Gritos en Silencio
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Gritos en Silencio - Marcela Verónica Amado Lucena
1.
Nací en Argentina un 12 de mayo de 1977 en la provincia de San Salvador de Jujuy – Jujuy, que está situado al norte de Argentina, limítrofe con Bolivia, Chile, Brasil, Paraguay y Uruguay. Tengo dos hermanas maravillosas, Silvia y Karina, y un hermano que para mí es mi gemelo, porque siempre lo vi físicamente parecido a mí.
Amo muchísimo a mis hermanos y los echo muchísimo de menos. Con 23 años me separé de ellos, viniendo a España para darle a mi hermosa hija un mejor futuro y, desde ese entonces, mi dolor fue aumentando cada día más.
Sin embargo, toda mi infancia allí fue bonita, a la misma vez bastante dolorosa. Mis hermanas fueron mis mejores amigas. De hecho, llegó un momento que por culpa de un novio que tuve logró que nadie pudiera hablarme.
Por esa razón, las únicas amigas que me quedaron fueron ellas y hasta salíamos las tres de fiesta o nos juntábamos a tomar mate. Son las únicas que no me fallaron ni me fallarán jamás. Mi hermano, por otro lado, al ser más pequeño (nos llevamos seis años) yo le cuidaba siempre. Muchas veces venía llorando a casa porque le habían pegado en el colegio o en cualquier otro lugar. Así, iba yo a defenderle. Hacía el papel de hermana salvadora, cuando era pequeña era muy machona y me agarraba a piña con cualquiera que se metiera con él.
—¡Como le volváis a hacer algo…! ¡Como vuelva a casa de nuevo llorando…! —No hizo falta continuar las frases, ellos ya sabían lo que les iba a decir. ¡Era mi hermano pequeño! ¿Cómo no iba a defenderle?
Un día, en el parque del barrio Sta. Rita (560 viviendas), mi hermano volvió llorando porque Fernando, un vecino de enfrente de mi casa, le había pegado. Me fui corriendo a por él, con toda la rabia que tenía nos agarramos a trompazos libres… ¿Saben cómo terminó ese chico? Escupiendo la tierra del parque. Tengo que añadir que era un poco mayor que mi hermano, por lo que ese aspecto juega en mi ventaja.
Creo que fue en ese punto cuando entendieron que con mi hermano… ¡NO SE METE NADIE!
Si pudiera transmitir, aunque fuese por un segundo, todo el amor que le tengo a mis hermanas y hermano, os dolería el pecho. Es tan fuerte que llega a escocer, de verdad.
Soy muy extremista cuando amo, lo hago con todo mi ser. Siento que ya, con mi edad, no lo puedo cambiar (y tampoco es algo que me incomode). Es algo que me ha traído problemas, pero también muchísima felicidad y momentos preciosos.
Doy gracias a la vida por no haber experimentado aún el peso abrumador del odio hacia otra persona. A lo largo de mi existencia, ese sentimiento oscuro y desgarrador no ha encontrado espacio en mi corazón, a diferencia de cómo algunas personas lo han dirigido hacia mí. He sido testigo de palabras y actos tan dolorosos que han llegado al extremo de desear mi desaparición, llegando incluso al punto de expresar abiertamente que deseaban verme partir de este mundo. Sin embargo, encuentro consuelo en el hecho de que mi esencia se mantiene intacta y pura, resistiendo la corrosión del rencor y la hostilidad.
Cuando mi hermano creció y tuvo su primera novia, no sé cómo explicarlo, me sentía que tenía que cuidarle de otra manera. Por eso mismo, no quería que tuviese parejas, él soltero estaba muy bien. Pero no por el hecho de compartirle, todo lo contrario. Rechazaba completamente que le hiciesen daño, que pudiesen aprovecharse de él, o que se comportase mal con él. La protección aumentaba. Cuando llamaba por teléfono, le colgaba, y si no le decía que mi hermano no estaba. Lo mismo cuando le iban a buscar ella o sus amigos. Creía que nadie sabía de mis acciones, hasta que me llamaron la atención. No era tan sigilosa como yo lo pensaba.
Un día, mi madre me tuvo que decir que iba a venir a comer a casa y que más me valía que no hiciese ninguna tontería.
—Compórtate. Haz el favor —me dijo seria, intacta, sin hueco para la risa.
—Mamá, solo quiero que no le hagan daño… —Su respuesta me la transmitió con la mirada: «Se lo harán como a todos».
Así fue. Me comporté bien, no interpuse ningún límite, solo observaba desde la distancia, ya no volví a molestarla y, al poco tiempo, emigramos a España.
No estoy orgullosa de cómo me comporté con su novia, creo que me afectaron unos celos irremediables. Solo quería a mi hermano para mí y, en vez de protegerlo, iba a lograr que me odiase.
He vivido muy poco tiempo con mi hermana Silvia, cuando terminó los estudios obligatorios se fue a Córdoba a estudiar Técnico en Radiología, con dieciocho años. Desde que se fue ya no volvió a casa, solo en épocas de vacaciones. Cuatro años después, con veintidós años, tuvo a su primera hija Agustina. Hoy por hoy, Agustina es veterinaria y su hermana, Albana, la segunda de mi hermana, sigue sus pasos.
Karina es la que le sigue a mi otra hermana. Se fue de casa con dieciséis años pues a esa edad, quedo embarazada de mi cuñado, Víctor. Los dos tuvieron que escaparse de casa porque mis padres no querían que naciera mi sobrino. Era una niña. Sinceramente, mi hermana tuvo muchas agallas y luchó por su hijo. A mí me hizo tía con catorce años. Estoy muy orgullosa de ella por ese valor y su forma de ser tan valiente. Hoy tiene tres hijos: Leandro Fabricio, Maximiliano y Kaled, el pequeñajo y el más inquieto de los tres. Daniel el terrible se quedó demasiado corto a su lado.
Mi hermano Fede, que es el pequeño de todos, tiene una hija de momento. Su hija, la adorable Amaru, ilumina nuestras vidas con su belleza y su ingenio despierto. Con apenas seis primaveras en su haber, Amaru es una pequeña que destaca por su aguda inteligencia y su encanto innato, y ella, con su primo Kaled, son los únicos que me llaman «tía». Y me encanta escucharlos. Me hacen sentirme especial, los amo a todos por igual.
Es un amor profundo y equitativo el que siento por cada miembro de mi familia. Cada uno, desde la dulce Amaru, la más pequeña, hasta mi hermana Silvia, ocupan un rincón especial en mi corazón. A través de las risas, los abrazos y los momentos compartidos, se teje un lazo indeleble que me une a todos ellos, y por eso los amo con la misma intensidad y devoción.
2.
Recuerdo que desde que vivíamos en el Barrio de Ciudad de Nieva, tanto yo como mis hermanas nos íbamos andando al Colegio del Huerto, este era de monjas y privado. Yo tendría unos seis años. Estudié allí preinfantil, infantil, primero y segundo grado. Luego nos cambiaron a otro colegio, a uno privado. Este era de curas, se llamaba «Colegio del Salvador». Mientras ellas estaban allí, a mí me metieron en uno público, justamente donde estudió mi madre. Se llamaba «Colegio Obispo Padilla». Estuve un par de meses hasta que me aceptaron en el que estaban mis hermanas. No lo pasé mal, aunque ansiaba el día en el que me trasladasen.
Ciudad de Nieva no lo recuerdo muy bien. Solo recuerdo sufrir mucho, porque regalaron los cachorros de mi perrita Deysi y de salir llorando de casa de no sé quién porque me eligieron reina para desfilar en un carruaje para niños que se hacía en el barrio. Vuelvo a repetir, ¿a esa edad quién recuerda tantas cosas?
Mi paso por el Colegio Obispo Padilla fue breve, solo unos pocos meses. Era un colegio público, y una de las cosas que destacaba era cómo el Gobierno proporcionaba todo lo necesario para nuestra formación. Entre esos suministros se incluían libros, lápices, cuadernos y toda suerte de cosas que necesitábamos. Era una especie de paquete completo para ayudarnos a aprender.
Recuerdo que al volver a casa, mi mochila a menudo estaba vacía. No porque hubiera olvidado algo, sino porque solía regalar todo a mis compañeros. Mi mamá solía comentar que volvía sin nada porque compartía todo lo que tenía con mis amigos de clase. No podía evitarlo, sentía una especie de empatía por ellos. Sabía que muchos de mis compañeros provenían de familias con menos recursos, y eso me conmovía profundamente.
Para que entiendan un poco cómo funcionaba la educación en Jujuy, si asistíamos a un colegio privado, era porque nuestra familia podía permitírselo. No necesariamente significaba que éramos ricos, ya que los precios no eran tan elevados, pero las diferencias sociales eran mucho más notables que en Europa. Si éramos de clase media, podíamos costearlo y pagar la matrícula por cada uno de nuestros hijos, y eso es precisamente lo que hicieron nuestros padres. No les importó invertir tanto dinero en la educación de los cuatro mientras tuviéramos una buena formación. Por otro lado, si optábamos por una escuela pública, nos encontrábamos con una gran cantidad de niños, con variedad de recursos económicos. La disparidad en la calidad de la educación era considerable, pero muchas familias no tenían la opción de elegir: sus hijos asistían a las escuelas públicas.
Hay algo que debo destacar y es que la enseñanza pública, en todos los niveles de primaria, secundaria y hasta la universidad, es gratuita. Pero la inestabilidad económica que afrontábamos en el país muchas veces interrumpía el proceso educativo en las escuelas públicas, generando incertidumbre en las familias.
Esta disparidad en la estabilidad, en los momentos en los que yo estaba estudiando, era considerable. Por consiguiente, mi familia decidió matricularme en un centro privado, donde encontrase una mayor estabilidad.
En los colegios privados, rara vez experimentábamos huelgas de profesores, lo que brindaba una sensación de continuidad y calidad en la educación. Era reconfortante saber que nuestras clases no se detendrían por conflictos laborales. En cambio, en las escuelas públicas, parecía que siempre había alguna