Normandía
Por Mónica Monteys
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Normandía - Mónica Monteys
Normandía
Copyright © 2015, 2022 Mónica Monteys and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728395981
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
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A mis amigos Marta y Javier
Navidad
I
Hay cosas que a uno no deberían de haberle sucedido, sin embargo intuye que serán esas cosas y no otras las que luego habrán de servirle y darle continuidad en la vida. Eso pensaba cuando sucedió, y eso seguí pensando después, mucho tiempo después de aquella mañana en la que mi padre se quitó la vida. Fue el día de Navidad, a las siete de la mañana, cuando mi madre y yo dormíamos profundamente en la cama. Cogió una vieja pistola que guardaba en el armario, se dirigió al cuarto de baño y se disparó una bala en el corazón. Cuando esto sucedió yo no había cumplido los trece años, y ya han pasado unos cuantos desde entonces. Recuerdo a mi madre como si fuera ayer, golpeando la puerta, aún la oigo gritar su nombre entre sollozos y gritos de desesperación: ¡Tomás! ¡Tomás! ¡Abre la puerta, Tomás!
, mientras yo, aterrado, me cubría la cabeza con las sábanas. He pensado a menudo en aquel fatídico día y en los siguientes que lo suplantaron, en el dolor que se me hincó en la carne como el aguijón del insecto que inocula su veneno en su presa y la paraliza. Y he pensado también en el dolor que su muerte causó en mi madre, no tanto por lo que significó la muerte en sí sino por ser aquella muerte y no otra, por el modo que eligió mi padre de morir, por el día y la hora, y sobre todo por el momento escogido, de mañana temprano y sin indicio que la anunciara, mientras dormíamos, en nuestra propia casa, al inicio de aquella Navidad, hace ya más de treinta años.
Después de la muerte de mi padre el rostro de mi madre adquirió un rictus de tristeza que ya no la abandonaría, y si en un principio esa tristeza la impulsó a replegarse en sí misma, y a no querer saber nada del mundo, terminó por configurarse en la compra de una casa en el campo, a la que mi madre se marchó en cuanto se sintió mejor y su ánimo hubo dejado por fin de escudarse en su ausencia. Pero antes de que se produjera ese restablecimiento, si así puede llamarse, mi madre cayó en un estado de abatimiento que la llevó a perder el interés por las cosas que la rodeaban. Se pasaba la mañana en la cocina, sentada a la mesa de madera, delante de su taza de café y de su paquete de tabaco, con un cigarrillo encendido entre los dedos, aspirando el humo con profundas caladas hasta casi quedarse sin aire para expulsarlo luego por las aletas de la nariz, tan dilatadas como las branquias de un pez. Su forma de fumar me recordaba a la de la actriz Susan Sarandon en cualquiera de sus películas en que aparece con un pitillo en la boca. Rodeada de latas de cerveza, cajas de cereales, tetrabriks, bolsas de lechuga, latas de atún, botes de garbanzos, yogures, botellas de aceite y rollos de papel higiénico, apilados de cualquier manera sobre las encimeras de la cocina, mi madre bebía cantidades ingentes de café y fumaba sin parar. Ignoraba qué pensaba, o si realmente pensaba en algo, cuando cada mañana la sorprendía allí sentada. Sé que lo más fácil habría sido intervenir, preguntarle cualquier cosa con tal de abrir un diálogo, pero lo cierto es que no sabía cómo enfrentarme a la disfunción que se había producido entre mi madre y yo tras la muerte de mi padre, con qué arma y en qué campo debía luchar para restablecer el orden que, con anterioridad a ella, legitimaba nuestra vida en común.
Pasaba la mayor parte del tiempo encerrada en su dormitorio o, cuando no, deambulaba descalza por el pasillo a oscuras, porque no gustaba de encender las luces ni de andar con zapatos, con el cigarrillo pegado al labio inferior y balbuciendo el nombre de mi padre, que en boca suya había perdido vigor y sonaba ya apagado al pronunciarlo. En ocasiones la oía en la cocina remover con la cucharilla la taza de café o, en el baño, cuando dejaba correr el agua del grifo, o descubría sus pasos tras los míos deslizándose sobre la moqueta como si se tratara de una aparición. Evidentemente tomar conciencia del descalabro moral que supuso la muerte de mi padre no prometía ser una empresa fácil, al contrario, iba a exigirnos un esfuerzo común mientras viviéramos ambos bajo el mismo techo. A los trece años uno no concibe que pueda sucederle una cosa así, ver cómo de pronto su vida ha quedado reducida a un solo momento, pues con un momento solo ya bastó: un ruido seco, pam, uno y no más, y luego todo había terminado. Deberemos defendernos de esa muerte, Miguel —me dijo mi madre—, ¿entiendes, hijo, lo que quiero decir con eso?
Yo asentía sin abrir la boca, pero no lo entendía; de hecho ignoraba qué pretendía decirme con aquellas palabras.
Los recuerdos que guardo de mi padre son selectivos y se circunscriben solamente a unos pocos. Cantarás para mí con el pecho apoyado en una espina. Cantarás para mí durante toda la noche y la espina te atravesará el corazón, y la sangre de tu vida correrá por mis venas y se convertirá en sangre mía
, me recitaba de corrido cuando, ante mi insistencia, me agarraba por los brazos para sentarme sobre sus rodillas y contarme por enésima vez el cuento El ruiseñor y la rosa de Oscar Wilde, mientras yo lo escuchaba sin interrumpirlo ni apartar por un instante la mirada de sus ojos, que se mostraban ante mí sin doblez, amparados por unas cejas generosas y algo arqueadas que no parecían tener otro objetivo que el de enfatizar un rostro en el que las arrugas habían comenzado a mostrar ya el paso de los años, un rostro al que se parecería luego el mío, aunque de rasgos más finos, con menos frente y menos labios, y que más tarde heredaría yo de mi madre. Tenía cincuenta años cuando murió. Era relativamente joven y, sin embargo, desde la mirada del niño que yo era entonces me parecía un hombre acabado. No podría decir con exactitud qué rasgos fueron los que me evidenciaron ese acabamiento. El cabello entrecano, la barba rala o la espalda algo encorvada me habrían pasado desapercibidos de no haber sido por los silencios tras los que, a modo de escudo, se parapetaba. Desconozco las razones, o si realmente las hubo, que sumían a mi padre en esos estados de mutismo, e ignoro cuándo se manifestaron en él por primera vez y con qué apremio, pero presumo que no tardó demasiado en darse cuenta de que para tener una convivencia pacífica con mi madre era preciso no exponerse, dejar que las situaciones se desenvolvieran tal como ella las había planificado de antemano, esto es, sin intervención alguna por su parte que pudiera resultar motivo de desaprobación o de queja.
De buena mañana, al levantarme, sorprendía a mi padre sentado en el sofá con el rostro oculto tras las páginas del periódico, ajeno a mi despertar, que solía ser casi siempre posterior al suyo, ni siquiera más efusivo a esas horas tempranas del día con el desayuno de por medio y el olor a café recién hecho. Por la noche, antes de acostarme, cuando iba a darle las buenas noches lo sorprendía de nuevo sentado en su sillón, apurando la última lectura de aquel mismo periódico, ya manoseado por el uso, bajo una luz tenue, casi enfermiza, la misma bajo la que se sentaba a dibujar con la cabeza inclinada sobre el papel al que casi rozaba con su barba rala cuando la precisión del trazo así se lo exigía. Mi padre era ilustrador de libros. Trabajaba en casa, en una habitación que había acondicionado como estudio junto al vestíbulo, un espacio amplio provisto de dos grandes ventanales que se asomaban por encima de los árboles, desde los que podía verse la calle entera, a lo largo de la cual merodeaban los gatos que, en aquel entonces, a falta de coches, habían establecido allí su territorio. Cuando se trataba de trabajo, mi padre era muy disciplinado y se sometía con rigor a un horario que en contadas ocasiones quebrantaba. Era ordenado, escrupuloso diría, o así me lo parecía cuando, al volver de la escuela, lo alcanzaba a ver de refilón a través de la puerta entreabierta de su estudio, inclinado sobre el tablero, la cabeza bajo el foco de luz que le iluminaba la coronilla, concentrado en lo que estuviera haciendo, sin levantar la mirada del papel, mientras el resto de la habitación permanecía en penumbra. Dibujos, libretas y cuadernos de notas yacían apilados sobre la mesa. Había libros por todas partes, en las estanterías, sobre las sillas y también en los antepechos de las ventanas. Las paredes estaban tapizadas de recortes de periódico con anotaciones escritas en los márgenes. Las reglas, de diversos tamaños, precedían a las escuadras y cartabones que seguían un orden preciso, igual que los lápices, las cajas de rotuladores, los compases y portaminas que se hallaban alineados a un lado del tablero, de manera estudiada, casi por rango, como un ejército de soldados en formación. Puedo dar fe de la pulcritud que reinaba en aquel espacio, donde mi padre transcurría la mayor parte del día, sentado sobre su taburete de madera, ante las cuartillas de papel, concentrado en sus propios trazos o, cuando no, barruntando a saber qué cosas con la mirada perdida y los codos apoyados sobre el tablero de dibujo algo desvencijado ya por el uso.
Recuerdo los almuerzos, los tres sentados a la mesa, mi padre cabizbajo, mi madre agitada y nerviosa, pasando los platos de un lado a otro y sin dejar de insistirme para que me sirviera más comida, pese a no tener yo más apetito, mientras me torpedeaba con preguntas que salían de su boca sin ton ni son, pienso que para sobrellevar con mayor holgura aquellos silencios de mi padre que se abrían como una zanja en mitad de la mesa. En momentos así pensaba que las cosas me habrían resultado más fáciles de haber tenido un hermano con el cual poder repartir la carga, de haber contado con un aliado capaz de apartar a mis padres del foco de atención en el que me convertía yo cuando estaba con ellos. Al verlos ante mí se me confirmaba que yo era la única razón por la que ambos seguían representando sus respectivos papeles de padres y continuaban aguantando como podían aquella especie de andamiaje familiar del todo inestable. Convivíamos bajo el mismo techo, eso sí, pero nuestra vida doméstica adolecía por completo de una falta de vida en común. Sentía que mis padres estaban tan alejados entre ellos que me resultaba imposible juntarlos. Mi madre era mi madre y mi padre sin duda mi padre, pero juntos no eran nada. No eran padres. Procedían como si lo fueran, pero yo sabía que no. Sé también que la idea que pudiera tener entonces de