Vida y destino
Por Vasili Grossman
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Vida y destino - Vasili Grossman
Foto cedida por Andrew Nurnberg Associates
Vasili Grossman
(Berdíchev, 1905 – Moscú, 1964). Escritor y periodista ruso, cubrió con sus crónicas la batalla de Stalingrado y fue el primero en dar noticia al mundo de la existencia de los campos de exterminio nazis. Escritores como Maksim Gorki alabaron en su día la obra literaria de Grossman. Autor de novelas y relatos, Vida y destino es su obra cumbre, el Guerra y paz de la Segunda Guerra Mundial, cuya publicación sería prohibida por el régimen soviético de Jrushov y le valdría a su autor la condena al ostracismo. Su retrato de la sociedad de la URSS con el trasfondo de la guerra había puesto en evidencia el desmoronamiento moral e ideológico del comunismo y la fortaleza del alma humana ante el terror. Tras ser recuperada milagrosamente una copia del manuscrito, la obra pudo editarse allende las fronteras de la URSS en los años ochenta –de donde salió clandestinamente microfilmada– y se convirtió en un referente literario e intelectual. Grossman no llegaría a verla publicada.
Vida y destino consigue emocionar, conmover y perturbar al lector desde la primera línea y resiste –si no supera– la comparación con otras obras maestras como Guerra y paz o Doctor Zhivago. En la batalla de Stalingrado, el ejército nazi y las tropas soviéticas escriben una de las páginas más sangrientas de la historia. Pero la historia también está hecha de pequeños retazos de vida de la gente que lucha para sobrevivir al terror del régimen estalinista y al horror del exterminio en los campos, para que la libertad no sea aplastada por el yugo del totalitarismo, para que el ser humano no pierda su capacidad de sentir y amar. En la literatura hay pocas novelas que hayan logrado transmitir esto con tanta intensidad. Vida y destino es una novela de guerra, una saga familiar, una novela política, una novela de amor. Es todo eso y mucho más. Vasili Grossman aspiraba quizás a cambiar el mundo con su novela pero lo que es seguro es que Vida y destino le cambia la vida a quien se adentra en sus páginas.
Título de la edición original: Zhizn i sudbá
Traducción del ruso: Marta-Íngrid Rebón Rodríguez
Publicado por:
Galaxia Gutenberg, S.L.
Av. Diagonal, 361, 2.º 1.ª
08037-Barcelona
info@galaxiagutenberg.com
www.galaxiagutenberg.com
Edición en formato digital: enero 2016
© Éditions l’Age d’Homme and the Estate of Vassili Grossman, 1980-1991
© The Estate of Vassili Grossman, 1992
Esta novela fue publicada originalmente por Éditions l’Age d’Homme
© de la traducción: Marta-Íngrid Rebón Rodríguez, 2007
© Galaxia Gutenberg, S.L., 2016
Fotografía de portada: Arkady Shaiked @Ria novosti
Conversión a formato digital: Maria Garcia
ISBN Galaxia Gutenberg: 978-84-16495-74-0
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede realizarse con la autorización de sus titulares, a parte las excepciones previstas por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 45)
A la memoria de mi madre,
Yekaterina Savélievna Grossman.
PRIMERA PARTE
1
La niebla cubría la tierra. La luz de los faros de los automóviles reverberaba sobre la línea de alta tensión que bordeaba la carretera.
No había llovido, pero al amanecer la humedad había calado en la tierra y, cuando el semáforo indicó prohibido, una vaga mancha rojiza apareció sobre el asfalto mojado. El aliento del campo de concentración se percibía a muchos kilómetros de distancia: los cables del tendido eléctrico, las carreteras, las vías férreas, todo confluía en dirección a él, cada vez con mayor densidad. Era un espacio repleto de líneas rectas; un espacio de rectángulos y paralelogramos que resquebrajaba el cielo otoñal, la tierra, la niebla.
Unas sirenas lejanas lanzaron un aullido suave y prolongado.
La carretera discurría junto a la vía, y una columna de camiones cargados de sacos de cemento circuló durante un rato casi a la misma velocidad que el interminable tren de mercancías. Los chóferes de los camiones, enfundados en sus capotes militares, no miraban los vagones que corrían a su lado, ni las caras pálidas que viajaban en el interior.
De la niebla emergió el recinto del campo: filas de alambradas tendidas entre postes de hormigón armado. Los barracones alineados formaban calles largas y rectilíneas. Aquella uniformidad expresaba el carácter inhumano del enorme campo.
Entre millones de isbas rusas no hay ni habrá nunca dos exactamente iguales. Todo lo que vive es irrepetible. Es inconcebible que dos seres humanos, dos arbustos de rosas silvestres sean idénticos... La vida se extingue allí donde existe el empeño de borrar las diferencias y las particularidades por la vía de la violencia.
La mirada apresurada pero atenta del canoso maquinista seguía el desfile de los postes de hormigón, los altos pilares coronados por reflectores giratorios, las torres de observación donde se vislumbraba, como a la luz vítrea de una farola, al centinela apostado detrás de la ametralladora. El maquinista guiñó un ojo a su ayudante; la locomotora lanzó una señal de aviso. Apareció de repente una garita iluminada por una lámpara eléctrica, luego una hilera de automóviles detenidos en el paso a nivel, bloqueados por una barrera a rayas y el disco del semáforo, rojo como el ojo de un toro.
De lejos se oyeron los pitidos de un tren que se acercaba. El maquinista se volvió hacia el ayudante:
–Ése es Zucker, lo reconozco por el fuerte pitido; ha descargado la mercancía y se vuelve de vacío a Múnich.
El tren vacío provocó un gran estruendo al cruzarse con aquel otro tren que se dirigía al campo; el aire desgarrado chilló, las luces grises entre los vagones centellearon, y, de repente, el espacio y la luz matutina del otoño, despedazada en fragmentos, se unieron en una vía que avanzaba regularmente.
El ayudante del maquinista, que había sacado un espejito del bolsillo, se examinó la sucia mejilla. Con un gesto de la mano, el maquinista le pidió que se lo pasara.
–Francamente, Genosse¹ Apfel –le dijo el ayudante, excitado–, de no ser por la maldita desinfección de los vagones podríamos regresar a la hora de la comida y no a las cuatro de la madrugada, muertos de cansancio. Como si no pudiéramos hacerlo allí, en nuestro depósito.
Al viejo le aburrían las sempiternas quejas sobre la desinfección.
–Da un buen pitido –dijo–, nos mandan directamente a la plataforma de descarga principal.
2
En el campo de concentración alemán, Mijaíl Sídorovich Mostovskói tuvo oportunidad, por vez primera después del Segundo Congreso del Komintern, de aplicar su conocimiento de lenguas extranjeras. Antes de la guerra, cuando vivía en Leningrado, había tenido escasas ocasiones de hablar con extranjeros. Ahora recordaba los años de emigración que había pasado en Londres y en Suiza, donde él y otros camaradas revolucionarios hablaban, discutían, cantaban en muchas lenguas europeas.
Guardi, el sacerdote italiano que ocupaba el catre junto a Mostovskói, le había explicado que en el Lager vivían hombres de cincuenta y seis nacionalidades.
Las decenas de miles de habitantes de los barracones del campo compartían el mismo destino, el mismo color de tez, la misma ropa, el mismo paso extenuado, la misma sopa a base de nabo y sucedáneo de sagú que los presos rusos llamaban «ojo de pescado».
Para las autoridades del campo, los prisioneros sólo se distinguían por el número y el color de la franja de tela que llevaban cosida a la chaqueta: roja para los prisioneros políticos, negra para los saboteadores, verde para los ladrones y asesinos.
Aquella muchedumbre plurilingüe no se comprendía entre sí, pero todos estaban unidos por un destino común. Especialistas en física molecular o en manuscritos antiguos yacían en el mismo camastro junto a campesinos italianos o pastores croatas incapaces de escribir su propio nombre. Un hombre que antes pedía el desayuno a su cocinero y cuya falta de apetito inquietaba al ama de llaves, ahora marchaba al trabajo al lado de aquel otro que toda su vida se había alimentado a base de bacalao salado. Sus suelas de madera producían el mismo ruido al chocar contra el suelo y ambos miraban a su alrededor con la misma ansiedad para ver si llegaban los Kostträger, los portadores de los bidones de comida, los «kostrigui» como los llamaban los prisioneros rusos.
Los destinos de los hombres del campo, a pesar de su diversidad, acababan por semejarse. Tanto si su visión del pasado se asociaba a un pequeño jardín situado al borde de una polvorienta carretera italiana, como si estaba ligada al bramido huraño del mar del Norte o a la pantalla de papel anaranjado en la casa de un encargado en las afueras de Bobruisk, para todos los prisioneros, del primero al último, el pasado era maravilloso.
Cuanto más dura había sido la vida de un hombre antes del campo, mayor era el fervor con el que mentía. Aquellos embustes no servían a ningún objetivo práctico; representaban un himno a la libertad: un hombre fuera del campo no podía ser desgraciado...
Antes de la guerra aquel campo se denominaba campo para criminales políticos.
El nacionalsocialismo había creado un nuevo tipo de prisioneros políticos: los criminales que no habían cometido ningún crimen.
Muchos ciudadanos iban a parar al campo por haber contado un chiste de contenido político o por haber expresado una observación crítica al régimen hitleriano en una conversación entre amigos. No habían hecho circular octavillas, no habían participado en reuniones clandestinas. Se los acusaba de ser sospechosos de poder hacerlo.
La reclusión de prisioneros de guerra en los campos de concentración para prisioneros políticos era otra de las innovaciones del fascismo. Allí convivían pilotos ingleses y americanos abatidos sobre territorio alemán, comandantes y comisarios del Ejército Rojo. Estos últimos eran de especial interés para la Gestapo y se les exigía que dieran información, colaboraran, suscribieran toda clase de proclamas.
En el campo había saboteadores: trabajadores que se habían atrevido a abandonar el trabajo sin autorización en las fábricas militares o en las obras en construcción. La reclusión en campos de concentración de obreros cuyo trabajo se consideraba deficiente también era un hallazgo del nacionalsocialismo.
Había en el campo hombres con franjas de tela lila en las chaquetas: emigrados alemanes huidos de la Alemania fascista. Era ésta, asimismo, una novedad introducida por el fascismo: todo aquel que hubiera abandonado Alemania, aun cuando se hubiera comportado con lealtad a ella, se convertía en un enemigo político.
Los hombres que llevaban una franja verde en la chaqueta, ladrones y malhechores, gozaban de un estatus privilegiado: las autoridades se apoyaban en los delincuentes comunes para vigilar a los prisioneros políticos.
El poder que ejercía el preso común sobre el prisionero político era otra manifestación del espíritu innovador del nacionalsocialismo.
En el campo había hombres con un destino tan peculiar que no habían podido encontrar tela de un color que se ajustara convenientemente al suyo. Pero también el encantador de serpientes indio, el persa llegado de Teherán para estudiar la pintura alemana, el estudiante de física chino habían recibido del nacionalsocialismo un puesto en los catres, una escudilla de sopa y doce horas de trabajo en el Plantage.
Noche y día los convoyes avanzaban en dirección a los campos de concentración, a los campos de la muerte. El ruido de las ruedas persistía en el aire junto al pitido de las locomotoras, el ruido sordo de cientos de miles de prisioneros que se encaminaban al trabajo con un número azul de cinco cifras cosido en el uniforme. Los campos se convirtieron en las ciudades de la Nueva Europa. Crecían y se extendían con su propio trazado, sus calles, plazas, hospitales, mercadillos, crematorios y estadios.
Qué ingenuas, qué bondadosamente patriarcales parecían ahora las viejas prisiones hacinadas en los suburbios urbanos en comparación con aquellas ciudades del campo, en comparación con el terrorífico resplandor rojo y negro de los hornos crematorios.
Uno podría pensar que para controlar a aquella enorme masa de prisioneros se necesitaría un ejército de vigilantes igual de enorme, millones de guardianes. Pero no era así. Durante semanas no se veía en los barracones un solo uniforme de las SS. En las ciudades-Lager eran los propios prisioneros los que habían asumido el deber de la vigilancia policial. Eran ellos los que velaban por que se respetara el reglamento interno en los barracones, los que cuidaban de que a sus ollas sólo fueran a parar las patatas podridas y heladas, mientras que las buenas y sanas se destinaban al aprovisionamiento del ejército.
Los propios prisioneros eran los médicos en los hospitales, los bacteriólogos en los laboratorios del Lager, los porteros que barrían las aceras de los campos. Eran incluso los ingenieros que procuraban la luz y el calor en los barracones y que suministraban las piezas para la maquinaria.
Los kapos –la feroz y enérgica policía de los campos– llevaban un ancho brazalete amarillo en la manga izquierda. Junto a los Lagerälteste, Blockälteste y Stubenälteste, controlaban toda la jerarquía de la vida del campo: desde las cuestiones más generales hasta los asuntos más personales que se trataban por la noche en los catres. Los prisioneros participaban en el trabajo más confidencial del Estado del campo, incluso en la redacción de las listas de «selección» y en las medidas aplicadas a los prisioneros en las Dunkelkammer, las celdas oscuras de hormigón. Daba la impresión de que, aunque las autoridades desaparecieran, los prisioneros mantendrían la corriente de alta tensión de los alambres, que no se desbandarían ni interrumpirían el trabajo.
Los kapos y Blockälteste se limitaban a cumplir órdenes, pero suspiraban y a veces incluso vertían algunas lágrimas por aquellos que conducían a los hornos crematorios... Sin embargo, ese desdoblamiento nunca llegaba hasta el extremo de incluir sus propios nombres en las listas de selección. A Mijaíl Sídorovich se le antojaba particularmente siniestro que el nacionalsocialismo no hubiera llegado al campo con monóculo, que no tuviera el aire altivo de un cadete de segunda fila, que no fuera ajeno al pueblo. En los campos, el nacionalsocialismo campaba a sus anchas, no vivía aislado del pueblo llano: gustaba de sus burlas y sus bromas desataban las risas; era plebeyo y se comportaba de modo campechano; conocía a la perfección la lengua, el alma y la mentalidad de aquellos a los que había privado de libertad.
3
Mostovskói, Agrippina Petrovna, la médico militar Sofia Levinton y el chófer Semiónov fueron arrestados por los alemanes una noche de agosto a las afueras de Stalingrado y conducidos seguidamente al cuartel general de la división de infantería.
Después del interrogatorio Agrippina Petrovna fue puesta en libertad y, por indicación de un colaborador de la Feldgendarmerie, recibió del traductor una hogaza de pan de harina de guisantes y dos billetes rojos de treinta rublos; Semiónov, en cambio, fue agregado a la columna de prisioneros que partía hacia un Stalag cerca del pueblo de Vertiachi. Mostovskói y Sofia Ósipovna Levinton fueron enviados al Estado Mayor del Grupo de Ejércitos.
Allí Mostovskói vio por última vez a Sofia Ósipovna. La mujer permanecía de pie, en medio del patio polvoriento; la habían despojado del gorro y arrancado del uniforme las insignias de su rango, y tenía una expresión sombría y rabiosa en la mirada, en todo el rostro, que llenó de admiración a Mostovskói.
Después del tercer interrogatorio, llevaron a Mostovskói a pie hasta la estación de tren donde estaban cargando un convoy de trigo. Una decena de vagones estaban reservados para hombres y mujeres que eran enviados a Alemania para realizar trabajos forzados; Mostovskói oyó a las mujeres gritar cuando el tren se puso en marcha. A él lo habían encerrado en un pequeño compartimento de servicio; el soldado que le escoltaba no era un tipo grosero, pero cada vez que Mostovskói le formulaba una pregunta, asomaba en su rostro la expresión de un sordomudo. Al mismo tiempo se palpaba que el soldado estaba única y enteramente dedicado a vigilar a su detenido: como el guardián experimentado de un parque zoológico que en medio de un silencio tenso vigila la caja donde una fiera salvaje se agita durante el viaje de traslado. Cuando el tren avanzaba por el territorio del gobernador general de Polonia, apareció un nuevo pasajero: un obispo polaco, bien plantado, de estatura alta, cabello cano, ojos trágicos y unos juveniles labios carnosos. Enseguida contó a Mostovskói, en ruso con un marcado acento polaco, la represión que Hitler había organizado contra el clero de su país. Después de que Mijaíl Sídorovich vituperara contra el catolicismo y el Papa, el obispo guardó silencio y, lacónico, pasó a contestar sus preguntas en polaco. Al cabo de unas horas, hicieron apearse al clérigo en Poznan.
Mostovskói fue conducido directamente al campo, sin pasar por Berlín... Tenía la impresión de que llevaba años en el bloque donde alojaban a los prisioneros de especial interés para la Gestapo. Allí alimentaban mejor a los reclusos que en el campo de trabajo, pero aquella vida fácil era la de las cobayas-mártires de los laboratorios. El guardia de turno llamaba a un prisionero a la puerta y le comunicaba que un amigo le ofrecía un intercambio ventajoso: tabaco por una ración de pan; y el prisionero volvía a su litera sonriendo satisfecho. De la misma manera, otro prisionero interrumpía su conversación para seguir al hombre que lo llamaba; su interlocutor esperaría en vano a conocer el final del relato. Al día siguiente el kapo se acercaba a las literas y ordenaba al guardián de turno que recogiera sus trapos; y alguien preguntaba en tono adulador al Stubenälteste Keize si podía ocupar el sitio que acababa de quedar libre.
La salvaje amalgama de temas de conversación ya no sorprendía a Mostovskói; se hablaba de la «selección», los hornos crematorios y los equipos de fútbol del campo: el mejor era el de los Moorsoldaten del Plantage, el del Revier tampoco estaba mal, el equipo de la cocina tenía una buena línea delantera, el equipo polaco, en cambio, era un desastre en defensa. Se había acostumbrado asimismo a las decenas, los cientos de rumores que circulaban por el campo: sobre la invención de cierta arma nueva o sobre las discrepancias entre los líderes nacionalsocialistas. Los rumores eran invariablemente hermosos y falsos; el opio de la población de los campos.
4
Al despuntar el día empezó a caer la nieve y no remitió hasta mediodía. Los rusos experimentaron alegría y tristeza. Rusia había soplado en su dirección, arrojando bajo sus miserables y doloridos pies un pañuelo maternal. Los techos de los barracones estaban emblanquecidos y, a lo lejos, cobraban un aspecto familiar, aldeano.
Pero aquella alegría, que había resplandecido por un instante, se confundió con la tristeza y acabó por ahogarse.
A Mostovskói se le acercó un guardia, un soldado español llamado Andrea. Le informó, chapurreando un francés macarrónico, de que un amigo suyo, empleado en la administración del campo, había visto un papel donde se hablaba de un viejo de nacionalidad rusa, pero no había tenido tiempo de leerlo puesto que el superior de la oficina se lo había arrebatado de las manos.
«En ese trozo de papel está decidido mi destino», pensó Mostovskói, y se alegró de sentirse tan sereno.
–Pero no importa –le susurró Andrea–; averiguaremos lo que hay ahí escrito.
–¿Por el comandante del campo? –preguntó Guardi, y sus enormes ojos negros refulgieron en la penumbra–. ¿O por Liss, el oficial del Sicherheitsdienst, el Servicio de Seguridad de las SS?
A Mostovskói le sorprendía que el Guardi de día y el Guardi de noche fueran tan diferentes. Durante el día el sacerdote hablaba de la sopa, de los recién llegados, pactaba intercambios de raciones con los vecinos, se acordaba de la comida italiana, picante y con sabor a ajo. Los prisioneros de guerra del Ejército Rojo conocedores de su expresión preferida, al encontrarse con él en la plaza del Lager, le gritaban de lejos: «Tío Padre, tutti kaputi», y sonreían como si aquellas palabras les infundieran esperanza. Le llamaban tío Padre, creyendo que Padre era su nombre.
Una vez, entrada la noche, los oficiales y los comisarios soviéticos que se encontraban en el bloque especial empezaron a gastar bromas sobre Guardi, preguntándose si de verdad había mantenido el voto de castidad.
Guardi, con el semblante serio, escuchó aquella mezcolanza fragmentaria de palabras francesas, alemanas y rusas.
Luego habló él, y Mostovskói le tradujo. Los revolucionarios rusos iban al presidio y al patíbulo por sus idea-les. ¿Por qué, entonces, dudaban de que un hombre pudiera renunciar a la intimidad con las mujeres por ideales religiosos? Eso no tenía ni punto de comparación con el sacrificio de la propia vida.
–No lo estará diciendo en serio –observó el comisario de brigada Ósipov.
Por la noche, cuando los prisioneros empezaban a dormirse, Guardi se convertía en otro hombre. Se arrodillaba en el catre y rezaba. Parecía que en sus ojos extasiados, en aquel terciopelo negro y penetrante, podían ahogarse todos los sufrimientos de la ciudad-presidio. Los tendones de su cuello moreno se tensaban como si estuviera haciendo un esfuerzo físico; su rostro largo e indolente adoptaba una expresión de obstinación sombría y feliz. Rezaba durante mucho rato, y Mijaíl Sídorovich se dormía arrullado por el bisbiseo suave y apresurado del italiano. Por lo general, Mostovskói se despertaba una o dos horas más tarde, y, para entonces, Guardi ya dormía. El italiano tenía un sueño agitado, como si trataran de acoplarse sus dos naturalezas: la diurna y la nocturna. Roncaba, chasqueaba los labios, rechinaba los dientes, expulsaba gases intestinales estruendosamente y de repente entonaba, arrastrando la voz, hermosas palabras de una oración que hablaba de la misericordia de Dios y la Santa Virgen.
Nunca reprochaba al viejo comunista ruso su ateísmo y a menudo le hacía preguntas sobre la Rusia soviética.
El italiano, mientras escuchaba a Mostovskói, asentía con la cabeza, como si aprobara el cierre de iglesias y monasterios y las nacionalizaciones de las tierras que pertenecían al Santo Sínodo. Con sus ojos negros miraba fijamente al viejo comunista, y Mijaíl Sídorovich le preguntaba, irritado:
–Vous me comprenez?
Guardi sonreía con su sonrisa habitual, la misma con la que hablaba de ragú y salsa de tomate.
–Je comprends tout ce que vous dites, je ne comprends pas seulement pourquoi vous dites cela.
A los prisioneros de guerra rusos que se encontraban en el bloque especial no se les eximía del trabajo, motivo por el cual Mostovskói no los veía ni conversaba con ellos hasta muy avanzada la tarde, o bien por la noche. El general Gudz y el comisario de brigada Ósipov eran los únicos que no trabajaban.
Mostovskói solía hablar con un hombre extraño, de edad indeterminada, cuyo nombre era Ikónnikov-Morzh. Dormía en el peor lugar del barracón: cerca de la puerta de entrada, donde soplaba una corriente de aire helado y había un enorme cubo con una tapa ruidosa, el recipiente para los orines.
Los prisioneros rusos habían apodado a Ikónnikov «el viejo paracaidista»², lo consideraban un yuródivi³ y lo trataban con una piedad aprensiva. Estaba dotado de aquella resistencia extraordinaria que sólo poseen los locos y los idiotas. Jamás se resfriaba, aunque al acostarse nunca se despojaba de la ropa mojada por la lluvia otoñal. Y seguramente sólo la voz de un loco podría sonar así de clara y sonora.
Mostovskói lo había conocido de la siguiente manera. Un día Ikónnikov se le acercó y se quedó mirándole fijamente, en silencio.
–¿Qué hay de bueno, camarada? –preguntó Mijaíl Sídorovich Mostovskói, que esbozó una sonrisa burlona cuando Ikónnikov, con acento declamatorio, profirió:
–¿De bueno? ¿Y qué es el bien?
De repente, estas palabras transportaron a Mostovskói a la infancia, cuando su hermano mayor, de regreso del seminario, discutía con su padre sobre cuestiones teológicas.
–Es un viejo dilema muy manido –dijo Mostovskói–. Le dieron vueltas ya los budistas y los primeros cristianos. También los marxistas se han afanado lo suyo.
–¿Y han encontrado la solución? –preguntó Ikónnikov en un tono que provocó la risa de Mostovskói.
–Bueno, el Ejército Rojo –replicó Mostovskói– lo está resolviendo ahora. Pero perdone, percibo en su voz un eco de misticismo, algo que no se comprende bien si corresponde a un pope o a un tolstoísta.
–No podría ser de otra manera –dijo Ikónnikov–, he sido tolstoísta.
–¡No me diga! –exclamó Mostovskói.
Aquel extraño individuo despertaba su interés.
–¿Sabe? –continuó Ikónnikov–. Estoy convencido de que las persecuciones que los bolcheviques acometieron contra la Iglesia después de la Revolución han beneficiado a la fe cristiana. Antes de la Revolución la Iglesia se hallaba en un estado lamentable.
Mijaíl Sídorovich observó afablemente:
–¡Usted es un verdadero dialéctico! He aquí que yo también, en mis años de vejez, tengo la oportunidad de presenciar un milagro evangélico.
–No –respondió Ikónnikov con aire sombrío–. Para ustedes el fin justifica los medios, y los medios que emplean son despiadados. Yo no soy un dialéctico y usted no está asistiendo a ningún milagro.
–Muy bien –contestó Mostovskói, repentinamente irritado–, ¿en qué puedo ayudarle?
Ikónnikov, adoptando como un soldado la posición de firmes, dijo:
–¡No se ría de mí! –Su voz triste ahora sonó trágica–. No me he acercado a usted para bromear. El quince de septiembre del año pasado fui testigo de la ejecución de veinte mil judíos, entre ellos mujeres, niños y ancianos. Ese día comprendí que Dios nunca permitiría algo así y que, por tanto, Dios no existía. En la actual tiniebla, veo claramente vuestra fuerza y el terrible mal contra el que lucha...
–Vamos a ver, hablemos –dijo Mijaíl Sídorovich.
Ikónnikov trabajaba en el Plantage, en los pantanos cercanos al campo donde estaban construyendo un enorme sistema de tubos de hormigón para canalizar el río y los arroyos de agua sucia, y así drenar la depresión. A los hombres que eran enviados a trabajar allí –en su mayoría mal considerados por las autoridades– se les llamaba Moorsoldaten, soldados del pantano.
Las manos de Ikónnikov eran pequeñas, de dedos finos y uñas infantiles. Regresaba del trabajo cubierto de barro, todo empapado se acercaba al catre de Mostovskói y le preguntaba:
–¿Puedo sentarme a su lado?
Se sentaba, y sonriendo, sin mirar a su interlocutor, se pasaba una mano por la frente. Tenía una frente asombrosa; no era muy grande, pero sí abombada y clara, tanto que parecía que viviera una vida independiente de las orejas sucias, el cuello marrón oscuro y las manos con las uñas rotas. A los prisioneros de guerra soviéticos, hombres con historias personales sencillas, les parecía un hombre oscuro y perturbador.
Desde los tiempos de Pedro el Grande, los antepasados de Ikónnikov, generación tras generación, habían sido sacerdotes. Sólo la última había elegido otro camino: todos los hermanos de Ikónnikov, por deseo paterno, habían recibido una educación laica.
Ikónnikov ingresó en el Instituto de Tecnología de San Petersburgo pero, entusiasmado por el tolstoísmo, abandonó los estudios en último curso y se dirigió al norte de la provincia de Perm para convertirse en maestro de escuela. Vivió en un pueblo casi ocho años; luego se trasladó al sur, a Odessa, embarcó en un buque de carga como mecánico, estuvo en la India y en Japón, vivió en Sidney. Después de la Revolución volvió a Rusia y participó en una comuna agrícola. Era un antiguo sueño suyo; creía que el trabajo agrícola comunista instauraría el reino de Dios sobre la Tierra.
Durante el período de la colectivización general vio convoyes atestados de familias de deskulakizados⁴. Vio caer en la nieve a personas extenuadas que ya no volvían a levantarse. Vio pueblos «cerrados», sin un alma, con las puertas y ventanas tapiadas. Vio a una campesina arrestada, cubierta de harapos, el cuello carniseco, las manos oscuras de trabajadora, a la que quienes la escoltaban miraban con espanto; la mujer, enloquecida por el hambre, se había comido a sus dos hijos.
En aquella época, sin abandonar la comuna, comenzó a predicar el Evangelio y a rogar a Dios por la salvación de los que iban a morir. Al final fue encarcelado. Los horrores de los años treinta le habían trastornado la razón. Tras un año de reclusión forzada en un hospital psiquiátrico fue puesto en libertad y se estableció en Bielorrusia, en casa de su hermano mayor, profesor de biología, con cuya ayuda encontró empleo en una biblioteca técnica. Pero los lúgubres acontecimientos le habían causado una impresión tremenda.
Cuando estalló la guerra y los alemanes invadieron Bielorrusia, Ikónnikov vio el sufrimiento de los prisioneros de guerra, las ejecuciones de los judíos en las ciudades y en los shtetls⁵ de Bielorrusia. De nuevo cayó en un estado de histeria e imploraba a conocidos y desconocidos que escondieran a los judíos; él mismo intentó salvar a mujeres y niños. Enseguida fue denunciado y, tras escapar de milagro de la horca, lo internaron en un campo.
En la cabeza de aquel hombre viejo, sucio y andrajoso reinaba el caos. Profesaba una moral grotesca y ridícula, al margen de la lucha de clases.
–Allí donde hay violencia –explicaba Ikónnikov– impera la desgracia y corre la sangre. He sido testigo de los grandes sufrimientos del pueblo campesino, aunque la colectivización se hacía en nombre del bien. Yo no creo en el bien, creo en la bondad.
–Según sus palabras, deberíamos horrorizarnos cuando, en nombre del bien, ahorquen a Hitler y a Himmler. Horrorícese, pero no cuente conmigo –respondió Mijaíl Sídorovich.
–Pregunte a Hitler –objetó Ikónnikov–, le dirá que incluso este campo se erigió en nombre del bien.
Mostovskói tenía la impresión de que los razonamientos lógicos que se afanaba en formular durante sus conversaciones con Ikónnikov eran comparables a los infructuosos intentos de un hombre por repeler a una medusa con un cuchillo.
–El mundo no se ha elevado por encima de la verdad suprema que formuló un cristiano en la Siria del siglo VI –repitió Ikónnikov–: «Condena el pecado y perdona al pecador».
En el barracón había otro anciano ruso: Chernetsov. Era tuerto. Un guardia le había roto el ojo de cristal, y aquella cuenca, vacía y roja, producía un extraño efecto sobre su rostro pálido. Cuando hablaba con alguien se cubría la órbita vacía del ojo con la mano.
Chernetsov era un menchevique que había huido de la Unión Soviética en 1921. Había vivido veinte años en París trabajando en un banco como contable. Había caído prisionero por haber secundado el llamamiento a los empleados del banco para sabotear las directrices de la nueva administración alemana. Mostovskói procuraba no toparse con él.
Era evidente que la popularidad de Mostovskói inquietaba al menchevique. Todos, ya fuera un soldado español, un propietario de una papelería noruego o un abogado belga, mostraban inclinación hacia el viejo bolchevique y acudían a él para hacerle preguntas.
Un día se sentó en el catre de Mostovskói el hombre que ostentaba el mando entre los prisioneros de guerra soviéticos: el mayor Yershov. Se acercó a Mostovskói y, poniéndole una mano sobre el hombro, se puso a hablarle con fervor y presteza.
De repente Mostovskói miró a su alrededor. Chernetsov los observaba desde un extremo del barracón. Mostovskói pensó que la angustia que expresaba su ojo sano era más terrible que el agujero rojo que se abría en el lugar del ojo ausente.
«Sí, hermano, no me gustaría estar en tu pellejo», pensó Mostovskói sin alegría maliciosa.
Una ley dictada por la costumbre, si bien no por casualidad, había establecido que Yershov era indispensable para todos. «¿Dónde está Yershov? ¿Habéis visto a Yershov? ¡Camarada Yershov! ¡Mayor Yershov! Yershov ha dicho... Pregunta a Yershov...» Llegaba gente de otros barracones para verle; alrededor de su catre siempre había movimiento.
Mijail Sídorovich había bautizado a Yershov como «el director de conciencias». La década de 1860 había tenido a sus directores de conciencias. Primero fueron los populistas; luego Mijáilovski, que se fue por donde había llegado. ¡Ahora el campo de concentración nazi también tenía a su director de conciencias! La soledad del tuerto era un símbolo trágico del Lager.
Habían transcurrido décadas desde la primera vez que Mijaíl Sídorovich había sido encarcelado en una prisión zarista. Incluso había ocurrido en otro siglo, el XIX.
Recordaba cómo se había ofendido ante la incredulidad de algunos dirigentes del Partido que ponían en tela de juicio su capacidad para desempeñar un trabajo práctico. Ahora se sentía fuerte, constataba a diario cómo sus palabras estaban revestidas de autoridad para el general Gudz, para el comisario de brigada Ósipov y para el mayor Kiríllov, siempre tan triste y abatido.
Antes de la guerra le consolaba la idea de que, apartado de toda actividad, apenas tenía contacto con todo aquello que suscitaba su rechazo y su protesta: el poder unipersonal de Stalin en el seno del Partido, los sangrientos procesos contra la oposición, el escaso respeto hacia la vieja guardia. Había sufrido enormemente con la ejecución de Bujarin, al que conocía bien y amaba.
Pero sabía que en caso de haberse enfrentado al Partido en cualquiera de estas cuestiones, él, contra su propia voluntad, se habría revelado como un opositor a la causa leninista a la que había consagrado su vida. A veces le torturaban las dudas. ¿Acaso era la debilidad o quizás el miedo la causa de su silencio, lo que le impelía a no enfrentarse a lo que no estaba conforme? ¡Se habían evidenciado tantas bajezas antes de la guerra! A menudo recordaba al difunto Lunacharski. Cuánto le habría gustado volver a verle; era tan fácil hablar con Anatoli Vasílievich, tan inmediato, se comprendían con media palabra.
Ahora, en el horrible campo alemán, se sentía fuerte, seguro de sí mismo. Sólo había una sensación incómoda que no le abandonaba. No podía recuperar aquel sentimiento joven, claro y completo de sentirse uno más entre los suyos y extraño entre los extraños.
Una vez un oficial inglés le había preguntado si la prohibición en Rusia de expresar puntos de vista antimarxistas no había resultado un obstáculo para su trabajo filosófico. Pero no era eso lo que le preocupaba.
–A otros, tal vez les moleste. Pero no es un inconveniente para un marxista como yo –replicó Mijaíl Sídorovich.
–Le he hecho esta pregunta precisamente porque es usted marxista, uno de la vieja guardia –precisó el inglés.
Aunque Mostovskói hizo una mueca de dolor, había logrado replicar al inglés.
El problema no era tanto que algunos hombres que le eran íntimamente cercanos como Ósipov, Gudz o Yershov le irritaran a veces. La desgracia era que muchas cosas de su propia alma se le habían vuelto extrañas. En tiempo de paz se había alegrado al encontrar a un viejo amigo, sólo para comprender al despedirse que no eran sino dos extraños.
Pero, ahora, ¿qué podía hacer cuando era una parte de sí mismo la que se había vuelto extraña...? Con uno mismo no se puede romper relaciones, ni dejar de encontrarse.
Durante las conversaciones con Ikónnikov, Mostovskói se irritaba, se volvía rudo y sarcástico, lo tildaba de majadero, calzonazos y bobalicón. Pero, al mismo tiempo que se burlaba de él, cuando no lo veía le echaba de menos.
Sí, precisamente en eso consistía el gran cambio experimentado entre sus años de juventud transcurridos en las cárceles y el momento presente.
Cuando era joven, todo le resultaba próximo y comprensible en sus amigos y camaradas de Partido. Cada pensamiento y opinión de sus adversarios, en cambio, le parecían extraños, monstruos.
Ahora, de improviso, reconocía en los pensamientos de un desconocido aquello que décadas antes le era querido, mientras que a veces aquello que le era ajeno tomaba forma, misteriosamente, en los pensamientos y palabras de sus amigos.
«Debe de ser porque hace demasiado tiempo que estoy en el mundo», se decía Mostovskói.
5
El coronel americano ocupaba una celda individual en un barracón especial. Tenía permiso para salir libremente durante las horas vespertinas y le servían comidas especiales. Corría la voz de que Suecia había intervenido en su favor, y que el presidente Roosevelt había pedido noticias suyas al rey de Suecia.
Un día el coronel llevó una tableta de chocolate al mayor Níkonov, que estaba enfermo. Estaba muy interesado en los prisioneros de guerra rusos y siempre intentaba entablar conversación con ellos sobre las tácticas de los alemanes y las causas de los fracasos del primer año de guerra.
Hablaba a menudo a Yershov y, mirando los ojos perspicaces, alegres y tristes al mismo tiempo, del mayor ruso, se olvidaba de que éste no comprendía el inglés.
Le parecía extraño que un hombre con una cara tan inteligente no pudiera entenderle, sobre todo teniendo en cuenta que los temas que le planteaba eran de sumo interés para ambos.
–¿En serio no entiende nada de lo que le digo? –le preguntaba, apenado.
Yershov le respondía en ruso:
–Nuestro honorable sargento dominaba todas las lenguas, excepto las extranjeras.
Sin embargo, en un lenguaje compuesto de sonrisas, miradas, palmaditas en la espalda y unas quince palabras tergiversadas en ruso, alemán, inglés y francés, los rusos del campo lograban hablar de camaradería, compasión, ayuda, el amor al hogar, la mujer y los hijos con hombres de decenas de nacionalidades de lenguas diferentes.
Kamerad, gut, Brot, Suppe, Kinder, Zigarette, Arbeit y otra docena de palabras de la jerga alemana generada en los campos, Revier, Blockälteste, kapo, Vernichtungslager, Appell, Appellplatz, Waschraum, Flugpunkt, Lager-schütze⁶, bastaban para expresar lo esencial en la vida sencilla y complicada de los prisioneros.
También había varias palabras rusas –rebiata, tabachok, továrisch⁷– que utilizaban los reclusos de varias nacionalidades. Y la palabra rusa dojodiaga, que se empleaba para referirse a los prisioneros medio muertos, desfallecientes, se convirtió en una expresión de uso común al ganarse el consenso de las cincuenta y seis nacionalidades que integraban el campo.
Pertrechados únicamente con diez o quince palabras, el gran pueblo alemán irrumpió en las ciudades y aldeas habitadas por el gran pueblo ruso: millones de aldeanas, de viejos y niños, y millones de soldados alemanes se comunicaban con palabras como matka, pan, ruki vverj, kurka, yaika⁸, kaputt. Bien es cierto que no llegaban muy lejos con semejantes explicaciones, pero de todos modos, el gran pueblo alemán no necesitaba nada más para el tipo de quehaceres que acometía en Rusia.
Los intentos de Chernetsov por entablar conversación con los prisioneros de guerra soviéticos no daban demasiados frutos. Con todo, durante los veinte años que había pasado en la emigración no había olvidado el ruso, que dominaba a la perfección. No podía comprender a los prisioneros de guerra soviéticos que le evitaban.
Del mismo modo, a los prisioneros de guerra soviéticos les resultaba imposible ponerse de acuerdo: unos estaban dispuestos a morir para no cometer traición; otros tenían intención de alistarse en las tropas de Vlásov. Cuanto más hablaban y discutían, menos se comprendían. Luego se hacía el silencio; el odio y desprecio mutuos era patente. En aquel gemido de mudos y discursos de ciegos, en aquella espesa mezcla de individuos, unidos por el horror, la esperanza y la desgracia, en aquel odio e incomprensión entre hombres que hablaban una misma lengua, se perfilaba de un modo trágico una de las grandes calamidades del siglo XX.
6
El día que nevó las conversaciones nocturnas entre los prisioneros rusos fueron particularmente tristes.
Incluso el coronel Zlatokrilets y el comisario de brigada Ósipov, siempre enérgicos y rebosantes de vitalidad, parecían sombríos y taciturnos. Todos estaban hundidos en la melancolía.
El mayor de artillería Kiríllov permanecía sentado en el catre de Mostovskói; tenía los hombros caídos y balanceaba la cabeza ligeramente. Parecía que no sólo sus ojos oscuros sino también su enorme cuerpo estuvieran llenos de nostalgia.
Los enfermos de cáncer desahuciados tienen una expresión semejante, hasta el punto de que incluso sus seres más próximos, al mirarles a los ojos, les desean, compadecidos, una muerte rápida.
El omnipresente Kótikov, con el rostro amarillento, señalando a Kiríllov susurró a Ósipov:
–Éste o se ahorca o se une a Vlásov.
Mostovskói, frotándose las grises mejillas hirsutas, dijo:
–Escuchadme, cosacos. Todo va bien. ¿Es que no lo veis? Para los fascistas cada día de vida del Estado fundado por Lenin es insoportable. El fascismo no tiene alternativa. O nos devora y nos aniquila, o se extingue.
»Precisamente, el odio que los fascistas nos profesan es la prueba de la justicia de la causa de Lenin. Y todavía otra cosa, que no es menos seria. Recordad que cuanto más nos odien los fascistas, más seguros debemos estar de la justicia de nuestra causa. Al final venceremos.
Se volvió con brusquedad hacia Kiríllov:
–¿Qué le pasa a usted? Acuérdese de Gorki, que mientras caminaba por el patio de la cárcel un georgiano le gritó: «¿Por qué andas como una gallina? ¡Mantén la cabeza alta!».
Todos estallaron en risotadas.
–Y tenía razón. Venga, la cabeza alta –confirmó Mostovskói–. ¡Pensad que el grande y noble Estado soviético defiende la idea comunista! Que Hitler se enfrente al Estado y la idea. Stalingrado planta cara, resiste. A veces, antes de la guerra, parecía que habíamos apretado las tuercas demasiado fuerte. Pero ahora, en realidad, hasta un ciego puede ver que el fin justifica los medios.
–Sí, no cabe duda, apretamos bien las tuercas –intervino Yershov.
–Pero no lo suficiente –objetó el general Gudz–. Tendríamos que haber sido más contundentes, así el enemigo jamás habría llegado hasta el Volga.
–Nosotros no tenemos que dar lecciones a Stalin –dijo Ósipov.
–Bien dicho –aprobó Mostovskói–. Y si perecemos en las prisiones o en las minas húmedas, qué le vamos a hacer. No es en eso en lo que debemos pensar.
–¿Y en qué, entonces? –preguntó Yershov con voz estentórea.
Los presentes se miraron, luego lanzaron una mirada alrededor y se quedaron callados.
–¡Ay, Kiríllov, Kiríllov! –exclamó de repente Yershov–. Ha hablado bien nuestro viejo Mostovskói: debemos alegrarnos de que los fascistas nos odien. Nosotros los odiamos y ellos nos odian. ¿Lo entiendes? Pero ¡imagínate estar en un campo ruso! Ser prisionero de los tuyos sí que es una desgracia, mientras que aquí, eso no importa. Somos tipos fuertes, ¡todavía daremos guerra a los alemanes!
7
Durante toda la jornada el mando del 62.º Ejército no pudo establecer contacto con las tropas. Muchos radiorreceptores del Estado Mayor no funcionaban; cortaban la conexión telefónica por doquier.
Había momentos en que la gente, al contemplar el Volga, cuyas aguas fluían embravecidas, tenía la sensación de que el río era la inmutabilidad misma y de que en sus márgenes la tierra, palpitante, se ondulaba.
Desde la orilla oriental, cientos de piezas de artillería pesada soviética hacían fuego. Al pie de las posiciones alemanas, en la ladera sur del Mamáyev Kurgán, saltaban terrones y el terreno se cubría de barrizales.
Nubes de tierra se levantaban y pasaban a través de un tamiz admirable e invisible, creado por la fuerza de la gravedad, y, al dispersarse, formaban una lluvia de terrones y fango que caía contra el suelo, mientras ínfimas partículas en suspensión se elevaban hacia el cielo.
Varias veces al día, los soldados del Ejército Rojo, ensordecidos y con los ojos inflamados, hacían frente a los ataques de la infantería y los tanques alemanes.
En el mando, aislado de las tropas, el día parecía penosamente largo. Chuikov, Krilov y Gúrov lo intentaban todo para llenar el tiempo y así tener la ilusión de estar realizando una actividad: escribían cartas, discutían los posibles movimientos del enemigo, bromeaban, bebían vodka, acompañándolo de vez en cuando con algo de comer, o bien guardaban silencio aguzando el oído al estruendo de las bombas. En torno al refugio se abatía una tormenta de hierro que sesgaba la vida de aquellos que por un instante asomaban la cabeza sobre la superficie del terreno. El Estado Mayor estaba paralizado.
–Venga, echemos una partida de cartas –propuso Chuikov apartando hacia un lado de la mesa el voluminoso cenicero lleno de colillas.
Incluso Krilov, el jefe del Estado Mayor, había perdido la paciencia. Con un dedo tamborileó sobre la mesa y dijo:
–No puedo imaginarme nada peor que estar aquí sentados, esperando a que nos devoren.
Chuikov repartió las cartas y anunció:
–Los corazones son triunfos –luego, de repente, desparramó la baraja y profirió–: Aquí estamos, encerrados como conejos en sus guaridas, y jugando una partidita de cartas... ¡No, no puedo!
Permaneció sentado con aire pensativo. Su cara adoptó una expresión terrible, tal era el odio y el tormento que se reflejaba en ella.
Gúrov, como si presintiera su destino, murmuró ensimismado:
–Sí, después de un día como éste uno puede morirse de un ataque al corazón. –Luego se echó a reír y dijo–: En la división es imposible entrar en el retrete durante el día, ¡es una empresa de locos! Me han contado que el jefe del Estado Mayor de Liudnikov entró gritando en el refugio: «¡Hurra, muchachos, he cagado!», y al darse la vuelta, vio dentro del búnker a la doctora de la que está enamorado.
Al anochecer, los ataques de la aviación alemana cesaron. Probablemente, un hombre que fuera a parar de noche a las orillas de Stalingrado, abrumado por el estampido y las explosiones, se imaginaría que un destino adverso le había conducido a aquel lugar en la hora del ataque decisivo. Para los militares veteranos, en cambio, aquélla era la hora de afeitarse, hacer la colada, escribir cartas; para los mecánicos, torneros, soldadores, relojeros del frente era la hora de reparar relojes y fabricar mecheros, boquillas, candiles con vainas de latón de proyectil y jirones de capotes a modo de mechas.
El fuego titilante de las explosiones iluminaba el talud de la orilla, las ruinas de la ciudad, los depósitos de petróleo, las chimeneas de las fábricas, y, en aquellas breves llamaradas, la ciudad y la orilla ofrecían un aspecto siniestro, lúgubre.
Al caer la noche el centro de transmisiones se despertó: las máquinas de escribir comenzaron a teclear multiplicando las copias de los boletines de guerra, los motores se pusieron a zumbar, el morse a traquetear y los telefonistas se llamaban de una línea a otra mientras los puestos de mando de las divisiones, los regimientos, las baterías y las compañías se conectaban a la red. Los oficiales de enlace que acababan de llegar tosían discretamente mientras guardaban turno para dar sus informes al oficial de servicio.
El viejo Pozharski, que comandaba la artillería del ejército; Tkachenko, general de ingeniería, responsable de las peligrosas travesías del río; Gúrtiev, el comandante recién llegado de la división siberiana, y el teniente coronel Batiuk, veterano de Stalingrado, cuya división estaba apostada bajo el Mamáyev Kurgán, se apresuraron a presentar sus informes a Chuikov y Krilov. En los informes dirigidos a Gúrov, miembro del Consejo Militar, comenzaron a sonar los nombres famosos de Stalingrado –el operador de mortero Bezdidko, los francotiradores Vasili Záitsev y Anatoli Chéjov, el sargento Pávlov–, y, junto a éstos, otros nombres de hombres pronunciados por primera vez: Shonin, Vlásov, Brisin, cuyo primer día en Stalingrado les había dado la gloria. Y en primera línea se entregaba a los carteros cartas dobladas en forma de triángulo: «Vuela, hojita, de este a oeste..., vuela con un saludo, vuelve con la respuesta... Buenos días o tal vez buenas noches...». En primera línea se enterraba a los caídos, y los muertos pasaban la primera noche de su sueño eterno junto a los fortines y las trincheras donde los compañeros escribían cartas, se afeitaban, comían pan, bebían té y se lavaban en baños improvisados.
8
Para los defensores de Stalingrado llegaron los días más duros.
En la confusión de los combates callejeros, del ataque y del contraataque; en la batalla por el control de la Casa del Especialista, del molino, del edificio del Gosbank (banco estatal); en la lucha por sótanos, patios y plazas, la superioridad de las fuerzas alemanas era incuestionable.
La cuña alemana, hundida en la parte sur de Stalingrado, en el jardín de los Lapshín, Kuporosnaya Balka y Yelshanka, se había ensanchado, y los ametralladores alemanes, que se habían refugiado cerca del agua, abrían fuego contra la orilla izquierda del Volga, al sur de Krásnaya Slobodá. Los oficiales del Estado Mayor, que cada día marcaban en el mapa la línea del frente, constataban cómo las líneas azules progresaban inexorablemente mientras continuaba disminuyendo la franja comprendida entre la línea roja de la defensa soviética y la azul celeste del Volga.
Aquellos días la iniciativa, alma de la guerra, estaba abanderada por los alemanes. Avanzaban y avanzaban sin cesar hacia delante, y toda la furia de los contraataques soviéticos no lograba detener su movimiento lento, pero aborreciblemente decidido.
Y en el cielo, desde el alba hasta el anochecer, gemían los bombarderos alemanes en picado y horadaban la tierra desventurada con bombas demoledoras. Y en cientos de cabezas martilleaba, punzante, el cruel pensamiento de qué pasaría al día siguiente, al cabo de una semana, cuando la franja de la defensa soviética se transformara en un hilo y se rompiera, roído por los dientes de acero de la ofensiva alemana.
9
Era noche cerrada cuando el general Krilov se acostó en su catre de campaña. Le dolían las sienes, tenía la garganta irritada por las decenas de cigarrillos que había fumado. Krilov se pasó la lengua por el paladar reseco y se giró de cara a la pared. La somnolencia hacía que en su memoria se mezclaran recuerdos de los combates de Sebastopol y Odessa, los gritos de la infantería rumana al ataque, los patios adoquinados y cubiertos de hiedra de Odessa y la belleza marinera de Sebastopol.
Se le antojaba que de nuevo estaba en su puesto de mando de Sebastopol, y en la bruma del sueño brillaban los cristales de las lentes del general Petrov; el cristal centelleante resplandecía en miles de fragmentos, y mientras el mar se ondulaba, el polvo gris de las rocas trituradas por los proyectiles alemanes llovía sobre las cabezas de los marineros y los soldados y se levantaba hacia la montaña Sapún.
Oyó el chapoteo indiferente de las olas contra el borde de la lancha y la voz ruda del submarinista: «¡Salte!». Le pareció que saltaba al agua, pero su pie tocó enseguida el casco del submarino... Una última mirada a Sebastopol, a las estrellas del cielo, a los incendios en la orilla...
Krilov se durmió. Pero tampoco en el sueño la obsesión de la guerra le dio tregua: el submarino se alejaba de Sebastopol en dirección a Novorossiisk. Dobló las piernas entumecidas; tenía la espalda y el pecho bañados en sudor, el ruido del motor le golpeaba en las sienes. De repente el motor enmudeció y el submarino se posó suavemente sobre el fondo del mar. El bochorno se volvió insoportable; el techo metálico, dividido en cuadrados por el punteado de los remaches, le estaba aplastando...
Oyó un ruido sordo: había estallado una bomba de profundidad. El agua le golpeó, le arrancó de la litera.
En aquel instante Krilov abrió los ojos: todo estaba en llamas; por delante de la puerta abierta del refugio, hacia el Volga, corría un torrente de fuego, se oían gritos y el traqueteo de las metralletas.
–El abrigo..., cúbrete la cabeza con el abrigo –gritó a Krilov un soldado desconocido mientras se lo extendía.
Pero, apartando al soldado, el general gritó:
–¿Dónde está el comandante?
De repente lo comprendió: los alemanes habían incendiado los depósitos de petróleo y la nafta inflamada se deslizaba hacia el Volga.
Parecía imposible salir vivo de aquel torrente de fuego líquido. Las llamas silbaban alzándose con estruendo del líquido que se derramaba llenando las fosas y los cráteres e invadía las trincheras de comunicaciones. La tierra, la arcilla, la piedra, impregnadas de petróleo, empezaron a despedir humo. El petróleo se derramaba en chorros negros y lustrosos de los depósitos acribillados por proyectiles incendiarios, como si enormes rollos de fuego y humo hubieran estado taponados en las cisternas y ahora se desenvolvieran alrededor.
La vida que reinaba sobre la Tierra cientos de millones de años antes, la burda y terrible vida de los monstruos primitivos, se había liberado de las remotas fosas sepulcrales y rugía de nuevo, pisoteando todo a su paso con sus enormes patas, lanzando alaridos, fagocitando con avidez todo a su alrededor. El fuego alcanzaba cientos de metros de altura arrastrando nubes de vapor incandescente que estallaban en lo alto del cielo. La masa de llamas era tan grande que el torbellino de aire no podía proveer de oxígeno a las incandescentes moléculas de hidrocarburo, y una bóveda negra, densa y tambaleante, separaba el cielo estrellado de otoño de la tierra incendiada. Visto desde abajo, aquel firmamento chorreante, negro y grasiento, producía pavor.
Las columnas de humo y fuego que se elevaban hacia el cielo adoptaban formas efímeras de seres vivos presas de la desesperación o la furia, o bien de chopos oscilantes, de álamos temblorosos. El negro y el rojo se arremolinaban entre jirones de fuego, como chicas morenas y pelirrojas despeinadas que se entrelazaran en una danza.
El combustible incendiado se propagaba uniformemente sobre el agua y, arrastrado por la corriente, silbaba, humeaba, se retorcía.
Era sorprendente la rapidez con la que un gran número de soldados había logrado encontrar un camino hacia la orilla y gritaban: «¡Por aquí, corre por aquí, por este sendero!». Algunos habían tenido tiempo de alcanzar dos o tres veces los refugios en llamas y ayudar a los oficiales del Estado Mayor a llegar a un promontorio en la orilla; en el punto de bifurcación de los torrentes de petróleo que corrían por el Volga había un reducido grupo de supervivientes.
Unos hombres con chaquetones guateados ayudaron al comandante general del ejército y a los oficiales del Estado Mayor a bajar a la orilla. Sacaron en brazos al general Krilov, al que ya daban por muerto, y de nuevo, batiendo sus pestañas calcinadas, se abrieron paso a través de los matorrales de rosas silvestres hacia los refugios.
Los oficiales del Estado Mayor del 62.º Ejército permanecieron en aquel minúsculo promontorio del Volga hasta la madrugada. Protegiéndose la cara del aire abrasador y sacudiéndose de la ropa la lluvia de chispas que les caía encima, miraban al comandante del ejército, que llevaba el capote militar echado sobre los hombros y los cabellos en la frente saliéndole por debajo de la visera. Sombrío, ceñudo, daba la impresión de estar tranquilo, pensativo.
Gúrov miró a los hombres que le rodeaban y dijo:
–Parece que ni siquiera el fuego puede quemarnos... –Y tocó los botones ardientes de su capote.
–¡Eh, tú, el soldado de la pala! –gritó el jefe de los zapadores, el general Tkachenko–. Cava rápido un pequeño foso aquí, ¡que no pase otro fuego de esa colina!
Después se dirigió a Krilov:
–Todo está del revés, camarada general: el fuego fluye como agua y el Volga está cubierto de llamas. Por suerte, el viento no es fuerte, de lo contrario nos habríamos achicharrado.
Cuando la brisa se levantó sobre el Volga, la pesada techumbre del incendio empezó a balancearse, se inclinaba, y los hombres se echaron hacia atrás para burlar las llamas.
Algunos, acercándose a la orilla, remojaban las botas, y el agua se evaporaba al contacto con el cuero ardiente. Otros guardaban silencio, fijando la mirada en la tierra; otros miraban alrededor; y había quienes, sobreponiéndose a la angustia, bromeaban: «No hacen falta cerillas, podemos encender el cigarrillo en el Volga o con el viento». Había también los que se palpaban el cuerpo y balanceaban la cabeza al sentir el calor de las hebillas metálicas de los cinturones.
Se oyeron algunas explosiones: eran granadas de mano que explotaban en los refugios del batallón de defensa del Estado Mayor. Luego restallaron los cartuchos de las cintas de ametralladora. Una bomba de mortero alemana silbó atravesando las llamas y fue a explotar lejos en el Volga. A través del humo se atisbaban siluetas lejanas en la orilla; alguien intentaba, por lo visto, desviar el fuego del puesto de mando, pero un instante después todo volvía a desaparecer en el humo y el fuego.
Krilov miraba las llamas que se expandían a su alrededor, pero no tenía recuerdos, no establecía relaciones. ¿Y si los alemanes hubieran planeado hacer coincidir el incendio con el ataque? Los alemanes no conocían el emplazamiento del mando del ejército; un prisionero capturado el día anterior se resistía a creer que el Estado Mayor del ejército tuviera sede en la orilla derecha... Era evidente que se trataba de una ofensiva local; había, pues, posibilidades de sobrevivir hasta el día siguiente, siempre y cuando no se levantara viento.
Echó un vistazo a Chuikov, que estaba a su lado; éste contemplaba el incendio ululante; su cara, tiznada de hollín, parecía de cobre incandescente. Se quitó la gorra, se pasó la mano por el pelo y, de repente, tuvo el aspecto de un herrero aldeano bañado en sudor; las chispas le saltaban por encima de su cabeza rizada. Alzó la mirada hacia la ruidosa cúpula de fuego, y luego volvió la cabeza hacia el Volga, donde se filtraban brechas de tiniebla entre las llamas serpenteantes. Krilov pensó que el comandante general del ejército debía de estar reflexionando intensamente en las mismas cuestiones que le inquietaban a él: ¿lanzarían los alemanes una ofensiva más violenta aquella noche? ¿Dónde trasladar el Estado Mayor en caso de que sobrevivieran hasta la mañana...?
Chuikov, al notar sobre él la mirada del comandante del Estado Mayor, le sonrió. Luego, trazando con la mano un amplio círculo en el aire, dijo:
–Qué belleza, diablos, ¿no es cierto?
Las llamas del incendio eran perfectamente visibles desde Krasni Sad, al otro lado del Volga, donde se encontraba establecido el cuartel general del frente de Stalingrado. Tras recibir la primera comunicación del incendio, el jefe del Estado Mayor, el teniente general Zajárov, fue a informar a Yeremenko. Éste pidió a Zajárov que fuera personalmente al centro de transmisiones para hablar con Chuikov. Zajárov, jadeante, atravesó el sendero a toda prisa. El ayudante de campo que le iluminaba el camino con una linterna de vez en cuando lo advertía: «Cuidado, camarada general», y con la mano apartaba las ramas de los manzanos que pendían en el sendero. El resplandor lejano iluminaba los troncos de los árboles y caía en manchas rosadas sobre la tierra. Aquella luz incierta llenaba el ánimo de inquietud. El silencio que reinaba alrededor, roto únicamente por las llamadas en voz baja de los centinelas, confería una fuerza particularmente angustiosa al fuego pálido y mudo.
En el centro de transmisiones la telefonista de guardia, mirando al sofocado Zajárov, dijo que no había comunicación telefónica, ni telegráfica, ni tampoco por radio con Chuikov.
–¿Y con las divisiones? –preguntó Zajárov con voz entrecortada.
–Acabamos de establecer contacto con Batiuk, camarada teniente general.
–¡Pásemelo, rápido!
La telefonista tenía miedo de mirar a Zajárov: estaba segura de que de un momento a otro iba a desatarse el carácter difícil e irascible del general. Pero, de repente, le dijo con voz alegre:
–Aquí tiene, camarada teniente general –y le tendió el teléfono.
Al otro lado de la línea se encontraba el jefe del Estado Mayor de la división. Él, al igual que la joven telefonista, se asustó al oír la respiración jadeante y la voz imperiosa del jefe del Estado Mayor del frente preguntarle:
–¿Qué está pasando ahí? ¡Deme un informe! ¿Está en contacto con Chuikov?
El jefe del Estado Mayor de la división le refirió el incendio de los depósitos de petróleo y que una cortina de fuego se había abatido sobre el puesto de mando del Estado Mayor del ejército; la división no tenía ninguna comunicación con Chuikov. Al parecer, no todos habían perecido puesto que a través del fuego y el humo se veía a un grupo de personas en la orilla del río; pero ni por tierra, ni por barca era posible llegar hasta ellos, porque el Volga estaba ardiendo.
Batiuk, junto con una compañía de defensa del Estado Mayor, había costeado la orilla donde se propagaba el incendio para tratar de desviar el petróleo en llamas y ayudar a los hombres atrapados a escapar del fuego.
Después de haber escuchado las palabras del jefe