Diario de un cura rural
Por Georges Bernanos
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Información de este libro electrónico
«Este escritor merece el respeto y la gratitud de todos los hombres libres» —Albert Camus
«El magnífico don de Bernanos es hacer natural lo sobrenatural» —François Mauriac
«Es una novela sobre la Gracia, que se impone al estupor y el rechazo del protagonista y que convierte su miseria y su incapacidad en camino para una salvación que es de otro mundo. Y es una novela sobre la Iglesia, cuyo rostro resplandece a la luz de la Gracia» —José Luis Restán
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- Calificación: 5 de 5 estrellas5/5Diario de un Cura rural
Hacía mucho que no leía un libro brillante cuya temática fuera la gracia y la vida sacerdotal. Se trata de un clásico francés de la literatura cristiana, escrito en 1936 por George Bernanos, y citado en múltiples libros de espiritualidad. Denso, complejo, singular, profundo, y un poco difícil en su redacción y traducción. Lo leí en línea.
Me capturó desde el principio, y me sentí muy identificado con el protagonista en sus dilemas, circunstancias personales y experiencias pastorales, sin embargo, el fondo emocional de este personaje, aunque a través de él, trasluce una hermosa sensibilidad e ideas brillantes, mostraría aparentemente una personalidad opaca, sombría, no del todo atrayente vocacionalmente hablando, pero que en el fondo proyecta una luz nítida y sabiduría, humanidad y gracia, confianza y serenidad, por lo que me pareció fascinante.
Esta obra y la vida de su protagonista, me recuerda la historia de aquel humilde sacerdote de pueblo, muy criticado por propios y extraños por su debilidad para tomar, pero a diferencia de tantos, un buen día, en el barrio pobre de su parroquia, donde se reunía a rezar y convivir un grupo juvenil, llegó una banda de criminales a matar a algunos de ellos, y este humilde padre, como pocos lo habrían hecho, se interpuso entre sicarios y muchachos, anteponiendo su pecho y su sotana, y con su osadía salvó todas sus vidas.
“Lo que hace grande a la Iglesia, no es la virtud natural de sus miembros, sino el triunfo del Resucitado, que brilla a través de la escandalosa debilidad de sus siervos”. Suscribo hasta las entrañas estas palabras que expresan y resumen cómo vivió el protagonista de nuestra historia, recogidas del Prólogo escrito por José Luis Restán.
Novela acogedora que habla bellamente del alivio y compañía que ofrece la amistad sacerdotal, la cual nos sostiene, tantas veces, ante las dificultades y oscuridades del ministerio pastoral.
Sobresale sin lugar a dudas, el diálogo entre el cura rural y la condesa, que constituye uno de los cuadros dramáticos más impresionantes de la literatura cristiana.
La obra concluye con palabras extenuantes, pero al mismo tiempo soberbias y esperanzadoras, que reconfortan ante cualquier desenlace (que omito para invitar a su lectura), por más duro y difícil que parezca: “Todo es gracia”.
+Alfonso G. Miranda Guardiola
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Diario de un cura rural - Georges Bernanos
II
Esta mañana, después de la misa, tuve una larga conversación con mademoiselle Louise. Hasta ahora la veía raramente en los oficios semanales, pues su situación de institutriz en el castillo nos impone a los dos una gran reserva. La señora condesa la tiene en gran estima. Según parece, debía haber ingresado en la Orden de las Clarisas, pero se consagró, en vez de eso, a su anciana madre enferma, que murió el año pasado. Los dos niños la adoran. Desgraciadamente, la hija mayor, mademoiselle Chantal, no le profesa simpatía e incluso parece que se complazca en humillarla tratándola como a una criada. Es posible que sólo sean niñerías, pero sean lo que sean, deben de poner a prueba su paciencia, pues por la señora condesa sé que mandemoiselle Louise pertenece a una excelente familia y que ha recibido una educación superior.
He creído comprender que en el castillo aprobaban mi decisión de prescindir de cualquier criada. Sin embargo, creo que hallarían preferible que contratara a una mujer de la limpieza, aunque no fuera al principio más que una o dos veces por semana. Es, evidentemente, una cuestión de principios. Habito un presbiterio muy confortable, la más hermosa casa del pueblo después del castillo y no estaría bien visto que lavase yo mismo la ropa blanca. ¡Parecería que lo hacía adrede!
Acaso no tenga tampoco derecho a distinguirme de mis colegas no mucho más ricos que yo, pero que sacan mejor partido de sus modestos recursos. Creo sinceramente que me importa muy poco ser rico o pobre. Quisiera solamente que nuestros superiores comprendieran de una vez para siempre que este cuadro de felicidad burguesa que nos imponen como ambiente vital conviene muy poco a nuestra miseria... La extrema pobreza no tiene por qué preocuparse en parecer digna. ¿Por qué mantener entonces las apariencias? ¿Por qué hacer de nosotros unos menesterosos?
Me prometía algunos consuelos con la enseñanza del catecismo, con la preparación a la santa comunión privada según los deseos del santo papa Pío X. Hoy, al oír el zumbido de las voces de los pequeños en el cementerio y el ruido de sus pequeños zuecos claveteados en los umbrales, parecía que el corazón se me desgarrara de ternura... Sinite parvulos... Soñaba en decirles, en ese lenguaje infantil que he recordado en seguida, todo lo que debo guardar para mis adentros, todo lo que no me es posible expresar desde el púlpito, donde me han recomendado que sea prudente. ¡Claro que no habría exagerado! Pero en fin, me sentía orgulloso de tener que hablarles de otra cosa que de los problemas de las casas, del derecho cívico o de esas abominables lecciones de cosas que no son, en efecto, más que lecciones de cosas. Además me sentía liberado de la especie de temor casi enfermizo que siente todo joven sacerdote cuando ciertas palabras y ciertas imágenes le acuden a los labios. De ese temor que nos obliga a mantenernos forzosamente circunscritos a las austeras lecciones doctrinales, utilizando un vocabulario tan usado pero tan seguro, que no sorprende a nadie y que tiene al menos el mérito de ahogar los comentarios irónicos a fuerza de vaguedad y aburrimiento. Al oírnos, se creería frecuentemente que predicamos al Dios de los espiritualistas, al Ser supremo, pero no al Señor que hemos aprendido a conocer como un maravilloso amigo vivo, que sufre con nuestras penas, se alegra con nuestras dichas, compartirá nuestra agonía y nos estrechará con sus brazos sobre Su