La madre ballena y otros cuentos
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En la presente edición, a cargo de la escritora catalana Care Santos, se recogen seis cuentos acompañados por el extraordinario trabajo gráfico de Elena Ferrándiz.
Victor Catalá
Caterina Albert (La Escala, 1869-1966) Más conocida por el seudónimo Víctor Català, fue una escritora española en catalán, conocida sobre todo por su novela Solitud (1905). Escribió otra novela, Un filme, 3000 metres, y muchas recopilaciones de cuentos: Drames rurals (1902), Caires vius (1907), Contrallums (1930) o Jubileu (1951). También cultivó la poesía, el teatro, el cine, el deporte, la pintura o la danza.
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La madre ballena y otros cuentos - Victor Catalá
Víctor Català
LA MADRE
BALLENA
y otros cuentos
Ilustraciones de
Elena Ferrándiz
Selección y traducción de
Care Santos
019imagenPRÓLOGO
La cuarta cara del corazón
de Care Santos
En su Curso de literatura catalana contemporánea, el poeta, traductor y crítico Gabriel Ferrater comparó Solitud, la novela más reconocida de Víctor Català, con Cumbres Borrascosas, de Emily Brontë. A pesar de todas las reticencias del autor a considerarla una obra mayor, y de esa conducta a menudo desdeñosa o condescendiente con que muchos de los escritores de todos los tiempos han tratado a sus contemporáneas escritoras, no hay duda de que es una comparación acertada, magnífica. No solo porque ambas novelas, dice Ferrater, son «una alucinación erótica», también porque comparten la dimensión simbólica, el tono de tragedia inefable, la gigantesca dimensión psicológica de sus protagonistas, la valentía y la originalidad de la mirada de sus respectivas autoras y —lo más importante— su condición de alta literatura. Literatura escrita a contracorriente.
Me gusta imaginar a Caterina Albert i Paradís, nombre real de Víctor Català, como parte de una hermandad de mujeres insólitas a la que también pertenecen Jane Austen, Emily Brontë, George Eliot, Emily Dickinson, Emilia Pardo Bazán y Mercè Rodoreda. Mujeres que escribieron en un mundo de hombres, que trazaron estrategias para continuar con sus quehaceres literarios a pesar de las muchas trabas, que pagaron su osadía con vidas solitarias, diferentes, aún hoy misteriosas, desde luego muy alejadas de las de la mayoría de las mujeres de su tiempo. Autoras que desconcertaron, escandalizaron o asustaron a la mayoría de los hombres de su época, incluyendo, claro está, a sus colegas intelectuales, en especial a los más cacareantes.
Caterina Albert i Paradís nació el 11 de septiembre de 1869 en la pequeña localidad costera de L’Escala (Girona), en el seno de una familia acomodada y terrateniente. Su padre fue abogado y político, de creencias republicanas y federalistas. Llegó a ser alcalde de L’Escala y diputado provincial. Su madre era la pubilla o heredera principal de un linaje de importancia, además de aficionada a escribir versos. La casa era el caldo de cultivo ideal para despertar vocaciones artísticas. Caterina fue la mayor de cuatro hermanos. Huyendo de los fríos húmedos de la Costa Brava, los Albert pasaban los inviernos en Barcelona, donde Caterina entró en contacto con la vida cultural barcelonesa y con la intelectualidad de su tiempo. Además de por la escritura, se interesó por la escultura y la pintura. En ambas disciplinas recibió lecciones de instructores particulares, aunque terminó abandonándolas por la literatura. Comenzó a publicar con poco más de veinte años, cuando algunos poemas suyos aparecieron en el semanario republicano y satírico L’Esquella de la Torratxa. Poco antes de cumplir los treinta terminó un monólogo dramático en verso, La infanticida, y lo presentó a los Juegos Florales de Olot.
La infanticida es el monólogo interior de una mujer, Nela, que ha sido recluida en un sanatorio mental tras matar a su bebé arrojándolo a la rueda de un molino. El relato está cargado de violencia, no solo por el asunto principal, también por la condición de la protagonista, sometida desde niña a las amenazas de un padre abusador, engañada en la relación amorosa que dio lugar a su embarazo y que terminó en abandono y traición.
El jurado de los Juegos Florales, íntegramente formado por hombres, valoró la calidad literaria y la valentía de una obra —en palabras de la profesora Margarida Casacuberta— «exasperadamente realista». Puntualizaron, asimismo, que convenía hacer algunos retoques en el texto para evitar atentados a la moral y al buen gusto, pero la creyeron merecedora del premio y, por supuesto, de la publicación que conllevaba. No esperaban que el autor fuera una mujer. Ninguno de ellos, y tampoco la muy tradicional sociedad de Olot, pudo soportar que aquella obra descarnada, que decía verdades como puños sobre el desvalimiento de las mujeres y sobre las mentiras de la maternidad, hubiera surgido de una mente femenina. Tildaron La infanticida de inmoral. Decidieron no publicarla. Peor aún: le retiraron a su autora el premio que acababan de concederle.
A consecuencia de ello, Caterina Albert decidió convertirse en Víctor Català. Trazar una gruesa línea divisoria entre su vida privada, su personalidad real, y su obra literaria. Adoptó, como tantas otras escritoras, un pseudónimo masculino, que había de evitarle problemas, explicaciones y, sobre todo, juicios morales. Se parapetó. El pseudónimo lo tomó del personaje principal de una novela que estaba escribiendo y que nunca acabaría. En cierto modo, pues, se transformó en su propia ficción. En una entrevista concedida a la Revista de Catalunya, reflexionó sobre lo ocurrido y sobre su concepción del arte: «¿Acaso puede tener límites la obra del artista? No me parece que unas normas morales puedan frenarla. Creo elemental abogar por la independencia del arte. Gracias a esta independencia he podido ser fiel a mi vocación, que todo el mundo habría querido intervenir. No reconozco otra norma que la del buen gusto, ni otra inmoralidad que la de la inutilidad. La obra mal hecha es, por eso mismo, la obra inmoral».
La inmoralidad, la crudeza, la violencia de sus argumentos fue siempre una clave de su obra. Lo que más vieron y le criticaron sus contemporáneos. Ese punto de vista sin concesiones, terrible si el autor era un hombre, pero insoportable si era una mujer. ¿Una mujer contando una violación? ¿Una señora hablando de los amores entre dos mujeres de distintas clases sociales, una de ellas aparentemente muy respetable? ¿Una dama atreviéndose a revelar el capricho amoroso de una vieja por un jovencito? No es de extrañar que Caterina Albert decidiera protegerse tras su pseudónimo. Como le contó al editor Josep Matheu en una carta fechada el 22 de abril de 1903: «Francamente, no creo que valga la pena someterme al juicio de esta multitud llena de prejuicios estúpidos, deseo conservar el anonimato para librarme de ella».
Muy celosa de su soledad —«la soledad tiene tantas bellezas y atractivos como la más sabrosa compañía», escribió—, de la «vida de su casa», hizo todo lo posible por preservarla y defenderla. Y lo logró, incluso después de que se hiciera público quién se escondía tras su nombre de pluma. Como afirma Casacuberta: «La soledad, una emersoniana confianza en uno mismo y una habitación propia: he aquí los ingredientes básicos de la creación literaria y artística en el contexto de la modernidad». De su «habitación propia» en el desván de la casa familiar, por cierto, escribió la autora en su libro Mosaic: «Tengo un nidito mío bajo un tejado, como las golondrinas, solo un nidito, y con él poseo todas las riquezas; todas esas riquezas que no se cuentan por millones y que, tal vez por eso, los que tienen millones no pueden contar».
Los asuntos que recorren los relatos de esta breve colección podrían considerarse una muestra de lo que la obra de Català dio de sí. No solo dan cuenta de una variedad amplia de escenarios —reflejo de las propias experiencias de su autora—, que van del mundo rural catalán a la alegría de los pueblos costeros, de la vida y los trabajos de las masías a las cuitas de una gran ciudad como Barcelona. Lo hacen desde la proximidad a lo real y con gran mimo por el detalle. La pequeña diferencia insalvable, el accidente geográfico solo conocido a una escala muy local, las particularidades del habla de un pequeño pueblo del Ampurdán o todos los matices cromáticos de un paisaje gerundense, todo queda reflejado en estos textos con la precisión con que lo hace una observadora atenta y paciente. «Todo tiene su poesía en este mundo, incluso los tejados», dijo su autora. Y en eso puso todo su empeño: en desvelar y compartir la poesía que ella sabía ver en el