Una doble vida
Por Flynn Berry
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Claire es una médico de familia que lleva una vida tranquila y humilde en Londres. Pero esconde un terrible secreto: es la hija de uno de los asesinos más conocidos de la historia de Inglaterra. Su padre, lord Spenser, mató a su niñera a sangre fría y desapareció del país.
Cerca de treinta años después del crimen, la policía contacta con ella: han visto a un hombre que encaja con la descripción de su padre. A partir de ese momento, su vida empieza a desmoronarse. ¿Es la hija de un asesino o de un hombre injustamente acusado? Claire se verá obligada a descubrir hasta dónde está dispuesta a llegar para conocer la verdad y cerrar las heridas de su pasado.
"Una lectura fascinante y sumamente adictiva."
Paula Hawkins, autora de La chica del tren
"Una novela apasionante."
Laura Lippman, autora de Cuando me haya ido
"Flynn Berry demuestra que su prosa es tan intensa como deliciosa."
New York Times
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Una doble vida - Flynn Berry
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UNA DOBLE VIDA
Flynn Berry
Traducción de Lorenzo F. Díaz
para Principal Noir
CONTENIDOS
Portada
Página de créditos
Sobre este libro
Dedicatoria
Primera parte: en casa
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Segunda parte: en el extranjero
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Tercera parte: en Escocia
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Notas
Agradecimientos
Sobre la autora
UNA DOBLE VIDA
V.1: enero, 2019
Título original: A Double Life
© Flynn Berry, 2018
© de la traducción, Lorenzo F. Díaz, 2019
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2019
Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción parcial o total de la obra en cualquier forma.
Esta edición se ha publicado mediante acuerdo con Viking, un sello de Penguin Publishing Group, una división de Penguin Random House LLC.
Diseño de cubierta: Taller de los Libros
Imagen de cubierta: Shutterstock - Alexandre Rotenberg
Publicado por Principal de los Libros
C/ Aragó, 287, 2º 1ª
08009 Barcelona
info@principaldeloslibros.com
www.principaldeloslibros.com
ISBN: 978-84-17333-52-2
IBIC: FH
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
UNA DOBLE VIDA
Cuando el pasado no puede perdonarse, solo queda la venganza
Claire es una médico de familia que lleva una vida tranquila y humilde en Londres. Pero esconde un terrible secreto: es la hija de uno de los asesinos más conocidos de la historia de Inglaterra. Su padre, lord Spenser, mató a su niñera a sangre fría y desapareció del país.
Cerca de treinta años después del crimen, la policía contacta con ella: han visto a un hombre que encaja con la descripción de su padre. A partir de ese momento, su vida empieza a desmoronarse. ¿Es la hija de un asesino o de un hombre injustamente acusado? Claire se verá obligada a descubrir hasta dónde está dispuesta a llegar para conocer la verdad y cerrar las heridas de su pasado.
«Una lectura fascinante y sumamente adictiva.»
Paula Hawkins, autora de La chica del tren
«Una novela apasionante.»
Laura Lippman, autora de Cuando me haya ido
«Flynn Berry demuestra que su prosa es tan intensa como deliciosa.»
New York Times
De la ganadora del Edgar Award a la mejor novela debut
A Robin Dellabough y John Berry
Después de cada guerra
alguien tiene que limpiar.
Wislawa Szymborska, «Fin y principio»
Primera parte
En casa
1
Un hombre aparece en la curva del camino. Me detengo en seco al verlo. Hoy la calma reina en el parque, en el cielo hay nubes oscuras que amenazan nieve y estamos solos en un sendero donde los robles forman un túnel.
El hombre lleva un sombrero y un abrigo de lana con el cuello alzado. Cuando se detiene para encender un cigarrillo, estoy lo bastante cerca como para ver que los nudillos se le marcan bajo los guantes, pero el ala del sombrero le tapa la cara.
El perro está en alguna parte detrás de mí. No lo llamo, no quiero que el hombre lo oiga. Sobre nuestras cabezas, los gorriones vuelan hasta posarse en los robles, atraídos por las ramas como limaduras a un imán. No se le enciende el mechero y el metal rechina cuando vuelve a intentarlo.
Jasper me roza al pasar e intento agarrarlo del collar, pero se me escapa y eso casi me hace perder el equilibrio. El mechero se enciende finalmente y el hombre inclina la cabeza para acercar el cigarrillo a la llama. Luego se mete el mechero en un bolsillo y alarga el puño hacia el perro para que lo huela. Jasper gimotea y, por primera vez, el hombre me mira desde el otro lado del camino.
No es él. Llamo a Jasper y me disculpo con voz tensa. Este tramo del camino es estrecho, tenemos que pasar a pocos centímetros el uno del otro y vuelvo a mirarlo para asegurarme. Entonces, engancho la correa al collar del perro y me apresuro hacia las casas y la gente de Well Walk. Ojalá hubiera sido él; habría buscado por el suelo alguna rama grande para seguirlo hasta el bosque.
Llevo así los últimos tres días, desde la visita de la inspectora. Lo veo en todas partes.
El jueves por la noche volví a casa del trabajo y abrí el grifo de la bañera antes de quitarme el abrigo. Mientras el agua la llenaba, saludé a Jasper con un beso en la cabeza. El pelo siempre le huele a humo limpio, como si viniera de estar junto a una fogata. Llené una copa de vino blanco y me la bebí de pie junto a la encimera.
En el cuarto de baño, llené una pequeña pala de madera con sales de Epsom y la vacié en el agua. Mi amiga Nell me envió las sales porque dice que alivian el dolor y siempre estoy agotada tras el trabajo. Me desvestí y escuché el goteo del grifo en el silencio del piso. Dejé la puerta del baño abierta porque al perro a veces le gusta venir a sentarse al lado de la bañera.
Me dejé caer bajo la superficie y sentí que el agua resbalaba por todo mi cuerpo. «Tengo que recomendar a Agnes masajes para tratar la artritis», se me ocurrió, y luego intenté dejar de pensar en los pacientes. También le vendría bien para la soledad. Relajó los hombros cuando le examiné el corazón y se quedó quieta, como si absorbiera mi roce.
Permanecí inmóvil, asomando la cara por encima de la superficie lo justo para respirar, el agua me resbalaba por la barbilla. Decidí que cenaría pasta al pesto. A través del líquido me llegó un sonido y levanté la cabeza para escuchar mientras el agua se derramaba por mis oídos. Alguien llamaba al timbre.
«Por fin ha llegado el pedido», pensé. Hacía dos días que debía haberme llegado el libro. Me puse una sudadera y unos pantalones de chándal sobre la piel mojada, empujé a Jasper para que se quitara de en medio y bajé corriendo las escaleras.
Hay dos puertas hasta llegar a la calle y yo me encontraba en el gélido espacio entre ellas cuando vi quién era. No se trataba de un mensajero. La puerta interior estaba cerrada a mi espalda. Cuando abrí la otra, la mujer alzó la placa.
—¿Tiene un momento para hablar, Claire?
Me siguió escaleras arriba, lo que pareció llevar mucho tiempo. Los dedos se me habían quedado rígidos y me costó abrir con la llave. Jasper la saludó y le ofreció un palo que había cogido en el camino de sirga. Yo llevaba el pecho desnudo bajo el jersey y la dejé en el sofá para ir a ponerme un sujetador.
Cuando volví, tenía una expresión neutra en el rostro, pero me percaté de que había estado estudiando la habitación. Me pregunté qué habría deducido de ella y si se esperaba algo peor, teniendo en cuenta mi pasado. Era acogedora y tenía las lámparas encendidas. Había libros en los estantes, invitaciones en la nevera y una corona navideña en la repisa de la chimenea. Quizá pensaba que había sacado lo que había podido de lo perdido.
O puede que se hubiera fijado en la botella de vino abierta sobre la encimera. En el pastor alemán mestizo y en los cerrojos de la puerta. Solo es en casa, quise decirle. No soy tan precavida fuera. Paseo de noche con los cascos puestos. A veces me duermo en los taxis, aunque no muy a menudo, la verdad.
—¿Quién es usted? —pregunté.
—Soy la inspectora Louisa Tiernan —dijo mientras se desenrollaba la bufanda. Hablaba en tono claro y sosegado, con acento irlandés. Las tuberías chirriaron cuando el vecino de arriba cerró un grifo—. Lo han visto.
—¿Aquí?
—En Namibia.
La inspectora Tiernan se sujetó las rodillas, pero no siguió hablando. No entendía por qué había venido. Eso no era noticia; lo habían visto miles de veces.
—¿Por qué cree que esta vez es cierto?
Me entregó una vieja foto de mi padre sujetando una petaca plateada con un escudo grabado.
—Su padre la compró en una tienda de Mayfair hace cuarenta años. Han visto a un hombre con ella en Windhoek. Tenía sesenta y tantos, medía metro ochenta y hablaba inglés sin acento.
—¿Lo han detenido?
—Lo estamos coordinando con la Interpol —respondió.
Tiernan debía de tener unos cuarenta años, lo que significaba que era una adolescente cuando sucedió. Debió de oír hablar del caso; salió varias semanas en las noticias y después se hizo todavía más famoso. El primer lord al que se acusaba de asesinato desde el siglo xviii.
—¿A qué esperan?
—La llamarán si se presentan cargos —dijo.
Me pregunté si le sorprendía investigar un caso como este después de tanto tiempo.
—¿Quién le habló de la petaca?
—Nuestra fuente quiere permanecer en el anonimato.
«Para evitar la vergüenza si resultaba estar equivocada», pensé. Mi padre lleva veintiséis años desaparecido. La gente afirma haberlo visto en casi todas las partes del mundo y en los foros en los que se habla de él hay descripciones detalladas de esos encuentros.
—Esperamos que pueda ayudarnos a confirmar si es él —añadió.
Necesitaban una muestra de mi ADN. La inspectora empezó a explicar el proceso mientras el pelo mojado me goteaba sobre la sudadera. Pensé en la bañera llena de la otra habitación. Había salido hacía poco tiempo, el agua seguiría caliente y la superficie estaría completamente lisa.
La inspectora se puso unos guantes quirúrgicos. Abrí la boca y me pasó el hisopo por el interior de la mejilla para luego guardarlo en un vial de plástico estéril.
—Siento tener que preguntarlo —dijo—, pero ¿se ha puesto su padre en contacto con usted?
—No. Claro que no.
A su espalda, las cortinas estaban descorridas y vi un árbol de Navidad en el piso de enfrente. La boca aún me sabía a la goma del guante. Quería preguntarle qué haría a continuación, qué más necesitaba preparar.
Cuando se marchó, quité el tapón de la bañera, me sequé el pelo y me puse ropa seca. Herví agua para la pasta y abrí un bote de pesto bueno. No había motivo para no comer bien, no ver un programa y no dormir. No necesitaba cambiar mis planes, porque no era él; no lo había sido ninguna de las otras veces.
Pero esa petaca era el tipo de cosa que habría conservado, algo que le recordase el club Clermont. El chasquido del mechero, inclinar la cabeza con un cigarrillo en la boca, apostar a una mano de chemin de fer.
Es un hedonista. En parte, eso es lo que me enfurece: el hecho de que durante todo este tiempo, incluso ahora, pueda estar divirtiéndose en alguna parte.
***
La última vez que vi a mi padre fue el fin de semana anterior al ataque. Me llevó al Luxardo, en Notting Hill. Tomé un cucurucho de helado cubierto de coco, que parecía una bola de nieve, y mi padre pidió uno de menta. Se lo sirvieron con un palo de caramelo blanco y rojo que me dio a mí.
Aquel día alguien se había enfadado conmigo, una amiga del colegio. Ya no recuerdo por qué, pero sí lo mucho que me dolió, lo traumático que me pareció, y me acuerdo de lo tranquilizador que fue estar con mi padre.
He repasado ese recuerdo muchas veces. Él, con su traje oscuro, contra las paredes verdes con rayas de la heladería. Tenía un arañazo en el dorso de la mano. ¿Cómo se lo habría hecho? ¿Habría sido durante los preparativos? En uno de los foros leí que la policía encontró en su piso un melón destrozado. Desde entonces, me lo imagino colocando un melón en la encimera y golpeándolo una y otra vez con la tubería, calculando la fuerza con que debía golpear. La idea parece absurda, pero no más que el resto. ¿Hubo algún momento —quizá mientras tiraba al cubo de la basura el melón destrozado o cuando se dirigía a nuestra casa— en que se dio cuenta de lo que estaba haciendo? ¿Estuvo a punto de cambiar de idea?
Lo he repasado todo, su trabajo, sus pasatiempos y sus intereses, en busca de algo que lo delatara. Le gustaban las corridas de toros; una vez llevó a mamá a una en Madrid. ¿Debería haber sido eso motivo de alarma?
También veía películas de terror, pero solo las que tenían buenas críticas, las que la mayoría de la gente acababa viendo. Que yo sepa, no las buscaba. Me decía que no tenía por qué asustarme con ellas, me explicaba los diferentes efectos especiales y me decía que no era sangre de verdad.
Ahora todo parece indicarlo, pero podría hacerse lo mismo con cualquiera: elegir algunos intereses peculiares y un par de días malos y construir una teoría alrededor de eso. Podría hacerse conmigo. Considerar el hecho de que no me haya marchado como una prueba de que me pasa algo. Tengo treinta y cuatro años y soy médica en una clínica de Archway. No debería seguir atormentándome, pero lo hace. Es como vivir en un país donde ha habido una guerra. A veces se te olvida y otras vas por una calle cualquiera, a plena luz del día, y tienes tanto miedo que no puedes ni respirar; a veces te enfurece que te haya tocado a ti ser quien deba entender lo que ocurrió, quien deba arreglarlo.
Pero fue él quien lo planeó. Aquella noche, vino a nuestra casa con una tubería y unos guantes puestos. Había utilizado una sierra para cortar la tubería del tamaño adecuado y envolvió la base con cinta de cámara para que no se le resbalase de la mano.
Puede que cuando nos sentamos en Luxardo ya tuviera el arma hecha. Me cuesta pensar en aquella visita. No porque hubiera podido detenerlo, claro. Yo tenía ocho años. Pero la escena resulta grotesca. Una niña pequeña aceptando de su mano un dulce rojo y blanco. Es como si me hubiera convertido en su cómplice.
2
Mis padres se conocieron en el hotel Lanesborough una noche de sábado de 1978. El restaurante del hotel tenía bancos curvos y paredes forradas de terciopelo y en cada mesa había una lamparita con una pantalla plisada roja. Los dos acudieron allí con otras personas. Mamá y su prometido, Henry, estaban discutiendo mientras miraban los grandes menús.
Sus compañeras de piso irían a una fiesta en Covent Garden y luego a Annabel’s, una discoteca. Las había visto arreglarse sentada en la cama. Christy se había planchado el pelo y Sabrina se había puesto unas botas de ante de color borgoña que le llegaban al muslo y dejaban al descubierto tres centímetros de pierna bajo la falda.
—Dígame: entre el solomillo y el turnedó, ¿usted qué elegiría? —preguntó Henry al camarero.
Faye lo miraba sin sonreír. Bajo la mesa, se tocó la rodilla, decepcionantemente cubierta por medias de diez deniers. Una vez el camarero se hubo marchado, Henry se volvió hacia ella, expectante, como si mereciera una felicitación por ser amable con el hombre.
En ese momento, sus compañeras de piso estarían riendo y bebiendo prosecco barato; Sabrina estaría pellizcándose el puente de la nariz, como hacía siempre que se reía. Habían puesto a Lou Reed mientras se vestían y no podía quitarse la canción de la cabeza. I said, hey, babe. Take a walk on the wild side. Faye tamborileó con los dedos sobre la pierna. En el restaurante sonaba jazz a bajo volumen. «¿Cuándo fue la última vez que salí de alguna parte con un zumbido en los oídos?», se preguntó.
Pidió lenguado y, cuando se lo sirvieron, pensó: «No quiero esto. Quiero patatas fritas en el autobús nocturno de camino a casa, quiero ir a mi aire».
Ante ella, Henry se retorcía en la silla mientras intentaba llamar al camarero. La discusión había empezado en el taxi. Henry le había enumerado, otra vez, los pros y los contras de dejar su trabajo.
—En el fondo da igual —le había dicho ella—. No volverás a capacitarte para ser piloto de la RAF, no dirigirás ninguna película, ¿qué más da para qué banco trabajes?
No había querido decir eso.
—Tú eres una asistente. Tampoco es que vayas a cambiar el mundo —respondió él.
«Todavía no», había pensado ella. Trabajaba para un contable titulado, pero quería trabajar en una discográfica. Como preparación, asistía sola a conciertos por todo Londres, cuatro noches por semana. Miró el reloj. Solo eran las nueve y media. Se preguntó si podría entrar en Annabel’s vestida así. Quizá, si no se quitaba el abrigo. Henry la miraba.
—¿Otra botella? —preguntó.
«¿Para qué?», no dijo ella.
Su prometido pidió el Chablis. Ella le había dicho en una ocasión que era su preferido. Pero era para hacerse la graciosa, nunca lo había probado. «No soy como tú», quiso decir, «me crié encima de un pub, mi bebida favorita es el cubalibre. Pero Henry ya sabía eso. Sospechaba que se sentía orgulloso de sí mismo por que le gustase a pesar de eso.
—¿Quieres ir mañana en coche a Arundel? —preguntó él.
No era rencoroso. «No es lo bastante fogoso y apasionado», pensó ella y siguió bebiendo vino, respondiendo a sus propias preguntas. Se preguntó con quién estarían ligando ahora sus compañeras de piso. Imaginó a Christy bailando mientras buscaba una copa limpia en la cocina y a Sabrina asomándose al alféizar de la ventana con un hombre pegado a ella, compartiendo un cigarrillo. Metió las manos entre los muslos, cruzados, y balanceó un pie. Notaba el estómago ligero y la piel acalorada.
—Voy al tocador —le dijo a Henry tras mirarlo.
Cruzó la sala y entró en un pasillo moquetado. Fue hasta el guardarropa.
—Lo siento, no tengo el ticket. Es un abrigo de cuadros y una bufanda blanca —dijo.
El chico se lo entregó sin tener que convencerlo.
No se sorprendió cuando un hombre se materializó a su lado, ni de que estuviera solo. Se había fijado antes en él; estaba sentado en la mesa de enfrente. No había visto la cara de su acompañante, solo la nuca: una lisa cortina rubia.
El hombre entregó un ticket mientras ella se abotonaba el abrigo. La alcanzó al subir las escaleras.
—Soy Colin —dijo él.
—Faye.
En la puerta giratoria, él entró en el compartimento posterior al suyo. Al salir, se detuvo en seco. Llovía con muchísima fuerza y se detuvieron juntos bajo el chorreante pórtico. No había taxis delante del hotel, ni en ninguna parte de la húmeda calle.
—Hay un bar aquí al lado —comentó él.
—La verdad es que voy a Annabel’s —respondió Faye.
***
¿Lo habré reflejado bien? He investigado mucho y hay material de sobra. El inspector que llevaba la investigación escribió un libro, los amigos de mi padre concedieron entrevistas y la policía