Y de repente tú
Por Lola Rey Gómez
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Tras dos infelices años, Robert muere y Anna cree que por fin podrá reencontrar el amor junto a Peter. Sin embargo, la vida le tiene preparada una amarga sorpresa. El pacto firmado por su familia la compromete a casarse con su cuñado, Ralph Hollway, a quien jamás ha visto. A pesar de que ella se opone totalmente al matrimonio, las alianzas pueden más, y sus súplicas caen en saco roto. No obstante, lo que empieza siendo una condena acabará convirtiéndose en una historia de amor marcada por el deseo y la atracción.
Lola Rey Gómez
Lola Rey nació en Málaga, aunque ha pasado gran parte de su vida en Melilla. Es autora de las novelas El final del invierno y Escándalo. Fue elegida autora revelación española del 2011 por las lectoras de la revista RomanTica’S y quedó segunda en la misma categoría en los premios que organiza la web El Rincón de la Novela Romántica. Además de la lectura y la escritura, le encanta compartir sus ratos libres con su familia y amigos y el contacto con la naturaleza. En la actualidad vive en Los Barrios, Cádiz, junto a su marido y sus dos hijos, y trabaja como maestra en un colegio de la localidad. Para más información de la autora: lolareygomez.blogspot.com
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Y de repente tú - Lola Rey Gómez
Índice
Portada
Biografía
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Epílogo
Créditos
Biografía
autora.jpgLola Rey nació en Málaga, aunque ha pasado gran parte de su vida en Melilla. Es autora de las novelas El final del invierno y Escándalo. Fue elegida autora revelación española del 2011 por las lectoras de la revista RomanTica’S y quedó segunda en la misma categoría en los premios que organiza la web El Rincón de la Novela Romántica.
Además de la lectura y la escritura, le encanta compartir sus ratos libres con su familia y amigos y el contacto con la naturaleza. En la actualidad vive en Los Barrios, Cádiz, junto a su marido y sus dos hijos, y trabaja como maestra en un colegio de la localidad.
Prólogo
Maidstone (Inglaterra), 1847
La voz del señor Everling rompió el silencio especulativo en el que se habían sumido los hombres que se encontraban reunidos en el amplio despacho del marqués de Cornway. Éste mantenía sus manos unidas a la espalda y escuchaba atentamente la lectura del documento que el señor Benson y él acababan de firmar. En ese momento, el señor Everling leyó la cláusula final:
—Y para que este acuerdo tenga validez legal, será necesario el nacimiento de un hijo varón de la unión de ambas familias.
Esa cláusula, impuesta por el señor Benson, obligaba al marqués de Cornway a unir su nombre y su casa a los de una familia de inferior categoría, perteneciente a la pequeña nobleza rural. Las propiedades del señor Benson colindaban con las suyas y además el hombre poseía un par de molinos que al marqués le permitirían ahorrar mucho dinero gracias al trato que habían firmado, ya que su plantación incluía grandes cultivos de cereal. A pesar de que durante muchos años había tratado de comprar los molinos al señor Benson, éste siempre se había negado, consciente de que, tarde o temprano, podría sacar mayor beneficio de ellos si tenía paciencia: el tiempo le había dado la razón. El aristócrata había estudiado junto a los más reputados ingenieros de su tiempo la posibilidad de construir al menos un molino en su finca, pero el río perdía fuerza al pasar por sus tierras y el poco caudal hacía inviable la construcción.
El marqués de Cornway apretó los labios hasta convertirlos en una fina línea mientras observaba los ojillos mezquinos de su futuro consuegro brillar con ambición; notando cómo el desagrado se apoderaba de él, trató de tranquilizarse diciéndose a sí mismo que no salía malparado del acuerdo: ganaba el derecho de por vida a utilizar los molinos y anexionaba la propiedad para sus descendientes, y además había encontrado una esposa para su hijo Robert. Éste no había mostrado ningún interés hacia el matrimonio, ninguna inquietud por formar una familia y proporcionar así un heredero al título; en realidad, se pasaba el día haraganeando y llevaba una vida casi contemplativa. Se preguntó de manera fugaz cómo sería la hija menor del señor Benson; esperaba que resultase más agraciada que su padre, de modo que pudiera despertar algo de interés en su apático hijo mayor.
El señor Everling finalizó la lectura del documento, y tras confirmar la aprobación de las dos partes interesadas, se selló el trato con un apretón de manos. La euforia que el señor Benson sentía por el provechoso acuerdo al que habían llegado, con el que conseguía no sólo una sustanciosa suma económica sino además, y principalmente, unir su apellido al del marqués de Cornway, no le impidió inquietarse levemente al pensar en la reacción de Anna cuando le comunicase la noticia. De sus tres hijas, era la más introvertida y rebelde, pero también la más hermosa y la única que aún permanecía soltera. Finalmente, decidió que poco importarían sus quejas y lamentos; el matrimonio con el futuro marqués de Cornway superaría con creces los matrimonios realizados por sus hermanas, y ella acabaría apreciando las ventajas de esa unión.
Algunos días más tarde
Anna miraba a Peter con la angustia reflejada en sus almendrados ojos negros. Las pequeñas piedras y los nudos de la descuidada hierba se clavaban inmisericordes en sus muslos pero ella apenas los sentía, atenta como estaba a la expresión del único hombre al que había amado en su vida.
El paisaje era bucólico. La primavera había irrumpido en el condado de Kent con tanta exuberancia que los pájaros y los insectos enloquecían atraídos por la fragancia de cientos de capullos en flor, y allí, donde las dos figuras se encontraban tristes y deprimidas desafiando con su apatía el entorno que despertaba rebosante de vida tras el duro invierno, se oía el ruido del arroyo que se encontraba a sus pies.
Nada de eso era percibido ni por Anna ni por Peter, ambos sumidos en la más oscura de las desesperaciones. El hombre acariciaba rítmica y nerviosamente los nudillos de la joven como resistiéndose a soltarla, a dejarla ir tan lejos y tan definitivamente de su lado. Se amaban desde que tenían uso de razón; se habían dado el que había sido el primer beso para ambos, habían sentido a un tiempo el despertar del deseo, habían compartido sueños e ilusiones, y sobre todo, habían creído con la inconsciencia y la seguridad que sólo da la juventud que estarían siempre juntos. Anna estaba segura de llevar al menos diez de sus diecinueve años de vida amando a Peter Coupland, y la posibilidad de perderlo le resultaba insoportable.
—¡Escapémonos!
Los ardientes ojos negros taladraban ansiosos el rostro de Peter, buscando en su expresión algo que apoyara la decisión que había tomado.
Peter observó con infinita tristeza a Anna, mientras pensaba que tener que renunciar a ella era, sin duda, lo más cruel que le había sucedido jamás.
—Anna, mi amor —repuso, y tragó saliva al tomar conciencia de que ya no tenía ningún derecho a llamarla así—, jamás arruinaría tu reputación...
Por primera vez en su vida, Anna deseó que Peter no fuera tan caballeroso, tan correcto, aunque se recordó a sí misma que ese rasgo de su carácter más que ningún otro había sido el responsable de que ella lo considerase el mejor de los hombres.
—Oh, Peter, pero... ¡es horrible! —Anna liberó sus manos de la caricia mecánica de la que eran objeto y escondió el rostro entre ellas—. Tendré que casarme con lord Hollway, ese hombre extraño y horrible... ¡Jamás volveremos a estar juntos!
Peter apretó la mandíbula con fuerza, intentando reprimir el gemido de angustia que pugnaba por salir de su garganta, pues sabía bien que lo que Anna, su adorable y hermosa Anna, decía era cierto. Lord Hollway, primogénito del marqués de Cornway, había pedido su mano y, por supuesto, le había sido concedida. Mirando su sedoso cabello negro, que ocultaba la cara que mantenía encerrada entre sus manos, y observando la manera en que los hombros se sacudían por culpa de sus ahogados sollozos, sintió que algo se rompía dentro de él. Aproximándose, le rodeó los estrechos hombros con los brazos y la acercó a su pecho. Anna se acurrucó contra él y aspiró hambrienta el familiar olor que tanto le gustaba. Peter levantó la barbilla y, mirándola fijamente, dio un suspiro que sonó a rendición mientras se apoderaba de su boca.
No era la primera vez que Peter la besaba; en efecto, lo había hecho tantas veces que había perdido la cuenta. Pero ese beso tenía el sabor de la despedida, y eso le confería un matiz de entrega y desesperación del que habían carecido los anteriores. Anna probó el sabor de sus lágrimas y aceptó, resignada, la voracidad desconocida de Peter, que parecía querer apoderarse de ella a través de la caricia de su lengua. Tras unos instantes, Anna lo separó de sí, empujando suavemente su pecho. Se miraron con pesar, los claros ojos de él reflejados en los negros de ella.
—Entonces, esto es un adiós definitivo, ¿no?
La voz de Anna se quebró, apabullada por el abatimiento.
—Sí... no... no sé... —Peter la miró con todo el amor que sentía por ella—. Para mí nunca habrá nadie más. Siempre te esperaré...
—¡Oh, Peter!
Anna empezó a llorar de nuevo, sintiendo cómo su corazón se desgarraba al oír las apasionadas palabras de Peter.
Algunos minutos después, ella se levantó y, pasando la mano por el rizado pelo castaño de él, se marchó, diciéndose que permanecer allí más tiempo era alargar una agonía ineludible para ambos.
Peter permaneció con la cabeza gacha, luchando por contener los sollozos que pugnaban por escapar de su garganta, pues sabía que si les daba rienda suelta no sería capaz de parar. Por su mente pasaron miles de momentos vividos junto a Anna. Eran vecinos, y desde la primera vez que la vio, cuando era una niña de nueve años —él tenía uno más— seria, observadora, sincera y valiente, la había amado sin reservas, y se había sentido la persona más afortunada del mundo al saberse correspondido. Habían vivido todos esos años como si su amor fuese un hecho incuestionable, cuyo previsible final pasaba por la vicaría y la concepción de múltiples hijos... Nada había salido como ellos esperaban, y Peter no sabía cómo reconstruir los pedazos de sus ilusiones y sueños rotos.
Un ruido a su espalda lo sobresaltó. Estaba convencido de que tras la marcha de Anna se había quedado solo. Secándose disimuladamente los ojos con el puño de la chaqueta, se volvió para encontrarse con los enormes ojos color miel de su prima Julianna.
—¿Qué haces aquí?
A su pesar sintió cómo el rubor escalaba por su rostro, al darse cuenta de que el tono ronco de su voz evidenciaba que había estado llorando.
—Estaba paseando y he oído voces...
Tímidamente Julianna se acercó, se sentó a su lado y se limitó a observarlo con fijeza, de modo que el hombre se sintió incómodo.
Los padres de Julianna habían fallecido víctimas del cólera hacía ya diez años, cuando ella tenía cinco, y la madre de Peter, que era prima segunda de la madre de la pequeña, se había apresurado a acogerla. Como era viuda y no tenía ninguna intención de volver a casarse, el hecho de poder tener a la niña junto a ella se había convertido en un motivo de auténtica alegría. Julianna había sido una niña cariñosa y encantadora, y la madre de Peter no podría haberla querido más si hubiese sido hija suya. Peter se mostraba amable y condescendiente con ella, aunque a veces la pequeña lo fastidiaba sobremanera siguiéndolo a todas partes, como en ese momento.
Cuando no pudo aguantar más la mirada fija de la joven, se volvió hacia ella y bruscamente le espetó:
—¿Qué quieres?
Ella, sin embargo, no se amilanó por el tono brusco y preguntó a su vez:
—¿Qué te pasa?
—No me pasa nada...
—Sí que te pasa. Has estado llorando.
Peter apretó la mandíbula y se levantó del suelo para estirar las piernas, que notaba entumecidas.
—Es por Anna, ¿verdad?
Él se volvió, sorprendido, y la miró con el ceño fruncido.
—¿Qué sabes tú de Anna?
—Sé que os encontráis aquí, que a veces os besáis... Imagino que la amas...
Peter se escandalizó por el hecho evidente de que los había estado espiando, pero extrañamente la naturalidad y el desparpajo de Julianna le resultaron divertidos.
—Sí, la amo —dijo, y notó una rara opresión en el pecho al admitirlo, pues sabía que su amor no tenía posibilidades—, y ella me ama a mí —proclamó. Aun siendo absurdo revelarlo precisamente en ese momento, se sintió bien al hacerlo.
—Pero se va a casar con lord Hollway, ¿verdad? Por eso llorabas.
Él no contestó, pero Julianna comprendió perfectamente su angustiado silencio. Peter percibió la mano de ella sobre la espalda y se sorprendió, puesto que no la había oído acercarse.
—Peter, no estés triste. Algún día la olvidarás, volverás a enamorarte y te casarás con alguien que te amará con toda la intensidad de su corazón...
El joven se dio la vuelta y la agarró con firmeza de los brazos; agitándola con suavidad, exclamó apasionadamente:
—¡Jamás me casaré con nadie si no puedo hacerlo con Anna!
Entonces la soltó y se encaminó, furioso, hacia la enorme casa de campo en la que ambos vivían.
Julianna se quedó de pie, mirándolo mientras él se alejaba. Al fin, dejando escapar un enorme suspiro, caminó tras Peter pensando en todo lo que le había dicho y dando distraídos puntapiés a los guijarros que encontraba en el sendero.
Una semana antes de la fecha de su boda con lord Hollway, Anna se negaba tercamente a probarse el vestido de novia. Se habían trasladado a Londres, donde tendría lugar el enlace. Sólo había tenido ocasión de ver a su prometido un par de veces, aunque le habían bastado para comprender que jamás podría sentir por ese hombre indiferente y altivo nada ni remotamente parecido a lo que sentía por Peter.
«¡Oh Peter! ¿Tendré que resignarme a perderte para siempre?», pensó angustiada.
Desde que habían llegado a Londres hablaba con sus padres sólo lo imprescindible. Su madre le había rogado que fuese sensata y depusiera su actitud rebelde, y su padre había tratado de convencerla contándole algo sobre un ventajoso acuerdo para unir ambas propiedades, que eran colindantes. Tres días antes habían recibido al marqués de Cornway, padre de su futuro esposo, y al señor Everling, el circunspecto abogado que se ocupaba de los asuntos legales referidos al enlace. Su futuro suegro la había sorprendido gratamente. Se trataba de un hombre de unos sesenta años, bastante alto aunque algo metido en carnes; tenía el pelo completamente blanco, con unas profundas entradas, y poseía unos astutos e inteligentes ojos azules; su voz denotaba seguridad y firmeza. «Habría sido mejor que me hubieran prometido al padre en vez de al hijo», pensó Anna con resentimiento. Su futuro marido, a pesar de compartir la altura y los ojos azules del padre, carecía del vigor y la inteligencia de éste, y además tenía los pómulos algo descolgados, bolsas bajo los ojos y una expresión permanente de hastío e indiferencia. Había sido cortés e incluso solícito, pero ella estaba demasiado mal dispuesta y le costaba mucho encontrar alguna cualidad apreciable en él.
Su madre se había comportado durante la visita del marqués de Cornway con tanta amabilidad que había rozado el servilismo, lo que había provocado que Anna se avergonzara. A fin de cuentas, ellos no eran precisamente unos pobretones. Su padre pertenecía a la pequeña nobleza rural, al igual que Peter, y poseía extensas y fértiles tierras de pastos donde se alimentaban más de mil cabezas de ovejas suffolk, además de una enorme casa de campo y la coqueta residencia londinense en la que se encontraban en ese momento. Tanto Anna como sus hermanas mayores, Lidia y Esther, habían recibido una esmerada educación, y estas últimas habían contraído matrimonios muy ventajosos, aunque el suyo los superaría con creces, según pensó irónicamente.
El rencor volvió a apoderarse de Anna. Su padre no necesitaba más dinero, y ella habría sido absolutamente feliz casándose con Peter, pese a haber tenido que conformarse con menos. De hecho, tampoco podía decirse que el joven fuese precisamente un indigente. Su padre había muerto cuando él era pequeño, pero también poseía una gran hacienda, y su madre provenía de una buena familia que había aportado una más que generosa dote a la boda.
Sintiendo cómo el desánimo se apoderaba de ella al pensar en Peter, se dirigió hacia la sala de las visitas, donde se hallaba el pequeño piano de cola Mignon; en la casa de campo donde habitualmente residían, tenía un Steinway de tres cuartos de cola, pues era una pianista excepcional. Una vez allí se sentó frente al teclado, acariciándolo pensativamente, antes de acometer con pasión la ejecución de la balada para piano número uno de Chopin.
El día de su boda pasó como un sueño, y a pesar de que se obligó a disimular para no dar pie a habladurías, lo cierto fue que lo vivió como el más triste de su vida. Rezó durante toda la jornada para conseguir un aplazamiento de su noche nupcial y supuso que Dios había oído sus plegarias cuando su esposo manifestó un gran cansancio y se despidió de ella con un simple gesto. Anna se sintió tan aliviada que podría haber bailado una giga ella sola.
Una semana más tarde no tuvo tanta suerte. Tras la visita de su esposo, permanecía despierta, tapada hasta el cuello y vestida con un amplio camisón de batista y encaje; tenía que esforzarse mucho para evitar que lágrimas de humillación y dolor escaparan de sus ojos, y sólo podía pensar en cuán diferente habría sido la pérdida de su virginidad junto a Peter. Estaba segura de que habría sido un acto bonito y tierno, consecuencia natural del enorme amor que se profesaban, y que tras ese momento no hubiera padecido la sordidez y la vergüenza de haberse entregado a alguien por quien no sentía afecto alguno y que tampoco parecía experimentar nada especial por ella.
A su pesar, volvió a recordar los instantes que acababa de pasar junto a Robert. Su esposo había llegado, la había saludado con parquedad y se había metido en su cama tras asegurarle que intentaría hacerlo lo más rápidamente posible. En ese sentido, había cumplido su palabra, porque cinco minutos más tarde se encontraba