Sed amables con las vacas
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Beatrice Masini
Beatrice Masini was born in Milan. She is a well-known and successful writer of books for children and teens, translated into over 20 languages, from Finnish to Thai. She works as an editor in an Italian publishing group and has translated books such as the Harry Potter saga by J. K. Rowling. In 2004 she received the prestigious Andersen Prize as best children's author of the year. Oonagh Stransky was born in Paris in 1967 and currently lives in Tuscany. She has translated fiction, poetry and essays for both British and American publishers. The Watercolourist is the second novel that she has team-translated with her daughter, Clarissa Ghelli. Clarissa Ghelli was born in Italy in 1990, attended college in Rome, and is currently doing graduate work in Art Education at Teacher's College, Columbia University, in New York City.
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Sed amables con las vacas - Beatrice Masini
Título original: Siate gentili con le mucche. La storia di Temple Grandin
© 2015 Editoriale Scienza S.r.l., Firenze – Trieste
www.editorialescienza.it
www.giunti.it
Autora: Beatrice Masini
Ilustraciones: Vittoria Facchini
Proyecto gráfico: Alessandra Zorzetti
Material complementario: Stefania Ucelli y Francesco Barale
Fotografías: contracubierta, pág. 3: © Steve Jurvetson
Traducción: Carmen Ternero Lorenzo
© 2021 Ediciones del Laberinto, S. L., para la edición mundial en castellano
ISBN: 978-84-1330-886-9
THEMA: YNB / BISAC: JNF007120
www.edicioneslaberinto.es
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Prólogo
La vaca es enorme. Con el hocico húmedo, los labios oscuros y las orejas que se mueven. Detrás de ella, el cielo es de un azul fuerte, casi imposible.
Clic.
Se acerca y es aún más grande. Los ojos brillantes, el aliento dulce del heno. Calor.
Clic.
Clic.
Clic.
Me tumbo boca arriba. La vaca se acerca más. Me olisquea. Saca la lengua y me roza. Después, insegura, empieza a lamerme. El contacto es tan áspero que casi duele. Dejo que lo haga.
De la cabeza pasa a las manos. Le gustan mucho, a lo mejor porque están un poco saladas.
A los animales no les gusta lo nuevo. Pero son muy curiosos. Tener curiosidad es su forma de afrontar las cosas nuevas. Cualquier cosa nueva puede ser una oportunidad. Yo no sé qué oportunidad soy para una vaca tan negra como el terciopelo. Pero sé que le gusto, que no le doy miedo.
Sé que aquí me siento bien.
Estar tumbada entre un grupillo de vacas Black Angus es una buena aventura. Son negras, enormes. Pesan quinientos kilos cada una. Si estuvieran nerviosas yo no estaría tan tranquila, supongo. Quiero hacerles fotos, y me he dado cuenta de que si me tumbo entre ellas están más tranquilas, mucho más que si me acerco con esta cámara tan rara, que puede que las asuste.
Tranquilas ellas, tranquila yo.
Clic.
Capítulo 1. Sin reír, sin llorar
Hay muchísima agua, se balancea, se mueve siempre, habla siempre. Pero la niña está callada, ella también se balancea con el ir y venir de las olas. Lleva puesto un chaleco salvavidas naranja, flota alta y segura, fuera del agua de la cintura para arriba. Está tranquila. No da grititos, no da palmas, no salpica por todas partes, no se ríe: ella no se ríe. Se limita a estar ahí. Su madre, que ya la había llevado a la piscina con el mismo chaleco naranja, la mira, igual de seria que ella, sujetándola entre sus brazos. Es un momento de paz, aunque el océano brama y retumba en los oídos, el ruido infinito del mar, un mar revuelto, fuerte. No tiene nada que ver con la piscina a la que han ido hasta ahora. Luego la madre se distrae un momento. Les pasa a todas las madres de vez en cuando. Y en un segundo, la corriente aleja a la niña de su lado, se la lleva con un movimiento continuo. La niña está flotando un poco más lejos. Y luego más lejos. La madre se da cuenta de lo que está pasando, de eso y mucho más; como hacen las madres, imagina lo que puede pasar, todo de golpe, demasiado rápido, y grita, se agita, se lanza hacia la niña. Anda por el agua, que la frena, le impide avanzar. La agitación no ayuda. No consigue alcanzarla. La corriente es más rápida.
Hay un hombre en la playa. Lo ve todo, oye los gritos por encima de los rugidos del agua. Sigue a la niña desde la arena, observando la trayectoria de la corriente, que la arrastra con rapidez. Se tira al agua y en un instante llega hasta ella. Todo ha terminado antes de empezar.
El hombre vuelve a la orilla con la niña en brazos, se la devuelve a la madre. No ha pasado nada. Pero la madre volverá a ver la misma escena miles y miles de veces, siempre que vea un chaleco naranja: lo que ha pasado y lo que habría podido pasar. Se echará la culpa una y otra vez, como hacen las madres. Tardará un siglo en perdonarse. Ella también podría haber hecho lo mismo que el hombre: correr por la playa, en vez de intentar hacerlo, como una tonta, dentro del agua; seguir la corriente, en vez de luchar contra el agua inútilmente. Pero habría tenido que dejar a la niña sola. Ni se lo ha pensado. Ni ha pensado.
La niña, mientras tanto, ha seguido igual que estaba. Seria, silenciosa. No ha chillado, el grito de la madre no la ha asustado. Se ha quedado inmóvil, si se puede decir así, dentro del agua que no deja de moverse. Ni siquiera cuando la madre la ha apretado contra ella