Rombo
Por Esther Kinsky y Richard Gross
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«Desde entonces ha pasado media vida o más, pero la letra con la que se inscribió en la memoria de todos no se ha borrado»: Rombo es, efectivamente, una indagación sobre la memoria –«animal que ladra por muchas bocas»– que urden los testimonios de siete habitantes de una remota aldea entre los Alpes y el Adriático, personas que tienen que aprender a vivir a partir de la pérdida y el trauma.
No obstante, el personaje principal de Rombo es el propio paisaje, el nuevo paisaje que produce la fuerza del cataclismo: las montañas y los ríos, el karst, las aves, las cabras y los cardos. Una misteriosa Italia de lengua eslava, fronteriza y migrante, donde «cualquier recodo, cualquier intersección de caminos, tiene su marca: pedazos de roca con rayas incisas, cruces inclinadas, pequeños conos de piedras superpuestas. Mensajes para los entendidos, muletas del recuerdo, sitios de la memoria. Advertencia: no se olvide».
Como ya hiciera en Arboleda, Esther Kinsky despliega en este libro un prodigio literario sin parangón en nuestro tiempo: una escritura total, punzante y rítmica, etnográfica y novelesca, geológica y profundamente humana.
Esther Kinsky
Esther Kinsky grew up by the river Rhine and lived in London for twelve years. She is the author of six volumes of poetry, five novels (Summer Resort, Banatsko, River, Grove, Rombo), numerous essays on language, poetry and translation and three children’s books. She has translated many notable English (John Clare, Henry David Thoreau, Iain Sinclair) and Polish (Joanna Bator, Miron Białoszewski, Magdalena Tulli) authors into German. Both River and Grove won numerous literary prizes in Germany. Rombo was awarded the newly founded W.-G.-Sebald-Literaturpreis 2020. In 2022, Kinsky was awarded the prestigious Kleist Prize for her oeuvre.
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Rombo - Esther Kinsky
PAISAJE
Alrededor: paisaje de morrenas terminales. Colinas suaves, campos de labor, turberas en hondonadas aisladas, protuberancias dispersas de tipo cárstico y calcáreo con castaños, robledales y hierba filosa de tallo fino en lo alto de unas crestas que se fingen más serranas de lo que son, pero ofrecen vistas panorámicas: sea a la ondulada campiña, sea a las cimas rematadas por iglesias, aldeas y, de forma esporádica, las ruinas de lo que semeja un castillo, aunque sólo se trata de vestigios desmoronados de la Primera Guerra Mundial. El paisaje debe su placidez a una enorme traslación de materiales –rocas, glaciares–, masas que, de manera indefectible, llegaron hasta aquí en medio del retumbar que con creces supera el rugido de un rombo. No una estridencia preludial, como se la llamaba doscientos años atrás, sino un estruendo persistente que ningún oído humano resistiría.
Hacia el sur, las colinas se rinden a la llanura, a la grandeza del cielo, a la anchura del mar. Maizales inmensos, franjas industriales, autopista, graveras adyacentes a los ríos que desembocan en el Adriático. El Piave, el Tagliamento, el Isonzo: cada uno tributa su parte alpina, minerales metamórficos de los Dolomitas, conglomerados prealpinos, las calizas kársticas del Isonzo, cuyo vivo blancor sigue atribuyéndose a los muchos huesos de los soldados caídos en el frente. En días despejados, desde lo alto de las colinas se divisa el mar, la laguna de Grado moteada de haces de islas, los angulosos hoteles de los balnearios, como dientes cortantes y disparejos incrustados en el horizonte.
El río que determina esta región de colinas es el Tagliamento. Un río bravo, como se dice, pero su bravura, fuera de las pocas semanas de caudal torrentoso producido por el deshielo y las trombas de agua, es más bien el vacío, la inmensidad del pétreo lecho sin encauzar, la arbitrariedad de los exiguos regueros que no paran de buscarse nuevos cursos y caminos. El río, oriundo de las montañas, al entrar en el paisaje de morrenas discurre hacia el sur, abandonando su rumbo oriental, y acoge al Fella, procedente del norte; vacilantes, indecisos los dos, blanco el uno, turquesa el otro, presos ambos de una indeterminación que ha dado origen a un gigantesco campo triangular de grava y guijarros que separa los Alpes cárnicos y los julianos, una superficie clara, como truncada, un espacio de dubitación con el trasfondo de los valles de montaña, de zonas remotas con sus propios idiomas, anquilosados por el uso menguante, con sus canciones chillonas y torpes, con sus enrevesadas danzas.
En las colinas, los cementerios de las aldeas tienen sus propias cimas, pequeñas y apartadas, con ermitas y vistas al norte, a las montañas, a la hendidura del valle del Tagliamento y al angosto valle del Fella, por el que los romanos marcharon en dirección septentrional, y los celtas, hacia el sur. Al noroeste se sitúan los Alpes cárnicos, picos quebrados que asoman tras cordilleras prealpinas, un libro ilustrado sobre los violentos fenómenos que tuvieron que acontecer para que se gestaran semejantes sierras. El libro ilustrado se ubica exactamente sobre el precario solapamiento de dos placas continentales que, dada su posición, parecen no encontrarse a gusto. Su malestar se proyecta hacia el este, a los valles montañosos de la Italia eslava, y hasta las plácidas colinas al norte de la franja litoral.
Hacia el noreste, la mirada se dirige a los Alpes y los Prealpes julianos, el baluarte del monte Musi, que, según la luz y la claridad, se presenta de color gris, azul, violeta o naranja. Sea cual sea la luminosidad, sus flancos son arriscados, una oscura barrera inescalable, infranqueable, dominada en su extremo oriental por la cúspide del monte Canin, de nívea o calcárea blancura, diente canino –aunque sin filo–, como su nombre indica, situado al extremo del valle enclavado a sus espaldas.
Coinciden frente a la sierra dos zonas climáticas, la continental y la mediterránea, con los vientos, las temperaturas y las precipitaciones de sendos campos migratorios: tierra y mar. Tormentas, tempestades, diluvios y terremotos que roen de modo incesante los vestigios de las migraciones humanas que atraviesan esta región y que, por muy corroídos que estén, no se dejan borrar jamás. El cielo se presenta con voz grave, el rombo nunca anda lejos.
TEMBLOR
El terremoto es ubicuo. Está en los escombros invadidos por la hiedra de las casas derrumbadas junto a la carretera nacional trece, en las grietas y cicatrices de los grandes edificios, en los sepulcros reventados, en la inclinación de las catedrales que se han reconstruido, en las callejuelas desiertas de los viejos pueblos entreverados como los panales de una colmena, las feas urbanizaciones nuevas, inspiradas en el anhelado suburbio de una serie de televisión norteamericana. Muchas de las casas nuevas, situadas fuera, en el campo, al margen de las localidades que han sufrido temblores, son de una sola planta: no vayan a caérsele a uno demasiadas cosas en la cabeza si vuelve a…, como ocurrió aquel año, el del terremoto de 1976. Desde entonces ha pasado media vida o más, pero la letra con la que se inscribió en la memoria de todos no se ha borrado, su impronta se renueva una y otra vez al remembrarlo, al hablar del dónde y del cómo, al buscar cobijo y sentir miedo y afinar el oído para nuevos rugidos, sea en garajes o al aire libre, apretados contra el Fiat familiar, bajo los escombros, entre los muertos o con un gato en los brazos. Con todas las imágenes evocadas podría cubrirse el trecho entero que media desde aquí, el cementerio con vistas al norte, hasta la lejana cadena del monte Musi, toscamente plumeada de color lila azulado, más boca y picacho hocicudo que monte de las musas, con púas en torno a la boca para el colmillo del monte Canin. Todo un abecedario serrano. Al final, quizá se encontrara incluso un camino inopinado hasta su cresta, desde la cual uno contemplaría el valle situado a los pies del Canin, de pequeñas dimensiones y bañado por un río, que quedaría en ángulo recto con el trecho recubierto de imágenes recordatorias del terremoto. Habría que esperar a un día sin viento para la interpretación de esas imágenes, una calma solemne para transitar ese camino lleno de recuerdos.
Pero el día está ventoso. Junto a la tapia misma, con vistas a las montañas, de apariencia plegada bajo la luz sin sombra, al pie de una tumba sellada con hormigón, lisa y blanca y provista de una corona de mustias flores sintéticas, hay un hombre de baja estatura, cabello cano y dentadura maltrecha que habla por el teléfono móvil. Describe la tumba, subraya que está limpia y ordenada, pronuncia despacio los nombres que figuran en ella sin dejar de mencionar la corona pero silenciando la palidez floral, y, para terminar, como en respuesta a la voz en el otro extremo, dice: la memoria es un animal que ladra por muchas bocas.
ANSELMO
Aquel hombre menudo de cabello cano y dentadura maltrecha se llama Anselmo. Es operario municipal y siempre pide trabajar en el cementerio. Allí hay mucho que hacer; la capa de tierra sobre el lomo rocoso de la colina es delgada y el número de tumbas es limitado. Se amplían los columbarios, se nivelan las tumbas, se trasladan los esqueletos al osario, se podan y se talan los árboles, se examina la estabilidad de las losas y las lápidas. Anselmo conoce bien su oficio. Sabe en qué puntos se hunden las tumbas, qué daños pueden sufrir las lápidas y cuál es el lugar de sepultura más seguro en caso de terremoto. Desaconseja los mausoleos señalando las grietas en las paredes de los espléndidos sepulcros familiares. Le gusta enfrascarse en conversaciones con los visitantes y se ofrece como persona de confianza a los dolientes que vienen de fuera.
El cementerio es una parada recomendada para ciclistas y senderistas, porque en el lado noroccidental de la tapia hay un largo panel panorámico en el que constan los nombres de todas las cumbres. El semicírculo de picos y crestas que, por el oeste, el norte y el este, ciñe el paisaje de morrenas a modo de abrazo protector se extiende en el tablero como una cadena recta frente a los espectadores, obligados primero a acostumbrarse a esa distorsión del paisaje, a pasear la mirada de lo representado a la realidad y viceversa, recorriendo con las yemas de los dedos las cumbres ilustradas en el tablón como si con ello pudieran palpar su textura. Es también a esos excursionistas a quienes Anselmo suele acercarse para explicarles el paisaje. Siempre orienta la mirada hacia el monte Canin y su cima, nevada hasta la primavera, y menciona que él se crio a la sombra de aquella montaña. Si las nubes ocultan la cumbre, Anselmo dice: Hoy no quiere mostrarse. Lo hace a menudo. Sólo se muestra cuando quiere. Es muy caprichoso el Canin.
6 DE MAYO
En la mañana del 6 de mayo, por un breve instante, una luz rosada se posa sobre los restos de nieve que quedan en la cumbre del Canin. No tarda en desvanecerse; el sol permanece a resguardo. Esa mañana de principios de mayo hay quietud en las laderas del valle, teñido de calcárea blancura, del verdor de las hayas y los avellanos, del gris plateado de los árboles del paraíso en las riberas. El calor se va extendiendo bajo el fino celaje.
Olga sale de casa a primera hora; camina calle abajo para tomar el autobús. Cuando pasado el tiempo le pregunten, dirá: Aquella mañana, al bajar las escaleras hacia la calle, vi una culebra, una carbon, que por lo general están abajo, junto al río, y no arriba, en el pueblo. Se encontraba encima de un murete, como si tomara el sol, parecía un palo negro, y eso que el cielo estaba entoldado, pero hacía calor. Ya por la mañana el cuco cantaba sin parar. Guardo un claro recuerdo de todo aquello: del cuco, de la culebra y de todas las historias acerca de aquella especie de serpientes que luego me vinieron al pensamiento.
Anselmo, por la tarde, ayuda a guadañar. Aún es temprano para la siega. Recordará aquel jueves. Me acuerdo perfectamente, dirá. Los jueves salíamos de la escuela antes de lo habitual. Recuerdo que hacía calor y que después de comer mi hermana y yo tuvimos que ir al prado, abajo, en la ladera, para ayudar en la primera siega. La hierba ya estaba alta.
Ese día el sol es un agujero de luz cegadora en las nubes; abrasa el cogote de los niños hasta causar dolor. Los grillos chirrían en un tono tenue y trepidante, como si tuvieran prisa. La abuela corta la hierba con la guadaña. La hierba es pesada, la abuela suda y la guadaña se embota con frecuencia, más de lo habitual: hay que afilar la hoja. Los niños se apresuran a rastrillar y a amontonar. ¡Venga!, se oye gritar a la abuela a cada rato, ¡más rápido!
Anselmo recordará que la abuela estaba enfadada con los niños porque iban lentos, pero también lo estaba con la hierba, que, aparentemente seca y cerdosa, embota la guadaña, como si estuviera mojada. La piedra de amolar golpea la hoja sin producir eco, como si el aire se tragara el sonido. Y eso que oíamos el verderón de la vecina hasta en el prado, relatará Anselmo tiempo después.
Grita como si hubiera fuego, dice el hombre que siega el prado aledaño al suyo. Toma impulso con la guadaña y la hunde entre las briznas; las gavillas caen sobre la tierra. Pero tiene que parar y afilar la hoja tantas veces como la abuela de Anselmo.
El 6 de mayo, la nieve de la cumbre despide un brillo débil a la luz matinal sin sombra. Una ínfima acción mecánica sería suficiente para que los campos de nieve empezaran a deslizarse y precipitarse hacia el valle. Bastaría el paso de algún senderista incauto o un fortuito desprendimiento de piedras. Pero en esa época del año nadie camina por la sierra.
La serpiente que Olga ha visto sobre el murete por la mañana es negra como el carbón. Le gusta la humedad. Vive en el agua y en la tierra, y no es venenosa. En el apareamiento, en primavera, el macho y la hembra se enlazan formando una suerte de trenza. Si temen alguna perturbación, se cierran, siempre entrelazadas, formando un anillo que, si se toca, puede propinar una descarga eléctrica. Acabado el apareamiento, las dos carbonarius permanecen unidas hasta que la muerte las separa.
Lina está nerviosa esa mañana. El lugano grita plañideramente en la pajarera. Su hermano busca trabajo, y ella sabe que no encontrará. Pero en su memoria tiene grabada otra cosa.
Lo que aún recuerdo del 6 de mayo, comenzará a decir algún tiempo después como si escribiera una redacción escolar, puesto que hacía ya mucho calor, aquel día aporcamos las patatas, aún lo recuerdo. Oímos unos gavilanes, los reclamos breves y agudos con los que se llaman entre ellos, de eso hablábamos. Éramos tres en el campo. Por entonces mi hermano acababa de volver del extranjero. Siempre le gustaba contar historias que daban miedo. Aquel día fue una serpiente arrollada a la entrada del pueblo. Él la había visto. Decía que si era una hembra y todavía no había desovado traía mala suerte, ya que entonces la serpiente macho se arrastraría por el pueblo en busca del culpable. Seguro que había sido el conductor del autobús, dijo. Yo lo conozco, ya lo conocía en aquella época. No vive en el pueblo. Después de la ruta del mediodía, aparca en las afueras, junto al cementerio, para tomar un tentempié. Al escuchar la historia que contó mi hermano, me pregunté si una culebra podía dar con el conductor del autobús. De pronto, durante el laboreo, se levantó un aire frío; fue sólo un momento. El viento es por la nieve que sigue habiendo arriba, dijo mi hermano. La nieve y este calor no ligan.
El 6 de mayo, una tenue capa de nubes blancas cubre el cielo y, debido a la refracción múltiple que provocan las diminutas gotas de vapor, hace que la radiación solar sea especialmente intensa. Al mediodía se produce un fenómeno extraño. En un doble reflejo y durante un lapso breve, dos soles pálidos se sitúan directamente sobre la cumbre nevada del Canin, cara a cara con el sol, cuyo resplandor neblinoso se cierne sobre el valle. El doble sol no tarda en disolverse.
En los prados ya hay euforbios, centauras y claveles lanudos; en los márgenes de los caminos, consueldas azules. Y collejas rosadas. Aquí se llaman sclopit. Su flor consta básicamente de una especie de cápsula de dos compartimentos. Los niños arrancan las flores y las aplastan en el dorso de la mano cerrada, de modo que revientan produciendo dos breves estallidos. Suena como sclo-pit. La flor se llama así por el sonido que produce la cápsula al explotar. Las hojas de la sclopit se cortan antes de la floración. Son delgadas y puntiagudas y de un verde claro algo apagado. Cada niño tiene sus sitios de sclopit: algunos los revelan; otros se los guardan para sí.
El 6 de mayo, Mara va a coger sclopits. Antes de salir, tiene que encerrar a su madre, que se ha medio olvidado del mundo. Suele obedecer en silencio, pero esa mañana chilla detrás de la puerta cerrada como si fueran a quitarle la vida. Mara corre cuesta arriba alejándose de los alaridos. Cuando tiempo después se evoca el 6 de mayo, Mara no menciona los gritos: Llegué a un prado en la linde del bosque, en lo alto de una pendiente empinada cuajada de sclopits, aún sin flores, cuenta entonces. Los arrendajos llamaban entre los abetos. Llené mi pañuelo hasta que a duras penas conseguí anudarlo. Al llegar a casa, las sclopits se habían marchitado y encogido, como si alguien se hubiera sentado encima. Olía a hierba segada. Oí gritar a un niño y me llevé un susto. En eso se hizo de noche.
En la tarde del 6 de mayo, el cielo se colorea de azul plomizo y oscuro sobre la cresta sudoccidental, como si viniera una tormenta, algo que rara vez sucede. Esa falsa cortina de nubes permanece un rato inmóvil, luego se disipa y el sol, blanco, cegador e inmenso, preside el cielo. Entretanto, el terreno nevado frente al valle yace como si estuviera sumergido en un amarillo de tormenta.
Algunos, por la noche, ponen un cuenco de madera con leche delante de la puerta de su casa; es para las culebras negras. Por la mañana, el cuenco siempre está vacío, se dice. Eso trae buena suerte. La carbonarius es una serpiente lista. Se cuenta que, cierta vez, un gavilán prendió una carbonarius y se la llevó a su nido sujetándola con las garras en el aire. Pero la joven serpiente engulló los huevos que había en el nido: visto y no visto. Te los devuelvo si me llevas de regreso, dijo la serpiente. El ave se lo prometió, y ella vomitó los huevos. Después, el gavilán la transportó de vuelta, y desde entonces sus congéneres del valle han dejado de atacar a las culebras.
En el valle, unos tienen cabras y otros, más ricos, una vaca o dos. Los establos no son grandes. La familia de Gigi siempre ha tenido cabras. Sólo entiendo de madera y de cabras, dice Gigi. Sé cortar madera; sé ordeñar cabras.
El 6 de mayo, vuelve del trabajo en el bosque por la tarde. El sol no luce pero abrasa. Gigi pasa por delante del cementerio, donde no hay ni una sombra. Suda. Ve una culebra atropellada en la calle. Una carbonarius. Negra en una mancha de sangre. Las moscas se posan sobre la sangre. Desde la linde del bosque canta el cuco. Gigi aún recuerda que las cabras estaban tercas. Su piel resultaba pegajosa al tacto. Hacía calor. En aquellos días la gente se preguntaba cuándo el Canin se desprendería de la nieve. Cuando terminé con la primera cabra, la siguiente no quiso venir, recuerda. Eso no había ocurrido nunca. Estaba aovillada detrás de la carretilla. Daba la sensación de que la cabeza y las piernas no pertenecían al mismo animal. En el vecindario, un pájaro silbaba muy fuerte dentro de su jaula, como si la leche fuera a agriarse. Ladraban todos los perros del pueblo. Después del ordeño, ambas cabras se pusieron detrás de la carretilla. Se quedaron quietas. Caía la noche. La leche olía amarga.
Avanzada la tarde del 6 de mayo, una sombra oscura va extendiéndose sobre la cima del Canin y los campos de nieve que persisten en ella; se posa sobre ellas como una mano. Se levanta una ráfaga de viento, breve y fría, y la sombra desaparece como si la mano se retirara.
¿Por qué acordarme?, dice Toni. ¿No sería mejor que lo olvidara para siempre? Ay, Toni, cuenta algo, dice la gente, todos sabemos cosas del 6 de mayo. Pues vale, dice Toni:
El viernes, mi madre ahumaba queso. La víspera tuve que ir a por leña para que por la mañana estuviera todo preparado en el ahumadero. Aquella tarde no quise ir a buscar leña. No me acuerdo por qué. Estaba sentado en la veranda haciendo una talla. Ve a por leña, dijo mi padre, pero me quedé sentado. Abajo, en la calle, había gente que caminaba hacia su casa. Creo que alguien silbaba una canción. Los perros del vecindario aullaban. Mi padre me dio un coscorrón. Entonces cogí la cesta y bajé a