Poética del monasterio
Por Armando Pego
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El itinerario de formación que propone la poética de un «monasterio», a la que se refiere el título de este ensayo bellísimo y erudito, confía en que la transmisión de la vida y la creación se siga garantizando. Poética del monasterio reflexiona alrededor de los espacios fundamentales que constituyen el horizonte social y antropológico de las tres figuras referidas anteriormente: el hogar, la escuela y la celda, reivindicando una pedagogía humanista fundada en la pervivencia de los mitos clásicos de nuestra cultura.
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Poética del monasterio - Armando Pego
Armando Pego Puigbó
Poética del monasterio
© El autor y Ediciones Encuentro S.A., Madrid 2022
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Colección Nuevo Ensayo, nº 108
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN: 978-84-1339-120-5
ISBN EPUB: 978-84-1339-453-4
Depósito Legal: M-24347-2022
Printed in Spain
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Redacción de Ediciones Encuentro
Conde de Aranda 20, bajo B - 28001 Madrid - Tel. 915322607
www.edicionesencuentro.com
Índice
Invitatorio
Lectura y Escritura
El libro-monasterio
Una pausa: la Belleza en la Caída
Medievo y Modernidad
¿Qué monasterio funda una poética?
¿Qué poética funda un monasterio?
Antífona
I. In nomine Spiritus
Don Quijote, místico
Lección y contemplación
Las potencias del alma
La memoria olvidada
Glosa y creación
Leescribir el intertexto
II. La palabra y la carne
El hogar incendiado
La escuela en fuga
Desde la celda en ruinas
III. Los umbrales de Troya
Troya y Moriá en la ruta de Occidente
Eneas y Odiseo en el ultramundo
Rut y Telémaco tras el exilio
Éxodo y Anábasis: ¿el fin de la cultura humanista?
IV. En vasijas de barro
Siete apólogos
Diapsálmata
V. Después del Edén
Una modernidad olvidada
¿Recobrar el sentido espiritual del «monasterio»?
VI. La soledad sabática
La alegoría del sábado
Entre Benito y Boecio, la Regla y el Destino
Una estética de la (des)esperanza
La celda de san Bernardo
VII. Amén
El monasterio-libro
El cronotopo monástico
La última profesión
Letanías finales
Referencias bibliográficas
Vamos a instituir, pues, una escuela del servicio divino. Y, al organizarla, no esperamos disponer nada que pueda ser duro, nada que pueda ser oneroso. Pero si, no obstante, cuando lo exija la recta razón, se encuentra algo un poco más severo con el fin de corregir los vicios o mantener la caridad, no abandones en seguida, sobrecogido de temor, el camino de la salvación, que forzosamente ha de iniciarse con un comienzo estrecho. Mas, al progresar en la vida monástica y en la fe, ensanchado el corazón por la dulzura de un amor inefable, vuela el alma por el camino de los mandamientos de Dios. De esta manera, si no nos desviamos jamás del magisterio divino y perseveramos en su doctrina y en el monasterio hasta la muerte, participaremos con nuestra paciencia en los sufrimientos de Cristo, para que podamos compartir con él también su reino. Amén.
(Regla de san Benito)
Invitatorio
Domine, labia mea aperies.
Et os meum annuntiabit laudem tuam.
Lectura y Escritura
De Nicolás Maquiavelo suele citarse, como expresión altísima y derrotada de una conciencia humanística, la confidencia que anota en una famosa carta a su amigo Francesco Vettori. Al finalizar el día, tras haber mantenido conversaciones ociosas en el bosque y la taberna, el desengañado secretario de la Señoría florentina se preparaba largamente para acudir en su despacho a la lectura de los antiguos autores griegos y romanos. Mudaba su ropa llena de lodo por las mejores galas que conservaba de cuando servía a los Príncipes de este mundo. «No siento durante cuatro horas de tiempo ningún tedio, olvido toda preocupación, no temo a la pobreza, no me ocasiona pavor la muerte, y todo yo me convierto en ellos»¹.
Tres siglos antes en su Apología al abad Guillermo san Bernardo de Claraval se escandalizaba de que, a diferencia de los Padres del Desierto, los monjes ya no se reunían ni tan siquiera para celebrar el banquete eucarístico, sino para festejar sus apetitos. «Nadie conversa sobre las Escrituras, ni se alude para nada a la salvación del alma. Todo se reduce a chistes y frivolidades, risas y palabras que se lleva el viento»².
Nuestra época parece vivir atrapada entre la añoranza idealizada de un humanismo derribado en todos los países occidentales a golpe de piqueta por sucesivas modas pedagógicas y leyes educativas que quisieran desmantelar, por olvido o por censura, hasta el último vestigio de la civilización occidental. Encausada como culpable de todos los crímenes y errores de una humanidad que, entregada al victimismo y al adanismo más desenfrenado, niega simultáneamente que vive bajo el peso del único tema que, por teológico, es políticamente relevante: la Caída.
No por esgrimir las supuestas consignas de la transparencia, la realidad de nuestro mundo resulta menos oscura y autosatisfecha. Gira entre una proliferación infinita de recursos no solo visuales, como normalmente se le reprocha, sino también escritos. Son reproducidos a través de los más diversos medios digitales y amplificados por las redes sociales. Aunque nada parezca preludiarlo, precisamente por ese ahogo que provoca la metástasis de los más variados productos editoriales y académicos, necesitaría recuperar el sentido del ejercicio espiritual de la lectura. Tal fin requeriría algo al menos tan exigente como esta tarea. Cabe con urgencia meditar y practicar un sentido renovado del acto de la escritura que teje la trama de nuestras vidas. Ni mucho menos bastaría retomarlo en su sentido meramente individual, sino que toca, sobre todo, restablecer el tapiz comunitario, en relación con nuestros contemporáneos que no son solo aquellos que publican a cada instante en este presente, sino sobre todo con aquellos que han acompañado a través de la historia de nuestra cultura el presente desde el que podemos leer.
El escritor cristiano, tan inclinado a la apologética, debería así recordar la figura de quien se acercaba al escritorio como al coro: revestido de la cogulla de un antiguo oficio litúrgico y sacramental.
En la alabanza y en la acción de gracias, en el lamento y en la intercesión, ese escritor deberá rescatar del olvido una luz tenue e inextinguible. Fija la atención en el estudio de la verdad de sus creaciones, con el afán de cada día, pobre y desnudo, ante las letras de una cultura que de tan compartida es suya, se dispondría a rehacer y no a remendar lo imposible: la túnica rasgada de aquella Tradición inconsútil y casi desvanecida en sombra, en humo, en nada desde hace más de doscientos años…
Escribimos como leemos. La escritura es el modo con que los hombres llevaban a cabo la lectura de sus deseos. De nuestras carencias. La escritura era una oración. Elevaba la mente a Dios para que Él leyese lo que había escrito en el libro de su Creación. Leer no podría dejar de ser entonces el acto, siempre penúltimo, de la nueva (re)creación. Escribir, leer, están atravesados por una tensión escatológica. Ya, sí, todavía, no. Vivimos en los adverbios. En el presente y en el pasado (nos) falta la memoria del futuro.
Todo el resto, abrumador, es en efecto el vértigo abismal de la Caída.
El libro-monasterio
Debería ser así este libro que ahora comienzas a hojear, lector, un signo de otro tiempo. No se rige por las reglas de una época revolucionaria que no solo ha proscrito, sino que ha decretado que se avienten las cenizas de esa memoria que, a duras penas, sigue recibiendo el nombre de humanidades o incluso, como una catacresis a la que se intenta insuflar una vida asistida, humanismo cristiano. Determinarse a hablar de memoria mantiene en pie, refractaria a toda potestad y dominación, una esperanza.
No basta con refugiarse serenamente en la conversación de los sabios y de los santos del pasado. En verdad su vida, cuya mejor autobiografía son las obras que han legado, trasciende la prisión de un presentismo que descarta todo aquello que no tiene a mano. Es preciso construir, mediante una voluntad segura de sus virtudes, las bases de una nueva creación que no se pierde por la senda de las utopías. Secretamente, casi oscuramente, sin recompensas inmediatas y aun entre burlas, cabrá aplicar sin desanimarse los conocimientos y las técnicas que una Tradición despreciada guarda como un instrumental precioso para roturar lo imprevisto que ofrece el futuro. El Eclesiastés lo había advertido: «En tiempo de prosperidad disfruta, en tiempo de adversidad reflexiona: Dios ha creado estos dos contrarios para que el hombre no pueda averiguar su porvenir» (Ecl 7,14). Sin lamentos ni nostalgias, el nuestro es tiempo de reflexionar.
Entras, pues, en un libro como quien llama a las puertas de un monasterio. Adentro se supone que deberías encontrar silencio y soledad, entre el fragor de la batalla que contra los enemigos de su alma cada uno, a solas, autor y lector indistintamente, debe mantener sin desfallecer. Se deberán esforzar por alzar un plano sobre el sentido literal de su búsqueda. No pueden permitir que quede clausurada en sí misma. En fin, deben investigar los resquicios anagógicos por donde se cuelan los rayos de unas intuiciones nada más que entrevistas.
El libro-monasterio no puede construirse sino como una poética: una creación que es ensayo de sus propias condiciones de posibilidad. Su espacio simbólico no abre las puertas a una visita turística. No está dispuesto a guiar pasos arrastrados entre las ruinas ensoñadas que una sección despreciada de la teoría cultural quisiera mantener disecada. Se debe entrar en ella como en una realidad solo en apariencia abandonada.
Durante noventa años san Pablo el ermitaño, el primero de los monjes del Occidente latino, habitó una cueva oculta que había servido de antiguo taller de falsificación de moneda. San Jerónimo relata cómo, tras diversas tentaciones que le asediaron en el camino, san Antonio abad logró entrar dentro de aquel escondrijo «en puntas de pie y conteniendo la respiración»³.
Esa cueva que es jardín o ese paraíso que es sepulcro excavado en la roca bosquejan la figura oscura y silenciosa de este libro. También a tientas nos adentramos en él con el deseo de «finalmente ver a lo lejos una luz en medio del horror de la noche ciega»⁴. Si avanzamos cada vez más animados, aunque como a san Antonio se nos cierre la última estancia, podremos exclamar como en el Cantar de los Cantares: «He buscado y he hallado. Ahora llamo a la puerta para que me abran» (Ct 3,1). Más honda, ojalá el atisbo de esa luz se revele a quien logre traspasar el umbral al que dará fin el aquí y ahora de estas páginas.
La vida de un monje asume en su carne la lección paulina del Apóstol, «porque todos sois hijos de la luz e hijos del día; no somos de las noches ni de las tinieblas. Así, pues, no nos entreguemos al sueño como los demás, sino estemos en vela y vivamos sobriamente» (1 Ts 5,5-6). Sin desfallecer, oremos y trabajemos. Troquemos la falsa moneda de este mundo en el banquete de la gloria, entrevista, de una nueva creación.
Como la idea misma de monasterio, la pretensión de este libro resultará inactual a los oídos nihilistas de nuestro tiempo; incluso, a su manera, reaccionaria. Sin embargo, a poco que se atienda bajo el rumor de sus líneas, se advertirá que, sobre todo, recusa en la acepción de cometer «el acto de rehusar hacer lo que una ley o un gobernante dice que debiera hacerse»⁵.
En el caso de este libro esa recusación adopta un doble sentido. No acepta ni admite que la imposición de una nueva jerarquía subvierta y degrade la nobleza del orden que ha decidido profesar, por más que haya sido irreversiblemente abolido. La defenderá contra toda (des)esperanza. Clama a su manera: Non serviam.
Al romper secretamente la disciplina férrea que la anomia reclama inflexible y libertina, ha asumido por descontado que tal fidelidad se paga, en el mejor de los casos, con el apartamiento de la plaza pública. Como descendiente lejano de los católicos ingleses del periodo isabelino que recibieron el nombre de recusantes, asume que el desierto en que se refugia no está afuera, sino en el corazón mismo de una ciudad que ha exiliado el consuelo de sus sueños.
Una pausa: la Belleza en la Caída
No es esta una obra anacrónica, ni tan siquiera se acoge al consuelo de la ucronía. Late en ella tal vez una furia cronoclasta que se dirige contra un tiempo que ha decidido cortar amarras con la eternidad. Ante la deriva insignificante de los espejismos reflejados en el panóptico de un almacén babélico de datos virtuales, solo puede oponer, una de tantas, la confianza humilde en el poder y en la autoridad de la Palabra que se vacía hasta el extremo de su riqueza. Como dice Hans Urs von Balthasar en el umbral de su Epílogo, «el discurso plenamente humano, que salvaguarda en sí tanto la imagen y forma sensible como la autodonación del corazón, puede penetrar en el centro del alumbramiento del ser»⁶.
Esta certeza querría evitar a toda costa malinterpretar la máxima de que la belleza salvará al mundo. A esa belleza solo se accede mediante un sacrificio —un holocausto de amor— que de tanto sufrimiento como viene infligiendo debe merecerse como una gracia inesperada.
Léon Bloy escribió en sus diarios: «En el estado de Caída, la Belleza es un monstruo». Poco después aclaraba: «La Caída es haber caído de la Eternidad»⁷. Simone Weil percibía semejante tensión cuarenta años después con una agudeza dolorosa y lúcida cuando anotó que «todo lo que tiene alguna relación con la belleza debe ser sustraído al curso del tiempo. La belleza es la eternidad en este mundo»⁸.
Si no fuese menos lícito terciar en este diálogo imaginario entre Bloy y Weil, cabría emborronar una glosa con la que avivar la chispa de estas dos citas rozadas entre sí, como si la monstruosidad de la Belleza en el estado de Caída radicase en la temporalidad de este mundo que, aun redimido, se resiste ansioso a detener la inercia de su abismo sin fondo. Con melancolía airada, ¿acaso no desea, ebrio de su poder, borrar bajo los rasgos grotescos los residuos todavía operantes de una felicidad primigenia? Tal usurpación proporciona al actual programa de destrucción del orden tradicional de los saberes su furia paródica de lo Real Absoluto. De una manera contralacaniana, se trataría de contener la plenitud del goce en su término, más allá del cual nuestras sociedades se han precipitado a la extasiada y frustrante experiencia de la carencia de todo límite.
Por ello, a ninguno de los lectores que esta obra pudiera atraer debiera extrañarles que estas páginas brotan de un caudal cuyo origen es tan cercano como enigmático, tan paradójico como natural. Su autor pertenece a una generación que, nacida tras la aprobación del Novus Ordo Missae, se ha formado de una manera irremisible en el clima del posconcilio hasta alcanzar la madurez durante el pontificado de Benedicto XVI.
Nada nos hace añorar el pasado a esos pocos que, a pesar de vivir bajo la amenaza de una posible ruptura en la que crecimos, no hemos desistido de peregrinar dispersos, no desorientados. No se encontrará nada parecido a una nostalgia de otra forma en la construcción de esta poética. Es consciente de que el deseo de la renovación litúrgica y de la continuidad ininterrumpida de la tradición católica ya no puede ser separado de la herida que desde los años setenta hasta bien entrados los ochenta se grabó en la carne de nuestra imaginación.
Nuestra esperanza escatológica no fue inspirada en el Réquiem de Mozart, sino que se alimentó de escuchar Blowin’ in the wind de Bob Dylan («Saber que vendrás, saber que estarás…»). El susurro de The Sound of Silence de Simon & Garfunkel fue la oración dominical nuestra de cada día… Como entonces, llegamos hoy también después.
Muy posiblemente los dos concilios Vaticanos fueron sendos intentos de la Iglesia católica para cerrar la conflictiva relación que ha mantenido con la Modernidad. Retracción sobre sus fundamentos o aggiornamento no son sino las dos caras de un cierre en falso que parece empeñada en no admitir. El concilio Vaticano II simplemente constató que era imposible retroceder a Trento para reiniciar la andadura de una historia que había prescindido de Dios. Esperó una renovación y, en cambio, a despecho de sus detractores y de sus entusiastas extractores, incluso por las dinámicas furibundas que desencadenó, se ha convertido por ello mismo en un signo profético.
Medievo y Modernidad
Puestos a aventurarse por camino tan incierto, apenas podría objetarse que se recorra por las direcciones que ha marcado ese eón histórico de la Modernidad que no ha dejado de brillar y agonizar desde hace cinco siglos. Quien prosiga esta lectura advertirá que, como presupuesto implícito, no se reduce aquí su marco al periodo iniciado en el siglo XVI, sino que lo remonta hasta la aparición de la Escolástica en el siglo XIII.
La fundación de las universidades y el desarrollo de la vida urbana suponen el comienzo de una transformación radical histórica, como queda de manifiesto, por ejemplo, en el desarrollo de la polémica sobre las dos verdades. A fin de cuentas, la solución de compromiso de santo de Tomás de Aquino la apuntala. Aunque la Iglesia católica jamás ha dejado de buscar el acuerdo de la filosofía y la teología, la ciencia ha pretendido alcanzar por sí misma la condición de único garante del conocimiento. Solamente el cumplimiento de su método aseguraría el éxito de sus resultados.
Primero, sus conclusiones resultarían tan válidas y universales como las que se hubieran alcanzado por la Revelación. No solo la fe sería racional, sino que la razón misma habría alcanzado el estatus que la haría merecedora del mismo crédito que la fe. Empieza entonces a urdirse el trayecto que conducirá a la decisión de matar a Dios.
Dado que la fe no puede proporcionar respuestas según los criterios que la ciencia se exige para verificar sus hipótesis, solo aquellas que, más o menos infructuosamente, las obedecen y que, por tanto, desmienten el depósito que han recibido hasta deshacerlo pueden aspirar al reconocimiento más o menos condescendiente de estar a la altura de un tiempo moderno. No es la exégesis liberal a fin de cuentas sino el aplicado enterrador que en los últimos ciento cincuenta años ha intentado culminar la tarea que la revolución científica del siglo XVII había ya trazado desde sus orígenes. Según Lev Shestov esta misión solo podía cumplirla quien más hubiese amado a Dios; a su juicio, se trataba de Baruch Spinoza: «Si quieren alcanzar la verdad, enseñaba él, olvídenlo todo, y antes que nada olviden la revelación bíblica; recuerden solo la matemática»⁹.
De ningún modo quisiera dar la impresión de que contrapongo la fe y la ciencia, actualizando la disputa de Tertuliano sobre la incompatibilidad de Jerusalén y Atenas, o de que defiendo que no sería admisible una ciencia que no estuviese subordinada a la fe. Estas acusaciones esquemáticas y a menudo infundadas tratan de hacer obviar que una postura recusante, como la que querría sostener como hilo argumental de toda esta peregrinación, reivindica la autonomía de la fe y su soberanía sobrenatural, no tan solo natural ni, paradójicamente en sus debeladores, antinatural.
La aceleración del proceso revolucionario, que desde hace más de dos siglos caracteriza nuestra contemporaneidad, no solo prolonga y radicaliza los ideales ilustrados, sino que, más bien, hunde sus raíces más profundas e inconscientes en esa vilipendiada e injustamente despreciada Edad Media a la que pretende presentar como su antagonista.
Téngase presente el caso de Sigerio de Brabante como un ejemplo de la ambigua complejidad de estas disputas que han emergido una y otra vez, bajo distintas figuras, a lo largo de ocho siglos. Influido por la filosofía de Averroes, el maestro Sigerio había enseñado en el París del siglo XIII que el alma singular era mortal y que debía admitirse no la autonomía sino la independencia mutua de los resultados del conocimiento científico y del teológico. Asesinado en 1283 mientras acudía a defenderse de la acusación de herejía, menos de treinta años después el propio Dante, por razones sin duda también políticas, no solo lo situaba en el círculo de los sabios en el Paraíso, sino que le reservaba la posición más destacada: «essa é la luce eterna di Sigieri, / che, leggendo nel Vico de li Strami, / siloggizzò invidïosi veri» (Par. X, 136-138)¹⁰.
La cuestión decisiva de la Modernidad —la emancipación del ámbito secular— deviene desde el primer momento el lugar de fuerzas de una revolución que es a la vez subversión e inversión; es decir, bajo la apariencia de progreso, oculta una tendencia regresiva. Dicho casi en forma de entimema: puesto que los contenidos de la fe no pueden probarse según los presupuestos científicos, la ciencia debe convertirse en dogma de fe. Usurpa así hasta el último residuo de su legitimidad, hasta que, rodeada por completo, no quepa sino descartar su veracidad. Los actuales debates bioéticos planteados por las posibilidades que se han denominado transhumanistas son, en definitiva, el corolario apocalíptico de toda una época o, incluso si se quiere, de aquel que hemos llamado eón moderno. Si no existe más realidad que la construida socialmente, solo la ciencia —y un modelo histórico y cultural muy concreto de ciencia— justifica la noción misma de realidad.
Debe insistirse así en esa tensión constitutiva, interna a todo el proceso de la civilización occidental, entre la visión bíblica (Jerusalén) y la visión pagana (Atenas) de la historia. Ella también ayuda a explicar las razones de estos otros conflictos y la singularidad que han contribuido a perfilar. Karl Löwitz radiografió con precisión la paradoja resultante: «La imposibilidad de construir un sistema progresivo de la historia profana sobre la base de la fe tiene como contrapartida la imposibilidad de diseñar un plan pleno de sentido de la historia por medio de la razón»¹¹. Reducido a su mera materialidad el saeculum cristiano, el cosmos y el éschaton, el destino y la providencia, son meros constructos que devuelven las imágenes del caos y del azar. La risa nietzscheana se convierte en una risa pánica.
En pie siguen vigentes, pues, parodiados o remedados, los dos motivos fundacionales de nuestra cultura: la Creación y la Caída. Como meta y cumplimiento resuelven sus símbolos en mitos que no dejan de retener el fin del nihilismo que ellos mismos han engendrado.
¿Qué monasterio funda una poética?
Una poética del monasterio solo puede asumir de modo indirecto el deber de regresar a estos temas esenciales que constituyen nuestras bases antropológicas, casi como si estuviese dando un rodeo. Debe remontar el proceso de una anamnesis que es, a la vez, una anábasis. Tanto rescata el olvido de un recuerdo como emprende una vuelta atrás que no es descenso sino subida. Debe plantear no la nostalgia de los orígenes, sino el culto que, al renovarlo, recobra el gesto primero de la creación.
Los primeros monjes huyeron al desierto para escapar de un mundo perverso y en descomposición. La fuga mundi era también una fuga saeculi. Por su parte, los primeros frailes mendicantes, en la protomodernidad, instalaron sus conventos en los alrededores, cuando no dentro de las ciudades. Unos y otros, en sus monasterios y sus conventos, fuesen masculinos o femeninos, quisieron también dar el testimonio del misterio de la Salvación. Huir del mundo o regresar al mundo no constituyó su negación, sino que representaba la conciencia de su insuficiencia. El mundo pretende que nada más que él puede cubrir todas las aspiraciones del ser humano y que nada puede escapar al servicio que él asigna. Como el de todo cristiano, religioso o laico, el martirio del monje profesa, en cambio, que una sola cosa basta: Dios. Y el medio necesario que él practica de un modo radical: la oración sin descanso. Esta es también su vigilia: «Si fuerais del mundo, el mundo os amaría como cosa suya…» (Jn 15,19).
En el comienzo del periodo de los Descubrimientos, el concepto de «misión» acabó desarraigando las nociones de estabilidad y de permanencia también en la vida religiosa. «El mundo es nuestra casa», así explicaba el jesuita Jerónimo Nadal el carisma de Ignacio de Loyola. Erasmo había exclamado: «Monachatus non est pietas». Desde entonces se decretó poco menos que la piedad era incompatible con la vida monástica, aunque fuese en torno a un monasterio femenino, Port-Royal, finalmente destruido y profanado por orden de Luis XVI, donde se avivase el espíritu de una conciencia civil y laica que se oponía a las pretensiones absolutas del floreciente estado moderno.
El monasterio que esta poética que estoy ensayando pretende levantar se alimenta de esta trayectoria histórica en la que introduce siempre un excedente de sentido que no puede ser homogeneizado. No propone ningún plan ni articula soluciones generales. Se limita a querer cumplir lo que quiere