Celebraciones
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Alicia me regaña, jadea y llora. Nos abrazamos.
Pregunto dónde estás.
Empiezan las fiestas de diciembre y uno de los hijos de Alicia no llega a casa. Su hermano emprende un viaje para encontrarlo.
Celebraciones fue la novela ganadora de la "Beca para publicación de obra inédita, 2018", del Ministerio de cultura de Colombia. Según el jurado: "En esta novela se valora el tratamiento del tema que aborda ―los falsos positivos― y también la progresión dramática que alcanza un máximo momento de tensión al final de la historia".
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Celebraciones - Leonardo Gil Gómez
Catalogación en la publicación - Biblioteca Nacional de Colombia
Gil Gómez, Leonardo
Celebraciones / Leonardo Gil Gómez. -- ia. ed. -- Bogotá : Ministerio de Cultura : Himpar Editores, 2018.
148 p.
Plan Nacional de Lectura y Escritura Leer es mi Cuento. -Incluye datos biográficos del autor. -- Beca para publicación de Obra Inédita Ministerio de Cultura.
ISBN 978-958-58740-4-6
1. Novela colombiana - Siglo XXI I. Título
CDD: Co863.5 ed. 23 CO-BoBN- ai032804
Proyecto ganador de la convocatoria: Beca para la publicación de obra inédita Programa Nacional de Estímulos Ministerio de Cultura
CELEBRACIONES
© Leonardo Gil Gómez
© Corporación Himpar Editores
Primera edición, 2018
Bogotá D.C., Colombia
ISBN (impreso): 978-958-58740-3-9
ISBN (ePub): 978-958-58740-4-6
Edición: Himpar Editores
Diseño gráfico: Sandra Restrepo
Desarrollo ePub: Lápiz Blanco S.A.S.
CELEBRACIONES
Leonardo Gil Gómez
Una bandada de cuervos
pasó cruzando el cielo vacío,
haciendo cuar, cuar, cuar.
Juan Rulfo, Pedro Páramo
I
UNA TONELADA DE TIERRA NO PARECE MUCHO una vez se ha dado la última palada. Empuja con el pie los montones acumulados en los bordes tratando de dejar la superficie igual a como estaba antes de cavar. El permiso le alcanzará para pasar el día de las velitas en la casa. Eso piensa, eso debe pensar, eso dice. Su compañero mira concentrado la oscuridad del suelo, el pasto que por momentos brilla en la noche despejada. Resopla cansado; a lo mejor extraña el catre del cuartel. Busca la hora en su nuevo reloj. No puede ver las manecillas, dice que las hubiera preferido fosforescentes. El de la pala reacciona sin disimular:
—Pfff. Mucho puerco.
Los insectos llenan de zumbidos el monte. Recogen las bolsas sobrantes sin cruzar palabra. Limpian el lugar a medias. Les queda todavía camino hasta el camión. En unos días estarán como si nada, sacando velitas de bolsas que dicen La Virgen, prendiendo marranitos y volcanes alineados frente a sus casas, destapando latas de cerveza que espichan contra el pavimento al desocuparlas.
Quedarse acá. Los que corrieron, los que nos quedamos quietos. Acá, con la imagen fija del momento en que entendí que la había cagado y que no iba a salir de esta, con el calambre que sentí por dentro. Yo me imaginé volver cargado de regalos, la sonrisa de Alicia al abrir la puerta.
¿O eres tú el que regresa? Te veo entrar a la casa cabizbajo, buscar un pañuelo para Alicia, que tose en su cuarto.
El pasto empieza su avance lento sobre la tierra removida. Imperceptible las primeras horas, brotes nuevos aquí y allá en cuestión de días, una capa uniforme y tupida en algunas semanas. ¿Cuánto tardará en borrar los rastros de lo ocurrido?
Mierda.
Alicia tose y te despierta de nuevo. Escuchas sin moverte en la cama, apretando los dientes: parece que llora. Los murmullos llegan débiles desde el otro cuarto. Espasmos de tos, gemidos que se ahogan. Por momentos habla sola, aunque no logras saber qué dice. ¿Estará rezando?, te preguntas. Tratas de sacar algo en limpio de la repetición mecánica de las eses. ¿Con quién habla?, ¿con quién se queja de sus dolores, de lo largas que se le han vuelto las noches? Tras un rato vuelve la calma. El motor de la nevera resalta la quietud de las cosas en la cocina, en la sala, inmunes a los silbidos de la respiración de Alicia en su cuarto. Afuera no se oye nada. Contienes el aliento, intentando en vano registrar algo: los pasos de alguien que corre en la noche, un carro que sube la loma a lo lejos.
Por fin se ha dormido. ¿Qué hora es? La oscuridad en la ventana pronto pasará a ese intervalo en el que las cosas no son más que siluetas difusas. Un mundo casi sin formas ni colores, que cobrará vida con la luz intensa de la mañana. Cierras los ojos y te das vuelta, estiras las cobijas con los pies. Aplazas lo más que puedes el impulso cotidiano de mirar el radiorreloj. Por fin te resignas. 5:27. Los numeritos rojos activan en tu cabeza un rap que escuchabas hace unos años. La voz y el piano se pegan en el fondo de tu cabeza, y entiendes que en un buen rato no vas a poder librarte de ellos.
¿Quieres bailar? ¡Pues baila!
¡Baila este vals porque te mataaaaaa!
La lámpara sobre la mesita de noche marca una frontera invisible entre las dos mitades del cuarto. En cada extremo de la mesita, manchas circulares dejadas por el culo de vasos húmedos sobre la madera. La otra cama, el tendido sin arrugar desde hace semanas, y encima, unos jeans cuidadosamente doblados que no te pertenecen. ¿Se habrán quedado por accidente? ¿No habrán cabido en la maleta? Tampoco entiendes (tú y yo sabemos que no quieres entender) por qué te obsesionan, por qué te impiden dormir, por qué te causan el mismo temor irracional que la puerta entreabierta por donde temes que entre un atacante desconocido.
Ridículo, piensas, y te esfuerzas una vez más por dormir, ignorar los ecos de la tos que todavía resuenan en tu cabeza, la preocupación que te causa escuchar a Alicia. A veces deseas que pase algo definitivo con esa puta enfermedad que ni se la lleva ni la deja vivir. Buscas una idea tranquila en la cual refugiarte. Presionas la almohada sobre la cabeza, que te cubra las orejas. Invocas el recuerdo desde la sordera del relleno de espuma, esperas a que venga esa sensación cálida de ser abrazado por la imagen de un tiempo en el que no había por qué preocuparse, relajas los hombros y... ¡Güevonadas! Alicia tose otra vez. Aguantas el aire en un esfuerzo por escuchar mejor, entender lo que murmura: ¿dónde fue que lo enterraron?
Pones a hervir agua y, en lo que está, te asomas a su cuarto. Ahora el sol entra con fuerza por la ventana y le da un resplandor metálico a las canas en su cabeza. Así acostada se ve más pequeña, más frágil. Caminas en puntas de pies para no despertarla y llegas hasta la ventana. Corres la cortina, no sea que el sol le espante el sueño. Se da vuelta, plácida. Al salir alcanzas a oír un ronquido tímido.
Vuelves a la cocina y pasas un trapo por el mesón. Te distraes mirando la olleta hasta que el agua borbotea. Espabilas, bajas la olla, par cucharaditas de nescafé al agua, revuelves y pruebas. Añades otro poco de café y luego sirves dos tazas que llevas al comedor. El tintinear de la cuchara en los pocillos llama a Alicia a desayunar. Escuchas sus pasos que se arrastran despacio hasta la cocina. Camina con los ojos entrecerrados, hinchados todavía por el sueño. Lleva en las manos el celular y lo deja sobre la mesa. Piensas en protestar, pero al final no dices nada. Sirves un trozo de pan para cada uno. Comen evitando cualquier conversación.
No hace mucho que me fui y la casa me resulta ajena. La silla vacía en el comedor no parece la misma. Por costumbre, has hecho suficiente café para una tercera taza que pronto se irá por el desagüe. El morral de las películas, desparramado, medio vacío junto a la puerta, empieza a mostrar los desgastes del trajín. El nuevo remiendo que le hiciste a la cremallera, aunque se ve resistente, habla muy mal de tus habilidades para coser.
El celular timbra. Alicia contesta, reconoce la voz y se levanta por inercia, como si eso le ayudara a conversar. Por lo que dice al teléfono, imaginas que habla con Mergel. Asiente, inclina la cabeza, responde con monosílabos. Luego camina por la casa hablando sin parar, evitándote. Calla de repente, busca un lapicero, se apunta en la muñeca lo que parece una dirección y después de colgar, dice:
—Tenemos que ir a la Defensoría.
Te rascas el mentón, acodado sobre la mesa, mirando fijamente a Alicia, que vuelve a terminar su desayuno. La estufa traquea, has dejado la hornilla encendida. Corres a apagarla. De espaldas a Alicia, perdido en el rojo de la resistencia que empieza a opacarse, respondes con una pregunta:
—¿Va usted y me cuenta esta noche cómo le va?
A Alicia no le gusta la evasiva. Se toma de un sorbo el café frío y se esfuerza por endulzar la voz.
—¿Cuánto tiene ahorrado...? ¿Quiere que le ayude?
Capaz que se mete al rebusque, con lo enferma que está, a vender lo que pueda o a pedir plata.
—A qué me va a ayudar, mamá. Más bien descanse —te das la vuelta para mirarla—. Ahí vamos con lo de las películas. Ya casi completo lo que hace falta.
Alicia tuerce la boca.
—Mamá, usted se pone peor cada vez que sale. Con que vaya a la Defensoría es más que suficiente.
Tomas las tazas vacías y las llevas al lavaplatos. Luego limpias las migajas de pan sobre la mesa y Alicia te agarra del brazo en un gesto que exige que pares, que le prestes atención, que no la dejes sola en esto.
—Ni siquiera sabemos bien dónde está.
—No sea así, hijo —insiste Alicia, reprimiendo la tos—, ¿usted no entiende?
—¿Entender qué, vieja!
¿Entender qué?
Alicia se va a su cuarto. Camina con una rabia que se contradice con sus pies pesados. Se sienta en la cama, recobra el aliento.
—No sé, Guillermo. —Te cuesta trabajo oírla. Te acercas a la puerta del cuarto—. Pero mientras más nos demoramos...
—Da lo mismo, vieja. Ya no importa.
—A mí me importa.
Su respuesta se extiende por la casa. Alicia reprime un nuevo acceso