Noche de aficionados
Por Jack London
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El conjunto de relatos de La invasión y otros terrorismos reúne una muestra relevante de la literatura que ha hecho de Jack London uno de los mejores narradores norteamericanos del siglo XX. Es difícil no asombrarse con el espléndido relato de política-ficción de 'La invasión' (publicado por primera vez en 1910), en el que London predice no solo la explosión demográfica de China sino la guerra bioquímica, hechos que la historia se ha encargado de hacer realidad. O no estremecerse con la que frialdad con que el ladrón de pieles Subienkow burla el brutal destino que Makamuk le tiene reservado en el relato 'Cara Caída'. Como imposible dejar a medias el relato 'Los hijos de Midas', que relata el terrible -y elegante- chantaje con el que una implacable organización secreta lleva una peculiar y efectiva lucha de clases hasta las últimas consecuencias. Y así podríamos hablar de todos y cada uno de los seis relatos, y la interesante autobiografía,
que configuran este volumen.
El lector que aún tenga la suerte de no conocer a Jack London tiene la gran oportunidad de entregarse a su literatura en este libro. Que no se espante el lector que teme a los clásicos o considera obsoleta la obra de Jack London, pues sigue perfectamente viva, tanto, que no descartamos que el lector se estremezca de placer ante el ingenio y la capacidad de anticipación de estos relatos.
Jack London
Jack London nació en San Francisco en 1876, hijo ilegítimo de un astrólogo ambulante que pronto los abandonaría a él y a su madre, una joven «huida» de una acomodada familia de Ohio. Poco después de dar a luz, la madre se casó con John London, carpintero y vigilante jurado entre otros oficios, de quien el hijo tomaría el apellido. Jack dejó el colegio a los trece años, y desde entonces hasta los veintisiete, edad en la que se consagraría como escritor, su juventud fue inquieta y agitada: sus biógrafos y él mismo convertirían en leyenda sus múltiples trabajos y vagabundeos, de ladrón de ostras a buscador de oro en Alaska, así como su visionaria vocación política, formalizada con su ingreso en 1896 en el Partido Socialista de los Trabajadores. En 1903 publicó un reportaje sobre el proletariado del East End londinense, Gente del abismo, y La llamada de la selva, que le lanzó a la fama. Su experiencia marinera fue la base de El lobo de mar (1904), otro gran éxito, y a partir de entonces publicó asiduamente narrativa y ensayos, pronunció conferencias por todo el mundo y emprendió nuevos viajes. De uno de ellos nació un ciclo sobre los Mares del Sur, al que pertenecen los cuentos de La casa del orgullo (1909; ALBA CLÁSICA núm. ). Son de especial interés sus textos autobiográficos, la novela (1909) y las «memorias alcohólicas» de John Barleycorn (1913). London murió de una sobredosis de morfina y atropina en su rancho californiano, en 1916.
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Noche de aficionados - Jack London
Noche de aficionados
El chico del ascensor se sonrió. Al subirla, poco antes, había notado en ella el brillo de los ojos y el color de las mejillas, y la pequeña cámara parecía iluminada por el resplandor de su mal contenida impaciencia; pero ahora, al descender, el ascensor era un frigorífico; brillo y color habían desaparecido, y bajaba pensativa denotando en sus ojos, casi cerrados, frialdad y enojo.
Oh, ya conocía los síntomas. Era buen observador y hasta soñaba alimentando la idea de hacerse reportero algún día; entre tanto, estudiaba la procesión de la vida que subía y bajaba en su ascensor los dieciocho pisos del rascacielos.
El muchacho le abrió la puerta amablemente, casi con ternura, y observó cómo marchaba deprisa calle abajo. Había en su andar una firmeza, una energía, que traslucía a las claras su carácter más de campo que de ciudad, pero con más finura que el ordinario; una delicadeza vigorosa, que podríamos llamar virilidad femenina, acaso herencia de aventureros y combatientes, de individuos que trabajaron mucho con el cerebro y con las manos; como la esencia de una actividad ultramoderna transmitida por misteriosas encarnaciones a través de las nieblas del tiempo.
Iba un poco enfadada y un mucho molesta, pues antes de haber podido acabar de exponer sus pretensiones en la tan esperada entrevista con el director, este le había interrumpido cortés, pero fríamente.
—Ya sé donde va usted a parar —le había dicho—. Usted no ha sido nunca