Sueños de libertad
Por Carrie Alexander
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Érase una vez una corona…
La princesa Lili Brunner estaba deseando comportarse como una estadounidense normal y corriente entre los invitados a la inauguración de aquel museo. Y, aunque tenía algunos compromisos oficiales que debía cumplir, pensó que tampoco eran tan importantes. El problema fue que, en lugar de dedicarse a comer hamburguesas, Lili se sintió más atraída por Simon Tramyne, el conservador del museo. Desde el primer momento supo que aquel hombre escondía mucho más de lo que revelaba su aspecto. ¿Podría el beso de una princesa convertir a aquella rana en príncipe?
Carrie Alexander
There was never any doubt that Carrie Alexander would have a creative career. As a two-year-old, she imagined dinosaurs on the lawn. By six it was witches in the bedroom closet. Soon she was designing elaborate paper-doll wardrobes and writing stories about Teddy the Bear. Eventually she graduated to short horror stories and oil paints. She was working as an artist and a part-time librarian when she "discovered" her first romance novel and thought, "Hey, I can write one of these!" So she did. Carrie is now the author of several books for various Harlequin lines, with many more crowding her imagination, demanding to be written. She has been a RITA and Romantic Times Reviewers' Choice finalist, but finds her greatest reward in becoming friends with her readers, even if it's only for the length of a book. Carrie lives in the upper peninsula of Michigan, where the long winters still don't give her enough time to significantly reduce her to-be-read mountains of books. When she's not reading or writing (which is rare), Carrie is painting and decorating her own or her friends' houses, watching football, and shoveling snow. She loves to hear from readers, who can contact her by mail in care of Harlequin Books, and by email at carriealexander1@aol.com
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Sueños de libertad - Carrie Alexander
Capítulo 1
CREMA de cacahuete», pensó Lili. Pronto probaría la crema de cacahuete, se dijo mientras el avión descendía para aterrizar.
Le había prometido a su familia comportarse, pero lo cierto era que no sabía qué haría una princesa de verdad en una situación como aquella.
Y fuese infantil o no, se moría por meter el dedo en la crema de cacahuete y probarla.
Aquel deseo le hizo recordar su infancia en el castillo de Spitzenstein. La muerte de su madre por un alud en los Alpes suizos había cambiado su vida. Tenía nueve años entonces. Su padre se había sumido en una gran tristeza que le había durado años. Y luego se había puesto muy estricto en relación a lo que les estaba permitido a sus tres hijas. Lili y sus dos hermanas mayores, Natalia y Andrea, habían crecido protegidas del mundo moderno.
A pesar de la trágica muerte de su madre, Lili había seguido siendo optimista y vitalista. Había intentado ser buena para complacer a su padre, sobre todo cuando Natalia, la mayor de sus hermanas, se había puesto rebelde, y Andrea se había hecho una inconformista. Pero ser buena era terriblemente aburrido. Lili amaba la vida. Y quería experimentarlo todo.
Aquella era la primera vez que viajaba a América en su vida de adulta, y estaba muy excitada ante lo que pudiera sucederle allí.
Se reprimió una risita tonta, porque no iba a quedar muy bien que una princesa se riera sola…
Luego pensó: ¿Por qué tenía que portarse bien solo ella? Al fin y al cabo, su padre estaba pasando unas vacaciones con su amante, aunque se suponía que ella no debía saberlo, mientras que Andrea, la menos femenina, y Natalia, modelo de todo lo que no se debía hacer, asistían a una boda que se celebraba en el suroeste de América. Se les había encomendado aleccionar a Lili acerca de cuál debía ser su comportamiento, pero realmente sus hermanas no tenían autoridad para ese papel.
Lili era la menor, de veintidós años. Lo suficientemente mayor, en su opinión.
No obstante, su padre, el príncipe Franz, no la compartía. Se la consideraba inmadura para cumplir con sus obligaciones de princesa. Pero en aquella oportunidad su padre le había encargado la tarea de representar a la familia real en una exposición de joyas reales en América. Se trataba de una misión inofensiva y segura, pero a Lili le había dado igual, con tal de viajar sola.
América era mil veces mayor que Grunberg, un principado ubicado entre los Alpes suizos y la frontera austríaca, y cuyos ciudadanos estaban aferrados a sus tradiciones.
Incapaz de quedarse callada al ver la tierra allí abajo, Lili le habló a su compañera de viaje, la señora Amelia Grundy.
—Esto es lo más excitante que me ha podido pasar.
La señora Grundy, una típica inglesa poco dada a las hipérboles, agitó la cabeza y dijo:
—No creo que sea más excitante que la ocasión en que el jeque Abu Dibadinia le ofreció al príncipe Franz doscientos camellos y un rubí por su mano, Princesa.
—Mucho más excitante. Sabes que el rojo no es mi color favorito.
—¿Y qué me dice de la vez que se escapó con aquel joven escocés, terrateniente de Kirkgordon, a hacer topless a las playas de Mónaco?
La señora Grundy había censurado aquella escapada.
—Podría haber sido muy excitante —comentó Lili—. Pero el pobre Johnnie, con aquel cabello pelirrojo y todas esas pecas… No estaba preparado para el sol abrasador de la Riviera.
—Tuvo suerte de que el muchacho fuese alérgico al sol, jovencita. Gracias a ello, se marcharon enseguida de la playa. Lo que los libró de los papparazzi, primero, y de los guardaespaldas del palacio, que llegaron cinco minutos más tarde que los periodistas.
—Ni siquiera llegué a quitarme la parte de arriba del bikini.
La señora Grundy puso los ojos en blanco.
—¡Por Dios, no! Recuerde, querida mía, lo que ha prometido: que no hará ninguna travesura en este viaje.
—Pero…
—Sin peros. Recuerde cuál es su papel.
—He oído decir que los americanos son muy puritanos en esas cosas. No creo que Blue Cloud, Pennsylvania, me dé la oportunidad de desnudarme —suspiró Lili—. ¡Qué pena!
—Si no supiera que me está tomando el pelo…
—Por supuesto, que te estoy tomando el pelo, Amelia. Sabes que soy pura como la nieve.
«A pesar de mis intentos», hubiera agregado.
La cara de Amelia pareció dudarlo. Tenía unos sesenta años, alta y fuerte, ojos azules y pelo cano. Era viuda, y llevaba toda la vida con la familia real, desde que Lili había nacido, trabajando primero como niñera de las tres hermanas, y luego, como una mezcla de dama de compañía, escolta, secretaria y criada.
—Tal vez sea pura en cuanto a los hechos, pero me temo que no con el pensamiento.
Tenía razón, pensó Lili. Amelia la conocía bien.
—Estamos en el siglo veintiuno, señora Grundy. Hoy en día ninguna chica llega virgen al matrimonio.
—Excepto si es la hija de su Alteza el príncipe Franz Albert Rudolf de Grunberg. No olvide que miran con lupa todo lo que hace —asintió Amelia complacientemente, como si el tema estuviese zanjado. Y se puso a leer la novela que había estado leyendo durante el viaje.
Lili suspiró. Desde su presentación en la alta sociedad europea, la prensa amarilla las llamaba «Las tres joyas». Aunque su país era minúsculo y su padre había evitado siempre a la prensa, esta no había dejado de dedicar atención y de difundir rumores acerca de las tres hermanas.
El avión estaba a punto de aterrizar. En pocos minutos sería libre. Todo lo libre que podía ser con Amelia Grundy y Rodger Wilhelm, el guardaespaldas que su padre había querido que la acompañase. Natalia y Annie tenían permiso para viajar solas. A Lili, por ser la menor, la trataban como a un bebé, más de lo que ella hubiera deseado.
Pero eso se terminaría. Estaba decidida. Aquel viaje sería el principio de algo importante para ella. Liliane Marja Graf Brunner tendría una nueva vida, llena de experiencias.
¡No rechazaría ni a una aventura con un playboy americano!
—¡Con todo el trabajo que tengo en el museo, lo que me faltaba era una princesa malcriada de un pequeño país de Europa! —exclamó Simon Tremayne.
—Quítate las gafas —dijo Cornelia Applewhite, la alcaldesa de Blue Cloud, que tenía tendencia a ignorar las quejas—. Tendrás más aspecto de autoridad.
Simon le hizo caso. Limpió las gafas con la punta de la corbata y las guardó en un bolsillo.
—¡Supongo que le tendré que besar la mano y todo! —se quejó.
—¿No has leído el fax de protocolo que te envié al museo?
—Tenía intención de hacerlo.
Juraba que lo tenía en la lista de cosas que hacer, después de «ponerse ropa interior limpia».
—¡Simon! —lo regañó la alcaldesa con su voz de trueno.
Cornelia era una mujer bajita, pero muy enérgica.
—Ahí vienen —dijo Cornelia—. Mirad con distinción, como si supierais de qué se trata. Y tú, Simon, ajústate la corbata. ¿No podrías haber elegido una más discreta? —le dijo, después de mirarlo más detenidamente.
—Demasiado tarde —contestó él.
Se oyó el murmullo de excitación de la gente. La princesa había bajado primero. Entre los trajes oscuros de hombres altos que rodeaban a la princesa, apenas pudo verla. Solo algo rosa y un atisbo de cabello rubio.
La cabeza rubia se movió en señal de saludo varias veces.
Cornelia lo hizo callar en el momento en que la princesa exclamaba:
—¡Pero no puedo ver nada!
La gente se acalló mutuamente.
Una mano pequeña se posó sobre el ancho hombro de un guardaespaldas. Y seguidamente una cabeza rubia con pelo corto se asomó mirando en todas las direcciones. La princesa miró al grupo. Pestañeó varias veces.
El público le devolvió la mirada en absoluto silencio.
—¡Dios mío! —dijo—. Espero que no me hayáis hecho callar a mí. No me hacen callar desde que estuve en el internado, aunque supongo que a muchos les habría gustado hacerlo —sonrió la princesa.
Y Simon sintió un cosquilleo.
Afortunadamente, Corny, como llamaban a Cornelia, empezó con el discurso de bienvenida y él pudo clasificar aquella sensación eléctrica que había sentido al ver a la princesa, como resultante de ondas sonoras demasiado intensas. La voz de Corny era conocida por registrarse en la escala de Richter.
Él no tenía tiempo ni ganas de ocuparse de princesas rubias criadas entre algodones. La sola idea le resultaba absurda, sobre todo cuando recordaba quién era: Simon Stafford Tremayne, director del museo. Antes de ocuparse de tareas para las que necesitaba esmoquin y una cortesía que lo incomodaba, su mayor éxito con las mujeres había sido un baile lento con Valerie Wingate en la fiesta de fin de carrera, y eso solo había sido porque ella estaba furiosa con su novio y había agarrado al primero que se le había cruzado para vengarse. Ese único baile le había valido una nariz rota, cuando ni siquiera le había sacado algún provecho.
Una mujer de mediana edad con un abultado maletín, estaba dándoles la mano, tomando sus nombres y presentándoselos a la princesa.
—La señora Amelia Grundy —le dijo a Simon.
Simon le dio la mano y le dijo:
—No, en realidad soy Simon Tremayne —dijo él haciendo un chiste, como si ella lo estuviera presentando a él con el nombre de la señora Grundy.
La mujer no sonrió. Nada de humor. Le dio la mano.
—Cor-ne-li-a —oyó decir a la princesa con un brillo pícaro en los ojos—. Cornelia Applewhite. ¡Uh! ¡Es un nombre muy largo! Te llamaré… —miró a Simon, arqueó una ceja y dijo—: Nell. Tienes aspecto de Nell, nacida y criada en una granja americana.
Simon se reprimió la risa. Cornelia se sentía orgullosa del origen de su familia. Pero iba contra el protocolo contradecir a una princesa.
Amelia miró a Lili como censurándola. La princesa la miró y se puso seria de repente. El efecto fue cómico.
—Es decir, a no ser que prefiera que la llame alcaldesa. ¿O señora alcaldesa mejor?
—¿Y usted …? —preguntó la señora inglesa dirigiéndose a Simon.
—Estoy anonadado.
La señora Grundy frunció el ceño.
—¿Es esa una desagradable palabra de la jerga americana?
—No, es inglés de la Reina —nunca había sido tan irreverente en su vida, pero no lo pudo resistir—. Su definición es estar impresionado por el susto o la sorpresa.
—¡Ah!
Simon miró a la princesa. Parecía más relajada en aquel momento en que no la miraba Grundy.
—Soy el director y conservador del museo en memoria de la princesa Adelaide y