Las Aventuras de Piti en la Antártida
Por Javier Cacho
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En sus correrías por ese mundo de hielo, reiremos con las equivocaciones de Piti, nos intrigarán sus aventuras en el glaciar y nos sorprenderán sus peripecias con los pingüinos y las skuas.
Este libro, que el autor escribió en una de sus largas estancias en la Antártida, enseñará a los jóvenes lectores la necesidad de esfuerzo, decisión, solidaridad y trabajo en equipo para alcanzar las metas que nos proponemos en la vida.
Mayores y pequeños disfrutarán de una narración que nos acerca al misterioso continente de la Antártida, un lugar bello, pero inhóspito, donde los miembros de la expedición, incluido Piti, emprenderán un camino se superación y crecimiento personal.
Javier Cacho
Javier Cacho es científico y escritor. Fue miembro de la Primera Expedición Científica Española a la Antártida, donde regresaría en siete ocasiones, primero como científico, luego como Jefe de la base antártica española Juan Carlos I. Después de investigar durante años la atmósfera antártica, trabajó en el Programa Antártico Español y lleva años estudiando a los grandes exploradores polares, cuyo conocimiento ha recogido en varios libros. Es un afamado conferenciante y colabora de forma asidua en diversos medios de comunicación. Le han concedido la medalla al Mérito Aeronáutico y es el primer español al que la máxima autoridad antártica ha dado su nombre a una isla en aquel continente: Cacho Island.
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Las Aventuras de Piti en la Antártida - Javier Cacho
Las aventuras de Piti en la Antártida
Javier Cacho
Serendipìa
A Juanma, que dio vida a Juanma.
UN VIAJE INESPERADO
Cuando la sentí comenzar a subir las escaleras sabía que algo le estaba pasando. Desde muy pequeño había descubierto que podía escuchar, pero sobre todo oler, a gran distancia; mucho antes de ver a una persona sabía quién era, si estaba triste o contenta, tranquila o preocupada. Pero me pasaba en especial con mi amita, por eso, según se acercaba sentí un poco de miedo: algo iba mal.
Ya corría a su encuentro, moviendo con fuerza el rabo, cuando oí que me llamaba.
—¡Piti, ven aquí!
Se había sentado en la cama y me extendía los brazos animándome a subir para abrazarme. A mí me encantaba juguetear con ella en la cama, pero la expresión de su cara confirmaba lo que ya sabía: hoy no habría juegos. Me cogió tan fuerte que casi me hacía daño, pero procuré no moverme, sabía que a mi amita le pasaba algo muy grave, nunca la había visto tan triste.
Poco a poco aflojó el abrazo y empezó a acariciarme muy despacito.
—¿Sabes, Piti? —comenzó a decir—, papá se va a la Antártida.
Hablaba muy despacito, como si le costase pronunciar cada palabra.
—Yo no quiero que se vaya —seguía diciendo—, pero me dice que las cosas son así, que si el trabajo científico exige sacrificios, que...
Rompió a llorar escondiendo su cabeza sobre mi lomo; quería lamerle la cara, pero me tenía tan apretado que no podía moverme. De repente paró de llorar, me cogió la cabeza entre sus manos y me miró a los ojos.
—¡Tienes que irte con él!, ¡tienes que cuidarlo! Aquello está muy lejos y es muy peligroso.
Después suavizó la voz y me preguntó con el alma en vilo:
—Querrás hacerlo, ¿verdad?
Pues claro que quería hacerlo, pero ¿cómo podía decírselo? con un empujón me eché hacia delante y comencé a lamerle la cara. Volvió a cogerme la cabeza y a mirarme muy seria.
—Prométeme que le cuidarás, que no dejarás que le pase nada.
Yo lancé el más enérgico de mis ladridos, no estoy seguro de que saliera muy contundente, pero a ella le debió parecer suficiente puesto que empezó a jugar con mi cabeza mientras me decía:
—Ya sabía que tú no me fallarías, ¡ven!
De un empujón empezó a revolcarse jugando conmigo encima de la cama. Yo estaba feliz de verla otra vez contenta y saltaba como un loco, de un lado a otro.
—Ven Piti, vamos.
La seguí feliz pensando que iríamos a jugar a otra parte; al bajar las escaleras empecé a sospechar que iba a pasar algo puesto que se había vuelto a poner seria y no me hacía ni caso. Como me temía, no salimos a la calle a jugar, sino que entramos decididos en el salón. Bueno, a decir verdad, quien entró con decisión fue ella, yo la seguí con cierta precaución: en el salón sus padres estaban discutiendo.
Nuestra llegada les calmó, pero no fue más que un momento ya que la primera frase de mi amita casi les hace ponerse de pie, en especial a Jaiga, su papá.
—¡Papá, Piti se va contigo!
La voz de mi amita sonó enérgica, pero sus padres no debieron de oírla bien puesto que contestaron a coro:
—¿¡Cómo dices!?
—Que Piti se va contigo a la Antártida.
Tampoco ahora se debieron enterar muy bien, puesto que mientras la mamá de mi amita se echó a reír divertida, Jaiga me miraba como si fuese la primera vez que me viese.
—¿Quién? ¿Ése? —dijo con un tono despectivo, cuando pudo recuperar el habla.
—Sí, ése —respondió mi amita que no parecía dispuesta a ceder.
—¡No digas tonterías, hija!
Los mayores siempre son así, dice mi amita, cuando no saben qué decir, te contestan de esa manera.
Jaiga se volvió hacia la madre de mi amita, me pareció que buscaba que alguien le diera la razón, pero se llevó un buen chasco.
—¿Por qué no dejas que se explique? — le comentó en tono conciliador.
Jaiga miró con cara de incredulidad y se dejó caer en un sillón; hoy debía de haber trabajado mucho, ya que parecía muy cansado.
—Papá —comenzó mi amita aprovechando la oportunidad—, tú siempre dices que la Antártida es muy peligrosa. Piti te cuidará y no dejará que te pase nada.
Estuve a punto de ladrar para dar a entender que estaba de acuerdo, pero no quise interrumpir; además, Jaiga me echó una mirada de pocos amigos y luego con voz de condescendencia contesto:
—Pero hijita, si todavía es un cachorro.
A mí aquello me molestó, pero pensé que sería mejor no decir nada, además mi amita se había puesto a hablar otra vez.
—Tú siempre nos has dicho que crecerá pronto y será muy grande, ¿verdad, mamá?
Me pareció que mi amita trataba de buscar un aliado.
—¿Ahora no irás tú a apoyarla? —explotó Jaiga bastante enfadado.
—Vamos, vamos... —La mamá de mi amita otra vez parecía conciliadora—. Tampoco pasaría nada porque te lo llevases.
—¿¡Qué no!? —Jaiga parecía fuera de sí—. Me han elegido para que sea el jefe de una base científica en la Antártida, no para una excursión de colegio. ¿Te imaginas lo que pensarían todos de mí, si me presento con un perrito?
Había acabado dirigiéndose a mí y no me gustó nada ni cómo me miró, ni la forma en que lo dijo. No pensaba decir nada, entre otras cosas porque no sabía cómo hacerlo, pero no iba a hacer falta, noté que mi amita lo iba a hacer por mí y me imaginé que de malos modos.
—Vamos, vamos —volvió a decir la mamá de mi amita que parecía haber adivinado lo que iba a pasar—. No te pongas así, no será para tanto. Además, siempre puedes decir que es el perro de tu hija.
Ya me alegraba pensado que mi amita había encontrado un aliado, cuando vi que se acercaba decidida hacia su papá. Me temí lo peor.
Pero me equivoqué, se había sentado en sus rodillas y, ahora con voz mucho más dulce, trataba de convencerle.
—Papá. Piti no molestará a nadie, tú siempre dices que lo has educado muy bien. Además, como es pequeño no comerá mucho y si se cansa, podrás llevarlo en la mochila, eso sí, déjale la cabeza fuera para que respiré.
Aquello no me pareció que tuviera ninguna gracia, pero la mamá de mi amita se echó a reír a carcajadas e incluso a Jaiga se le escapó una sonrisa.
—Será un estorbo —protestó con una voz que más que una pega, parecía un lamento.
—Pero, papá, cuando me lo regalaste me dijiste que era un Husky siberiano, que sus padres eran perros de trineo, que yo sepa los trineos no van por el asfalto.
De nuevo se oyeron las carcajadas de la mamá de mi amita, y Jaiga casi se echó a reír.
—Papá, estoy segura de que Piti se comportará de maravilla y no te dará ningún problema.
La voz de mi amita fue bajando de volumen hasta hacerse un murmullo, así que decidí acercarme a ellos para poder oírles mejor.
—¡Ves como quiere ir contigo!
Me hubiera gustado decir, aprovechando que todos me miraban, que no me había acercado por eso, pero mi amita siguió diciendo.
—Además estoy segura de que no va a dejar que te pase nada.
Casi no pudo terminar la frase, se abrazó a Jaiga llorando mientras éste buscaba a alguien con la mirada.
—Está bien, hijita. Está bien.
Se incorporó de golpe y dijo con voz expectante.
—¿Eso quiere decir que se va contigo?
—Bueno, bueno. Veré lo que puedo hacer —dijo como si le costase hablar.
—¡Bravo, Piti!
Se había abrazado a él y no paraba de darle besos, yo salté sobre ellos y me puse también a lamerles la cara hasta que Jaiga me gritó:
—¡Basta ya, Piti!
Aunque no estaba enfadado decidí bajarme inmediatamente.
—¿Ves cómo te obedece? No te va a dar ningún problema. Estoy segura.
*..*..*
Los días siguientes fueron un auténtico cursillo de formación. Mi amita no hacía más que explicarme lo que era la Antártida y cómo era una base científica; me hablaba de los pingüinos y se reía contándome historias de ellos; me decía que tenía que abrigarme mucho, porque hacía mucho frío y había muchísima nieve. Yo no sabía qué era la nieve, no me enteré gran cosa de eso de la Antártida, pero me alegré de que hiciera frío porque, la verdad, siempre tengo calor.
Por fin llegó el día de la partida. Me había dicho que tenía mucha suerte porque iba a viajar en avión, yo no sabía qué era un avión y tampoco sabía cómo preguntarlo, la verdad es que estaba muy intrigado; por la forma en que me lo decía debía ser algo estupendo, quizás fuese como una carnicería, ¡me encantan las carnicerías con los filetes y chorizos colgando por todas partes! Me relamía sólo de pensarlo, pero por los maletones que llevábamos no parecía que fuésemos a ninguna.
Todos trataban de comportarse con normalidad, pero yo me daba cuenta que les pasaba algo por dentro, cada vez les notaba más tristes. Comenzaron a abrazarse y comprendí que el momento había llegado, mi amita empezó a llorar en silencio. Me acerqué. Ella se agachó y cogiéndome por la cabeza me volvió a decir:
—Cuidarás mucho de papá, no le dejarás ir solo a ninguna parte. ¿Me lo prometes?
¡Qué pesadez! ¡Cómo si no me hubiese enterado ya!, aunque soy pequeño no soy ni sordo, ni tonto. Pero pensé que era mejor no decirle nada, la pobre estaba tan triste...
Le estaba dando un fuerte lametón cuando escuché la voz de Jaiga llamándome.
«No le dejan a uno ni despedirse», pensé.
De un salto puse las patas delanteras en los hombros de mi amita y acerqué mi cabeza a la suya, ella volvió a abrazarme muy fuerte. Cuando oyó la voz de su papá, se separó.
—¡Vamos Piti! ¡Ve con él! Ya sabes lo que te he dicho.
No era momento de replicarla, di una carrera hasta Jaiga y comenzamos a andar por un pasillo, al llegar al final se volvió y se despidió con la mano. Mi amita estaba cogida a su mamá y también nos decían adiós; iba a ladrar, pero me habían dicho que no debía hacerlo, gruñí un poquito, eso no me lo habían prohibido. Jaiga me acarició la cabeza; noté que necesitaba tocar a alguien conocido y la levanté un poquito más: ya estaba cumpliendo mi misión.
No pudimos estar allí mucho tiempo, una señorita vestida muy elegante nos dijo:
—Pasen, por favor, el avión les está esperando.
Esto era estupendo, por fin iba a conocer al avión, me volví y eché a andar por el pasillo que nos señalaba. Jaiga me seguía despacio. De pronto me acordé de mi amita, y pensé que era un egoísta, me había olvidado de ella con lo del avión. Lancé un aullido lleno de tristeza. Jaiga me volvió a acariciar la cabeza mientras decía sin regañarme:
—Calla Piti, que nos van a echar.
Seguimos por el pasillo y llegamos a otro con más señoritas vestidas iguales.
«Debe de ser la moda», pensé.
Este otro pasillo estaba lleno de asientos y casi no había sitio para andar, teníamos que ir en fila. Yo iba delante, por si había algún peligro.
—No sigas Piti, es aquí.
Me volví y vi como Jaiga me señalaba una pareja de asientos; delante y detrás había muchos más iguales, mirando en la misma dirección. Entonces, lo comprendí, un avión era como un cine. Pero no acababa de entender por qué esas despedidas tan tristes, quizá fuese porque la película era muy mala.
El cine estaba casi lleno y las señoritas vestidas iguales no hacían más que ir y venir por los pasillos buscando entre los asientos algo que debía habérseles perdido, yo miré, pero no vi nada. Por fin llegaron hasta los nuestros.
—Abróchense los cinturones, por favor.
—¡Que cine tan raro!
Al poco rato noté como aquello se movía. Jaiga se inclinó por encima de mí, entonces, me di cuenta que a mi lado había una especie de ventana redonda. Metí mi cabeza por delante de la suya y miré.
Lo que vi no me gustó nada, nos estábamos separando del suelo. Me moví nervioso, Jaiga me acarició la cabeza.
—Tranquilo —me dijo—, en el primer vuelo siempre se asusta uno.
Lo que me faltaba, ahora resultaba que íbamos a volar. Sabía que se podía volar, todos los pájaros lo hacen, pero yo no tenía alas y tampoco veía a nadie que las tuviera: ahora entendía por qué todos estaban tan tristes y preocupados.
Mas tarde se apagaron las luces y Jaiga se durmió todo confiado, pero yo me temí lo peor y decidí permanecer alerta. Todavía no puedo explicarme cómo, con el esfuerzo que hacía para que no se me cerraran los ojos, terminé por dormirme. Tuve varias pesadillas: en una me tiraban por esa ventana pequeña; en otra se llevaban a Jaiga que gritaba pidiéndome ayuda, pero yo tenía el cinturón abrochado y no podía moverme; en otra...
Bueno, prefiero no acordarme. Por suerte encendieron las luces y, por primera vez en mi vida, me alegró que me despertasen. Jaiga miró por la ventana y le imité, allí estaba el suelo, pero ahora cada vez se veía más grande, debíamos estar bajando.
—¡Uff! —respiré aliviado.
No nos habían tirado por la ventana y tampoco parecía que hubieran tirado a nadie, porque estábamos los mismos de antes. Quizás me habían tenido miedo; sí, eso debía de haber sido, a veces pongo una cara muy fiera. Había defendido muy bien a Jaiga y también a todos los demás, supongo que me estarían agradecidos.
El avión se paró, todos empezaron a levantarse y a caminar por el pasillo, nosotros les seguimos. Era extraño, nadie me daba las gracias, no debían haberse enterado de que los había salvado. En cualquier caso, todo había terminado y no había sido tan terrible como me habían hecho pensar, pero..., ¿dónde estaba la nieve?, claro, como no sabía lo que era, seguro que la había visto y ni me había enterado; pero..., ¿y los pingüinos?, quizás eran las señoritas vestidas todas iguales, aunque no me habían parecido tan divertidas.
«Jaiga me podía haber dicho algo», pensé malhumorado.
Bueno, lo importante es que todo había pasado y que dentro de muy poco volvería a ver a mi amita.
Pero mi amita no estaba. La busqué por todas partes, por mucho que olfateaba no la sentía; soy capaz de seguir notando donde ha estado una persona, aunque se haya ido hace varios días, pero aquí no encontraba ni rastro, y no había pasado más que una noche, además, el sitio también era distinto. Eso del avión no me había gustado lo más mínimo.
Mientras, Jaiga había montado las maletas en un carrito y me llamaba. Al llegar a su lado le encontré hablando animadamente con otra persona, parecía que no se había dado cuenta de lo que había sucedido. Escuché mi nombre, vi cómo me señalaba y, cuando la otra persona se disponía a acariciarme, le enseñé los dientes y le gruñí: Jaiga era muy confiado, pero yo tenía la misión de cuidarle y no quería familiaridades con extraños. El otro apartó con rapidez la mano y dijo algo así como:
—Chiquito, pero matón.
Se echaron a reír, yo no sabía que pasaba, me sentí un poco ridículo, aunque no me importó, ya le había demostrado quién mandaba.
*..*..*
Subimos en un coche. Yo seguía desconcertado, las calles, las casas, los árboles, las plantas y sobre todo los olores eran distintos, muy distintos. Había pasado algo terrible y Jaiga ni se había enterado. Ya me había dicho una vez mi amita que los mayores no se dan cuenta de nada; pensé que debía ser algo corriente en ellos, menos mal que yo estaba aquí para protegerle, que si no...
El coche nos llevó hasta un sitio donde dejamos las maletas y al rato salimos a la calle. Esta vez fuimos caminando.
Jaiga y la otra persona no paraban de hablar y no se fijaban en nada, yo, en cambio, iba muy atento, observándolo todo: había que estar alerta.
De repente los vi. De inmediato supe que eran ellos. Mi amita me había dicho que iban vestidos todos iguales y de negro. Ahora sí, por fin había visto a los pingüinos, me acerqué despacio, con precaución.
Como siempre, Jaiga ni se había enterado. Cuando estábamos casi a su lado me paré y ladré para alertarle. Mientras, no perdía de vista a los pingüinos manteniendo mi actitud más desafiante y amenazadora. Por fin, el otro señor y Jaiga se pararon.
«Ahora sí que les he dejado impresionados por mi astucia», pensé.
Pero las cosas no salieron como pensaba y, cuando por fin vieron a los pingüinos, se echaron a reír a carcajadas. Al principio los pingüinos parecían desconcertados, luego empezaron a señalarme, a cuchichear entre ellos y a reír, aunque un poco más bajito. Mi amita me había dicho que eran graciosos, pero, aunque Jaiga parecía divertirse mucho con ellos, a mí no