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Tiempo pasado: Edición latinoamerica
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Libro electrónico489 páginas8 horas

Tiempo pasado: Edición latinoamerica

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Información de este libro electrónico

Es el fin del verano y Jack Reacher planea hacer un viaje épico que lo lleve desde Maine, en el extremo noreste de Estados Unidos, en diagonal hasta el sur de California, siguiendo el sol. Pero no va a llegar lejos. Un cartel junto a un camino rural anuncia un nombre que Reacher conoce pero donde nunca ha estado: el lugar de nacimiento de su padre. ¿Qué le hace un día más al viaje? Reacher toma el desvío.
En ese mismo momento, a casi cincuenta kilómetros de distancia, dos jóvenes canadienses se dirigen a Nueva York con el objetivo de hacer un negocio, pero su Honda Civic se descompone y buscan ayuda en un motel en el medio de la nada.
A medida que Reacher explora la vida de su padre y los canadienses se enfrentan a peligros totalmente inesperados, las diferentes historias empiezan a entremezclarse. Y Reacher descubrirá que uno nunca está a salvo del tiempo, y mucho menos del pasado.
"Lee Child sigue siendo el mejor".
Stephen King
"Uno de mis autores favoritos".
Ken Follet
** Traducción al español latinoamericano **
IdiomaEspañol
EditorialBlatt & Ríos
Fecha de lanzamiento29 jul 2019
ISBN9789874941466
Tiempo pasado: Edición latinoamerica
Autor

Lee Child

Lee Child is one of the world's leading thriller writers. He was born in Coventry, raised in Birmingham, and now lives in New York. It is said one of his novels featuring his hero Jack Reacher is sold somewhere in the world every nine seconds. His books consistently achieve the number-one slot on bestseller lists around the world and have sold over one hundred million copies. Two blockbusting Jack Reacher movies have been made so far. He is the recipient of many awards, most recently the CWA's Diamond Dagger for a writer of an outstanding body of crime fiction, the International Thriller Writers' ThrillerMaster, and the Theakstons Old Peculier Outstanding Contribution to Crime Fiction Award.

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    Tiempo pasado - Lee Child

    1926-2017

    Uno

    Jack Reacher tomó el último sol del verano en una ciudad pequeña en la costa de Maine y después, como las aves arriba en el cielo, empezó su larga migración hacia el sur. Pero no derecho por la costa, pensó. No como los turpiales y los azulillos y los mosqueros y las reinitas y los colibríes de garganta rubí. En vez de eso se decidió por una ruta diagonal, sur y oeste, desde el ángulo superior derecho del país hasta el rincón de abajo a la izquierda, quizás pasando por Syracuse, y Cincinnati, y Saint Louis, y Oklahoma City, y Albuquerque, y todo derecho hasta San Diego. Que para alguien del Ejército como Reacher estaba un poco llena de gente de la Marina, pero que era más allá de eso un buen lugar para empezar el invierno.

    Iba a ser un viaje épico, y uno que hacía años no hacía.

    Tenía muchas ganas de emprender ese viaje.

    No llegó lejos.

    Caminó alejándose de la costa dos kilómetros más o menos y llegó hasta una ruta del condado y sacó su dedo pulgar. Era un hombre alto, apenas menos de dos metros con zapatos, de constitución maciza, todo hueso y músculos, no particularmente agraciado, nunca muy bien vestido, por lo general un poco despeinado. No una propuesta terriblemente atractiva. Como siempre la mayoría de los conductores disminuían la velocidad y echaban un vistazo y seguían de largo. El primer auto preparado para arriesgarse a subirlo llegó después de cuarenta minutos. Era un Subaru rural de hacía un año, conducido por un tipo de mediana edad, delgado, con pantalones chinos y una camisa caqui nueva. Lo viste su esposa, pensó Reacher. El tipo tenía anillo de boda. Pero debajo de las buenas telas había un cuerpo de trabajador. Un cuello ancho y nudillos grandes y rojos. El un tanto sorprendido y algo reticente jefe de algo, pensó Reacher. El tipo de persona que empieza haciendo agujeros para clavar postes y termina teniendo una empresa de vallados.

    Lo que resultó ser una buena suposición. En la primera conversación quedó demostrado que el tipo había empezado con nada a su nombre más allá del martillo de su papá, y había terminado siendo el propietario de una empresa de construcción, responsable de cuarenta empleados, y de las esperanzas y sueños de una buena cantidad de clientes. Terminó su historia con un pequeño gesto facial, en parte modestia yanqui, en parte genuina perplejidad. Como diciendo: ¿cómo pasó eso? Atención al detalle, pensó Reacher. Este era un tipo muy organizado, lleno de nociones y curas y máximas y convicciones de hierro, una de las cuales era que al final del verano era mejor mantenerse alejado tanto de la Ruta Uno como de la I-95, y de hecho salir sin más de Maine tan rápido como fuera posible, lo que quería decir en poco tiempo y por un camino alternativo, por la Ruta Dos, derecho al oeste hacia New Hampshire. Hasta un lugar justo al sur de Berlín, donde el tipo conocía un montón de rutas secundarias que lo llevarían hasta Boston más rápido que cualquier otro camino. Que era hacia donde el tipo estaba yendo, para una reunión por unas mesadas de mármol. Reacher estaba contento. Nada malo con Boston como lugar de partida. Nada de nada. Desde ahí era un tramo recto hasta Syracuse. Después de lo cual Cincinnati era fácil, vía Rochester y Buffalo y Cleveland. Quizás incluso vía Akron, Ohio. Reacher había estado en lugares peores. Mayormente de servicio.

    No llegaron a Boston.

    El tipo recibió una llamada al celular, después de cincuenta y algo de minutos yendo hacia el sur por las ya mencionadas rutas secundarias. Que eran exactamente como se las promocionaba. Reacher tuvo que admitir que el plan del tipo era consistente. No había nada de tráfico. Ningún embotellamiento, ningún retraso. Avanzaban parejo, a cien kilómetros por hora, sin ningún problema. Hasta que sonó el teléfono. Estaba conectado a la radio del auto, y apareció un nombre en la pantalla de navegación, con una foto muy pequeña como ayuda visual, en este caso de un hombre de cara colorada con un casco de seguridad en la cabeza y un sujetapapeles en la mano. Cierto tipo de encargado en alguna obra. El tipo al volante tocó un botón y el siseo del teléfono llenó el auto, desde todos los parlantes, como sonido envolvente.

    El tipo al volante le habló al pilar del parabrisas y dijo:

    -Mejor que sean buenas noticias.

    No lo eran. Era algo relacionado con un inspector de obras de la municipalidad y el conducto de metal dentro de la chimenea de un hogar en un recibidor, que estaba correctamente aislada, tal como decía el código, salvo que no se lo podía demostrar de manera visual sin tirar abajo la mampostería, que a esa altura ya era de tres pisos, casi terminada, con los albañiles ya contratados para un trabajo nuevo la semana siguiente, o sin arrancar la carpintería a medida de madera de nogal en el comedor del otro lado de la chimenea, o la carpintería del placard de arriba, que era palisandro y más complicado aún, pero el inspector estaba empacado con eso y necesitaba verlo él mismo.

    El tipo al volante le dirigió una mirada rápida a Reacher y dijo:

    –¿Qué inspector es?

    El tipo en el teléfono dijo:

    –El nuevo.

    –¿Sabe que va a recibir un pavo para el Día de Acción de Gracias?

    –Le dije que acá estamos todos del mismo lado.

    El tipo al volante le volvió a dirigir una mirada rápida a Reacher, como buscando autorización, o pidiendo disculpas, o ambas, y después volvió a mirar hacia el frente y dijo:

    –¿Le ofreciste dinero?

    –Quinientos. No los quiso.

    Entonces se perdió la señal de celular. El sonido empezó a salir entrecortado, como un robot ahogándose en una pileta, y después quedó mudo. La pantalla decía que estaba buscando.

    El auto siguió avanzando.

    Reacher dijo:

    –¿Por qué alguien querría un hogar en un recibidor?

    –Es acogedor como bienvenida –dijo el tipo al volante.

    –Yo creo que históricamente estaba diseñado para repeler. Era defensivo. Como la fogata ardiendo a la entrada de la caverna. Estaba pensado para mantener alejados a los depredadores.

    –Tengo que volver –dijo el tipo–. Lo lamento.

    Disminuyó la velocidad y frenó en el ripio. Solo, en las rutas secundarias. Ningún otro auto. La pantalla decía que todavía estaba buscando señal.

    –Voy a tener que dejarte acá –dijo el tipo–. ¿Está bien?

    –No hay problema –dijo Reacher–. Me trajiste parte del recorrido. Por lo que te agradezco mucho.

    –No hay de qué.

    –¿De quién es el placard de palisandro?

    –De él.

    –Haz un agujero grande y que el inspector mire. Después le das al cliente cinco razones de sentido común por las que debería instalar una caja fuerte de pared. Porque este es un tipo que quiere una caja fuerte de pared. Quizás todavía no lo sabe, pero un tipo que quiere un hogar en el recibidor quiere una caja fuerte de pared en el placard del dormitorio. No cabe duda. La naturaleza humana. Vas a sacar algo. Le puedes cobrar a él el tiempo que lleva hacer el agujero.

    –¿Estás en el negocio?

    –Fui policía militar.

    –Mmh –dijo el tipo.

    Reacher abrió la puerta y bajó, y volvió a cerrar la puerta, y se alejó caminando lo suficiente como para darle espacio al tipo para que diera la vuelta con el Subaru, de banquina de ripio a banquina de ripio, todo a lo ancho de la ruta, y después se volviera a ir por donde había venido. Todo lo cual el tipo hizo, con un breve gesto que Reacher tomó como un apenado ademán de buena suerte. Después se volvió cada vez más y más pequeño en la distancia, y Reacher se dio vuelta y siguió caminando, al sur, hacia donde se dirigía. Donde fuera le gustaba mantener el impulso. La ruta en la que estaba era de dos carriles, lo suficientemente ancha, bien mantenida, con curvas acá y allá, con un poco de subidas y bajadas. Pero ningún problema para un auto moderno. El Subaru había estado yendo a cien. Igual no había tráfico. De ningún tipo. No venía nada, de ninguno de los dos lados. Silencio total. Solo un suspiro de viento en los árboles, y el tenue zumbido del calor que subía del asfalto.

    Reacher siguió caminando.

    Tres kilómetros más adelante la ruta por la que iba se desviaba un poco hacia la izquierda, y una nueva ruta de igual tamaño y aspecto se abría hacia la derecha. No exactamente una curva. Más como una elección equitativa. Un cruce clásico en forma de Y. Mover apenas el volante a la izquierda, o mover apenas el volante a la derecha. Tu decisión. Ambas opciones se perdían de vista entre árboles que de tan imponentes en algunos lugares formaban un túnel.

    Había un cartel.

    Una flecha inclinada hacia la izquierda decía Portsmouth, y una flecha inclinada hacia la derecha decía Laconia. Pero la opción de la derecha estaba escrita en letra más pequeña, y tenía una flecha más pequeña, como si Laconia fuera menos importante que Portsmouth. Un mero desvío, a pesar de que la ruta era del mismo tamaño.

    Laconia, New Hampshire.

    Un nombre que Reacher conocía. Lo había visto en históricos papeles familiares de todo tipo, y lo había oído mencionar de vez en cuando. Era el lugar de nacimiento de su difunto padre, y donde había sido criado, hasta que a los diecisiete años se escapó para unirse a los Marines. Esa era la vaga leyenda familiar. De qué había escapado no había sido especificado. Pero nunca regresó. Ni una vez. Reacher mismo había nacido más de quince años después, momento para el cual Laconia ya era un detalle muerto del pasado lejano, tan remoto como el Territorio de Dakota, donde se decía que algún ancestro anterior había trabajado y vivido. Nadie de la familia fue nunca a ninguno de los dos lugares. Ninguna visita. Los abuelos murieron jóvenes y raramente se los mencionaba. Aparentemente no había tías o tíos o primos o ninguna otra clase de parientes lejanos. Lo que era estadísticamente poco probable, y sugería algún tipo de ruptura. Pero nadie más allá de su padre tenía alguna información verdadera, y nadie nunca hizo un verdadero intento por que él les diera alguna información. Ciertas cosas no se hablaban en las familias marines. Mucho después como capitán del Ejército a Joe, el hermano de Reacher, lo destinaron en el norte y dijo algo acerca de quizás intentar encontrar la vieja casa familiar, pero nunca salió nada de eso. Probablemente Reacher mismo había dicho algo así, de vez en cuando. Tampoco había estado nunca allí.

    Izquierda o derecha. Su decisión.

    Portsmouth era mejor. Tenía autopistas y tránsito y autobuses. Era un tramo recto hasta Boston. San Diego reclamaba. El noreste estaba a punto de ponerse frío.

    ¿Pero qué hacía un día más?

    Se dirigió a la derecha, y eligió la bifurcación en la ruta que llevaba a Laconia.

    En ese mismo momento del final de la tarde, a casi cincuenta kilómetros de distancia, yendo hacia el sur por otra ruta secundaria iba un Honda Civic en no muy buen estado, conducido por un hombre de veinticinco años llamado Shorty Fleck. Al lado de él en el asiento del acompañante iba una mujer de veinticinco años llamada Patty Sundstrom. Eran novio y novia, ambos nacidos y criados en Saint Leonard, que era un pequeño y distante pueblo en New Brunswick, Canadá. No pasaba mucho ahí. La noticia más importante en la memoria reciente del pueblo era de hacía diez años, cuando un camión que transportaba doce millones de abejas volcó en una curva. El diario local informó con orgullo que el accidente era el primero de esas características en New Brunswick. Patty trabajaba en un aserradero. Era la nieta de un tipo de Minnesota que se había escabullido hacia el norte cincuenta años atrás, para evitar ir a Vietnam. Shorty tenía unas tierras en las que producía papas. Su familia había vivido en Canadá desde siempre. Y él no era particularmente petiso. Quizás en algún momento lo había sido, de niño. Pero ahora él suponía que era lo que cualquier persona que lo viese llamaría un tipo promedio.

    Estaban tratando de llegar sin ninguna parada de Saint Leonard a Nueva York. Lo que mirase como se lo mirase era un viaje duro. Pero ellos veían una gran ventaja en hacerlo. Tenían algo para vender en la ciudad, y ahorrarse una noche en un hotel iba a maximizar la ganancia. Habían planeado la ruta, haciendo una vuelta hacia el oeste pare evitar a los veraneantes que desde las playas se dirigían a sus hogares, usando las rutas secundarias, el dedo aplastado de Patty en el mapa, su mirada recorriendo el horizonte en busca de curvas y carteles. Lo habían medido en el papel, y supusieron que era algo viable.

    Salvo que habían salido más tarde de lo que les habría gustado, debido un poco a la desorganización general, pero en mayor medida debido a que a la envejecida batería del Honda no le gustaban las recientemente frescas temperaturas otoñales que soplaban desde la Isla del Príncipe Eduardo. La demora los dejó en una larga fila en la frontera de Estados Unidos, y después el Honda empezó a recalentar, y necesitó que se lo tratara con cuidado por debajo de los ochenta kilómetros por hora durante un rato largo.

    Estaban cansados.

    Y hambrientos, y sedientos, y con ganas de ir al baño, y retrasados, y por detrás de lo planificado. Y frustrados. El Honda estaba recalentando de vuelta. La aguja estaba rozando el rojo. Había como un chirrido debajo del capot. Quizás faltaba aceite. No había manera de saberlo. Todas las luces del tablero habían estado encendidas continuamente durante los últimos dos años y medio.

    –¿Qué hay más adelante? –preguntó Shorty.

    –Nada –dijo Patty.

    Su dedo estaba sobre una zigzagueante línea roja, con la indicación de un número de tres dígitos, y a la que se la veía correr de norte a sur a través de una forma dentada sombreada verde pálido. Un área forestada. Que coincidía con lo que estaba afuera de la ventana. Los árboles se amontonaban, quietos y oscuros, cargados con las pesadas hojas del final del verano. El mapa mostraba acá y allá diminutas líneas rojas como de telaraña, como las venas en la pierna de una señora vieja, que eran presumiblemente todos caminos hacia algún lugar, pero ninguno grande. Ninguno con probabilidades de tener un mecánico o un lubricentro o agua para el radiador. La mejor opción estaba a unos treinta minutos, por unos caminos al este del sur, un pueblo con su nombre impreso no tan pequeño y en semibold, lo que quería decir que tenía que haber al menos una estación de servicio. Se llamaba Laconia.

    –¿Podemos hacer treinta kilómetros más? –dijo ella.

    Ahora la aguja estaba hundida en el rojo.

    –Quizás –dijo Shorty–. Si caminamos los últimos veintinueve.

    Disminuyó la velocidad y siguió avanzando con un hilo de nafta, lo que generaba menos calor nuevo en el motor, pero lo que también hacía que corriera menos aire por las aletas del radiador, por lo que el calor viejo no se podía ir tan rápido, por lo que en el corto plazo la aguja de la temperatura siguió subiendo. Patty arrastró la punta de su dedo hacia delante por el mapa, siguiendo el paso con lo que ella consideraba su velocidad estimada. Un poco más allá a la derecha había una vena como de telaraña. Un camino estrecho, que daba vueltas cruzando la tinta verde hacia algún lugar a más o menos tres centímetros. Sin el ruido del viento de su ventana que cerraba mal podía oír los ruidos del motor. Traqueteando, golpeando, rechinando. Empeorando.

    Entonces más adelante a la derecha vio la entrada a un camino estrecho. La vena como de telaraña, puntual. Pero más como un túnel que un camino. Estaba oscuro adentro. Los árboles se cerraban arriba. En la entrada sobre un poste torcido por las heladas había un cartel, que tenía atornilladas unas letras de plástico ornamentadas, y una flecha que apuntaba hacia el túnel. Las letras formaban la palabra Motel.

    –¿Deberíamos? –preguntó ella.

    Respondió el auto. La aguja de la temperatura estaba clavada en el tope. Shorty podía sentir el calor en las canillas. Todo lo que estaba por debajo del capot se estaba asando. Por un segundo se preguntó qué podría pasar si en cambio seguían de largo. La gente hablaba de motores que explotaban y se derretían. Que eran formas de decir, por supuesto. No iba a haber charcos de metal derretido. No iba a explotar nada. Simplemente se iba a morir, de manera pacífica. O se iba a parar. Iba a seguir rodando amablemente hasta detenerse.

    Pero en el medio de la nada, sin ningún tipo de tráfico y sin señal de celular.

    –No tenemos opción –dijo, y frenó y siguió y dobló hacia el túnel. De cerca vieron que las letras de plástico del letrero habían sido pintadas de dorado, con pincel fino y mano firme, como una promesa, como si el motel fuera un lugar de categoría. Había un segundo letrero, idéntico, que miraba hacia los conductores que venían del otro lado.

    –¿OK? –dijo Shorty.

    El aire se sentía frío en el túnel. Fácil quince grados menos que en la carretera principal. Las hojas caídas del otoño anterior y el barro del invierno anterior estaban todos apisonados en los costados.

    –¿OK? –volvió a preguntar Shorty.

    Pasaron por encima de un cable que cruzaba el camino de lado a lado. Una cosa gruesa de goma, no mucho más pequeña que una manguera de jardín. Como las que tenían en las estaciones de servicio, para hacer sonar un timbre adentro, para que el playero salga a ayudarte.

    Patty no respondió.

    –¿Cuán malo puede ser? –dijo Shorty–. Figura en el mapa.

    –El camino está marcado.

    –El letrero era lindo.

    –Sí –dijo Patty–. Coincido.

    Siguieron manejando.

    Dos

    Los árboles enfriaron y refrescaron el aire, por lo que Reacher se sintió a gusto manteniendo un ritmo constante de seis kilómetros por hora, que para su largo de piernas eran exactamente ochenta y ocho beats por minuto, que era exactamente el tempo de una buena cantidad de la mejor música, por lo que era un tiempo que se pasaba de manera agradable. Hizo treinta minutos, tres kilómetros, siete temas clásicos en su cabeza, y entonces escuchó detrás de sí sonidos verdaderos, y se dio vuelta y vio que una vieja pick-up se acercaba hacia él moviéndose de un lado para el otro, como si cada una de las ruedas quisiera ir en una dirección distinta.

    Reacher le hizo señas con el pulgar.

    La camioneta paró. Un tipo viejo con una barba larga y blanca se estiró adentro hacia el costado y bajó la ventanilla del pasajero.

    –Voy a Laconia –dijo.

    –Yo también –dijo Reacher.

    –Bueno, OK.

    Reacher se subió, y volvió a levantar la ventanilla. El viejo arrancó y recuperó la tambaleante marcha.

    –Supongo que esta es la parte en la que me dice que necesito neumáticos nuevos –dijo.

    –Es una posibilidad –dijo Reacher.

    –Pero a mi edad intento evitar gastar grandes sumas de capital. ¿Para qué invertir en el futuro? ¿Tengo algún futuro?

    –Ese argumento es más circular que sus neumáticos.

    –De hecho el chasis está torcido. Tuve un choque.

    –¿Cuándo?

    –Hace cerca de veintitrés años.

    –Entonces esto ahora para usted es normal.

    –Me mantiene despierto.

    –¿Cómo sabe hacia dónde tiene que dirigir el volante?

    –Te acostumbras. Como navegar a vela. ¿Por qué va a Laconia?

    –Pasaba por acá –dijo Reacher–. Mi padre nació ahí. Quiero verla.

    –¿Cuál es su apellido?

    –Reacher.

    El tipo viejo negó con la cabeza. Y dijo:

    –Nunca conocí a nadie en Laconia que se llamara Reacher.

    La razón de la bifurcación previa en forma de Y en la ruta resultó ser un lago, lo suficientemente ancho como para hacer que los conductores norte-sur tuvieran que elegir un lado, orilla derecha y orilla izquierda. Reacher y el viejo se zarandearon y se sacudieron a lo largo de la orilla derecha, lo que era mecánicamente estresante, pero visualmente bello, porque la vista era deslumbrante y el sol estaba a menos de una hora de ponerse. Después vino Laconia misma. Era un lugar más grande de lo que Reacher esperaba. Quince o veinte mil personas. Una capital de condado. Sólida y próspera. Había edificios de ladrillo y prolijas calles antiguas. El sol bajo y rojo hacía parecer que estaban en una película vieja.

    La zarandeante pick-up se tambaleó hasta quedar detenida en una esquina céntrica. El viejo dijo:

    –Laconia.

    –¿Cuánto cambió? –dijo Reacher.

    –Por acá, no mucho.

    –Crecí pensando que era más pequeña.

    –La mayoría de las personas recuerdan que las cosas eran más grandes.

    Reacher le agradeció al tipo el aventón, y se bajó, y vio cómo la camioneta se alejaba chirriando, cada neumático insistiendo en que los otros tres estaban equivocados. Después se dio vuelta y caminó unas cuadras al azar, dándose una idea de qué podía haber dónde, en particular dos destinos específicos para empezar con la búsqueda al día siguiente, y dos para atención inmediata esa misma tarde, el primero un lugar para comer, y el segundo un lugar para dormir.

    Ambas cosas estaban disponibles, un poco al estilo de un centro histórico. Comida saludable, ningún lugar medía más que el ancho de dos mesas. Ningún motel en la ciudad, pero sí muchas hosterías y muchos bed and breakfast. Comió en un estrecho bistró, porque una camarera le sonrió por la ventana, después de un momento de incomodidad cuando ella le trajo el pedido. Que era una especie de ensalada que tenía carne, que era la opción del menú que pensó que sería la más nutritiva. Pero cuando llegó era diminuta. Después pidió una segunda vez, y un plato más grande. Al principio la camarera no entendió bien. Pensó que había algo mal con el primer pedido. O con el tamaño del plato. O ambas cosas. Después entendió. Tenía hambre. Quería dos porciones. Le preguntó si necesitaba algo más. Pidió una taza más grande para el café.

    Más tarde deshizo su recorrido hacia unos alojamientos que había visto, en una calle lateral cerca de las oficinas de la municipalidad. Había lugar en la hostería. Las vacaciones habían terminado. Pagó una buena suma por lo que el posadero llamó una suite, pero que él llamó una habitación con un sofá y un exceso de estampados de flores y almohadas de plumas. Removió de la cama una docena y puso sus pantalones debajo del colchón para plancharlos. Después se dio una larga ducha caliente, y se metió debajo de las sábanas, y se fue a dormir.

    El túnel a través de los árboles resultó tener más de tres kilómetros de largo. Patty Sundstrom siguió las curvas con el dedo en el mapa. Debajo de las ruedas del Honda había un asfalto ya gris y con baches, la superficie terminada ya del todo salida en algunos lugares por la escorrentía, dejando unos agujeros poco profundos del tamaño de mesas de pool, algunos puro cemento, algunos rellenos con ripio, algunos llenos de una pasta de hojas podridas todavía húmedas de la primavera, porque por encima el frondoso follaje era espeso y continuo, excepto por un lugar de veintialgo de metros en el que no crecían árboles. Había una barra rosa brillante de cielo abierto. Quizás una estrecha costura de tierra distinta, o una repentina escarpadura subterránea de piedra maciza, o una rareza hidráulica sin agua de napa, o con demasiada. Después el filo de cielo quedó atrás de ellos. Quedaron otra vez en el túnel. Shorty Fleck estaba yendo despacio, para evitar los golpes y cuidar el motor. Se preguntó si debería encender las luces.

    Después el follaje se adelgazó por segunda vez, con la promesa de más por venir, como si un gran claro estuviera en camino, como si estuvieran llegando a algún lugar. Lo que vieron fue que adelante el camino salía de los árboles y recorría en línea recta una hectárea de descampado, y la delgada cinta gris de repente desnuda y expuesta a la última luz del día. Su destino era un grupo de tres considerables construcciones de madera, dispuestas una después de otra en una curva circular hacia la derecha, quizás cincuenta metros entre la primera y la última. Las tres estaban pintadas de rojo mate, con molduras blanco brillante. Recortadas contra el pasto verde se veían como clásicas estructuras de Nueva Inglaterra.

    El edificio que estaba más cerca era un motel. Como una imagen en un libro infantil. Como para aprender el ABC. M de Motel. Era largo y bajo, hecho con tablones rojo mate, con un techo a dos aguas con tejas gris pizarra, y un letrero de neón rojo que decía Oficina en la primera ventana, y después una puerta con contraventana para el depósito, y después un patrón que se repetía, de una ventana ancha con una unidad exterior de aire acondicionado y dos reposeras de plástico debajo, y una puerta con un número, y otra ventana ancha con la misma unidad exterior y las mismas sillas, y otra puerta con número, y así, todo hasta el final. Había en total doce habitaciones, todas en línea. Pero no había ningún auto estacionado en la puerta de ninguna. Daba la impresión de que no había ninguna alquilada.

    –¿OK? –dijo Shorty.

    Patty no respondió. Shorty detuvo el auto. A la distancia de mano derecha vieron que el segundo edificio era más corto de un extremo al otro, pero mucho más alto y profundo del frente al fondo. Una especie de granero. Pero no para animales. La rampa de cemento estaba notablemente limpia. No había ninguna bosta, para decirlo sin vueltas. Era una especie de taller. Afuera adelante había nueve cuatriciclos todoterreno. Como motos normales, pero con cuatro neumáticos gruesos en vez de dos lisos. Estaban alineados en tres filas de tres, con precisión milimétrica.

    –Quizás son Honda –dijo Patty–. Quizás esta gente sabe cómo arreglar el auto.

    Al final de la hilera el tercer edificio era una casa normal, de construcción sencilla pero tamaño generoso, rodeada por una galería con mecedoras .

    Shorty avanzó con el auto, y se volvió a detener. El asfalto se estaba por terminar. Diez metros antes del estacionamiento vacío del motel. Estaba por bajar dando un golpe a una superficie mantenida por su propio dueño que su ojo experto de productor de papas le dijo que estaba conformada por partes iguales de grava, barro, yuyos secos y yuyos verdes. Vio al menos cinco especies que él hubiese preferido no tener en su propia tierra.

    El final del asfalto daba la sensación de un umbral. De una decisión.

    –¿OK? –volvió a decir.

    –Está vacío –dijo Patty–. No hay ningún huésped. ¿Cuán extraño es eso?

    –La temporada terminó.

    –¿Como apretando un botón?

    –Siempre se están quejando de eso.

    –Es el medio de la nada.

    –Es un lugar para una escapada. Sin movimiento, sin barullo.

    Patty se quedó un rato en silencio. Después dijo:

    –Supongo que se ve bien.

    –Yo creo que es esto o nada –dijo Shorty.

    Patty recorrió la estructura del motel de izquierda a derecha, las proporciones simples, el techo sólido, los tablones duros, la pintura reciente. Se había realizado el mantenimiento necesario, pero nada llamativo. Era un edificio honesto. Podría haber estado en Canadá.

    –Echemos un vistazo –dijo.

    Bajaron del asfalto dando un golpe y traquetearon sobre la superficie despareja y estacionaron afuera de la oficina. Shorty pensó un segundo y apagó el motor. Más seguro que dejarlo encendido. En caso de metal derretido y explosiones. Si no volvía a arrancar, mala suerte. Ya estaba lo suficientemente cerca de donde necesitaba estar. Podían pedir la habitación uno, de ser necesario. Tenían una valija enorme, llena de lo que pensaban vender. Se podía quedar en el auto. Aparte de eso no tenían mucho más que acarrear.

    Salieron del auto y entraron a la oficina. Había un tipo detrás del mostrador de recepción. Tenía más o menos la misma edad que Shorty, y que Patty, promediando los veinte, quizás uno o dos años más. Tenía pelo corto y rubio, prolijamente peinado, y un buen bronceado, y ojos azules, y dientes blancos, y una sonrisa lista. Pero parecía un poco fuera de contexto. Al principio Shorty lo tomó como una cosa de verano que había visto en Canadá, donde a un chico bien educado lo mandan a hacer un trabajo tonto en el campo, para armar su currículum, o para expandir sus horizontes, o encontrarse a sí mismo, o algo así. Pero este tipo era cinco años demasiado viejo como para eso. Y detrás de su saludo tenía un aire de propietario. Estaba diciendo bienvenidos, sin duda, pero a mi casa. Como si el lugar fuera suyo.

    Quizás era así.

    Patty le dijo que necesitaban una habitación, y que se preguntaban si quienquiera que fuese que cuidara los cuatriciclos no le podría echar un vistazo al auto, o de no ser así, que apreciarían mucho el número de teléfono de un buen mecánico. De ser posible no una grúa.

    El tipo sonrió y preguntó:

    –¿Qué le pasa al auto?

    Sonaba como cualquier tipo joven de las películas que trabajaba en Wall Street y usaba traje y corbata. Lleno de una confianza tersa. Probablemente bebía champagne. La codicia es buena. No el tipo de persona favorita de un productor de papas.

    –Está recalentando y haciendo unos ruidos raros como de golpes debajo del capot –dijo Patty.

    El tipo sonrió con otra sonrisa, esta una modesta pero dominante sonrisa estilo amo del universo junior, y dijo:

    –Entonces supongo que podemos echarle un vistazo. Suena como si estuviera bajo de líquido refrigerante, y bajo de aceite. Que son dos cosas fáciles de arreglar, a no ser que algo esté perdiendo. Eso dependería de qué repuestos se necesiten. Quizás podemos adaptar alguna cosa. De no ser así, como tú dijiste, conocemos algunos buenos mecánicos. En cualquiera de los dos casos, no hay nada que hacer hasta que no enfríe del todo. Estaciónenlo fuera de su habitación durante la noche, y mañana a la mañana lo primero que haremos será revisarlo.

    –¿Exactamente a qué hora? –preguntó Patty, pensando en lo retrasados que estaban, pero también pensando en caballos regalados y dientes.

    El tipo dijo:

    –Acá todos nos levantamos con el sol.

    Ella dijo:

    –¿Cuánto cuesta la habitación?

    –Después del Día del Trabajo, antes de que lleguen los amantes del otoño, digamos cincuenta dólares.

    –OK –dijo ella, aunque no realmente, pero estaba otra vez pensando en caballos regalados, y en lo que había dicho Shorty, que era esto o nada.

    –Les daremos la habitación diez –dijo el tipo–. Hasta ahora es la primera que renovamos. De hecho la acabamos de terminar. Van a ser sus primeros huéspedes. Esperamos que nos hagan el honor.

    Tres

    Reacher se despertó un minuto pasadas las tres de la mañana. Todos los clichés: despierto de golpe, instantáneamente, como apretando un botón. No se movió. Ni siquiera tensionó brazos y piernas. Simplemente se quedó ahí, mirando la oscuridad, escuchando atento, concentrándose al cien por cien. No una reacción adquirida. Un instinto primitivo, preparado por la evolución al fondo, en la parte de atrás de su cerebro. Una vez había estado en California del Sur, bien dormido con las ventanas abiertas una noche hermosa, y se había despertado de golpe, instantáneamente, como apretando un botón, porque en su sueño había olido un hilo de humo. No humo de cigarrillo o un edificio en llamas, sino la ladera de una colina incendiada a sesenta kilómetros de distancia. Un olor prehistórico. Como un incendio fuera de control avanzando a toda velocidad por una antigua sabana. Al que sus ancestros le ganaban dependiendo de quién se levantara más rápido y saliera antes. Enjuagar y repetir, durante cientos de generaciones.

    Pero no había humo. No un minuto pasadas las tres de esa mañana en particular. No en esa habitación de hotel en particular. ¿Entonces qué lo despertó? No vista o tacto o gusto, porque había estado solo en la cama con los ojos cerrados y las cortinas también y nada en la boca. Oído, pues. Había escuchado algo.

    Esperó que se repitiera. Algo que consideró una debilidad evolutiva. El producto no era aún perfecto. Era todavía un proceso de dos pasos. Una vez para despertarte, y una segunda vez para decirte qué era. Mejor hacer las dos cosas juntas, seguro, en la primera vez.

    No escuchó nada. Ya no muchos sonidos seguían siendo sonidos para el cerebro reptiliano. El paso o el siseo de un antiguo depredador era poco probable. Las ramitas de bosque más cercanas como para ser pisadas y quebradas sonoramente estaban a kilómetros de distancia más allá de los límites de la ciudad. No mucho más asustaba al córtex primitivo. No en el reino del sonido. A los sonidos más nuevos se los procesaba en otro lado, en la parte frontal del cerebro, que estaba bien alerta de los raspones y chasquidos de las amenazas modernas, pero que no tenía la antigüedad como para despertar de un sueño satisfactorio y profundo a una persona.

    ¿Entonces qué lo despertó? El único otro sonido verdaderamente antiguo era un pedido de ayuda. Un grito, o una súplica. No un chillido moderno, o un festejo o unas carcajadas. Algo profundamente primitivo. La tribu, siendo atacada. En la parte más lejana. Una alarma temprana y distante.

    No escuchó más nada. No se repitió. Salió de debajo de las sábanas y prestó atención en la puerta. No escuchó nada. Agarró una almohada de plumas y tapó la mirilla. Ninguna reacción. Ningún disparo en el ojo. Miró afuera. No vio nada. Un pasillo brillante y vacío.

    Corrió las cortinas y miró la ventana. Nada ahí. Nada en la calle. Oscuridad total. Todo tranquilo. Se volvió a meter en la cama y le dio unos golpes a la almohada para que recuperase la forma y se volvió a dormir.

    Patty Sundstrom también se despertó un minuto pasadas las tres. Había dormido cuatro horas y entonces algún tipo de agitación subconsciente se había abierto camino y la había despertado. No se sentía bien. No por dentro, como sabía que debería. En parte tenía la demora en la cabeza. En el mejor de los casos llegarían a la ciudad promediando el día siguiente. No las mejores horas para hacer negocios. Por encima de lo cual estaban los cincuenta dólares extra por la habitación. Además del auto que era una cantidad desconocida. Podía costar una fortuna. Si se necesitaban repuestos. Si se tenía que adaptar algo. Los autos eran geniales hasta que no lo eran. Aun así, el motor había arrancado cuando salieron de la oficina. El tipo del motel no parecía muy preocupado al respecto. Puso cara de que todo iba bien. No fue hasta la habitación con ellos. Lo

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