El sastre que llegó al cielo y otros cuentos
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Estos cuentos son prácticamente desconocidos para el gran público, pues todos ellos aparecieron en revistas o periódicos, de forma aislada y al margen de las numerosas ediciones de la colección realizadas en vida de los hermanos. Precisamente por ello han permanecido así con su forma original.
Jacob y Wilhelm Grimm
Jacob y Wilhelm Grimm (Hanau, Alemania, 1785-1863 / 1786-1859). Filólogos de formación y estudiosos del folclore. Fueron profesores universitarios en Kassel, en Gotinga y en la Universidad Humboldt de Berlín. Recorrieron su país hablando con los campesinos, con las vendedoras de los mercados, con los leñadores y recogiendo historias de los lugareños, además de estudiar la lengua y el antiguo folclore de la región. Fruto de este trabajo son sus cuentos, entre los que destacan Hansel y Gretel, Blancanieves, etc., que recopilaron con el título de Cuentos de hadas de los hermanos Grimm.
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El sastre que llegó al cielo y otros cuentos - Jacob y Wilhelm Grimm
Jacob y Wilhelm Grimm
El sastre
que llegó al cielo
y otros cuentos
Traducción del alemán y epílogo de
Isabel Hernández
019EL CUENTO DEL FIEL COMPADRE GORRIÓN
Érase una vez una cierva que había dado a luz a un cervatillo y le pidió al zorro que fuera su padrino. El zorro invitó a su vez al gorrión y el gorrión quiso también invitar al perro, su amigo particular. Pero al perro su amo lo había atado a una cuerda, porque en una ocasión había regresado a casa completamente borracho. El gorrión dijo:
—Eso no tiene mucha importancia. —Y fue picoteando uno tras otro los hilos de la cuerda hasta que el perro quedó libre.
Entonces fueron juntos al banquete del compadre y se divirtieron mucho, pero el perro se olvidó de su situación y volvió a excederse con el vino; al volver a casa iba tambaleándose y acabó tumbándose en medio del camino. Acertó entonces a pasar por allí un carretero y estaba a punto de atropellarlo.
—Carretero, no lo hagas —le gritó el gorrión—, te costará la vida.
Pero el carretero no le prestó atención y pasó sus caballos justo por encima del perro, y las ruedas del carro le partieron las patas. El zorro y el gorrión arrastraron al compadre hasta casa; cuando su amo lo vio dijo que estaba muerto y se lo dio al carretero para que lo enterrara. El carretero lo cargó en el carro y continuó su marcha. El gorrión iba siempre a su lado exclamando:
—¡Carretero, te costará la vida!
O bien se posaba sobre la cabeza de un caballo y exclamaba:
—¡Carretero, te costará la vida!
El carretero se enfadó, echó mano a su azada y la levantó para golpearlo, pero el gorrión salió volando y el carretero le dio a su caballo en la cabeza, de forma tal que cayó muerto. Así pues, continuó su camino con los otros dos; entonces el gorrión regresó, se posó en la cabeza del otro caballo y exclamó:
—¡Carretero, te costará la vida!
El carretero volvió a darle un golpe, pero solo acertó al caballo, que cayó muerto. Con el tercero ocurrió exactamente lo mismo: el carretero estaba furioso y no esperó mucho, sino que lanzó el golpe al instante, de modo que ahora todos sus caballos estaban muertos y tuvo que dejar allí el carro. Regresó a casa enojado y envenenado, y se sentó detrás de la estufa, pero el gorrión llegó volando, se posó ante la ventana y exclamó:
—¡Carretero, te costará la vida!
Este, furioso, le da un golpe a la estufa, y como el pájaro va saltando de un lado a otro, acaba dándole a todos sus enseres y a las paredes de su casa. Por fin atrapa al pájaro:
—¡Ahora te tengo! —Se lo mete en la boca y se lo traga.
Pero el gorrión empieza a mover las alas dentro del cuerpo del carretero, aleteando llega hasta su boca, saca la cabeza y exclama:
—¡Carretero, te costará la vida!
Entonces el carretero le da la azada a su mujer:
—¡Mujer, quítame al gorrión de la boca de un golpe!
Pero la mujer falla el golpe y le da en la cabeza al marido, que cae muerto al instante, y el gorrión se largó de allí.
Publicado en el primer volumen del Deutsches Museum (Museo alemán) editado por Friedrich Schlegel. Viena, 1812, págs. 412-414.
EL CUENTECILLO DEL RATÓN FURTIVO
Dram, un rey de la antigua Franconia, vivió en la segunda mitad del siglo VI, y se lo ensalza frente a otros muchos por haber sido un gobernante piadoso, clemente y bondadoso. Un día fue al bosque a cazar con muchos de sus vasallos. Pero aconteció, como suele ocurrir, que unos y otros se fueron perdiendo por el camino y al final el rey se quedó solo en la espesura con uno que le era especialmente fiel y lo quería mucho. A causa del calor y la fatiga le sobrecogió entonces un gran cansancio, reclinó la cabeza sobre el regazo de su acompañante y se durmió. Estando así dormido, el fiel sirviente que lo vigilaba vio de repente a un animalito que salía en silencio de la boca del rey y se marchaba corriendo. Allí cerca había un arroyo muy pequeño; hasta él se dirigió el animal yendo de un lado para otro, pues quería cruzarlo, pero no podía. Cuando el compañero de armas lo vio en este atolladero, sacó su espada de la vaina, la tendió sobre el arroyo ante el animalito y este cruzó de inmediato por encima de la espada desnuda. Tras esto observó cómo el animal continuaba andando hasta que se detuvo ante una montaña; había allí un agujero por el que se coló. Pasado un rato volvió a salir por esa misma abertura, cruzó el arroyo por encima de la espada y, de un salto, volvió a meterse en la boca del adormecido rey, de la que había salido.
Gundram despertó poco después y en ese mismo instante le contó a su vasallo que había tenido un sueño muy extraño. Había soñado que cruzaba un río por un puente de hierro y llegaba hasta el interior de una montaña hueca, donde había visto grandes montones de oro. Su compañero de armas le contó entonces lo que había sucedido en realidad. Ambos se pusieron en camino y llegaron hasta la consabida montaña, donde hallaron un ingente tesoro de oro que estaba allí oculto desde tiempos inmemoriales. De ese exquisito oro el rey mandó después hacer sagrados cálices.
Publicado en el número 24 de los Friedensblätter (Pliegos pacifistas), 1815, pág. 95.
UN CUENTECILLO
Érase una vez, hace muchos muchos años, una pobre mujer; aunque era tan pobre, le hubiera gustado tener un niño, pero no llegaba ninguno y no pasaba noche ni día en que no lo anhelara más que el enfermo anhela una bebida fresca o el tabernero huéspedes con ganas de juerga. Aconteció entonces que el marido de esta mujer pensó: «Voy a ir al bosque a por unos haces de leña, así saldré de casa y dejaré de oír este lamento constante». En estas se marchó, buscó la leña y estuvo ocupado todo el santo y largo día, y por la noche regresó a casa con un buen hatajo de leña que dejó en la sala. Y mira por dónde, salió de entre las ramas secas una culebrilla, pequeña y escurridiza; apenas la vio la mujer, sacó de su pecho un profundo suspiro y dijo:
—Las culebras tienen sus culebritas, las personas sus hijitos; yo, pobre mujer, estoy sola en el ancho mundo, sin hijos, como un árbol maldito que no da frutos.
Al oír estas palabras la pequeña culebra levantó su cabecita y miró a la mujer:
—Deseas un hijo y no tienes ninguno; tómame a mí en lugar de a tu hijo, te querré como a mi verdadera madre.
Al principio la mujer se asustó mucho al oír hablar a la culebra, pero pronto recobró el ánimo y respondió:
—¡Sea! Me contento con esto, y si te quedas a mi lado te cuidaré y te protegeré como si hubieras yacido bajo mi corazón.
El campesino tampoco tuvo nada en contra de que la culebrilla se quedara en casa y creciera allí; la mujer le asignó un rincón de la sala para dormir y todos los días le llevaba leche y buenos bocados, y poco tiempo después se habían acostumbrado ya unos a otros, los humanos a la culebra y la culebra a los humanos, y pensaban simplemente que siempre habían estado así. Pero la culebrilla creció y con el buen alimento fue desarrollándose más y más cada día y, cuando hubo crecido del todo, se convirtió en una serpiente poderosa y grande, a la que la sala le resultaba demasiado estrecha. Un día se incorporó y dijo:
—Padre, quiero casarme.
—No tengo inconveniente —dijo el campesino—, ¿cómo lo hacemos? Te buscaremos una serpiente hembra, que sea igual que tú, con la que puedas celebrar una boda.
—No quiero emparentar con serpientes ni dragones que se arrastran por entre espinos y matorrales, deseo a la hija del rey; ve, mi campesinito, no me hagas esperar mucho, ve a ver al rey y cógela, y si te