Escenario de Guerra
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Andrea Jeftanovic convence al escribir (...). Claramente su escritura no ha optado por lo fácil y Escenario de guerra está lejos de ser un relato simplón sobre las penurias de lo femenino. Más bien, la escritora indaga en las estructuras de la identidad y con el soporte de una postura literaria, arma su puesta en escena.
Javier Edwards Renard
Revista de Libros de El Mercurio
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Escenario de Guerra - Andrea Jeftanovic
Andrea Jeftanovic
ESCENARIO DE GUERRA
ESCENARIO DE GUERRA
© Andrea Jeftanovic
© ebooks Patagonia
Enero, 2012
ISBN 978-956-8992-20-0
Arte de portada: Héctor Calvo
Diagramación: Alexei Alikin
Prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, por cualquier medio, sin permiso por escrito de editorial ebooks Patagonia.
www.ebookspatagonia.com
info@ebookspatagonia.com
No quiero quedar fijada, inmovilizada. Me estremezco y tiemblo como la hoja del seto, ahora, sentada en el borde de la cama, colgantes los pies y con un nuevo día abriéndose ante mí. Tengo cincuenta años, tengo sesenta años, por delante. Nada he gastado de mi herencia. Estoy en los inicios.
Virginia Woolf
Sabe por qué le asustan las visitas que caminan sobre sus alfombras: bajo ellas hay miles de cartas sin abrir.
Elías Canetti
ACTO I
Función a solas
Me siento en la última fila. Desde aquí el resto de los asientos vacíos se extienden como hileras de tumbas. Se abren las cortinas, estoy en el sombrío comedor de mi casa. Hay algunos elementos: unas estatuas de piedra y el cuero de un lobo aplastado. En una esquina hay una mesa con cinco sillas, la de la cabecera cojea. Unos rosetones desteñidos estampan el papel mural. Comienza la función de mi infancia. Sucesivos cambios de casa, no podemos anclarnos en ningún punto fijo. El camión de mudanzas estacionado a un costado de la acera, los colchones resbalándose del techo y siempre mi triciclo en lo más alto de la pirámide.
Estoy hundida en el sillón de felpa. Hago dibujos sobre su tapiz tornasol. Escribo una frase secreta en el respaldo. Me arrepiento y borro a contrapelo el jeroglífico. Escucho a mamá llamándome desde la calle. Mis pisadas repiquetean sobre las palmetas de parqué; el escenario se transforma en un pasillo infinito. Cruzo el luminoso umbral. Como en un ritual de despedida doy la última vuelta por el jardín. Del aseo a medio hacer quedan unos trapos húmedos amontonados sobre los pastelones del patio. Recojo un paño y limpio la ventana de la casa que estamos abandonando. Han olvidado a mi muñeca Patricia a los pies de la escalera. Me quedo mirándola hasta que el brazo de mi madre me arrastra hacia el auto con el motor en marcha. Lloro con mi cara apoyada contra la fría ventana trasera sin que nadie lo note.
Se superponen las ventanas de las casas en las que he vivido: un ventanal gigante que daba a la calle desierta, un tragaluz subterráneo, un armazón de madera hinchado por la humedad del mar, unos barrotes de fierro oxidado que enfilaban una avenida con palmeras, una cristalera que pasó un año trizada. La casa con mis papás, sin mi mamá, con mis hermanos, con unos señores que no conozco. Primero mi habitación en el segundo piso con Adela y Davor. Después en un estrecho departamento sólo con papá. Mi cama angosta o mi lecho amplio, que es el mismo de mamá. Nuestras cosas en bolsas, en cajas de cartón, en antiguas valijas amarradas con cinturones. En mi pequeña maleta llevo la foto de una vecina que fue mi mejor amiga. Conservo una botella de vidrio en la que mezclo tierra de todos los jardines donde he jugado.
Odio la casa de la avenida con palmeras. Ahí comenzó todo… Están arreglando el inmueble. Van a pintar las paredes, la casa está alfombrada con papel de diario. Las puertas descascaradas y todo lleno de polvo. Camino por las habitaciones y el periódico se rasga, crepita. Me encuentro con Lorenzo. Así se llama el maestro que merodea la casa vestido con un mameluco de tela. Tiene los ojos negros, los brazos velludos, los hombros rectos. Mientras desliza el pincel silba una canción de la radio. Pide permiso cada vez que cruza una nueva habitación. Pinta la cocina, permiso, pinta la sala de estar, permiso, ahora mi cuarto, permiso. Almuerza un bocadillo en la cocina. Duerme una siesta en el patio con el torso desnudo. En la tarde barniza por segunda vez las paredes que pintó en la mañana. Aspiro y la casa huele a un diluyente que embriaga. El maestro le enciende un cigarrillo a mamá, después se encierran en el comedor mucho rato. Pienso en sus cejas que enmarcan una mirada oscura. No tengo reloj, pero sé que es demasiado tiempo. A través de la puerta escucho el crepitar de las hojas de periódico. El pestillo de la puerta me mira con su ojo miope. Apoyada en la ventana alcanzo a contar veintisiete autos que pasan por la calle.
Un tiempo después levanto el auricular, escucho que alguien le dice a mamá te quiero y después ríe. Es el maestro. Lo reconozco por esa voz carrasposa. Papá está lavándose los dientes. Grito, pateo las paredes, me arranco los botones del piyama. Papá sale apresurado del baño babeando pasta. Pregunta qué pasa. Mamá levanta una ceja y dice, es otra de sus pataletas. Mi corazón es un tambor, sus golpes aumentan de volumen. Tacatacatá. Se ha apoderado de mí un hipo que resuena bajo mi pecho. La percusión se acelera. Ella me pasa un vaso con agua y azúcar, apaga la luz del dormitorio, cierra la puerta. Ahora mi llanto resuena contra la almohada. Resplandecen en mi cabeza las chispas de ese cigarro compartido. Me mira de nuevo el ojo cíclope de la cerradura del comedor que ofrece una sinopsis en la mirilla tuerta. Los focos de los autos que pasan por la calle iluminan una esquina de mi habitación. Sus formas se dibujan en la pared. Una camioneta acaba de dejar su cabina dibujada en el muro frente a mi cama.
Entonces se escucha un rumor tras bambalinas. El director de la obra anuncia que esto ha sido sólo un extracto, una escena. Una función a solas. Se sube el telón, comienza el primer acto.
Tengo la misma edad de papá
Tengo la misma edad de papá. Él se detuvo a los nueve años cuando comenzó la guerra. Yo tampoco quiero crecer más, deseo acompañarlo en su tristeza de nueve años. Papá duerme con la luz prendida al igual que yo. Dice que en la oscuridad pueden entrar los árboles negros. Papá teme a la sirena de mediodía. A esa hora un oficial de bigote lo saluda con su brazo alzado. Papá es un niño de un metro noventa, talla XL, manos arrugadas. Tengo los mismos años que papá. Sólo que él ha cumplido varias veces la misma edad.
Papá tiene siempre la misma pesadilla. Él en una estación de trenes vacía. Piensa que la mano de Dios lo dejó en el andén equivocado: cuando giro la cabeza veo multiplicarse los rostros perdidos de los niños. La mirada ausente de las mujeres. La espalda encorvada de los hombres. Tengo los puños cerrados. Todos ellos peregrinan cabizbajos por este paisaje atómico. Son cientos, son miles que arrastran sus pies sobre los rieles de metal. Y tengo los puños cerrados. Estos seres abordan los vagones. Sigo con los puños cerrados. Suena el silbato agudo. Las ruedas de fierro se ponen en movimiento. Comienzo a andar con los puños cerrados. Las sombras de los vagones reptan el suelo. Los veo alejarse haciéndome señas con sus manos que se asoman por estrechas ventanas. Corro sobre los durmientes con los puños cerrados. Los contemplo hasta que la oscuridad de un túnel se traga las últimas figuras. Corro y corro detrás del tren, pero quedó a medio camino, en la dirección opuesta.
Papá está ausente mientras lee el diario y piensa en la guerra. Saca cuentas, suma, resta; extrae el promedio aritmético de esa época. Yo le digo que olvide, que en casa no hay más que soldados de plomo, pistolas de agua. Dice que alambres de púas rodean sus sueños. Papá se retrasa porque piensa en la guerra. Una marcha de botas galopa hacia sus oídos. Siempre lleva pan en sus bolsillos. Me prohibió leer libros de historia, anota un año en sus piernas. No sabe que escondo una enciclopedia debajo de la cama y que yo también registro esa fecha. Vigila la despensa, contabiliza los alimentos no perecibles: tarros en conserva, paquetes de arroz, bolsas de legumbres engrosan su lista. Todos los días hace el inventario de la caja fuerte.
Siento deseos de abrazar a papá y anunciarle que la guerra ha terminado; pero cada uno llora a solas en su dormitorio. Dos mil cuatrocientos cincuenta y siete, es el número que papá sin saberlo me escribe en el brazo cuando cumplo nueve años. Esa es la cifra que me duele, es la cantidad de días que duró la guerra, todas las lágrimas que papá ha llorado. Conmemoro mi noveno aniversario con un número de cuatro dígitos. Anexo el 2, el 4, más el 5 y el 7. Miro a papá pasar el día abriendo y cerrando el diario. Dos mil cuatrocientos cincuenta y siete son los días que a papá le deben.
Una vez desde la azotea de la casa de su niñez, papá ve a dos soldados tocar la puerta. Los dos hombres conversan en voz baja con su madre en el recibo. Mientras espera en el tejado, se mueve nervioso de un lado para otro. Siente en sus pies el alquitrán caliente. Desde lo alto ve que se llevan a su padre sujeto de los brazos. Hay una dentellada de fuego en el horizonte. Siempre recordará que esa tarde de verano no le salió la voz para preguntarle a su padre adónde iba, a qué hora regresaba. Tampoco le pudo decir adiós. En las semanas siguientes interrogará a todos los uniformados