En clave de re
Por ¡¡Ábrete libro
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Hay historias que llegan a formar parte del imaginario colectivo de una forma tan profunda que, a lo largo de los años, son contadas una y otra vez, con sensibles variaciones e incluso con diferentes personajes, aunque en el fondo siempre es reconocible la fuente original.
En este recopilatorio de relatos encontraréis doce ejemplos de ello; seis retellings y seis fanfics que a partir de sus fuentes originales se desarrollan hacia derroteros insospechados...
Marianela [David P. González]
Crónica de una caza anunciada [Rubén Monclús Hernández (rubisco)]
Bailar en el aire [Iliria]
El Soldadito de Polovo [Raúl Conesa Escolano]
El poeta [Edgardo Benítez]
El mejor pistolero del Oeste [Antonio Iniesta]
Sin salida [Raumat]
De cómo Sir Nicholas aleccionó a los alumnos [Ginebra]
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En algún lugar del mundo [Megan]
El vestido de Anne Baker [Kassiopea]
Nuevos mundos, nuevos heraldos [Sinkim]
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Marianela
David Pascual González
—¡Me llamo Marianela y soy poderosa! —gritó anunciando su presencia con la solvencia de alguien que ha perdido la cuenta de las veces en las que ha oído la pregunta: «¿Quién anda ahí?» de unos labios ignorantes de haber pronunciado sus últimas palabras.
Pero aquel grito no solo era una frase de: «¡Eh, estoy aquí!». No. Bajo aquellas palabras subyacía un mensaje, el mismo que Íñigo Montoya recitó al conde Rugen, no con tanto valor decorativo, pero con todo ese aplomo que hace que quien lo recibe tenga la urgente necesidad de poner sus papeles en orden y, quizás, cerrar la llave del gas.
El sonido recorrió el valle arrancando ecos de los rincones más inaccesibles y atrayendo la atención de todos a quienes tocaba, arrebatándoles el paso del tiempo. Objetos de luz, intangibles, aparecieron por todas partes y no hizo falta más explicación. Los ecos murieron en un silencio plomizo, cargado de arrepentimientos, protestas y reproches sin oportunidad. Muchas llaves del gas se cerraron, a pesar de que el recurso energético no existía en la época.
Marianela no nació en una familia humilde. Ni acaudalada. No tuvo una infancia difícil. De belleza moderada y estatura dentro de los cánones, nunca atrajo las burlas, siempre crueles, de otros niños. Era una niña normal. Y aún así era especial. Ella lo ignoraba, por supuesto. Su carácter introvertido y solitario ayudó a ello. También ayudó a que lo ignorasen los demás. Durante el tiempo suficiente, al menos.
Le gustaba pasar el tiempo subida a los árboles, alejada de la aldea, disfrutando de la belleza que le rodeaba. Siempre llevaba bayas o semillas y cuando podía conseguirlas, manzanas o fresas que masticaba para fabricar una papilla que se escupía en las manos y ofrecía a las alturas. Los pájaros no tardaban en acudir al festín.
Para subirse a los árboles imaginaba ramas a su alcance y aparecían en forma de luz. Al agarrarlas se materializaban, trepaba y al soltarlas volvían a ser de luz y desaparecían. Nunca había creado otra cosa que no fuesen ramas en los árboles y se daba el caso de que siempre estaba sola cuando lo hacía, así que nadie conocía su singular habilidad y ella creía que lo hacían los árboles que la estaban ayudando a trepar, porque nadie le dijo lo contrario y no había razón alguna para pensar que no fuera así.
Aquella era una habilidad muy escasa que aparecía cada tantos años en alguna aldeana al azar, siempre mujeres. Se manifestaba a edades muy tempranas. Se habían dado casos de mujeres embarazadas que de pronto se veían rodeadas de objetos de luz sin forma determinada. Cuando una niña manifestaba la habilidad, se la sometía a un férreo y discreto control hasta que cumplía los seis años de edad. Ese mismo día se celebraba una fiesta en su honor y se la enviaba a la Casa de la Abuelita, una escuela de magia llamada así en reconocimiento a su fundadora, la primera mujer que manifestó dicha cualidad en la aldea hacía ya muchos, muchos años. Allí aprendería a canalizar su habilidad, a usarla correctamente y a desarrollar todo su potencial.
El caso de Marianela era particularmente atípico. Su habilidad se había manifestado temprano, lo normal, pero no fue descubierta hasta que ya tenía diez años, y ese es un detalle aparentemente insignificante, pero que marcaría el devenir de los hechos.
Sucedió un día no muy especial, ese tipo de días en los que suceden las cosas más importantes. Marianela regresaba a casa un poco antes de la hora del almuerzo para hacer unas tareas que había dejado pendientes, cuando oyó varias voces. No se distinguía lo que decían, así que se apartó del camino y se acercó empujada por la curiosidad. Pronto estuvo lo suficientemente cerca como para darse cuenta de que una voz femenina gritaba pidiendo auxilio. Marianela, en un acto reflejo, a todas luces imprudente, corrió en su ayuda. Cuando llegó vio a una chica, de unos catorce años, violentada por dos hombres de aspecto desgalichado que la rodeaban en actitud amenazadora con cuchillos en las manos. Ambos fijaron su atención en la niña, sobresaltados por su repentina presencia. Uno de ellos la señaló con el cuchillo, le dijo algo al otro e hizo ademán de abalanzarse sobre ella cuando varios objetos de luz aparecieron a su alrededor: tenedores, una sartén y un cucharón especialmente inquietante. Los dos hombres titubearon en una valoración rápida de la magnitud de la amenaza. Finalmente decidieron que la niña no era amenaza suficiente, que los tenedores y demás enseres no tenían la capacidad de manejarse a sí mismos y, por lo tanto, tampoco suponían una amenaza, pero que la combinación de niña más tenedores y demás enseres, si bien en principio pudiera no ser suficientemente amenazadora…, bueno, se contaban historias. Se decía, se oía. Historias sobre cierta raza que existió… En definitiva, que huyeron rehilando por entre los árboles. Los objetos desaparecieron casi al mismo tiempo. Marianela no fue consciente de haberlos creado ella, pero la chica, que la miró con pavor y echó a correr hacia la aldea, sí fue consciente de ello.
Marianela corrió detrás de ella pero la perdió de vista en seguida, y lo cierto era que no sabía dónde estaba. Se había perdido. Caminó durante horas. Era casi la hora de la cena cuando llegó a la aldea. Estaba cansada y caminaba despacio por la calle principal. Le llamó la atención la confusión general que suscitaba su mera presencia y el recelo con que la miraban.
—¡Marianela! —gritó el alcalde desde una ventana a lo lejos. Era un hombre con notable sobrepeso debido a años de lo que sea que hagan los alcaldes, entre lo que no se encontraba el deporte. Ni ninguna otra actividad saludable. Ni física, ni mental. Un minuto después estaba al lado de la niña luchando por respirar—. Te… dábamos… por muerta —dijo, con señalado esfuerzo.
—¿Por qué? —preguntó ella.
—Carlota nos ha contado lo ocurrido en el bosque —dijo—. Está viva gracias a ti.
—¿A mí? Si yo no he hecho nada —dijo Marianela con inocencia.
—Ya lo creo que sí. Y vamos a recompensarte como es debido —dijo con cierto temblor en la voz que denotaba nerviosismo—. Te llevaré a casa, hay muchas cosas de qué hablar.
Cogió a Marianela de la mano y la arrastró con tanta destreza que a la niña le pareció que ella lo guiaba a él. Por el camino el alcalde fue haciendo gestos a algunos hombres y mujeres mientras esquivaba con descaro las preguntas de la niña. Algunos de esos hombres y mujeres se unían a ellos y bisbiseaban entre sí. Otros desaparecían por alguna puerta o alguna esquina y al cabo aparecía otra persona que se incorporaba a la comitiva y al bisbiseo. Todos ellos formaban el Consejo y tenían la firme intención de celebrar una reunión de urgencia en unos minutos.
Cuando llegaron a casa de Marianela no hubo besos ni abrazos para la niña. La madre la cogió de la mano y la llevó a la habitación. La metió en la cama, le arregló el pelo con un gesto frío y la arropó.
—Descansa un poco, hija —dijo con tono amargo. Salió de aquel chiscón, cerró la puerta y se unió a la reunión que acababa de dar comienzo en el comedor.
Las normas al respecto estaban claras, así que aquello era una mera formalidad: Marianela tendría que ir a la Casa de la Abuelita. Los pormenores consistieron en cuando y de qué manera. Y las soluciones fueron que se haría una fiesta para celebrar el descubrimiento de las habilidades de la niña, y que tendría lugar en dos días, dada su avanzada edad y el peligro que eso suponía. Hubo argumentos sólidos en contra de una celebración tan precipitada, aun así, se asumieron las dificultades y se aprobó.
Más tarde los padres de Marianela se esforzaron en buscar las palabras adecuadas dentro de su limitado vocabulario para que el destino de la niña pareciera atractivo. Más atractivo que quedarse en la aldea, con eso bastaba. Ella tenía que elegirlo por sí misma.
—Pero yo no quiero ir —dijo la niña.
—¿Por qué? —dijo la madre con un tono amable. El afecto abandonó sus palabras—. Allí harás muchas amigas —mintió con descaro,