Afuera
Por Sergio Vicencio
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«Las palabras me parecen fascinantes, aun si son demasiado pequeñas como para explicar un universo tan grande como el que tenemos enfrente. Basta dar una mirada por la cupola para que se te borren del paladar. Tanta negrura y frío son una lección de humildad, ¿no lo crees? Lo mejor que podemos hacer es establecer reglas que llamamos de manera egoísta 'universales' en un intento por abarcar constantes en la galaxia, pero me atrevo a decir que no todo lo que pensamos absoluto, lo es».
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Afuera - Sergio Vicencio
MIL OJOS COMO ANTORCHAS
29 de octiembre de 2079
Nieva. La resolana del mediodía me ciega al rebotar sobre el blanco insoportable. Me tranquiliza ver hacia afuera, pero me pregunto cómo sería espiar el horizonte si la nieve no estuviera mezclada con ceniza desde hace meses. De alguna manera, mis ojos prefieren el gris contaminado al blanco deprimente. Llueve ceniza todos los días y todos los días lo agradezco. Me recuerda que afuera todavía quedan cosas por quemar.
No tengo memoria del comienzo. Sé que fue veloz. Primero parecía una noticia aislada, un rumor en el cintillo de un noticiero, bajo una nota más importante. Después estaba en las primeras planas, en las calles, tocando a tu puerta y escrito sobre trozos de cartón que gente moribunda sostenía a la vista de nadie.
Había quienes describían siluetas brillantes a través de sus ventanas. Se habló de una enfermedad que primero te dejaba sin uñas, después sin dientes y que finalmente te secaba los ojos como ciruelas. Aparecieron en redes fotografías de plumas del tamaño de bueyes, adornadas con un hermoso recubrimiento dorado y bañadas, decían los testigos, en olor a azufre. Entonces comenzaron los rumores sobre los símbolos de sangre en puertas, muros y ventanas.
El día que se descubrió el uso de las marcas fue un jueves. Eso dicen mis notas. El responsable de hacerlo fue un viejo, ciego de nacimiento, que luego de un encuentro juraba poder ver los contornos quemantes de las letras. Eran 26, como un alfabeto románico o como el número de un dios desaparecido. Digo desaparecido porque, si no lo está, nos debe muchas explicaciones.
Las marcas son nuestra única defensa. Están separadas en usos según su orden, que originalmente nos había parecido arbitrario. Las primeras seis, apodadas La carne
, sirven para despistarlos. Son el rastro falso que dejas a un sabueso empecinado, el arenque ahumado de los viejos autores de misterio. Si se usan bien, puedes perderlos por semanas. Al final de ese lapso regresan (siempre regresan), pero La carne
permite recuperar el sueño y prepararse para la confrontación.
Hoy los llamamos Iluminados. Quienes les han concedido motes distintos, en libros antiguos, ignoran su verdadera naturaleza. Al estar cerca ocasionan visiones que no dejan dormir. Son vívidas y coloridas por encima de lo real. Provocan una paz abrumadora que no permite el descanso, pero me desvío; hablaba del alfabeto.
Del séptimo al décimo primero los signos son como un cadáver putrefacto en las aguas de un río; una dura advertencia. Los Iluminados rehúyen a este grupo. Frente a estas marcas se mesan los cabellos de plata, chillan con una voz metálica similar al pelo de caballo pasando por acero. Sus gemidos hielan la sangre y dan náuseas, pero son la señal inequívoca de que están por desaparecer, al menos por un tiempo. Este segundo grupo de signos es conocido como El azote
y debe usarse con cierta precaución.
El azote
es el gambito al final del juego. Si se usa correctamente puede ser definitivo. Si no, es una forma clara de revelar a tu enemigo que ya no tienes más movimientos. Si tu miedo aflora mientras lo trazas, El azote
no te servirá de nada.
33 de jumio de 2080
No sé qué ha sido de Francis y no creo volver a verla. El hecho me atemoriza. Por otra parte, saberme solo me genera una paz incomprensible. No me malinterpreten. Francis era mi vida entera, pero su partida me dio mala espina desde el principio.
Ella me triplicaba en edad. Cuando dijo que se marchaba, la cuestioné por horas. Es necesario, me dijo. No lo entenderías, dijo, y no lo hice. Me dejó bañado en lágrimas y cerró la puerta tras de sí.
—Echa llave —me pidió—. No abras a nadie. Regresaré.
Esas fueron sus últimas palabras. Cada minuto que pasa estoy más seguro de que no va a volver jamás.
A Francis la conozco de siempre. Me enseñó todo lo que sé, pero no me atrevería a seguirla en sus viajes. Ella me habló de las marcas. Me dijo cómo usarlas. Si alguien como ella no puede regresar a salvo por sus propios medios, no hay nada que yo pueda hacer para ayudarla.
A propósito de las marcas, las siguientes nueve, combinadas en un orden particular y escritas en sangre sobre muros, vidrios o espejo, son conocidas como El escudo
. Los Iluminados rebotan en ellas. Se dice que la sangre para dibujar El escudo
debe ser humana. Esto es, hasta donde sé, un mito. Sangre de cordero, de buey o de chivo sirven igual de bien. Lo que no es una mentira es que la sangre humana también funciona. He perdido amigos en el camino. Sus cuerpos han sido pan para mis días. Estoy agradecido.
12 de enuario de 2081
Empiezo a contar las últimas horas. Mis entradas se han vuelto erráticas y mis palabras confusas. He sido sellado
por un Iluminado y confieso que mi ignorancia en las marcas más avanzadas me vuelve un blanco sencillo. Pronto seré otro holocausto y mi sangre subirá evaporada a los cielos…
14 de enuario de 2081
Creí escuchar el rumor de una voz lejana en las afueras de mi propiedad. Pensé que era Francis y corrí a la ventana buscando un punto adecuado para verla —hace tiempo que los vidrios están bañados con grasa. Busqué un ventanal con una grieta pequeña y me coloqué como francotirador a la espera de encontrarme con la figura de Francis como la recordaba. Un par de siluetas desconocidas me hicieron estremecer. Una de ellas, humana, sin duda, se detuvo a medias de la escalera que da a la propiedad. La otra, perteneciente a un hombre mayor, se aproximó a la puerta. Se extrañó de inmediato al ver El escudo
, pero aun así tocó a mi puerta.
Después de un rato el hombre dijo: ¿Hay alguien?
Sentí náuseas y ganas de orinar.
Me vio verlo.
—Disculpe —dijo—. Será solo un momento.
Se me secaron las palabras sobre la lengua. Con un hilo de voz contesté:
—¿Qué quieren?
—Hablar, nada más —dijo el hombre.
—¿De qué?
—¿Puede abrir la puerta?
El tono de los visitantes era tranquilo. Temí lo peor. Tomé un arma del librero que estaba apostado tras la puerta. Por el agujero de la ventana apunté en dirección al más joven de los extraños. El chico levantó los brazos. El mayor simplemente sonrió.
—No es necesario —dijo—. Podemos regresar más tarde, cuando esté acompañado.
—No estoy solo —balbuceé—. Somos varios, todos armados. Es mejor que se marchen. Las marcas solo sirven si el lugar se mantiene cerrado.
El hombre se puso serio y el chico bajó los brazos. Ambos tenían reflejada en el rostro una calma absurda, como si la guerra no los hubiera afectado en lo absoluto.
—Entiendo —me dijo el hombre sin hacerlo de verdad—. Podemos volver más tarde.
Y retrocedió un par de escalones. Saqué el arma por la ventana. La punta del cañón rompió un trozo del vidrio. Fue entonces cuando debo haber quedado a la vista de algún Iluminado. Los Iluminados son polvo, refracción hecha carne. Esa era la teoría de Francis y yo la apoyo a falta de una mejor explicación. Pueden moverse a la velocidad del pensamiento. Estar a tu lado en un segundo si no lo estaban