Alma
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Alma - Pablo Sanz Martínez
Alma
Copyright © 2007, 2022 Pablo Sanz Martínez and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728370568
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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A la memoria de mi padre Pablo.
Necesaria, debida y muy extensa dedicatoria a todos aquellos que desde su profunda amistad se prestaron amablemente a leer Alma inédita:
Ana, Alfredo Ramos, Alicia Vivas, Ana Huerta, Carmen Caballero, Cristina Domingo, Consuelo López, Gracián Triviño, Inmaculada Vozmediano, Juan Antonio Bueno, Javier Tamarit, Maite Vega, Rocío Pichardo, Rubén Muñiz, Sagrario Pinto, Victoria Milicua.
Y sobre todo a Fernando León y Cristina Duce por sus portadas, y a Amador Viña, Begoña Martínez y Yolanda Martínez por sus minuciosas apreciaciones.
Mi alma no parece mi alma
y yo, ni me amo a mí mismo ni tengo identidad.
John Keats
Siento en mí la inocencia y el silencio de los otros.
Clarice Lispector
Llego completamente solo, me siento del todo a solas.
No lamento que hoy la gente no me conozca.
Sólo el espíritu del viejo árbol al sur de la ciudad sabe con certeza que soy un Inmortal que va de paso.
Anónimo oriental
Capítulo I
El lenguaje no puede expresar lo que pertenece a la esencia del mundo.
L. Wittgestein
Como tantas otras veces fuera ya inevitablemente escrito, también yo debo admitir que desconozco hasta dónde alcanza mi recuerdo. Hasta dónde podría remontarme para encontrar el primer eco de un pensamiento propio, de un sentimiento nuevo, real, de un rostro por primera vez reconocido, de un olor, de un sueño. Como si mi pasado (no voy a hablar de mi pasado: al igual que el tuyo a nadie le importa una mierda) siempre hubiese estado custodiado por una tenue nebulosa que tratara de diluirlo (habrá motivos, seguro, pues sé que no es algo novedoso, que es más o menos igual en todos nosotros, aunque sigamos sin conocer qué razones se pudren tras esa realidad), y mis recuerdos pugnaran entonces por deslizarse hacia la luz, así raíces milenarias que, ago[s]tadas y estériles, desconocieran hacia dónde proseguir violando el terruño que las enterrara por tratar también de escapar de su oscuridad, desesperado esfuerzo contra natura. Como una senda que se presiente hermosa rindiéndose finalmente frente al avance de la niebla que se infiltra ciega y sigilosa desde el horizonte que nuestros ojos alcanzan, quizás una advertencia, es inútil, es inútil, siempre será inútil, siempre os ganaremos por la mano. Algo parecido, ya sé que las palabras sólo nos acercan, difusas como si esa misma niebla que referimos siguiese tratando de confundirme, de confundirnos también a todos.
...no puede ser, claro, la razón. Por eso ya estoy esperando. Sé que es cosa de minutos. Pocos, me han dicho (qué absurdo, nadie me lo ha podido decir, digamos que me lo han hecho llegar palabras escritas por ahí, experiencias inconcretas de la muerte que tantos debieron tener y que tantos así han tratado de reflejar, poéticos o intuitivos). Sólo temo cierta afasia, que no pueda respirar cuando todavía no haya caído en el postrero sopor. Qué calentito. Hace frío, sí, hace frío, como si estuviese comenzando a nevar, señorita Lucía. Ojalá este calorcillo pueda adormecerla, pueda adormecerme... Acónito, es hermosa la flor y la palabra. También éstas, todas, siempre, pero de mi mano siento que apenas se sostengan estas páginas quizá ya completas, cerradas. Así tiene que ser, porque además, no tendré ya tiempo de reescribirlas, apenas de releerlas...
Tal vez más que recuerdos deba decir que no logro asir esa primera sensación infantil, límpida y circular, cuando el mundo aterraba por su enormidad y eran infinitos los corredores en todas las casas, los pasillos que comunicaban todas las estancias en todas las viviendas posibles, pavorosos y repletos de seres abominables que nos esperaban horas y horas tras las puertas pero que nunca nos atrapaban porque siempre pasábamos corriendo más veloces, y ellos eran lentos y torpes o despistados, o dormidos o aburridos de tanto aguardar nuestra presencia para darnos un susto de muerte. Que siempre terminaban dándonos invisibles, a pesar de no encontrarnos, pues sabíamos que nos merodeaban. Pero que desaparecían entonces, como avergonzados o humillados por no haberlo podido conseguir. Desaparecían así, hábiles, como si nunca hubiesen estado allí, esperándonos. Y nada os cuento si teníamos que atravesar esos corredores de noche, o al atardecer y se habían fundido los plomos (una tormenta, una cierta ráfaga), o cuando debíamos regresar por los prados y la tarde había caído, tengo que volver a casa, me repetía en esos momentos, tengo que volver antes de que se haga de noche, me repetía mil veces, tenemos que volver a casa, Carlos, sabiendo lo estéril de la invocación que allí nos dejaba plantados hasta que, efectivamente, inevitable llegaba la noche cerrada, y entonces el trago de tumbar corriendo esos interminables cincuenta metros plagados de repentinos fantasmas, de repentinas presencias que allí se congregaban sólo para ponernos el corazón a mil y los ojos aterrados, y la mirada tratando de abarcar imposible todos los rincones, ya están aquí... El alivio entonces, postrero, nos hemos salvado por los pelos...
Altísimos también los techos en casa, imposibles las pesadillas de las que ninguna madre quería protegernos, (padres no existían en esos tiempos –tampoco existen hoy en día, para qué seguir mintiéndonos–, sombras quizá cansadas decorando las últimas horas de la tarde en casa, encorbatados, silenciosos, cansados, siempre cansados). Ni caricias, ni besos, la frialdad afectiva masculina como legado de generaciones que siguen odiándose con la sangre intransigente de todo creyente. El cuerpo y la sangre intolerante de Dios. Acabo de descubrir que todos tus rezos me ofenden.
Por eso me vuelvo hacia la pared, mientras termina de tomárselo, eso, eso, señorita Lucía, y siento que se me cae el frasco, y siento lágrimas neblineando mis ojos, lo siento lo siento, y la acaricio, y le tomo la cara sonriente que no comprende pero que algo intuye, pues la sonrisa se enquista helada en sus ojos, que me miran desapasionados o apasionados (¿acaso no parecen significar ambos vocablos lo mismo? Malformada herencia de palabras por buscar en todo caso cierta esperanza) sin resquemores, sin reproches, como amantes y sordos, ojos sordos, lo siento, Lucía, y así me quedo, llorando, con la cabeza de ella entre mis brazos sintiendo cómo lentamente va expirando toda fuerza de su pequeña humanidad, al igual que caen dormiditos los bebés y sus bracitos se deslizan entonces satisfechos a lo largo de sus costados, y de vez en cuando sonríen desde sus sueñecitos, plenos, pero no me atrevo a mirarla, no podría aguantar su posible dolor, y la dejo resbalando hacia el respaldo, y me levanto, y salgo sin poder contener lágrimas ni silencios, sin atreverme a volverme por ver su sonrisa tal vez destartalada, detenida en el tiempo que me contemplara filial, orgullosa en su confusión, la misma sonrisa que en la pared enmarillece, a la que tantas veces nos hemos dirigido para anclarla un poco en el presente, esa fotografía suya de mocita en Albalate, sí, señorita Lucía, es usted, eres tú, Lucía, dilo, di, yo, soy yo, Lucía, y parecía reír, y parecía agradecida de reconocerse, de reconocer lo único que mantenía cercano en su caos anciano demenciado, y salgo en busca de quien certifique su marcha, una más estadística difunta, una más que nadie supo retener, preservar frente a esa implacable devastación de recuerdos caóticos y sonrisas estultas. Lo siento, Lucía. Lo siento. Prometo seguir cuidándote entre las almas desvalidas si lo consigo. Lo siento, lo siento mucho, Lucía, mi Lucía, y no puedo dejar de llorar, ni siquiera cuando todo su calor menudito y anciano se apaga, definitivamente...
Me veo a mí mismo una tarde de verano, concluyendo con Carlos (por primera vez como pequeños adultos) en que ya sabíamos las reglas de todos los juegos, de todos, incluso de aquellos que desconocíamos y a los que nunca hubiésemos jugado, orgullosos de decírnoslo así, nuestra primera conquista infantil, porque nosotros los niños somos capaces de aprenderlas casi sin jugar. Claro, claro, me responde Carlos. Carlos? Sí? No será que ya nos hemos vuelto mayores?, le preguntaba entonces, como si la madurez fuese un estadio con el que repentinamente nos pudiésemos topar (ahora descubro en esto todas mis ansias infantiles, todas mis expectativas ansiosas y ocultas). Y Carlos callaba pero asentía, como pillado en un incómodo renuncio.
Dónde, pues, el recuerdo de esa primera reflexión de la propia limitación infantil, de su incompleta vitalidad, de su lúdica vulnerabilidad, de su estúpida latencia. Imposible saberlo. Sólo puedo intuirlo desde olvidados días donde se presentaban azarosos, ansiosos o caóticos, cuando ante nosotros, tristes infantes (siempre la infancia fuera triste), se levantaba la realidad incomprensible de los mundos adultos, poniendo de nuevo todo en su sitio, como colofón de una burla supuestamente bienintencionada. Así veo, por ejemplo, llantos ahogados, mi madre, elegantísima, sentada erguida frente a las lágrimas que la laceraban, y mi padre en pie, mordiéndose los labios de culpabilidad, la mirada perdida por la ventana, sin llegar a alcanzar a quién se referían en su drama, pero imaginándome que ella era la única que podría haber sonreído en aquel momento.
Así veo también el trasiego por casa, que los niños no entren, y la figura negra que se desliza como sin pisar el suelo, haldeando también negra su sotana travestida, profesional y circunspecta, bisbiseando esperanzas que desgranara cansino de un rosario de cuentas culpables, alguien a quien yo nunca había visto pero que repentinamente se había erigido en señor de la estancia, dispensado de los años previos que a toda persona se le demandaba para sobrepasar la categoría de invitado antes de ser aceptado como familia. Y también la inmunidad frente al llanto en el que se sumió aquella noche la casa, mientras él musitaba palabras agónicas, rutinarias, tediosas, hueras, gozosas diría. De nuevo el gozo incomprensible y pornógrafo de la muerte.
Escucho por ejemplo somieres y gemidos nocturnos desde el cuarto como precintado de Luisa, quizás afectada por un estado febril periódico que a veces llegaba a romper el silencio tres o cuatro veces a lo largo de la noche, injustamente abandonada a su propia enfermedad sin que nadie quisiera auxiliarla, y que a la mañana siguiente, en su sorprendente convalecencia, le había dejado ojeras felices y bostezos agradecidos, y deambulaba agotada y liviana, consumida y luminosa, como ausente, triste, radiante, hermosa, y eran circunstantes y réprobas las miradas a la mesa que ella servía más feliz que todos nosotros juntos. Nunca vi en mi madre una mirada así.
También despierto en la precipitación oscura de las prisas, las manos de mi abuela retorciéndose de angustia y duermevela, vamos, vamos, rápido, tienes que marcharte enseguida, no sé no sé, ya os diré dónde me encuentro, venga, venga, empeñados en mantener en la casa un silencio imposible de traspiés, olvidos y despedidas en carne viva, y luces y destellos marciales, negros, cueros, metales, odios, dioses, reverencias. Aquella noche donde nadie durmiera, como si todas las miradas en casa pretendieran conjurar jirones del cielo negro –tampoco hubo estrellas ni luna entonces, testigos cobardes presagiándolo todo– que pudiesen deslizarse, más siniestros que la propia muerte, bajo las puertas, por las ventanas, con peores intenciones incluso que Ella (que Él, deberé decir en breve: he descubierto la gran mentira). Y los llantos fueron todos ahogados, silenciosos, y las luces no existieron en casa esa noche, como si esas lágrimas perteneciesen a otra especie (así los sueños, también en breve deberé igualmente abordarlos), y resbalaran ya presas en lejanas mazmorras.
Recuerdo (nada que ver) a Carmina, radiante, preciosa, su sonrisa demasiado cándida para su dolorosa belleza, su pecho perfecto que tanto me cautivaba, cuando se clavaba desnudo y sensual bajo su ajustada camiseta roja de tirantes, su cuello, sus hombros brillantes de ébano, siempre sus pasos perversos, cuando echaba los hombros hacia atrás, detenida a medio paso, y en esa sonrisa nunca supe qué sabiduría animal atesoraba. Carmina, de triste e injusta belleza sólo para ordenar y arreglar un poco la casa, para preparar la comida. Carmina, demasiado hermosa como para no estar condenada a la soledad de todas las miradas lúbricas de los tíos, a la envidia imposible con que del brazo paseaba su amiga (siempre una amiga, hasta en ello feroces los celos femeninos) por compartirla, perfecto reclamo en todas las estancias, en todas las aceras, Carmina, diosa despreocupada de verde mirada, de negra melena que dejaba estelas de sándalo a su paso.
Ahora veo unas llaves inconfundibles en el aparador, hemos desayunado y en breve mi padre me acompañará al colegio. Por eso le pregunto, cuando sale y cierra la puerta del dormitorio (nunca lo hacía) cómo habrá podido entrar anoche Carmina en su casa, si éstas son sus llaves. Y cómo podrá entrar hoy aquí, también sin llaves, cuando venga y no nos encuentre. Evasivas. Date prisa que se nos va a escapar el autobús, y salgo, y mi padre como vigilando esa puerta que siempre estuvo abierta, y mi madre de viaje en Trevélez, tratando de arreglar papeles y legados de su familia más lejana, y el recibidor, y el pasillo, y toda la casa oliendo a sándalo, insistentemente, como si Carmina ya hubiese llegado, pienso torpe.
Y así yo entonces, que creía saber las reglas de todos los juegos asistía a esos espectáculos, invitado por una [b] risa inquieta y burlona que me desarmaba, pues a pesar de lo dicho, a pesar de Carlos, era incapaz de entender nada, esos ritos, esos comportamientos adultos (donde sin embargo, para más inri, nadie parecía jugar) que me resultaban absolutamente incomprensibles, desesperadamente incomprensibles, sin referente alguno que me ayudara a poder descifrarlos. Siquiera intuirlos. Me limitaba a asistir, idiota (imagino que como todos los niños), al espectáculo de las miradas, los sollozos, los gritos, los escarceos, las mentiras, el disimulo, la angustia, el temor, cierta alegría, las miradas, siempre las miradas de mil significados imposibles... bastidores de donde los adultos salían a veces para falsear las voces y hablarnos de la merienda, del baño, de lavarnos los dientes, del cumpleaños, del sí, sí, ¿ah sí? ¡no me digas! con la mirada y el pensamiento en otro lugar (siempre en otro lugar, vaya capacidad de disimular conversaciones en las que ya me sorprendía que pudiesen articular palabras coherentes). Y así atendían nuestros monólogos con ellos por las calles, por los pasillos. Efectivamente: niños. Efectivamente imbéciles.
Pero sobre todo recuerdo de aquellos días una leve esperanza que me acompañaba como sombra en cuarto creciente, fundamentalmente cuando escuchaba esas pesadillas incomprensibles y oscilantes que se deslizaban por debajo de la puerta de Luisa algunas noches en las que parecía no querer despertar, o tal vez no querer dormir. Una esperanza tranquilizadora que acunaba la sensación de ser un idiota por no saber entender siquiera esas sinuosas reglas de los juegos entre adultos, como reflejos presentes en los que nunca reparamos, y que borraba toda ansiedad frente a esos mundos ignotos: la esperanza de saber que también ellos, también ella, habían sido niños, que también ellos debieron aprender, en su momento, las reglas de esos nuevos juegos que no parecían tener nombre. La esperanza de saber que nosotros, aun sin creérnoslo del todo, también llegaríamos a ser mayores. Y entonces sí comprenderíamos definitivamente (no como cuando lo hablábamos Carlos y yo), las reglas de todos los juegos, de todos los comportamientos.
Capítulo II
Los recuerdos de los hombres son inciertos y el pasado que fue difiere muy poco del pasado que no fue.
Juez Holden - Cormac McCarthy
Así, con esa esperanza ansiosa y dormida nos resultaba menos doloroso asistir al espectáculo adulto y sus misterios, en los que teníamos que cre[c]er a fe ciega. Pues ellos (adultos ¿al fin y al cabo habían tenido que pasar necesariamente (¿necesariamente?) por los mismos estúpidos años que nosotros, y de repente en algún momento, como de la noche a la mañana, también en ellos se produjo el cambio. (El cambio se hizo carne...) Por eso recuerdo cómo me empeñaba entonces en querer convencerme contra viento y marea de que se trataba, con toda seguridad, de algo inexorable, inevitable, definitivo; algo que todos ellos alcanzaron a su pesar, sin proponérselo siquiera, sin que intercediera deseo alguno en un