Revelaciones en Allasneda
Por Sascha Hannig
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William Hontsaer quiere cambiar su destino, pero el mundo se ha puesto en su contra, y él se ha convertido en un hombre amargo, desconsiderado y cruel.
Sin embargo, su suerte cambia cuando, en busca del corazón de la mujer que ama, encuentra a un pintor con una habilidad increíble: reflejar sentimientos humanos a través de sus obras. Cuando un accidente causa histeria en la capital de Allasneda, Will debe enfrentarse a los arraigados prejuicios contra la brujería, todo para salvar a la mujer que ama. Esta historia esta plena de aventuras, con un humor inteligente que no excluye la crueldad y la bruma propia de obras de Charles Dickens o Oscar Wilde, amplifica sentimientos tales como la pasión y la venganza familiares, sumados a la curiosidad positivista y la codiciada inmortalidad del alma humana
Sascha Hannig
Sascha Hannig (1994), es una escritora chilena de fantasía y ciencia ficción que ha dedicado los últimos años a trabajar en política, tecnología y democracia en el siglo XXI. Creció en las místicas tierras de Chiloé, donde la magia muchas veces se cruza con la realidad. También vivió en China entre 2011 y 2012, lo que ha marcado fuertemente su carrera.Ha publicado títulos en tres idiomas y cuatro países, destacando obras como Secretos Perdidos en Allasneda (2015), Jugar a la Guerra (2018) y Deltas (2020).
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Revelaciones en Allasneda - Sascha Hannig
© Sascha Hannig Nuñez 2020
Primera edición 2020
ISBN: 978-956-402-126-3
Santiago de Chile
Editorial Pluma Digital
Corrección: Valentina Sepúlveda Batarce
Edición de portada: Editorial Pluma Digital
Foto de portada original: @luizclas (Pexels)
Ilustraciones del interior: Claudia R. Jofré.
Distribución hispana
© Todos los derechos reservados
REVELACIONES EN ALLASNEDA
LA ÚLTIMA ESTRELLA
DE LA VASGUARDIA
L
A ÚLTIMA ESTRELLA
DE LA VASGUARDIA
Por Sascha Hannig
El problema con la vida es que no es un camino fijo, es un laberinto de espejos que te confunde con tu propio fantasma y tienes múltiples posibilidades para llegar al final. Desgraciadamente, muchos se frustran y se pierden en el camino de regreso.
1. La vida sin oro ni gallinas
I
Aquella mañana húmeda e invernal, los gritos rompieron el silencio en que descansaba. El gallo no había cantado a la hora acostumbrada y el viento no emitía sonido alguno. Entonces, se quedó inmóvil, contemplando cómo el reloj de aceite corría a través de su pared.
Unos minutos después, Amanda, la cocinera, tocó la puerta de la torre dos veces, pues algo terrible había sucedido en el gallinero.
William E. Hontsaer era el dueño de una modesta granja a las afueras del pueblo de Sissenrt, último vestigio de la herencia que había recibido unos años atrás, como único sobreviviente de su familia.
Tenía la piel tostada, casi oscura, cejas frondosas, las fosas nasales anchas y bien delineadas. Una hendidura debajo de su nariz marcaba la forma de su bigote, que a veces afeitaba, y otras, dejaba crecer por meses. Su barbilla era un tanto puntiaguda, pero no tanto como para salirse de su rostro. Comenzaba a encorvarse por todo el tiempo que pasaba solo, pero se preocupaba de mantener su cuerpo ágil y esbelto. Al menos, pensaba, hasta tener unos cuarenta años. Aunque poco tiempo antes Will había sido considerado uno de los hombres más alegres de la región, su destino lo convirtió en un ser arrogante, malhumorado, impaciente y machista. Una actitud que a menudo lo empujaba a hartarse de sí mismo, lo aterraba lo mucho que parecía estar convirtiéndose en su padre. Theo Hontsaer había sido un hombre cuya mera presencia podía acallar a una muchedumbre. Era de esas personas que imponían miedo en algunos y respeto en otros, pero no dejaba a nadie indiferente.
Pese a todas sus debilidades, Will era una persona perseverante, pues había algo en su interior que le impedía renunciar a la vida miserable que llevaba, en la que había caído preso de su mala fortuna. Para soportar esta derrota impuesta por el destino, Will se ocultaba tras una fibrosa pared de esperanza, junto a lo que le quedaba de carisma.
II
Dos torres de piedra lisa le servían de estudio y alojamiento de criados. Éstas fueron edificadas antes de la compra de la granja y sobresalían sobre el lugar, conectándose a la casa que había construido su padre.
Nadie imaginó que un par de meses después que clavar el último tablón de aquella casona, llegaría la segunda plaga blanca que avanzaba desde el sur. Los brujos querían venganza, y la consiguieron de la forma más cruda posible: creando un monstruo invisible y virulento, como siempre lo hacían.
En menos de un semestre acabó con su padre, su madrastra, su único hermano consanguíneo y todos sus hermanastros. Will era el mayor y se encontraba en las cercanías de Allasneda, en el Instituto Edarte Wilhems, estudiando para seguir los pasos de su padre, quien se había hecho rico al emprender como constructor de naves aéreas.
III
Tras cruzar el campo mojándose los pies con el fresco rocío de la mañana y maldiciendo a todos porque no pudo acabar de leer la última página de su novela, llegó hasta una construcción de madera mohosa.
Eran tres niveles, dos puertas y un corral aledaño. Ese gallinero había llegado a tener 150 aves, pero entonces solo tenía unas 60.
Se detuvo a un lado de la jaula y miró a los empleados con gesto de amenaza, posó su mano sobre las tablas, levantó el techo de la gallera y no pudo evitar perder el aliento ante lo que sus ojos le mostraban.
El olor era repugnante. Una traumática escena que lo dejó de espaldas en el prado húmedo, con la respiración entrecortada y la cara pasmada en espanto.
—¡¿Qué rayos pasó?! —gritó a sus empleados.
Se volvió a parar, se cubrió la cara mientras arrastraba la suela de sus zapatos y se acercó nuevamente al improvisado sepulcro para poder analizarlo. Parecía casi como si hubieran metido vivas a las gallinas en una moledora de carne. Los gallos estaban desplumados y degollados, los huevos habían eclosionado y los fetos malformados se habían arrastrado por el piso para acabar muertos también.
Con un solo movimiento del brazo, todos los sirvientes se ubicaron en fila, pero ninguno emitió una sola palabra. William abrió los ojos esperando una respuesta.
—¡¿Quién lo hizo?! —gritó ensordecedoramente, su barbilla temblaba con nerviosismo—. ¡¿Quién?!
—Así los encontramos —respondió Javier, uno de los trabajadores antiguos de la granja Hontsaer, que aún se encontraba con una pala entre los pies.
—Averígüenlo o les costará la cama donde duermen y esa sopa aguada que suelen comer —Will recapacitó y cesó de gritar. Finalmente miró a los espantados sirvientes—. Olvídenlo. Limpien y preparen mi aerostato —cerró con un tono autoritario.
Además de dejar a la granja Hontsaer sin huevos ni gallinas, este hecho dejaba a William sin los ingresos ni el alimento que estos representaban. No tenía otra chance, debía ir al pueblo de Sissenrt a buscar gallinas al mercado o arriesgarse a la llegada del invierno. Por esta razón, Héctor, otro de los hombres que trabajaba la granja, preparó su transporte: un barco aerostático personal. Hontsaer subió a bordo, junto a Héctor, Amanda y el viejo y servicial Alfred, quien fue conduciéndolo por la ruta aérea que conectaba directamente con Sissenrt.
IV
Abajo podían ver el camino de ripio, con muchas piedras y tierra amontonada que lo hacían muy irregular, y cuya delimitación a ambos lados era una línea de árboles altísimos y delgados plantados de forma ordenada en época de sequías.
El vehículo aéreo descendió hasta instalarse en un atracadero de la última calle que conducía al mercado del pueblo. Will se bajó rápido, percatándose que sus rodillas aún estaban embarradas con el lodo ensangrentado de su gallinero. Aunque intentó limpiarlo, sólo logró atenuar la sangrienta mancha hasta un borrón rosado. Rápidamente se rindió, llevándose a Héctor y dejando a Alfred al cuidado de la sencilla pero útil nave aérea de carga.
Al entrar al mercado no estableció contacto visual con nadie. Su educación citadina le recordaba este tipo de cosas, mientras más frio, más educado, más correcto y respetado. Esa lógica no se aplicaba al campo, especialmente en los bosques del sur, donde toda persona conocía a toda persona y en muchos casos estaban hasta emparentadas.
Por la misma razón, dicha frialdad era vista en la zona como parte de la vida de los brujos. Y así, aunque Hontsaer no era un mal hombre, (bueno, no era un criminal), quebrantaba las ideas de los que lo conocían en la localidad. Cambiaba el ambiente de seguridad de los grupos con su presencia, y recibía una mirada agresiva de cualquier persona con la que cruzara la vista. Para muchos, él era malo, diferente, macabro, peligroso. Y ese día no sería una excepción.
Mientras se adentraba en el mercado, todos y cada uno de los habitantes fijaban su vista en él. Eran ojos incriminantes, e incisivos, pero lo suficientemente inofensivos para ser ignorados.
Así pasaron luego por la calle St. Stephen sin siquiera notar el olor a carbón y azufre que emanaba del gran muro de ceniza.
Aquel muro era intimidante y provocaba un escalofrío entre algunos pueblerinos. 63 años atrás, una fría y húmeda mañana, la iglesia que había sostenido había sido totalmente destruida por un incendio. Humo y llamas salían por el campanario, los vidrios estaban rotos o completamente ennegrecidos. Las humeantes cenizas se posaron en todas las casas de las cercanías. El incidente sólo dejó destrucción a su paso, y para colmo, como en la mayoría de las iglesias, todos los documentos de Sissenrt estaban guardados entre esas cuatro paredes.
Por lo tanto, con la iglesia St. Stephen, desapareció el pasado del pueblo, dejando sólo una negra piedra con la fecha de fundación, hacía ya 500 años, y una gran pila de escombros inertes.
Y era precisamente ahí, en el muro de cenizas, donde los artistas itinerantes se ubicaban para presentar sus obras.
Muchos de los más famosos actores, cantantes, escultores, vendedores y ladrones se sentaban allí con una bolsa, esperando hacer dinero fácil. Pero Sissenrt era un mundo gris y la gente ya no se ocupaba en apreciar la belleza, sólo trataban de subsistir, pues huir significaba contagiarse y morir.
V
William se sentó en una banca anexada a la panadería que miraba hacia el mercado, observó el frontis de una serie de pequeños puestos que formaban un pasillo, esperando que Héctor y Amanda desembarcaran todo lo necesario de la aerocarreta para ir a cambiarlos por suministros.
Tarareaba una canción de cuna que recordaba de cuando estuvo en el internado, cerca de la ciudad de su nacimiento. "Está lloviendo, está lloviendo…", murmuraba. Al encender un cigarrillo incombustible que siempre llevaba en el bolsillo de su chaqueta, se quedó vegetando sin pensar en nada más que sus planes de la tarde.
Entonces, un sonido como de piedras cayendo del mismísimo cielo hizo que la tierra temblara, incluso William no pudo evitar mirar qué producía ese estruendo.
Al parecer, la ayudante del panadero se había estrellado con un transeúnte, quien, rojo de furia, le gritaba frases inentendibles, mientras ella trataba de levantar la caída bandeja de encargos.
Contrario al sentido común de William, los espectadores no ayudaron a la joven, sino que apoyaron al enloquecido
y se unieron al griterío, a las burlas y hasta los golpes.
Will vio cómo una anciana pateaba una y otra vez a la chica en el suelo. Se levantó de golpe, pero no se atrevió a interrumpirlos. Comenzó a sudar de vergüenza. Luego vio al hombre con el que había chocado la joven acomodarse la chaqueta y, con fuerza, propiciarle una patada en la cabeza que la dejó en el suelo noqueada.
Estaba petrificada, sin respirar y cubierta de barro. ¿Estaba muerta? ¿Desmayada? Will caminó con cautela, se sentía horrible por no haberla ayudado. No entendía qué le pasaba a los habitantes de ese lugar. Se paró junto al cuerpo tendido y luego se arrodilló ante él, pero la chica estaba tendida e indefensa.
—¿Estás bien? —murmuró, no sabía realmente cómo ayudarla a retomar el conocimiento.
Entonces, decidió picarla con un dedo, y aun así la chica no reaccionó, estaba atónito, sus manos le temblaban, cuando tomó su muñeca para sentir el pulso. William examinó la cara de la joven y pudo ver una fina gota de sudor rodando por su mejilla.
Sólo entonces la chica abrió los ojos, desvariaba y casi como un acto reflejo, dio un agresivo salto hacia atrás, para luego soltarse de la mano de Hontsaer.
—¿Qué quieres? —respondió ella sin dejar de llorar—-. ¿Qué quieres de mí?
—Tome —le dijo él y le devolvió la canasta, dentro de la cual habían quedado un par de pedazos de pan caliente.
—Ya no sirven de nada —dijo la joven mujer con tono frío.
Will no hablaba mucho ni en forma continua, así que se quedó en silencio varios segundos. Sentía espasmos en su cuello. Una sensación horrible en la barriga. Volvió a mirar a la chica cubierta de barro. Sus ojos incisivos lo cautivaron, su vestido celeste, desgarrado en la base, le pareció conocido, e intentó decir algo amable.
—¿Puedo hacer algo para ayudarla?
—Váyase, granjero ignorante.
Ella lo miró con rabia, él, en cambio, con compasión. Por primera vez, en mucho tiempo, alguien no lo ignoraba, y aunque era igual de hostil que el resto, despedía un aura diferente.
La chica se levantó del suelo con un arrebato. Y sin decir nada más, caminó por entre los callejones que rodeaban el mercado, dejándolo de rodillas en el suelo. Will miró el pasaje por cual la chica se había perdido, lo memorizó. Sintió que jamás podría olvidarla.
La aérocarreta de Hontsaer partió de Sissenrt antes de que la campana de la iglesia comenzara a tocar. La mercancía cambiada fueron cuatro gallinas y un gallo, todos dorados y bastante grandes, que se convirtieron en el único sonido que William captaba, mientras contemplaba sin esperanzas cómo se acercaban desde las alturas a sus tierras estériles y en ruinas.
En ningún minuto del vuelo dejó de pensar en la chica de la canasta, ya que había algo raro en ella, algo que incluso para él, no calzaba con su visión del triste poblado de Sissenrt. Pues la chica no parecía una criada sin educación, otra sucia niña pobre, como la mayoría de la población femenina de esa zona.
2. La chica del vestido celeste
I
La torre norte se encontraba desierta. Hace días que no se olía el humo de la deteriorada chimenea ancestral que calefaccionada los rincones de su estudio, ni se veía la luz de la incandescente lámpara de ámbar líquido desde la ventana, ni se escuchaban las voces discutiendo, ni sus gritos de ermitaño en las mañanas, ni el sonido de sus viejos zapatos contra el piso lustroso de la habitación.
William E. Hontsaer había decidido viajar cada día a Sissenrt en busca de aquella chica. En sus manos, guardaba un ramo de flores silvestres anaranjadas y celestes. Había pedido a Vallerie que le dejara todos los días dichos adornos en su florero al despertar. Hontsaer los decoraba, los cubría en papel y los acarreaba todo el día por el pueblo, hasta que estos se secaban por la falta de agua. Esas plantas marchitándose representaban lo poco fructífera de su búsqueda.
Nadie quería decirle el nombre real de la muchacha, ni darle algún dato útil que pudiera servirle en su búsqueda. El panadero no lo dejó entrar a su negocio, además que hablaba un idioma distinto (o eso aparentaba) al de Hontsaer.
Ninguno de los comerciantes respondió sus preguntas. Y como si su mala suerte no fuera poca, a la misma hora que él visitaba el pueblo, todos se hallaban cerca del muro viendo a los artistas callejeros.
Sin embargo, como por arte de magia, un día, casi rendido, imaginando que la chica no era más que un recuerdo, reconoció su inconfundible cabello caoba resaltando entre la multitud, en aquel destacado vestido celeste.
Ella estaba admirando, vagamente, a un grupo de artistas bohemios que hipnotizaba a los escasos espectadores. Esta vez, Will estaba convencido que sería su última oportunidad para verla. Corrió, casi ahogado, sintiendo que su vida recién comenzaba esa tarde.