Días de hambre y miseria
Por Neel Doff
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Días de hambre y miseria - Neel Doff
Neel Doff
Días de hambre y miseria
traducción del francés de
Javier Vela
2021
firmamento
título original:
Jours de famine et de détresse, 1911
Días de hambre y miseria
primera edición digital: marzo de 2023
© del texto: Herederos de Neel Doff, 2021
© de la traducción: Javier Vela, 2021
© de esta edición: Firmamento Editores s.l., 2021
contacto@firmamentoeditores.com
www.firmamentoeditores.com
rrss: @firmamentoed
isbn epub: 978-84-1266-303-7
diseño y composición: Firmamento
Este libro no puede ser reproducido sin
la autorización expresa del editor.
Todos los derechos reservados.
visión
Nieva. Tengo la gripe. Me asomo a la ventana y contemplo la vida que fluye sobre el hielo. En la plaza, los niños juegan a patinar. Rápidos, vigorosos. Sigo su juego con detenimiento. Grandes y pequeños se entregan a él por igual, resbalando, empujándose hasta caer en racimos.
He ahí a uno de ellos. Pálido, abotargado —aunque no obstante enérgico—, lleva la cara sucia y el pelo hecho un desastre. Gasta zapatos demasiado holgados y viste con andrajos: los calcetines rotos, las dos perneras agujereadas en torno a las rodillas y descosidas en el fondillo del pantalón. Viene tomando impulso desde lejos para agrandar el salto que habrá de proyectarle sobre su propia inercia momentos antes de dejarse llevar, logrando deslizarse una docena de metros. En su ímpetu sin freno arrastra a otros consigo. Ninguno sufre daños. No obstante, todos se enfadan, se reincorporan y se le tiran encima. Él es más hábil que ellos, como también más simple y miserable. Le arrastran por el suelo hasta sacarle fuera de la plaza y luego lo echan a rodar por la nieve, golpeándole entre varios. Va a dar de bruces contra el final de la acera. Al poco se levanta. Trata de defenderse, un brazo a guisa de escudo. Pero está solo, ahora. Lleno de rabia y dolor, se marcha al fin cojeando entre penosos lamentos.
Así es como mi hermano, el pequeño Kees, volvía a casa a diario cuando ambos éramos niños. Sus lágrimas, de todo punto admirables, se me antojaban puras y transparentes como perlas de rocío.
Al retirarme de la ventana veo mi cara en el espejo. Mis labios se retuercen en una mueca de crispación e impotencia y el llanto inunda mis párpados: acabo de revivir uno de los momentos más dolorosos de nuestra mísera infancia. Estas escenas, de las que salíamos generalmente maltrechos además de humillados, eran sin excepción consecuencia de nuestra pobreza, porque, cuando se infligen por placer, son siempre los harapientos quienes reciben los palos.
mis padres
Antes de experimentar la alteración constante y ciertamente metódica que la miseria hace sufrir aun a las naturalezas mejor templadas, mis padres eran, en su rango y de acuerdo a su educación, dos personas bastante singulares, ambas de una belleza excepcional aunque diametralmente opuesta.
Mi padre, Dirk Oldema, era un frisón de metro ochenta de alto, delgado y esbelto como un abedul, y de una flexibilidad sorprendente. Tenía una piel muy fresca, los ojos de un azul claro, una dentadura prodigiosa y el pelo escarolado y de color castaño. Hablaba con una voz franca y bien timbrada y cantaba en una tesitura de tenor ligero que hacía detenerse a los transeúntes. Por las noches, sentado con sus hijos alrededor del hogar, su mayor placer era cantar en coro o referir anécdotas de su vida como soldado, cuando era cornetín, montaba a lomos de un hermoso caballo y zurcía las medias de todo el regimiento para poder conseguir libros, mientras el resto andaba de juerga. Era la única época de felicidad que le había sido dado conocer.
Mi madre, de origen liejense, era una mujer menuda de pelo castaño y belleza punzante, fina y bien torneada. Leía novelas de aventuras, aunque su vida siempre estuvo exenta de ellas. Prefería el lujo a la comodidad, y su escasísima educación se manifestaba en el sombrero de flores rojas y blancas que cubría su cabeza, de descuidada melena, o en los zapatos de charol que calzaba sobre un par de medias agujereadas. Lo que más la complacía era salir con Mina, mi hermana mayor, para ir a ver tiendas, escoger ante los escaparates preciosos trajes para todos nosotros, embriagarse con ellos y discutir sobre el gusto y la elección de estos como si en realidad hubieran podido comprarlos. Ambas regresaban a casa con la cabeza perdida en ensoñaciones y continuaban la discusión ante una taza de café azucarado.
Uno de los grandes atractivos de semejante hábito era el de hacer rabiar a nuestras tías y vecinas. A falta de otros lujos, cuando mi madre se hacía con un sombrero nuevo o con un vestido comprado en una tienda de saldos, vestía a mi hermano menor lo mejor que podía y salía a pasearse por la calle de alguna de las tías o vecinas a las que pretendía dar envidia, mientras, entre brincos, se bamboleaba con el niño de acá para allá fingiendo no ver a nadie. Sin embargo, iba observándolo todo por el rabillo del ojo y luego venía a contarnos cómo la tía, a escondidas, había apartado ligeramente la cortinilla de la ventana y había enviado a Kaatje, nuestra prima pequeña, para ver en detalle su vestido, y cómo, por supuesto, había tenido que deshacerse de celos al verlos a ambos tan bien emperejilados.
Mi madre era no obstante una buena persona y, pese a arrastrar una gran miseria consigo, en varias ocasiones la vi prestarles sus mejores vestidos a esas mismas vecinas para que pudieran entregarlos en fianza. Cuando se le manifestaba un poco de simpatía, daba a cambio todo lo que estaba a su alcance, a veces demasiado, hasta el extremo de pasarse el día entero en las casas de otros, olvidándose de su hogar y de sus propios hijos. Era más astuta que inteligente y, por disponer en suma de todas las aptitudes necesarias para ello, parecía haber nacido para ser una muñeca de lujo.
Meciéndonos en sus brazos, solía cantar alabanzas a la Virgen: «María, Reina de los cielos…». Luego venía todo aquello de los «vestidos de seda azul».¹ Solo la oí cantar cuando yo era pequeña —más tarde, la miseria la haría desaprender lo aprendido—. Recuerdo que su voz tenía un timbre tan agradable como cautivador; su habla había conservado tantas inflexiones y su risa permanecía tan joven que, incluso en su vejez, una seguía sintiéndose confiada y alegre en su compañía.
Mi padre se casó con mi madre al dejar el ejército, después de lo cual decidió hacerse gendarme. Lo que lo llevó a aceptar esta ocupación fue sobre todo su adoración por los caballos. Mi madre, huérfana desde los trece años y obligada a ganarse el pan como encajera, apenas sabía nada del hogar. Desde el amanecer hasta la noche, había tenido que girar los husos a diario sin levantarse de su discreta sillita más que para comer, retomando, no bien terminaba, aquel agrio trabajo que le hacía cerrar los ojos en súbitos parpadeos por los que yo me guiaba para pulsar sus estados de ánimo. No en vano, el primer almuerzo que preparó para mi padre fueron patatas con salsa de aceite de linaza, que, por error, había confundido con aceite alimenticio.
Jamás había tenido libertad: ahora estaba casada y podía al menos ir a charlar un poco con las mujeres de otros gendarmes. Cuando mi padre volvía de sus rondas, no encontraba nada preparado y debía a menudo volver a montar en su silla sin haber cenado. Así que, en los descansos, comenzó a aceptar las bebidas que la gente le ofrecía de buen grado a fin de congraciarse con él, y volvía a sus quehaceres laborales montando su caballo con una sospechosa rigidez. Fue desplazado en varias ocasiones antes de ser destituido por ello.
Se hizo más tarde guarda de caza, pero renunció a esta ocupación por voluntad propia: le era imposible ponerle las esposas a un hombre que, no pudiendo nunca comer carne, había disparado a un conejo en su propio coto. Cuando mi padre oía un disparo que le parecía sospechoso, daba un rodeo y, por la noche, iba a prevenir al campesino de que, al día siguiente, estaría obligado a confiscarle el fusil escondido bajo los nabos y a levantar acta de ello.
Después, siempre por amor a los caballos, entró como cochero en ciertas casas pudientes de la ciudad, pero le horripilaba recortarse el bigote y pronto abandonó. Llegó a un acuerdo con varios arrendadores para desempeñarse de cuando en cuando como cochero de punto.² La primera vez que subió al asiento de un coche de esa índole se sintió degradado, pero acabó cambiando de parecer, pues los cocheros de punto eran operarios, decía, mientras que los cocheros de casas particulares eran sencillamente criados.
Mi madre podía quedarse sin comer durante días sin que ello la afectara en exceso, en tanto que mi padre sufría enormemente ante esta clase de privaciones, de modo que, cuando entraba un poco de dinero en casa, llegaban los conflictos. Él quería gastarlo todo en comida; ella, sin embargo, prefería reservar una parte para ropa u otros menesteres. Por añadidura, mi madre solía guardar para sí unos pequeños ahorros de los que no soltaba prenda, lo que ponía furioso a mi padre.
Estos dos seres de raza y naturaleza tan disímiles habían decidido unirse por su belleza y por el amor que alguna vez se habían profesado; al casarse, intercambiaron dos virginidades; tuvieron nueve hijos. Por lo demás, sus gustos y querencias rara vez concordaban, y, siendo la miseria una presencia constante en la vida de ambos, de ello no podía sino resultar una confusión inextricable.
En parte alguna como en nuestra casa oí hablar tanto de la belleza. Cuando nos soñábamos ricos, nos gustaba sobre todo pensar en cuánto aprenderíamos y en todas las cosas hermosas de que podríamos rodearnos; para una familia hambrienta como la nuestra, la comida no venía sino en último lugar.
Guardo clara memoria de un domingo por la tarde en que mi padre quería leerle en alto a mi madre, que estaba dándole el pecho a uno de mis hermanos. Había sido boicoteado por los vecinos del piso de arriba, que habían recibido a amigos en casa y se divertían cantando con ellos, zapateando al unísono y haciendo tintinear los cuchillos contra la vajilla. Ya había cerrado su libro en varias ocasiones, maldiciendo, cuando alguien llamó a la puerta. Era la vecina, que venía para invitar a mis padres a compartir su alegría.
—Llevo un rato diciéndome a mí misma: nuestros vecinos no tienen nada, y leen por aburrimiento, así que ¿por qué no vienen a divertirse con nosotros?
Mi padre le dio las gracias, pero lo hizo en un tono ligeramente altivo en el que no era difícil advertir su desprecio por creernos capaces de divertirnos con semejantes vulgaridades.
La mujer dio media vuelta y se retiró con expresión confusa.
Cuando estaba en el campo, mi padre se sentía poseído por una alegría tan poderosa que las lágrimas le remontaban hasta los ojos. Incluso el canto