La multitud
Por Jose Acosta
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Sinopsis de La multitud:
Hugo Santana, un hombre de saber enciclopédico, se levanta una mañana y al recorrer la ciudad en donde vive descubre con estupor que se ha quedado solo en el mundo. Sus conocimientos científicos y sobre todo su aguda intuición le dicen que algo anómalo se ha apoderado de él, que acaso es presa de una alucinación o de un estado anormal de su mente, y bajo estas premisas emprende la búsqueda de la salida de ese mundo vacío, a través del recuerdo del mundo que compartía con los seres humanos. Sus caminatas por las calles de la ciudad de Nueva York, sus visitas a amigos desaparecidos, con quienes reconstruye conversaciones pasadas, no solo lo llevarán a desentrañar detalles asombrosos y escalofriantes de su mundo interior, sino también de la tierra que lo ha dejado fuera de sus dominios. La historia de Santana es la de un Adán subvertido: un hombre solo en la época actual, enfrentado a una modernidad que él busca desentrañar y someter a toda costa y que, por el contrario, termina apabullándolo y doblegándolo hasta la postración.
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La multitud - Jose Acosta
JOSÉ ACOSTA
––––––––
LA MULTITUD
PREMIO NACIONAL DE NOVELA
Manuel de Jesús Galván
2011
REPÚBLICA DOMINICANA
Acosta, José, 1964-
Título: La Multitud
Primera edición 2011
Segunda edición 2015
––––––––
Techo de Papel Editores
© La Multitud, 2015
© José Acosta
Edición y diseño de portada: Editorial Santuario
Imagen de portada: Editorial Santuario
Foto del autor: Mario Acosta
La Multitud
José Acosta, 2da. edición
1.Literatura dominicana 2.Novela dominicana del siglo XXI
3.Novela dominicana
Todos los derechos reservados por el autor conforme a la ley. No se permite la reproducción total o parcial, en ningún medio o formato, sin autorización previa y por escrito del titular del Copyright.
Impreso y hecho en los Estados Unidos.
Made & Printed in the USA.
Correo electrónico: joacosta29@gmail.com
LA MULTITUD
Raro planeta y rara es la gente que hay en él.
Sucumben ante el tiempo, pero no quieren reconocerlo.
Wislawa Szymborska
––––––––
Toda la población de una ciudad desaparece, otra la reemplaza,
falleciendo también: otra viniendo, yéndose... Nadie es nada.
Ulises / James Joyce
––––––––
Recuerdo, recuerdo, ¿qué quieres de mí?
Paul Verlaine
A mi padre y su fe.
¿Estás ahí, Fred?
––––––––
Del brasero ascendía una corona de luz. El resplandor rojizo refulgía levemente en el espejo de la cómoda y se prendía como partículas de vidrio en los gruesos cortinajes que ocultaban el amanecer. Santana abrió los ojos en medio de la penumbra, apartó la manta con meditada lentitud, y al percibir en el cuerpo el vapor helado que gobernaba el cuarto, se puso en pie y con pasos de sonámbulo fue y se guareció en el aura tibia del brasero, cuyos rescoldos se quedó mirando con la vaga inquietud de quien ha olvidado alguna cosa y reconoce a la vez que ya jamás podrá recordarla.
Llevaba puesta una túnica de seda que caía sobre sus hombros con una holgura de sotana, de cuyas mangas salían las manos enormes y más abajo los pies abrigados con altos calcetines de lana. Soñoliento, guiándose en la penumbra con ademanes de ciego, llegó hasta la ventana, descorrió la cortina y sintió en el entrecejo la avalancha de luz. Cerró los ojos para acostumbrarlos al albor de la mañana, y poco después, al abrirlos, descubrió en la acera, del otro lado de la calle, no con poco desconsuelo y recriminándose interiormente por haberse compadecido de él en el zoológico, al oso polar escarbando en la nieve con cierta impericia infantil.
Subió el cristal de la ventana y soportando el viento helado en pleno rostro, trató de espantarlo a gritos, repitiéndole que se valiera de su instinto y regresara al Ártico.
El animal levantó la vista como si entendiera, emitió un gruñido ronco que rompió el silencio reinante, y sacudió la cabeza con las fauces abiertas, de donde emanaban hilos de baba.
Santana se apartó con un gesto de disgusto, abrió una gaveta de la cómoda, tomó un yesquero y empezó a encender los cirios que había dispersado la víspera por los rincones. Satisfecho con la iluminación igual que un monje con las llamas de su altar, fue y descolgó de la pared de la sala la escopeta con un vago impulso bélico; el crac, ese sonido que a veces parecía no contar con un refugio en el mundo que le diera abrigo, se hundió en su corazón con la punzada de un presentimiento. Apoyado en el alféizar, apuntó primero a la cabeza del oso y luego a un punto muerto de la ciudad cuya silueta parecía haber sido devorada por una oruga; después regresó la mira a la cabeza del animal. No debí dejarlo salir, Odoroto, dijo al sentir en las piernas el resuello cálido del perro. ¡Escuchaste, hermano, no debí dejarte salir!, gritó y, sosteniendo la respiración, apretó el gatillo. El retroceso le golpeó el hombro con violencia. Con el estallido, el perro gimió, ocultándose bajo la cama. Los cristales de una ventana del quinto piso del edificio de enfrente saltaron con un crujido estridente, y el oso polar se echó a correr calle abajo, dejando tras de sí unas huellas casi humanas. Santana lo siguió con la mirada, emocionado interiormente, no por haberlo ahuyentado, sino porque más tarde, cuando saliera con Odoroto a comer a la iglesia, tendría que estar pendiente del oso, y aquella posibilidad de peligro, de un asalto repentino al doblar una esquina o al pasar por una bocacalle, le vaciaba en la sangre unos pájaros fabulosos que conseguían agregarle un poco de alegría a su corazón.
Cerró la ventana, corrió la cortina y regresó a la cama. Ahora no se sentía vacío. Ahora, como en algunas mañanas, quería recordar a Lisa, la imagen borrosa que quedaba de ella en su memoria, sentirla en la piel como la seda de la túnica, como el calor de la manta, como la mano propicia que le tendía el brasero.
Lisa acostada a lo largo de su cuerpo desplegado, de su mole sudorosa. ¿Te acuerdas, Hugo, te acuerdas de nosotros tras la tapia?, y Santana se acordaba y a la vez lamentaba que Lisa no estuviera realmente a su lado las veces en que se juntaban, que la mujer necesitara regresar al pasado a hacer el amor con el hombre que él había sido casi dos décadas atrás, con un joven muerto en los pliegues de otra época, resucitado por artilugios de una fantasía que la hacía temblar y resollar sobre su cara, como si encontrarse con él en la memoria le produjera un cansancio terrible.
Y él, ¿estaba ahí, en el lecho, con Lisa, sirviendo de puente a aquella fantasía? Santana sabía que no, que también él se encontraba en otro lugar, quizás allá, tras la tapia del patio, junto a ella, aspirando el suave perfume de la niña que Lisa había sido en aquel tiempo remoto. Él lo sabía y esa convicción lo regresaba de golpe al presente, le hacía comprender que estaba solo, que la mujer y su cuerpo eran dos vacíos tropezando uno contra el otro con el rencor dulce de los enamorados, y que todo lo que ellos en realidad eran resurgiría hacia el final del placer, desgastado tal vez, pero rebosante de ese misterio que solo un resucitado puede experimentar.
Cabeceó un rato tratando de conciliar el sueño, pero cada vez que sentía aquella anestesia talándole las piernas, el torso, los brazos, le asaltaba la sospecha pavorosa de que el sueño, en cuanto se tragase su cabeza, lo sumergiría en ese territorio sombrío donde presentía que todo lo olvidado en su paso por la vida pugnaba por salir, por escapar, por romper su burbuja y regresar al sitio de la razón que alguna vez lo había engendrado. Esta sensación se repetía invariablemente en las mañanas en que buscaba prolongar el periodo de sueño, y tan pronto lo conseguía, se despertaba con una desazón incomprensible, como si algo sobrehumano le hubiese desprendido parte de su existencia de un desgarrón.
Apartó la manta y apoyándose en los codos se irguió con la pesadez de un arbusto que se libera del lodo. Con la vista fija en las sombras que oscilaban con las llamas de los pabilos, se preguntó si ese miedo a quedarse dormido tenía alguna relevancia en el estado en que ahora la vida se le ofrecía, si valía la pena preservar los sentimientos en medio del caos y la desolación. Tras meditar un rato, convino en que tal vez esa fuerza que le hacía amar al perro y temer a algo tan intangible como el sueño, era el último recurso que le quedaba para salvar al hombre que había en él, para mantener a raya al salvaje que, posiblemente, desde algún territorio del olvido, buscaba el modo de someterlo, de invadirlo, de aniquilarlo.
Se levantó, miró al hombre de cabellera hirsuta y barba patriarcal en la borrosa luna del espejo de la cómoda y por unos segundos no se reconoció. La vibrátil iluminación de las velas le daba a su figura un aire de santo, que a él en el fondo le agradaba. Se inclinó, hundió las manos en la oscuridad y haló de debajo de la cama unas pesadas botas de piel, todavía mojadas por la incursión del día anterior, y, parado, las calzó, percibiendo, a través de los calcetines, un tenue frescor de humedad. ¡Andando, Odoroto!, exclamó, empuñando la escopeta. El perro ladró, emocionado, y dio varias vueltas alrededor de él.
Apagó las velas, cubrió el brasero con una tapa de aluminio y pasó a la sala. Tendido a lo largo del sofá como otro hombre, descansaba un voluminoso abrigo de plumas de pato. Lo levantó por una manga y se entró en él.
Empujó la puerta y al salir la encajó rápidamente en el marco para evitar que el aire viciado, mezcla de humo y basura en descomposición, aposentado en el pasillo como un toro muerto, entrara a su morada. Bajó las escaleras conteniendo la respiración y cuando alcanzó el vestíbulo le pareció que un grano de sal se le derretía en el paladar y empezaba a descender por su garganta como un cuchillo. El perro, arañando la puerta vidriera del edificio con las patas delanteras, parecía rogarle que lo dejara escapar. Santana apretó el dispositivo que liberaba el llavín y abrió. Odoroto se deslizó por la abertura como una anguila, dio varias vueltas en círculo sobre la nieve, detectó con el olfato un sitio propicio y, acuclillado de un modo que a Santana le pareció doloroso, empezó a defecar. Santana, parado a su lado, abrió el abrigo, alzó el ruedo de la túnica y, resistiendo las acometidas del viento helado, orinó, describiendo con el caño un garabato en forma de clave musical.
En la intersección de la 184 Street y Morris, dos autos casi hundidos uno dentro del otro, seguidos de varios vehículos que, por la reacción en cadena del choque, habían fusionado sus carrocerías, abultados bajo un manto de nieve, semejaban una pelea de búfalos detenida en una impresión fotográfica. Santana, al contemplar la escena, se estremeció.
Se ajustó el cuello del abrigo, aspiró profundamente y exhaló. El vaho le borró el rostro. Se terció la escopeta a la espalda y se encaminó por la acera, siguiendo sus propias huellas ya casi difuminadas en la nieve.
La hilera de edificios que se extendía hasta Fordham Road, por los huecos manchados de hollín que las dentelladas de los incendios les había producido, recordaba un grupo de fusilados tomados de las manos que no acaban de caerse de bruces. A la derecha se veía una casa consumida como un cigarrillo hasta los cimientos; entre sus ruinas nevadas se levantaban enhiestos esos arbustos de hojas perennes que no entregan sus armas al otoño.
En Fordham Road, filas de autos abrigados de nieve en ambas direcciones, detenidos ante los focos apagados de los semáforos de Morris y Jerome, como si aún estuviesen aguardando la señal de circular. A Santana, cada vez que miraba las líneas de vehículos suspendidas en esa rigidez de columna de soldados en posición de firmes, le parecía que en ese pedazo de la ciudad el tiempo se había detenido, se había congelado.
Echó a un lado con las botas la nieve acumulada frente a la puerta vidriera de la farmacia Duane Reade; el escaparate se veía mugriento, repleto de frascos de vitaminas y envases con etiquetas ilegibles. Una vez dentro, para limpiarse, zapateó encima del enlosado con los gestos de quien va a echarse a correr, y se sacudió con palmadas los bordes del abrigo; sacó una linterna del bolsillo derecho, desenroscó la tapa y cambió las baterías tomando un paquete del exhibidor del mostrador. La encendió y dirigió el reflector hacia el fondo penumbroso del establecimiento, de donde venía un olor a sala de hospital. Odoroto corrió entre las góndolas cargadas de productos para la higiene personal, persiguiendo el anillo de luz. Santana apagó la linterna y en los confines de aquel huerto de oscuridad se escucharon, como un reclamo, los ladridos del perro.
Cuando se disponía a salir experimentó una especie de vértigo, de claustrofobia; desde donde estaba vio el mundo como si no perteneciera a él, como si el vidrio de la puerta que ahora tocaba como a la superficie de un estanque, lo separara de todo lo que ardía del otro lado y él tuviera que aceptarlo de ese modo.
Casi enseguida se repuso y empujó la puerta no con poca aprensión. Dejó salir al perro y lo siguió, con el paso confiado del ciego que, aferrado a su lazarillo, se deja guiar por un laberinto.
Desde la acera miró con expresión sombría el cielo plomizo que encapotaba la ciudad. Buscó con la mirada los ladridos del perro, afanado en desenterrar de la nieve un bulto alargado, que resultó ser el cadáver de un ciervo. Santana, ante aquellos despojos, pensó en el oso con un dejo de pena, de conmiseración. Apartó al perro y volvió a cubrir la carroña.
Se encaminó hacia un estanquillo de periódicos, situado a pocos metros de la entrada del tren 4, para volver a observar, con cierta curiosidad infantil, una trampa de himenópteros que colgaba como un farol del alero del negocio.
Dentro del estanquillo, a través del cristal del mostrador, comprobó que ya el moho había dado buena cuenta de las tortas de maíz y los panes rellenos de crema de queso que vendía a los peatones un árabe tocado con un exótico turbante, de barba antediluviana y unos ojitos lacrimosos que Santana muchas veces imaginaba bien aguzados, buscando un camello perdido por entre las ráfagas de una de esas tormentas de arena del desierto que nublan la pantalla del televisor.
Apelmazados por la humedad, al resguardo del alero, se veían filas de periódicos con ilustraciones chorreadas de tinta y grandes titulares cuya lectura llevaban a Santana al inicio de un día particularmente insólito, aterrador, del que recordaba haber salido como se sale de un bosque en llamas. Y encima de los periódicos, en un extremo, se hallaba la trampita de himenópteros, un pote de plástico de cuello ancho cerrado con una tapa, traspasado por un tubo con un agujero interior que miraba hacia arriba, lleno hasta por debajo del nivel del tubo de un líquido azucarado, color miel. Los insectos, atraídos por la sustancia, entraban por el tubo, salían por el agujero y quedaban atrapados en el interior del recipiente de plástico. Desde el otoño, cada vez que pasaba por el estanquillo, Santana le dedicaba un momento a la trampita, dentro de la cual se apreciaban algunas abejas y avispas, ahora puntos oscuros en un bloque de hielo amarillento, intrigado por la falta de astucia de unos insectos capaces de organizarse en sociedad.
Trampa, se dijo con cierta solemnidad, pensando en las palabras que planeaba incorporar ese día a su enciclopedia, n. f. Dícese de una obra reducida a unas formas geométricas estrictas y a unas modalidades elementales de materia o de color.
Mientras pasaba por debajo del cajón metálico de la estación del tren 4, que en lo alto semejaba una casa móvil levantada en la rama de un árbol, observando los nidos tejidos por las palomas entre los raíles cruzados por las traviesas, le llegó de golpe una imagen que en los momentos más inesperados solía aflorar de su memoria como esos peces que saltan del agua y caen en la cubierta de los barcos aleteando y boqueando; era la imagen de un hombre perturbado que, en el andén de la estación de Harlem de la 125 Street, entre el chirrido de los trenes que circulaban, parecía conversar con un ser invisible, parado delante de él.
Santana, que se valía del transporte público para visitar a los clientes que la distribuidora de enciclopedias y libros especializados le indicaba, cuando no andaba con la hora encima, solía dedicarle unos minutos al loco de la estación, atraído y no menos hechizado por su capacidad histriónica. El hombre, de una delgadez extrema y unos ojos enormes y expresivos, envuelto en harapos que despedían un penetrante hedor a agua estancada, ejecutaba un monólogo único, cíclico, que repetía hasta el infinito con una precisión de toma fílmica.
En sus paseos por la ciudad cargado de manuales, tratados y folletines propagandísticos, Santana había tropezado con muchos de estos personajes. En la Quinta Avenida y la 42 Street, solía ver a un viejo alemán de sonrisa podrida, quien, mientras entonaba una canción del Viejo Oeste, mostraba un letrero garabateado en un trozo de cartón, que rezaba: «Hola, mi nombre es Armand von Tlofon. ¡Soy un cantante grandioso! Mi madre siempre me lo decía. Ayúdenme con algo hasta que alguien me descubra y pueda triunfar en los escenarios». A sus pies, abierto como la boca de un cocodrilo, descansaba un estropeado maletín donde relucían algunas monedas.
A las seis de la tarde, frente a la fachada de la oficina postal de Varik Street, ajeno a la vida nocturna que se encendía en esa zona cercana a SoHo, un negro de aspecto desgastado se regodeaba bajo unos cartones, encajado entre dos buzones de correo. A las ocho de la noche de él únicamente sobresalía, como dos lámparas, la planta sucia de sus pies.
Y en Hudson Street, a una cuadra de la oficina de Pasaporte, de vez en cuando aparecía la Mujer que Llora: una anciana anglosajona de rostro garabateado y ojeras colgantes como hamacas. Quien ose acercarse a brindarle ayuda —Santana sonrió al recordarlo— sufrirá un colapso: la vieja lo cocinará a insultos y maldiciones.
Pero quien más le inquietaba era el personaje de la estación de Harlem, aquel pez que brotaba de la oscuridad y aleteaba y boqueaba en la superficie de su memoria. Tantas fueron las veces que Santana lo escuchó, que no solo memorizó su monólogo, sino que terminó también por completarlo.
—¿Estás ahí, Fred?
Así comenzaba el demente, afincando los pies en el piso del andén con una solidez de plomo. El hombre, dedujo Santana, interpelaba a alguien que, por alguna razón, veía con dificultad, situado a pocos pasos de él, en un tono suplicante, angustioso, como si temiera que el tal Fred se hubiese marchado, lo hubiese dejado solo. Guardaba luego un corto silencio, en el curso del cual parecía recibir una respuesta, y seguidamente reponía, más calmado:
—Qué bueno, creí que te habías marchado. —Esperaba unos segundos, la mirada al suelo, y luego agregaba—: ¿Qué día es hoy, Fred?
El imaginario Fred le respondía.
—¿Cuándo regresaremos a casa?
Fred volvía a contestarle.
—Pero ¿dónde estás,