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Salambó
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Libro electrónico398 páginas5 horas

Salambó

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La revuelta conocida como la Guerra de los Mercenarios del siglo III, tras la primera Guerra Púnica, es el momento que Gustave Flaubert elige para presentar una maravillosa novela histórica en la que lo cruel y lo violento conviven con el deseo que se presenta en voluptuosas sensaciones. Luego del éxito obtenido con Madame Bovary, el escritor francés emprende un viaje que culmina con una obra repleta de referencias a costumbres, vestiduras y armas bastante precisos y donde las traiciones, amores y actos heroicos son mostrados como parte de las batallas, sus pérdidas y los vacíos que ésta deja tras de sí.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento6 jul 2020
ISBN9786071668646
Autor

Gustave Flaubert

Gustave Flaubert está considerado como el introductor del realismo francés del siglo XIX. Su obsesión por el estilo, por la búsqueda del mot juste (la palabra justa), hizo que sus obras, consideradas como escandalosas por la sociedad de su tiempo, lograran un reconocimiento unánime por parte de la crítica y de sus compañeros de letras. Tímido hasta lo patológico y en ocasiones arrogante, Flaubert no se granjeó demasiadas amistades a lo largo de su vida. Su carácter, que podríamos calificar de inestable, le llevó a padecer crisis nerviosas que derivaron en una salud frágil. Flaubert, prematuramente anciano, murió de una apoplejía a los 58 años. Contemporáneo del otro gran genio de la literatura francesa, Charles Baudelaire, Flaubert nos lega una obra deslumbrante que arranca con Madame Bovary (1857), sigue con Salambó (1862), La educación sentimental (1869), La tentación de San Antonio (1874), Tres cuentos (1877) y se cierra, póstumamente, con Bouvard y Pécuchet (1881).

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    Vista previa del libro

    Salambó - Gustave Flaubert

    COLECCIÓN POPULAR

    743
    SALAMBÓ

    Traducción

    CAMILO RODRÍGUEZ, ÁLVARO RUIZ RODILLA

    y HERMENEGILDO GINER DE LOS RÍOS

    GUSTAVE FLAUBERT

    SALAMBÓ

    Primera edición, 2020

    [Primera edición en libro electrónico, 2020]

    Diseño de portada: Rafael López Castro y Guillermo López Wirth

    © 2020, Ricardo Chávez Castañeda

    D. R. © 2020, Fondo de Cultura Económica

    Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

    Comentarios: editorial@fondodeculturaeconomica.com

    Tel. 55-5227-4672

    Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

    ISBN 978-607-16-6864-6 (ePub)

    ISBN 978-607-16-6865-3 (mobi)

    ISBN 978-607-16-6789-2 (rústico)

    Hecho en México • Made in Mexico

    ÍNDICE

    I. El festín

    II. En Sicca

    III. Salambó

    IV. Bajo las murallas de Cartago

    V. Tanit

    VI. Hannón

    VII. Amílcar Barca

    VIII. La batalla del Macar

    IX. En campaña

    X. La serpiente

    XI. En la tienda

    XII. El acueducto

    XIII. Moloch

    XIV. El desfiladero del Hacha

    XV. Matho

    I. EL FESTÍN

    OCURRÍA en Megara, arrabal de Cartago, en los jardines de Amílcar.¹

    Los soldados que él había tenido bajo su mando en Sicilia se daban un gran festín para celebrar el día del aniversario de la batalla de Érice,² y, como el amo estaba ausente y ellos eran muchos, comían y bebían a sus anchas.

    Los capitanes, calzados con coturnos³ de bronce, se habían puesto en el camino central, bajo un velo púrpura con franjas doradas que se extendía desde la pared de la caballeriza hasta la primera terraza del palacio; los soldados rasos estaban tendidos bajo los árboles, donde se distinguían bastantes edificios de techo plano, lagares, almacenes, tiendas, panaderías y arsenales, con un patio para los elefantes, fosos para las fieras, una prisión para los esclavos.

    Unas higueras rodeaban las cocinas; un bosque de sicomoros se prolongaba hasta la verde espesura, donde las granadas resplandecían entre los arbustos blancos de los algodoneros; viñas cargadas de racimos subían por el ramaje de los pinos; un campo de rosas se abría bajo los plátanos; de trecho en trecho, sobre las praderas, se balanceaban las azucenas; negra arena mezclada con polvo de coral se esparcía en los senderos; y, en el medio, de un lado a otro, la arboleda de cipreses formaba como una doble columnata de obeliscos verdes.

    El palacio, construido con mármol númida⁴ jaspeado de amarillo, tenía al fondo cuatro pisos de terrazas superpuestas sobre amplias bases. Con su gran escalinata recta de madera de ébano que llevaba en los ángulos de cada escalón la proa de una galera capturada al enemigo, sus puertas rojas divididas por una cruz negra, sus rejas de bronce que lo protegían de los escorpiones por debajo y su enrejado de varillas doradas que tapaban las aberturas superiores, todo les parecía a los soldados, en su opulencia salvaje, tan solemne e impenetrable como el rostro de Amílcar.

    El Consejo⁵ había elegido su casa para dar ese festín. Los convalecientes que dormían en el templo de Eschmún⁶ se ponían en marcha desde el amanecer y llegaban arrastrándose con sus muletas. A cada minuto, otros llegaban. Por todos los senderos afluían sin cesar, como torrentes que se precipitan en un lago. Se veía entre los árboles correr a los esclavos de las cocinas, despavoridos y medio desnudos; las gacelas huían balando por el pasto; el sol se ponía, y el perfume de los limoneros volvía aún más pesada la exhalación de aquella sudorosa muchedumbre.

    Había allí hombres de todas las naciones, ligures, lusitanos, baleáricos, negros y prófugos de Roma. Junto al pesado dialecto dórico, se escuchaban resonar sílabas célticas que restallaban como carros de batalla, y las terminaciones jónicas chocaban con las consonantes del desierto, ásperas como aullidos de chacal. El griego se reconocía por su delgado talle, el egipcio por sus hombros altos y el cántabro por sus fuertes pantorrillas. Unos carios agitaban con orgullo las plumas de sus cascos, arqueros de Capadocia se habían pintado con jugos de hierbas cocidas flores en el cuerpo, y algunos lidios cenaban vestidos de mujer, con pantuflas y aretes. Otros, que se habían embadurnado fastuosamente con bermellón, parecían estatuas de coral.

    Se recostaban en los cojines, comían acurrucados en torno a grandes bandejas, o bien, acostados boca abajo atrapaban pedazos de carne, se saciaban apoyados en los codos, en la pose pacífica de los leones cuando despedazan a su presa. Los últimos en llegar, de pie entre los árboles, miraban las mesas bajas medio ocultas por los tapices escarlata y esperaban su turno.

    Las cocinas de Amílcar no eran suficientes, por lo que el Consejo había enviado esclavos, vajilla, camas; y en el centro del jardín, como en un campo de batalla cuando queman a los muertos, ardían grandes y claras hogueras donde rostizaban bueyes. Los panes espolvoreados de anís alternaban con grandes quesos, más pesados que discos, crateras llenas de vino y cántaros rebosantes de agua junto a canastas de filigrana de oro llenas de flores. La alegría de poder hartarse a gusto por fin dilataba todos los ojos; aquí y allá, las canciones comenzaban.

    Al principio, les sirvieron aves en salsa verde, en platos de arcilla roja realzada con negros dibujos, y luego cuantas especies de mariscos se recogían en las costas púnicas, purés de harina de trigo, habas y cebada, y caracoles al comino sobre bandejas de ámbar amarillo.

    Después las mesas se llenaron de carnes: antílopes con sus cuernos, pavorreales con sus plumas, borregos enteros cocidos al vino dulce, piernas de camellas y de búfalos, erizos al garo, cigarras fritas y lirones confitados. En gamellas de madera de Tamrapanni⁷ flotaban en azafrán pedazos grandes de grasa. Todo rebosaba de salmuera, trufas y asafétida. Las pirámides de frutas se derrumbaban sobre los pasteles de miel, y no habían olvidado algunos de esos perritos panzones de rosado pelaje que cebaban con orujo de aceitunas, manjar cartaginés que los demás pueblos abominaban. La sorpresa de los nuevos platos excitaba la voracidad de los estómagos. Los galos de largos cabellos recogidos en la coronilla se disputaban las sandías y los limones, que mordían con sus cáscaras. Los negros, que jamás habían visto langostas, se arañaban la cara con las pinzas rojas. Los griegos, rapados, más blancos que el mármol, tiraban hacia atrás los desperdicios de sus platos, mientras que los pastores del Brucio,⁸ vestidos con pieles de lobos, devoraban en silencio su porción.

    La noche caía. Retiraron el velarium⁹ extendido sobre la arboleda de cipreses y trajeron antorchas.

    Los resplandores vacilantes del petróleo que ardía en vasos de pórfido asustaron a los monos que estaban en las copas de los cedros, consagrados a observar la luna. Sus gritos pusieron alegres a los soldados.

    Llamas oblongas temblaban sobre las corazas de bronce. Todo tipo de fulgores brotaban de las bandejas incrustadas de piedras preciosas. Las crateras, orladas de espejos convexos, multiplicaban la imagen alargada de las cosas; los soldados que se agolpaban alrededor se miraban embobados en ellas y se hacían muecas para provocarse la risa. Se lanzaban, por encima de las mesas, los escabeles de marfil y las espátulas de oro. Bebían a grandes tragos todos los vinos griegos en odres, también los vinos de Campania guardados en ánforas, los vinos de Cantabria que se llevan en toneles, y los vinos de azufaifa, cinamomo y loto. Había charcos de vino en el suelo resbaladizo. El humo de las carnes subía hasta el follaje mezclado con el vaho de los alientos. Se oía al mismo tiempo el chasquido de las mandíbulas, el ruido de los coros, las canciones, las copas, el estrépito de los vasos campanios¹⁰ que se rompían en mil pedazos, o el sonido límpido de una gran bandeja de plata.

    A medida que aumentaba la ebriedad, recordaban cada vez más la injusticia de Cartago.

    La República,¹¹ agotada por la guerra, había dejado que se acumularan en la ciudad todas las bandas de mercenarios que volvían de ella. Giscón,¹² su general, había tenido sin embargo la prudencia de despedirlos unos después de otros para facilitar el pago de su sueldo, y el Consejo creía que acabarían por consentir alguna rebaja. Pero hoy les reprochaban que no les pudieran pagar. Esta deuda se confundía en la mente del pueblo con los tres mil doscientos talentos euboicos exigidos por Lutecio¹³ y eran, como Roma, un enemigo para Cartago. Los mercenarios lo entendían, y por eso su indignación estallaba en amenazas y excesos. Finalmente pidieron reunirse para celebrar una de sus victorias y el partido de la paz accedió, vengándose así de Amílcar, que tanto había promovido la guerra. Ésta había terminado a pesar de todos sus esfuerzos, de modo que, desesperándose de Cartago, le había cedido a Giscón el mando de los mercenarios. El hecho de designar su palacio para reunir a los mercenarios era atraer hacia él algo del odio que se les profesaba. Además, los gastos serían excesivos y casi todos correrían a su cargo.

    Orgullosos de haber doblegado a la República, los mercenarios creían que por fin regresarían a sus hogares con el sueldo de su sangre en la capucha del manto. Pero sus fatigas, recordadas entre los vapores de la ebriedad, les parecían prodigiosas y muy mal recompensadas. Se enseñaban unos a otros sus heridas y hablaban de sus combates, de sus viajes y de las cacerías en sus países. Imitaban el aullido de las fieras y sus saltos. Luego empezaron las inmundas apuestas; metían la cabeza en las ánforas y se quedaban bebiendo, como dromedarios sedientos. Un lusitano de gigantesca estatura que cargaba un hombre en cada brazo recorría las mesas echando fuego por las narices. Algunos lacedemonios que no se habían quitado las corazas saltaban pesadamente. Unos se movían como mujeres haciendo gestos obscenos; otros se desnudaban para combatir, entre las copas, como los gladiadores; y una compañía de griegos bailaba alrededor de un vaso en el que había unas ninfas pintadas, al son de un escudo de bronce que golpeaba un negro con un hueso de buey.

    De pronto, escucharon un canto lastimero, un canto potente y dulce, que subía y bajaba por los aires como el aleteo de un pájaro herido.

    Era la voz de los esclavos en la ergástula.¹⁴ Varios soldados, para ir a liberarlos, se levantaron de un salto y desaparecieron.

    Volvieron, echando entre gritos y en el polvo a unos veinte hombres que se distinguían por la palidez de sus rostros. Un pequeño gorro de forma cónica y de fieltro negro cubría sus cabezas rapadas; todos llevaban sandalias de madera y hacían un ruido metálico, como de carros avanzando.

    Llegaron a la arboleda de cipreses, donde se perdieron entre la muchedumbre que los interrogaba. Uno de ellos se mantuvo alejado, de pie. A través de los jirones de su túnica se le veían los hombros marcados por largas cicatrices. Cabizbajo, miraba desconfiado a su alrededor y entrecerraba un poco los párpados por el resplandor de las antorchas. Pero cuando vio que ninguno de los soldados lo quería atacar, un profundo suspiro se escapó de su pecho; balbuceaba, sonreía bajo las claras lágrimas que bañaban su rostro; luego agarró por las asas un cántaro lleno, lo levantó y extendiendo en el aire sus brazos de donde colgaban cadenas, y mirando el cielo y mientras sostenía la copa, dijo:

    —¡Salud a ti primero, Baal-Eschmún¹⁵ liberador, que la gente de mi patria llama Esculapio! ¡Y a ustedes, genios de las fuentes, de la luz y de los bosques! ¡Y a ustedes, dioses escondidos bajo las montañas y en las cavernas de la tierra! ¡Y a ustedes, hombres fuertes de armaduras relucientes, que me han liberado!

    Después dejó caer la copa y contó su historia. Se llamaba Spendius. Los cartagineses lo habían hecho prisionero en la batalla de las Eginusas,¹⁶ y como hablaba griego, ligur y púnico, dio nuevamente las gracias a los mercenarios; les besaba las manos; los felicitaba por el banquete, extrañado de no ver por ahí las copas de la legión sagrada. Aquellas copas, que llevaban una vid de esmeralda en cada una de sus seis facetas de oro, pertenecían a una milicia exclusivamente compuesta de jóvenes patricios, los de mayor estatura. Era un privilegio, casi un honor sacerdotal; por eso ninguno de los tesoros de la República era tan codiciado por los mercenarios. Detestaban a la Legión por ello, y había quienes arriesgaban sus vidas por el inconcebible placer de beber en ellas.

    Entonces mandaron a buscar las copas. Estaban en el depósito de los Sisitas,¹⁷ compañías de comerciantes que comían juntos. Volvieron los esclavos diciendo que a esa hora todos los Sisitas dormían.

    —¡Que los despierten! —respondieron los mercenarios.

    Después de un segundo recado, les explicaron que estaban encerradas en un templo.

    —¡Que lo abran! —replicaron.

    Y cuando los esclavos, temblando, les confesaron que las copas estaban en manos del general Giscón, exclamaron:

    —¡Que las traiga!

    Pronto Giscón apareció al fondo del jardín con una escolta de la Legión sagrada. Su amplio manto negro, sujeto a su cabeza por una mitra de oro constelada de piedras preciosas y que colgaba a su alrededor y hasta los cascos de su caballo, se confundía, de lejos, con el color de la noche. No se distinguía más que su barba blanca, los resplandores de su tocado y el triple collar de largas placas azules que chocaban contra su pecho.

    Cuando entró, los soldados lo saludaron con aclamaciones y gritando:

    —¡Las copas! ¡Las copas!

    Él comenzó declarando que, si se consideraba su valentía, las merecían. Aplaudiéndole, la muchedumbre aulló de júbilo.

    ¡Él, que había sido su comandante y que había vuelto con la última cohorte en la última galera, lo sabía muy bien!

    —¡Es cierto! ¡Es cierto! —decían los soldados.

    ¡Sin embargo, continuó Giscón, la República había respetado su división por pueblos, sus costumbres, sus cultos; eran libres en Cartago! En cuanto a las copas de la Legión sagrada, eran una propiedad privada. De golpe, cerca de Spendius, un galo se abalanzó sobre las mesas y corrió directo hacia Giscón, al que amenazaba esgrimiendo dos espadas desenvainadas.

    El general, sin interrumpirse, lo golpeó en la cabeza con su pesado bastón de marfil; el bárbaro cayó. Los galos aullaban, y su furor, que se comunicaba a los otros, amenazó con arrastrar a los legionarios. Giscón se encogió de hombros; pensó que su valentía sería inútil contra esas brutas y exasperadas bestias. Era mejor vengarse de ellos con alguna astucia; entonces le hizo una señal a sus soldados y se alejó lentamente. Luego, bajo la puerta, se dirigió a los mercenarios y les gritó que se arrepentirían.

    Continuó el festín. Pero Giscón podía volver y, cercando el arrabal que colindaba con la fortaleza, aplastarlos contra las murallas. Entonces se sintieron solos pese a la muchedumbre; y la gran ciudad que dormía debajo, en la sombra, les dio miedo, con su hacinamiento de escaleras, sus altas casas negras y sus dioses indistintos, aún más feroces que su pueblo. A lo lejos, algunos fanales se deslizaron por el puerto, y había luz en el templo de Khamón.¹⁸ Entonces recordaron a Amílcar. ¿Dónde estaba? ¿Por qué los había abandonado luego de concertar la paz? Sus disensiones con el Consejo no eran, sin duda, más que un juego para perderlos. Concentraban su odio insaciable y sus maldiciones en él, incluso se exasperaban entre ellos por su propia cólera. En ese momento, se agruparon bajo los plátanos. Era para ver a un negro que se revolcaba golpeando el suelo con sus miembros, echando espuma por la boca con la mirada fija y el cuello retorcido. Alguien gritó que estaba envenenado. Entonces todos creyeron estarlo. Se lanzaron sobre los esclavos; un vértigo de destrucción se apoderó del ejército ebrio. Daban golpes al azar a su alrededor; rompían, mataban; algunos lanzaron antorchas en el follaje; otros, asomándose a la balaustrada de los leones, los masacraban a flechazos; los más arriesgados corrieron hacia los elefantes; querían cortarles las trompas y comer marfil.

    Mientras tanto, los honderos baleáricos que habían doblado la esquina del palacio para saquear con mayor comodidad se detuvieron ante una alta barrera hecha de junco de la India. Cortaron con sus puñales las correas de la cerradura y se encontraron luego bajo la fachada que daba hacia Cartago, en otro jardín lleno de plantas podadas. Hileras de flores blancas, que se seguían una a una, describían en la tierra azulada largas parábolas, como torbellinos de estrellas. Los zarzales en espesas tinieblas exhalaban olores cálidos, dulzones. Había troncos de árboles embadurnados de cinabrio que parecían columnas ensangrentadas. En medio, doce pedestales de cuero sostenían cada uno una gran bola de cristal y resplandores rojizos llenaban confusamente estos globos huecos, como enormes pupilas que aún palpitaban. Los soldados se alumbraban con antorchas, tropezando a menudo en la pendiente del terreno labrado en profundidad.

    Vieron un pequeño lago, dividido en varios estanques por murallas de piedras azules. El agua era tan límpida que el reflejo de las llamas de las antorchas temblaba hasta el fondo, sobre un lecho de piedras blancas y de polvo dorado. El agua empezó a borbotear, se deslizaron unas lentejuelas luminosas y grandes peces, que llevaban pedrerías en la boca, aparecieron en la superficie.

    Los soldados, riendo a carcajadas, los agarraron por las agallas y los llevaron a sus mesas.

    Eran los peces sagrados de la familia Barca. Todos descendían de esos pejesapos que habían fecundado el huevo místico donde se ocultaba la diosa.¹⁹ La idea de cometer un sacrilegio reanimó la glotonería de los mercenarios; enseguida prendieron fuego bajo recipientes de bronce y se divirtieron viendo cómo los hermosos peces se retorcían en el agua hirviendo.

    La marejada de soldados se encrespó. Ya no tenían miedo. Volvían a beber. Los perfumes que les resbalaban de la frente mojaban con gruesas gotas sus túnicas rasgadas y, acodados sobre las mesas que parecían oscilar como navíos, paseaban la mirada en derredor con grandes ojos ebrios, para devorar con la vista lo que no podían saquear. Había quienes, andando entre los platos por encima de los manteles púrpura, rompían a patadas los escabeles de marfil y los frascos tirios de cristal. Las canciones se mezclaban con el estertor de los esclavos que agonizaban entre las copas rotas. Los mercenarios pedían vino, carne, oro. Gritaban para que les llevaran mujeres. Deliraban en cien lenguas distintas. Algunos creían estar en los baños, a causa del vaho que flotaba en torno a ellos, o bien, al ver el follaje, imaginaban estar de cacería y corrían tras sus compañeros como si fueran bestias salvajes. El incendio se propagaba de un árbol a otro, y los altos macizos de plantas, de donde escapaban largas espirales blancas, parecían volcanes que comienzan a humear. El clamor redoblaba; los leones heridos rugían en la sombra.

    El palacio se alumbró de un solo golpe en la terraza más alta. La puerta del medio se abrió; y una mujer, la hija de Amílcar, vestida de negro, apareció en el umbral. Bajó la primera escalinata, que atravesaba oblicuamente el primer piso, luego la segunda y la tercera, y se detuvo en la última terraza, en lo alto de la escalera de las galeras. Inmóvil y con la cabeza baja, miraba a los soldados.

    Detrás de ella, de cada lado, se mantenían dos largas filas de hombres pálidos, vestidos con túnicas blancas de franjas rojas que caían rectas hasta sus pies. No tenían barba, cabellos ni cejas. En sus manos, relucientes de anillos, llevaban enormes liras y cantaban con voz aguda un himno a la divinidad de Cartago. Eran los sacerdotes eunucos del templo de Tanit,²⁰ a quienes Salambó llamaba frecuentemente a su palacio.

    Al fin ella bajó por la escalinata de las galeras. Los sacerdotes la siguieron. Avanzó por la arboleda de cipreses y caminó lentamente entre las mesas de los capitanes, que retrocedían un poco al verla pasar.

    Su cabellera, espolvoreada de arena violeta, y recogida en forma de torre a la usanza de las vírgenes cananeas, la hacía parecer más alta. Trenzas de perlas pegadas a sus sienes bajaban hasta las comisuras de sus labios, rosados como una granada entreabierta. Tenía en el pecho un collar de piedras luminosas ensambladas cuyo color abigarrado imitaba las escamas de una murena. Los brazos, cubiertos de diamantes, asomaban desnudos de su túnica sin mangas, constelada de flores rojas sobre un fondo negro. Llevaba en los tobillos una cadeneta de oro para regular su paso, y su gran manto púrpura oscuro, hecho de una estofa desconocida, se arrastraba tras ella, haciendo en cada uno de sus pasos como una larga oleada que la seguía.

    De vez en cuando, los sacerdotes pulsaban en sus liras acordes casi ahogados, y en los intervalos se oía el tintineo de una cadenita de oro con el golpeteo acompasado de sus sandalias de papiro.

    Nadie la reconocía aún. Se sabía solamente que estaba retirada en una vida de prácticas piadosas. Algunos soldados la habían visto de noche, en lo alto del palacio, arrodillada frente a las estrellas, entre los remolinos de los pebeteros encendidos. Era la luna la que la había dejado tan pálida, y algo de la divinidad la envolvía como un vapor sutil. Sus pupilas parecían mirar más allá de los espacios terrestres. Caminaba inclinando la cabeza y sostenía en su mano derecha una pequeña lira de ébano.

    Los soldados la oyeron murmurar:

    —¡Muertos! ¡Todos muertos! ¡Ya no vendrán, obedientes, a mi voz cuando, sentada al borde del lago, les echaba en la boca pepitas de sandía! ¡El misterio de Tanit se alentaba en el fondo de sus ojos, más límpidos que la ninfa de los ríos! —y los llamaba por sus nombres, que eran los nombres de los meses—: ¡Siv! ¡Sivan! ¡Tamuz! ¡Elul! ¡Tischri! ¡Schebar! ¡Oh, ten piedad de mí, diosa!

    Los soldados, sin comprender lo que decía, se amontonaban a su alrededor; contemplaban embelesados su atavío. Les dirigió a todos una mirada de espanto y, luego, extendiendo los brazos y hundiendo la cabeza entre los hombros, repitió varias veces:

    —¿Qué han hecho? ¿Qué han hecho? ¡Tenían para divertirse pan, carne, aceite y todo el malobatro²¹ de los graneros! ¡Ordené que les trajeran bueyes de Hecatómpilos²² y envié cazadores al desierto! —y su voz subía de tono, se le enrojecían las mejillas y añadió—: ¿Dónde creen que están? ¿En una ciudad conquistada o en el palacio de un amo? ¡Y qué amo! ¡El Sufete²³ Amílcar, mi padre, servidor de los Baals! ¡Sus armas, rojas por la sangre de sus esclavos, se las arrebató él a Lutecio! ¿Conocen ustedes a alguien en sus patrias que sepa conducir mejor las batallas? ¡Miren entonces! ¡Miren en los palacios los trofeos de nuestras victorias! ¡Sigan incendiándolo todo, quémenlo! ¡Me llevaré conmigo al genio de mi casa, la serpiente negra que duerme allá arriba sobre las hojas de loto! Silbaré y me seguirá; y si subo a la galera, correrá hacia la estela de mi navío, sobre la espuma de las olas.

    Las delgadas ventanas de su nariz palpitaban. Aplastaba sus uñas contra la pedrería de su pecho. Sus ojos languidecían y volvió a hablar:

    —¡Ah, infeliz Cartago! ¡Desdichada ciudad! Ya no tienes para defenderte a aquellos hombres de antaño que iban más allá del océano para edificar templos en tus costas. Todos los países trabajaban a tu alrededor, y las llanuras del mar, aradas por tus remos, balanceaban tus cosechas.

    Entonces se puso a cantar las aventuras de Melkart,²⁴ dios de los sidonios y padre de su familia.

    Narraba la ascensión a las montañas de Ersifonia,²⁵ el viaje a Tartessos y la lucha con Masisabal²⁶ para vengar a la reina de las serpientes:

    —Él perseguía en el bosque al monstruo hembra, cuya cola ondulaba sobre las hojas secas como un arroyo de plata, y llegó a una pradera donde las mujeres, con grupa de dragón, estaban reunidas en torno a una gran hoguera, erguidas sobre sus colas. La luna, color de sangre, resplandecía en un círculo lívido, y sus lenguas color escarlata, hendidas como arpones de pescadores, se alargaban y se encorvaban hasta el borde de las llamas.

    Luego Salambó, sin detenerse, contó cómo Melkart, después de haber vencido a Masisabal, puso en la proa del navío su cabeza cortada.

    —Con cada oleada, la cabeza se sumergía bajo la espuma. Pero el sol la embalsamaba, haciéndola más dura que el oro; sin embargo, los ojos no cesaban de llorar, y las lágrimas, continuamente, caían en el agua.

    Cantaba todo esto en un antiguo idioma cananeo que no entendían los bárbaros. Se preguntaban qué querían decir esos gestos espantosos con los que ella acompañaba su discurso, y subidos, en torno a ella sobre las mesas, sobre los lechos y en las ramas de los sicomoros, boquiabiertos y estirando el cuello, trataban de comprender aquellas vagas historias que surgían ante su imaginación, a través de la oscuridad de las teogonías, como fantasmas en las nubes.

    Sólo los imberbes sacerdotes entendían a Salambó. Sus manos crispadas temblaban, tañendo las cuerdas de las liras, de las que, a ratos, arrancaban un acorde lúgubre, pues, débiles como ancianas, temblaban tanto de emoción mística como del miedo que les provocaban los hombres. Los bárbaros ni se preocupaban por ellos; seguían escuchando a la virgen cantar.

    Ninguno la miraba como un joven jefe númida que estaba en las mesas de los capitanes, entre soldados de su nación. Su cinturón estaba tan erizado de dardos que abultaban su holgado manto, anudado en las sienes por un lazo de cuero. La tela flotaba sobre sus hombros, ensombrecía su rostro, y sólo se distinguían las dos llamas de sus ojos. Era una casualidad que él se encontrara en el festín —su padre lo llevó a vivir a casa de los Barca, según la costumbre de los reyes que enviaban a sus hijos a las grandes familias para preparar alianzas. Desde hacía seis meses Narr’Havas se alojaba allí, pero no había visto aún a Salambó, y, sentado en cuclillas, la barba baja hacia las astas de sus jabalinas, la contemplaba dilatando las fosas de su nariz como un leopardo agazapado entre bambúes.

    Al otro lado de la mesa se encontraba un libio de altura colosal y de cabellos cortos, negros y rizados. Vestía solamente un sayo militar, cuyas placas de bronce desgarraban la púrpura del lecho. Un collar con una luna de plata se enredaba en los vellos del pecho. Salpicaduras de sangre manchaban su rostro y, apoyado en el codo izquierdo, abría la boca con una ancha sonrisa.

    Salambó ya no cantaba el ritmo sagrado. Usaba simultáneamente todos los idiomas de los bárbaros, una delicadeza femenina para apaciguar su cólera. A los griegos les hablaba en griego, luego se giró hacia los ligures, los campanios, los negros, y todos, al escucharla, encontraban en su voz la dulzura de la patria. Embargada por los recuerdos de Cartago, cantaba ahora las antiguas batallas contra Roma, y ellos aplaudían. Se enardecía al fulgor de las espadas desnudas; gritaba, abría los brazos. Cayó su lira, ella enmudeció, y, oprimiendo su corazón con ambas manos, permaneció unos momentos con los párpados cerrados, saboreando el entusiasmo de aquellos hombres.

    El libio Matho²⁷ se inclinaba hacia ella. Involuntariamente, ella se acercó a él y, empujada por el reconocimiento de su orgullo, le sirvió en una copa de oro un buen chorro de vino para reconciliarse con el ejército.

    —¡Bebe! —le dijo Salambó.

    Matho tomó la copa y ya se disponía a llevársela a los labios, cuando un galo, el mismo al que Giscón había herido, le dio una palmada en el hombro, bromeando con aire jovial en la lengua de su país. Spendius, que estaba cerca, se ofreció a traducirle sus palabras.

    —¡Habla! —dijo Matho.

    —Los dioses te protegen, te vas a hacer rico. ¿Cuándo serán las bodas?

    —¿Cuáles bodas?

    —Las tuyas, pues en nuestra patria —dijo el galo—, cuando una mujer da de beber a un soldado significa que le ofrece su lecho.

    No había acabado de decir esto cuando Narr’Havas, levantándose de un salto, sacó un dardo de su cintura y, apoyándose con el pie derecho en el borde de la mesa, lo lanzó contra Matho.

    El dardo silbó entre las copas y, atravesando el brazo del libio, lo clavó en el mantel de la mesa con tal fuerza que la empuñadura temblaba en el aire.

    Matho se lo arrancó rápidamente pero no tenía armas, estaba desnudo; al fin, levantando con ambos brazos la pesada mesa, la arrojó contra Narr’Havas en mitad de la turba que se aprestaba a separarlos. Los soldados y los númidas se aglomeraban de tal modo que no lograban sacar sus espadas.

    Matho se abría paso embistiendo con la cabeza. Cuando la levantó, Narr’Havas había desaparecido. Lo buscó con la mirada. Salambó también se había ido.

    Entonces volteó a ver hacia el palacio, observó a lo alto la puerta roja de la cruz negra que se cerraba. Se abalanzó hacia ella.

    Se le vio correr entre las proas de las galeras, reaparecer luego a lo largo de las tres escaleras hasta la puerta roja que golpeó con todo su cuerpo. Jadeando, se apoyó contra la pared para no caer.

    Un hombre lo había seguido y, a través de las tinieblas, ya que los resplandores del festín quedaban ocultos por el ángulo del palacio, reconoció a Spendius.

    —¡Vete! —le dijo.

    El esclavo, sin responder, desgarró con los dientes su túnica; luego, arrodillándose junto a Matho, le tomó delicadamente el brazo y lo palpó en la oscuridad para dar con la herida.

    A la luz de un rayo de luna que resbalaba entre las nubes, Spendius vio, en medio del brazo, una llaga profunda. Lo vendó con un trozo de tela; pero Matho, irritado, decía:

    —¡Déjame! ¡Déjame!

    —¡No! —respondió el esclavo—. Tú me has liberado de la ergástula. ¡Te pertenezco! ¡Eres mi amo! ¡Mándame!

    Matho, arrimado a las paredes, dio la vuelta a la terraza. Aguzaba el oído a cada paso, y, por entre los intervalos de las cañas doradas, sumergía la mirada en los silenciosos aposentos. Finalmente, se detuvo con desespero:

    —¡Escucha! —le dijo el esclavo—. ¡No me desprecies por mi debilidad! ¡He vivido en el palacio! Yo puedo, como una víbora, colarme entre las murallas. ¡Ven! En la alcoba de los ancestros hay un lingote de oro bajo cada losa; un camino subterráneo conduce a sus tumbas.

    —¡Y eso qué importa! —respondió Matho.

    Spendius calló. Estaban en la terraza. Una

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