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El cocinero de Indias
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Libro electrónico380 páginas6 horas

El cocinero de Indias

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Mato Alegre, joven esclavo mulato, cocinero del notario de Madrid Gonzalo Fernández de Oviedo, es uno de los dos mil embarcados en la Gran Armada de Castilla del Oro, que zarpó del puerto de Sanlúcar de Barrameda el 11 de junio de 1514, rumbo a la tierra de promisión del Darién, en donde se decía que las doradas pepitas podían pescarse sin esfuerzo con simples redes en los ríos. Sesenta años más tarde, en la ciudad de Santo Domingo, siendo un hombre libre e inmensamente rico, el anciano cocinero redacta sus memorias.
En su largo periplo vital plagado de experiencias y aventuras a uno y otro lado de la mar Océano, casi siempre en compañía de su señor don Gonzalo, Mateo ha conocido a conquistadores como Vasco Núñez de Balboa, Diego de Almagro, Francisco Pizarro o Francisco de Orellana, ha trabado amistad con Paquiaco, hijo del cacique Comogre, la princesa Anayansi, el líder taíno Enriquillo, el historiador Bernal Díaz del Castillo, fray Gaspar de Carvajal, la hermana Andrea del convento concepcionista de Puebla, el brujo peruano Antay, el alcalde de Lima don Diego de Ribera, y otros muchos protagonistas de las décadas de la colonización española de América que abarcan desde los últimos años de Fernando, el Rey Católico, a las postrimerías del reinado de Felipe II. En todo momento, su ingenio y sus dotes como cocinero le han ayudado a vencer las dificultades, y así ha podido extender por el Nuevo Mundo el noble Arte de Cocina.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento15 nov 2017
ISBN9788417005979
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    El cocinero de Indias - Pedro Ángel Plasencia

    AUTOR

    I. EL ALARDE

    En la ciudad de Santo Domingo, a 14 días del mes de mayo de 1574.

    En el libro de asientos de la Gran Armada de Castilla del Oro, que zarpó del puerto de Sanlúcar de Barrameda el Martes Santo, día 11 del mes de abril de 1514, figuraba entre los embarcados un esclavo negro propiedad del notario veedor de las fundiciones de oro, don Gonzalo Fernández de Oviedo, vecino de Madrid. Ese era yo; no el notario, sino el negro. Algunos de los hidalgos que, exasperados tras los cuatro tediosos meses de espera en la dársena de Sevilla, pero embriagados también de sueños, o más bien de delirios de riqueza, subieron aquel día a las engalanadas naves de la flota, estaban llamados a enseñorear el Nuevo Mundo. No fue mi caso, pobre rapaz apenas versado en los rudimentos del arte de cocina; pero contribuí, eso sí, con mis famosas ollas y mis pepitorias, a matar el hambre y aligerar las penurias de no pocos de aquéllos hombres. Cuáles fueron las circunstancias por las que me vi envuelto en la azarosa aventura que ese día daba comienzo, y lo que luego se siguió, el transcurso de mi vida en definitiva, es lo que me dispongo a relatar a vuestra merced comenzando por el principio, que suele ser el parto de una madre.

    Yo, señor, vine al mundo el mismo día y año que comenzó el siglo, si es cierto que tal efeméride acaeció el primero de enero del mil quinientos, según tengo entendido que se computan las centurias, esto es, tomando el año uno de nuestra era por el año del nacimiento de Cristo, puesto que del año anterior decimos que fue el año uno antes de Cristo, y no el año cero. De modo que soy lo que se viene en llamar un hombre del siglo, dándose la singularidad de que tengo la misma edad que tendría el emperador Carlos, si viviera.

    Y siendo éste el siglo de España, y Madrid, mi patria chica, el punto central de su reino, diré más, diré que soy una criatura del mismo corazón del siglo, quien por sus faltas, más que por sus virtudes, se ha hallado en el meollo del bollo de no pocos de los acontecimientos más extravagantes que haya conocido la reciente historia. Tal vez como recompensa a la asendereada vida que desde muy joven llevé de una punta a otra del Océano, alcancé un día la fortuna, si es que a la riqueza se le puede llamar con propiedad fortuna, pues lo cierto es que no recuerdo haber sido infeliz en la pobreza, y pienso que verdaderamente no son pobres los que poco tienen, sino los que mucho ambicionan. Aunque también, y por razón de haber acarreado tan agitada existencia, he experimentado en ocasiones el hambre y el dolor junto con todos los padecimientos imaginables, aunque nunca me haya visto forzado a comer gusanos y sabandijas, como tantos otros.

    Pero iré al grano, pues presiento que empiezo a cansar a vuestra merced con tanto rodeo. Es mi propósito al mojar la pluma en mi viejo tintero de Talavera en esta linda mañana a comienzos de la estación de las lluvias, narrar los hechos acaecidos tal y como fueron, refiriendo tan solo la verdad, para quien quiera tener noticia de los descomunales trabajos que pasamos en las accidentadas décadas de conquista y población de estas tierras de Ultramar.

    Y quiero dejar patente antes de nada que no pretendo hacer recuento de hechos para mayor gloria de mi nombre, pues bien poco me va en ello, sino que es mi única intención dar fe en beneficio de la fama de aquellos hombres sobresalientes a los que tuve el honor de servir, comenzando por don Gonzalo Fernández de Oviedo, y siguiendo por su malogrado hijo don Francisco González Valdés, por el adelantado Vasco Núñez de Balboa, descubridor de la mar del Sur, y por el valeroso capitán Diego de Almagro; para que los heroicos actos que consumaron no caigan en el olvido, pues, como escribió mi buen amigo fray Gaspar de Carvajal: «el olvido quitó a muchos el galardón y pago de sus servicios».

    Pero quiero honrar también en estas memorias que hoy comienzo a redactar a otros varones anónimos y a no pocas mujeres, que no adquirieron la fama de los «cortés» o los «balboa», pero que fueron quienes verdaderamente construyeron los cimientos del Nuevo Mundo. Me refiero a los frailes, monjas, matronas, labradores, mareantes, industriales, mercaderes que llevan y traen las riquezas de un lado al otro del mundo, artesanos y cofrades de todos los oficios decentes, sin olvidarme de los humildes cocineros, gremio al que pertenezco, injustamente postergado en las crónicas.

    Un último propósito, este sí interesado, me mueve el ánimo al escribir la crónica de mi deambular por el mundo, y es descargar la conciencia de los errores y las faltas que haya podido cometer; pues a la hora en la que uno se encuentra con la mano en la aldaba, a punto de llamar a las puertas de una casa que no sabe si es la del cielo o la del infierno, el único alivio que puede albergar es hallarse libre de apuros de conciencia.

    Oí decir en cierta ocasión, no recuerdo dónde ni a quién, que evocar lo vivido es aproximadamente lo mismo que inventárselo. No quisiera yo caer en este yerro tan común, puesto que no pretendo engañar a nadie y menos a mí mismo; por ello obviaré en mi discurso todo aquello que no sea la mera relación de hechos verdaderamente acaecidos, que cualquiera podrá contrastar, pues aún se cuentan entre los vivos algunos que fueron testigos de ellos. Amén de esto ¿qué vanidad podría albergar en encumbrarme y aumentar con artificio el valor de mis actos, cuando no he sido en vida sino un humilde sirviente? Nacido para servir, el servicio fue la razón de mi existencia incluso después de ser hombre libre, y ya que no me he quejado de ello hasta el día de hoy, no voy a hacerlo ahora; pues además de ser buen vasallo, tuve buen señor, y nunca pequé de levantisco como aquel ingrato Luzbel que voceaba a su amo: «non serviam».

    Repare por otro lado, señor, que soy viejo, y que tengo los fríos de Chile metidos dentro del pulmón, de modo que para cuando tenga vuestra merced entre sus manos el manuscrito de este relato de mi vida, es seguro que ya habré sido pasto de los gusanos (que no de los peces, como tantas veces temí en medio de los naufragios y de las tempestades en alta mar, pues ni a la fuerza me he de volver a embarcar); y siendo polvo o cagarruta de gusano, poca vanidad podría tener en verme ensalzado antes del día del Juicio.

    Dirá con razón que nadie es tan viejo que no pueda vivir un día más, ni tan joven que no pueda morir hoy. Pero tengo cumplidos los setenta y cuatro años, lo que significa que estoy en esa edad que es mesón de las enfermedades y llaga continua; y toda la aventura de mi diaria existencia se resume ahora en tres episodios: desayuno, almuerzo y cena.

    O dicho de otro modo, las únicas cosas gratas que me restan son la golosinería y el descanso, placer este último que solo llega cuando remite el dolor. Y gracias a Dios mi gran dicha es podérmelas pagar las dos. Para el descanso dispongo de mi alcoba, fresca y perfumada por las flores del jardín vecino, y para el dolor, de una sustancia que Antay, un brujo del Perú amigo mío, del que hablaré a vuestra merced a su debido tiempo, me enseñó a extraer de las cabezas verdes de una planta que por aquí llaman adormidera; lo único, que una vez que empiezas a tomarla, ya no puedes parar, pues causa más adicción que el vino.

    Disfruto con el olor del ajo y de la cebolla dorándose en el aceite, operación que debe ser el comienzo de casi todo guiso (si en una casa de cristiano no huele a aceite ligeramente atrochado, es que no se come bien). Por cierto que no alcanzo a comprender por qué extraña razón en Castilla, aun cuando no falte el aceite de aceituna, en la mayor parte de las casas de familia y en la totalidad de los mesones se guisa por costumbre con la maloliente e indigesta manteca de vacas, como si fuéramos tedescos. En Andalucía es otra cosa, pues allí, seguramente por benéfica influencia morisca, sí se utiliza por lo general el rico y saludable aceite de oliva.

    Le decía que gozo con los olores de los alimentos en preparación, lo mismo que me deleito con el sabor y el aroma del vino. Me llega por barco un blanco de Montilla que es para morirse, y un tinto de Valdemoro que no le va a zaga a ningún otro vino tinto de España. Por cierto que últimamente estoy bebiendo más de lo que he bebido nunca, aunque sé que no conviene a mi salud. Por contra, como cada vez con más mesura; digamos que me sacio con el olor de los alimentos que preparo.

    Digo que disfruto en este último tramo de mi vida tanto con los olores de la comida, como con la siesta del carnero que me echo cada día media hora antes de comer. Pero también gozo con la música, con la contemplación de los árboles y las plantas de mi huerto, y con nada más. Aunque bien mirado no es poca cosa. Atrás quedaron los ardores de Venus, de los que tanto gusté en la juventud; y en esta hora lo que siento y presiento son los fríos rigores de la Parca, pues en verdad la única esperanza de longevidad que albergo es que no tengo hijos ni nietos reconocidos, y por lo tanto nadie reza a Dios para que me saque de esta tierra.

    No estuve con Vasco Núñez de Balboa en la histórica jornada del 25 de septiembre de 1513, cuando tras una penosa travesía por las selvas del Istmo de Panamá pisó las doradas arenas de una playa, se adentró hasta las rodillas en el agua, el pendón de Castilla en una mano, la espada en la otra; y de esta guisa tomó solemne posesión en nombre de los reyes don Fernando y doña Juana de aquella mar del Sur que acababa de descubrir. No me hallaba con él ese glorioso día, pero le he conocido y le he tratado, como también traté a su manceba, Anayansi, a su efímero suegro y verdugo, Pedrarias Dávila, y a buena parte de los hombres que habrían de llevar a cabo las gestas más extraordinarias que haya conocido recientemente la Humanidad.

    Pues bien, volviendo al principio, decía a vuestra merced que eso de nacer lo hice en la villa de Madrid, «lugar de lindos aires y cielos menos nublosos que en otras partes», como la describió don Gonzalo Fernández de Oviedo. Mi nombre de pila es Mateo, y como quedó dicho, soy negro. Quiere ello decir por añadidura que soy esclavo de nacimiento; y ya que todos los esclavos hemos menester un amo, seamos negros, blancos o colorados, el mío fue este don Gonzalo, hidalgo de origen asturiano como su apellido bien da a entender. Por lo demás, diré que me tengo por buen cristiano, temeroso de Dios y aún más del Diablo, que soy hombre discreto o medianamente inteligente (lo que viene a ser lo mismo), si bien poco dado a filosofar; y en fin, para completar un retrato moral de mi persona con otra pincelada, añadiré que soy un tantico guasón; o eso al menos es lo que dicen de mí los que me conocen.

    Que mis abuelos nacieran en las sabanas o en las selvas de África, que provinieran de Guinea o del país de los garamantes, tanto da; lo que es seguro es que mi padre no fue cazado a lazo, y luego comprado en las Gradas de la Catedral de Sevilla, que es por así decirlo el mercado central de esclavos, a donde acuden compradores de todas partes de España. (Dicen que cuando los mercaderes de carne humana, casi todos ellos de nación portuguesa, llegan a Sevilla con su habitual mercadería, pueden contarse por los alrededores de la catedral tantos negros como blancos, de modo que las plazas parecen tableros de ajedrez).

    Pero mi padre, digo, no sufrió ese trance ignominioso de la venta pública, sino que perteneció desde niño a un ministro de la corte nazarí, sin que nunca llegara a saber el hombre cómo había ido a parar a aquel paraíso edificado a los pies de Sierra Nevada, pues nadie se lo contó y la memoria no le daba para recordarlo. A la toma de Granada, los esclavos y otros bienes del adinerado magnate, que había sido visir de Muley Hacén, padre de Boabdil, fueron repartidos entre los caballeros cristianos que concurrieron a la grande ocasión, y el negro que con el tiempo habría de ser mi progenitor, le tocó en suerte al progenitor del que con el tiempo habría de ser mi dueño.

    ¿Me sigue vuestra merced? Quiero decir que el padre de don Gonzalo Fernández de Oviedo se halló en el asedio de Granada, muy cómodamente instalado en el campamento cristiano de Santa Fe, tirando de péndola y papel en calidad de fedatario de los hechos históricos que allí estaban acaeciendo, tales como la entrega de las llaves de la Alhambra, o el lloriqueo de Boabdil; y cuando la ciudad se rindió, el notario recibió como paga o recompensa un joven esclavo negro, quien luego habría de ser mi padre.

    Siendo yo entre niño y adolescente, mi padre me contó que el palacio granadino del visir Muley Hacén, en aquellos luminosos días en los que la bella Zoraya reinaba en el corazón del Sultán, era como otro tablero de ajedrez en el que convivían en número parejo los esclavos negros y las cautivas cristianas de nacarada piel. Me contó también que todo allí eran músicas, chanza y alegría, y que él se daba la gran vida, como correspondía al niño mimado del harén. Por esta razón su tristeza fue mayor cuando se vio cargado de cadenas, y de este modo entregado en propiedad al conspicuo notario de Madrid. Pasó entonces por su cabeza la idea de quitarse la vida; pero no encontró ocasión para dar cumplimiento a tan oscura determinación, ni aquel día, ni los siguientes en el transcurso del viaje del Darro al Manzanares, pues el notario no ignoraba que en trance de aherrojamiento es harto frecuente que los esclavos jóvenes se suiciden, de modo que ordenó que el nuevo cautivo estuviera vigilado en todo momento.

    Hasta que una vez instalado en la espaciosa casa madrileña de don Gonzalo de Oviedo, a dos pasos de lo que un día fuera el castillo del moro y ahora llaman «los alcázares», entendió mi futuro padre gracias al afectuoso trato que por parte de todos recibió, tanto de los familiares de la casa como de los domésticos, que no iba a ser infeliz en su nueva vida, y aceptó llevarla adelante; acertada decisión a la que debo yo la propia existencia.

    El nuevo esclavo de don Gonzalo de Oviedo fue bautizado en la iglesia de Santa María, la más grande y más antigua de Madrid, que antes fuera mezquita mayor. Pasó por la pila el año de 1493 tras un cursillo acelerado de cristiandad. Y en la misma parroquia fui bautizado yo siete años más tarde sin necesidad de pasar por la etapa de catecúmeno, pues los esclavos que nacemos en casa de cristianos nacemos ya con la fe de Cristo grabada en el alma. El apellido que por capricho me pusieron mis amos fue «Alegre», ya que al parecer, y según me han contado, desde que mis ojos empezaron a distinguir los bultos que luego resultan ser las personas, no paraba de sonreír a cuantos me hacían cucamonas.

    Podían haberme dado el mismo apellido que dieron a mi padre en atención a su origen: fulano tal «de Granada», como viene siendo costumbre al mudar un nombre pagano en otro cristiano, pero no fue así; de modo que siempre he sido conocido por Mateo Alegre, si bien de joven los mareantes me pusieron el mote de «Cazuelillas», apodo por el que también atendí durante un tiempo aunque a despecho, pues me sonaba un tanto despreciativo. Y debo decir que una vez fui hombre libre no tuve el prurito de cambiarme el nombre, cosa que bien hubiera podido hacer, pues lo mismo me da llamarme Mateo Alegre, que Mateo de Madrid, o Mateo de la Cochimbamba.

    De todos modos, si vuestra merced se toma la molestia de rastrear la huella de mi existencia bajo el nombre de Mateo Alegre en cuantos documentos públicos o privados anteriores al año 1531 pudiera aparecer, como por ejemplo los libros de asientos de los embarcados en las flotas de Indias, no lo hallará, sino que en su lugar encontrará siempre la escueta referencia protocolaria: «un esclavo negro».

    Por lo que toca a la mujer que me crio a sus senos, sabrá vuestra merced que fue una esclava de la casa de don Juan de Oviedo Valdés, hermano mayor del amo de mi padre, y por lo tanto tío de mi señor. Este Juan de Oviedo, según supe solamente muchos años después, puesto que este particular era llevado muy en secreto por la familia, había sido secretario del rey Enrique IV de Castilla, a cuya muerte tomó partido por su hija doña Juana la Beltraneja en contra de la infanta doña Isabel, hermana del fallecido rey y futura reina de Castilla. Equivocada elección por la que a don Juan habría de venirle toda malaventura.

    Pocos recuerdos tengo de mi madre, por no decir ninguno, ya que murió al dar a luz a mi hermano, dos años más joven que yo. Lo que sí guardo de ella es algo del color de piel que veo cada vez que me miro, y el que ven los demás en mí, que no es el moreno «preto» que dicen los portugueses, común a los esclavos africanos, sino un moreno claro, como de castaña, o como de polvo de cacao, lo que sin duda se debe a la mezcla del betún de mi padre con la nata de mi madre.

    Dicen los que la conocieron que mi engendradora era de una belleza peregrina, a tono con su misterioso origen: ¿Bizancio? ¿Chipre? ¿Tal vez Alejandría…? Todo lo que supe al respecto es que fue traída de Berbería siendo aún más niña que mujer, y que antes había sido propiedad de un pirata turco, que usó de ella de aquel modo. En casa de don Juan de Oviedo, una vez rescatada de las zarpas del depravado corsario, y sosegada gracias al buen trato y al respeto hacia su persona, mi futura madre abrazó con convicción la fe de Cristo, y fue feliz. Y así, feliz y despreocupada vivía la que había sido cautiva del turco, cuando don Juan de Oviedo la casó con mi padre, entre otras razones porque ellos ya se habían casado a lo bravo; de modo y manera que yo nací de aquel matrimonio a los dos meses justos de celebrarse los desposorios.

    Un lustro después de morir mi madre, tenía yo entonces a la sazón siete años, murió también mi padre. Se ahogó en el Manzanares: era verano, hacía un calor espantoso, bebió mucho vino, quiso refrescarse con un baño en el río, y, como digo, se ahogó.

    Pero, huérfano de padre y madre, y a pesar de mi condición de esclavo, fui en aquel Madrid de la primera década del siglo un rapaz feliz, querido de todos, guapo y bien formado. Aprendí desde muy niño a leer y escribir, más tarde a cantar y tañer la vihuela, y finalmente a cocinar, profesión que me enseñó la negra Fulgencia, criada de la casa de don Juan, que tenía muy buena mano para los fogones. Cierto que luego yo me perfeccioné en el oficio estudiando el Arte cisoria del Marqués de Villena y practicando con viejos recetarios mozárabes, franceses, occitanos, catalanes e italianos, una vez que pasé a pertenecer a don Gonzalo Fernández de Oviedo por herencia a la muerte de su padre, y me encontré en la casa de la Puerta de la Vega con el tesoro de la espléndida biblioteca de mi nuevo amo, quien generosamente la puso a mi entera disposición.

    ¡Qué bien olía aquella biblioteca; y qué bien la espaciosa cocina de la casa! La negra Fulgencia me enseñó a hacer salsa de pavo con almendras tostadas majadas en el mortero junto con los higadillos del ave cocidos en olla, migajón de pan tostado remojado en zumo de naranja, yemas de huevo, azúcar, limón y canela; me enseñó también el almodrote que se apareja con aceite, ajo y queso; la salsa de oruga con miel y vinagre, la salsa de perejil, la salsa brence; y otras muchas salsas, como las pepitorias de despojos de pollo, o las capirotadas de ajo y perejil, que son las mejores para acompañar los platos de caza, de los que tanto gustaba mi señor don Gonzalo.

    No es por presumir, pero el arte de cocina es como el secreto oficio de la abeja, que todas las cosas que toca las convierte en mejor de lo que son, y tiene también no poco que ver con la alquimia, pues en ambas industrias se transforma la esencia de las cosas por medio del calor y de las combinaciones. Por eso me enorgullezco de mi oficio.

    Además, si bien se mira, de entre todas las artes, la culinaria es la única en la que se emplean los cinco sentidos y se disfruta con todos ellos. La música está hecha para el oído y la pintura para la vista, pero la cocina, amén de deleitar el olfato y el gusto, que esto no parece que sea menester argumentarlo, es apreciada también por la vista en cuanto al colorido de los ingredientes y la presentación de los platos, tanto como por el tacto en cuanto a la textura de aquéllos, y no menos por el oído, como cuando escuchas el «poch» «poch» al saltear las verduras, el «pluf» «pluf» de la cocción lenta de la olla podrida, o el «crust» «crust» del crujir de los huevos y del rebozado de los pescados al freírlos en aceite caliente.

    Pero, artes y alquimias aparte, lo más ventajoso de moverse entre fogones es sin duda lo que pregona el viejo refrán: «No tiene el rey tal vida como el pícaro en la cocina». Amén que, como también enseña el refranero, «la comida es media vida; y la otra mitad, el vestir y calzar». Además que (mal me está decirlo) el espacio de la cocina se presta al contacto con las mujeres, y a lo tonto me lo bailo confieso haber tenido travesuras a lo largo de mi vida con no menos cien marmitonas, por lo que nunca sentí la necesidad de aherrojarme con una sola. Pido perdón a Dios por ello.

    De modo que a la edad de catorce años, cuando embarqué con destino al Darién en la tristemente famosa expedición de Castilla del Oro, era yo un mozalbete fino y pulido, consumado experto tanto en el arte de salsear como en el de trovar, un paje que podía atender como ayuda de cámara al mismísimo Rey. No fue al Rey sin embargo a quien fui a servir a las Indias, sino, como es natural, a mi señor don Gonzalo, que gestionó y obtuvo en Valladolid licencia real para llevarme consigo por los caminos de la mar.

    Llegué con mi señor a Sevilla en la Navidad del 1513. Allí, en la ribera del Guadalquivir, se estaba aparejando la armada más fastuosa que hasta entonces se había visto; no la más grande, pues tengo entendido que la de Nicolás de Ovando a La Española en 1502, en la que entre otros pasaron a Indias Francisco Pizarro y Bartolomé de Las Casas, llevó más naves y más hombres; pero la armada de Ovando no tenía tanto tronío como esta de Castilla del Oro.

    Tomamos alojamiento en una digna casa de huéspedes de la calle Abades, vecina a la catedral, a la espera de que zarpara la flota, lo que juzgábamos sucedería de inmediato, puesto que tal era el deseo del Rey y la inquietud de todos los que nos enrolamos en la empresa. Pero mucho nos equivocamos, y por culpa del mal tiempo y del retraso en ciertos preparativos, los más de tres mil expedicionarios que inicialmente fuimos admitidos, la mayor parte nobles y caballeros, algunos acompañados de sus esposas e hijas, otros de sus mancebas (prueba evidente de que íbamos a las Indias a poblar) tuvimos que permanecer cuatro meses anclados y hacinados en las pensiones de Sevilla. Fastidiosa demora y tiempo gastado, en el que también se les gastaron a muchos los dineros que tanta falta les hacían.

    En realidad don Gonzalo apenas paró durante aquel tiempo de espera, sino que iba y volvía de Sevilla a Burgos, Madrid y Valladolid, ciudades a las que viajaba para despachar con su mentor Lope Conchillos, secretario del Rey, o para ser recibido en audiencia por el obispo de Palencia y presidente del Consejo Real de Indias, el todopoderoso Juan Rodríguez de Fonseca, auténtico impulsor de aquella empresa a la que él mismo dio en llamar «Castilla del Oro».

    Yo quedaba entretanto plantado en Sevilla, donde no escuchaba más que las quejas y los lamentos de los ociosos e impacientes expedicionarios, que se veían obligados a vender las pocas joyas que les quedaban para pagar la posada, y aun forzados a empeñar la capa para poder comer en el mesón. Porque sepa vuestra merced que muchos de aquellos hijosdalgo habían pignorado un año atrás sus mayorazgos y vendido sus haciendas, para alistarse a las órdenes de don Gonzalo Fernández de Córdoba en la campaña declarada en Italia contra el invasor francés. Pensaban los infelices que, elegantemente ataviados con sedas y brocados, habrían de lucir en la Corte de Nápoles luego de despojar a Francia de todas sus riquezas. Y cuando el rey don Fernando mandó suspender la campaña de Italia y despedir las naves y la infantería, porque al empuje de un ejército suizo bajado de los Alpes los franceses habían huido, abandonando todas sus pretensiones de conquista, la vistosa armada del Gran Capitán se quedó compuesta y sin viaje, anclada en Andalucía y en la pobreza. Esta fue la causa y razón por la que no pocos de aquellos caballeros se enrolaron finalmente en la empresa indiana del obispo Fonseca.

    Pero poco me tocaban a mí las cuitas de los desengañados que poblaban Sevilla de lágrimas a la espera de que zarpara la armada, pues me hallaba en aquella ciudad más feliz que pez en el agua. Como en mi natural no está permanecer ocioso, a cada hora descubría y aprendía cosas nuevas tan hermosas como útiles a mis intereses; por ejemplo, coger al atardecer sábalos y albures con los pescadores del barrio de los Humeros, río arriba, pasada la Puerta de la Alemilla, donde no llegan los bajeles y las aguas del Guadalquivir corren limpias y frescas; y preparar luego los peces a la brasa del sarmiento, sazonados tan solo con unos granos de sal y unas gotas de aceite, exquisito bocado; o, llegada la noche, tirar de naipe y escurrir el bulto en los garitos del arrabal de las mancebías, que en Sevilla llaman «el Compás», excelente academia de la picaresca vida.

    Allí en el Compás me daban los más de los días las campanadas de media noche, y todavía, antes de retirarme a la posada a descansar, solía parar a tomar la espuela en una taberna vecina a la Puerta de Jerez, donde a esa hora se reunía la flor y nada de los mendigos de la urbe, que al tiempo que trasegaban infinitos jarros de vino, se repartían los puestos a ocupar el día siguiente en las puertas de la ciudad, en las gradas de las iglesias, en los soportales de las plazas y en las arquerías de las lonjas; de modo que, como decían ellos, no se estorbasen unas limosnas con otras, y reinara la paz entre los cofrades de la mendicidad. Disfrutaba de esa hora nocturna observando y escuchando los razonamientos de aquella pordiosera legión, pues aunque todos estaban borrachos como cubas, discurrían con tanta discreción y resolvían sus controversias con tan buen juicio como cabe suponer de un sanedrín o del más alto tribunal.

    Por supuesto, lo de jugarme los cuartos en el Compás podía hacerlo tan solo cuando mi amo se ausentaba de la ciudad, que si no de qué, con lo puntilloso que era él en materia de corrección de vicios. En todo caso pronto comprobé que la fortuna me sonreía, o es que se me daba muy bien hacer trampas; y como no nos sobraban los dineros, siempre que podía me hallaba allí metido con lo peorcito de la noche, hecho un tahúr más de la farándula sevillana, confundido entre docenas de pícaros, rufianes y jayanes de la pendencia.

    Gracias a mi buena disposición y trato conseguí que se me admitiera a título de interino en el gremio de los esportilleros del puerto; y allí que me iba cada mañana temprano con mi espuerta a descargar los navíos que venían de las Indias con sus ricas mercancías: oro, barras de plata, tabaco, algodón…; o bien a cargar las bodegas de los que se aprestaban a partir con tinajas de agua, barricas de vino, sacos de bizcocho marinero, arenques salpresados, garbanzos y otras vituallas habituales en los viajes por mar. Y para redondear el jornal, a mediodía acudía sin falta al mercado y centro de aquella Babilonia que es la plaza de San Salvador, para ganarme honradamente unos maravedíes llevando la compra de algún caballero o de alguna rica dama.

    Eso sí, después del rezo del ángelus, todos los días nos juntábamos a almorzar media docena larga de esportilleros en una taberna de la plaza de la Alfalfa. No faltaban a la mesa para empezar algunas cosillas de esas que despiertan la colambre, como naranjas, rábanos, o una linda ensalada de alcaparrones ahogados en pimientos de las Indias, que yo mismo aliñaba para la hambrienta cofradía; seguían los cangrejos, las tajadas de bacalao frito y el pernil de tocino, con una o dos hogazas de blanquísimo pan candeal de Gandul o de Alcalá de Guadaira (que es lo mismo) para empujar, además, claro está de una jarra de media azumbre de vino de Guadalcanal por cabeza, y una torta de queso de Flandes para rematar.

    Con estos trabajos, además de pasarme las horas de un lado al otro del puente de barcas viendo pasar las falúas, sisando a los panaderos de la Feria y disputando risas con los cordoneros de San Salvador, que es lo más divertido que uno puede hacer en Sevilla, me sacaba la soldada de cinco reales diarios establecida por el municipio para los esportilleros, más el barato que me daban los señores a los que les llevaba la compra, pero sobre todo las damas, que a menudo se encaprichaban de mis encantos. Y aún me sobraba tiempo que dedicar a otras provechosas actividades.

    Es así que algunos días salía al campo al alba a cazar perdices; las cogía a mano después de fatigarlas (tan buenas piernas tenía); y por la noche, mientras recogía el tributo de los incautos en algún antro del Compás, mis perdices maceraban en sus propios jugos, colgadas de un gancho al aire fresco en un ventanuco que daba al patio de la posada, a la espera de ser asadas a la parrilla o estofadas, para que sirvieran de cena el día siguiente. Y si la caza había sido buena, mirando al futuro doraba unas pocas aves en aceite, y las ponía en escabeche con vinagre, vino blanco, zanahorias, cebollitas, laurel, aceite crudo, sal y unas bolas de pimienta. De modo que me estaba allí en Sevilla a natas y torreznos, porque cierto es el proverbio que dice que Dios, a quien bien quiere, en Sevilla le da dineros.

    Volvió mi señor de su último viaje a Burgos muy satisfecho, aunque sin llegar al punto de la euforia, puesto que él nunca perdía la compostura ni mostraba excesos al expresar sus sentimientos. Traía la buena noticia de que, resueltos por fin no sé qué asuntos e intendencias, la partida de la armada era inmediata. Me alegré de aquellas nuevas como los cirujanos se alegran de los descalabrados, pues a pesar de que no podía quejarme de la vida que me daba en Sevilla, no veía la hora de zarpar, impaciente como estaba que no se me cocía el pan. Traía además consigo don Gonzalo un documento firmado por el Rey, por el que se le reconocía al embarcar el oficio de notario, veedor de las fundiciones del Darién en la Tierra Firme, y se le autorizaba a llevar un esclavo y seis marcos de plata.

    Lo de embarcar yo con él a su servicio es de suponer que no le resultó dificultoso a don Gonzalo, porque ya por aquellos días el padre dominico Bartolomé de Las Casas andaba pregonando la conveniencia de pasar esclavos negros desde España y Portugal a América, con la manifiesta intención de que no se desgastasen los indios

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