabeza, dejando a la vista un tatuaje de pájaros que va del pecho al hombro. No es consciente de que ha estado a punto de provocarle una conmoción cerebral. Le tiemblan los párpados en fase REM, atrapada en un sueño que la hace respirar entrecortadamente, de forma similar al jadeo de placer que le había arrancado él poco antes mientras lo cabalgaba, sujetándola por las caderas. Al correrse, echó la cabeza hacia atrás, sacudiendo la melena de trencitas con tan mala suerte para Jonno que una le dio en el ojo, lo que motivó la brusca interrupción del acto y lo dejó lagrimeando y parpadeando dolorido.

    —Tranquila... —le dice mientras le acaricia la espalda para que se le pase.

    Nota el halo oscuro de una resaca sobrevolando su cabeza, presta a abalanzarse sobre él. Pero no todavía. Sin ninguna lógica, el dolor del codazo en la mandíbula parece mantenerla a raya.

    —Mmmff —dice, no del todo despierta.

    Pero Jonno ha rasgado la envoltura de la pesadilla. Le pasa la palma de la mano por la curva de la cintura, bajo las sábanas. Su polla reacciona.

    Ya le ha hecho daño dos veces en una noche. Es muy posible que lo siguiente sea romperle el corazón. Lo había intuido por la forma en que justo después se puso a repetir «Ay, Dios mío, lo siento mucho» sin poder aguantarse la risa y se estrelló contra su pecho carcajeándose mientras a él le lagrimeaba el ojo. «Esto no es precisamente un gesto de solidaridad», se quejó en el momento, pero le resultó agradable el peso de su cuerpo sacudido por la risa.

    —¿Quieres volver a follar? —le susurra ahora al oído.

    —Mañana —murmura, sin embargo separa las piernas para que a él le quepa la mano—. Qué gusto. Sigue haciendo eso.

    Suspira y se da la vuelta para que él pueda colocarse a su espalda. Él le aprieta el miembro duro contra el culo mientras le masajea el clítoris con los dedos hasta que se da cuenta de que respira más profundamente porque se ha dormido. Genial.

    Se tumba bocarriba y echa un vistazo al cuarto, pero no se puede decir que haya demasiadas pistas. Ventiladores de madera en el techo: 1 unidad. Armarios modernos de estilo escandinavo: 1 unidad. Persianas de cañas en la ventana. La ropa de ambos esparcida por el suelo. Ni un libro, algo preocupante en el caso de que se plantee enamorarse de ella. ¿Le contó que era escritor?

    Se pregunta de qué será la Q. ¿Un apellido real o una coletilla de DJ? Jen X habría sido demasiado descarado, imagina. No es su estilo, según puede deducir por lo que sabe. Que es, para resumirlo en uno de los listículos de fácil asimilación que no se cansa de elaborar en lugar de ganarse la vida como una persona decente, lo siguiente:

    1) Las canciones que pinchó anoche en la fiesta supuestamente secreta en el Eastern Market, en el sótano de una tienda de camisetas, a la que acudió un centenar de personas. No recuerda la música que ponía, pero era ese momento de la noche en que todo se confunde en un bum bum bum.

    2) Su manera de bailar, con las trenzas retorcidas en lo alto de la cabeza para evitar precisamente la clase de golpe que le había dado a él. Fue lo primero en lo que se fijó. Se movía como si fuera feliz. Y cuando sus miradas se cruzaron le sonrió. Eso le gustó. No iba tan de sobrada como para no sonreírle.

    3) El modo impaciente con que se arrancaba el cigarrillo de la boca cuando estaban fuera, antes de conocerse, ligados únicamente por la camaradería del fumador, obligados a aguantar el frío con la vaga promesa de un enfisema en un futuro lejano. Hablaron sobre la Motown y el tecno. Sobre ese documental de Rodriguez. La quiebra. Todos los temas de conversación facilones de rigor. En un momento dado pensó que iba a dar una calada, y lo que hizo fue besarlo.

    4) Se enrollaron en el coche de ella. Su memoria retiene instantáneas, Instagrams en realidad, porque están borrosas en los bordes: siguiéndola por una callejuela cercada de setos que rodeaba una vivienda hasta una casita apartada, besándole el cuello mientras ella trasteaba con las llaves, el olor de su piel volviéndole loco, palabrotas, risas, su chisss repentino al abrirse la puerta y trastabillar hacia el interior.

    5) Los contornos de los muebles en la oscuridad mientras lo guiaba hasta el dormitorio. Borrachos los dos. O por lo menos él. Fue consciente por la manera en que el cuarto dio vueltas por unos instantes. Besos, tirones para sacarse la ropa. El tacto al penetrarla.

    Mierda. ¿Usaron condón? El estómago le da un vuelco al ocurrírsele, pero no por los motivos que se lo habrían provocado un año antes.

    La chica suelta un ronquidito de conejo y él esquiva otro golpe. Mal vamos. Por la lucidez de sus pensamientos es consciente de que no va a volver a dormirse. Se ha convertido en un experto en su propio insomnio. Normalmente, lo que lo despierta de golpe en plena noche con el corazón desbocado es el miedo. Se inclina en su lado de la cama intentando sacar su teléfono del bolsillo de la chaqueta. Las cuatro cuarenta y ocho. Es más tarde de lo habitual, que suelen ser las dos de la madrugada. Debería echar un polvo más a menudo. No me digas, Sherlock.

    Jonno no abre la bandeja del correo, aunque un número encima del sobre insiste en que tiene mensajes nuevos. También tiene nuevos mensajes de voz, según el dígito dentro de la imagen del bocadillo. En el pasado, los únicos símbolos que inspiraban un pavor tan tremebundo eran los signos de la peste. Una X negra pintada en la puerta.

    En lugar de eso, abre el navegador y busca Jen Q. Solo aparecen un par de páginas de resultados de búsqueda que se reducen a la lista de algún festival o alguna agenda de conciertos. Un escueto perfil en alguna página de reseñas musicales. Pero en lo que se refiere a redes sociales está en todas las salsas. Todas las habituales e incluso una página de MySpace, lo que significa que probablemente es un poco más mayor de lo que pensaba. Clica entre sus selfies, sus citas edificantes, sus publicaciones de autobombo. «Flipándolo con pinchar en el Coal Club esta noxe. ¡5 $ x cabeza!». Todo milongas superficiales, de cara a la galería. Él sabe de qué va.

    La resaca va remitiendo. Va a necesitar algo para mantenerla a raya.

    Aparta la colcha y se sienta en el borde de la cama a la espera de que se le pasen las náuseas. Jen ni se inmuta. Tiene ojos de mapache por culpa del lápiz corrido. Cate no se hubiese metido en la cama sin quitarse antes el maquillaje. Hace un frío que pela. La arropa con la colcha hasta los pájaros del hombro, se echa una chaqueta por encima y se tambalea hacia donde espera que se encuentre el cuarto de baño en busca de algo para la migraña.

    Debería escribir algo. Lo que fuese. En Detroit, a cada cuatro pasos te tropiezas con una historia. Pero los nativos ya las han escrito todas. Que te den por culo a ti y a tu Pulitzer, Charlie LeDuff, piensa mientras tienta la pared para encender la luz.

    Da un respingo al encenderse la lámpara halógena y ver su reflejo en el espejo del botiquín: no es que sea despiadado, es directamente perverso. Se examina la cara. El abotargamiento desaparecerá en cuanto recupere algo de sueño. Las reglas de George Clooney: las patas de gallo en un hombre son sexis y los rodales blancos en la barba zarrapastrosa de seis días son el sello de la experiencia. Treinta y siete años y todavía metiéndote en la cama con una DJ.

    Tampoco está tan mal, se dice burlón. Hace caso omiso a su trol interior, que lo pincha: Sí, pero no es Cate, ¿verdad?

    ¿Quién sabe?, piensa. Igual lo es. Igual es muy lista, profunda y divertida. Podría seguirla de aquí para allá, cada noche una actuación en una ciudad distinta, escribir en habitaciones de hotel.

    Claro, porque hasta el momento ese sistema te está yendo de perlas.

    —¿Te has perdido? —pregunta Jen apoyada en la puerta vestida con un camisón azul de franela feísimo. También tiene la cara un poco abotargada (algo encantador, a su manera). Se frota distraídamente la clavícula y deja a la vista un atisbo de piel suave.

    —Ah, ey. Estaba buscando un ibuprofeno. O lo que sea.

    —¿Has mirado en el botiquín? —Divertida, se estira y lo abre con un dedo. Hay un revoltijo de productos cosméticos, frascos de medicamentos, un paquete de tampones que le obligan a apartar la mirada como si volviese a tener doce años y, cosa alarmante, un puñado de agujas en su envoltorio de plástico. Coge uno de los frascos y le caen un par de aspirinas en la mano—. Puedes usar el vaso que hay encima del lavabo. Está limpio. ¿Vas a volver a la cama?

    —Claro.

    Se traga las pastillas y la sigue de vuelta al dormitorio.

    Ella se deshace del horrible camisón dejándolo caer de sus hombros como un luchador y se mete en la cama.

    —He visto la cara que ponías. No tienes que preocuparte, tengo «azúcar», como lo llamaba mi abuela.

    —¿Cómo?

    —Las agujas. Soy diabética. Las tengo de reserva por si acaso me quedo sin plumas. ¿O qué, te pensabas que te habías liado con una yonqui?

    —Por una décima de segundo se me ha pasado por la cabeza.

    —¿No te has alegrado de que hayamos usado protección?

    —¿La hemos usado? —Ahuyenta el ramalazo de decepción—. Estoy un poco atontado. No es que importe, ya que no eres una, bueno, hmmm.

    Es consciente de la pinta de idiota que debe de tener con la cazadora abrochada hasta arriba y la polla colgando. Un tipo hábil ².

    —¿No te acuerdas? Eso me hiere en el amor propio.

    Pero está sonriendo arropada con la colcha hasta la barbilla.

    —Vas a tener que recordármelo.

    —Ven aquí —le dice levantando la colcha y señalando con un gesto de la cabeza el paquete de Durex que hay en la mesilla de noche. Él es de los que sabe pillar una indirecta.

    —¿Qué soñabas? —le susurra en el pabellón perfectamente ondulado de la oreja mientras la penetra.

    —¿Tiene eso alguna importancia?

    Se arquea a su vez para recibirlo y en ese preciso momento lo cierto es que no tiene importancia.

    —Venga, despierta. Tienes que marcharte.

    —¿Mmmmf? —logra mascullar Jonno mientras ella lo empuja fuera de la cama.

    Por un instante se siente confuso, luego recuerda dónde coño está. DJ buenorra. Le has metido la polla. Puedes estar contento, chavalote.

    —Pero si todavía es de noche —protesta entre la bruma del sueño mientras se pone, pese a todo, los calzoncillos. Planta el pie en uno de los condones usados. Nota la viscosidad a pesar de llevar puesto el calcetín.

    —Date prisa. Lo digo en serio.

    —¿Ha empezado ya el apocalipsis zombi?

    Se pone la camiseta y se da cuenta de que está al revés. Se la saca de un tirón y vuelve a empezar. Ella lo observa sentada desnuda en la cama con las piernas cruzadas y sonriendo.

    —Eres un tío peculiar, Tommy.

    —Jonno.

    Le duele más de lo que debería.

    Ella se lleva las manos a la boca:

    —Ay, Dios, perdón. Oh, esto es terrible, qué vergüenza. —Sofoca una risa de nuevo. Se inclina hacia delante y entierra la cabeza entre las piernas. No puede parar de reír—. Perdón.

    —Lo menos que puedes hacer es invitarme a desayunar —replica él fingiendo gran indignación. Se sube los tejanos y la cremallera. A ver si no la fastidia.

    —De acuerdo. Pero solo si sales de aquí ahora mismo.

    Él baja la voz.

    —¿Son zombis? Porque si es eso, creo que lo mejor es que vayamos improvisando armas.

    —Peor que eso, bobo. Es mi padre.

    —Espera.

    Su cerebro escarba como un perro con la vejiga a reventar esperando en la puerta. Vuelve a mirar a su alrededor. Desde luego no es el cuarto de una adolescente. Y lo que tiene delante es un cuerpo de mujer. La suavidad, la rotundidad y las arrugas de expresión en la piel. Ella advierte su expresión de pánico y se ríe todavía más fuerte apoyándose en él con una mano en su estómago. Él mete barriga automáticamente. Ya te ha visto desnudo, lumbreras.

    —Has pensado que...

    —Con los zombis puedo.

    —Tengo veintinueve, idiota.

    —Bueno, gracias a Dios. —Y no es verdad, piensa. El perfil que leyó anoche decía que tenía treinta y tres.

    —Vivo en casa. De momento.

    —¿Y tu padre se cree que no tienes relaciones sexuales?

    —No bajo su techo. Bueno, dentro de su propiedad.

    —Ah.

    —Eso es.

    —Entonces igual debería ir tirando.

    —Igual sí. —Sonríe desencajada sin poder evitarlo. Señala hacia la puerta con la cabeza—. Ya conoces el camino.

    —Pero me vas a invitar a desayunar, de todas formas.

    —Hoy no. Tengo lío familiar.

    —Entonces mañana.

    Recupera la compostura.

    —Hay una cafetería en Corktown. Te veo allí a las diez.

    —No es demasiado concreto.

    —La encontrarás.

    —Cogeré un taxi de vuelta, entonces. Y mañana nos vemos. —Intenta que no suene desesperado.

    —Muy bien.

    Está radiante.

    —De acuerdo. —Se queda todavía un momento allí parado.

    —Deberías marcharte.

    —Dejarte aquí me parece muy mala idea.

    —Pero vas a tener que hacerlo igualmente.

    —Muy bien. ¿Sabes qué? Es encantador que no digas palabrotas.

    —¡Vete! ¡Mecachis en la mar!

    Él se inclina y la hace doblarse en un apasionado beso.

    —Muy bien.

    Recorre con gran sigilo y cautela el pasillo sin mirar atrás, apestando a eau de coñito. En vano.

    —Mmmm —dice asomando la cabeza por la puerta del dormitorio. Ella está tumbada tapándose la cara con un brazo y una mano entre las piernas—. Siento mucho ¿interrumpir?

    La chica se incorpora en la cama sin el más mínimo atisbo de bochorno.

    —¿Quieres irte de una vez?

    —Pues sí. Lo que pasa es que... —Se encoge de hombros impotente—. No sé dónde estamos. Era de noche cuando llegamos. Si me puedes decir el barrio, al menos.

    Bajo la mesa

    TK se despierta debajo de una mesa en una casa desconocida. Los pies le sobresalen por un extremo calzados con unas botas negras y desgastadas. Ha cogido un cojín del sofá para ponérselo bajo la cabeza y ha usado una de las cortinas a modo de manta. Uno tiene que improvisar. A los once años era capaz de vencer a la mayoría de los adultos bebiendo, pero hoy no es el caso. Veintitrés años sin probar ni gota, y tiene las medallas de Alcohólicos Anónimos para demostrarlo, aunque estén en una caja de cartón con el resto de sus cosas en casa de su hermana, en Flint.

    El mantel deja pasar la luz del amanecer, de un gris aletargado. Como una mortaja. No le extraña que estuviese soñando que lo enterraban vivo. Al mirar fijamente las vetas oscuras de la madera se siente como si estuviese dentro de un ataúd: el modelo de lujo por el que tienes que desembolsar un extra, con el exterior en color crema, los agarraderos chapados en oro y el interior forrado de seda. No como en el que enterraron a su madre. Pero esa es una ocurrencia morbosa; hace un día espléndido, tiene un gran porvenir por delante y una casa entera por explorar.

    Otro habría dormido en una de las camas del piso superior, pero la familia se ha llevado el colchón de matrimonio y no le ha parecido bien usar los de los cuartos de los niños. Además, es uno de sus talentos especiales. Posee el don de poder dormir en cualquier parte y en cualquier momento. Una vez trabajó en una cadena de montaje fabricando tornillos donde si uno era espabilado, le ponía ganas y sabía disimular, podía hacer el trabajo de dos hombres durante una o dos horas mientras el otro echaba una cabezadita, y luego al revés. A los jefes no les gustaba, pero mientras el trabajo saliese adelante, ¿qué más les daba? Se le antoja que duerme mejor si hay mucho ruido. Condicionamiento, lo llaman. ¿Taladros, pernos y el chirrido de la maquinaria pesada? Eso para él no es más que una nana. Un puñado de pájaros piando para recibir el nuevo día no tiene nada que hacer.

    Se oye un estrépito en la cocina. Se incorpora a toda prisa y estampa la cabeza contra la parte de debajo de la mesa. Maldita sea. No debería haberse confiado tanto, por más que la puerta estuviese cerrada y le hubiesen dado una especie de permiso.

    Intentó hacerlo con toda la cortesía del mundo. Esperó en la esquina, en la acera de enfrente, mientras la familia metía las maletas en el coche y cargaba todo en una camioneta y en un remolque de alquiler. Ataron al techo el colchón y sobre este una mesa con las patas hacia arriba como un bicho muerto. Los niños entraban y salían de la casa con cajas, por turnos, mientras las sombras de la tarde se iban alargando. La mujer no le quitaba ojo de encima, como si la orden de ejecución de hipoteca plastificada y pegada en la puerta fuese culpa suya por algún motivo. Y los niños lo mismo. Le dirigían miradas ladinas y se miraban entre ellos, excepto el bebé, claro, que quería meterse en las cajas para jugar. Un niñito bien guapo que andaba a ras de suelo como uno de esos juguetes que funcionan con cuerda.

    TK intentó actuar con despreocupación. Se tomó su tiempo para liarse un cigarrillo y fumárselo. No pretendía asustarlos, pero tampoco podía marcharse y dejarlo todo al azar. Podía presentarse otro. Y vale, es algo que resulta improbable en este barrio donde la suya es la última casa en pie en medio de un montón de parcelas llenas de maleza y desperdicios quemados; y solo se ha topado con ellos porque a eso es a lo que se dedica, a deambular por la ciudad a ver si cae algo. Las coincidencias brutales no son ninguna novedad para TK. Que le pregunten si no a su madre y a su hermana gemela, que hizo que la mataran.

    —Déjalo —musitó el marido mientras tiraba de las cuerdas para asegurarse de que todo estaba bien sujeto. Pero ella había ido calentándose, haciendo como si no existiese durante todo el tiempo que estuvo esperando.

    —No —replicó tendiéndole el bebé al hombre, y atravesó a zancadas la hierba verde hacia TK, con los puñitos apretados como si fuese un jugador de rugby profesional en lugar de un retaco insignificante. El marido dio unos pasos para seguirla y entonces se dio cuenta de que al pasarle el niño lo había inmovilizado.

    TK tiró al suelo el cigarrillo y lo pisó para apagarlo. Es una descortesía exhalarle tu veneno a otro en la cara. Igual que ensuciar o desperdiciar tabaco, aunque sea del más barato. Recogió la colilla y se la metió en el bolsillo. Cuando se irguió de nuevo la tenía delante, con los brazos en jarras y echando chispas. No contra él, en realidad, pero a veces la gente necesita un chivo expiatorio. Lo había visto en bastantes ocasiones, en el albergue, en las reuniones. No tenía problema en encarnar ese papel para ella.

    —¿Es que no puedes esperar a que nos hayamos marchado..., buitre?

    Se le quebró la voz a mitad de frase, pero el insulto se abrió paso dando tumbos hasta llegar a él. De buitres sabe poco más que lo que ha visto en la tele, bichos abalanzándose en pos de alguna carroña. Si hubiese tenido la oportunidad le habría dicho que él es más bien como uno de esos perros callejeros de la ciudad, porque son oportunistas sin vergüenza y puedes maldecirlos lo que te dé la gana, que han aprendido a no tomárselo como algo personal. De todas formas se refiere a los animales solitarios. Cuando se agrupan es cuando tienes un problema. Solo hace falta un perro malo para que el resto se convierta en una caterva de fauces ávidas y gruñidos. Pero él es un chucho solitario y algo sabe de cómo menear la cola.

    —Lamento ver que se marchan, señora —dijo TK tranquilo, mirándola a los ojos—. En los buenos tiempos, solo se iban de Detroit los blancos de buena familia.

    Atajó la indignación de raíz. Eso es lo que hacen los buenos modales: le dan la vuelta a la tortilla. Hay que tratar a las personas como personas, eso es algo que le enseñó su madre, además de a usar una pistola y cuál era la tarifa mínima de una puta.

    —Sí, bueno, díselo a los del banco —respondió ella restregándose los ojos.

    —No se preocupe por sus cosas, señora. Me encargaré de que todo encuentre el mejor sitio y utilidad.

    —Gracias. Supongo. —El tono era amargo. Le gritó a su marido, que estaba a punto de cerrar la puerta—: ¡Déjala! Va a dar lo mismo. ¿Verdad? —Miró a TK en busca de confirmación para más cosas de las que él mismo sospechó que era capaz de darle. Pero lo intentó de todas formas.

    —Sí, señora. Buena suerte —respondió solemne.

    —¡Ja! El que se queda eres tú.

    —¿Todo bien? —preguntó el marido a lo lejos.

    Las portezuelas del coche se cerraron, pero dejaron la casa abierta a la luz del atardecer, así como a la entrada de cualquier oportunista desvergonzado que por allí rondase.

    TK esperó hasta que las luces del remolque desaparecieron al doblar la esquina antes de entrar y cerrar la puerta tras él. Accionó el interruptor, pero ya habían cortado la luz y tomó la decisión expeditiva —de la que se arrepentía ahora, a la vista del ruido que le llegaba desde la cocina— de esperar hasta el día siguiente para comprobar qué había quedado.

    Algo se hace añicos. Cristal o loza, lo que hace pensar a TK que no se trata de ningún saqueador. No le gusta usar esa palabra. Implica robo, y él no ha robado una sola cosa jamás, ni siquiera de niño, cuando era un desastre. Lo suyo es la recuperación y redistribución de bienes. También la orientación laboral, el servicio técnico, los grupos de apoyo, el reciclaje y —cuando no le queda más remedio— las tareas de limpieza en la tienda de artículos para fiestas de la calle Franklin. Puede parecer un lugar de trabajo extraño para un exalcohólico, pero así no tiene que hacer nada deshonroso, y nunca acepta dinero de los menores de edad que buscan a alguien que les compre cerveza, como hacen los vagabundos. O, como él prefiere llamarlos, los discapacitados domésticos.

    Los ruidos de la cocina tienen algo de desmañado. Como trastabillante. A lo mejor es un borracho. O quién sabe. Sale de debajo de la mesa a gatas, palpándose el cuerpo en busca del espray de pimienta que lleva encima. Caducado, pero no puedes creerte siempre lo que pone en la caja. Tiene una cuchilla oculta en el bastón, un artilugio tosco que se fabricó él mismo, pero el espray de pimienta le ha dado buenos resultados, sobre todo con perros salvajes, siempre que uno no tenga el viento en contra ni esté en un callejón sin salida, algo que ya le sucedió en el pasado, pero solo una vez. Thomas Michael Keen aprende rápido.

    Avanza en silencio hacia la cocina mientras quita el seguro de la boquilla del espray y lo alza hacia el intruso. Se asoma por el ­borde de la puerta. La cocina está hecha un cristo. Armarios abiertos de par en par. Comida desparramada por el suelo. La mujer que le echó la bronca en el césped no dejaría su casa así ni de broma.

    El rostro de un bandido peludo asoma desde detrás de una de las puertas del armario con la boca pringada de sangre brillante. TK suelta una palabrota. Y entonces el mapache continúa lamiendo la mermelada de frambuesa del suelo, entre los restos destrozados del tarro que la contenía.

    —¡Vete! ¡Tira! ¡Fuera de aquí!

    El mapache alza la cabeza y lo observa. TK se abalanza sobre el animal agitando los brazos y gritando.

    —¡Mueve ese culo peludo!

    Se encrespa, luego se lo piensa mejor y corre hacia la trampilla del gato. Una corriente de aire frío y un golpe seco del plástico y ya está fuera, huyendo en plena madrugada para salvar el pellejo. Y ahora ambos tienen una historia que contar.

    Por un momento, TK se plantea volver a meterse bajo la mesa y dormirse de nuevo hasta que el sol haya salido del todo, pero el subidón de adrenalina que le ha dado por culpa del puñetero bichejo se lo impide.

    Con la estúpida esperanza de que sea de gas y no eléctrica, prueba los fogones por si puede hacerse una taza de café. Por desgracia, es eléctrica (probablemente venía instalada ya en la casa). Si logra desconectarla y encontrar la manera de transportarla hasta la chatarrería igual se saca cincuenta pavos. Ya está catalogando mentalmente.

    Pero uno necesita su chute de cafeína, así que engulle una cucharada de café instantáneo mezclado con azúcar moreno y lo hace bajar con un trago de agua. El grifo espurrea y resuella de un modo inquietante. El ayuntamiento debe de haberla cortado también. Porque, de lo contrario, una casa con tres niños como esta seguramente cuenta con un depósito de buen tamaño, agua de sobra para lavarse, afeitarse y tirar de la cadena después de hacer lo que haya que hacer. Hay que vivir en la calle para apreciar la decadencia pura de un inodoro de blanca porcelana provisto de cadena.

    Una vez, a los trece años, fue casero y el mayor de los drogatas. Se mudó a un edificio abandonado, arrancó los tablones, puso cortinas, cortó el césped, acordó darle una parte a una agradable señora china para que se pasase una vez a la semana a cobrar el alquiler, porque ¿quién iba a pagarle a un niño? Aprendió de un viejo electricista los rudimentos para pinchar la corriente sin freírse como un huevo, y llenaban cubos de agua con la manguera del jardín cuando los vecinos estaban fuera. La cosa fue sobre ruedas mientras sus inquilinos guardaron las apariencias y cuidaron del lugar, pero no puedes esperar que una pandilla de drogatas no joda algo bueno. Al final comenzaron a montar fiestas en el césped de delante, los vecinos llamaron a la policía y tuvieron que abandonar aquel abandominio.

    Tenía la intención de empezar desde cero en cualquier otro lugar y entonces fue cuando mataron a su madre, se desangró en sus brazos y el sistema de justicia lo puso a él fuera de circulación. Diez años seguidos y luego venga a entrar y salir. La cárcel es como la priva, un hábito difícil de dejar. Solía ahogar las penas con cualquier cosa que tuviera a mano, lo que terminaba metiéndolo de nuevo en problemas. Ahora sabe cómo blindarse la sesera, igual que las ventanas selladas con tablones.

    TK hurga en los armarios de la cocina hasta que encuentra un montón de bolsas de basura negras y entonces se dirige al piso de arriba para explorar cada habitación con cuidado. Han hecho el equipaje con prisas, dejándose prendas de ropa en los percheros y tiradas por el suelo. Lo dobla todo y lo mete en bolsas. Un montón para él, otro para enviar a Florrie, lo que sobra para que Ramón rebusque y el resto lo llevarán a la iglesia.

    Se prueba una camisa de franela, pero las mangas son demasiado cortas. Lo mismo le sucede con una americana. Es lo que tiene ser tan grandullón. Pero un par de zapatillas rojas que se encuentra dentro de una caja al fondo del ropero le entran bastante bien. Y tampoco es que les pase nada, están prácticamente nuevas, aparte de una mancha negra de aceite en la puntera de la derecha. Se las mete bajo la axila y amontona juguetes rotos, toallitas para bebés, un tubo medio lleno de pomada para la irritación del culito (cuando uno está en plena campaña de recuperación de bienes todo está medio lleno) y los echa en una de las bolsas.

    Lo único que le hace falta es un golpe de suerte. Encontrar esa casa que alberga un maletín repleto de dinero. Probablemente podría comprarle esta propiedad al banco por ¿cuánto?, ¿diez de los grandes? Tal vez menos, en este barrio. Arreglarlo, traer aquí a su hermana, llenarlo de amigotes, en esta ocasión con todas las de la ley.

    Dicen que las posesiones te atan, pero a lo mejor no te atan tanto, basta con echarle un vistazo a esta ciudad. La suma total de sus pertenencias cabe en una caja de zapatos. Fotos, un mapa de África, unas gafas para leer, sus medallas de Alcohólicos Anónimos y una casete de sesenta minutos en la que habla su familia, grabada antes de que muriese su hermano pequeño. Las casetes acaban por estropearse. Es consciente de que debería digitalizarla. Sabe algo de ordenadores, es un hombre hecho a sí mismo, pero el reverendo Alan le prometió que lo enviaría a un curso de verdad y eso es lo primero que va a pedir que le enseñen a hacer. Fotografías, voces... esas son las cosas a las que te aferras cuando pierdes la conexión con la gente y no a unas zapatillas chulas o a una tele enorme.

    Un repentino golpeteo en la puerta de abajo casi lo hace cagarse en los pantalones, y ni siquiera ha tenido oportunidad de usar las instalaciones todavía. Quizá la familia ha cambiado de idea y ha enviado a la policía. A los polis

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