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Eva y sus demonios
Eva y sus demonios
Eva y sus demonios
Libro electrónico93 páginas1 hora

Eva y sus demonios

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Información de este libro electrónico

A lo largo de la historia de la humanidad cada civilización tiene su propia Eva. Llámese Lillit, Pandora o la inocente María, lo cierto es que desde que el mundo es mundo la mujer lleva una carga más grande que la de Sísifo, y no precisamente por incitar a Adán a comer del árbol prohibido. Amiga de la serpiente, ha sido representada ella misma como un demonio, cuando la mayoría de las veces es victima de las circunstancia y está más cerca del cielo que del infierno.
En Eva y los demonios, el espacio donde se desarrollan la mayoría de las historias es la isla de Cuba, nada más lejano de un paraíso terrenal. Antes de la Revolución se presenta a las féminas como entes pasivos que pueden llegar al extremo de una violencia inusitada, como cortarle el miembro al amante. Es la multípara que espera pacientemente para que se cumplan los sueños de su pareja. Después es la mujer cuya emancipación le ha acarreado un doble castigo, ya que debe ser ama de casa, criar los hijos y cumplir con las obligaciones que la vida moderna le impone. Las carencias materiales la obligan a sobrevivir y mantener la "decencia"; por eso se libera a través de los sueños, de su otro yo, de lo que quisiera hacer y no hace.
Si eres mujer, seguramente te verás reflejada en alguna de estas historias. Si eres hombre aprenderás a respetar.
IdiomaEspañol
EditorialGuantanamera
Fecha de lanzamiento30 may 2018
ISBN9781524304355
Eva y sus demonios
Autor

Dulce María Sotolongo Carrington

Desde muy pequeña Dulce María Sotolongo Carrington se interesó por la lectura y ganó diferentes concursos como Leer a Martí a nivel Nacional. En 1984 se graduó en Filología por la Facultad de Artes y Letras de La Habana. Hace más de treinta años que trabaja como editora de libros. Su obra periodística es amplia y polémica, le gusta hacer críticas sobre asuntos actuales de la sociedad cubana, la cual se puede seguir en Cubarte. Le gusta decir que es una editora que escribe. Sabe qué temas interesan al lector. Se ha especializado en antologías de tema femenino, muy bien aceptadas por la crítica especializada, ejemplo de ello es Nosotras dos. Uno de sus temas recurrentes es José Martí, al que ha dedicado tres libros, incluyendo la novela sobre pasajes de la vida del mismo No me hables del cielo, publicado por la editorial Letras Cubanas.

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    Eva y sus demonios - Dulce María Sotolongo Carrington

    Cuba: un antes y un después

    El falo de Alejandría

    (Cuento costumbrista basado en hechos reales)

    Lidia colocó sus manos sobre el radio después que Clavelito, siempre con voz que inducía a la sugestión, terminara el verso:

    Pon tu pensamiento en mí,

    y harás que en este momento

    mi fuerza de pensamiento,

    ejerza el bien sobre ti.

    Pensó en Olegario y sus citas cercanas al río. Allí dejaba que la desnudase bajo la sombra de las palmas y la penetrara sin prisa, hasta quedar vacía de fluidos. Carmen también puso sus manos sobre el radio, y un vaso con agua. Su prometido vendría por la noche a hablar con los padres. Temía que siendo ellos de buena posición rechazaran el compromiso. Confiaba en la astucia de él. Pocos eran sus ahorros, pero se afanaba en trabajar. No permitía que Olegario la tocara más allá de donde su pudor indicaba. El campesino tenía un ímpetu capaz de arrasar con su recato, y sabiendo esto, solo consentía que la besara un par de veces. Si accedía a un buen fogueo, su fruta sería devorada antes de la boda.

    Esa noche Olegario se personó ante los padres de Carmen y pidió la mano. A pesar de los inconvenientes terminaron por aceptar las pretensiones del joven. Una vez que se marchó, Don Pepe Cabeza llamó a su hija, dándole un sermón mediante el cual le pedía encarecidamente no actuar a ciegas durante el noviazgo, tentada por los deleites de la carne.

    Olegario vivía en el pueblo contiguo. Por las tardes, después de trabajar el campo se veía con Lidia en el acostumbrado recoveco. Gozaba de su cuerpo hasta que el sol comenzaba a ponerse. La conducía hasta un sitio acordado, y con un giro, daba espuelas al caballo para llegar a casa de Carmen antes de la noche.

    Don Cabeza cabeceaba en el balance observando de reojo. Solo deditos agarrados y algún que otro beso de piquito podía recibir Carmen, cuyo desespero crecía con el tiempo.

    Olegario se las desquitaba con Lidia, pero la imagen de Carmen poblaba su mente de una desnudez sin profanar, aumentando su deseo por aquellos muslos ocultos debajo de faldas y sayuelas, que conducían a la intimidad. Lidia era caliente y buena hembra, de grupas generosas y ardores sexuales más que comprobados en el apareo, pero el recuerdo de la otra azotaba cada momento de soledad.

    Con el decursar de los meses los ojos fueron más atrevidos, y Carmen, menos tímida, bordeaba con la vista la zona donde debía esconderse el falo de Olegario, para tener una pista de la medida. Terminaba la noche sudando, aunque la brisa demostrara lo inapropiado de su calor. Él no era ajeno a tales observancias, y disfrazado de una mesura fuera de contexto, colocaba su sombrero encima del sitio sitiado por las miradas de la novia.

    Don Cabeza presintió la sensualidad de la hija, pronta a estallar sino tomaba las riendas, y decidió esa noche, minutos antes que el novio pusiera fin a su visita, fijar la fecha de la boda.

    Durante el regreso pensó en Lidia. Podía continuar por un tiempo con los encuentros clandestinos. Una vez consumado el casorio se le dificultaría el verla. Nunca le estorbó que estuviera casada. Se dejaba llevar por la excitación de mirarla en cueros, enchufada a sus oscilaciones.

    La fiebre impidió que pudiera salir en dos días de la finquita. Al tercero se le aparecieron su hermano Pablo, y Lilo, un amigo de éste, con un periódico. Le dieron un abrazo de felicitación, mostrándole las crónicas sociales, donde se anunciaba su matrimonio con Carmen Cabeza.

    Olegario leyó la noticia. Esto cambiaba el rumbo de las cosas. Posiblemente ya Lidia estaba enterada de la situación. Por la tarde recibió una esquela. No parecía estar al corriente. El texto contenía frases románticas y la noticia que se había separado. Las cosas se dificultan, pensó, conociendo el carácter susceptible de la amante.

    Marchó al encuentro. Emperifollada, Lidia se sentó al pie de una palma y levantó sus rodillas, separando las piernas con malicia. No llevaba prenda interior. Extrajo del bolso una botella de Bacardí y lo invitó a beber. Comentó de la ruptura con el marido. Reía a carcajadas y volvía a brindarle tragos, que él aceptaba mientras permitía ser desnudado, amasado, besado como nunca.

    Cierra los ojos, que vas a subir al cielo cuando te haga lo que más te gusta, le susurró al oído.

    Olegario obedeció. Sintió la lengua bajar por el ombligo hacia sus genitales. Comenzaba a sentirse raro. Estaba acostumbrado a tomar Bacardí. El mareo no podía ser producto del ron. Entreabrió un ojo, y lo que sintió lo llenó de pánico. ¡Nooo!, gritó. Se incorporó bruscamente y empujó a Lidia contra la palma. Salió corriendo a toda velocidad, sujetando la herida.

    El escándalo conmovió a Jiguaní. Enterada la familia Cabeza no se atrevió a opinar. La vergüenza hizo enclaustrarse a Olegario en una sala del Hospitalito. Todo parecía indicar que no tenía remedio, aunque el médico actuó de inmediato.

    Al día siguiente escapó sin ser visto por la muchedumbre que a la puerta del lugar aclamaba por verlo. Se encerró en la finca. Soltó los perros para que nadie tuviera acceso a la casa. Pablo y Lilo rompieron la puerta a patadas y se colaron en el cuarto.

    No cojas las cosas tan a pecho, comentó Pablo, por lo pronto ya la encarcelaron.

    Olegario le dio la espalda. Se ve bien que no es a ti al que le hicieron esto, dijo.

    Lilo le manifestó que todos en Jiguaní estaban perturbados con lo ocurrido. Kike Olivas, el alcalde, quería ayudarlo con dinero. Las elecciones estaban paralizadas, y algunos políticos coincidían en reunir plata para sufragar los gastos de la operación.

    Estuvo sin salir casi una semana. Solo permitió las curas del médico que lo había asistido la tarde de la tragedia. Lo hizo jurar que guardaría el secreto de lo que vió.

    Esa mañana puso el radio. Clavelito leía la carta de una mujer que quería casarse, pero no deseaba tener hijos. Recitó los acostumbrados versos de respuesta.

    Pon tu pensamiento en mí

    y las

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