El anticuento
Por Óscar Rodrigo
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***OFERTA ESPECIAL LANZAMIENTO***
BESTSELLER MUNDIAL
Divertida, descarada y original
Esta es la historia de los personajes de cuentos tradicionales que todos conocemos desde nuestra infancia. Ellos viven en la sociedad del siglo XXI como cualquier persona normal y se verán involucrados en la que será una aventura sin precedentes en la que está en juego su propia existencia y el rescate de unos inocentes niños.
Puro entretenimiento.
LOS LECTORES DE TODO EL MUNDO HAN DICHO...
"Divertidísimo, sorprendente, y con un ritmo que te engancha desde la primera página. Una lectura obligada para todos".
"¡Impresionantemente interesante! Es una lectura muy, muy estupenda que te mantendrá entretenido a lo largo de todo el libro".
" Es una novela de género fantástico con altas dosis de humor y aventura. ¡No podrás parar de leer! Recomendable para pasar un buen rato y echarse unas risas. ¡Quién dijo que leer es aburrido!".
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El anticuento - Óscar Rodrigo
La llamada
En algún lugar de Chinatown, New York City. 9:30 AM.
NEW YORK TIMES, 4 nov. 2018. «En la noche de ayer, 3 de noviembre, desaparecieron 150 niños de la localidad de Hamlin, Condado de Monroe, NY. Nadie sabe el motivo de la misteriosa desaparición de absolutamente todos los infantes menores de 5 años. Se sospecha de la intervención de alguna sociedad criminal que lleva a cabo el rapto de menores para no se sabe todavía qué fines. La policía del condado, junto a un equipo de investigación de la ciudad de Nueva York, está llevando a cabo tan misterioso e inquietante suceso.»
Blanca apuraba su café macchiato en la cafetería de moda mientras tiraba a la basura el ejemplar del New York Times negando con la cabeza una y otra vez. No se lo podía creer, después de tanto tiempo iba a tener que reunirse de nuevo con «la pandilla», como ella llamaba al resto de los muchachos.
La sensación de alarma era inequívoca. Una fuerte migraña en la sien izquierda iba a acabar con ella. Antes de asistir al lugar estipulado para «la reunión» tenía que hacer unas cuantas cosas.
Tiró el aguado macchiato a la papelera y se encaminó al laboratorio.
Abrió las puertas del enorme semisótano como si fuera la reina del lugar… bueno, en realidad lo era. Todos giraron sus miradas hacia ella: cabello negro cortado a lo garçon, ojos verdes enormes y andar seguro y duro. Camisa rojo sangre y pantalón negro, con largos tacones, como a ella le gustaba. Volvieron sus ojos de nuevo a los juegos de probetas, recipientes con distintos alcaloides, ácido sulfúrico, etc…
―Hola chicos. ¿Qué? ¿Cómo va la primera lechada, Angie? ―se interesó Blanca.
―Bueno, va todo según lo previsto. En dos días la podremos colocar en el mercado. Tenemos mejor equipo que el año pasado. Menudo desastre con Ling Pao. Casi hace que nos metan en la cárcel a todos.
―¡Chssssh, pero qué dices, loca! ¡Quieres bajar la voz, se van a asustar! Y con lo que cuesta encontrar un buen equipo. ¡Augh!
―¿Qué te ocurre? ¿Te encuentras bien? Estás pálida.
―No, es solo la migraña, que esta vez me está dando duro. Hacía siglos que no la sentía así ―explicó Blanca.
―Tómate dos días libres. Esto lo tenemos bajo control. Sabes que hasta el fin de producción en dos días no tienes mucho que hacer aquí y… ¡qué diablos, eres la jefa! Anda, yo me ocuparé mientras tanto. Pero métete en camita y te recuperas. ¡Eh! ¡Nada de pendonear en el casino! ¡Qué te conozco! ―decía Angie como regañando a una hermana pequeña agitando su dedo índice ante la cara de Blanca.
―Vale, valeee… supongo que tienes razón. Me tomaré esos dos días de aburrido descanso en camita ―se quejó mirando al suelo la jefa.
El truco había surgido efecto. Mezclar algo de verdad para salirse con la suya, omitiendo sus verdaderas intenciones. Era cierto que tenía migraña, pero para nada necesitaba descanso. Simplemente tomaría esos dos días para viajar a aquella casa en Woodstock, norte de Nueva York, para asistir a la convocatoria del grupo. No tuvo que dar más explicaciones. Además, como había dicho su amiga del alma, Angie: «¡Qué diablos, soy la jefa!».
A apenas una milla de distancia, en el mismo Manhattan, se encontraba la jefatura de policía número 17. Y en ella el inspector Danny Yeo. Neoyorkino asiático de 34 años, bien plantado, fibroso y expresivo. Su abuela siempre le decía que debía haber sido actor, que era más guapo que ese Keanu Reeves.
―A ver si lo entiendo, Mike. ¿Me voy a ocupar de la investigación de la desaparición de los niños de Hamlin de hace dos días?
―Sí, Danny. Y no hace falta que te diga que este puede ser el paso definitivo para promocionarte.
―¡Pero si dos días no dan si quiera para abrir una investigación! Algo muy gordo se cuece aquí y no me lo quieres contar.
―Órdenes de arriba. No es cosa mía, niño ―le soltó el orondo jefe de policía Mike O’Really. Un pelirrojo con cara de bonachón amante de la cerveza negra, pero que dominaba ese lado de la isla con puño de acero. Tenía como «apadrinado» al bueno de Danny… con sus pros y sus contras para el más joven de los dos.
―En fin, no creo que me vayas a dar mucha más información. ¿Este es el informe? ―preguntó Danny recogiendo un archivo de la mesa―. ¿Quién es el primer contacto en ese idílico pueblo del interior?
―Ahí lo tienes todo, pájaro. Anda, no seas vago y léetelo esta vez en lugar de campar a tus anchas por el pueblo como un turista despistado.
―¡Vale, tío, vale! Ya me voy. Suerte con tus Celtics. Lo tienen jodido esta noche contra San Antonio ―dijo Danny guiñándole un ojo.
―Vete de aquí de una vez ―así lo hizo Danny sonriendo al irlandés.
Lo primero que hizo Danny al entrar a su estupendo loft recién heredado fue deshacerse de su Smith and Wesson 44 Remington, descalzarse las Nike de tenis y calzarse una cerveza Guiness tostada… Mike le había aficionado a aquello. «Pocas cosas eran más extravagantes que ver a un asiático beber la cerveza negra por excelencia de Irlanda». Le solía decir Mike. Abrió el informe al azar:
«Pueblo de Hamlin en el Condado de Monroe, Nueva York». Decía el papel. «150 niños desaparecidos con edades comprendidas entre los cinco y un año de edad. No hay pistas del autor del secuestro masivo. Se sospecha de una organización internacional de trata de blancas». ¿Trata de blancas secuestrando prácticamente bebes? Eso no hay quien se lo crea. Nadie había pedido rescate... bla, bla, bla… Estaban más perdidos que Justin Bieber en una plantación de marihuana.
Ese caso no era coser y cantar. Había algo más detrás. Su instinto de poli le advertía, pero no alcanzaba a vislumbrar una respuesta. A la mañana siguiente se pondría en marcha hacia la localidad.
A algo más de cien millas de distancia, en Woodstock, se encontraba la joven Sara, que preparaba la cabaña para los invitados especiales que estaban por llegar al día siguiente. De repente se golpeó el dedo gordo del pie contra la pata de la cama que estaba preparando…
―¡Ay, joder, me cagüen la puta de oros, la madre que la parió! ―decía a voz en grito la chavala. El gato Flynn miraba hastiado aquella manera de gritar de su ama.
Al mismo tiempo, en el Venetian Resort Hotel de Las Vegas:
―Vamos, preciosa. Uno solo. ¿Qué te cuesta? No lo entiendo, puedes hacer todas esas cosas, pero un besito en la boca te parece excesivo. No hay quien te entienda chica. Pero estás tan rica que pagaré el precio gustosamente ―dijo el cliente a la prostituta de lujo.
―Señor Tanner, ya se lo dije hace dos horas, antes de la cena. Nada de besos en el servicio contratado.
―¡Hay que joderse! Hablas como una comercial de una empresa internacional y eres una simple pu… ―No llegó a terminar la frase, la señorita Rojas le soltó un guantazo que le hizo cerrar la boca todo sorprendido.
―Ahora pórtese como un caballero y sírvame una copa.
El señor Tanner, cincuentón oriundo de Dallas aunque residente en Manhattan, en viaje de negocios no lo dudó y obedeció como un niño bueno alcanzándole una copa de champán a la joven rubia. Cualquiera diría que le iba el papel de sumiso con Caperu.
―Aggh… no, ¡por Dios! ―se quejó Caperu.
―¿Qué ocurre chica? ¿Te encuentras bien? ―se interesó el tejano.
―No… ¡augh! ―la sensual Caperu empezaba a atar cabos. Aquella migraña tan fuerte hacía años que no la sentía y solo podía significar una cosa: había que reunirse con «el grupo» por algo urgente que había pasado.
―Oye, por cierto, ¿qué tipo de nombre es Caperu?
―Rumano ―dijo ella recogiendo su bolso y sujetándose la cabeza con la otra mano.
―¿Pero dónde te crees que vas, tía? ¿Y yo qué?
―Tome su dinero, tengo que irme. Es urgente.
―¿Pero qué te has creído? ¡Esto no funciona así! Nadie rechaza de esa manera a Tadeus Tanner ―aseguró el tipo agarrando fuertemente a Caperu por el antebrazo.
―¡Suélteme, está loco! Se lo advierto ―soltó el bombón.
―¿O si no qu...? ―apenas había terminado la frase Caperu le propinó un puñetazo que hizo volar literalmente por los aires a Tanner hasta estamparse ruidosamente contra la alfombra, inconsciente.
La señorita Rojas salió resueltamente por la puerta del hotel hacia su apartamento para preparar un pequeño equipaje y viajar al encuentro del grupo en la cabaña de Woodstock, Nueva York.
En la misma ciudad de Nueva York, en una oficina de seguros de Lexington, la manager recibía una llamada desde algún lugar al norte del estado.
―¿Cómo va todo? Veo que lo volviste a hacer. Después de tanto tiempo. Eso tiene su mérito ―reconoció a su interlocutor, la señora Witch.
―Gracias. Aún mantengo mi encanto, por lo que parece ―le contestó un señor a la mujer.
―Siempre tan serio y reservado. ¿Sabes que ninguno de los chicos te ha podido seguir la pista ni de cerca en todos estos años? Es increíble.
―Si, Bana. No parece que tengan muchas luces. A parte de mi talento, claro está.
―Menos lobos, señor Duhamel. Pero reconozco que se necesitan arrestos para perpetrar la misma fechoría de 1284, y además en un lugar que lleva el mismo nombre, en pleno siglo XXI. A parte de tener al grupo bastante cerca de ti ―reconoció Bana Witch.
―Si bueno, basta de halagos. Yo no vivo de eso. Y nada de nombres por teléfono. En esta jodida ciudad nunca sabe uno quien está escuchando. Hablamos otro día.
―Muy bien Piper, cuídate y… dale un beso a los niños de mi parte... ja, ja, ja…, a todos… Yo mientras tanto me pondré en contacto con Wolff.
Piper Duhamel colgó el teléfono con ganas de estampárselo a aquella bruja en la cara. Ella había dado su nombre completo en apenas cinco minutos al teléfono. Y para colmo iba a llamar a aquel vejestorio acabado y enfermo, Wolff. ¡En qué les iba a ayudar aquel despojo! En 757 años no había visto un tipo más calamitoso que aquel.
En ese instante, en algún lugar del Bronx.
En plena lluvia, un señor pasada ya la cincuentena, se protegía torpemente del tiempo bajo su gabardina con olor a Jack Daniels mientras contaba el dinero de una billetera sustraída cuchillo en mano. A la antigua usanza. A Andrew Wolff le gustaba fantasear con que era un caballero con clase, con su largo mostacho prusiano, como lo eran las personas en su época de juventud. Ya nada era igual. Hasta una chica de apenas 18 años le soltó un guantazo mientras Andrew trataba de arrebatarle el iPhone, lanzándole toda clase de improperios que había dejado paralizado al maduro maleante a la vez que ella recuperaba su «manzanita electrónica mordisqueada». El honorable oficio de atracador de caminos ya no es lo que era. El mundo se había transformado en una parodia de una parodia de una parodia de lo que él había vivido en sus años mozos… Pero claro, de eso había pasado mucho tiempo. Ya ni siquiera destrozaba el cuello a sus víctimas a bocados. Él mismo era un esperpento de lo que fue. Pero aquella fuerte migraña que lo había hecho tambalearse mientras contaba el dinero le hizo recuperar esperanzas sobre volver a ser el mismo que fue. El grupo estaba reunido, no cabía duda.
CAPÍTULO 2
La reunión
Aquella lluvia no era normal… a Danny le pareció como un presagio terrible de lo que estaba por acontecer. Así lo habría pensado su querida abuela. No se quitaba de la cabeza el caso asignado. Como era costumbre estaba empezando a obsesionarse, lo cual hacía despertar sus sentidos de sabueso por encima de lo que sus colegas estimaban como una «intuición normal» de investigador. Demasiados niños desaparecidos de un mismo entorno al mismo tiempo. En aquello había algo inusual. Algo fuera de todo conocimiento humano que casi nadie podía llegar a concebir. Aquel secuestro masivo estaba fuera de lo humanamente posible. ¡Y sin testigos! Un escalofrío le recorrió el cuerpo. El cosquilleo había comenzado… estaba emocionalmente inmerso… algo nada recomendable para un investigador.
―¡Flshhh, taxi! ―silbó Danny. Allí le aguardaba el conductor de Uber. No le apetecía conducir cinco horas hasta llegar a aquella localidad de Hamlin, y menos con ese temporal. Una vez allí alquilaría un vehículo.
―Señor Yeo, ¿verdad? Adelante, suba.
―Sí, gracias. Disculpe, ¿no va a abrir el maletero para que ponga mi equipaje ahí? ―preguntó Danny.
―Verá, aparte de que hace un frío que pela y la lluvia, tengo un gripazo tremendo. ¿No querrá que conduzca enfermo durante cinco horas verdad? Podría ponerle en peligro ―dijo el señor Advocaat guiñando un ojo. Esto hizo entender a Danny que aquel sinvergüenza no iba a mover un dedo. El inspector se bajó del Toyota Camry y guardó su maleta empapándose hasta las trancas.
―Gracias, muchas gracias por preocuparse por mi seguridad señor… ―dijo Danny no sin cierto sarcasmo.
―Advocaat, Cat Advocaat. Para servirle a Dios y a usted ―dijo el chófer sonriendo y mostrando un colmillo de oro más largo de lo habitual.
A Danny le chocó que aquel tipo se llamase «CAT». En verdad tenía una cara gatuna. Con aquel bigotillo alargado. Casi podía escucharlo ronronear frente al volante.
―Bonitas botas por cierto… ¿Es serpiente? ―quiso saber Danny.
―Cocodrilo, señor mío. Gracias. Las tengo desde hace mucho, forman parte de mí. ¡Aughhmmiauu!
―¡Qué coj...! ¿Está usted bien? ―preguntó Danny. El coche había dado un bandazo a la derecha bruscamente, pero Cat había recuperado el rumbo. ¿Aquel tipo había maullado? Danny no estaba seguro. El conductor se estaba sujetando la sien izquierda.
―¡Augh! Esto… sí, sí... no se preocupe, es una fuerte migraña. Hacía tiempo que no me ocurría ―dijo el taxista de origen holandés con ojos desorbitados. Algo pasaba por su cabeza…
Un par de horas después pararon el coche en un dinner de carretera a reponer fuerzas. Danny tomó asiento mientras Cat volvía del baño. Ciertamente que era todo un personaje aquel taxista de Uber. Muy bajito, camisa verde como de seda, un chalequito, una gorra con visera, bigotito rubio igual que él, entrado en los cuarenta, vaqueros y unas botas demasiado altas para un tipo tan pequeño. Pareciera que se las había robado a alguien y no eran de su talla. Y un mondadientes del que no se separaba en ningún momento.
―¿Qué… qué desea tomar señor Advocaat?
―Llámeme Cat si le parece. Es un viaje muy largo. Esto... leche fría, sin azúcar ni café ni nada más ―pidió Cat sacándose el palillo de la boca.
―Muy… muy bien. Con que leche... ok.
En Woodstock comenzaban a llegar los primeros invitados.
―¡Hola Sara! ¿Cómo te va? –dijeron los tres sujetos que llegaron.
―¡Hola chicos! ¿Cuánto tiempo ha pasado, dos, tres años? ―preguntó Sara Punzel. Eran tres tipos trajeados con suits de calidad, bastante parecidos entre sí pues eran hermanos, regordetes y con las mejillas sonrosadas, signo del buen yantar al que estaban habituados. Rondaban la treintena. Tino, Pino y Nino.
―Yo diría que más de un siglo. La última vez sí que fue por algo gordo. Caray Sara, nunca me cansaré de admirar esa maravillosa cabellera que Dios te ha dado. ¡Es impresionante! ¿Tienes idea de qué ha sido en esta ocasión lo que ha ocasionado la llamada? ―dijo el más bajito de los tres tipos.
―Apenas he tenido un momento para hablar con Blanca o Isabella. Parece que la primera tiene