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La coctelería
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Libro electrónico186 páginas2 horas

La coctelería

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Información de este libro electrónico

La aparición de un cadáver en una coctelería abandonada en el centro de Madrid será el detonante de una investigación en la que nada es lo que parece.

Infidelidades, rencillas familiares y viejos conocidos serán los últimos ingredientes necesarios para convertir esta aventura en un cóctel explosivo.
IdiomaEspañol
Fecha de lanzamiento25 oct 2024
ISBN9788468584799
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    La coctelería - Francisco N. Morujo

    Introducción

    Cuando abrió los ojos, el AVE procedente de Valladolid partía tras una breve parada en la estación de Segovia. En menos de media hora estaría apeándose del tren en la estación de Chamartín. El sueño de toda su vida iba cogiendo forma de realidad inminente y Alba Garrido, por fin, iba a ejercer de aquello que siempre había soñado con ser: policía nacional.

    Natal del Burgo de Osma e hija única en una familia humilde del pueblo, su padre, que dirigía con éxito una nave de crianza de pollos para el consumo de carne, y su madre, que trabajaba en el balneario de la ciudad, siempre procuraron el mejor porvenir de su única hija.

    Salió muy pronto del pueblo para irse a estudiar y trabajar a Valladolid. Desde una edad muy temprana sentía admiración por la Policía Nacional y había empezado a preparar la oposición. Ante la opinión en contra de sus padres, había dejado sus estudios una vez terminado el bachiller para ser vigilante de seguridad, trabajo que compaginó durante tres años hasta aprobar la oposición a la Policía.

    Antes solo había estado una vez en Madrid, una excursión organizada por la peña Los Pajaritos al estadio Santiago Bernabéu para ver en directo en el coliseo madridista un partido entre el Real Madrid y el Numancia, equipo de referencia en las tierras sorianas de donde ella venía. Pero en su nuevo viaje llegaba para quedarse.

    Bajó del tren y cogió un cabify advertida de la picaresca de algunos de los taxistas de Madrid, que sin duda perjudicaba a la fama y al negocio de la gran mayoría. Se dirigió al apartamento donde iba a alojarse y, una vez dejadas allí sus cosas, fue directamente a la a Ciudad del Automóvil de Leganés. Allí le esperaba el regalo de sus padres por su reciente veinticuatro cumpleaños, un cochecito eléctrico que le sería muy útil en la gran ciudad.

    Recogió el coche y con mucha decisión lo ajusto a sus medidas y puso el GPS con dirección a la que sería su primera comisaría como policía en prácticas. Situada en el centro, en una calle angosta paralela a la Gran Vía y a pocos metros de la plaza de España, la comisaría de Leganitos es un establecimiento policial mítico para los lugareños de la zona, si es que en Madrid queda aún algún lugareño.

    Durante el trayecto, llena de emoción y alegría, no podía imaginarse las aventuras que le esperaban.

    1

    La coctelería

    Había hecho ese recorrido millones de veces. Bajo por la calle Leganitos, hasta el metro plaza de España, giro a la derecha y a cruzar la Gran Vía por el semáforo para enfilar después la subida de la calle Reyes hasta llegar al ascensor del metro. Después de tantos años desconocía si eso era plaza de España o Noviciado, pero lo que tenía claro era que allí, enfrente de ese ascensor estaba el mejor bar de la zona. Daba igual la hora del día —o de la noche—, al final, Richard, un inglés afincado en Madrid y propietario del bar, siempre sabía qué ofrecer.

    La coctelería, como le gustaba decir a Richard, estaba cerrada y Richard, jubilado, viviendo su vejez en la Costa del Sol como tantos ingleses. Sin embargo, el inspector Goycoechea llevaba varios días haciendo una y otra vez el recorrido de siempre. Cruzaba por la calle y por la estación del metro, rodeaba por otras calles adyacentes e incluso era capaz de bordear todo el barrio entero, si encontraba algún novato dispuesto para llegar a aquel lugar en el coche patrulla, porque Goycoechea debía ser el único policía del mundo que no sabía conducir.

    Estudiaba todo, cualquier callejón, cualquier acceso, cualquier escondite por recóndito que este fuera. Escudriñaba cualquier esquina o resquicio que pudiera haberle pasado inadvertido en la vuelta anterior.

    «Coches, personas, locales…; cualquier cosa podría ser útil en estas circunstancias», se decía a sí mismo. Pero una y otra vez volvía a la oficina frustrado, quizá desanimado por no haber obtenido resultado alguno.

    Absorto en sus pensamientos, removía papeles y trataba de descifrar lo indescifrable una y otra vez y, al final, siempre el mismo resultado: «Cristo del Gran Poder, ¿qué coño es esto?».

    Todos en la comisaría le respetaban y sabían que cuando el inspector Goycoechea fruncía el ceño más de la cuenta o su rostro era demasiado serio, era mejor no dirigirse a él pasara lo que pasara. Sentado en su oficina y mirando al techo, ese viejo techo con luces fluorescentes de las que ya no se utilizan, algunas de ellas fundidas desde hacía años, intentaba ordenar las ideas tecleando en su vieja máquina de escribir Olivetti 33. Viéndole por una cámara oculta, nadie creería que ya hacía dos décadas que estábamos en el siglo xxi. Le gustaba tenerlo todo escrito en una especie de diario que hacía de cada caso en el que trabajaba y que archivaba cuidadosamente; lo hacía desde el inicio de su carrera.

    Había resuelto miles de casos, más fáciles, más difíciles, más cruentos, pero… «ahora mismo estoy metido en una novela de un escritor malo que no sabe cómo proseguir», pensaba para sí mismo mientras sonreía cuando en ese pensamiento se veía siendo «el profesor Langdon en una de Dan Brown».

    —¡AY…! ¡¡Ya me gustaría!! —dijo esta vez en voz alta y suspiró.

    Media comisaría le miraba atónita. Le miraron, pero nadie se atrevía a decirle nada. Tan solo el comisario, de vez en cuando, se acercaba para preguntarle si había obtenido algún dato nuevo, alguna buena nueva de la que poder presumir y contársela a sus superiores o quién sabe si a la prensa. Goycoechea no contestaba en la mayoría de las ocasiones, solo su gesto valía para que el comisario supiera que la pregunta no tenía respuesta o que si el inspector respondía sería un sutil: «Váyase usted a tomar por el culo, señor comisario».

    De repente, sonó el teléfono.

    2

    Goycoechea

    Lo que peor llevaba de su trabajo era no poder resolver un caso. Esa viuda, ese hijo, ese padre… No poder darles explicaciones ni entregarles un culpable cuando habían perdido de forma abrupta a un ser querido era una idea que aterraba al inspector Miguel Goycoechea.

    Un hombre de Dos Hermanas, andaluz en todo menos en su apellido. Su bisabuelo había caído por casualidad en Sevilla y decidió cambiar la lluvia del norte por el sol que manda en el sur. Y allí estuvo y aún estaba su familia, a excepción del bisnieto que trabajaba en la capital.

    Había pocos vascos en Sevilla, pero la familia de nuestro inspector cumplía con creces los ocho apellidos vascos, se habían emparentado entre ellos como si pensaran fundar el filial del Athletic Club de Bilbao.

    Alto, vigoroso y todo lo en forma que le permitían estar su trabajo y su edad, porque ya peinaba canas. A punto de jubilarse, soñaba con volver a Dos Hermanas en su retiro, quizá allí y ya retirado de toda actividad, consiga echarse novia o novio, que nunca se sabe, y formar la familia que no había podido volver a tener desde que separó.

    En su quehacer como agente del Cuerpo Nacional de Policía era como una especie de reservista. Tenía carta libre para hacer cuanto quisiera mientras no fuera necesaria su actuación.

    Hombre prudente y cauteloso, con tesón y un conocimiento de la psique del delincuente digno de las series americanas, solo contaban con él como último recurso cuando el resto de los investigadores no eran capaces o cuando la situación era tan rara que hacía falta una visión más propia de un chamán o un vidente que de un policía.

    Renegaba de los nuevos métodos, pensaba que no sabían investigar sin ADN, sin pruebas científicas, en fin, reclutando hechos y testigos como tantas veces él había hecho, atando cabos en una pizarra.

    De nuevo le habían llamado y sus miedos volvían a escena. El Ducados le ayudaba a llevarlo mejor.

    3

    Una llamada

    —Inspector Goycoechea, dígame —contestó al teléfono, llevaba años haciéndolo así.

    Camarero Richard, jubilado —contestó una voz jocosa al otro lado del teléfono, seguido de una amplia carcajada—. ¿Cómo estás, Michael? —prosiguió la voz en un espanglish de Carabanchel digno de envidiar.

    —Jodido —espetó el policía—, te he llamado lo menos setenta veces en tres días. ¿Dónde coño te metes?

    Oh, my friend, aquí vivo muy trancuilo, no estoy pendiente del teléfono, ¿alguna novedad?

    ¿Trancuilo? —el inspector no salía de su asombro—. Te juntas mucho con ingleses por allí, se te está olvidando hablar.

    Ja, ja, ja… Me he echado novia. —«Que ya es hora con 63 años», pensó el policía—. Y, claro, el idioma lo sufre, pero… no creo que me llames con tanta prisa para cotillear mi vida. Además, Michael, te conozco desde que bebías Licor 43 con naranja. Te noto nervioso.

    Era cierto, allá por el año 82, en plena movida madrileña, el inspector tomaba esa bebida tan exótica que era algo así como masticar azúcar. Fue de los primeros clientes de la coctelería, así era como llamaba Richard a aquel bar ambientado como un pub inglés, de los primeros que hubo en Madrid. La coctelería pronto triunfó en aquellos años locos, y se dice que muchos artistas pasaban por allí, también políticos y gente de malvivir. Ambos eran dos veinteañeros que venían a comerse Madrid o lo que les pusieran por delante.

    —Richard… —murmuró Goycoechea, dejando después un silencio tenso más propio de un concurso de televisión que de una conversación telefónica con un amigo.

    Fuck!!, Michael, me estás asustando, habla de una puta vez —dijo el camarero, perdiendo un poco la paciencia.

    —No grites, coño, y escucha atentamente —respondió el inspector con voz acongojada e intranquila—. Ha aparecido un cadáver en la coctelería.

    ¡¿Cómo?! —dijo Richard entre exclamación y pregunta.

    «Eso digo yo: ¿cómo? —pensaba el inspector—. Nada forzado, nada roto, ningún testigo. ¡Ningún testigo en la Gran Vía!, ¡¡por el Cristo del Gran Poder!!».

    —Querido amigo, antes de irme de Madrid dejé la gestión del local a una empresa para que lo alquilara a buen precio y a buen inquilino, ya sabes…

    —¿Cuántas llaves hay?

    Solo la que ellos tienen y la que tengo yo en mi poder, aquí conmigo.

    —Pues tenemos un problema —zanjó el inspector despidiendo la conversación.

    Y vaya si lo tenían, un cadáver en mitad de Madrid, en un local en

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