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Alamedas oscuras
Alamedas oscuras
Alamedas oscuras
Libro electrónico426 páginas5 horas

Alamedas oscuras

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Considerada por el autor su mejor obra, el ciclo Alamedas oscuras constituye un hito en la prosa rusa del siglo XX: último exponente de la larga tradición literaria decimonónica iniciada por Pushkin —una despedida de aquella Rusia patriarcal de nobles y campesinos, de siervos y terratenientes, de fincas, carretas, casas señoriales y celebraciones religiosas—, es también una exploración, una búsqueda del lenguaje y del estilo adecuados para narrar la intimidad de las relaciones amorosas.
Iván Bunin, uno de los escritores más exquisitos de su tierra, condensa en estos relatos toda su experiencia vital y artística y alcanza cimas de belleza, sensibilidad y concisión.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento4 abr 2022
ISBN9788419179364
Alamedas oscuras

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    Alamedas oscuras - Ivan Bunin

    Índice

    Nota del traductor

    PARTE I

    Alamedas oscuras

    El Cáucaso

    Balada

    Stiopa

    Musa

    Hora tardía

    PARTE II

    Rusia

    La beldad

    La tontuela

    Antígona

    Smaragd

    El visitante

    Los lobos

    Tarjetas de visita

    Zoika y Valeria

    Tania

    En París

    Galia Gánskaia

    Heinrich

    Natalie

    PARTE III

    En una calle conocida

    Una taberna ribereña

    Comadre

    El comienzo

    Los roblecitos

    La señorita Klara

    El Madrid

    Segundo café

    Pelo de Hierro

    Otoño frío

    El vapor Sarátov

    El cuervo

    Camarga

    Cien rupias

    La venganza

    El columpio

    Lunes Puro

    La capilla

    En primavera, en Judea

    Albergue nocturno

    Nota del traductor

    Alamedas oscuras conoció distintas ediciones antes de alcanzar su forma definitiva. En 1943 se publicó en Nueva York con dos apartados y once cuentos: I – «Alamedas oscuras», «El Cáucaso», «Balada», «Abril», «Stiopa», «Musa», «Hora tardía»; II – «Rusia», «Tania», «En París», «Natalie». Diez de ellos («Abril» fue excluido) pasaron a integrar la edición de 1946 en París, que contenía tres apartados y treinta y ocho cuentos (varios de los nuevos habían sido publicados de modo independiente en periódicos y revistas literarias). Posteriormente, en 1953, Bunin incluyó «En primavera, en Judea» y «Albergue nocturno».

    Para la presente traducción, hemos tomado como fuente la siguiente edición:

    • Иван А. Бунин, Темные аллеи, в Собрании сочинений в 6-и томах, Том 5, Издательство Художественная литература, Москва, 1988, c. 249-484.

    (Iván A. Bunin, Alamedas oscuras, en: Obras escogidas en 6 tomos, tomo 5, Editorial Judózhestvennaia literatura, Moscú, 1988, pp. 249-484).

    Parte I

    Alamedas oscuras

    En un frío y desapacible día de otoño, sobre uno de los caminos reales de Tula, anegado por las lluvias y fragmentado por numerosos surcos negros, en dirección a una larga isba ocupada en una de sus partes por una casa de postas y, en la otra, por unas habitaciones donde se podía descansar o pernoctar, comer o pedir el samovar, avanzaba un pesado coche de cuatro ruedas cubierto de barro y con la capota a medio levantar, tirado por tres caballos bastante vulgares con las colas sucias por el lodo. En el pescante iba sentado un fornido campesino con su rústico abrigo muy ceñido a la cintura, serio y moreno, de barba rala y negra como el betún, parecido a un bandolero de los de antaño; en el interior, un esbelto y viejo militar con gorra grande y capote gris de corte antiguo y cuello alto de castor, con cejas aún negras, pero bigotes canos que se unían a unas patillas de igual color; llevaba la barbilla rasurada y toda su apariencia tenía esa semejanza con Alejandro II que tan extendida estaba entre los militares de su época; su mirada también era interrogadora, severa y, a la vez, cansada.

    Cuando los caballos se detuvieron, el viejo sacó del coche una pierna calzada con bota militar de caña recta y, sujetándose los faldones con sus guantes de gamuza, corrió hacia la isba.

    —A la izquierda, su excelencia —gritó con rudeza el cochero desde el pescante, y el militar, agachándose un poco en el umbral debido a su gran estatura, entró en el zaguán y luego giró a la izquierda, hacia las habitaciones.

    En estas, bien aseadas y ordenadas, el ambiente era seco y templado; un nuevo icono dorado en el rincón izquierdo; bajo él, cubierta por un limpio mantel de tela cruda, una mesa; tras esta, unos bancos cuidadosamente fregados; el horno, instalado en el rincón derecho y más apartado, lucía blanco como la tiza; más cerca se hallaba, con el respaldo apoyado contra un lado del horno, una especie de otomana cubierta por gualdrapas oscuras de manchas blancas; de la portezuela del horno salía un dulce aroma a sopa de coles —a repollo cocido, carne y laurel.

    El recién llegado arrojó el capote sobre un banco y lució aún más esbelto solo con el uniforme y las botas; después se quitó los guantes y la gorra y, con aire cansado, se pasó la pálida y delgada mano por la cabeza; sus cabellos canos, que le caían sobre las sienes, se rizaban un poco junto a la comisura de los párpados; aquel rostro bello y alargado de ojos oscuros conservaba en algunas partes pequeñas huellas de viruela. Las habitaciones estaban desiertas; el hombre entreabrió la puerta que daba al zaguán y, con tono hostil, gritó:

    —¡Ey! ¿Quién anda ahí?

    Enseguida, en la habitación apareció una mujer de cabello oscuro, también de cejas negras y también dueña de una belleza impropia de su edad, semejante a una gitana entrada en años, con un bozo oscuro sobre el labio superior y a lo largo de las mejillas, de andar rápido, pero gorda, de pechos grandes bajo la blusa roja y un vientre triangular, como el de una oca, bajo la negra falda de lana.

    —Sea bienvenido, su excelencia —dijo la mujer—. ¿Desea comer o pide el samovar?

    El hombre echó un vistazo a sus hombros redondeados y a sus ligeros pies calzados con rojas y gastadas pantuflas tártaras y, con voz entrecortada y distraída, respondió:

    —El samovar. ¿Eres la dueña o una criada?

    —La dueña, su excelencia.

    —¿Quiere decir que tú misma lo mantienes?

    —Así es. Yo misma.

    —¿Por qué? ¿Eres viuda, acaso, ya que tú misma llevas el negocio?

    —No soy viuda, su excelencia, pero de algo hay que vivir. Y me gusta administrar la casa.

    —Vaya, vaya. Eso está bien. Y qué limpia y agradable se ve tu casa.

    La mujer lo miraba todo el tiempo con ojos escrutadores y apenas entornados.

    —También me gusta la limpieza —respondió ella—. Si me crie entre señores, Nikolái Alekséievich, ¿cómo no voy a saber conducirme con decencia?

    Él se enderezó rápidamente, abrió los ojos y se sonrojó.

    —¡Nadiezhda! ¿Eres tú? —dijo con precipitación.

    —Sí, soy yo, Nikolái Alekséievich —respondió ella.

    —¡Dios mío, Dios mío! —exclamó él, sentándose en un banco y mirándola fijamente—. ¿Quién lo iba a pensar? ¿Cuántos años sin vernos? ¿Unos treinta y cinco?

    —Treinta, Nikolái Alekséievich. Yo ahora tengo cuarenta y ocho, y usted debe de andar por los sesenta, ¿verdad?

    —Algo así... ¡Dios mío, qué extraño!

    —¿Qué es lo extraño, señor?

    —Pues todo, todo... ¿Cómo? ¿No lo entiendes?

    Su cansancio y distracción desaparecieron; se levantó y comenzó a andar con pasos resueltos por la habitación, mirando el suelo. Después se detuvo y, enrojeciendo a través de sus canas, dijo:

    —No he sabido nada de ti desde entonces. ¿Cómo has venido a parar aquí? ¿Por qué no seguiste viviendo con los señores?

    —Los señores me dieron la libertad poco después de que usted se marchara.

    —¿Y dónde viviste después?

    —Es largo de contar, señor.

    —¿Dices que no te has casado?

    —No, no me he casado.

    —¿Por qué? Con tu belleza...

    —No podía hacerlo.

    —¿Por qué no podías? ¿Qué quieres decir?

    —No hace falta explicarlo. Seguro que recuerda usted cuánto lo amaba.

    Él enrojeció hasta las lágrimas, frunció el ceño y otra vez se puso a caminar.

    —Todo pasa, amiga mía —musitó—. El amor, la juventud, todo todo. Una historia trivial, corriente. Con los años todo pasa. ¿Cómo dice el Libro de Job? «Te acordarás de ella como agua que ha pasado.»

    —Dios da a cada uno lo suyo, Nikolái Alekséievich. La juventud pasa para todos, pero el amor es otra cosa.

    Él levantó la cabeza, se detuvo y esbozó una lastimosa e irónica sonrisa.

    —¡Caramba, no has podido amarme toda la vida!

    —Por lo visto, sí he podido. Por más tiempo que pasara, vivía de una sola cosa. Sabía que hacía mucho que ya no existía aquel hombre que usted había sido, que para usted fue como si no hubiera sucedido nada, y sin embargo... Ahora es tarde para hacer reproches, pero, a decir verdad, usted me abandonó de un modo muy cruel; cuántas veces he querido acabar con mi vida por la sola ofensa, por no mencionar todo lo demás. Porque hubo un tiempo, Nikolái Alekséievich, en que yo a usted lo llamaba Nikóleñka, y usted a mí... ¿Recuerda cómo? Y a usted le daba por recitarme versos sobre toda clase de «alamedas oscuras» —añadió con sonrisa hostil.

    —¡Ah, qué bonita eras! —exclamó él meneando la cabeza—. ¡Qué apasionada, qué hermosa! ¡Qué porte, qué ojos! ¿Recuerdas que todos te miraban embelesados?

    —Lo recuerdo, señor. Usted también era muy guapo. Y fue a usted a quien entregué mi belleza, mi pasión. Cómo es posible olvidar algo semejante.

    —¡Ah! Todo pasa. Todo se olvida.

    —Todo pasa, sí, pero no todo se olvida.

    —Vete —dijo él, dándole la espalda y acercándose a la ventana—. Vete, por favor.

    Sacó su pañuelo, se lo llevó a los ojos y, a toda prisa, añadió:

    —Si tan solo Dios me perdonara. Tú, por lo visto, me has perdonado.

    Ella se acercó a la puerta y se detuvo:

    —No, Nikolái Alekséievich, no lo he perdonado. Ya que la conversación ha tocado nuestros sentimientos, se lo diré directamente: jamás he podido perdonarlo. Así como no había entonces para mí nada más preciado que usted, tampoco lo ha habido después. Por eso no puedo perdonarlo. Pero ¿de qué sirve recordar? A los muertos no los sacan del cementerio.

    —Sí, sí, es inútil; manda enganchar los caballos —respondió él, apartándose de la ventana ya con expresión severa—. Solo te diré una cosa: jamás en la vida he sido feliz; no se te ocurra pensarlo, por favor. Disculpa si, a lo mejor, te hiero el amor propio, pero lo diré con franqueza: yo a mi esposa la amaba con locura. Y ella me traicionó, me abandonó de un modo más ofensivo que yo a ti. Adoraba a mi hijo. ¡Cuántas esperanzas deposité en él mientras crecía! Y salió un canalla, un derrochador, un insolente sin corazón, sin honor, sin conciencia... Por lo demás, todo eso también es una historia de lo más corriente, trivial. ¡Que lo pases bien, querida amiga! Creo que yo también he perdido en ti lo más preciado que tenía en la vida.

    Ella se acercó y le besó la mano; él hizo otro tanto.

    —Manda enganchar...

    Cuando siguieron camino, pensó sombrío: «Sí, ¡qué encantadora era! ¡De una belleza mágica!». Avergonzado, recordaba sus últimas palabras y el beso que le había dado en la mano, y enseguida se avergonzó de su vergüenza. «¿Acaso no es cierto que ella me dio los mejores momentos de mi vida?»

    Hacia el ocaso, se asomó un pálido sol. El cochero llevaba los caballos al trote, cambiando a cada momento los negros surcos, escogiendo los menos enlodados, y también cavilaba algo. Por fin, dijo con seria brusquedad:

    —Pues ella, su excelencia, no dejaba de mirar por la ventana cuando nos alejábamos. Seguramente hace mucho que se digna conocerla, ¿verdad?

    —Así es, Klim.

    —Esa mujer es la mar de inteligente. Y dicen que cada vez es más rica. Presta dinero a interés.

    —Eso no significa nada.

    —¡Cómo que no! ¿Quién no desea vivir mejor? Prestar a conciencia no tiene nada de malo. Y dicen que es justa con eso. ¡Pero severa! Si no lo devuelves a tiempo, carga tú con la culpa.

    —Sí, sí, carga tú con la culpa... Arrea, por favor, no sea cosa que perdamos el tren...

    El bajo sol brillaba amarillo sobre los campos desiertos; se oía el chapoteo regular de los caballos sobre los charcos. El hombre, con sus negras cejas fruncidas, miraba las fugaces herraduras y pensaba:

    «Sí, carga con la culpa. Sí, por supuesto, los mejores momentos. ¡No mejores, sino en verdad mágicos! Florecía en derredor la carmesí rosa silvestre, se extendían las oscuras alamedas de tilos...¹ Pero ¡Dios mío! ¿Qué habría sucedido después? ¿Qué habría pasado si no la hubiera abandonado? ¡Qué tontería! ¿Esa misma Nadiezhda no a cargo de una posada, sino mi esposa, ama de casa en Petersburgo, madre de mis hijos?».

    Y, con los ojos cerrados, meneaba la cabeza.

    20 de octubre de 1938

    ¹ Cita no del todo exacta del poema Un relato corriente (1842), de Nikolái Ogariov.

    El Cáucaso

    Al llegar a Moscú, paré furtivamente en un discreto hotel en una callejuela cercana a la calle Arbat y vivía con angustia, como un anacoreta, entre una cita y otra con ella. En el transcurso de esos días vino a verme solo en tres ocasiones, y cada vez entraba apurada, con las palabras:

    —Vengo solo un momento...

    Era pálida, con esa bella palidez de la mujer inquieta y amante; la voz se le quebraba, y el modo en que arrojaba el paraguas a cualquier parte, se apresuraba a levantarse el velo y al abrazarme me embargaba de lástima y éxtasis.

    —Me parece que algo sospecha —decía—, que incluso algo sabe. A lo mejor leyó alguna carta suya, atinó con la llave de mi escritorio... Creo que es capaz de cualquier cosa con su carácter cruel y su amor propio. Una vez me dijo directamente: «¡No me detendré ante nada en defensa de mi honor, mi honor de marido y de oficial!». Ahora, por alguna razón, sigue literalmente cada uno de mis pasos y, para que nuestro plan salga bien, debo tener sumo cuidado. Ya está casi dispuesto a dejarme ir. ¡Tanto le he insistido con que moriré si no veo el sur, el mar! Pero, por Dios, ¡tenga paciencia!

    Nuestro plan era audaz: viajar en el mismo tren a las costas del Cáucaso y pasar allí, en algún lugar completamente alejado de la civilización, tres o cuatro semanas. Yo conocía esas costas, había pasado alguna vez cierto tiempo cerca de Sochi cuando era joven y soltero, y siempre he guardado en mi memoria el recuerdo de esos atardeceres de otoño en medio de negros cipreses, junto a las frías y grises olas... Y ella palideció cuando le dije: «Y ahora estaré allí contigo, en las selvas de las montañas, a orillas del mar tropical...». No creímos en la realización de nuestro plan hasta el último minuto; aquello nos parecía una dicha demasiado grande.

    ***

    En Moscú se sucedían lluvias frías; parecía que el verano ya había quedado atrás y que no regresaría; había barro, lobreguez; las calles, mojadas y negras, resplandecían de paraguas abiertos y de capotas de coches levantadas y trémulas por el rápido discurrir. Y hacía una noche oscura y abominable cuando viajé a la estación; todo mi ser era presa de la alarma y del frío. Me calcé el sombrero hasta los ojos, hundí la cara en el cuello de mi abrigo y atravesé a la carrera la estación y el andén.

    En el pequeño compartimento de primera clase, que había reservado de antemano, se oía la copiosa lluvia cayendo sobre el techo. Corrí de inmediato el visillo de la ventanilla y, en cuanto el maletero, tras secarse la mano sobre su blanco delantal, tomó la propina y salió, eché el cerrojo a la puerta. Después entreabrí un poco el visillo y permanecí inmóvil sin apartar la vista del variopinto gentío que iba y venía con sus pertenencias a lo largo del vagón, bajo la oscura luz de los faroles del andén. Habíamos convenido que yo llegaría a la estación lo antes posible y ella lo más tarde posible, para evitar todo encuentro con ella o con él sobre el andén. Ya era hora de que aparecieran. Yo miraba y mi tensión iba en aumento: no aparecían. Sonó la segunda llamada y sentí un escalofrío de espanto: ¡ella iba con demora o él en el último momento no la había dejado partir! Pero enseguida me estremeció su alta figura, su gorra de oficial, su estrecho capote y su mano con guante de gamuza, con la cual, a grandes pasos, la llevaba del brazo. Me aparté de la ventanilla y me dejé caer en el rincón del asiento. Al lado había un vagón de segunda clase; mentalmente, vi cómo ambos se acomodaban con propiedad en este, cómo él examinaba si el maletero había colocado correctamente las pertenencias de ella, cómo se quitaba el guante, la gorra, cómo la besaba, la persignaba... La tercera llamada me ensordeció, y el arranque del tren me dejó pasmado... El tren comenzó a ganar velocidad, se balanceaba, oscilaba; después su marcha fue pareja, a todo vapor... Al mozo, quien la trajo hasta mí junto con sus pertenencias, le di con la mano helada un billete de diez rublos...

    ***

    Cuando entró, ni siquiera me besó; solo esbozó una sonrisa lastimera mientras tomaba asiento y se quitaba el sombrero, desprendiéndolo del cabello.

    —No he podido comer nada —dijo—. Creía que no soportaría este terrible papel hasta el final. Y tengo una sed tremenda. Dame agua mineral —añadió, tuteándome por primera vez—. Estoy segura de que viajará tras de mí. Le he dado dos direcciones, Guelendzhik y Gagra. Así que en tres o cuatro días andará por Guelendzhik... Pero que Dios lo ampare, es mejor la muerte antes que estos tormentos...

    ***

    Por la mañana, cuando salí al pasillo, brillaba el sol y faltaba el aire; del baño llegaba un olor a jabón, a colonia; y se percibía también el olor propio de un vagón de pasajeros por la mañana. Tras las ventanillas enturbiadas por el polvo y templadas se extendía la llana e incinerada estepa; se veían polvorientos y anchos caminos, carros típicos del Cáucaso tirados por bueyes; pasaban fugaces garitas ferroviarias cercadas por los amarillos círculos de los girasoles y por bermejas malvas... Después siguió la infinita extensión de las desnudas llanuras con túmulos y sepulcros, un sol seco e insoportable, un cielo semejante a una nube de polvo; después los espectros de las primeras montañas en el horizonte...

    ***

    Desde Guelendzhik y Gagra le envió sendas postales en las que le decía que aún no sabía dónde pararía.

    Después seguimos bajando por la costa en dirección al sur.

    ***

    Encontramos un sitio salvaje cubierto de bosques de plátanos orientales, arbustos en flor, árboles de caoba, magnolias, granados, entre los cuales se alzaban palmeras con forma de abanico y negreaban los cipreses...

    Me despertaba temprano y, mientras ella dormía, antes del té que tomábamos a eso de las siete, paseaba por los montes, en la espesura del bosque. El ardiente sol ya era intenso, puro y alegre. En los bosques brillaba azulada, se disipaba y extinguía una niebla perfumada; tras las lejanas y boscosas cumbres resplandecía la eterna blancura de las nevadas montañas... Al regresar atravesaba el bazar de nuestra aldea, tórrido y envuelto en el olor a estiércol que despedían las chimeneas; allí bullía el comercio, había apretujones a causa de la gente, los caballos y los asnos —por las mañanas acudían muchos montañeses de diferentes tribus—; iban y venían, con su ligero andar, circasianas con vestimentas negras y largas hasta el suelo, zapatos rojos sin tacones, la cabeza envuelta en algo negro y fugaces miradas de pájaro que a veces asomaban desde esa envoltura fúnebre.

    Luego nos acercábamos a la orilla, siempre desierta, nos bañábamos y nos tumbábamos al sol hasta el desayuno. Después de desayunar —siempre pescado asado a la parrilla, vino blanco, nueces y frutas—, en la tórrida penumbra de nuestra cabaña, bajo el tejado, se esparcían, a través de las rendijas de los postigos, ardientes y alegres franjas de luz.

    Cuando el calor menguaba y abríamos la ventana, la parte del mar que se veía entre los cipreses de la cuesta que llegaba hasta nuestra cabaña tenía un color violeta y reposaba tan pareja y apacible que daba la impresión de que esa paz, esa belleza, no se acabarían nunca.

    En el ocaso solían amontonarse, más allá del mar, nubes asombrosas; ardían con tal magnificencia que ella a veces se acostaba en la otomana, se tapaba el rostro con su echarpe de gasa y lloraba: dos, tres semanas más, ¡y otra vez Moscú!

    Las noches eran templadas y tenebrosas; en las negras tinieblas daban vueltas, centelleaban, resplandecían con luz de color topacio moscas doradas; cual campanillas de vidrio resonaban las ranas arborícolas. Cuando el ojo se acostumbraba a la oscuridad, sobresalían las estrellas y las crestas de las montañas; sobre la aldea se dibujaban árboles que no notábamos durante el día. Y toda la noche se oía desde allí, desde un bodegón, el sordo batido de un tambor y el lamento gutural, melancólico, irremediablemente dichoso como de un mismo e infinito canto.

    No lejos de nuestra cabaña, en el barranco ribereño que descendía del bosque hacia el mar, corría raudo, sobre un lecho pedregoso, un arroyo transparente y poco profundo. ¡De qué modo prodigioso se fraccionaba y bullía su resplandor en esa hora misteriosa en la que, de detrás de las montañas y de los bosques, como una especie de ser maravilloso, miraba fijamente la luna tardía!

    A veces, por las noches, se cernían desde las montañas temibles nubarrones, se desataba una furiosa tormenta, en la ruidosa y sepulcral negrura de los bosques se abrían a cada momento mágicos abismos verdes y en las alturas del cielo se rasgaban truenos antediluvianos. Entonces, en los bosques, se despertaban y maullaban los aguiluchos, rugía el leopardo de las nieves, ladraban los chacales... Una vez, hacia nuestra ventana iluminada, llegó corriendo una manada entera de ellos —siempre se acercan a las viviendas en noches como aquellas—; abrimos la ventana y los vimos desde arriba, mientras ellos permanecían bajo el brillante diluvio y ladraban para que los dejáramos entrar... Ella lloraba de alegría al contemplarlos.

    ***

    La buscó en Guelendzhik, en Gagra, en Sochi. Al día siguiente de su llegada a Sochi se bañó por la mañana en el mar, después se afeitó, se puso ropa interior limpia y una guerrera blanca como la nieve, desayunó en su hotel, en la terraza del restaurante, bebió una botella de champán, bebió café con licor Chartreuse y fumó sin prisa un cigarro. Cuando regresó a su habitación, se echó en el sofá y se disparó en las sienes con dos revólveres.

    12 de noviembre de 1937

    Balada

    En vísperas de las grandes fiestas de invierno, la casa de campo siempre disponía de una calefacción semejante a la de una casa de baños y ofrecía un cuadro extraño, compuesto por habitaciones bajas y espaciosas cuyas puertas permanecían todo el tiempo abiertas —desde la antesala hasta el cuarto de descanso, ubicado en el fondo mismo de la casa— y cuyos rincones para los iconos resplandecían de velas y lamparillas.

    En vísperas de esas fiestas, en toda la casa fregaban los pulidos suelos de roble, que no tardaban en secarse por la calefacción, y después los cubrían con gualdrapas limpias; disponían del mejor modo y colocaban en sus lugares los muebles movidos durante los quehaceres domésticos, y en los rincones, ante las cubiertas doradas y plateadas de los iconos, encendían lamparillas y velas, y apagaban todas las demás luces. A esa hora ya azuleaba tras las ventanas la oscura noche de invierno y todos se dirigían a sus dormitorios. En la casa se instalaba entonces un silencio absoluto, una calma devota y como expectante que no podía ir mejor con el aspecto nocturno y sagrado de los iconos bajo aquella luz que inducía aflicción y ternura.

    En invierno, a veces, estaba de visita en la finca la peregrina Másheñka, canosa, seca y de andar rápido y ligero como el de una niña. Y ella era la única en toda la casa que no dormía en noches como aquellas, y, después de cenar, iba del cuarto de la servidumbre a la antesala y se quitaba las botas de fieltro de sus pequeños piececitos con medias de lana, recorría en silencio, sobre las mullidas gualdrapas, todas esas cálidas habitaciones misteriosamente iluminadas; en todas partes se ponía de rodillas, se santiguaba, hacía reverencias ante los iconos y, otra vez, volvía a la antesala, se sentaba sobre un baúl negro que desde siempre había estado allí y recitaba a media voz oraciones, salmos o sencillamente hablaba consigo misma. Así fue como supe una vez acerca de ese «animal de Dios, lobo del Señor»: oí cómo le rezaba Másheñka.

    No podía conciliar el sueño; fui bien entrada la noche hasta el salón para pasar al cuarto de descanso y escoger algo para leer de la biblioteca. Másheñka no me oyó. Algo decía en la oscura antesala. Me detuve y agucé el oído. Recitaba los salmos de memoria.

    —Oye mi oración, oh Jehová, y escucha mi clamor —decía sin expresividad alguna—. No calles ante mis lágrimas, porque forastero soy para ti, y advenedizo, como todos mis padres... Decid a Dios: ¡Cuán asombrosas son tus obras!... El que habita al abrigo del Altísimo morará bajo la sombra del Omnipotente... Sobre el león y el áspid pisarás, hollarás al cachorro del león y al dragón...

    En esas últimas palabras, en silencio, pero con resolución, levantó la voz; las pronunció con convicción: «Hollarás al cachorro del león y al dragón». Después calló, lanzó un lento suspiro y, como si hablara con alguien, añadió:

    —Porque Suya es toda bestia del bosque, y los millares de animales en los collados...

    Eché un vistazo a la antesala; Másheñka estaba sentada sobre el baúl, los pequeños pies con medias de lana apoyados contra el suelo y los brazos en cruz sobre el pecho. Miraba hacia delante y no me veía. Después levantó los ojos hacia el techo y dijo con claridad:

    —Tú también, animal de Dios, lobo del Señor, implora por nosotros a la Virgen.

    Me acerqué y dije en voz baja:

    —Másheñka, no temas, soy yo.

    Dejó caer los brazos, se levantó y me hizo una profunda reverencia:

    —Buenas noches, señor. No, no temo. ¿Qué voy a temer ahora? De joven era tonta, temía a todo. Un oscuro demonio me turbaba.

    —Siéntate, por favor —le dije.

    —De ninguna manera —respondió—. Me quedaré de pie, señor.

    Apoyé mi mano sobre su descarnado y pequeño hombro de prominente clavícula, la hice sentar y me acomodé a su lado.

    —Siéntate, si no me iré. Dime, ¿a quién le rezabas? ¿Acaso existe un santo llamado «lobo del Señor»?

    Otra vez atinó a levantarse. Otra vez la retuve.

    —¡Ay, cómo eres! ¡Y todavía dices que no temes nada! Te pregunto si en verdad existe un santo así.

    Pensó unos momentos. Después, seria, respondió:

    —Pues sí que existe, señor. También existe el animal Tigris-Éufrates. Si está pintado en la iglesia, quiere decir que existe. Yo misma lo he visto, señor.

    —¿Cómo que lo has visto? ¿Dónde? ¿Cuándo?

    —Hace mucho, señor, en tiempos inmemoriales. Dónde, no le sé decir; solo recuerdo que viajamos allí durante tres días enteros. Había allí una aldea, Krutíe Gori. Y mire que yo misma soy de lejos; quizás haya usted oído que soy de Riazán; pues bien, ese lugar estaba más abajo aún, en Zadónshina, un lugar tan salvaje que no hay palabras para describirlo. Allí se encontraba la aldea aojada de nuestros príncipes, la favorita de su abuelo: quizás mil isbas de arcilla sobre pendientes y montes pelados, y en la montaña más alta, en su cima, sobre el río Kámenni, una casa señorial, también toda pelada, de tres plantas, y una iglesia amarilla, con columnas, y en esa iglesia el mismísimo lobo de Dios; en el medio, o sea, una losa de hierro sobre la tumba del príncipe que él había degollado, y en el pilar de la derecha, él mismo, ese lobo, de cuerpo entero y cuan largo era: pelaje gris, cola tupida, bien erguido, con las patas delanteras apoyadas en el suelo, mirando fijamente a los ojos; cuello canoso, peludo, gordo; cabeza grande, orejas puntiagudas, colmillos largos, ojos feroces; en torno a la cabeza, un resplandor dorado, como el de los santos y los justos. ¡Hasta da miedo recordar ese prodigio! ¡Tan real, sentado ahí y mirando como si en cualquier momento se te fuera a echar

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