Colmillos
Por Salvador Macip y Sebastià Roig
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Pero Vicente verá que nada de esto es, ni de lejos, lo peor que le puede pasar. Pronto oirá hablar de unas misteriosas criaturas, salvajes y asesinas, que acosan las instalaciones. Y que sus compañeros de campamento no son mucho más que pura carne de cañón.
Salvador Macip
Salvador Macip (Blanes, 1970) es doctor en Medicina y Cirugía por la Universidad de Barcelona y trabajó nueve años en el Hospital Mount Sinai de Nueva York. Actualmente dirige un laboratorio en la Universidad de Leicester y es profesor de la Universitat Oberta de Catalunya. Es autor de libros como Las grandes epidemias modernas (2010) y Enemigos microscópicos (2016). Ha recibido el XIX Premio Europeo de Divulgación Científica.
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Colmillos - Salvador Macip
TRADUCCIÓN DE YOLANDA PORTER
Un jurado formado por Sebastià Alzamora, Francesc Miralles, Ricard Ruiz, Marta Luna y Olga Federico concedió a esta obra el 37º premio Joaquim Ruyra de narrativa juvenil, convocado por Òmnium Cultural con la colaboración de la Fundació Enciclopèdia Catalana.
Primera edición: marzo de 2011
Primera edición digital: octubre de 2011
Diseño de cubierta: MBC
© Salvador Macip Maresma y Sebastià Roig Casamitjana, 2011, por el texto
Autores representados por Silvia Bastos, S.L. Agencia literaria
© Yolanda Porter, por la traducción
© Shutterstock, por las fotografías de cubierta
© La Galera, SAU Editorial, 2011
por la edición en lengua castellana
Luna roja es un sello de la editorial La Galera
La Galera, SAU Editorial
Josep Pla, 95 - 08019 Barcelona
www.editorial-lagalera.com
lagalera@grec.com
ISBN EPUB: 978-84-246-4262-4
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra queda rigurosamente prohibida y estará sometida a las sanciones establecidas por la ley. El editor faculta a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) para que pueda autorizar la fotocopia o el escaneado de algún fragmento a las personas que estén interesadas en ello.
A Nil y Pol, the next generation
Un hombre sin ética es una bestia salvaje
liberada en medio de la sociedad.
Albert Camus
Los efectos que consigue el castigo, tanto en personas como
en animales, son aumentar el miedo, agudizar el sentido del
ingenio y dominar los deseos. Por eso el castigo amansa a los
hombres, pero no los hace mejores.
Friedrich Nietzsche
PRÓLOGO
—Ahora—
Las fuerzas se le están agotando, pero sigue adelante.
Siente punzadas en el pecho, también en los brazos y los tobillos. La cabeza le da vueltas. No se detiene: no puede dejar que lo atrapen.
Las encinas han quedado atrás, justo a la entrada del pueblo. Encuentra el pequeño paseo medio desierto. Es demasiado pronto. Todo el mundo debe de estar aún durmiendo.
Atraviesa la avenida tan rápido como puede. Le fallan las fuerzas un momento, tropieza y está a punto de caerse.
Desde detrás de la ventana del bar, al fondo de la plazoleta, dos personas siguen la trayectoria errática del chico. El propietario, que prepara un café, y un cliente madrugador con pocas ganas de ir al trabajo.
El televisor emite un reportaje de animales salvajes sin que nadie le preste demasiada atención.
El cliente repiquetea sobre la barra con los dedos.
—¿Quién debe de ser ese payaso?
El dueño se encoge de hombros.
—Ni idea. Tiene mala pinta.
—Quizás es uno de esos okupas...
—¿Un okupa? ¿Aquí? Nah, los okupas son cosa de ciudad. Un colgado, eso es lo que es.
El chico se acerca tambaleándose a la terraza del bar. Resopla como un animal a punto de ser sacrificado. Se abre paso entre las mesas y las sillas como si no las viera. Tumba las que se encuentran en el camino invisible que se ha trazado.
Tiene el pelo, la frente y las mejillas cubiertos de un barro espeso. Lleva una camiseta de manga corta llena de rasgaduras y lamparones.
Se detiene a un palmo de la fachada y apoya la mano derecha en el cristal, como si buscara dónde agarrarse para no perder el equilibrio. Agotado, cierra los ojos.
El cansancio lo inunda de repente. Las piernas se le doblan y cae de espaldas. La huella de la mano queda marcada sobre el ventanal, el último testigo de un cuerpo que ha dicho basta.
Dentro del bar, los dos hombres pegan un salto.
—¡Hostias!
—Empezamos bien el día...
Salen corriendo a ayudarlo.
Cuando han conseguido que se siente en una silla de la terraza, encarada hacia el bar, el dueño saca el móvil y marca un número.
—Vamos, vamos...
Mientras, el cliente le da golpecitos en la cara. El chico abre los ojos poco a poco. Las órbitas son un mapa lleno de venas finas y rojas.
Los labios, cubiertos de costras blancas, parecen quemados por el sol. Las manchas de barro de los brazos no llegan a disimular una colección de moratones y llagas, arañazos y cortes con una pátina de sangre seca encima.
El hombre le ofrece un vaso de agua fresca.
—Toma, chaval. Te sentará bien.
El chico mira al vacío. Tiene dificultades para enfocar la figura que le está hablando. No hace ningún gesto para coger el vaso.
El dueño deja el móvil.
—Ahora mandan a alguien.
El chico cierra los ojos e inspira profundamente.
El municipal no tarda ni medio minuto en llegar. Saluda antes de agacharse al lado del joven exhausto. Le examina la cara magullada, las heridas y las marcas del cuerpo.
—Joder... Te has escapado de una buena, ¿eh? Tranquilo: en seguida te llevo a que te vea un médico.
A continuación le hace una serie de preguntas. Con un tono suave, mostrando preocupación por él. El chico ni lo oye.
Ante el muro de silencio que recibe como toda respuesta, el municipal se las repite. Con calma. Dos, tres, cuatro veces. Pero no puede arrancarle ni una sílaba. Como si le hubieran cosido la boca. Como si su mente estuviera en otro lugar.
Decide cambiar de estrategia. Le pide con firmeza que vacíe los bolsillos. Nada. La misma mirada ausente, catatónica, fija en el ventanal del bar.
El agente refunfuña y le revuelve los vaqueros rotos, sin que el chico oponga ninguna resistencia.
Acaba de inmediato. Solo encuentra un billete de avión arrugado. El nombre del viajero no se puede leer bien. Por mucho que se esfuerza, solo descifra algunas letras aisladas. No será suficiente.
—Solo Sólo quiero saber cómo te llamas...
No hay respuesta.
—¿Qué te ha pasado? ¿Quién te ha hecho esto?
Los ojos del chico parpadean, como si se hubiera despertado de repente. Esquivan los del municipal y se paran en un punto elevado, detrás de él. Alza las cejas sorprendido. Las pupilas se le ensanchan y empieza a temblar como un flan. Algo le ha alterado lo suficiente como para hacerle volver a la realidad.
El agente se vuelve intrigado. Los otros dos lo imitan.
En la tele del bar, unos jabalíes se pelean. Gruñen. Se muerden y se pegan zarpazos.
Un susurro sale por fin de los labios del muchacho.
—El bosque... El bosque está lleno...
LA LLEGADA
Uno
—Señores pasajeros, el comandante les informa que estamos a punto de aterrizar.
Vicent no presta atención. Los auriculares del iPhone lo mantienen sumergido en una pecera que ahoga todo lo que resuena a su alrededor.
Now the writing’s on a wall. It won’t go away. It’s an omen
Mira por la ventanilla. A medida que se acercan, el aeropuerto se engrandece a su izquierda. Las pistas, los hangares, la torre de control.
¡Ya era hora! ¿Cuánto hemos tardado? Echa un vistazo al Rolex. Cuarenta y siete minutos.
Reniega en voz baja. El viaje se le ha hecho eterno. Un vuelo sin primera clase, con asientos estrechos e incómodos.
—Por favor, abróchense los cinturones y asegúrense de que la bandeja esté plegada.
La azafata les hace señales desde el pasillo para que sigan las instrucciones. Vicent sonríe y finge hacerle caso.
Cuando la chica desaparece por el pasillo, saca una papelina del bolsillo. Dentro hay un puñado de pastillas blancas. Comprueba que no le mire nadie, coge un par y se las traga.
It won’t go away. It’s an omen. You just run out of automation. Now, now.
Cierra los ojos, abre los pulmones. El aire mil veces reciclado de la cabina que le entra por la nariz ya no le parece tan asfixiante. De repente se siente mucho mejor. Lo necesitaba.
Cuando vuelve a guardar la papelina, los dedos topan con el borde de una tarjeta de cartón.
—Informamos a los pasajeros que las maletas estarán disponibles para ser recogidas en breve en la sala 1. Saldrán por la cinta B. Sala 1, cinta B.
Coge la tarjeta y la lee otra vez.
LA FLORESTA
Centro educativo especial en plena naturaleza
Ninguna dirección. Ni una foto del centro. Solo un nombre y un teléfono de contacto.
Da igual. Da igual dónde esté, da igual el aspecto. Especial: eso es lo que cuenta. No es más que el eufemismo para otro de esos balnearios donde los padres con pasta aparcan a los hijos problemáticos cuando las escuelas cierran en verano.
Ya ha visitado unos cuantos. Solarios, playas privadas, pistas de pádel, gimnasios, hidromasajes. Prisiones envueltas en papel de regalo y lacitos. Prisiones donde no cuesta mucho aflojar los tornillos de los guardias. Unos cuantos billetes de cien y te dejan hacer lo que quieras. Incluso se convierten en tus siervos. Todo el mundo tiene un precio, lo sabe bien.
It won’t go away. It’s an omen. It’s an omen. It’s an omen.
Vicent se saca un auricular de la oreja.
—La hora local es la una y veinticinco minutos. La temperatura es de treinta y siete grados centígrados.
Frunce el entrecejo. Ojalá el centro no esté demasiado lejos. Se muere de ganas de tirarse de cabeza a la piscina. Es lo que haría si estuviera en su casa, si no lo hubieran obligado a venir hasta aquí.
Cada año la misma historia. Su padre le dice que debe internarlo porque no sabe qué hacer con él.
—Necesitas que alguien te enderece, Vicent. ¡A mí ya no me haces ni puto caso! Lo que necesitas es un poco de disciplina.
Disciplina... Vicent le replica que no se meterá en otro avión unas cuantas horas ni que le aten. Como el año de aquel colegio en Suiza. Le faltó muy poco para abrir la puerta del avión en pleno vuelo y saltar al vacío. Solo se paró cuando le inyectaron un sedante.
Su padre se pone rojo de la ira. Le dice que ya está bien con tanta historia, que hará lo que él le diga, que la claustrofobia esa es una enfermedad de maricones, que se le ha acabado utilizarla como excusa para todo. Vicent le responde: «Prefiero ser marica y no un putero como tú».
Su padre explota y pierde los papeles.
—¿Cómo te atreves a hablarme así, desgraciado? ¡Te estás ganando una buena somanta!
La madre, como siempre, se mete por medio e intenta calmarlo, antes de que coja un jarrón o un centro de mesa o lo que tenga más cerca y lo estampe contra el suelo. Vicent aprovecha para salir de la habitación.
Su padre sigue chillando como un energúmeno.
—Ya puedes ir preparando las maletas, ¿me oyes? ¡En esta casa todavía mando yo! ¡Si en el instituto estudiaras y te comportaras como una persona responsable, en verano podrías hacer lo que te saliera de los huevos!
La cabina se tambalea cuando las ruedas tocan el asfalto. Se agarra fuerte al asiento. Los aterrizajes no le gustan nada.
—Les agradecemos que hayan volado con nosotros y esperamos volver a verlos pronto.
«¡Y un rábano!», piensa Vicent mientras coge la mochila y sale del avión tan rápido como puede.
Se mete entre el rebaño de turistas que entra en la terminal, procurando evitar el contacto físico con ninguno de ellos. No se esfuerza mucho en disimular el asco que le provocan.
Le parece mentira que un aeropuerto de provincias pueda estar tan saturado, tan lleno de desgraciados que vienen a emborracharse por cuatro céntimos, convencidos de que así borrarán la mediocridad que los define.
Imbéciles...
Se les ve venir a la legua. Un grupo de hooligans sin estilo: camisetas baratas y llamativas, bermudas, chanclas con calcetines. Olor a cebolla y cerveza. Se le revuelve el estómago. Se tranquiliza pensando que si alguno de estos gamberros se acerca a medio kilómetro de La Floresta, los de seguridad lo dejarán como un colador.
Se deja llevar por la escalera mecánica hacia el piso superior y se cuelga la mochila a la espalda. Le resulta extraño ir cargado con una bolsa tan vacía. Su madre es inflexible en cuestiones de equipaje: no para hasta que le llena la maleta con montañas de ropa. Menos esta vez. Deben de ser las normas del centro, seguro. No importa: la VISA que lleva en la cartera le permitirá comprar todo lo que necesite.
Las puertas automáticas de la salida se abren con una sacudida ruidosa. Entra en un vestíbulo de diseño que se nota que acaban de remodelar. Paredes de vidrio, luces artificiales, columnas metálicas y carteles de bienvenida en muchos idiomas.
Vicent mira a derecha e izquierda. Busca su contacto entre aquella marejada de abrazos y besos, de acentos extranjeros, incesantes estallidos de flashes, bolsos y botellas de vino.
Entonces ve al hombre que lo espera: alto y delgado, despeinado, sin afeitar. Su cabellera oscura y retorcida parece postiza, como una peluca barata. A medida que se acerca se da cuenta de que, efectivamente, lo es. Vicent piensa que