La Princesa Primavera
Por César Aira
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César Aira
César Aira is a translator as well as the author of around eighty books of his own – so far. He declared that he might have become a painter if it weren’t so difficult (‘the paint; the brushes; having to clean it all’). He was born in Coronel Pringles; Argentina; and moved to Buenos Aires in 1967 at the age of eighteen.
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La Princesa Primavera - César Aira
En una isla paradisíaca situada frente a las costas de Panamá vivía la Princesa Primavera, en un bello Palacio de mármol blanco. Era joven, hermosa, y soltera. Su única compañía era la servidumbre, de la que oficiaba de mediadora el ama de llaves, Wanda Toscanini. Situado en una altura, el Palacio tenía vista al mar, al que conducían varios de los caminos del parque. Éste cubría unas veinticinco hectáreas de cuidado césped, borduras herbáceas y avenidas umbrías en cuyas intersecciones se alzaban estatuas o fuentes. La parte central, inmediata al Palacio, era de estilo francés, con parterres geométricos siempre floridos, pelouses bien recortadas, graciosos estanques con esculturas, glorietas e inofensivos laberintos de cercos vivos. Más allá, se iba haciendo salvaje, con sectores que remedaban rincones silvestres de selva o montaña mediante un sabio aprovechamiento de los arroyos y los accidentes naturales del suelo. Al otro lado de la reja que marcaba el límite de la propiedad, la Naturaleza tropical se hacía realidad, innumerable y fecunda, muy hermosa también a su modo, pero intransitable.
A poca distancia del Castillo (así llamaban a la morada de la Princesa, aunque de Castillo
no tenía más que unos pocos rasgos decorativos), por la línea de la costa, se encontraba el pueblo. Era de esos pueblos muy pequeños que un viajero descarta en media hora como un sitio sin misterio, sin posibilidades, pero que examinados con más tiempo revelan siempre más gente, más historias, y aun después de meses o años siempre aparece un desconocido más, que no era un desconocido sino un primo o un cuñado del vecino. La actividad básica era la pesca, pero también había algo de comercio, y huertas y cultivos, cría de animales, y por supuesto los servicios esenciales, todo en mínimo, a la medida de sus doscientos o trescientos habitantes. Un yate de pescadores ricos, muy de vez en cuando, venía a alterar la rutina y aportar un pequeño movimiento económico extra, pero en realidad el único suplemento sostenido provenía del Castillo, que les compraba provisiones o requería personal; en ambos casos la demanda era insignificante: la Princesa comía como un pajarito y nunca tenía invitados, y el mantenimiento de su domicilio había sido establecido en una rutina inmemorial. De modo que el pueblo se ocupaba de sí mismo, en días siempre iguales, semanas repetidas, meses parecidos y años intercambiables.
Aunque pequeño, el pueblo era el más grande de la isla, y hasta podría decirse que el único, porque los otros asentamientos dispersos en el perímetro de playas eran caseríos provisionales de tres o cuatro familias, media docena como máximo, y ni siquiera se trataba de casas sino de enramadas o chozas, apéndices te rrestres de los botes en los que esas razas anfibias salían a buscar su sustento en el mar. Como aparte del Cas tillo no había ninguna construcción importante, ni a nadie se le había ocurrido hacer hoteles o bungalows, la isla estaba virtualmente deshabitada; largos tramos de costa se conservaban vírgenes de huellas humanas, y todo el interior inexplorado era dominio de pájaros, monos e insectos. Habría sido difícil internarse, tan espesa y enmarañada era la vegetación. De su remoto origen volcánico quedaba como huella visible un revoltijo de altos y bajos, en este momento del proceso ya cubiertos de una selva muchas veces centenaria. La isla se alzaba del mar azul como un reino edénico, que a primera vista parecía inmenso pero en realidad era pequeño, apacible en su siesta perenne, envuelto en brisas, rociado por las lluvias vespertinas, con el Sol y la Luna haciendo sus rondas puntuales, pájaros de día, estrellas de noche.
De la Princesa Primavera no podía decirse que se resignara
o conformara
a este rústico aislamiento; estaba perfectamente adaptada a él. Su austera existencia seguía líneas tan tranquilas como repetidas, y la microscopía de su pequeño mundo cristalino era el objeto más indicado para su espíritu contemplativo y para sus hábitos laboriosos. Se levantaba muy temprano, al alba, antes de que saliera el sol. Después de un desayuno que consistía en poco más que té, bajaba al parque a hacer una caminata que se prolongaba más o menos una hora y media. Amaba su parque, planta por planta, el jardín francés tanto como las extensiones paisajísticas por las que se internaba con el delicioso estremecimiento de quien enfrenta lo desconocido, aunque se lo sabía de memoria. Y del mismo modo amaba la hora, el canto de las aves, el brillo del rocío, el crecimiento de la luz. Temprano a la tarde, después de una breve siesta, hacía otra visita al parque, esta vez para sentarse un rato en algún banco (tenía dos o tres favoritos, que iba alternando) a pensar o soñar. Y a última hora, al crepúsculo o primera noche, hacía otra caminata entre los árboles, simétrica a la primera. Nunca salía del parque, dentro de cuyos límites encontraba todas las distracciones y pequeños descubrimientos que le pedía su atención. Y sus paseos seguían siempre más o menos los mismos recorridos. Era parte del paisaje, a horas fijas, con sus grandes vestidos de sedas y tules superpuestos, faldas de miriñaque cuyos ruedo y cola barrían el suelo, en colores claros e irisados, flores en el pelo y en la cintura. El gran aparato de sus vestidos la obligaba a caminar muy despacio, lo que no hacía más que contribuir al placer de sus horarios.
El resto del día lo pasaba adentro. Su dormitorio, en realidad una suite de cuartos y saloncitos, ocupaba toda un ala del segundo piso, y desde sus ventanas y balcones tenía vista a gran parte del parque, y más allá a los techos de la selva, y el mar. Si quería dominar el panorama completo en todo el círculo del horizonte no tenía más que subir a las torres, con una de las cuales, la más alta de ese lado del edificio, tenía comunicación directa desde sus compartimentos. Pero cuando estaba adentro, las visiones del interior le bastaban. Aunque no hacía paseos dentro del Palacio, ni se hacía visitas guiadas a sí misma, por un motivo o por otro no pasaba día sin que lo cruzara de una punta a la otra, para ir a buscar algo (o para devolverlo a su lugar, porque era muy ordenada) o tras alguna criada a la que se le ocurría pedirle algo, o simplemente para sentarse a leer en algún cuarto con buena luz o lejos de donde estuvieran encerando el piso o descolgando las cortinas para lavarlas. Lenta, y a su modo majestuosa, aunque era pequeña y delgada, en sus voluminosas corolas de plumetí y el roce suntuoso de las crinolinas, se deslizaba por las escaleras de mármol rosa, por los grandes salones cargados de espejos y molduras, bajo los artesonados caprichosos, casi siempre abstraída, con una vaga sonrisa en los labios. A veces se detenía ante un cuadro, y le parecía descubrirlo; a veces ante un ramo de rosas recién cortadas en un jarrón, y las descubría realmente.
Pero estas detenciones eran breves y apenas si interrumpían sus traslados, que siempre tenían algún objetivo concreto. No le sobraba el tiempo. Aunque sus horarios se los imponía ella misma, y eran flexibles, de todos modos debía cumplir con la porción autoimpuesta de trabajo diario, y era rarísimo que se atrasara. De ahí que el grueso de sus horas lo pasara en su estudio del primer piso, sentada al escritorio. Este estudio era una habitación grande y clara, con las ventanas a la altura de la copa de los árboles que cabeceaban con susurros adormecidos y parecían vigilar que el trabajo se hiciera. El techo, a doble altura, era abovedado y tenía una pintura de cielo estrellado. A la mitad de