Benchley, Peter - 1979 La Isla
Benchley, Peter - 1979 La Isla
Benchley, Peter - 1979 La Isla
Peter Benchley
Manuel traía bajo el brazo las dos últimas botellas, que eran de Armagnac,
de tres cuartos de litro. Tenía medio entumecidas las piernas, de tanto acuclillarse
en la cala. Deseoso de estirarlas antes de que se presentara el calambre, apresuróse
hacia la popa. En la abierta trampilla las sombras de las botellas dispuestas en la
cubierta superior habían sido engullidas por la de un hombre.
—Con estas dos termino, señor Dickie.
El Portavoz del Salvador se estaba despidiendo: «Y bien, camaradas de a
bordo, suena, en el Puerto del Buen Reposo, la hora de plegar velas...»
Fue el hedor lo primero que percibió Manuel: la espesa fetidez de lo
podrido. El chico había olido algo semejante en una ocasión, cuando, muerta y
medio devorada por los perros, una cabra empezó a descomponerse en el campo de
un vecino. Llegado a la escotilla, tendió las botellas, que nadie tomó, sin embargo.
El hedor le hacía lagrimear. Al alzar la mirada, vio los pies.
«...hasta mañana, cuando levemos anclas, para singlar juntos los bajíos de
la vida...»
Manuel se detuvo al pie de la escotilla, helado. Una gota de sangre cayó en la
alfombra, frente a él. Una mano alcanzó el amplio cinto de cuero y retiró de él un
arma totalmente desconocida para el muchacho. Un pulgar hizo retroceder el
percutor y Manuel sintió el cuerpo recorrido por un escalofrío. Cerró los ojos y,
todo en la fracción de un segundo, oyó un chasquido, luego un psst y, por último,
un resonante boom.
Al caer de espaldas se dio de cabeza contra el borde de la escotilla. Según se
desplomaba en la cala percibió ruido de vidrios rotos y olor de alcohol que se
mezclaba con otro, de sulfuro. Sintió dolores en la cabeza y un espasmo en los
intestinos.
Y todavía alcanzó a oír: «... y recuerden, camaradas de a bordo, que el viento
sopla siempre a favor cuando Jesús es el patrón de la nave».
2
Una vez más, Blair Maynard llegaba tarde a la oficina, donde le esperaban a
las diez. Pero se daba el caso de que había estado en pie hasta las dos y media de la
madrugada terminando un artículo de los que escribía por cuenta propia para
revistas de compañías de aviación. Esos encargos —críticas de cine o teatro, o
entrevistas con alguna celebridad, que le reportaban 750 dólares por un texto de
mil o mil quinientas palabra— solía despacharlos en unas pocas horas, fuera por la
tarde o por la noche. Pero en aquella ocasión se había empleado a fondo, porque le
interesaba el tema: el reciente descubrimiento submarino, al borde de una de las
Bahamas, de lo que se hubiera dicho escalinatas y losas precolombinas. El análisis
de los testimonios le había dejado insatisfecho: nadie parecía saber a ciencia cierta
qué representaban esas piedras. Obra, probablemente, de la naturaleza, ella misma
las había desgastado. Aunque la realidad podía ser otra. Y sondear el pasado en
busca de los artífices de esa obra y sus posibles motivos había resultado una
diversión.
De todas formas, aún sin el trabajo, Maynard hubiera encontrado alguna
excusa para trasnochar lejos del apartamento que, desde la marcha de su esposa y
su hijo, que habían arramblado con la mayor parte del mobiliario, los cuadros, las
cortinas y las alfombras, era un lugar que prefería evitar. Amueblado, cuando lo
estuvo, constituía una morada impersonal,
pero habitable, poblada de cosas cúbicas. Mas ahora, vacío y descuidado, no era
sino una celda salpicada —decidió Maynard— de cajas de camisas y escupitajos.
En los dos primeros meses posteriores a la marcha de si esposa no había
pasado en casa más allá de diez noches. Lo remediaba visitando locales nocturnos
donde solía encontra chicas de vistosas piernas, a quienes se lamentaba de la
multitud de recuerdos penosos que reunía su apartamento. Y, tras unos whiskies y
algunas anécdotas inventadas a propósito de su oficio de periodista, las más de las
veces la chica le invitaba a pasar con ella la noche.
A esas alturas, sin embargo, el ímpetu —nacido de la separación— que le
impulsaba a recorrer las camas de todo el elemento femenino de Manhattan tocaba
a su fin. Encarnar el prototipo del disipado que despierta junto a mujeres de cuyo
nombre no guardaba memoria, excitadoras de sus fantasías, había resultado
divertido durante una temporada. Pero el entusiasmo acabó perdiendo color con la
repetición.
De haber estado dispuesto a llevarlas adelante, una o dos de esas relaciones
femeninas hubieran podido dar sus frutos. Pero Maynard no estaba todavía en
situación de comprometerse con nada ni con nadie. Por eso su vida, empezando
por lo sexual, iba a la deriva. En ocasiones topaba contra otro barco como él sin
rumbo, se unían brevemente y, luego, partía otro vez al garete.
Cruzando la Madison Avenue a la altura de la Calle Cincuenta y Cinco, y al
alzar la vista hacía lo alto del edificio de Newsweek, vio saltar de las 10:59 a las
11:00 los dígitos de reloj que lo coronaba. Ya en el interior de la sede de Today
Publications, cambió unas agudezas con el guarda que vigilaba el funcionamiento
del conjunto de ascensores y en uno de ello se trasladó a la decimoctava planta,
donde, tal como tenía previsto, pudo cortar el paso, antes de que se metiese en el
ascensor de servicio, a la mujer que vendía emparedados procedentes del carrito de
Schrafft’s.
El despacho de Maynard era uno de los doce cubículos que daban a la
Madison Avenue. De doce metros de superficie y color verdemar, contenía dos
escritorios (uno para él y el otro para su ayudante), dos libreros, dos máquinas de
escribir, dos teléfonos y un armario archivador. Por toda decoración, las paredes
mostraban una docena de cubiertas del Today, testimonio de los reportajes de
importancia que Maynard había producido en los diez años que llevaba en la
editora.
Toda esa década la había pasado en el mismo despacho, pese a lo cual su
nombre nunca había figurado en la puerta. Cuando era redactor de espectáculos, el
rótulo que la distinguía rezaba: «Espectáculos». Luego fue «Deportes»; más tarde
(y durante un breve período), «Ciencias»; después (y todavía más fugazmente),
«Artes Visuales». En los últimos tres años, el texto de la placa había sido:
«Tendencias». Cuando la puerta estaba cerrada —es decir cuando Maynard se
dedicaba a negociar por teléfono algún encargo particular—, un ingenuo que por
allí transitase hubiera pensado que detrás de ella se encontraba en febril actividad
un Marshall McLuhan de la Madison Avenue, un próspero Tom Wolfe, o, cuando
menos, un liberadísimo columnista que viviera los pálpitos de la sociedad pop. Es
poco probable que el tal ingenuo imaginase al redactor de las «Tendencias» del
Today conforme a su realidad personal: un tipo flaco y larguirucho, de treinta y
cinco años de edad, que fumaba Lucky Strike, leía libros de historia, consideraba a
Frank Sinatra el mejor creador de canciones que habían dado los últimos
veinticinco años, había necesitado la amenaza de una condena de cárcel para
desprenderse de la colección de armas que le legara su padre e ignoraba, y le tenía
sin cuidado, lo que pudiera distinguir al Monkey Hustle del Pet Rock.
Uno de los pocos fenómenos sociales que sí interesaban a Maynard era
Dena Gaines, su ayudante, una joven de veintiséis años que merecía ser calificada
—cualesquiera fuesen los cánones generacionales empleados— de asombrosa. De
pómulos prominentes, dotada de una fina nariz positiva y negros cabellos que por
pocos centímetros no le alcanzaban el talle, todo en ella, piel, manos, ropa, melena,
perfume, era de una limpieza inimaginable. Dena era gentil, modesta, pulida en el
lenguaje, inteligente y trabajadora. Sentía, además, gran afición por Maynard, no
en lo sexual (una vertiente de sus personalidades que ambos reprimían durante las
horas de trabajo y a la que ninguno de los dos había propuesto dar rienda suelta
concluida la jornada), sino en el sentido del afectuoso interés que le hubiera
podido mostrar una hermana.
Más nada de todo esto tenía que ver con la fascinación que la joven ejercía
sobre Maynard. Lo que le subyugaba era el hecho de que Dena fuese la única mujer
(es más: la única persona), de cuantas él conocía, que confesara su condición de
sadomasoquista practicante y buscadora (aunque tímidamente) de prosélitos.
Llevaba trabajando con él tan sólo dos semanas cuando le anunció, discreta pero
abiertamente, que era devota del culto al dolor, y, a partir de ese momento, habíase
ofrecido periódicamente a convencerle de que el sufrimiento intenso era la senda
que conducía a la conciencia sensual y al conocimiento de sí. Si bien nunca había
aceptado la oferta, Maynard no lograba, tampoco, agotar su curiosidad por los
pormenores de la vida de Dena. Y luego justificaba lo más lúbrico de sus
ensoñaciones diciéndose que investigar las zonas marginales de la moral
americana formaba parte de su trabajo.
Al entrar en el despacho encontró a Dena cotejando el artículo que había
compuesto él para la edición de la próxima semana, cuyos extremos subrayaba en
rojo, una vez satisfecha de su autenticidad.
—Buenos días — la saludó camino de su escritorio. Ella alzó la mirada.
—¿Todo en orden?
—Claro. ¿Por qué no había de estarlo?
—Por nada, en particular. Es que me inquieto, cuando llega tan tarde.
Siempre temo que le haya ocurrido algo malo.
—No se inquiete. Mis peores trances no van más allá de una caída desde la
cama, cuando tengo una pesadilla.
Ella sonrió. Según tomaba un sorbo de café, Maynard advirtió que llevaba
Dena un vestido sin escote y un pañuelo anudado al cuello.
—¿Qué se tapa con eso?
Dena se sonrojó.
—Nada.
—Vamos: ya sabe que mi única fuente de excitación es usted.
Tras una vacilación, Dena explicó:
—Son mordiscos.
—¿Chupetones, quiere decir? — replicó Maynard esforzándose por mostrar
desencanto —. A todos nos dan alguno que otro, de vez en cuando.
Provocada, Dena se volvió hacia él y bajó el pañuelo.
—Mordiscos.
Maynard reparó en las inconfundibles marcas incisas.
—¡Cristina santísima! —reculó Maynard—. Eso debió hacerle un daño de
todos los demonios.
—Digo —sonrió Dena al tiempo que se ajustaba el pañuelo y volvía a su
trabajo.
Maynard se procuró del librero sendos ejemplares del Daily News, el Wall
Street Journal y el Christian Science Monitor, que colocó, desplegados, encima de
la mesa. El Times lo había leído en casa, y ahora revisaba los titulares de los demás
diarios, a la busca de temas de posible uso para «Tendencias». Convencer al
redactor jefe del interés de un artículo siempre resultaba más sencillo si el asunto
había sido tratado, siquiera lateralmente, en alguna otra publicación. Las ideas
originales eran objeto de duda, un estado de cosas que Maynard calificaba de
Paradoja de la Confirmación: si bien la revista le pagaba 40.000 dólares anuales
por aportar ideas originales a su sección de «Tendencias», el criterio imperante era
(y ahí empezaba la paradoja) que, si alguno de los temas propuestos por Maynard
fuese verdaderamente digno de aparecer en un semanario, ya lo hubiera hecho en
alguno de los que gozaban de mayores recursos y mejor servicio de noticias, o en la
prensa diaria.
Un año atrás, y en ocasión de un viaje a Florida, Maynard había descubierto
que una firma que organizaba giras turísticas para escafandristas aceptaba, en
contra de todo lo preceptuado en el ramo, clientes por completo desprovistos de
entrenamiento. Maynard propuso al redactor jefe un artículo, que aquel rechazó
pese a la constatación de que dos personas habían pagado con la vida su
inexperiencia y desconocimiento del escafandrismo. Contrario a enterrar el asunto,
Maynard había transmitido el resultado de sus investigaciones a un colega del
Times. Cuando el artículo apareció finalmente en el periódico, el redactor jefe de
Today apremió a Maynard a rescatar el tema para la revista usando como punto de
partida, por supuesto, el artículo publicado por el diario.
Maynard envió el Daily News a la papelera y se puso por delante la primera
página del Wall Street Journal.
El Journal, por lo general, no resultaba de utilidad alguna como fuente de
inspiración para «Tendencias». Los extensos artículos a que consagraba las
columnas uno, cuatro y seis de su primera plana solían responder al espíritu de
«Tendencias», pero estaban tratados con tal minuciosidad y riqueza de detalles,
que no ofrecían a ningún semanario posibilidades de ampliación. Maynard
admiraba esas colaboraciones y sentía envidia hacia sus autores, algunos de los
cuales obtenían plazos de hasta un mes para llevarlas a término. Si el Reader’s
Digest sintetizaba determinados artículos del Journal, Today no podía pensar en
intentar un plagio.
A punto ya de pasar al Christian Science Monitor, reparó Maynard en una
breve gacetilla que cerraba la primera columna de la página frontal, titulada «El
qué de las noticias».
«DESAPARECIDO», rezaba el encabezamiento. Y el texto era el siguiente: «En
la isla tropical de Navidad se da cuenta del retraso de varias fechas tras el cual
sigue sin atracar el Marita, un crucero de lujo dedicado a la pesca deportiva, que,
matriculado en la Gran Bahama, debía recoger allí a su capitán y a un grupo de
turistas el martes.
«Según datos de la Guardia Costera, un total de 610 embarcaciones de 20 o
más pies de eslora han desaparecido en los últimos tres años en las zonas del
Caribe, las Bahamas y las costeras del Golfo de México, con una pérdida de vidas
humanas que se cifra, por lo menos, en las 2,000.»
Maynard releyó la gacetilla concentrándose en su segundo párrafo. ¿Cómo
podían desaparecer 610 embarcaciones así, por las buenas?
Journal en mano, salió al pasillo y encaminóse hacia el despacho del fondo.
La puerta estaba abierta y Leonard Hiller, el redactor jefe a cuyo cargo corrían
diversas secciones de la revista, y entre ellas «Tendencias», dedicábase a librar una
disputa telefónica.
Maynard se detuvo indeciso en el umbral, hasta que la secretaria de Hiller
reparó en su presencia.
—Puede usted entrar —dijo—. Es sólo un ataque de los que suelen darle. Se
le han cargado el artículo de Woody Allen.
—¿Y eso?
—Una guerra civil, me parece.
Según Maynard se acomodaba cabizbajo en el sillón que daba frente al
escritorio, el redactor jefe alzó las cejas e hinchó los carrillos en testimonio de la
frustración que le procuraban los por él apodados «analfabetos reaccionarios del
piso diecisiete», sede de la dirección.
—¡Ya sé que no es divertido!— gritó Hiller al auricular—. ¡Ni se supone que
lo sea! Ese hombre está haciendo una película seria. Y es un artista serio.
Probablemente el único con que cuenta el cine americano de hoy. —Ahí observó
una pausa, para escuchar—. Entonces ¿qué consideran ustedes noticia? El África
del Sur lleva veinte años a punto de explotar, ¡y a nadie le importa un bledo!
Maynard dejó de escuchar: era una conocida rutina que no cesaba de
repetirse, entre editores y redactores, a través de los tiempos. La temática
cambiaba, pero la queja era siempre la misma: un artículo de fondo, que había
costado varias semanas de trabajo a un escritor, un redactor, diversos
investigadores y probablemente dos o tres jefes de sección, sucumbía víctima de
una imprevista crisis nacional o internacional. Mientras el redactor consideraba
superada la crisis, el artículo de fondo le parecía fuera de propósito al responsable
de las cuestiones nacionales (o internacionales). Y la victoria era siempre para los
defensores de la noticia propiamente dicha, por aquello —argumento irrefutable y
terminante— de que: «Somos una revista de informaciones».
Aunque no era mucha su afición por él, Maynard sintió lástima por Hiller,
quien, con tan sólo treinta y tres años de edad, había sido ascendido a redactor jefe
—un callejón sin salida, para un escritor— con mando sobre personas a cuyo
servicio había trabajado anteriormente, todas las cuales rechazaron el puesto antes
de que se lo ofrecieran a él. El propio Maynard lo había hecho, y por dos veces, por
preferir el más sosegado ritmo de su puesto actual y la oportunidad que éste le
brindaba de escribir ilimitadamente por cuenta propia. El de redactor jefe era un
cargo de mucha responsabilidad y menguada autoridad en el que abundaban las
críticas y escaseaban las lisonjas y uno se veía forzado a mimar los susceptibles
egos de la docena de escritores que trabajaban a sus órdenes cuidando, al mismo
tiempo, de aplacar la olímpica soberbia de los tres personajes a quienes debía
cuentas.
Cuando, tras el reajuste de mandos, quedó sometido a Hiller, hizo Maynard
por establecer un tipo de relación que no rebajase a ninguno de ambos. Pero, nada
más instalarse en el despacho del fondo, Hiller había asumido el papel de jefe
atribuyéndose conocimientos superiores en las distintas parcelas informativas de
que era responsable. Por lo que a Maynard se refería, el hombre no tardó en
convertirse en un auténtico sinapismo.
—Está bien, está bien —se plegó Hiller a su interlocutor telefónico, perdido,
como le constaba a Maynard que así sería, el combate—. ¿De qué extensión lo
quiere? —recorrió con un lapicero una cuartilla que tenía encima del escritorio—.
Eso creo, aunque supondrá cargarse dos columnas de «Libros» y... «Deportes» no
puedo cargármelo. Un segundo, por favor. — Ahí se encaró a Maynard—. ¿Hay algo
en «Tendencias» que no pueda esperar hasta la semana que viene?
Maynard sacudió la cabeza:
—¿Ha ocurrido eso alguna vez?
—Suprimiré «Tendencias». Eso nos deja ocho columnas para Woody Allen.
Sí... conforme.
Colgó el teléfono.
—Lo siento —le dijo a Maynard.
Éste se encogió de hombros.
—¿Qué es lo de Sudáfrica? —quiso saber.
—Otro motín, en Soweto. Jesús, esa gente se amotina cada quince días. Otro
artículo apocalíptico sobre algo que quedará, como siempre, en agua de borrajas.
—¿Has visto esto? —dijo Maynard conforme le alcanzaba por sobre la mesa
el Journal, cuya mención a propósito de los centenares de desaparecidas
embarcaciones había marcado en lápiz rojo.
Hiller echó una ojeada a la gacetilla.
—¿Y bien?
—¿Cómo, y bien? Seiscientos diez barcos desaparecidos. ¿A dónde
demonios han ido a parar?
—Será una errata.
—Lo dudo.
—Pues se hundirían. El mundo está lleno de idiotas que se compran
embarcaciones que no saben gobernar y se las llevan a lugares que desconocen por
completo. Mi hermano es dueño de un Bertram descomunal que adquirió con el
solo propósito de destruir puertos deportivos. Ni loco le dejaría que me llevase a
ninguna parte.
—Dos mil personas han desaparecido.
—Cincuenta mil se matan en las autopistas todos los años. No veo lo que
quieres decir.
—Quiero decir que el deporte náutico se ha convertido en un pasatiempo, o
una industria, o lo que quiera llamarlo, de primera magnitud.
—Y también el skateboard.
—Sí, pero de los skateboards no desaparecen ningunas dos mil personas.
Ahí ocurre algo y, sea lo que sea, pienso que podría sacarse en un artículo bomba
para «Tendencias». ¿A dónde van a parar esas embarcaciones desaparecidas?
¿Qué riesgos presenta la navegación del Caribe? ¿Qué puede hacer uno...?
Hiller le interrumpió.
—Estaba pensando en la portada. ¿Ya has dado con alguna tía cachonda
para la portada de la moda de otoño?
—¿En plan celebridad, quieres decir?
—Tenemos motivos para pensar que el Newsweek va a sacar a Diana de
Furstenberg.
—¿Y?
—Que es un primor de señora y quiero que me encuentres algo igual de
arreglado. Si un tío se planta ante un quiosco y tiene que elegir entre Diana de
Furstenberg y una tarasca, ya podemos tirar toda la edición al water.
—Pues saca a Farrah Fawcett-Majors y la envolvéis en papel de celofán.
—Podrías colaborar un poco, Blair.
—Estoy tratando de interesarte en un artículo que puede ser importante,
Leonard. ¿No andas achuchándome siempre con lo de encontrar temas
sensacionales para los artículos?
—Sí, pero que sean divertidos. Problemas los hay ya, y de sobras, en las
páginas delanteras de la revista.
—Este es un artículo con garra, que afecta a un montón de nuestros lectores.
Un artículo que tiene emoción, que habla del Mar de las Antillas, que esconde un
notición, en potencia, al menos, y que, al mismo tiempo, responde perfectamente
al espíritu de «Tendencias».
—No se venden revistas hablando de barcos.
—¿Porque los barcos no tienen tetas?
—Mira, quítatelo de la cabeza. Es un artículo que iba a costar mucho tiempo
y dinero y que debe de tener una explicación de lo más sencillo...
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo... ¡Qué sé yo! Es tu sección ¿no? ¿Ha publicado el Times algo
sobre el asunto?
—Lo averiguaré —ofreció Maynard al notar menor resistencia por parte de
Hiller—. Si el Times ha dicho algo al respecto, ¿podré ponerme manos a la obra?
—Consultas a nuestra oficina de Atlanta.
—Pero la Guardia Costera tiene base en Washington...
Pues entonces habla con nuestra oficina de Washington. Hiller empezaba a
estar harto.
—Ya sabes que nuestros colegas de Washington no ceden artículos de fondo.
Se creen el no va más del periodismo, plumas eminentes. —Maynard se puso en
pie—. Echaré una ojeada a los recortes.
Pero no me olvides la portada de modas. Quiero una tía que sea dinamita
pura. Una especie de Jacqueline Bisset metida en una camiseta mojada, sólo que
con clase.
¿Qué te parecería Dena Gaines? —dijo Maynard ya en la puerta—. Toda envuelta
en látigos...
De camino hacia su despacho, Maynard se pasó por la sección de archivos y
pidió lo que hubiera bajo los títulos de «Embarcaciones» y «Deporte Náutico».
Luego, reflexionando, sacó también los expedientes de «Personas desaparecidas» y
«Desapariciones misteriosas».
Dena se había marchado ya para asistir a su clase de aikido del mediodía.
Maynard arrancó el recado telefónico que le había dejado en la máquina de
escribir, arrojó los expedientes sobre el escritorio y marcó el número del despacho
de su esposa.
—Oficina de Devon Smith.
—Hola, Nancy. Blair Maynard al habla.
—¡Señor Maynard! ¡Qué agradable sorpresa! ¿Cómo le va?
Era la misma pregunta que la secretaria de Devon le hacía, siempre con
idéntica solicitud, cuantas veces telefoneara Maynard. Había un trasfondo de
conmiseración en ella, como si lo que en realidad le preguntase fuera: ¿Cómo
puede sobrevivir sin esa portentosa mujer? ¿No está deshecho? ¡Qué pena, verdad,
que ella haya crecido, y usted, no! Que le haya dejado atrás.
Maynard sentía invariablemente el impulso de explicarle que Devon no le
había plantado más que de una manera técnica, geográfica. Su separación (que en
noventa y tres días a contar de la fecha se convertiría en divorcio) había sido
convenida sin lágrimas y en términos relativamente amigables. Tras doce años de
matrimonio, ambos habían llegado a la conclusión de que marchaban en
direcciones opuestas. En fin, la conclusión fue de ella; pero él se había mostrado de
acuerdo.
Durante los primeros años de matrimonio habían compartido un objetivo
común: el éxito profesional de él. Maynard, reportero de talento, ambicioso y
tenaz, a la sazón empleado por el Tribune de Washington, ganaba diez mil dólares
anuales, vivía en un pisito de Georgetown, al mismo nivel de la calle, y disfrutaba
en grande con las emociones y los imprevisibles sesgos que el periodismo de la
capital ofrecía. No había allí artículo, por insignificante que fuera, que no ofreciese
posibilidades. Una simple multa de tráfico podía resultar en un escándalo político
de enormes dimensiones que desvelase, pongamos por ejemplo, la irregular vida
amorosa y el alcoholismo del presidente de algún poderoso comité. Un recurso
presentado por cualquier delincuente de modestos vuelos podía poner a un
reportero diligente sobre la pista de algún importante caso de cohecho. (Por
mucho que el Watergate perteneciese entonces a un lejano porvenir, tenía ya sus
antecedentes.)
Fue la impaciencia lo que indujo a Maynard a dejar Washington. Analizar las
posibilidades de su carrera en el Tribune le había hecho ver lo que, con suerte,
podía esperar de ella: el encargo —pasados dos o tres años— de un reportaje sobre
las escuelas suburbanas, y la posibilidad de convertirse —no antes de los treinta,
sin embargo— en corresponsal del periódico en el Condado de Anne Arundel.
Today le había sacado del Tribune utilizando por señuelo un salario de
quince mil dólares anuales y un puesto que le situaba al frente de una de las
principales secciones de la revista, en cuya cabecera figuraba como jefe de
departamento. Él y Devon eran cortejados por conspicuos personajes del mundo
de las relaciones públicas, invitados a cócteles, cenas y proyecciones privadas: una
auténtica borrachera para un hombre que acaba de cumplir los veinticinco. Ya no
era preciso dar prueba de sus dotes de reportero (el trabajo de información de más
de la mitad de sus artículos lo cubría personal de la redacción, cosa que a Maynard
le parecía de perlas); ahora era un escritor; de literatura revistera, de acuerdo; pero
un escritor que estaba aprendiendo a tratar sus temas con concisión y claridad y,
por tanto, amenamente. Ambos —él y Devon— convinieron en que, tan pronto
consiguiese perfeccionar su oficio, escribiría una novela o un guión
cinematográfico. Una revista de informaciones era un formidable entrenamiento,
pero no una carrera.
El cargo de redactor jefe le fue ofrecido por primera vez un día después de
haber cumplido los treinta años. Devon le apremió a aceptarlo, porque
representaba un ascenso, mayores ingresos y, sobre todo, un cambio. Redactar
textos para la revista no suponía ya incentivo alguno: a esas alturas Maynard
conseguía despachar toda su sección en un par de horas.
Surgió una discusión. Argumentaba él que, de aceptarlo, la mejora
económica que el cargo conllevaba no compensaría lo que perdiese renunciando a
escribir por su cuenta. Y equivaldría a desistir de la proyectada novela o guión
cinematográfico. Cuánto mejor era permanecer en su actual puesto, que le
reportaba unos honorarios decentes (por una semana laboral de dos días, de
hecho), y ampliar su experiencia y relaciones —a través de los encargos que asumía
por cuenta propia— al tiempo que se impregnaba de ideas susceptibles de posterior
utilización.
Aunque desencantada, Devon no dejó de apoyarle y darle ánimos, de
estimar en su justo precio sus trabajos como independiente (los que más orgullo le
procuraban a él) y de ayudarle en la maduración de posibles temas novelísticos.
Jamás le acusó de replegarse en la comodidad de una existencia desahogada, y ni
tan siquiera una vez apuntó que la dichosa novela, aquel proyecto de libertad y
realización personal, era un sueño inalcanzable.
Su matrimonio, aunque ninguno de ambos lo supiese en su momento, había
entrado en crisis cuatro años atrás. Justin, su hijo, acababa de ingresar en la
escuela secundaria de AllenStevenson, lo cual lo mantenía fuera de casa, por
primera vez, de ocho de la mañana a cuatro de la tarde. Devon se empleó entonces
en una agencia de publicidad y, para indecible sorpresa suya, revelóse en principio
muy competente, y luego extraordinaria, como agente de la propiedad intelectual.
Más tarde, cuando su jefe y dos de sus colegas se separaron de la agencia para
formar otra por cuenta propia, invitaron a Devon a seguirles. Un año más tarde se
había convertido en jefe de la sección y asociada de la firma. Sus ingresos eran de
cincuenta mil dólares anuales, complementados por primas que ascendían a otros
veintincinco mil.
A ella le encantaba todo lo relativo a su trabajo: las largas jornadas, la caza
de nuevos encargos, los viajes, el agasajar a los clientes, el reto que suponía
convencer al público para que gastase su dinero no en los productos de la
competencia, sino en los que ella representaba.
Mientras Maynard flotaba en un mundo obra de otros, en el que se defendía
bien sin tener que defender nada ni decidir un propósito determinado, ella se
había construido un mundo propio en el que vivía dichosa. A él la fama no le
atraía, y la celebridad sólo le inspiraba desdén: era de los que creía en la predicción
de Andy Warhol, de que no habría en América, en el año 2000, quien no fuese
célebre durante veinte minutos. Acaso debida a la secreta insatisfacción que el
presente le procuraba, su verdadera pasión era la Historia. En sus ensoñaciones se
trasladaba a una época marcada por los descubrimientos (el siglo XV o los
principios del XVI, por ejemplo), cuando la gente hacía cosas por el gusto de
hacerlas, viajaba sólo para visitar lugares que nadie había pisado y vivía inmersa en
lo que un libro referente a la zona de los primeros descubrimientos españoles
había llamado «un sueño de irresponsabilidad, de correrías suicidas y, por sobre
todas las demás cosas, de vagabundeo».
Lo que para él era sueño se convirtió para ella en pesadilla. Hasta que, por
último, reconocieron enfrentarse a objetivos incompatibles. Ella renunció a
cualquier aporte económico a título de alimentos aceptando, tan sólo, una
simbólica pensión de quinientos dólares mensuales para los gastos de
manutención de Justin.
—Muy bien, Nancy —respondió Maynard—. Me va muy bien. ¿Me ha
telefoneado Devon?
—Sí, señor. Está almorzando. Le va a saber a peras perderse su llamada.
—Seguro. ¿Qué quería?
Devon, sin duda, le habría dejado el encargo a Nancy. Primero porque debía
de ser algo importante (nunca le importunaba sin motivos) y, segundamente,
porque tenía poco que decirle que la secretaria no pudiera transmitir con toda
eficiencia. Maynard tenía motivos para pensar que Devon seguía en su despacho en
esos momentos, sólo que contraria a enzarzarse con él en una conversación ociosa.
Sabía que para ella formaba parte de un pasado que, si no relegado al olvido,
existía sólo en el fondo de un armario de donde no habría de salir —junto con las
fotos de Justin cuando pequeño y sus anuarios escolares— más que a impulsos de
la nostalgia.
—Deseaba saber si podría quedarse con Justin unos cuantos días. Ella tiene
que ir a Dallas y...
Maynard la atajó:
—Desde luego. Encantado. ¿A partir de cuándo?
—De mañana. Será una semana.
—Okay. Dígale al chico que tome el autobús hasta la ciudad y que... —Se
detuvo—. No: no lo haga. Como se me han cargado el «Tendencias» de esta
semana, yo mismo lo recogeré en la escuela.
Después de colgar, Maynard abrió las carpetas que se había traído del
archivo. La mayor parte de los recortes eran artículos de «Tendencias», referentes
a las diversas etapas del deporte náutico en los Estados Unidos, que se remontaban
hasta mediados de la década de los cincuenta. Trabajos acerca de exposiciones de
yates, nuevas conquistas en el terreno de los cascos de ferrocemento, y barcas
hinchables como alternativa a la crisis energética. Había, también, breves gacetillas
relativas al hundimiento o desaparición de determinadas embarcaciones. Pero
nada que corroborase las estadísticas del Wall Street Journal.
Entonces encontró una nota, incluida en un paquete de informes
procedentes de la Guardia Costera, que le hubiese pasado por alto, de no haber
caído el documento al suelo. Se trataba de un boletín en que la Guardia Costera
recomendaba a los timoneles de yate adoptar precauciones especiales cuando
navegasen en aguas del Golfo de México, el Caribe y las inmediaciones de las
Bahamas. De mayor utilidad todavía le resultó la adjunta fotocopia de un despacho
telegráfico, de unas 4,000 palabras, titulado: «Los Riesgos de Alta Mar: Alborea
una Nueva Era de Peligros».
Maynard leyó dos veces el texto: primero al vuelo y, luego, concienzudamente,
subrayando lo que le interesaba. En seguida se dirigió, pasillo adelante, al
despacho de Hiller. La puerta estaba cerrada.
—Está adaptando textos —explicó la secretaria.
Maynard se dio por enterado mediante un movimiento de cabeza y abrió.
Inclinado ante el escritorio, Hiller se dedicaba a garrapatear correcciones al
margen y entre las líneas de un artículo. Enojado por la interrupción, alzó la vista;
pero, viendo a Maynard, sonrió y dijo:
—Margaret Trudeau.
—¿Cómo?
Para el número de modas. ¡Es dinamita! Bien hecha y bien relacionada. Es
la modelo por excelencia.
—Sí, bueno...
—Plantéatelo. Con eso me basta.
—Oye, he encontrado una referencia acerca de ese asunto de los yates. En
los recortes. Es cierto que ha habido seiscientas diez desapariciones; más, incluso,
teniendo en cuenta que el artículo data de hace un año. Nadie se lo explica. La
Guardia Costera estima que cincuenta de esas embarcaciones pudieron irse a
pique, y alrededor de una docena de ellas, les consta, fueron apandadas.
—¿Qué quieres decir, apandadas?
—Secuestradas. Robadas. Digamos que mamá y papá emprenden un
crucero. Mientras bordean el litoral, pueden componérselas solos; pero, al llegar a
Florida, y como quieren meterse en el Caribe, les hace falta quien les eche una
mano. Durante un alto contratan tripulación, un par de fulanos, pongamos, que se
ofrecen a trabajar de gratis a cambio del pasaje hasta una de las islas. Dos días
después de haber zarpado de Florida, liquidan a papá y mamá, los echan por la
borda y se apoderan del yate.
—¿Con qué fin?
—Uno de dos. O conducir el barco a un puerto norteño, ya sea para venderlo
falsificando un título de propiedad, ya sea para pasárselo a alguien que modifique
números y documentación y lo revenda, lo cual, aunque no saquen más que una
quinta parte de su valor, les reportará un mínimo de quince mil pavos, o, segunda
posibilidad, desviarlo hacia el sur, donde lo utilizarán en el contrabando de drogas
procedentes de Colombia. A esos tipos les llaman saltamontes. Uno viejo,
destartalado y de matrícula colombiana no podría ganar ningún puerto de la costa
Este sin que lo registren. Nadie, en cambio, detendrá a un yate flamante, de
matrícula estadounidense, que regresa a su puerto de origen. Después de efectuada
la entrega. los fulanos se llevan el yate mar adentro, lo echan a pique, vuelven a
tierra en una chalupa y se quedan a la espera de otro primo.
—La cuestión drogas me aburre mortalmente.
—No se trata de drogas —acicateó Maynard—. Eso explicaría la desaparición
de una docena de yates. ¡Cien, si quieres! Súmalos a los otros cincuenta que se
hunden fortuitamente y todavía nos quedan cuatrocientos cincuenta desaparecidos
así, sin más. ¡Esfumados!
—Está el Triángulo de las Bermudas —arguyó Hiller—. O caerían en poder
de Pie Grande.
—Leonard... —Maynard silenció la blasfemia que iba a proferir— ...ese
asunto, sea lo que sea, ha dado al traste con la etiqueta marinera. Nadie acude ya a
socorrer a una embarcación en peligro, porque hay miedo al abordaje y a que te
hagan cualquier atrocidad. Un yate que pilotaban dos adolescentes se hundió a la
vista de tres barcas de pesca, en julio pasado, porque nadie quiso acercarse.
—Está bien. ¿Y cuál es la respuesta, según tú?
—Lo ignoro. Lo único que te pido es que me dejes investigar un poco.
—Ya te lo dije antes: cursa una petición.
—Eso no arregla nada.
Hiller no replicó. Fija la mirada en Maynard, retrepóse en su asiento y
formó una pirámide uniendo las yemas de los dedos al tiempo que con los dientes
conseguía un ruido de succión.
«Trata de parecerse a Clarence Darrow», se dijo Maynard.
Siempre en silencio, Hiller se puso en pie, atravesó el despacho y cerró la
puerta. Al regresar ante el escritorio, su expresión era sombría.
—La ocasión, me parece, es tan buena como cualquier otra —dijo conforme
se sentaba de nuevo.
—¿Para qué?
—¿No crees llegada la hora de ajustarte?
—¿Qué quieres decir?
—Hacer las paces contigo mismo.
—¿En relación con qué?
—Con lo que haces aquí.
—Me gano mi sueldo.
—¿A cambio de qué?
—De realizar una labor.
—Convenido —declaró Hiller—. Pero ahí para la cosa.
—¿Qué más quieres?
—Quiero que me des algo especial: un entusiasmo, una entrega.
—¿Pretendes que me entusiasme con la moda de otoño? ¿Que me entregue
al tenis de televisión, a las máquinas del millón?
—Escucha, Blair... —observó una pausa—. Dios mío, esto puede sonar a
paternalismo; pero escúchame de todas formas. A todos nos llega el momento de
encararnos con nosotros mismos, de decirnos: «Esto es para lo que yo sirvo y lo
que voy a hacer. No llegaré a presidente de los Estados Unidos ni me darán el
Premio Pulitzer, pero me convertiré en el mejor articulista de cuantos escriben
para los semanarios.» O lo que sea.
—Pues yo sigo buscando ese «lo que sea».
—Lo has encontrado ya, y tú lo sabes, pero no quieres admitirlo. Lo sabías
ya, en tu interior, cuando rechazaste este cargo —Hiller dio unas palmadas al
escritorio—. Tú eres articulista de semanarios informativos. Sirves para eso y para
nada más. Es posible que dentro de diez años ganes un concurso de talentos y te
conviertas en astro del cine; pero...
—Lo que quieres decir es que soy mediocre —le interrumpió Maynard—.
Que lo soy y que he de resignarme a ello.
—¡No! Lo que quiero decir es que has descubierto algo en lo cual sobresales
y que habrías de valorar eso en su justo precio. No estires más el brazo que la
manga, porque lo echarás todo a rodar.
—Hasta mi programa dental, probablemente —dijo Maynard según se ponía
en pie—. Me voy a Washington.
—¿Qué piensas encontrar allí?
A un tipo de la Guardia Costera, que investigó ese asunto de las
desapariciones antes de que le dieran el bote y lo pusieran al frente de no sé
cuántos faros, acusado de alarmista. Quiero hablar con él.
—Tú has sido el que mencionó lo de los periodistas que se creen el no va
más, plumas eminentes. ¿Qué tendremos que pensar de ti?
—Tenemos un fin de semana por delante y puedo hacer con él lo que se me
antoje.
—De acuerdo. Pero piensa en lo que te he dicho, ¿quieres?
—¿En lo de rendirme a la evidencia de que soy un fracasado?
—Blair, ¡por el amor de Dios...!
Maynard se encaminó hacia la puerta.
—Es posible que sea un fracasado, Leonard —dijo—. Pero, puestos a
fracasar, prefiero hacerlo ruidosamente.
3
—¡Ay, ay, ay! — Justin apartó la mirada de la revista que estaba leyendo, el
último número de The American Rifleman, y agregó —: ¡Mamá me mata!
Maynard, que ocupaba el asiento vecino, el del pasillo, cerró la carpeta que
contenía todos los recortes del Today.
—¿Pues qué has hecho?
—Me he olvidado de la clase de piano.
—¿Para cuándo era?
—Para mediodía. Las tomo todos los sábados.
Maynard consultó su reloj.
—Son las nueve y media, nada más. Llamaremos a la señorita desde el
aeropuerto. No pondrá inconvenientes.
—Es un señor. Mr. Yanovsky. Y no acepta excusas.
—Las mías, sí. Le diré que es un caso crítico de manchas solares. Usé ya ese
subterfugio estando en el Tribune, por causa de una resaca de padre y muy señor
mío. —La evocación hizo sonreír a Maynard—. Y surtió efecto: el editor pensó que
se trataba de cáncer.
—Eso no evitará que le cobre la clase a mamá —arguyó Justin pese a todo.
—La pagaré yo. ¿Trato hecho?
—No sé qué decirte —Justin se había ruborizado—. Mamá asegura que das
cheques sin fondos.
—Conque eso dice, ¿eh? Un miserable cheque en descubierto no autoriza a
tanto. Yo pagaré tu lección de piano y el cheque será bueno. ¿Esta bien?
—Bueno.
—Bien. —Maynard frunció el ceño—. Tu madre no debería decirte esas
cosas.
—Ella asegura que un mal ejemplo es el mejor sermón.
Maynard rió sonoramente.
Para empezar, la frase es otra: «Un buen ejemplo es el mejor sermón.» Lo
dijo Benjamin Franklin.
—Ya lo sé. Pero no iba bien.
—¿Con qué no iba bien?
—Con lo que ella quería decir.
—«¡Oh, que también esto, que los mismos cabellos, de entera solidez, se
vayan y descompongan tajea abajo!» —rió Maynard nuevamente.
—¿Qué es eso?
—De Hamlet. El famoso discurso de la depilación.
—¿Qué es Hamlet?
—Una obra teatral. No tardarás en conocerla.
Justin volvió al The American Rifleman.
—Eh, ¿no teníamos nosotros uno como éste? —y señaló una foto de un
revólver Colt Frontier.
—Ajá. Una verdadera pieza de museo: un .32-.20. ¿Recuerdas cómo brillaba
la funda? Y eso que el cuero tenía un siglo...
—Aquí dicen que los Colts de un solo disparo no ofrecían precisión. La
culata era demasiado pequeña.
—Con que acertasen a seis metros, les bastaba. Entonces sólo se disparaba a
bocajarro.
—¿Y qué me dices de los combates a pistola? Cuando se acorralaban unos a
otros...
—De ésos, estoy seguro, no se producían ni diez en diez años. Cuando salían
a relucir los revólveres, se disparaban como viniese a mano: por la espalda, por
debajo de una mesa, por detrás de una puerta.
—Pero eso no es juego limpio.
—Ni nadie pretendía que lo fuese. La cosa era terminar cuanto antes y
escapar sin quebranto. —Maynard hizo una pausa y se encaró a su hijo—. Ninguna
pelea tiene sentido, Justin. Si uno se ve abocado a una pelea, lo mejor que puede
hacer es concluirla. Lo del «juego limpio» es asunto del contrario.
Se encendió la señal luminosa que pedía el uso de los cinturones y la azafata
anunció por el interfono que el avión tomaría tierra en el Aeropuerto Nacional en
breves minutos.
Hasta el año anterior, cuando los padres de Maynard se trasladaron a
Arizona, Maynard y Justin habían pasado muchos finales de semana cazando en la
pequeña finca que el abuelo, llamado Gramps, poseía en Pensilvania. Campeón de
tiro cuando la Segunda Guerra Mundial, y probador de armas para el Pentágono
durante la de Corea, Gramps tenía en su casa de campo, una construcción de
piedra que databa del siglo dieciocho, toda una colección de efectos militares,
desde un mosquetón de los tiempos de Jacobo I hasta un rifle Ferguson de
percusión por pedernal utilizado en la batalla de Kings Mountain, durante la
Revolución, hasta un curioso ejemplar (el favorito de Justin) de «lanzapiedras»
proteiforme, con cuya ayuda un soldado contemporáneo hubiera rendido como un
batallón. Estuvieron aquellos finales de semana llenos de calor, intimidad,
amenidades y emociones.
—También a mí me gustaría —repuso Maynard—. Algún día lo haremos.
—¿Cuándo? —Justin le miró pidiendo una promesa. Maynard no podía
hacerla.
—No lo sé. —Y, viendo que el chico apartaba la vista desencantado, agregó—
: Oye, ¿recuerdas el día del tiro al pichón? Lo hiciste muy bien.
—Si sólo acerté tres...
—De acuerdo, pero...
Había sido una estupidez sacarlo a colación. Maynard ya no recordaba que,
de tan larga como era la culata del rifle, el chico hubo de sujetarlo bajo el brazo, en
lugar de apoyárselo en el hombro.
—Yo tampoco pasé de tres, al primer intento.
—Sí, pero la segunda vez fueron diecinueve —arguyó Justin.
El aparato descendió sensiblemente, perdió velocidad y brincó al ser
accionados los alerones.
¿Ya has decidido qué museo quieres ver?
—El nuevo. Aeroespacial, creo que le llaman. ¿No dijiste que tenías para dos
horas?
—Poco más o menos. Pero no te inquietes si me retraso un poco. Y, por
amor de Dios, no vayas a salir del edificio.
—¡Papá...! — exclamó Justin en un tono que denotaba ofensa y censura: su
buen sentido y madurez habían sido puestos en entredicho injustamente.
—Lo siento.
—Lo que sigo sin entender es por qué no has hablado con ese tipo por
teléfono.
—El teléfono no es una buena forma de conocer a la gente, de caerles
simpático o merecer su confianza. Y es preciso que ese hombre confíe en mí.
—¿Por qué?
—Porque pretendo que me diga cosas que le han ordenado callar. Pienso
que habló ya una vez, tiempo atrás, y eso le hundió profesionalmente.
—Entonces cerrará el pico.
—Es posible, pero yo confío en lo contrario. Confío en que esté enojado.
Según la telefonista del servicio internacional, no había más que una línea
con las Islas Caicos y de los Turcos. Y, por lo regular, o bien estaba ocupada o bien
tenía avería. La mayor parte de los mensajes se cursaban por radio y en la isla los
retransmitían por sus propios medios cuando les venía en gana. Además —
arguyó— intentar comunicarse con la oficina del gobernador en sábado por la
noche era tiempo perdido.
Maynard le rogó que probara comunicarle con cualquier abonado. Tenía
que cursar un aviso al gobernador. Y, aunque no le constaba que la isla lo tuviese,
el argumento pareció surtir efecto. La telefonista dijo que le volvería a llamar.
Vieron por televisión las noticias vespertinas —que no mencionaron para
nada los yates de Nueva Jersey— y, a insistencia de Justin, «La Pandilla de Brady».
Maynard se disponía a llamar nuevamente a internacional cuando sonó el teléfono.
—Le tengo Caicos al habla —dijo la telefonista, tras cuya voz percibía
Maynard un zumbido agudo y crepitaciones de estática.
—¿Con quién me ha puesto?
—No lo sé. Estuve probando números hasta que uno respondió.
Se oyó un chasquido y la telefonista desapareció.
—¿Oiga? ¿Oiga? —El zumbido recorría la línea subiendo y bajando de tono
repetidamente—. ¡Oiga!
—Lo mismo le digo yo, pues. —La voz era de mujer, débil y distante.
—¿Con quién hablo?
—¿A quién llama?
Lentamente, haciendo por articular con claridad, Maynard dijo:
—Me llamo Blair Maynard. Soy de la revista Today. Intento comunicarme
con alguien de la oficina del gobernador.
—¡Birds!1 —dijo la mujer.
—¿Cómo dice? —Aunque ignoraba en qué forma, era evidente que había
ofendido a su interlocutora.
—¡Birds! — repitió la mujer.
—¿Cómo, Birds?
—Que se llama Birds. Es el nombre de nuestro representante ante el
Gobierno. Birds Makepeace.
—¿Sabe dónde está?
—Aquí, no. A una servidora no se le ha perdido nada con él.
—¿Podría darle un recado de mi parte?
—¿Qué quiere usted de Birds?
—Me gustaría visitarle mañana. ¿Puede decirle eso? —Supongo que se
dejará caer por aquí, como no haya salido de pesca.
—¿Dónde está usted?
—¿Que dónde estoy? —preguntó desconcertada—. Yo, aquí. ¿Y usted?
—No: lo que quiero decir es si está en la Gran Turco.
—¿En la Gran Turco? ¿Qué quiere usted que haga yo en la Gran Turco?
Maynard trató de recordar nombres de otras islas importantes del
archipiélago de las Caicos.
—¿Hueso Grande? ¿Está usted en el Cayo de Hueso Grande?
—Eso espero —rió la mujer—. Al menos, ahí estaba la última vez que miré.
—¿Y él dónde está? ¿Dónde está Birds?
—Conmigo, no. Ya se lo he dicho.
—Sí, eso está claro. Quiero decir: ¿dónde...?
Un silbido agudo, penetrante, interrumpió la comunicación. A eso siguieron
tres chasquidos que nada bueno auguraban, y, luego, la linea se quedó seca.
Maynard colgó.
Justin estaba siguiendo un capítulo de «World of Survival» dedicado a los
1
Birds, en inglés, significa pájaros. (N. del T.)
monos.
—¿Conseguiste la cita?
Maynard rompió a reír.
—Mi solicitud está en curso. —Descolgando el auricular, marcó el número
de la oficina neoyorquina de Today.
A las siete y media de la tarde de un sábado no habría allí más que un
empleado de la redacción montando guardia ante los teletipos, en caso de que
sobreviniese algún acontecimiento capaz de alterar los artículos destacados de la
revista. A esas alturas, la edición de la próxima semana llevaba horas cerrada, y
sólo un magnicidio o una importante declaración de guerra podía interrumpir el
tiraje.
—Campbell al habla.
—Ray, soy Blair Maynard. ¿Puedo dejarte un recado para Hiller?
—Te daré el número de su teléfono particular.
—No quiero molestarle en su casa. Lo hubiera dejado para después del fin
de semana, pero es que no sé dónde estaré el lunes.
Maynard no quería hablar con Hiller, quien podía oponerse al viaje. Las
islas quedaban en la jurisdicción de la oficina de Atlanta o, en el caso de un artículo
sin base sólida, como el que traía entre manos, de un corresponsal con base en
Miami, y los directores de sucursal reaccionaban vivamente a las intrusiones de
Nueva York. Hiller, por otra parte, objetaría que no tenía derecho a abandonar su
departamento. En cambio, si Maynard llevaba el asunto adelante sin recabar la
aprobación de Hiller, lo peor que podía suceder era que se negase, a su regreso, a
firmar su nota de gastos. Y de eso podía resarcirse hinchando posteriores facturas,
que había incontables formas de hacerlo.
—Bastará con que le digas que he dado con una pista en el asunto de los
yates, y que le telefonearé en cuanto pueda.
—De acuerdo.
—Gracias, Ray, y buenas noches.
Maynard desconectó a Justin de «Star Trek» y juntos bajaron a la planta
baja. En el vestíbulo compraron un pequeño saco de viaje, que Maynard llenó de
artículos de aseo, ropa interior y trajes de baño.
—A lo mejor vamos a nadar —explicó a Justin—, y no es cuestión de
presentarse en la playa en calzoncillos.
Tomaron un taxi ante el hotel y Maynard pidió al conductor que les llevase a
dar una vuelta por la Collins Avenue de Miami Beach.
—Tendría que estar prohibido morir sin haber visto el hotel Fountainebleu
—dijo a Justin—. Es posible que se haya convertido en un dinosauro más, pero no
deja de representar una etapa crítica de la evolución del hombre.
—Es una porquería —declaró Justin según el taxi se internaba en la impura
atmósfera azul en que aparece inmerso el famoso hotel. Y, luego, cuando hubieron
dejado atrás la extensa explanada de la zona hotelera, añadió en tono lapidario—:
Todos una porquería.
—Cerrado, por hoy, el capítulo cultural. —Adelantándose en el asiento
Maynard dijo al conductor—: Llévenos al centro.
—¿A qué parte del centro?
—Lo mismo da. Enséñenos los monumentos.
—Monumentos los hay en todas las esquinas —gruñó el taxista—. Depende
de cómo le gusten: cubanas, negras o blancas de la dase pobre.
Eran más de las ocho. Maynard tenía hambre y Justin, cara de sueño.
—¿Quieres tomar un bocado?
Justin bostezó.
—De acuerdo. Volvamos al hotel y que nos lo suban a la habitación. Me va
un kilo.
El conductor tomó una bocacalle, a la derecha, y emprendió el regreso al
aeropuerto. Justin, de repente, dio un salto en el asiento.
—¡Eh, mira!
Maynard reparó en un destellante rótulo de neón visible al frente, del lado
derecho de la calle, con el anuncio de: Everglades Shooters’ Supermart.
—¿Qué demonios es eso? —preguntó al chófer.
—Pues lo que dice: un supermercado de la armería. Tienen
un salón de tiro en la parte de atrás. Como una bolera.
—Anda, papá, parémonos.
—Pensé que querías cenar.
—Sólo para echar un vistazo.
—De acuerdo.
Sin necesidad de que se lo pidieran, el conductor detuvo el coche junto al
bordillo.
—¿Cuánto van a tardar?
—Un par de minutos. ¿No le importa esperarnos?
—Tendría que pedirles alguna garantía: el reloj o las llaves. Pero dejémoslo
así.
Era, conforme anunciaba el rótulo, un supermercado, que ocupaba la mitad
del largo de la manzana y todo su fondo. Había cuatro naves diferentes, cada una
señalada con referencias orientativas: a la derecha, armas de mano calibres 10, 12 y
16; a la izquierda, rifles calibres 30.06 al 44.40; por aquí, armas de mano
automáticas; por ahí, revólveres; rifles militares, nave número 4; pólvora negra, al
fondo. Una pancarta daba publicidad a las ofertas de la semana: rifle
semiautomático Marlin Golden 39A calibre 22, 125 dólares; revólver Frontier
Hammerli calibre 45, 175 dólares, y, gratis, una caja de munición por la compra de
dos. Las armas se exhibían, todas, en armarios con puerta de vidrio, cerrados. Los
vendedores patrullaban las naves con llaves maestras colgando del cinturón.
Había seis departamentos de caja, donde el personal administrativo
examinaba tarjetas de crédito, contaba billetes o embalaba compras.
—Parece un automático —observó Maynard.
—¿Qué es un automático? —indagó Justin.
Pero, sin esperar la respuesta, salió disparado nave adelante.
Maynard consiguió darle alcance frente a un armario mural de dos lados, en
uno de los cuales se exhibían rifles de combate AR15 y, en el contrario, otros, de
parecido aspecto, marca Valmet.
—¡Ostras, son cosa fina! —exclamó Justin.
—¿Puedo servirles en algo? —inquirió un vendedor que había aparecido
detrás de ellos.
Habría mediado la cuarentena y, verdaderamente macizo, tenía la hechura
de un baúl con patas. Llevaba gafas estilo Truman, el cabello engominado y
apestaba a Aqua Velva.
—No sabía que pudieran vender esos rifles —dijo Maynard señalando los de
combate.
—¿Los AR15? Desde luego. Claro que no son totalmente automáticos. Ése es
el modelo deportivo.
—Pero se pueden convertir en automáticos, ¿no es así?
—Aquí, no. Ahora bien, si lo hace un armero, fuera de nuestro
establecimiento, nosotros no sabemos nada.
— El vendedor tendió la mano —. Me llamo Stan Baxter. Llámeme Bax.
Por el entreabierto blazer de Baxter vio Maynard fugazmente la culata del revólver
que, enfundado en una pequeña pistolera sujeta por el pantalón, llevaba el hombre
junto al abdomen.
—Maynard —dijo al tiempo que le estrechaba la mano.
—Y este caballero, ¿quién es? —indagó Baxter según alcanzaba la mano de
Justin—. A mí me parece un hombre de armas.
—Lo soy —respondió Justin. Y, señalando las Valmets, agregó—: No están
nada mal. ¿Qué son?
—El más perfecto rifle militar de cuantos se han hecho. Diseño finlandés.
Esos tipos cogieron lo mejor del AR15, lo casaron con lo mejor del AK47 y echaron
al mundo el Valmet.
—¿Qué tiene de particular?
—Su simplicidad. Poquísimas partes móviles. Es casi imposible que se
atasque, ni siquiera expuesto al barro o la arena. Mucho más fiable que sus
progenitores. Funciona con municiones NATO del 7.62, aplicables a casi cualquier
rifle de la Europa oriental u occidental. El .225 que emplea el AR15 es excelente
para destrozar a un hombre, pero a distancias importantes no es efectivo. Sin
contar con que el casquillo, por su fuerza rotativa, puede herir al que dispara. El
Velmet mata con precisión y a distancia.
—Pensé que eran armas deportivas —observó Maynard.
—Y lo son. Pero —agregó Baxter con un guiño— cada cual entiende el
deporte a su manera, ¿no es así?
Justin, que se había adentrado en el local, estaba ante una vitrina repleta de
pistolas.
—¡Mira esto, papá!
Baxter dedicó a Maynard una sonrisa.
—Creo que su chico ha encontrado un amigo.
Justin estaba enardecido.
—¡Es la pistola de James Bond!
—Y tú que lo digas, hijo —corroboró Baxter—. La Walther PPK. Una
excelente arma para principiantes.
—¡Para principiantes! —exclamó Maynard—. Cuando yo era pequeño, lo que
utilizábamos era rifles de 22, de un solo disparo.
Baxter asintió.
—Pero cuando usted y yo empezamos a disparar, los objetivos eran conejos
y, más de tarde en tarde, alguna serpiente. No teníamos que precavernos para
cuando apareciesen por detrás de la colina.
Maynard se abstuvo de preguntar a quién se refería.
Se produjo entonces un disparo seguido de un segundo y un tercero.
Maynard agarró a Justin por el brazo, dispuesto a echarlo a tierra y tenderse
encima de él.
Baxter rompió a reír.
—Tranquilo. Son clientes que están practicando en la parte de atrás. La sala
de tiro les da la oportunidad de probar la mercancía antes de comprarla, y a
nosotros nos evita el trastorno de las devoluciones. —Volviéndose hacia Justin
indagó—: ¿Te gustaría probar esa PPK, jovencito?
—¡Que si me gustaría!
—Un momento... —intervino Maynard.
Baxter, que ya estaba desprecintando el estuche, aclaró: —Sale a unos diez
centavos el disparo. No encontrará quién se lo haga más barato.
—No se trata de eso.
—Oh, no se preocupe. Sin compromiso alguno. —Y, con un nuevo guiño,
añadió—: Desde luego, apretar el gatillo de una PPK es como liarse con una bolsa de
patatas fritas: luego hay que tener voluntad para frenar. Y es que esta arma habla a
uno. —Baxter tiró del cerrojo, examinó la cámara, sacó el cargador y lo reinsertó.
—¿Cómo dijiste que te llamabas, jovencito?
—Justin.
—Pues bien, Justin, ¿por qué no me ayudas llevándomela? —y le tendió la
pistola por el lado de la culata.
El chico, una enorme sonrisa en los labios, miró a su padre. Maynard le
correspondió con otra, desganada, y movió afirmativamente la cabeza. Estaba
noqueado. El vendedor, que
había sacado de una gaveta una caja de municiones, los condujo a la sala de tiro
situada detrás de la tienda.
Resuelto, explícito, paciente, Baxter se reveló un instructor experimentado.
Tras aguardar a que Justin disparase cinco tiros —cuatro de los cuales erraron por
completo el blanco, situado a quince metros de distancia, quedando el último por
debajo de la diana—, enseñó al chico cómo sujetar y apuntar el arma
correctamente y, también, cuándo contener la respiración. De los cinco disparos de
la segunda ronda, tres se alojaron en el blanco.
Al consumir la sexta ronda, Justin situaba ya cinco disparos en la diana, uno
de ellos en el mismo centro.
Maynard hizo diez disparos a ritmo lento —la totalidad de los cuales dieron
en el blanco y cuatro en su centro— y otros diez en rápida sucesión. De estos
últimos, seis dieron en la diana y dos en su punto central.
—No está mal —apuntó Baxter.
—Me falta entrenamiento —replicó Maynard.
Estaba, a pesar suyo, satisfecho de sí mismo y orgulloso de Justin, y,
también, sorprendido de la facilidad con que habían hecho presa en él los
estímulos de la práctica del tiro: el olor a nitrato de potasio y el de los lubricantes
de silicona; el contacto de la culata texturizada; la mágica aparición en el blanco,
en el preciso instante del disparo, de las perforaciones de las balas.
De regreso a la tienda, Baxter tomó a Maynard por el brazo. Hizo por
desasirse, pero el vendedor no le soltaba.
—Ese chico es un tirador nato.
Maynard asintió.
—Sí, se defiende.
—¿Se defiende? ¡Esa PPK está hecha para él!
Maynard no dijo nada. Le divertía sentirse consumido por aquel pueril
anhelo de tener una pistola de su propiedad. Su abuelo le había educado en el uso
de las armas, y entre ellas había crecido Maynard respetándolas. De cuantas
paternales atenciones le había mostrado el viejo a través de los años, ya que con
mayor orgullo recordaba Maynard eran las palabras escritas en la nota adjunta a la
pistola de tiro al blanco con que le obsequió al cumplir los dieciocho años: «A ti te
confío una pistola cargada tranquilo como no me sentiría prestando un coche a la
mitad de tus amigos.»
En el sentimiento que le invadía reconoció Maynard una mezcla de
nostalgia y atavismo: hete allí a su hijo iniciándose en el ritual de las armas de
fuego, preparándose para el cambio que le convertiría en hombre. Por más
primitiva y tribal que fuese esa sensación, no dejaba de ser auténtica. Maynard,
conocedor de todos los argumentos que se esgrimían en favor de limitar el acceso a
las armas de fuego, los sustentaba en su mayoría, aun a sabiendas de que el
empeño era, a escala nacional, poco menos que una causa perdida, y tan sólo había
discrepado siempre de quienes sostenían que el único propósito de las armas de
fuego era el de matar. Maynard no había matado en toda su vida más que ratas y
conejos enfermos. Un fusil o una pistola eran uno de los pocos instrumentos
capaces de impartir a quien los utilizaba estímulo, satisfacción, orgullo y
desaliento. Pocas experiencias había tan frustrantes como la de apuntar a una lata
de cerveza hundida en la arena, a cien metros de distancia, apretar el gatillo y ver
que la lata sigue donde antes. Y no muchas tan divertidas como ver ese mismo bote
saltar en el aire volteando por el sonoro efecto de la bala.
Justin se acercó a Maynard y le tomó de la mano.
—¡No sería fenómeno ni nada tener una pistola así!
Seguro de que no tenía manera de satisfacer ninguno de los requisitos
legales que exige la compra de un arma de fuego, a Maynard no le pareció
arriesgado otorgar:
—Desde luego.
—¡Bueno! —exclamó Baxter radiante dando a Justin una palmadita en el
hombro—. Parece ser que el señorito Justin ha conseguido su pistola.
—¿De veras?
—Ni por pienso —replicó Maynard.
—¿No? —se paralizó Baxter—. ¿Y eso?
—No residimos en Florida.
—Un inconveniente, desde luego.
—Ya me lo imaginaba —dijo Justin alicaído.
—Aunque nos permitiesen comprarla, amiguito —explicó Maynard—, en
Nueva York no sería nuestra legalmente.
—Podríamos tenerla en casa de tía Sally. En Connecticut está permitido.
Baxter no estaba dispuesto a perder la venta.
—Su permiso de conducir, ¿por casualidad no está expedido en Florida?
—No. —A un tiempo maligno y curioso, Maynard resolvió acorralar un poco
más a Baxter—. No conduzco. ¿Sólo las personas que lo hacen pueden comprar
armas de fuego?
Los ojos de Justin acusaron la mentira, pero guardó silencio.
—No. Basta con un documento que acredite la residencia. Un recibo del
alquiler, por ejemplo.
Maynard se sacó la cartera del bolsillo.
—Déjeme ver. Es muy posible que lleve alguno.
Seguido por Justin, se dirigió a un mostrador vecino. Baxter, en cambio,
permaneció donde estaba, con el manifiesto propósito de procurarse una caja
donde embalar el arma.
Apoyándose en el mostrador, la espalda vuelta a Baxter, Maynard arrancó
de su agenda una hoja en blanco y en ella escribió, en letra de imprenta: «He
recibido de Mr. Maynard la cantidad de 250 dólares en concepto de alquiler del
apartamento 206 por el corriente mes de mayo.» Y, habiendo añadido la fecha y
unas señas ficticias, firmó, con caligrafía muy historiada: «Molly Bloom».
—He encontrado uno —dijo a Baxter.
—¡Fantástico! —Baxter cogió el papel y, mirarlo, se lo metió en el bolsillo—.
Me encargaré luego del papeleo.
—¿Prefiere que no le pague con tarjeta de crédito? —Podría resultar
embarazoso.
—¿Qué tal un cheque?
—De primera. Pero extiéndalo al portador. Es más sencillo. Una cifra
redonda.
Maynard sonrió.
—¿Cómo de redonda?
—Veamos... la pistola más la munición disparada, unas cien balas... Hágalo
por doscientos dólares y yo le daré el cambio.
Maynard comenzó a rellenar el cheque.
—¡Ah! Olvidaba un pequeño detalle: mañana tenemos que tomar un avión.
—¿A Nueva York? —repuso Baxter —. No es problema. Métala en el equipaje
que facturen. No lo pasan por los rayos X.
—No. A los Turcos.
—¿A los Turcos? —Baxter rompió a reír—. ¡Ningún problema! Tenga —abrió
una de las gavetas y sacó una pistolera—. Llévela encima. Esos vuelos no ofrecen la
menor seguridad.
—¿Y qué pasa con la aduana?
—Le registrarán el equipaje; pero a usted, a menos que sospechen que lleva
contrabando, no le cachearán. Voy a darle un consejo, lleve algo prohibido y
declárelo al llegar al aeropuerto.
—¿Qué, por ejemplo?
Baxter se adelantó y habló por lo bajo en la misma cara de Maynard. Tenía
tan agrio el aliento, que Maynard hubo de hacer un esfuerzo para no recular, y
apenas oyó lo que el vendedor le sugería. Pero asintió como si hubiera captado
hasta la última sílaba.
6
2
Esto por un parlamento de Shakespeare, que reza exactamente al contrario:
«Aquel que roba mi bolsa, etcétera; pero quien me despoja de mi buen nombre, etcétera»
(N. del T.)
escritura, y te consta.
Extrajo entonces del bolsillo un fajo de arrugados billetes que esparció
encima de la barra. Luego, enfrentándose a Maynard, continuó:
—Por lo regular, me doy cuenta a tiempo, o mi auditorio quedaría
narcotizado para cuando empiezo yo a sentir fatiga. Mas he pasado tanto tiempo
sin departir con un hombre de calidad... —Interrumpiéndose esbozó una amplia
sonrisa—. ¡Cielos, suena sincero lo que digo!
Maynard rió discretamente.
—¿Tan excepcional le parece? —dijo.
—¿Excepcional? ¡Inaudito! Los Personajes Colorinescos pasamos por
misteriosos, y el misterio presupone mucha mentira.
—¿De veras se llama Windsor?
—Eso creo; es decir así es. He sido Windsor tan largamente, que, aunque no
lo sea, lo soy; no sé si me sigue. Divago tanto, que a veces llego a tomar por
realidad mi ficción. Pero, en lo que hace a mi nombre, tanto se ha repetido, que no
tiene más remedio que ser cierto. En tiempo tenía ese nombre un afijo: Norman;
pero lo suprimí. ¡Norman Windsor!
»¿Qué potrenca sería tan estúpida que llamase Norman a su trotón?
—¿Lleva mucho tiempo aquí?
—Nací en esta isla. Lo crea usted o no, se producen nacimientos en ella. Por
espacio de una o dos décadas, la dejé, para probar fortuna. Pero esa veleidosa
dama me volvió la espalda. O digamos que fueron mis discípulos quienes me la
volvieron. De manera que regresé a esta ornada fosa séptica.
—¿Enseñaba usted?
—Fui pedagogo; ahora sólo soy un pedante. Me licencié en antropología —
alce las cejas, si quiere, pero es un hecho fehaciente—, y no se me ocurrió mejor
cosa que compartir mi sabiduría con los jóvenes. Las maravillas de los mayas, la
belleza prístina de los tasaday, la industriosidad de los sumeríos, el genio de los
cultos druidas. ¡Cuánta arrogancia contiene el presente! Creemos —¡hubris
infamantes!— que lo que existe supera a cuanto fue. La falacia evolutiva de que el
crecimiento y el cambio significan progreso. ¿No crecen y cambian también los
tumores? No es otro proceso el seguido por la civilización. Nuestras sociedades,
eficientes pero simples, están enquistadas de los tumores de la innovación, al
amparo de placebos políticos tales como la «democracia», los «derechos
humanos» y la «dignidad del hombre». ¡La dignidad del hombre! ¿Dónde queda la
dignidad de un animal ávido y egótico cuyos únicos objetivos están en la
supervivencia y la satisfacción de todos los pruritos sensuales? El hombre sensato,
el de valía, toma a su prójimo por lo que es y conlleva su llamada conciencia social
en cuanto le es necesario para alargar la pata y conseguir lo que apetece: hasta que
su prurito personal se ve saciado.
—Ahora comprendo por qué encontró tropiezos en el profesorado. Ser un
cristiano redivivo es actual; lo no actual son los maquiavelos reencarnados.
—¡Arda Maquiavelo en los infiernos! —gritó Windsor—. Por su estúpida
pretensión de predicar con el ejemplo. Cosa para la que nadie tiene redaños. Le
reto a usted a nombrarme una sola sociedad operante en la que cada cual reciba lo
que merece sin que nadie sienta la tentación de hacer volar a su prójimo con un
petardo de plutonio.
Maynard reflexionó un instante.
—¿Qué me dice de los menonitas de Jacobo Amen?
—¡Los menonitas! —rió Windsor roncamente—. Ni por aproximación.
Esclavos de una versión espuria de la ética cristiana. No. Sociedades puras no
existen en todo el mundo más que tres y media. La media la representa una
comunidad que habita lo más recóndito de los bosques de las Ozarks y habla
todavía el inglés isabelino. No son puros más que a medias porque la Inglaterra
isabelina de donde derivan era una sociedad hasta cierto punto organizada. O
civilizada, si me apura.
»Las dos sociedades más puras habitan las junglas de las Filipinas. Una la
constituyen los tasaday, descubiertos en 1971, inmersos todavía en la Edad de
Piedra. La otra, los taotbato, localizada el año pasado, la integra un pueblo
cavernícola cuyo primitivo orden ha subsistido sin cambios durante sabe Dios
cuántos siglos o milenios. El descubrimiento dará al traste con ambas, como ha
ocurrido siempre.
—¿Y la otra? Usted ha hablado de tres sociedades y media. Tras una larga
mirada a Maynard, Windsor tomó un sorbo de ginebra.
—Carece de importancia. Vuelvo a divagar. Lo cierto, sin embargo, es que
gocé de prestigio, hasta que cierto consejo académico elaboró contra mí una causa
difamatoria.
—Y ahora ¿a qué se dedica?
—A cosas diversas. Pesco un poco. Alquilo alguna que otra barca. Me siento
a la sombra de un árbol a la espera del pasaje de ida nada más que me llevará al
país todavía no descubierto. ¿Qué gemas periodísticas le ha mandado buscar el
Today en estas regiones?
—Pensé que los tambores daban cuenta de todo...
—A veces se tornan tartajosos. ¿Algún artículo caliente? ¿Una semblanza de
Navidad? ¿El carnaval de las Caicos? ¿Las letrinas del paraíso... alguna verdad
residual? —Windsor hizo una mueca de dolor—. Debe de hacerse tarde. No
importa. No me lo diga, si no quiere. Los secretos son un bagaje del que puedo
prescindir.
—No se trata de ningún secreto —repuso Maynard—. Ojalá supiera lo
suficiente para que lo fuese.
Informó entonces a Windsor acerca de los yates desaparecidos, y de sus
conversaciones con Florio y Makepiece. No suprimió sino lo que exigía la
concisión.
—Lo más frustrador —dijo para terminar— es que no creo que nadie trate de
encubrir nada. Ocurre, simplemente, que la gente no sabe o no siente interés al
respecto.
—Lleva usted razón —dijo Windsor acompañándose de un enfático
cabeceo—. Mis azabachados coterráneos son incapaces de disimulo. Si algo
supieran, y aunque sólo fuese por el gozo de ver a un rival en la picota, soltarían la
lengua. Se enfrenta usted, estoy cierto de ello, a causas diversas, un pescador
clandestino por aquí, un poco de tráfico de drogas por allá, que, aunadas, dan un
importante balance de víctimas. Una respuesta poco satisfactoria, pero probable.
—Parece usted muy seguro de ello.
—Es que lo estoy —replicó Windsor—. Hace tiempo que aprendí a no buscar
cosas tangibles detrás de las sombras. Y ahora —se había apeado de la banqueta
tras apurar el vaso— debo salir al encuentro del abrazo de Morfeo. Le diría «Au
revoir», pero, puesto que marcha por la mañana, dejémoslo en «Adieu».
—Gracias por la invitación.
—Fue un verdadero placer. —Dio un paso, pero algo superior a su voluntad
le hizo interrumpir la marcha—. No dejes de recordar todas mis ginebras en tus
oraciones —graznó.
Maynard rió otra vez y alzó el vaso a modo de saludo. Dándole una
palmadita en el hombro, Windsor declaró:
—Es una pena que se marche. No sabe lo que me gusta que me valoren.
Maynard fue arrancado de la profundidad de su sueño por Justin, que,
sacudiéndole el hombro, susurró:
—¿Dónde está la pistola?
—Debajo de mi almohada. ¿Por qué?
—El policía ese está en la puerta.
Maynard saltó de la cama y abrió. En el umbral apareció el sargento
Wescott, los carnosos mofletes bañados en sudor y una nube de mosquitos
voliteándole en torno a la cabeza.
—Ya le he conseguido un avión —declaró Westcott—. Fantástico. ¿A qué
hora?...
—A las once... de mañana.
—¿Por qué no hoy?
—Para hoy no pude convencer a nadie.
Maynard sintió ganas de discutir, pero se dio cuenta de que sería en vano.
—Está bien. Pero habré de hacer una llamada.
—Imposible. El teléfono sigue estropeado.
—Entonces ¿cómo consiguió el avión?
—Por un tipo que pasó esta mañana por el aeropuerto.
—¿Hubo un aterrizaje esta mañana y usted no nos vino a buscar?
—El tipo no quería llevarles.
—Querrá decir que no se avino a su precio, ¿no?
—¡Oiga! ¿Quién se ha creído que es? Trato de hacerles un favor y...
—Yo sí me hubiera avenido a precio de usted.
—Ya es demasiado tarde. Deme cien dólares.
—¿Para qué, si no habrá avión hasta mañana?
—Como garantía. Sin eso, el tipo no volverá.
—Si quiere usted una garantía, sargento, ¡chúpese el dedo!
Wescott sujetó a Maynard por el codo.
—Me parece que voy a meterle en la cárcel entre tanto llega el avión.
Maynard paseó una mirada entre la mano y los minúsculos ojos de Wescott.
—O me quita esa mano de encima —dijo en tono sereno— o le desnuco.
El sargento le soltó el brazo. Maynard volvió al interior y cerró de un
portazo.
—No tendrías que haber hecho eso —arguyó Justin—. Nos hemos quedado
sin avión para siempre.
—El avión aparecerá. Ese cerdo quiere sus cien pavos. —Y, resuelto a olvidar
el berrinche, agregó—: En fin, amiguito, ya lo has oído todo. ¿Qué te apetece hacer
hoy?
—Pero ¿es que no te das cuenta, papá? —Justin parecía a punto de llorar—.
¡Mamá me matará!
—Justin... —se detuvo para abrazar al chico—. No te preocupes por tu
madre. Ni por nada. ¿Quieres que vayamos de pesca?
—Ni siquiera tengo caña.
—La encontraremos. ¿No llevas el cuchillo? Pues nos haremos una. Y a lo
mejor alquilamos una barca. ¿No has pescado nunca una barracuda? ¡La brega que
dan!
Concluido el desayuno, Maynard se dirigió con Justin al mostrador de la
recepción. Había visto un cartel arrugado y enmohecido que hablaba de
excursiones pesqueras a bordo de la Mary Beth. Indicando el pasquín preguntó al
empleado:
—¿Cuánto cuesta media jornada?
—Nada.
—Oh... sin duda puedo colaborar al combustible. El hombre soltó una risita
cloqueada.
—No cuesta nada porque ya no hay excursiones. El barco se vino abajo, las
cañas se rompieron y el tipo levantó el campo y se fue.
—¿Y por qué dejan ahí el anuncio?
—Relaciones públicas.
—Entiendo —dijo Maynard paciente—. ¿Dónde puedo alquilar cañas?
—No puede.
—Está bien. Me las confeccionaré yo. ¿Y en cuanto las barcas? Con una
chalupa, incluso con un esquife, me arreglo.
No tenemos nada. El doctor Windsor tiene algunas, pero ya no alquila.
—A mí, anoche, me dijo que sí lo hacía.
El empleado se encogió de hombros.
—Pues entonces será que las alquila. Las cosas están cambiando demasiado
deprisa por aquí.
—¿Dónde vive Windsor?
—Al final de la carretera.
—¿Qué carretera?
—La carretera. Sólo tenemos una.
—¿Cómo encontrará la casa?
—La oirá.
—¿Qué la oiré?
El empleado asintió con la cabeza y alargó la mano bajo el mostrador.
—Si van a ir hasta allí, rocíense con esto — y entregó a Maynard un bote de
Deep Woods OFF.
—Muchas gracias —Maynard se roció a sí mismo, y luego a Justin, con el
pulverizador antimosquitos y devolvió el bote al empleado.
—¿Lleva cincuenta centavos?
—¿Cincuenta centavos el servicio? —sonrió Maynard.
—Veinticinco. Fueron dos servicios.
Maynard buscó en el bolsillo. No llevaba suelto.
—Lo siento. No los tengo.
—Mala suerte la mía — repuso el otro con un cabeceo —. Me hubieran
venido bien esos cincuenta centavos.
La carretera era una pista practicada por entre una maraña de matorrales,
cactus, espinosas zarzas y agrazones. Los mosquitos zumbaban en enjambres que,
emergentes de ocultas ciénagas, atravesaban como dardos el camino. El espeso,
aceitoso repelente que se habían aplicado resultó efectivo. Lanzados sobre los
andarines, se detenían los insectos a unos centímetros de la piel como atentos a
descifrar alguna clave química que emanaba del producto y, en seguida, habiendo
captado algún silencioso mensaje, regresaban zumbantes a la maleza. Todo el
entorno vegetal palpitaba de sonidos: susurros, crujidos y silbantes gritos de aves.
Caminaron un kilómetro o más. El sudor que les bañaba la cara empezaba a
disipar la loción y algunos mosquitos exploradores iban cobrando audacia.
A punto ya de volver sobre sus pasos, Maynard percibió un sonido que nada
tenía que ver con los del mundo de los insectos: agudo, pertinaz, mecánico,
procedía de un motor eléctrico y partía de algún punto situado a la derecha.
Poniéndose de puntillas Maynard examinó la manigua. No vio nada.
—Ahí hay una senda —observó Justin.
Una asamblea de dípteros los sitió para lanzárseles al interior de los oídos y
colarse por las bocamangas hacia las axilas o reseguirles el cuero cabelludo en
busca de zonas libres de repelente. En la esperanza de que una actividad frenética
les convirtiera en anfitriones poco apetecibles, padre e hijo rascaban, manoteaban
o rompían a correr.
Al final del caminillo no había más que una construcción de forma cúbica a
base de planchas metálicas, de donde partía el runrún del generador. Al fondo, tras
un parapeto de dunas, se distinguían algunas barcas atadas a un rudimentario
embarcadero.
La casa de Windsor se hallaba bajo el nivel del terreno, hundido en la arena
hasta su mismo techo, plano y de hormigón. Una serie de peldaños excavados
daban acceso a un inmenso portal de teca al que prestaba adorno una argolla de
metal bruñido. Empotrado en cemento había junto a la puerta una rejilla de
interfono. Maynard dio un aldabonazo.
—¡Lejos de aquí, etíope! — crepitó la voz de Windsor —. Estoy reunido. Si
vendes, no compro; si compras, no vendo. No mercadearé contigo. ¡Largo!
Habiendo escuchado la diatriba, Justin dijo a su padre:
—¿Y alquila botes?
Maynard esbozó una sonrisa y oprimió el pulsador del interfono.
—Traigo un telegrama para... un marinero cargado de ron.
—¿Es usted, Mencken? —indagó Windsor con voz chillona—. ¿Qué noticias
tenemos de Sacco y Vanzetti? Arriba esos ánimos. Todavía nos haremos con la piel
de esos cochinos italianos.
Un chasquido interrumpió la comunicación y segundos más tarde la puerta
se abría ampliamente.
Windsor vestía un quimono y calzaba puntiagudas zapatillas de seda.
—¡Adelante, adelante! Precisamente me dedicaba a fantasear a propósito de
una jira campestre en compañía de todos los catamitas de Macedonia. —Reparó
entonces en Justin—. Perdóneme. Veo que trae a su propio catamita.
Maynard hizo las presentaciones. Justin, los ojos muy abiertos, estrechó la
mano de Windsor y dijo:
—¿Qué es un catamita?
—Nada, mozo, nada. ¿Has oído hablar alguna vez del catamarán? Pues son
de la misma familia. ¡Entren! Les escanciaré un hidromiel y rendiremos honores a
las deidades.
La casa consistía en un solo aposento de nueve por doce metros de lado, con
arrimaderos de teca y un suntuoso moblaje separado por estilos. La zona destinada
a comedor era Luis XV; la correspondiente a cuarto de estar, colonial español; el
espacio consagrado a dormitorio, danés moderno; y la cocina, una herradura a
base de acero inoxidable y tajos de carnicero. Había óleos con marcos de
exposición, documentos antiguos en herméticas cajas de vidrio, y artículos
arqueológicos protegidos contra el ataque del tiempo por baños de laca. Las
librerías, de caoba, aparecían atestadas de libros.
Aislada por la arena y acondicionado su clima por el generador, la vivienda
mantenía una temperatura de veinte grados.
Maynard paseó por la estancia una mirada de asombro.
—Mi pequeño puerto de abrigo en la antesala del infierno —explicó
Windsor. Y, con un ademán descriptivo, agregó—: Tiene usted mi vida ante sus
ojos. El palacio del lobo estepario.
—Muy atractivo. Para ser el Personaje Colorinesco de la isla, no se le han
dado mal las cosas.
—He sido frugal. Me inicié con un poco de dinero, el cual produjo más
dinero, y, como ya se sabe, dinero llama a dinero. Pero, ¡ay!, y en eso está mi
carátula de la tragedia, todo lo cambiaría por una buena compañera y un hogar
cálido. —Rompió a reír y dijo—: Habla pues, mensajero, ¿qué noticias me traes del
emporio?
—No podemos marchar hasta mañana.
—No me sorprende. Wescott es indigno. Pero vuestra demora es mi buena
fortuna. Almorzaremos y los deleitaré con relatos de mis años de singladuras.
—Muchas gracias, pero lo que queremos es alquilar un bote.
Windsor se quedó muy quieto. Miró a Maynard, frunció el ceño y, luego,
evitando sus ojos, inquirió:
—¿Para qué?
—Decidimos salir de pesca.
—Papá dice que podemos coger una barracuda —terció Justin.
—Imposible.
—¿Y eso?
—No hay pesca digna de tal nombre en estas aguas. Demasiado calor.
—Buscaremos sitios profundos, donde el agua sea más fresca.
—No tengo botes.
—No me diga eso — protestó Maynard —. He visto una partida de ellos,
junto al embarcadero.
—No están en condiciones de salir.
—Escuche... será un par de horas nada más. Y luego vendremos a contarle
embustes acerca de lo que estuvimos a punto de pescar.
Windsor volvió los ojos hacia Maynard. Su afable expresión había
desaparecido.
—No.
—Está bien —se plegó Maynard perplejo—. Perdone la molestia. —Y,
encarándose a Justin, dijo—. Andando, amiguito. A ver si Whitey puede apañarnos
algo.
—¡No! —exclamó Windsor. Y, en seguida, más atemperado, añadió—: Déjelo
correr... por favor.
—¿Qué mal hay en ello?
¡Es peligroso! Es usted quien habló de esas embarcaciones desaparecidas.
¿A qué correr riesgos?
—No le pido que me arriende un schooner. Ni pretendo hacer la travesía de
Cuba. Mi intención es alejarme una milla y echar un sedal, eso es todo. Además, sé
cuidar de mí mismo.
—Lo dudo.
—No lo haga.
Provocado por el otro, y por pura baladronada, Maynard alzó los faldones
de su camisa para exhibir, sujeta por el ceñidor del traje de baño, la culata de la
Walther.
—No sea loco.
—Whitey me procurará el bote.
—Está bien —suspiró Windsor—. Le prestaré una embarcación. Me quedará
el consuelo de saber que flota. En lo que Whitey le proporcionase no embarcaría yo
ni a Vlad el Empalador. Pero ha de prometerme que se comunicará conmigo por
radio cada media hora.
—Trato hecho. Nosotros pescamos el mero y usted prepara la salsa.
Windsor no respondió al chiste. Farfullando algo a propósito de los necios
que avanzan entre tinieblas, les condujo al exterior.
¿Por qué le arrastraban? Les había dicho que no tenía ganas de bailar, pero
no le hacían caso. Ahora, después de derribarle, tiraban de él asiéndole brazos y
piernas. Le estaban lastimando y les tenía eso sin cuidado. Cuanto mayor era su
dolor, más regocijados gritaban ellos. Denme algo de beber, por favor. ¡Tengo
tanta sed! Un sorbo nada más. Un sorbo y haré por bailar. Se lo prometo.
Los danzarines desaparecieron, el sueño se diluyó y sólo quedó el dolor.
Tenía un lacerante latido en la cabeza y aún le mortificaba más la sensación de que
piernas y brazos le estaban siendo descoyuntados.
Al abrir los ojos vio el cielo. Estaba tendido boca arriba, pero nada sentía
bajo el cuerpo: sólo aquel suplicio en hombros y caderas. Alzando la cabeza hasta
tocar el pecho con la barbilla, se vio los pies y las cuerdas que los amarraban, en
alto, a los dos postes de madera. Dejándola caer se miró las manos, atadas a dos
postes similares. Cada una de las cuerdas estaba unida a una rueda.
Le habían puesto en un potro.
Volvió la cabeza a uno y otro lado. Estaba en un pequeño calvero arenoso
rodeado de malezas. Solo.
Oyó música de radio: una orquesta acompañando a un coro que entonaba
un himno: «Su amor es mayor que el reluciente mar, mayor que tú y que yo, mayor
que la fuerza del amor, y está tan cerca de ti como el guante lo está de la mano».
Concluido el himno, una voz peroró: «Y ahora, camarada de a bordo...» La
voz se interrumpió y se oyó otra, más cercana y cálida, que salmodiaba: «Las almas
de los justos están en manos del Señor y ningún tormento habrá de afligirlas. Por
eso nuestro camarada, Roche Sansdents, un hombre justo e íntegro, será acogido
en el seno del Señor. Todo hombre entra una vez en la vida y sale otra de ella.
¿Cuándo volveremos a verle? ¿Quién es capaz de contar la arena de las playas, las
gotas de la lluvia, los días de la eternidad?»
A eso siguió el susurrado «Amén» de una multitud afligida.
Una tercera voz, ésta ampulosa y autoritaria, continuó: «Tú, Goody
Sansdents, eres legítima heredera de los bienes de Roche, y a ti serán transmitidos.
El mismo pacto te autoriza a recibir del almacén comunal los alimentos y enseres
que hayas menester, como asimismo una décima parte del primer rico botín que se
capture. El pacto te da también la potestad de disponer a tu antojo de aquel por
cuya mano dejó Roche este mundo».
Un furioso grito vengativo escapó de la garganta de una mujer.
Maynard tensó los músculos abdominales y, contenido el aliento para
sobrellevar el dolor, arqueó la espalda y lanzó en alto los brazos con la esperanza
de aflojar las ataduras lo bastante para liberar las manos. Fracasó y, al caer
nuevamente de espaldas, los músculos de los hombros se distendieron causándole
un dolor insufrible. Profirió un alarido.
—¡Se ha despertado! —advirtió una voz según el gentío se aproximaba al
calvero.
—Volverá a dormirse —dictaminó otra—. Yo preferiría con mucho hacer
dormido todo el viaje.
—Más podría suceder que, llegando a la otra orilla, te perdieras.
—Bien dices; pero despierto ha de enfrentarse uno al rostro de la muerte, y
dicen que es visión de gran espanto.
—Tanto no será que exceda el del rostro de tu mujer.
Habían entrado en el calvero, pero se detuvieron a su margen.
Maynard les miró desde el potro. Aunque sentía miedo, el dolor y la
confusión le sustraían parcialmente a él. Era como si, flotante sobre sí mismo,
contemplara de lejos su propio terror.
Eran todos varones, todos atezados y mugrientos, y tenían manchadas de
sangre y de grasa las ropas. Unos blandían machetes, otros, hachas, y no había
quien no llevase cuando menos un cuchillo.
Habiendo formado un corro en torno al calvero, guardaron silencio. Luego
el corro se abrió y tres personas avanzaron por la arena en dirección a Maynard.
El que abría la marcha era un hombre de elevada estatura, pecho espléndido
y esbelta cintura, cuya edad debía de frisar la cuarentena. Sus cabellos castaños,
descoloridos por el sol, descendían de la cabeza separados por una raya central.
Lacios mostachos con pomada le enmarcaban la boca. Vestía una sucia camisa de
hilo, de mangas afolladas, y un calzón corto, de cuero cosido a mano, que dejaba
descubiertas sus piernas por debajo de la rodilla. Los pies, sarmentosos y curtidos,
aparecían desnudos. Dos bandoleras le cruzaban el tórax pertrechados con sendos
pedreñales.
A su zaga marchaba un hombre de mayor edad, que llevaba atados a la
nuca, en forma de coleta, sus cabellos ya canos. Vestía un ropón gris, ceñido al talle
por un ancho cinturón de cuero, y calzaba botas de goma como las que usan los
marineros en tiempo inclemente.
A varios pasos de distancia de ambos hombres iba arrastrando los pies un
remedo de mujer. Tenía sucia de hollín la cara, y sus cabellos, untados de pomada,
recordaban los de la Medusa. Se cubría con un sobretodo negro que cerraba con el
puño a la altura del talle. Mantenía fija en Maynard, sin un parpadeo, la mirada de
sus ojos húmedos y extraviados.
La mujer se abrió paso entre sus dos acompañantes y, llegada ante
Maynard, inclinóse y le escupió en la cara. El aliento le hedía a ron.
El más alto de ambos hombres sonrió a Maynard.
—Despertaste.
—¿Quién es usted? —indagó Maynard con un ronquido gutural.
Denle agua —ordenó el más viejo—. Jamás mataréis a un hombre sediento,
pues comparecería sin comunión ante Dios. Está escrito.
Manos surgidas de un punto situado detrás de Maynard le rociaron rostro y
boca con agua procedente de una vejiga de animal. El simple acto de lamerse los
labios y tragar le lastimó los ligamentos de los hombros. Vuelta la mirada hacia el
hombre de elevada estatura, preguntó de nuevo:
—¿Quién es usted?
—Jean-David Nau. El décimo de la rama.
—¿Dónde está mi hijo?
—Con los demás.
—Por favor —imploró Maynard—, déjenle. No es más que un chiquillo.
—¡Dejarle ir! —rió Nau—. ¡De seguro!
—¡No le maten! —Maynard sintió llanto en los ojos—. ¡Háganme lo que
quieran, pero no le maten!
—¿Matarle? —Nau parecía perplejo—. ¿Con qué propósito? ¿Mataría
alguien a un soldado antes de que alcance la edad de pelear? ¿O a una bestia de
carga aún no hecha a su trabajo? No. Su vida será breve acaso, pero no falta de
alegrías, y su fin, el que él elija.
—¿Y yo?
—Tú morirás —dijo Nau sin emoción.
—¿Por qué?
Fue el más viejo quien respondió:
—Es nuestra usanza.
—¡Al demonio con vuestras usanzas! Decidme en qué puedo serviros y lo
haré. No quiero morir.
Se escuchaba hablar y le sorprendía la serenidad de su voz.
—¿Temes la muerte? —indagó Nau—. Morir es una aventura.
La entereza le abandonó tan rápida e ilógicamente como le había llegado.
—¡No! —gritó.
—¿Qué dase de hombre eres tú? ¿Acaso eres cobarde? Habrías de
enfrentarte con dignidad a la muerte.
—Guarda la dignidad para ti. Yo tengo un propósito en la vida, y es el de
conservarla.
—¿Cómo te llamas?
—Maynard.
—¡Maynard! ¡Noble nombre! ¡Un nombre de guerrero!
—Majaderías. Es un nombre nada más. ¿Quién eres tú?
Ya he respondido a eso.
—No... Lo que quiero saber es qué eres. Qué haces.
Nau alzó la voz, de manera que fuese audible para los que permanecían al
borde del calvero, y dijo:
—¡Oíganme todos! Este hombre es Maynard. ¿Quién de entre ustedes ignora
su sangre? —Los espectadores intercambiaron comentarios susurrados—. Un
antepasado suyo dio muerte al poderoso Teach, llamado Barbanegra.
Maynard no discutió la noticia. Por más que no conociese su genealogía más
allá de sus bisabuelos, si su supervivencia dependía de apropiarse la de otro,
dispuesto estaba a suplantar a Genghis Khan o al propio Jesús de Nazaret.
—Tienes sangre de calidad —dijo Nau—. Igual debe ser tu corazón.
—Siendo así... —principió Maynard.
Pero el otro le interrumpió alzando la mano.
—¡Manuel! —llamó.
El delgaducho chico de antes corrió al centro del calvero.
—Trae al muchacho —ordenó Nau.
—Sí, L’Ollonois.
Dijo Maynard a Nau:
—¿Cómo te ha llamado?
—L’Ollonois. Como tienen mandado llamarme los niños. Como llamaban a
mi padre y al padre de éste y a cuantos precedieron a ambos desde que la cabeza de
la estirpe se asentara en estas tierras, en tiempos del segundo Carlos.
Maynard, que había oído hablar de ese ancestro, exclamó:
—¡Era un psicópata! Se comía el corazón de sus víctimas. Nau sonrió
orgulloso:
—Bien dices. No confiaba en el silencio de ningún prisionero.
—Y los indios lo despedazaron.
—Cierto. Y tanto temía que sus pedazos pudieran reunirse de nuevo y
volverse sobre ellos, que los quemaron y esparcieron sus cenizas a los cuatro
vientos. ¡He ahí un hombre que sabía morir!
El muchacho a quien llamaban Manuel regresó al calvero con Justin, que
tenía las manos amarradas tras la espalda y venía sujeto por un dogal.
Maynard ladeó la cabeza. Si esperaba encontrar a Justin histérico de miedo,
lo halló impasible y con la mirada vidriosa.
—¿Estás bien, hijo?
Justin no respondió.
Nau se volvió hacia su compañero y dijo:
—Explícaselo, Hizzoner.
Éste descansó una mano en la cabeza de Justin y habló:
—Hay un tiempo para vivir y un tiempo para morir. Muere el padre, y el hijo
lleva su nombre. Aunque un hombre muera, su nombre perdura. Él pasa, pero sus
hazañas son cantadas eternamente. Tú presenciarás el rito del tránsito y, luego, tu
nombre será testimonio de la gloria del pasado. Se te llamará Maynard TueBarbe.
Nau echó los brazos al aire.
—¡Maynard TueBarbe!
—¡TueBarbe, TueBarbe, TueBarbe...! —corearon los hombres congregados
en torno al calvero, y en seguida prorrumpieron en vítores.
Como despertado por el alboroto, Justin miró a su padre, después a Nau, y,
finalmente, apacible la voz, dijo:
—No le maten... por favor.
—¡Chitón! —le interpeló Nau.
Se inclinó entonces, tomó al muchacho en volandas y se lo echó al hombro.
—No es hombre todavía —apuntó Hizzoner.
—Pronto lo será —dijo Nau. Y, encarándose a la mujer, agregó—: ¿Cómo
dispones que se haga, Goody Sansdents?
—¡No quiero morir! —aulló Maynard.
Justin seguía doblado sobre el hombro de Nau, y vio Maynard que lloraba
en silencio según le miraba.
—Agarrótale —silbó la mujer.
—¡Vamos! —rió Nau—. Yo no agarroto a un hombre noble.
—Denme, entonces, una eslinga, y yo misma lo haré. Y, para mejor medida,
me comeré sus ojos, cuando salten de las cuencas.
—Que no se le agarrota, te digo. Sin ojos, ¿cómo va a encararse a la muerte?
Los necesita para ver su destino. Ponganle una candelada sobre el vientre, y
veamos qué clase de hombre es.
—¡Le saltó un ojo a Roche! —arguyó la mujer.
—Bien dices; pero, cuarterón de portugués y mulata, Roche no era de buena
sangre.
—Si tan noble es, déjamelo para mí, que bien he de menester que me
atiendan.
—Bujarrones tenemos para las que se encuentran en tu situación. Sírvete de
ellos a tu antojo.
—¡Bujarrones! —escupió la mujer en la arena—. Este puede darme lo que
Roche no me dio: un hijo noble. Nau perdió su sonrisa.
—Debe morir. —Y miró a Hizzoner en busca de confirmación.
El otro asintió con un cabeceo.
—Es la usanza —dijo.
Arrancándole a Nau el cuchillo que llevaba al cinto, la mujer contorneó al
gigantón y, plantada ante Maynard, apuntó el arma a la entrepierna del cautivo y
dijo:
—El pacto me da derecho a disponer de él. Y así lo hago. La mano de la
mujer voló hacia Maynard, que apretó los ojos a la espera de algún dolor
inimaginable.
De una sola cuchillada rasgó la mujer el bañador de cintura a entrepierna.
—¡Esto es mío! —proclamó según aferraba los genitales de Maynard. Y, con
una desafiante mirada que pasó de Nau a Hizzoner, dijo todavía—: Iniciaré una
estirpe cuyas alabanzas cante el porvenir. Me asiste ese derecho.
Se hizo un silencio en el calvero. Maynard sentía en los tímpanos el latido de
la sangre. El dolor se apoderaba de él en ramalazos intermitentes. Veía que la
mujer seguía agarrando sus partes íntimas, pero lo hacía con fuerza tal, y era tanto
el dolor que le laceraba hombros y caderas, que no sentía sus manipulaciones.
Hizzoner fue el primero en hablar.
—El pacto es supremo. La mujer está en su derecho.
—Pero la usanza... —quiso objetar Nau.
—La usanza es costumbre, el pacto es ley, y la autoriza a disponer.
—Pero disponer...
—... no significa, en rigor, matar.
Nau no estaba satisfecho. Tras descargar a Justin y dejarlo caer en tierra,
cosa que llevó a cabo con una sola mano, dijo a la mujer:
—Se le dejará vivir hasta el día en que se dictamine preñada. Es un utensilio
a tu servicio. Si quebrantara la ley, aun por una sola vez, tú cargarás con su culpa, y
yo, con estas manos —las alzó, cerrados los puños, ante el rostro de la mujer—, te
arrancaré la matriz y la arrojaré al mar.
Enardecida por el ron y su victoria, la mujer blandió los genitales de
Maynard y exclamó:
—Y si esto cumple mal su función, seré yo quien lo arranque y arroje al mar.
—Y, como riera, sonaron en el calvero risas nerviosas.
—No sabes morir —dijo Nau a Maynard—. ¿Qué has hecho de bueno en la
vida?
—Escribo.
—¿Eres, pues, escribano? Es posible, entonces, que sea doble el servicio que
prestes. No hemos tenido cronistas desde Esquemeling.
—¿Esquemeling? ¿Acaso has oído hablar de Esquemeling? Hizzoner les
interrumpió. Blandiendo admonitoriamente un dedo ante el rostro de Maynard,
dijo:
—Debes saber que la mujer tiene dominio sobre ti. Hazle bien a la viuda.
—Que lo suelten —dijo Nau al tiempo que se volvía de espalda.
Justin no le siguió. Quedóse al lado de su padre mientras dos hombres, tras
cortar las ataduras, descansaban el cuerpo de Maynard en la arena.
Llegado al filo del calvero, Nau dijo en tono perentorio:
—¡Aquí, muchacho! Él ya no es tu padre. Ahora sólo vive para satisfacer a la
mala pécora.
Aunque consciente sólo a medias, Maynard percibió el titubeo de Justin, su
dilema.
—Ve con él —susurró—. Haz lo que sea preciso. Sígueles la corriente.
Sobrevive.
Luchó contra la niebla hasta cerciorarse de que Justin le obedecía. Y, luego,
se desmayó.
1.
2.
3.
5.
Aquel que privare a una mujer de bien, sin su consentimiento, del tesoro de
su castidad será pasado por las armas. Una mujer de bien es prenda rara, y el
mancillarla constituye crimen capital.
El primer Hizzoner había previsto los cambios que el paso del tiempo
operaría en cuanto a las necesidades de la comunidad, por lo cual dotó de un
apéndice el cuerpo del articulado:
«Siendo que nadie puede predecir el porvenir, quizá se haga preciso ampliar
el pacto. No se harán supresiones: los artículos restan inviolables a perpetuidad. Lo
que se añada recibirá el nombre de enmiendas, que se agregarán bajo esto.»
Un fajo de papeles —las tales enmiendas— aparecía incorporado al pie del
documento. Sumaban doce, en total. Algunas establecían penas para crímenes no
conocidos en la época de la redacción del pacto. Nadie, por ejemplo, podía poseer
un aparato de radio. La comunidad contaba con uno (todos los demás fueron
destruidos) que se utilizaba únicamente como receptor. Transmitir señales de
cualquier naturaleza constituía un crimen capital.
Por igual, se prohibía la ingestión de cualquier tipo de «fármaco», «a fin de
que la vesania no se adueñe de la comunidad». Eran destruidos todos los
medicamentos o sueros, con la sola excepción de la penicilina, que quedaba bajo la
custodia de L’Ollonois, facultado para administrarla a quienquiera que «tenga
fuego en su agua».
La producción de humo o fuego capaz de ser vistos por un barco o aeroplano de
paso constituían crímenes que, de producirse durante el día, se penalizaban con
castigo corporal, y, de noche, con castigo corporal y tortura.
A los homosexuales se les había dado acceso a la comunidad, bien que a
desgana, a partir de mediados del siglo XIX, época en que una joven introdujo la
fiebre amarilla en la isla y la contagió a todas las demás prostitutas. En el curso de
un solo mes, la población femenina había pasado de veinticinco a cinco. Sin esa
exención legislativa, las cinco supervivientes no hubieran tardado en morir
extenuadas.
«Siendo que todos los hombres se han visto privados de una función que les
es natural —establecía la sexta enmienda—, y por cuanto su vitalidad y buena
disposición de ánimos se resienten de resultas de la abstinencia, se regula que los
mejores muchachos, de entre los próximos que se apresen, sean convertidos en
bujarrones, con arreglo a los mismos derechos y restricciones que rigen para las
prostitutas, pues tal será su condición.»
Una enmienda a esa enmienda daba prueba de la repugnancia que suscitaba
la medida. «La presente enmienda quedará derogada en cuanto crezca el número
de la comunidad femenina. Hasta ese momento, los bujarrones cumplirán su oficio
y ningún otro. Aquel que exceda sus alcances, será pasado por las armas. El
bujarrón impudente incurre en crimen capital.»
Una de las más recientes enmiendas reconocía la inutilidad del dinero en la
vida cotidiana de los isleños. Los pesos de ocho reales eran sustituidos, a efectos de
indemnización o recompensa, por víveres y licor. Las prostitutas, autorizadas a
elegir su propia moneda, optaron por las golosinas (nueces, aceitunas y confites),
la lencería y los perfumes. Las equivalencia de las monedas se relacionaban en un
larga lista de anexos. En la actualidad, y conforme a anotaciones del puño y letra
del último Ollonois, el orden de los artículos más preciados era: 1, el 612 tamaño
familiar; 2, el Deep Woods OFF; 3 el Cutter (inoperante con los mosquitos); 4, el
mercurio; 5, el ron haitiano; 6, las armas nuevas.
¿Por qué, se preguntó Maynard, las armas nuevas eran objeto de tan escasa
prioridad? Y, si llevaban doscientos años sin utilizar dinero, ¿qué habían hecho del
que produjeran sus capturas?
Mayor inquietud, sin embargo, le procuró una enmienda que, datada en
1900, gozaba a todas luces de preeminencia, pues se le había concedido un título:
ACERCA DE LOS NIÑOS.
«Por cuanto el estado de inocencia puede decirse corrompido en los
humanos con la llegada de la adolescencia, y siendo que la pérdida de esa virtud
engendra la mundanidad, y por cuanto la persona humana constituye una amenaza
para la comunidad, ello a causa de conceptos y conocimientos que ponen en
cuestión (y por tanto en peligro) la vida que tan cara nos es, en tal virtud y en el
tiempo porvenir la comunidad no aceptará en su seno a personas que hayan
excedido la edad de trece años. Todas las demás serán privadas de la vida en el
mismo momento de su apresamiento, por cuanto puede decirse que las han vivido
en plenitud y que no pueden ofrecer a la comunidad, como así lo han demostrado,
sino trastornos, discordia y agitación encaminados a dispersarla y propiciar su
descubrimiento. Un niño es un comensal hambriento cuyo plato puede ser
colmado de pitanza propia para la reflexión; el de una persona mundana se halla
ya repleto de viandas indeseables.»
Una sombra cruzó el umbral oscureciendo la luz que llegaba de afuera. Beth,
la mujer, desligó los extremos de la cadena y recuperó el que pasaba por encima de
la viga, dejando el otro enrollado en torno al cuello de Maynard.
—Levántate — dijo.
Maynard obedeció.
Tomó ella los pantalones que yacían en el suelo y le ayudó a ponérselos. La
cara interna de la piel conservaba todavía sangre húmeda y una película de sebo, y,
al ajustárselos Maynard a la cintura, los zahones rezumaron una sustancia viscosa.
Sintió jirones de carne descompuesta a la altura de las rodillas, y una fétida
vaharada le inundó el olfato.
Después de untarle con grasa de cerdo pecho y espalda, la mujer mostró con
un ademán la puerta y dijo:
—Sal.
—¿Adónde vamos?
—TueBarbe ha consentido en verte.
—¿Quién es TueBarbe? —obnubilados los sentidos por el pasado dolor, ese
nombre era como una polilla que fluctuase en la penumbra de su memoria.
—Maynard TueBarbe, el que fue tu hijo.
—¿Que ha consentido, dices? —dijo Maynard mirándola—. Muy gentil por
su parte.
—Recuerda —repuso ella al tiempo que tiraba de la cadena impeliéndole
hacia la puerta— que aquí se honra a los jóvenes porque son el porvenir. La gente
como tú no es más que pasado. Está muerta.
12
Siempre sujeto por la cadena, le condujo por una senda que serpeaba entre
la maleza. Al entrar en uno de sus recodos, Maynard oyó risas.
La senda desembocaba en un calvero a cuyo lado derecho se levantaba una
edificación que recordaba las de los indios navajos, y de ocho a diez veces el
tamaño de la choza de Beth. Un pequeño árbol de Navidad, de material plástico, de
los que se venden en los baratillos, se alzaba a un lado de la puerta, decorado con
oropeles, mondaduras de frutas y jironcillos de tela de colores.
—¿De dónde procede eso? —indagó Maynard.
—De un botín —repuso ella, que, deseosa de ganar el extremo opuesto del
calvero, había apretado el paso.
A un nuevo estallido de risas, dos hombres jóvenes salieron del pabellón
empujándose y propinándose palmadas. Como Maynard se detuviera a
contemplar, sintió en el cuello un tirón de la cadena.
Uno de los hombres llevaba un sarong chillonamente floreado, media
docena de brazaletes en cada muñeca, y sortijas en todos los dedos. Su compañero
iba casi desnudo. Tenía cortados casi al rape los cabellos, de un rubio casi blanco, y
el cuerpo, largo, esbelto y bronceado, aparecía cubierto de aceite y carecía de vello.
Por toda vestimenta lucía un taparrabos de cuero negro, del tamaño de un pomelo,
que se hubiera dicho, de puro hinchado, a punto de estallar.
Habiendo reparado en los transeúntes, los hombres interrumpieron sus
retozos. Beth volvió la vista hacia ellos, escupió en tierra y dio un nuevo tirón de la
cadena. Según reemprendía la marcha, y como se volviera para mirarlos, vio
Maynard que los hombres correspondían al despreciativo saludo de Beth.
Cuando estaban por alcanzar un segundo calvero, Beth se detuvo y, a pocos
metros del final de la senda, le amonestó: —Aquí no te rezagues, o te arranco la
cabeza.
Y, humillada la cara, los hombros encogidos, se internó en la explanada.
Había en el claro ocho pequeñas chozas atendidas, cada una de ellas, por
una mujer. Dos de las allí reunidas vestían camisolas de transparente gasa que
permitían apreciar hasta el último detalle de sus cuerpos. Una tercera llevaba una
falda larga, de manchada seda, y, por encima de la cintura, nada más que dibujos
trazados con pintalabios, que, formando círculos concéntricos en los pechos,
convertían los pezones en dianas. Otra, que exhibía un juego completo de prendas
interiores largas, se dio vuelta, al advertir a los intrusos, y, doblando el cuerpo
hacia delante, desabrochó la pieza posterior de los calzones y, desnudas las nalgas,
produjo una ronca ventosidad.
Una de las mujeres rompió a reír y, voceando en dirección a Beth, exclamó:
—¿Es ésa tu salvación, Goody? Pues bien trasijada la tienes.
Otra graznó:
—Te encontraré a un perro con mejor aparejo que ése.
—Roche, muerto, es más temible que ése, vivo —rió una tercera.
—¡Te tenemos preparado el jergón!
—¡Te veremos por aquí antes de la luna nueva!
Maynard, sonrojado, mantenía la vista fija en la arena. Hasta topar con ella
no se apercibió de que Beth se había detenido.
Furibunda, roja como la grana, dedicó a los prostitutas una mirada
fulminante.
—¡Vacas! —vociferó—. ¡Me moriré de vieja sin haber puesto un pie donde
vosotras! —Su mano voló al frontal de los zahones de Maynard, y, agarrándole los
testículos, continuó— Si esto les parece poco, es porque carecéis de la alquimia
capaz de transformarlo—. Y, retirando la mano, alejó a Maynard del lugar.
Trotando en pos de ella, le preguntó:
—¿Cuántas mujeres hay, aparte de las putas?
Doce, todas casadas.
—¿Y cuántos hombres sin esposa?
—Acaso un par de docenas.
—¿Y por qué no te casas con uno de ellos?
—Después de su primer matrimonio, una mujer no tiene más que dos
caminos: la maternidad o el prostíbulo.
Pero, aun suponiendo que tengas un hijo... mío, el niño crecerá. No serás
madre toda la vida.
—Se nos permite ser madres durante trece años.
—Pero, pasado ese tiempo, habrás de convertirte, de todos modos, en
prostituta.
—Crees saberlo todo —rió ella—. Pero soy yo quien sabe.
—¿No acabarás de ramera?
—¿Si vivo hasta entonces? Jamás. ¿Quién pagaría por yacer con una vieja?
—¿Cuál será, pues, tu destino?
Se paró, le miró y dijo en tono fervoroso:
—Seré venerada. Sabia. Consultada. Respetada. Nutrida. Y así hasta que
llegue la hora de que me entreguen a la muerte. Así quiero que sea y eso —señaló la
entrepierna de Maynard— puede procurármelo.
El sendero desembocaba en una cala protegida en todo su contorno por
riscos calcáreos. Tenía, como señalaba el mapa del primer Illonois, forma de
anzuelo. Una embarcación que quisiera ganar alta mar había de costear hacia el
sur un rompeolas natural, más tarde contornearlo y enfilar un paso limitado por
un segundo rompeolas y, por último, doblar al este hacia la abertura que conducía
a las aguas profundas.
Había diversas embarcaciones varadas en la arena: dos piraguas, una
Boston Whaler desechada y cuatro pinazas, éstas con las velas recogidas.
Al principio, Maynard no reconoció a Justin, que estaba de pie, en la orilla,
entre Nau y el muchacho al que llamaban Manuel. Llevaba ropa nueva —una
camisa de algodón y unos calzones como los de L’Ollonois —y, a un costado, en la
pistolera, la Walther PPK.
Viendo surgir del sendero a Beth y a Maynard, tanto Nau como Manuel
adoptaron una postura arrogante: las piernas abiertas, los brazos en jarras. Algo
dijo L’Ollonois a Justin en tono severo, pues el muchacho trató de imitar su
actitud.
Maynard hubiera corrido en dirección a su hijo, pero Beth, que lo mantenía
sujeto por la cadena, le obligó a caminar lentamente playa abajo. Habiendo
alcanzado un punto distante unos pocos pasos del lugar donde se encontraba Nau,
la mujer se detuvo y tiró de la cadena, ignorando qué pretendía de él, Maynard
permaneció erguido; pero ella repitió el tirón, ahora con fuerza, obligándole a
arrodillarse.
Desde su postración, Maynard examinó los rostros que tenía delante: el de
Nau, que parecía reflejar la convicción de su ancestro, de que el temor era poder; el
de Manuel, que irradiaba precoz arrogancia; el de Justin, descompuesto, nervioso,
mortificado por la humillación de su padre.
Como ninguno de los tres parecía dispuesto a hablar, Maynard dijo en tono
ligero:
—¿Cómo va eso, amiguito?
—Muy bien —respondió Justin. Y, porque las palabras se le habían
atragantado, repitió más alto—: Muy bien. ¿Y tú?
Maynard se limitó a cabecear afirmativamente. Fija en su hijo la mirada, no
conseguía apartarla.
A un ligero codazo de Nau, Justin farfulló:
—¿Dónde está el resto de las municiones?— y tocó indicativamente la culata
de la Walther.
—Se quedaron en la habitación del hotel. Y tú lo sabes. Justin miró a Nau y,
en respuesta a un segundo codazo, insistió:
—¿Dónde?
—En el secreter. En el primer cajón.
Justin explicó a Nau.
Estaba seguro de que no las llevó al yate.
—Mandaré por ellas —replicó Nau. Y, volviéndose hacia Beth, concluyó—:
Eso es todo.
La mujer tiró de la cadena para levantarlo.
—¡No! —exclamó Maynard—. Dejame hablar con él.
—Hablar ¿de qué? —quiso saber L’Ollonois.
—¡Soy su padre!
—Estoy harto de decirte...
Maynard le interrumpió ciegamente y con aspereza:
—¡Al carajo con tus juegos de palabras! Es mi hijo y quiero hablar con él.
Tras un instante de vacilación, Nau dijo en tono tenso a Beth:
—Conténlo o lo mataré. Te lo juro. —Luego, encarándose a Justin, le
consultó—: ¿TueBarbe?
Al muchacho le costó un instante comprender que se pedía su decisión. Por
fin, confuso, asintió.
—Ya has leído el pacto —dijo Nau a Maynard—. Eres un hombre mundano
que no tiene aquí lugar alguno. Somos nosotros, no tú, quienes formaremos al
chico. Puedes hablar a solas con él por esta sola vez. Será la última.
Nau marchó playa arriba seguido de Manuel. Indecisa en cuanto a
acompañarles o quedarse, Beth se detuvo. Nau le indicó entonces que soltase la
cadena. Así lo hizo ella y marchó en su pos.
Maynard pasó de la posición genuflexa a la de sentado y, dando unas
palmadas en la arena, invitó a Justin a acomodarse frente a él. El muchacho
consultó a Nau con la mirada y por último, aunque inseguro, obedeció a su padre.
—¿De veras estás bien? —preguntó Maynard en tono apacible—. ¿No te han
lastimado?
—No, estoy bien.
—Tenemos que seguirles la corriente. Haz lo que te pidan. Cada día de vida
es una nueva oportunidad. Cualquier cosa que te exijan, por más que te contraríe,
es preferible a estar muerto. ¿Has podido descubrir quiénes son?
Justin negó con la cabeza.
—Hablan muy raro. Como si no fueran de esta época, quiero decir.
Maynard le hizo una rápida exposición de lo que había averiguado por su
cuenta. Luego le preguntó:
—¿Qué te han dicho?
—Que no saldré nunca de aquí. ¿Es verdad?
—No. Encontraré una forma de escapar.
—Dicen que van a matarte. ¿Lo harán?
—Eso me temo, si antes no descampamos de aquí. Cualquier cosa que
escuches, aun el menor detalle, aplícalo a la idea de la fuga. Pregúntate a ti mismo:
¿puede ser esto de utilidad? ¿Puede ayudarnos?
—Aseguran que no hay salida posible.
—¿Y eso?
—No existen embarcaciones de motor. No tienen... ¿cómo les llaman?...
naves de bordada.
—Movió la cabeza hacia las embarcaciones visibles en la cala —. En toda la
isla no hay más flota que ésa.
Maynard miró las pinazas.
—Si pudiéramos hacernos con una de aquellas y alcanzar las rutas de
navegación...
—Las vigilan noche y día.
—¿Cuánto tiempo llevamos aquí? —Viendo que la pregunta desconcertaba a
Justin explicó—: Estuve durmiendo. Y no sé cuánto.
—Éste es el cuarto día.
—¿No te has enterado de nada más? ¿Cualquier cosa que pueda servirnos?
Piensa.
—No, de eso, nada. Sólo me adiestran.
—¿Para qué?
—Para que me haga hombre, dicen. —Dirigió Justin la mirada hacia lo alto
de la playa, hacia Nau, y murmuró—: ¿Cómo voy a hacerme hombre, si sólo tengo
doce años? ¡Tienen que estar locos!
Con una sonrisa, Maynard le tomó la mano y, acariciándola, le preguntó:
—¿Qué clase de adiestramiento?
—Quieren que sea armero. Por eso me dejan llevar esto. —Y se tocó con la
palma la pistolera.
Al mirarle a los ojos vislumbró Maynard el destellar del orgullo, como si,
aun a pesar suyo, el muchacho se complaciera en haber sido objeto de semejante
prueba de confianza. Sin duda había reproche en la mirada de Maynard, pues
Justin desvió la suya.
—¿La llevas cargada?
—No me queda otro remedio. L’Ollonois dice que una pistola vacía es como
un eunuco: mucha apariencia y ninguna fuerza. ¿Qué es un eunuco?
Saca un par de balas del peine y escóndelas en algún sitio. Simple
precaución. Podrían venirnos muy bien en un momento dado.
—Dice L’Ollonois que no hay que desperdiciar una sola bala.
—Justin... si le escuchas a él, entonces sí, te pasarás aquí toda la vida. No es
amigo tuyo.
—Él dice que quien no es amigo suyo es su enemigo, y que a un enemigo hay
que matarlo. Yo no quiero que me maten.
—No te matarán. Eres demasiado importante para él.
—¿Yo? ¿Por qué?
—No lo sé a ciencia cierta. Creo que le preocupa el porvenir. Por lo que
pueda ser, dime dónde están las armas.
—Cada cual lleva la suya, y L’Ollonois guarda el resto.
—¿De qué clase son?
—Pedreñales y fusiles de chispa. L’Ollonois tiene un viejo M16, pero está
todo oxidado y no funciona.
—¿Ningún arma moderna?
—No, sólo ésta —tocó la Walther—. No les gustan, porque, cuando acaban la
munición, tienen que tirarlas. Por eso quería saber dónde estaban las balas de ésta.
—¿En qué consiste el trabajo de un armero?
—Se ocupa de un montón de cosas. Funde las balas, que son de tres
tamaños: para pedreñal, para mosquete y munición menuda; cuida de que las
armas estén limpias y engrasadas: enteras, como ellos dicen; se encarga de
arreglarlas... Ahora me están enseñando a desmontar cerrojos para substituirles el
muelle. Es increíble —sonrió como para compartir con su padre el
descubrimiento—: si uno las cuida, las armas de chispa pueden durar para
siempre. Un mosquete no tiene más que tres partes móviles...
Maynard no consiguió corresponder a su sonrisa.
—Me pregunto cómo habrá reaccionado tu madre. Justin experimentó una
sacudida.
—¿No sientes curiosidad?
—Claro. Sólo que... no se me había ocurrido.
—Piensa en ello.
—¡TueBarbe! —llegó la voz de Nau.
—¿Es cierto que tu tatarabuelo mató a Barbanegra?
—No. Ése debió de ser otro Maynard.
—Ellos dicen que sí. Por eso me llaman así: MataBarba.
—En fin... no lo discutas. Sígueles la corriente. Algo se me ocurrirá. Confía
en mí.
—Está bien. —Se le veía nervioso—. Tengo que marchar. Se dio la vuelta, y
Maynard le siguió con la mirada según corría playa arriba.
Beth, que había regresado, recogió de tierra la cadena. Maynard no se
percató de su presencia: no apartó del chico la vista hasta que él, Nau y Manuel
desaparecieron tras un lejano promontorio.
—Se ha ido —declaró Beth.
—Está por ahí. A un tiro de piedra.
—De tu vida, quería decir.
—Sé lo que querías decir; pero...
—Cuanto antes te rindas a la evidencia, antes pasará el dolor.
—Prefiero el dolor.
Tiró ella con suavidad de la cadena y Maynard marchó a la zaga.
—Me han dado plumas para ti — anunció Beth.
—¿Y eso?
—Quiere que saques partido del tiempo que te queda... —se interrumpió,
súbitamente cohibida por su falta de tacto— ... de tus ratos de ocio, para escribir
una crónica. Como Esquemeling.
—¿Una crónica? Copias de las antiguas, querrás decir. No tengo noticias que
relatar.
—Pronto las habrá.
—¿Cómo lo sabes?
—Muchas cosas, muchas, empiezan a escasear: el ron, los insecticidas, los
cítricos. Se habla de comer cuero. Es menester que se haga pronto una presa. Y de
precio.
Cruzaron el campamento de las prostitutas, donde se produjo un nuevo
intercambio de chanzas, y el pabellón de los bujarrones, en el cual se repitieron los
salivazos. Próximos ya a la choza de Beth, Maynard le preguntó:
—¿Cuánto tiempo crees que me queda?
Oh, mucho —respondió ella en tono alentador—. Apenas empiezo a sentir los
indicios de la fecundidad. Según yo lo veo, tienes para largo.
—¿De veras? —replicó Maynard, que hacía cálculos—. Según lo veo yo, no
será mucho más de una semana.
Cada una de las pinazas llevaba seis hombres. Los chicos, al igual que
Maynard y Beth, viajaban de añadido y en el centro de la embarcación, donde
pudieran ser vigilados desde popa y proa y ningún movimiento brusco ni
desplazamiento imprudente comprometiera la estabilidad de la pequeña nave.
Los capitanes iban a popa, junto a la caña del timón, y los segundos —el de
la pinaza de Maynard era un mocetón de barba crecida a quien Maynard había
oído llamar Jack el Murciélago (sin duda por la forma que a fuerza de limarlos
había dado a sus colmillos)—, iban acuclillados entre los bancos de los remeros,
atendiendo a la vela. El banco de proa lo ocupaba un tirador. A su lado, sujeto por
abrazaderas, tenía un rifle Kentucky de cañón largo y caja completa, y en la proa,
en departamentos allí practicados al efecto, las balas, los pedernales de recambio y
el cebador, con la pólvora. El resto de la dotación se ocupaba de los cuatro remos.
Cada hombre portaba una pistola, un hacha de mano, un alfanje y un cuchillo.
Todos estaban ebrios, pero dentro de la medida que la disciplina señalaba como
conveniente, y guardaban silencio.
Salieron de la ensenada a fuerza de remos. Al entrar en aguas profundas,
izadas las velas, las pinazas se deslizaron en silencio a favor de la brisa. El sol, que
se había alzado a sus espaldas, jaloneó de oro el gris del océano.
Abría la expedición la nave de Nau. Examinando las espaldas de sus
tripulantes, Maynard distinguió la de Justin —derecha y rígida— por la correa de la
pistolera, que le cruzaba la camisa.
La isla habíase convertido en un borrón verdegris apenas visible en el
horizonte, cuando Nau silbó. Su segundo arrió la vela imitados por sus colegas de
las otras pinazas. No se ofrecía nave alguna a la vista en toda la lontananza.
Se quedaron aguardando, agazapados en el interior de las embarcaciones,
atentos al cabrilleo del agua en el casco y al sonoro saltar de los peces que
quebraban la superficie a la caza o a la persecución. Más ardiente conforme se
alzaba, el sol empezó a lastimarle a Maynard la espalda.
—¿Has traído grasa? —preguntó a Beth.
—No —dijo ella antes de presionarle con un dedo la carne de un hombro
donde dejó la yema, al retirarse, un círculo pálido que en seguida se coloreó de
bermejo—. ¡Jack! — llamó al Murciélago —, pásame el grog.
Refunfuñando, el aludido extrajo de la sentina una caneca que descorchó,
para servirse un largo trago, antes de entregársela a Beth.
—¿Para cuándo la concepción, Beth? —dijo—. Es una pena derrochar así el
grog.
—No tardará, Jack, no tardará —respondió ella según frotaba el licor que le
había vertido a Maynard en los hombros.
—Dale de beber, Goody —recomendó Hizzoner—. El fuego de adentro
distraerá el de afuera.
Maynard tomó un sorbo de la caneca. La espalda seguía escociéndole, y la
piel continuaba tirante y ardorosa, pero ahora tenía algo más en que centrar su
atención: las ascuas que le quemaban el estómago.
Después de rondar la pinaza, el recipiente del grog fue devuelto a la bodega.
A un segundo silbido de Nau, acompañado de una seña, todos miraron
hacia el sudoeste.
Jesús amantísimo —exclamó Hizzoner, es noble el navío.
Nada veía Maynard al principio, salvo el horizonte. Luego, un punto quebró
el gris de la lejanía y, gradualmente, con la lentitud de la manecilla de un reloj al
desplazarse de un minuto a otro, el punto se estabilizó para convertirse en una
mota posada en el agua.
—¡Un schooner! —anunció Nau—. Es espléndido y entero, el bribón.
Aunque fruncía los ojos, para aguzar la mirada, el yate seguía siendo una
mera mota para Maynard.
—Esta noche habrá fiesta, muchachos —pronosticó Nau—. ¿Qué queréis?
—Yo, buey —respondió uno.
—¡Yo, ron! —voceó otro.
—¡A mi dadme melocotones!
—¡Yo quiero Solomon Grundy! — gritó alguien.
—Bien dicho —aprobó Nau riendo—. Una plata de Solomon Grundy sería un
regalo exquisito. Bebed, muchachos, y, cuando hayáis guardado las botellas,
repasad las armas y decid vuestras oraciones. Unos cenarán esta noche con la
comunidad, y otros, con el diablo. Aquí no hay término medio.
De nuevo circuló la caneca antes de volver a la bodega. A proa, el tirador
cargó su rifle y lo descansó en el regazo. Hizzoner se entretejió con la coleta
pedazos de cordel embreado. Al advertir la intrigada expresión con que le miraba
Maynard, dijo:
—¿Acaso te trae esto recuerdos, escribano?
—Recuerdos ¿de qué?
—Era la treta que empleaba Barbanegra. Engañó a todos, salvo a tu
ancestro.
—¿Cómo?
—Ya lo verás.
Izadas otra vez las velas, los barquichuelos comenzaron a navegar en círculo
a la espera del schooner. Distante ahora cosa de una milla, sus características, sin
embargo, eran ya visibles: los dos mástiles, su aparejo completo, el negro casco
bruñido. Avanzaba majestuoso, aprovechando toda la fuerza del viento, la proa
hendiendo el agua como una tajadera. Tenía, por lo menos, cien pies de largo.
Maynard no podía concebir que las pinazas consiguiesen cortar el paso, por no
hablar ya de atacar, a un titán semejante.
—¿Quién será la zorra? —voceó Hizzoner vuelto hacia Nau.
—Tú. Yo seré el humilde pescador, demasiado ignorante para percatarse de
la perdición que se acarrea. Tú, más sabio, te pondrás a salvo. El patrón te valorará
en mucho, hasta que descubra que le has dado por el culo.
Hizzoner dobló a la derecha la caña del timón para apartarse de las demás
pinazas, que continuaron evolucionando en perezoso desorden justo en la
trayectoria del cada vez más próximo schooner.
Tan cerca estaba ahora la nave, que Maynard percibía el choque del agua en
su casco y hasta leyó su nombre, Brigadier, pintado en letras doradas en la proa.
Había un grupo de hombres, junto a la borda, y otros dos, situados en la parte
delantera, gritaban en dirección a las pinazas y les ordenaban, por señas, que se
apartasen. El timonel era visible, a popa, ante la rueda. Sonó una sirena, pero las
barcas, reunidas en prieto círculo ante el raudo velero, no se dispersaban.
La pinaza de Hizzoner avanzaba lateralmente y la proa del schooner pasó a
seis metros de ella. El casco, un macizo muro negro, levantó y empujó hacia ella
una montaña de agua.
—¡Ahora! — gritó Hizzoner.
Los remos aparecieron bruscamente a uno y otro lado de la pequeña
embarcación. La vela cayó de golpe y Jack el Murciélago la ató con presteza a la
botavara. Impulsada por los remeros, la pinaza partió con un respingo. Pero el
schooner ya estaba lejos: no había forma de darle alcance.
Hasta que vio Maynard que el timón giraba para llevar la nave a sotavento.
En el último instante, y por evitar el choque con las pinazas, el timonel había
virado todo a estribor. Roto su tren de marcha, el velero cabeceó unos momentos.
El remero que se encontraba detrás del tirador deslizó la cabeza entre las
piernas de éste y lo alzó dándole asiento en los hombros. El otro levantó el
Kentucky, tiró del percutor y tomó puntería. La pinaza cabeceaba en la estela del
schooner. En cuanto se alzó la proa al salir del seno de una ola, el tirador contuvo
el aliento y, en el punto máximo del ascenso —al quedar la proa, por una
insignificante fracción de segundo, en inmóvil suspenso—, tiró del gatillo. El
pedernal chasqueó contra el acero, la chispa inflamó con un siseo la pólvora, y un
zumbido se hizo audible, acompañado por una llamarada y un penacho de humo,
al dispararse el arma. El tirador se bamboleó, recuperó el equilibrio y enderezóse
para ver si el tiro había tenido efecto.
El timonel del schooner soltó la rueda y echó las manos a lo alto, para
agarrar, se hubiera dicho, las astillas de hueso que le saltaron del cráneo. Al
desplomarse se perdió de vista, y la rueda giró desgobernada hacia la derecha, con
lo cual el velero apartóse todavía más del curso del viento, su velamen orzado por
la brisa.
—¡Boguen, muchachos! —gritó Hizzoner a los hombres, que hundieron los
remos en el aguaje—. ¡Mira esto, escribano! —voceó a continuación.
Al darse vuelta vio Maynard que había aplicado la llama de un oxidado
encendedor Zippo a los embreados bramantes que colgaban de su coleta. Una tras
otra, las cuerdas prendieron en grasas llamas fuliginosas que daban a la testa un
marco ígneo.
—Una auténtica visión infernal, ¿eh? — sonrió Hizzoner.
Maynard volvió la mirada hacia la pinaza de Nau, cuyos remeros bogaban
con denuedo a sotavento del schooner para evitar la colisión con la muralla negra
de su casco. A eso, un pequeño estandarte rojo apareció en el mástil de Nau.
Hizzoner, que también había reparado en la enseña, voceó:
—¡La jolie rouge ha sido izada, muchachos! ¡Boguen, que la captura será
copiosa!
—.¿Qué significa esa bandera?— preguntó Maynard a Beth.
—¿La jolie rouge? Guerra sin cuartel.
—Pensé que no lo daba nunca.
—Es por animar a los muchachos.
La pinaza se encontraba a contados pies de la popa del velero cuando, a una
señal tácita, el remero de cabeza desarmó uno de los remos y lo pasó al tirador.
Empuñándolo como si de un arpón se tratase, el tirador lo lanzó entre el gobernalle
y su codaste. Trabado así el timón, el schooner inició un lento, suave balanceo.
Los hombres rompieron a gritar profiriendo feroces, incoherentes
imprecaciones dirigidas al enemigo, a la deidad, al mar y a los propios camaradas.
Lanzados sobre el gobernalle del velero, treparon, como arañas, coronando popa y
bordas.
Los cabellos enmarcados en fuego, la mirada febricitante, hacha en mano y
un cuchillo entre los dientes, Hizzoner pasó por encima de Maynard, saltó de la
pinaza y gritó:
—¡Tenemos un pacto con la muerte y estamos en concierto con el infierno!
Del schooner llegaban alaridos, gritos de pavor, ruido de carreras y algún
que otro disparo.
—Sígueme —exclamó Beth al tiempo que lanzaba a Maynard el tramo de
cadena y, recogidas las faldas, saltaba al timón.
—¿Que te siga?
—Si quieres que te dejen en el sitio —precisó ella señalando a popa de la
pinaza, donde otra aguardaba acceso al gobernalle.
Entre su vociferante dotación había aparecido un cuchillo que hendió el aire
volteando sobre sí mismo. Maynard apenas alcanzó a encoger el cuerpo y la hoja
fue a clavarse en el timón del velero, donde se quedó cimbreando.
Arrollado al cuello el resto de la cadena, Maynard ganó de un brinco el
timón e inició la escalada. Manos y pies le resbalaban, y sólo a fuerza de aferrarse
con las uñas a grietas, salientes y remaches consiguió trepar, pulgada a pulgada,
hasta lo alto.
La trasera de la cubierta era una confusión de hombres que corrían y
gritaban. El timonel estaba tendido a los pies de Maynard, la parte posterior de su
cráneo un amasijo rojo y gris.
Otros dos miembros de la tripulación del schooner yacían en cubierta, el
uno medio decapitado, el otro contemplando, con ausente fascinación, el derrame
de su paquete intestinal.
Agachada para evitar las balas perdidas, Beth haló de Maynard. Nau, que
había escalado la borda por la parte central del barco, ayudó a subir a los dos
muchachos. Apenas puestos los pies en cubierta, Manuel salió disparado,
corriendo con el cuerpo bajo, deteniéndose para mirar, reemprendiendo la carrera,
esquivando obstáculos. «Una comadreja», pensó Maynard, «lanzada sobre su
presa».
Justin estaba rígido de espanto. Como Nau se inclinara hacia él y le hablase, sacó la
Walther de la pistolera, alojó una bala en la recámara y avanzó con paso incierto.
Maynard reparó en Manuel que, arrimado al pabellón de cubierta, extraía
con infinita paciencia y lentitud, sirviéndose sólo de las yemas de los dedos, el
garrote que llevaba en el bolsillo: dos asas de madera unidas por cuarenta
centímetros de fino alambre. Al acecho de algo que Maynard no alcanzaba a ver,
mantenía los sentidos ajenos a todo movimiento o ruido capaz de distraerlos. Se
deslizaba ágil y silenciosamente, con pies que parecían no tocar el suelo.
Una mujer había contorneado el extremo opuesto del pabellón de cubierta.
Vuelta la cabeza mientras huía presa del pánico, no vio a Manuel hasta que el chico
le había saltado encima rodeándole la cintura con las piernas. Y es posible que ni
siquiera entonces llegara a verle, pues, antes de que pudiese girar la cabeza, el
muchacho le había echado al cuello el garrote, que tensó de un golpe seco.
Maynard vio como los ojos de ella se abultaban, la lengua salía de la boca y,
por fin, la mujer caía sin haberse podido desprender del muchacho, aplicado a
cortarle el hilo de la vida.
El segundo de Nau dio una voz y señaló a lo alto. Un joven melenudo que
vestía andrajosos calzones cortos, de sarga, estaba escalando la arboladura: una
huida tan loca como vana. El segundo empuñó su pedreñal y apuntó al trepador,
pero Nau le desvió de un manotazo la puntería y se arrodilló junto a Justin.
—¡No! —aulló Maynard.
Beth dio un tirón a la cadena, para silenciarlo. Nau sonrió y dijo:
—Cirujía, escribano.
Impotente, Maynard contempló las evoluciones de Justin según, dirigido
por L’Ollonois, apuntaba la Walther hacia el escalador.
—Aprieta el gatillo —ordenó Nau—. Aprieta despacio.
Justin asintió, cerró un ojo y tiró del gatillo. La pistola le saltó en la mano.
La bala silbó por entre la arboladura al tiempo que el trepador se agachaba.
Tras bisbisear unas palabras, Nau colocó, acopada, su mano bajo la de
Justin. Maynard le oyó decir:
—Cuando quieras.
Esta vez no hubo silbido tras el disparo, sino tan sólo un zup al entrar la
bala en la carne. El fugitivo se tocó el pecho y entre sus dedos brotó sangre. Cayó
entonces, el cuerpo derecho, estilizado, y, como la barbilla fuera a dar contra un
estay, quedó suspendido por un instante, los pies en balanceo, cual un acróbata en
trance de ejecutar un peligroso salto mortal. Luego, perdido el apoyo del estay, se
desplomó horizontalmente, como dispuesto para el entierro, y estrellóse con un
golpe seco en el techo del pabellón de cubierta.
—¡TueBarbe! —vitoreó Nau.
—¡TueBarbe! —coreó su segundo.
Dieron a Justin palmaditas en la espalda, le lisonjearon, repitieron su nuevo
nombre. El chico se sonrojó primero, luego sonrió, luego se enajenó de gozo:
saltando sobre un pie, sobre otro, aleteaba con los brazos presa de un delirio
cinético.
Maynard contemplaba la escena descompuesto recordando que la última
vez que vio arrobo semejante en su hijo fue ante un árbol de Navidad a cuyo pie
Papá Noel le había dejado un gatito.
En la cubierta inferior cundía aún el clamoreo, y Nau, su segundo y los otros
hombres dejaron a Justin para correr hacia las escotillas de proa. El chico se
dirigió entonces al pabellón de cubierta, trepó al techo y se quedó mirando al
hombre al que había matado.
—Vamos —dijo Beth halando de la cadena.
Estaba ansiosa por proseguir e iniciar la tría del botín.
—Sólo un momento —pidió Maynard—. Por favor.
Después de un titubeo, entregó a Maynard la cadena y partió sola hacia la
proa. Maynard se acercó al pabellón y llamó:
—Justin.
El muchacho no se volvió.
Percibió Maynard ruido de pisadas, procedentes de la cubierta inferior, que
se detenían y volvían a avanzar, pero no les prestó atención.
—Justin...
La puerta del pabellón se abrió violentamente ante la misma cara de
Maynard dando paso a un hombre que, jadeante, lleno de cortes y cubierto de
sangre, salió de espaldas a la cubierta. Llevaba un rifle M16. Levantó la vista y,
habiendo reparado en Justin, alzó el arma a la altura del pecho.
Maynard descargó el hombro en la puerta, que giró, alcanzó al hombre y le
hizo perder el equilibrio. Un disparo partió del M16. Justin, que había girado sobre
sí mismo, agachóse, Walther en mano. El hombre trastrabilló, consiguió afirmarse
y orientó el M16 hacia arriba. Saltando sobre él, Maynard le arrolló al cuello su
propia cadena y, pisando en la cubierta los últimos eslabones, tiró del resto con
todo el alma.
El hombre dejó caer el fusil para aferrarse a las argollas que ya le
fracturaban la tráquea amoratándole la piel. Apretó Maynard hasta que le dolieron
los brazos, sintió palpitar las sienes y vio que las pupilas de su adversario se
dilataban y los globos del ojo vibraban antes de quedar en blanco. Sólo entonces
desenrolló la cadena y, exhausto, apoyóse en el pabellón de cubierta.
Justin estaba sonriendo.
Jadeante todavía, tras mirar de nuevo al muerto, Maynard le interpeló
secamente:
—¿De qué sonríes?
Justin se limitó a mirarle.
—Venga esa pistola, amiguito. Ya está bien la broma. —Y, sin mirarle, le
presentó la mano, a la espera de recibir el arma—. Justin —exclamó enojado—, te
he dicho que...
Y, al alzar la mirada, sólo alcanzó a ver un pequeño círculo negro rodeado
por una anilla igualmente oscura. Justin sostenía la Walther a menos de diez
centímetros de la frente de su padre, apuntada medio dedo por encima del puente
de la nariz, justo al espacio comprendido entre los ojos. En último término, detrás
de la pistola, distinguió Maynard, aunque borroso, el rostro de su hijo, deformado
por una sonrisa aviesa. Hizo por mantener entera la voz y dijo:
—Justin...
—¡Me llamo TueBarbe!
Los ojos de Maynard buscaron los del chico que, fulgentes, extáticos, ferales,
tenían las pupilas del tamaño de granos de uva. Estaba ebrio.
—Está bien. Tue...
—Me han dicho que estás muerto.
—Todavía no, pero...
El fusilazo de la explosión cegó a Maynard y el estrépito le martilleó los
tímpanos. Al recuperar la visión advirtió que el cañón de la Walther se había
desplazado unos cuantos centímetros hacía la derecha, sobre su hombro.
Justin prorrumpió en una cascada risa atiplada, se descolgó del tejado del
pabellón y salió corriendo cubierta adelante. Su risa quedó suspendida en el aire,
ahora una melodía tóxica.
Maynard se había quedado solo en la popa. Al extremo opuesto del barco, la
algarabía había menguado, reducida ahora a las voces de los hombres de Nau, al
ruido de la carga trasegada, de las cajas de embalaje abiertas, y un zumbido que
durante un largo rato no consiguió Maynard identificar.
Dedicóse a clasificar sonidos, desechando los familiares y localizando los
extraños, hasta determinar que se trataba del runrún de un motor, distante,
apenas audible, que cualquier ruido próximo engullía. Protegiéndose los ojos con
la mano escudriñó el horizonte, pero no había barco alguno a la vista. El zumbido,
entretanto, parecía intensificarse levemente, pero ni de eso estaba seguro.
Frunciendo los ojos alzó la vista al cielo, que escrutó en todas direcciones,
salvo la zona inmediata al sol, donde su resplandor se hacía insufrible. También el
cielo estaba vacío. Hasta que, de pronto, algo fulguró, semejante a un ascua o una
estrella. Volvió la mirada hacia el mismo punto, esta vez sirviéndose de ambos
puños que, comprimidos salvo por una estrecha rendija, le permitían explorar sin
daño los alrededores del aura solar. El fulgor de antes se repitió, y en esa ocasión
pudo Maynard precisar un contorno, como de mosquito, recortado sobre el
amarillo y azul del fondo: un aeroplano.
Buscó algún objeto que le pudiera servir de espejuelo: un reflector, un
espejo, un fragmento de metal bruñido. Tropezó con el cuerpo del hombre al que
había estrangulado. La cadena. Expuso los eslabones al sol, pero, mates,
manchados de óxido, no reverberaban la luz. Un reloj. Hincóse de rodillas, volteó
el cadáver, le desabrochó las bocamangas. El desconocido usaba, en efecto, reloj,
mas la correa era de material plástico y el propio reloj aparecía protegido por una
funda de caucho a prueba de agua. Registró los bolsillos en busca de una moneda,
un cortaplumas o un encendedor. Le abrió la camisa, con la esperanza de
encontrar un medallón, acaso duplicados de chapas de identificación canina; y allí,
pendiente de una cadena fina, descubrió una hoja de afeitar chapada en oro: uno
de los instrumentos rituales de la fraternidad de los cocainómanos. Desligaba la
cadena, orientó la cuchilla hacia el sol.
Devon llevaba casi cinco horas en el asiento del copiloto. Tenía dolorido el
trasero y temía, a cada salto del aeroplano, que la vejiga le fuera a explotar. Habían
sobrevolado toda la cadena de las Bahamas, a baja altura cuando avistaban islas
con núcleos de población, y en vuelos rasantes, repetidos hasta tres veces, sobre los
islotes del grupo de Caicos y las Turcos. Nada habían visto, sin embargo, ni aun
remotamente alentador. Les quedaba por reconocer una última isla, la Gran
Inagua, tras lo cual regresarían a Miami.
Devon ni siquiera sabía de fijo lo que andaba buscando, o qué rasgo
particular justificaría un aterrizaje y la subsiguiente exploración: ¿un campamento
aislado?, ¿acaso un solitario yate fondeado en una caleta escondida? Tampoco
tenía ni la más vaga idea en cuanto a las intenciones de Maynard cuando
desapareció de Nueva York llevándose a Justin. No era imposible que a esas
alturas se encontrasen en el mismísimo Tahití. Por algún sitio, sin embargo, había
de iniciar su búsqueda, de modo que, cuando los del Today le ofrecieron una plaza
en el aeroplano que habían contratado, la aceptó sin discusión.
Estaba convencida de que el corresponsal del Today, que ocupaba el tercer asiento,
a su espalda, no tenía más fe en el éxito de su misión —localizar a Trask— que ella
en el de la suya. Aunque era poco lo que Devon sabía sobre navegación, sí bastaba
para darle la certeza de que buscar a Brendan Trask en una zona tan meridional
era una pérdida de tiempo: en forma alguna podía haber cubierto semejante
distancia en tan pocos días. Y, aun en el supuesto de que por algún milagro diesen
con él, ¿en qué resultaría? Trask pasaba, desde luego, por persona amable, y
estimaba, a buen seguro, la labor periodística; pero ¿por qué le creerían dispuesto
a tolerar la intrusión de un don nadie de Miami? No le reconocía al Today talla
suficiente para una maniobra de esa envergadura, adecuada, si acaso, para el
National Enquirer, y, si Trask enviaba al reportero a freír espárragos, lo
encontraría la cosa más natural del mundo.
El piloto inclinó el aparato a estribor, para iniciar un giro a la derecha, y en
ese instante Devon distinguió el reflejo que partía de la inmensa superficie azul.
—Mire ahí abajo —dijo al piloto.
—¿Qué ve?
—No sé. Parecen señales.
Después de enderezar el aeroplano, el piloto escoró hacia la izquierda a fin
de poder mirar desde su lado.
—Parece un yate —dijo—. Alguna señora que ha sacado el espejo para
mirarse el maquillaje.
—Acérquese —pidió Devon—. Quiero verlo mejor.
—Ese no es el yate de Trask —terció el reportero—. Volvamos.
—¡Que se acerque, le digo! —ordenó Devon.
El piloto se encogió de hombros.
—Lo que usted mande, señora.
Los cinco supervivientes del pasaje — cuatro hombres y una mujer, todos
jóvenes y vestidos, todos, con pantalones cortos de blanquecina sarga azul —
marchaban en grupo hacia la popa escoltados por el segundo de Nau, un tipo
barbudo al que llamaban Basco Tom y que ahora, apretándose la mejilla con un
trapo manchado de sangre, lanzaba venenosas miradas a la mujer.
Aunque asustados y confundidos, los supervivientes ignoraban todavía cuán
justificado era su desespero.
Nau estaba a popa, flanqueado por Hizzoner y los dos muchachos. Beth
había dejado a Maynard de plantón no lejos de donde ella se dedicaba a revisar
uno a uno los artículos traídos de la bodega. Los hombres, entretanto, procedían a
cargar en las pinazas cajas de alimentos y bebida, herramientas, ropas, utensilios
de cocina, armas y linternas. Los objetos desconocidos —determinados aparatos,
máquinas y medicamentos— quedaban en cubierta hasta que Nau decidiese qué
hacer con ellos. Lo que por experiencia sabían inútil —pintura, artículos de
limpieza, congelados y alimentos cuya preparación requería leche o huevos— era
arrojado escotilla abajo.
Beth vigilaba las operaciones de carga con la pericia de un patrón de
estibadores. Cuidando de que su parte fuese amontonada en la pinaza de Hizzoner
y de que el insecticida a ella destinado fuera 612, y no Cutter, palpaba melones,
olisqueaba carnes, ponderaba la elección de peras o melocotones antes de optar —
pródigamente— por sendas cajas y, entre todo eso, hasta se probaba objetos de
bisutería.
—¿Herido, Basco? —averiguó Nau.
Basco se apretó el trapo contra la mejilla.
—La zorra esa, que me ha mordido.
—¿Abusaste de ella?
Basco sonrió al tiempo que alzaba el dedo medio de la mano derecha.
—Apenas le tomé la medida, L’Ollonois.
—Ya conoces la ley en cuanto a enredar con una mujer de bien.
—Si eso es una mujer de bien, a fe que yo soy el Papa.
—¿Adónde nos llevan? —preguntó uno de los supervivientes.
Nau le miró derechamente y repuso:
—Al lugar de donde vinisteis, muchacho.
Aliviados, los supervivientes cambiaron miradas y sonrisas de connivencia.
—¿De dónde sois? —preguntó otro. Y como, después de mirar a Nau, a
Hizzoner, a Maynard, no obtuviera respuesta, añadió—: El susto que nos habéis
dado, desde luego, es para no cagar duro en un año.
No se dan cuenta, pensó Maynard. El barco hiede a muerte, hay cadáveres
por todas partes y, aun así, no se dan cuenta.
—¿Quién de vosotros es el patrón? —se dirigió Nau al quinteto.
—Yo —respondió uno de los jóvenes dando un paso al frente.
—¿Qué carga lleváis?
El joven indicó con un ademán las cajas amontonadas en la popa.
—Ahí está.
—Eso son vituallas, no carga.
—¿Cómo, vituallas? —Envalentonado por la certeza de que, tras alguna
reprimenda, o acaso ciertas humillaciones sin importancia, serían puestos en
libertad, su tono era ahora ligeramente fanfarrón. Sonriendo a sus camaradas,
continuó entonces—: Vamos, ¿quiénes son ustedes? ¿De la bofia?
—La carga.
—Delante la tiene, jefe.
Nau sacudió la cabeza en dirección a Basco, que, aferrándole una mano al
joven, la plantó en la regala donde, de un machetazo, le amputó el meñique.
El portavoz del grupo retiró vivamente la mano y se quedó mirándola.
—¡Eh, amigo...! —La mano era la de antes, salvo que ahora tenía cuatro
dedos, en lugar de cinco, y que donde antes estaba el meñique no había, de pronto,
más que un montoncillo pulposo—. ¡Me cago en...!
Maynard vio que había perdido el color y que empezaba a despertar, como si, por
fin, el último trago de una bebida indeseable hubiera surtido su efecto.
—La carga.
—¡Es que voy a desangrarme!
—Antes de que eso ocurra habrás llegado a tu destino. Y no me pruebes más
la paciencia, si no quieres que tu viaje sea un calvario.
A una nueva cabezada de Nau, Blasco cayó sobre el grupo, para agarrar, esta
vez, a la chica. Ella, sin embargo, se zafó y, antes de que el hombre pudiera darle
alcance, chilló:
—¡No!
—Su carga, señora.
—¡Ahí abajo está! —indicó la escotilla—. Bajo un montón de basura.
—¿Y consiste en...?
—Coca, hash...
Nau no comprendía. Interrogó con la mirada primero a Hizzoner, luego a
Basco, pero tampoco ellos habían entendido.
—Drogas — explicó Maynard al tiempo que sacudía la cabeza.
—¿Medicinas, escribano?
—No, drogas. Bueno... narcóticos, por así decirlo. Drogas.
—Rebuscando en la memoria halló la palabra que empleaba el pacto—.
Fármacos.
—Veámoslos — dijo Nau despachando a dos de sus hombres en dirección a
la bodega.
—La bolsa del doctor... —le recordó Hizzoner.
—Ah, cierto. —Se volvió Nau hacia la mujer—. Dígame, señora, ¿dónde está
el peculio del barco?
—¿Qué?
—El dinero —tradujo Maynard.
—No lo sé. —Sacudió al herido, que continuaba atento a su mano—. Dingo,
¿dónde está el dinero?
—¿Eh? —Se le hubiera dicho molesto porque estorbasen su acto de
contemplación—. ¿Qué quieres ahora? ¿Pasta?
—¡Es él quien quiere la podrida pasta! —Le zarandeó el hombro—. ¿Dónde
está?
—Sólo me quedan unos billetejos —dijo el joven estólidamente—. Los tengo
en la litera.
—Es que todavía no hemos hecho la entrega —se excusó la mujer con
Maynard.
Le hacía sentirse ridículo el que la mujer lo emplease como intérprete. Hubiera
querido decirle que también él estaba prisionero, ponerla sobre aviso. Pero la
información hubiera sido tan vana como inútil la advertencia.
—La carga iba a ser vendida —explicó Maynard a Nau—. Entretanto, es poco
el dinero que llevan.
Eso sí lo entendió Nau, que hizo a Hizzoner una señal con la cabeza.
Hizzoner tomó aliento, para iniciar su prédica, pero la mujer se interpuso:
—Podemos hacer un trato. Esa coca vale un huevo.
La mujer es lenguaraz —dijo Nau a Maynard.
—Quiere ajustarse contigo. —Maynard no veía mal alguno en hablar por
ella, única entre los supervivientes que empezaba a intuir la inminencia de su
muerte. Defender su causa sería una pequeña gentileza—. Su libertad a cambio de
la carga.
—¡Magnífico! —rió Nau—. Un ajuste en verdad generoso. Tengo su barco, su
carga y sus personas. ¿Qué pueden ofrecerme que no posea ya?
No hubo respuesta. Y fue Justin quien rompió el silencio:
—¡Acaben de una vez!
—Bien dicho, TueBarbe —sonrió Nau—. Charlar es malgastar resuello.
E hizo una seña a Hizzoner, el cual inició su parlamento, la mirada vuelta
reverentemente a lo alto. En apariencia, se dirigía a los cautivos, pero de hecho no
hacía sino recitar una letanía de descargo: una prédica gastada por el tiempo y que,
de eso estaba cierto Maynard, pronunciaba una vez tras otra sin modificaciones.
—Los crímenes que han cometido, ustedes y Dios los conoce, más, siendo
crímenes, traen aparejado su castigo, y quienes de ellos son reos se acarrean su
parte en el lago ardiendo con fuego y azufre, que es la muerte segunda, Apocalipsis
21:8, referencia al capítulo 22, versículo 15.
Lo había dicho de un tirón, y, al hacer una pausa, para tomar aire, miró al
grupo, con la esperanza de descubrir indicios de arrepentimiento o, cuando menos,
temor. Pero sólo vio perplejidad.
Según las primeras bolsas plásticas de cocaína eran arrastradas a cubierta,
Hizzoner continuó:
—Palabras cargadas de terror tal, que, teniendo en cuenta las circunstancias
suyas y su culpa, con seguridad su sonido habrá de estremeceros, pues ¿quién
podría vivir perennemente abrasado? Como sea que el testimonio de la conciencia
debe de convenceros por sí de los muchos y muy grandes males que habéis
cometido, ofendiendo profundamente a Dios y volviendo hacía vosotros su justa ira
e indignación, no creo necesario decirles que la única manera de alcanzar de Él el
perdón y la remisión de los pecados suyos es un arrepentimiento sincero y
auténtico unido a la fe en Cristo, en cuya meritoria pasión y muerte pueden esperar
únicamente la salvación.
Mientras Hizzoner continuaba su salmodia, Nau, indicando las bolsas de
cocaína amontonadas en cubierta, preguntó a Maynard:
—¿Para qué sirve eso?
—Altera el estado de ánimo. Es... bueno, un poco como el ron.
—¿Infunde coraje?
—No.
—Entonces, ¿qué finalidad es la suya?
—Hace que uno se sienta bien. O eso dicen.
—¿Se bebe?
—No. Se absorbe por la nariz.
—¿Por la nariz? ¿Como el rapé? —Rasgando una de las bolsas, Nau tomó
con la punta del cuchillo cierta cantidad del blanco polvo, inhaló profundamente y
quedó a la espera del resultado. Como nada ocurriese, sacudió la cabeza, escupió
en el suelo y, en tono de sorna, dijo:
—Al agua con ello.
Los hombres comenzaron a arrojar las bolsas por la borda.
—¡Eh, amigo! —protestó uno de los supervivientes—. Eso es como tirar
jodida pasta al infierno.
—¡Silencio!
Hizzoner se había interrumpido en mitad de su exhortación.
Prosigue, Hizzoner —dijo Nau—, pero un poco más de brío, que me vas a
matar de tedio a estos desdichados.
—¡Tedio! —exclamó el otro—. Les muestro el camino de la salvación; ¿a eso
le llamas tedio?
—Es que lo eternizas. Adelante.
—De haber estado sus delicia en la ley del Señor —siguió Hizzoner—, y de
haber meditado en ella de día y de noche, Salmos 1:2, habrían descubierto que
lámpara es a los pies suyos su palabra, y lumbrera a su camino, Salmos: 119: 105, y
aun hubieras reputado todas las cosas perdidas ante el eminente conocimiento de
Cristo Jesús, Filipenses 3:8, que, para los elegidos, es el poder de Dios y la
sabiduría de Dios, 1a. de los Corintios, 1:24, y aun la sabiduría oculta, la cual Dios
predestinó antes de los siglos, capítulo 2, versículo 7. Hubieras visto entonces en
las Escrituras el gran heraldo del cielo, pues sólo en ellas puede hallarse el gran
misterio redentor del hombre caído, y ellas les hubieran enseñado que pecar es
corromper la humana naturaleza, el alejamiento de la pureza, rectitud y santidad
en que fuimos creados por Dios, y que la virtud, la religión y el andar en los
caminos del Señor son de todo punto preferibles a las leyes del pecado y de Satán,
pues los caminos de la virtud son caminos deleitosos, y todas sus veredas paz,
Proverbios 3:17.
Las últimas bolsas de cocaína, tras chocar y salpicar en el agua, uniéronse al
número de las que la marea arrastraba en su rápida corriente en una cadena de
blancos budines que se extendía cien metros a popa del barco.
Nau, impaciente, se puso a batir la regala con el cuchillo. Reparando en ello,
Hizzoner dijo:
—Ya termino.
—Que sea verdad.
—Si ahora recurren a Jesucristo en sinceridad —dijo Hizzoner a los
supervivientes—, aunque tarde, aun a la hora undécima (Mateo 20:69), los
recibirá. Pero a buen seguro no es menester que les diga que los requisitos de su
misericordia son la fe y el arrepentimiento. Así pues, no confundan la naturaleza
del arrepentimiento con un baldío pesar por sus pecados, nacido de la calamidad y
el castigo que ahora les acarrean; su pesar debe, antes bien, nacer de la conciencia
de haber ofendido a un Dios magnánimo y misericordioso. Más lejos de mí la
intención de asesorarlos en cuanto a la naturaleza del arrepentimiento, sabiendo
que hablo a personas cuyas faltas se originan no tanto en el desconocimiento,
como en la omisión de un deber sin embargo claramente percibido. Mi único y
sentido deseo, por compasión hacia las almas de ustedes, es que mis palabras de
esta triste y solemne ocasión, por las que en general les exhorto a la fe y el
arrepentimiento, surtan el efecto deseado y, así, hagan de ustedes auténticos
penitentes.
—¡Por Judas y sus errores! —explotó Nau—. Como te encareció el
muchacho, ¡acaba de una vez!
—Te está mal desahogarte en invocar al supremo traidor —reconvino
Hizzoner a Nau—, aquel que, enfrentado a una decisión como esta de ahora,
cuando salud y condenación pugnaban por adueñarse de su alma, sólo acertó a...
—¡Sé bien lo que hizo! ¡Al avío!
—Ea... bien está... —se aturulló Hizzoner—. Así pues, y habiendo cumplido
con mi deber de cristiano respecto de ustedes al aconsejarles como mejor sé en
cuanto a la salvación de sus almas, debo cumplir con mi cometido de juez. Y es la
sentencia de este tribunal, pues tribunal es lo que un juez preside, aunque lo haga
en pie, y no sentado, y aunque eso ocurra en la mar, que ustedes... —Se detuvo—.
¿Cómo os llamáis?
—¿A quién le importan sus nombres? —rugió Nau—. ¡Llámales Willy, Billy y
Millie!
—Que ustedes: Willy, Billy y Millie, y Willy y Billy otra vez, pues son cinco,
sean ajusticiados en este lugar y momento.
Maynard miró al grupo. El herido parecía no haberse enterado, o, en todo
caso, no inquietarse por la noticia: la mano le tenía hipnotizado. Dos de sus
compañeros, incrédulos, movían los pies, intercambiaban miradas y mascullaban
cosas como: «Eh, amigo...», «Venga ya, jefe...» y «Vamos, corte el rollo...»
Pero la mujer, plenamente consciente de la situación, se había puesto
histérica y prorrumpió en chillidos.
—Basco... —dijo Nau.
El aludido avanzó, agarró a la mujer por la melena y la degolló.
Sin esperar a que se lo mandaran, Justin sacó la Walther de la pistolera y le
disparó en el pecho al herido. El hombre se desplomó sin proferir ni un ay. Viendo
que se revolvía en el suelo, Justin apuntó otra vez hacia él, pero Nau le contuvo.
—No añadas ofensa al daño. Está moribundo. La munición, por otra parte,
es preciosa.
De tres rápidos, certeros machetazos, Basco dio cuenta de los demás
supervivientes.
En la popa, trémulo de horror y sublevación, Maynard dijo a Nau:
—Has convertido a mi hijo en un monstruo.
—¿En un monstruo? Nada de eso. En una máquina. Si un trabajo debe ser
hecho, hay que hacerlo. ¿Lloras acaso por esos cinco? ¿Por estos miserables? —e
hincó la puntera en uno de los cuerpos aún inmóviles—. ¿Tanto se pierde?
—No es por ellos por quien lloro, aunque debiera hacerlo, sino por mi hijo.
—Sí, esa otra es ciertamente una pérdida. Pero consuélate: lo que tú pierdes
lo ganamos nosotros. —Y, volviéndose a Manuel, dijo—: Hunde la nave.
—¿La incendio?
Nau escudriñó el cielo, en busca del aeroplano.
—No: hazlo sin aparato. Y enséñale el método a TueBarbe.
Ambos muchachos apretaron a correr y desaparecieron por una de las
abiertas escotillas.
Cargadas más arriba de la regala, las pinazas tenían el agua casi al mismo
nivel de la borda. Con un mar menos calmado, se hubieran ido a pique. Tres de
ellas partieron de regreso. La cuarta, la de Nau, permanecía arrimada a la popa del
Schooner, a la espera de los muchachos.
Alejados ya unos quince metros de él, Maynard observó el velero. Antes
perfectamente inmóvil, comenzaba ahora, aunque de manera casi imperceptible, a
hundirse por la proa. Tras un instante, también la popa se hundió ligeramente. Los
muchachos, que habían aparecido en cubierta, la cruzaron a la carrera,
descolgáronse por el gobernalle y saltaron a la sobrecargada pinaza de Nau.
El schooner continuó su hundimiento con una balanceada cadencia:
primero la proa, luego la popa, luego la proa otra vez, hasta que, ya casi invadida su
cubierta por el agua, y fuese por causa del desplazamiento de algún peso
importante en sus bodegas, o porque alguno de los compartimientos no acababa de
ceder a la descompresión, el casco se desequilibró, emergió violentamente la popa,
y la proa hendió el agua con un silbido de reptil.
Tras desaparecer el barco bajo las aguas, algunos sonidos postreros —o
acaso simples tensiones que a través del medio submarino se transmitían a los
cuerpos adyacentes—, como de superficies que crujieran, se quebraran y
fragmentasen, alcanzaron el maderamen de las pinazas. A eso siguió una erupción
de burbujas que explotaron, hasta que, digerida la nave por el mar, la superficie
recuperó su antigua lisura.
—¡Aparejad vuestras velas, muchachos! —voceó Nau.Y pidan un propicio
viento del oeste. ¡Los aguardan el ron y las rameras!
Caía la tarde cuando las pinazas alcanzaron la ensenada. Tras haber dado
cuenta del ron con pólvora que llevaba consigo, Jack el Murciélago hacía los
honores a una botella de vodka de cincuenta grados tomada (a préstamos, insistía)
de la parte del botín correspondiente a Beth. Ocupado en eso, no dejaba de cantar
una tonada de dos únicos versos: «¡Hala, chicos, a trepar, que Molly se ha
enganchado las faldas en el manzanillo!» El segundo de Nau se fue al agua cuando,
a la embocadura de la cala, arriaba la vela. Incapaz de nadar, estuvo braceando y
revolviéndose hasta que alguien le lanzó un cabo, y luego, para regocijo de todos,
se le orinó encima mientras lo arrastraban hacia la orilla.
Había un Boston Whaler fondeada junto a la playa y, plantado en pie no lejos de
ella, un hombre les estaba esperando. Muy intensa ya la oscuridad, Maynard no
consiguió identificarla; sólo acertó a verle la ropa: un traje blanco, de hilo, cuyos
pantalones llevaba remangados a la altura de las rodillas. Luego oyó su voz:
¡Bien hecho, Excelencia! No por más rápido peor logrado.
Era Windsor.
—¡Ahí tienes, doctor! —Nau arqueó el brazo y arrojó algo en dirección a la
orilla—. Tu bolsa. Quizá sea pobre, pero era cuanto había. Y tú, ¿qué me traes?
—Pólvora, dos barrilillos, y medicinas con que tratar a los cuitados.
Y, recogida la bolsa, Windsor se la guardó en el bolsillo.
Las pinazas fueron empujadas a tierra y arrastradas playa arriba, hecho lo
cual les descargaron. Nau se acercó a Windsor seguido, a un paso de distancia, por
Justin y Manuel. Reparando en Justin, Windsor exclamó jovial:
—Bravo mozo, sí señor. ¿Cómo dijiste que te llamabas, muchacho?
—Ya no es quien era —respondió Nau—. Ahora se llama TueBarbe.
—Hermoso nombre. Y dime, TueBarbe, ¿cómo se da la batalla?
—Bien, señor —respondió Justin.
—Vale, el chico —explicó Nau—. Llegado el momento, él y Manuel
rivalizarán por el mando.
—Y así debe ser. La supervivencia de los más aptos. La depuración de la
estirpe.— Windsor examinó los efectos amontonados en la playa—. Iba bien
provisto, como imaginé. Sus conversaciones con el continente no hacían pensar
otra cosa.
—Sí, pero la carga carecía de valor. Drogas, las llamó el escribano.
—¿Quién?
Beth había hecho bajar a Maynard de la pinaza y lo tenía no lejos de donde
ella se dedicaba a vigilar que su parte del botín fuese respetada.
—El escribano— repitió Nau según indicaba a Maynard.
Una vez salvado el trecho de playa que le separaba de él, Windsor examinó a
Maynard con incredulidad, como si fuese la encarnación de una chanza que le
gastaban.
—¿Por qué está usted vivo? —fue cuanto acertó a decir.
—También a mí me complace el encuentro.
—Traté de salvarles, pero usted se obstinó. Y ahora tendría que estar
muerto.
—A decir verdad...
Windsor se volvió a Nau.
—¿Por qué sigue vivo?
—Es una maraña que desenredaré para ti con unos vasos de por medio —
respondió Nau.
—¡Pero tendría que estar muerto! —insistió Windsor —. Es la usanza.
—Y muerto será, a no mucho tardar. Él lo sabe y lo sabemos nosotros: es un
hecho. Entanto, escribe para nosotros.
Windsor no discutió más con Nau. Encarándose a Maynard, susurró:
—No sé cómo lo ha conseguido, pero, comoquiera que sea, es cosa
terminada. Créame:
—¿Me amenaza usted? —Maynard sonrió—. Por favor... no se tome la
molestia.
—No dude de mi palabra —repitió Windsor antes de volverle la espalda.
Maynard dijo a todo trance:
—¿Le preocupa acaso el que pueda contaminar su laboratorio? —Windsor se
detuvo—. Era ésta su sociedad perfecta, ¿no es así?
Aún falta para eso —dijo Windsor con una mal contenida sonrisa—. Cielo y
tierra, Mencken, contienen más cosas de las que ni siquiera ha soñado su filosofía.
Vamos, doctor — le llamó Nau—. Tu jarro está colmado y tu quitapesares
sufre de soledad.
Beth había regresado de los matorrales con una tosca carretilla en la que
ella y Maynard cargaron y transportaron hasta la choza los géneros. De todos los
confines de la isla llegaban, traídos por la brisa, ecos de celebración: gritos, risas,
vítores y juramentos, ruido de botellas rotas y de cuerpos que rodaban por la
maleza.
—Una auténtica parranda, a juzgar por el ruido —comentó Maynard
conforme amontonaban fardos, cajas y bolsas de malla hasta que apenas quedó en
la choza sitio para revolverse.
—Se calientan para el concejo.
—¿Un concejo?
Asistiremos, más tarde. Pero ahora tenemos otros quehaceres.
Maynard la interrogó con la mirada, a la espera de una explicación; pero no
tuvo de ella más que una sonrisa pesarosa que no supo interpretar.
Concluido el almacenamiento de los géneros, dijo Beth:
—¿Qué ron te gusta?
—No entiendo de rones.
—Alguno debes de preferir. —Y, señalando las cajas, agregó—: ¿Ron de
vodka? ¿Ron de whisky? ¿Ron de ginebra? ¿Ron de ron? —Mostró el contorno con
un ademán de orgullo—. Tengo de todos. Soy rica. Roche moriría gustoso una
segunda vez sólo por ver lo rica que soy.
—Ron de whisky.
Deleitada por el papel de anfitriona munificente, abrió una caja de whisky
escocés de la que obsequió a Maynard una botella. Ella se reservó otra, de vodka.
Habiéndola desprecintado, invitó a Maynard, por señas, a que la imitase. En ese
punto se interrumpió y dijo:
—Aguarda.
Tras escarbar con las uñas en la tierra del piso, extrajo una llave, le quitó el
candado a la cadena, retiró ésta de en torno a su cuello y la arrojó a un lado.
—Listo — dijo.
Maynard sintió repentinamente vivos y elásticos los músculos de cuello y
hombros. Con dedos cautelosos palpó la piel que el roce de los hierros había
excoriado.
—Gracias.
Ella correspondió con una inclinación de cabeza.
—Bebe — dijo.
—¿Por qué...?
—¿Bebemos? Bebemos porque...
—No. ¿Por qué has hecho... eso? —señaló la cadena. —Porque sí— respondió
ella rehuyéndole, sin embargo, la mirada—. Se puede confiar en ti.
—¿Tan de pronto?
—¿Acaso prefieres que te encadene otra vez? ¿Sí? ¡Claro que no! Pues quieto
y bebe.
Tomaron sendos sorbos de las botellas. El licor descendió limpio, cálido,
rebalsándose, confortador, en el estómago. —Me has traído buena suerte — declaró
ella.
—Algo es algo.
—Lástima.
—¿El qué?
Ella hizo un ademán vago que abarcaba el mundo.
—Todo —dijo. Y, tras dar un segundo, largo trago, añadió—: Pero... es la
usanza.
—¿Sabes qué te digo? Que la usanza es una patada en salva sea la parte.
Beth rió.
—Bueno, quizás...
—Ya sabes —la interrumpió Maynard cauteloso, en la confianza de no aguar
la fiesta— que mi oferta sigue en pie.
—¿Qué of...? —Lo había comprendido—. No. Demasiado tarde.
—¿Por qué?
Sacudió ella la cabeza, como para alejar el pensamiento, y descansó la
botella en el suelo.
—Vamos.
—¿Adónde?
—Ya te dije que teníamos otros quehaceres.
Tomándole de la mano le condujo hasta la playa, donde le bañó con lo que a
Maynard se le antojaba inusitada ternura.
De regreso ya, pero antes de haber ganado los matorrales, se detuvo ella y dijo:
—Ven.
Se tumbó en la arena, atrajo a Maynard y, sellándole la boca con la suya, lo
cabalgó con fiera intensidad. Luego, jadeante, le acarició la cara y, apacible la voz,
dijo:
—Has sido bueno conmigo.
Aunque nada había en esas palabras que justificase la alarma, su tono
terminante hizo que a Maynard le diese un vuelco el corazón.
Volvieron sobre sus pasos a través de las oscuras veredas siguiendo el
estrépito, ahora concentrado, de la francachela. Llegados a la orilla de un calvero,
Beth se detuvo y examinó el terreno con el aire de quien teme una emboscada.
—¿A qué esa inquietud? — quiso saber Maynard.
—Chitón — replicó ella llevándose un dedo a los labios.
Rompió a correr y Maynard, mientras la seguía, reparó en el alojamiento de
los bujarrones, desólito ahora. Al alcanzar el calvero habitado por las prostitutas,
Beth hizo un nuevo alto y observó iguales precauciones antes de atravesarlo.
Según se deslizaban, silenciosos, senda adelante, de los matorrales emergió
un hombrón descomunal que les cerró el paso. Estaba borracho perdido. Al cruzar
el sendero tropezó con un arbusto, pero se enderezó, y, hendiendo sañudamente el
aire con su alfanje, exclamó:
—¡Detenganse!
—Detente tú, Rollo, si es que el cuerpo te aguanta —dijo Beth sin sobresalto
ni alarma, más bien en el tono del que se resigna a una inconveniencia.
El gigantón osciló mirándoles de soslayo.
—Sean cuantos fueran, tomen un trago conmigo o van a probar mi machete
—y blandió el arma ante ellos.
—Déjanos pasar, Rollo.
—No pasaran sin haber bebido en mi honor. —Y, revolviendo tras un
arbusto, sacó una caja de Kahlúa de donde extrajo una botella que, desgolletada de
un golpe, presentó a Maynard—. Bebe en mi honor.
—No, gracias.
Con un bramido, Rollo se abalanzó sobre Maynard, el cual se hizo a lado y
propinó a su atacante, cuando se cruzaba con él, un puñetazo, en los riñones, que
le hizo caer de rodillas.
—¡Buen golpe! —exclamó Rollo según se ponía en pie de un salto—. Me ha
sacudido todas las tripas. Y ahora —enjugó el gollete en los fondillos de sus
pantalones— bebe, o tendré que atacarte de nuevo.
Maynard consultó a Beth con la mirada.
—Aplácale —dijo ella.
En vista de eso, Maynard tomó un trago y pasó la botella a Beth, que bebió a
su vez y, antes de devolvérsela a Rollo, dijo:
—A tu salud.
—A mi salud —brindó el otro, complacido, y apuró lo que quedaba del
envase, que arrojó seguidamente a los matorrales. Por fin, y tras haber retirado de
la vereda la caja de licor, volvió a su escondrijo dando tumbos, a la espera de los
próximos viandantes.
—¿Durará mucho el jueguito? —preguntó Maynard a Beth al reemprender el
camino.
—Mientras se tenga derecho. Pero Rollo es inofensivo.
—¿Inofensivo? ¿Bromeaba, entonces?
—Oh, no. Es bien capaz de matarte; pero, si bebes con él, se convierte en un
cachorrillo.
Continuaron la marcha orientados por la algarabía de los festejos.
—¿Y si llegase a matar a alguien? insistió Maynard.
—Ya lo ha hecho.
—¿Y qué, entonces?
—¿Cómo, y qué?
—¿No se le castiga?
—Si el muerto fuese un niño, desde luego: sería una infamia. Pero, con
personas mayores... es combate limpio.
—Imaginemos que cae por sorpresa sobre uno.
—Si el sorprendido no vale para lidiar con un borrachín que apenas se tiene
en pie... ¿dónde está la pérdida?
La comunidad se había congregado en la explanada existente ante la choza
de Nau. En el centro, colmado hasta los bordes entre desventradas cajas de licor, el
caldero del ron hervía a fuego lento en una candelada de rescoldo. Hombres y
mujeres ebrios aparecían tumbados por doquier. Antes de entrar en el claro en pos
de Beth, Maynard tropezó con los cuerpos de dos que copulaban rezongantes,
sudorosos.
Sentado en la arena, sin más prendas encima que un par de botas de goma,
Jack el Murciélago, que tenía en el regazo a una ramera medio desnuda, lloraba
copiosamente. Al pasar, Maynard le oyó decir:
—Pero, Lizzie, querida, ¡yo te he amado siempre! Eres el anhelo de mi
corazón.
—Ea, ea, Jack —replicó ella dándole unas palmaditas en el cuello—. No
puedo escaparme contigo. ¿A dónde quieres que fuésemos?
—Te construiré una cabaña en la otra punta de la isla —hipó el Murciélago—
. ¡Hazme feliz! Dime que vendrás.
—Anda ya, anda, Jack. Echa otro trago, le damos otro palo a la burra, y te
sentirás mejor.
Hizzoner estaba apoyado en el tocón de un árbol, mamando de una botella
de brandy según enseñaba el catecismo a una puta dormida. No recibiendo más
que ronquidos a las preguntas, formulaba para sí mismo eruditas respuestas.
—Sí, podrías convertirte en Magdalena —dijo reflexivo—, si bien nos
enfrentamos entonces a un problema teológico: ¿basta con que dejes de cobrar por
tus servicios, o debes dejar de prestarlos en absoluto? Si los ofreces de balde, ¿en
qué te convierten? ¿En Magdalena o en la samaritana? ¿En una licenciosa, acaso?
Habré de consultar las Escrituras.
Lo que hizo, sin embargo, fue asesorarse con la botella antes de continuar su
monólogo.
Sentado ante su choza, solo, Nau bebía ron en un cáliz de peltre. Aunque la
seguía con la mirada, no ponía objeciones a la conducta de la comunidad, ni
siquiera cuando se alzaban voces, se intercambiaban maldiciones o cundía el ruido
de botellas rotas. Su mera presencia bastaba, a todas luces, para mantener un
cierto orden.
—Ah, escribano —exclamó al ver a Maynard en compañía de Beth—. ¿Has
venido a dar testimonio de la caída de Roma? Son raros los días que podemos
celebrar como el de hoy. —Ahí, y reparando en que Maynard no estaba aherrojado,
interpeló ásperamente a Beth—: ¿Dónde está la cadena?
Beth se inclinó y algo le dijo, al oído, que hizo sonreír a Nau, el cual asintió
con la cabeza y, afable el tono, dijo a Maynard:
—Siéntate a mi lado, pues, y bebamos juntos.
Maynard asió a la mujer por el brazo.
—¿Qué le has dicho? —quiso saber.
—Nada... —Beth desvió la mirada—. Que eres de fiar.
Maynard tomó asiento. Nau llenó el cáliz y se lo entregó.
—De ser otros los tiempos —dijo—, tu compañía podría haber sido grata.
Según bebía, Maynard percibió a su espalda, procedente de la choza, el
estallido de una bofetada, luego una risita contenida y, por último, un chillido
agudo.
—¡Ah, pícaro! —sonó una voz.
Miró a Nau arqueando las cejas. L’Ollonois rió entre dientes y explicó:
—El doctor, que se divierte.
Le alcanzó entonces, petulante, la voz de Windsor:
—¡Eres un majadero redomado, y conmigo no te va a valer! —decía.
El estallido de otro palmetazo culminó en un suspiro.
Nau pareció, de pronto, sobresaltado por alguna anomalía: como si la
muchedumbre hubiese traspuesto un limite invisible. Oyóse un berrido de ira,
luego un bofetón al que siguió un grito de auténtico dolor.
—¡Quietos! —tronó Nau.
La turba se apaciguó. Basco Tom estaba de pie, su daga a punto de caer
sobre una prostituta tendida en tierra.
—¡Basco! ¡Déjalo ya!
—La rajaré, L’Ollonois. No me lo impedirás.
—Cierto —respondió Nau en tono ecuánime—. No lo haré.
La multitud estaba expectante. Basco se dispuso a descargar el golpe.
—Pero, así la hayas herido, despídete de la mano que lo ha hecho. Yo mismo
te la cortaré— y, puesto en pie, se sacó un cuchillo del cinto.
Basco se detuvo.
—Adelante —dijo Nau—, hiere. Será un golpe caro, pero tú eres un hombre
que conoce el valor de las cosas. Si un golpe merece la pérdida de una mano, no
hay que regatearlo.
—Me ha ofendido —objetó Basco.
Los músculos dorsales de Nau, advirtió Maynard, se aflojaron.
—Tiene que haber sido grave la ofensa.
—Lo es. —La adhesión de Nau estaba surtiendo efecto en Basco—. Le ofrecí
una buena recompensa por verla desnuda, y se me niega.
También la prostituta debió de percibir que la tensión menguaba, pues,
escupiendo en el suelo, exclamó:
—¡Un beso apestoso y un bote de guisantes! ¡Bonita recompensa!
—¡Es bastante! No tenía intención de tocarte.
—¡Yo soy una ramera, no un cuadro! ¡Ningún hombre se contenta sólo con
mirar!
—¿Qué precio estimas justo? —indagó Nau dirigiéndose a la mujer.
Ella se puso en pie, se sacudió el polvo de las faldas y se dispuso a negociar:
—Bueno, puesto que mi negocio no es exhibirme, le ofrecí una fiesta en
condiciones, a cambio, solamente...
—¡Solamente! — escarneció Basco.
La prostituta continuó, modosa:
—Sólo le pedí ese lindo medallón.
—¡Barato me iba a salir el vistazo!
—Yo te prometí más que un vistazo.
—¿De qué medallón habla? —intervino Nau, el tono súbitamente áspero.
La expresión de Basco se trocó en miedo.
—Nada... Nada. Ha sido un error.
—No es mucho pedir —insistió la ramera —. Un detallito...
—¿Qué medallón es ése? —repitió Nau al tiempo que extendía la mano.
Hizzoner, advirtió Maynard, había despertado de su delirio religioso y
estaba en pie.
—Una chuchería —sonrió Basco torpemente—. Una baratija.
—Dámelo —ordenó Nau, la mano tendida todavía.
—¡Desde luego! —accedió Basco, que, al cruzar ante el caldero, hundió en él
la copa.
La mano le temblaba cuando se llevó el recipiente a los labios. Luego,
plantado ante Nau, hizo por sacarse del bolsillo el medallón, pero dejó incompleto
el movimiento: Nau le había puesto el pedreñal en la frente.
—Déjalo —ordenó al tiempo que buscaba a Hizzoner con la mirada—.
Hizzoner lo encontrará.
El aludido hundió la mano en el bolsillo de Basco, de donde extrajo una
derringer de percusión, de cañón doble.
—¡Vaya! —exclamó Nau.
Basco estaba aterrado ahora.
—¡Juro que el medallón está ahí!
Sin duda. Y bien protegido, desde luego.
Hizzoner dio con la joya, que entregó a Nau. No era un medallón, sino una
cruz ansada pendiente de una cadena, ambas de oro.
—¿Desde cuándo tienes esto?
—¡Hace años! Es un recuerdo.
Vueltos hacia la pistola, los ojos de Basco bizqueaban.
—¿Desde cuándo tienes esto? —repitió Nau.
—Te juro que...
—¿Desde cuándo tienes esto?
Lo había preguntado por tres veces, como si se ajustase a un ritual. A Basco,
consciente de lo que estaba pasando, el sudor le corría a chorros por la cara.
Maynard lo miró y se dió cuenta —analítica, positivamente y sin que el
descubrimiento le causara sobresalto ni pesar— de que era hombre muerto. Odioso
por sí mismo, su crimen, fuera cual fuese (hurto, supuso Maynard), se veía
agravado por la mentira pronunciada no una, sino tres veces. Y tan hecho estaba ya
al derramamiento de sangre, que Maynard sólo se preguntó cómo moriría, no si
iba a morir. Y, reflexionó, alguna parte de su ser debía haberse atrofiado, pues ni
siquiera le importaba ya su indiferencia ante esos actos.
El licor, L’Ollonois —se excusó Basco—. La batalla...
—Se lo robaste a la mujer —dijo Nau—. Por eso te mordió.
—Yo...
—Ha escamoteado —dictaminó Hizzoner.
—¡Una baratija!
—Tú y yo crecimos juntos, Basco —dijo Nau.
Y, sin más, apretó el gatillo.
La parte superior de la cabeza de Basco voló hecha astillas. Cayó a tierra
convertido en una botella descorchada. Nau se guardó el pedreñal en el cinto y
arrojó el joyel a la prostituta. Dos de los hombres retiraron del calvero el cadáver
de Basco. Lenta, trabajosamente, como una locomotora que sale de una estación, la
orgía recobró su impulso.
Nau, que había vuelto a llenar el cáliz, tomó un sorbo y se lo pasó a
Maynard.
—¿Cómo lo narrarías tú, escribano?
Maynard se encogió de hombros.
—Como una muerte más. Ha pasado, en un instante, de una vida a otra. ¿No
es así cómo lo ves?
—Basco era amigo mío.
—¿Has sentido matarle?
Sé que le echaré en falta, pero era menester.
—El perdón no existe ni aun para los amigos.
—No. El perdón es debilidad. La debilidad crea una grieta, la grieta, un
rasgón, y pronto se produce un motín. Mi gente no esperaba otra cosa de mí.
Maynard percibió unas pisadas a su espalda y, en seguida, la voz de Windsor
dijo:
—He oído agudas notas de ira y rebato de muerte.
Estaba plantado en pie ante la choza y se ceñía los pantalones. Llevaba bajo
el brazo, mediado su contenido, una botella de whisky y tenía acalorado el rostro y
vidriosos los ojos. Detrás de él, acicalado y narciso, el bujarrón del taparrabos de
cuero posaba junto a la puerta.
Basco ha ido a reunirse con los suyos —le informó Nau.
—¿Su ofensa? —indagó Windsor según se sentaba en la arena.
Contra el pacto.
—Ah —cabeceó Windsor—, gravísima. —Y bebió de la botella.
—Quizá no me hubiera enterado —explicó Nau con un punto de pesar en la
voz—, a no ser por la reyerta pendencia que buscó con ésa— e indicó, con un
ademán desdeñoso, a la prostituta que, libre de la blusa, se dedicaba a admirar lo
bien que caía la cruz entre sus pechos.
—¿Y por un cardo así perdió la vida? —resopló el bujarrón—. ¡Jesús, qué
mal gusto el suyo!
Calla, Nanny —le dijo Windsor.
Pero la ramera había oído, si no las palabras, sí el tono y la intención.
—Repite lo que has dicho, capón —le retó.
—¿La oyeron? —replicó el mocito—. Esconde esas mamas deplorables antes
de que caven otra tumba.
—Nanny... —le amonestó Windsor.
—Dime, eunuco —graznó la ramera—, ¿con qué te has rellenado hoy el
taparrabos? ¿Con mangos?
Cundieron las risas, particularmente estruendosas entre las demás
prostitutas, y el bujarrón se sonrojó.
—¡Vean, señoras, lo colorado que se pone! —volvió la puta a la carga—. Se
las da de gallito, pero nunca pasará de capón.
—Apuesto a que hay huevos en ese taparrabos —voceó otra de las
meretrices.
—Sí —intervino una tercera—, de los que él pone.
Excedido en número y en malignidad, el bujarrón perdió el tino, saltó por
encima de Windsor y, con un grito de: «¡Mala perra!», irrumpió en el calvero, se
abalanzó sobre la mujerzuela y le dio un bofetón en la boca.
Rasgado un labio por los dientes, ella se llevó la mano a la boca, para
limpiarse la sangre. Pronto a defenderse, el bujarrón no perdía la mano de vista
Eso le distrajo de la otra, que, cerrada en puño, un dedo enhiesto, fue a clavársele
en el ombligo hasta encontrar el tope del espinazo. El bujarrón aulló, cayó de
espaldas y se vio montado por la mujer, que le hundió las uñas en las depiladas
axilas. Perneó entonces y, como le propinara un rodillazo en la sien, su agresora
rodó a un lado, momento que aprovechó él para echársele encima y atacarle a
dentelladas en los pechos.
La multitud prorrumpió en risas y vítores. Las prostitutas tenían partido
tomado, pero el resto de la concurrencia era imparcial. Cada golpe certero, cada
desgarrón era objeto de iguales aplausos. La puta perdió un pezón, y el mocito el
lóbulo de una oreja, bajo ecuánimes estallidos de aprobación.
—¿Preocupado, doctor? —indagó Nau—. Tu narciso está perdiendo sus
pétalos.
—Es todo nervio —replicó Windsor—. No tiene ni para empezar, con ella. —
Y, sacándose del bolsillo una caja de municiones, la depositó en la arena, frente a
Nau.
Una apuesta.
Maynard reconoció la caja: era la que había escondido en el buró de su
habitación del Chainplates, en un cajón.
Nau buscó en un saquito de piel que llevaba colgado al cuello y extrajo un
pendiente de zafiros, que depositó en tierra, junto a la caja de municiones.
Advirtiendo la desconcertada expresión de Maynard, Windsor explicó:
—Hay que preservar ciertas cosas, o, de lo contrario, no habría juegos. El
tiempo acaba con todo.
El bujarrón y prostituta habían llegado a inmovilizarse uno a otro. Piernas y
manos trabadas, lanzaban dentelladas al aire.
—¿Empate? — consultó Hizzoner.
—No! — sonó una voz entre la multitud.
—Separadlos, entonces.
Uno de los hombres ganó trastabillando el centro del calvero y largó un
puntapié hacia la cabeza del bujarrón. Cuando, por evitar el golpe, se le escapó una
de las manos de la ramera, le hincó ella las uñas en la cara. Se escapó, sin embargo,
rodando sobre sí mismo, pero ella le saltó encima. Un puñetazo en el pecho le
desembarazó de la mujer.
—¿Cuánto tiempo lleva metido en esto? —preguntó Maynard a Windsor
según ambos contemplaban los sudorosos, ensangrentados cuerpos trabados en
combate sobre la arena.
Windsor mantenía los ojos fijos en la pelea.
—Treinta años —dijo—. La barca se me fue a pique y gané a nado esta playa.
—¿Y le dejaron con vida?
—No llegaron a atraparme. Yo los vi primero. A punto de solicitar su ayuda,
algo, intuición mía, aura de ellos, posiblemente mis conocimientos antropológicos,
me hizo ver que no se distinguían por su hospitalidad. De manera que marché a
nado.
—¿A nado?
—Flotando. Maté un cerdo, le obturé boca y ano y me serví de él a modo de
boya. Viajé así, a la deriva, durante dos días, hasta que los tiburones dieron cuenta
del puerco. Luego nadé otro día. Una barca pesquera me rescató.
—Pero, llegado a tierra, ¿cómo se explica que no enviasen fuerzas hacía
aquí?
—Guardé el secreto: no dije una palabra.
—¿Cómo?
Los combatientes luchaban ahora en pie. La sangre corría libremente: de los
mordiscos que la ramera había recibido en los pechos y de los arañazos que le
surcaban espalda y pecho al bujarrón. Con un chillido, la prostituta cerró contra su
oponente, pero él la agarró del pelo y frenó el ataque. Al retirar la mano tenía un
jirón de cuero cabelludo entre los dedos.
—¡Un doloroso puñado, Nanny! —voceó Windsor—. ¡Así se lucha!
Acuclillada, la puta acometió de nuevo. Sus uñas hicieron presa en el
taparrabos, que arrancó. Dos limones cayeron al suelo. La turba prorrumpió en
silbos y risotadas. Enfurecido, el bujarrón se precipitó con saña sobre la mujer, que
salvó el ataque con un ligero paso, como de danza, al tiempo que señalaba,
burlesca, los genitales de su enemigo, pequeños y rasurados.
—Está listo —dictaminó Nau.
—Nada de eso, amigo —replicó Windsor—. Observa.
Salvando siempre la distancia que le separaba de la ramera, el bujarrón se
insertó cuidadosamente los testículos en el interior de la ingle y se aprisionó el
pene entre las piernas.
Nau quedó pasmado.
—¡Ni rastro! —exclamó.
—¡Aquiles esconde su talón! —rió Windsor.
La ramera zarandeó al bujarrón en busca de su punto débil. Tras un nuevo
trago a la botella, Windsor reemprendió su relato:
—Me fascinaron. Eran, una de dos, o una pintoresca secta religiosa, en cuyo
caso tenían derecho a disfrutar de su aislamiento, o bien —y tanto no me atrevía ni
a soñarlo— eran... en fin, lo que son. Imaginé lo que ocurriría si informaba a las
autoridades. En una semana hubieran dejado de existir. Nuestra civilización habría
solventado el asunto extinguiéndolos, solución a la que cooperarían ellos con una
lucha sin cuartel. Algunos, claro está, habrían sobrevivido, los niños para ser
reprogramados. Ahora serían agentes de la propiedad o corredores de comercio,
libres de ser idénticos a sus conciudadanos, de preocuparse por los plazos del
coche y la piorrea.
—¿Cómo estableció contacto con ellos?
—A fuerza de cautela —sonrió Windsor—. Me serví, en mi acercamiento, de
los mismos medios que hubiese empleado con los tasaday, los jíbaros o cualquier
otra sociedad anacrónica. Desde mar adentro, confiándolos a la marea, les enviaba
presentes: ron, pólvora y —esto fue ingenuidad por mi parte; pero ¿cómo iba yo a
saberlo?— abalorios y bisutería. Siempre acompañaba mensajes de amistad en los
que aseguraba que nadie más que yo sabía de su existencia. Cuando por fin
accedieron a un contacto —Windsor volvió a sonreír—, L’Ollonois me confesó que
por espacio de un año les había tenido al borde de la locura: no sólo no podían
atraparme, sino que ni siquiera me veían. Si accedieron por último a hablar
conmigo, cosa que ocurrió en alta mar, de una a otra embarcación, ambas
armadas, fue porque temían que, desalentado, acabara por denunciarles.
Una oleada de indignación le inundó a Maynard el pecho. Era una emoción
viva que acogió con contento.
—¿Se da cuenta de la cantidad de vidas que su pequeño experimento, su
capricho, ha...?
—¡Pamplinas! —le atajó Windsor, indiferente a la repulsa—. Cuando no
quede de nuestra civilización ni aun el recuerdo, esta gente existirá todavía. Todo
en nosotros se reduce al más simple, básico e incontrovertible impulso: la
supervivencia. Moral, política, filosofía apuntan, todas, a ese mismo fin. Que es el
único digno de perseguir.
—Sobrevivir... ¿para hacer qué?
—Sobrevivir para sobrevivir. No olvide usted, Mencken, que el hombre es,
en análisis último, un animal. La civilización es vestimenta. Esta gente está
desnuda y es fiel a su naturaleza.
Su atención, hasta ahí puesta en Maynard, se centró súbitamente, atraída
por un angustiado aullido del bujarrón, en la pelea. Tendido en tierra, ovillado, el
mocito se asía con ambas manos la ensangrentada entrepierna. Acuclillada sobre
él, la prostituta le hincó las uñas en la carne próxima a la faringe. El vencido miró a
Windsor y alzó hacia él una mano implorante.
—¿Qué dices, doctor? —habló Nau—. Su vida es tuya. Windsor contempló
con una mueca de desagrado a la maltrecha víctima.
—Ya no vale nada —dijo meneando la cabeza antes de volverle la espalda.
El alarido del bujarrón fue estrangulado por las garras de la ramera.
Maynard sintió un aflujo de bilis a la garganta. Cubierta de cortes y hematomas,
pero triunfal, la mujer dio vuelta al calvero volteando por encima de la cabeza el
taparrabos de piel y correspondiendo con amplias sonrisas a los aplausos de la
multitud. El cuerpo del bujarrón fue retirado a rastras. Mientras contemplaba la
operación, Maynard comentó:
—Una fiesta cara.
—¿Cara? ¿Por dos vidas? —repuso Nau—. No: muchas batallas cuestan más.
No habiendo visto partir a Beth, su reaparición, cuando, surgida de la oscuridad, se
dirigió con medido paso al centro de la explanada, no pudo menos de sorprender a
Maynard. Mudadas sus ropas por una inmaculada túnica de blanco hilo,
relucientes de ungüento cabellos y piel, su aspecto era de virginal recato. Se
detuvo, silenciosa, junto al caldero del ron, las manos cruzadas ante sí, la vista
baja.
—¡Quietos! —voceó Nau—. ¡Silencio!
La puta se sentó en tierra y cesó el bullicio.
—Goody Sansdents tiene algo que decir.
Beth alzó la mirada y replicó:
He dejado de ser Goody Sansdents. Llevo un Maynard en mis entrañas.
Un admirado vocerío cundió entre la muchedumbre.
—Has cumplido con tu trabajo —felicitó Nau a Maynard.
Maynard se llevó la mano a la escoriada piel del cuello. Comprendía, de
pronto, por qué la tristeza de Beth, la ternura de sus caricias, el hecho de que Nau
hubiese aceptado la desaparición de la cadena, el de que se hiciese,
repentinamente, «digno de confianza».
Hizzoner le dio unas palmaditas en el hombro y dijo:
El viaje ha terminado, muchacho. Repósate, come, bebe, huélgate. —Y,
rutinario, añadió—: Lucas, capítulo 12, versículo 19.
Aprovechando la coyuntura, Windsor agregó:
—Necio, esta noche te será pedida tu alma. Lucas, 12:20.
—Dios está en el cielo —respondió Hizzoner al otro—, y tú sobre la tierra:
por tanto, sean pocas tus palabras. Eclesiastés, 5:2.
—¿Cuándo? —indagó Maynard con voz apagada.
—Mañana — dijo Nau.
—El día del Señor —observó Hizzoner con una aprobatoria cabezada—.
Buen momento, pues es el de su descanso y podrá atender a tu bienvenida.
—¿Cómo se hará?
—De manera rápida —respondió Nau—. La que tú elijas, ya que es un acto
de cirugía, no de represalia. Más, por de pronto —y le alcanzó el cáliz—, no pienses
sino en los festejos.
Maynard se humedeció los labios, pero no quiso beber. Estampas de
complejas, imposibles escapadas cruzaron veloces su mente, y, aun sabiendo, de
manera positiva, que no había esperanza, se negaba a iniciar su rendición con el
estupor de la ebriedad, cuya culminación sería la muerte. Por otra parte era posible
que sus opresores estuviesen en lo cierto: que la muerte fuera una aventura, la
mayor de todas. ¿Qué sentido tendría, entonces, asistir a ella anonadado?
Colmado nuevamente y recalentado el caldero del ron, las libaciones
recomenzaron con fervorosa actividad, como si al primero en alcanzar la
inconsciencia le aguardase un premio excelso.
Hizzoner descorchó otra botella de brandy y, con ella en mano, regresó al
tocón del árbol, dio palmadas a su compañera hasta despertarla y se embarcó en
un nuevo periplo de instrucción religiosa.
Tendido de espaldas en la arena, Windsor succionaba whisky contemplando
las estrellas.
Beth, que había llenado de ron un recipiente de barro, permanecía sentada
en tierra y de vez en cuando se frotaba el abdomen y sonreía. Reacia, tal vez, a
empañar sus gozosos planes para el porvenir con la idea de que Maynard, que lo
había hecho posible, no tenía porvenir propio, evitaba mirarle.
Nau, que bebía con menos prisa que los demás, escudriñaba, con breves
intervalos, las tinieblas.
—¿Esperando a alguien? —indagó Maynard.
—Así es. El colofón de una jornada de ventura.
Un instante más tarde, y como oyeran pasos, se volvieron. Los dos
muchachos habían aparecido en el calvero. Manuel, que iba delante, llevaba
camisa y pantalones blancos e inmaculados, y, en torno al cuello, una cadena de
oro de la que pendía una moneda del mismo metal. Justin, que marchaba a su
zaga, iba vestido como un delfín: jubón de terciopelo color de espliego, calzones
blancos, de raso, medias de seda y zapatos de negro cuero, con hebillas de plata.
Llevaba, al cinto, una daga con empuñadura de marfil y, en cada dedo, una sortija
montada de esmeraldas. A no ser por el desmentido de la pistolera suspendida bajo
el brazo derecho, hubiera pasado por una figura de época. Tenía los cabellos
peinados hacia atrás, y en la nuca, prendida por un alfiler, una coleta con lazo. Su
porte era de regia soberbia: alta la cabeza, a nadie miró, según penetraba en la
explanada, más que a Nau.
—¡Escuchen! —alzó la voz L’Ollonois.
Acallados los escasos parloteos que subsistían, imperó el silencio, quebrado,
tan sólo, por suaves ronquidos y, más lejos, por el ruido que alguno producía con
sus arcadas.
—Yo tenía un hijo —comenzó Nau—, pero murió.
Estaba más borracho de lo que Maynard había imaginado. Parecía pesarle la
cabeza, y cuando quiera que se le iba a un lado, tenía que avanzar medio paso, para
compensar el desequilibrio.
—Hubiera hecho de este mi segundo hijo —prosiguió al tiempo que
descargaba una mano en el hombro de Manuel—, pero lleva en las venas sangre
portuguesa, y negra, y todo un revoltijo de otras, de manera que, si ha de hacerse
con el mando, será porque lo conquiste. Por eso nombro a este otro —dejó caer la
otra mano en el hombro de Justin— hijo mío, para que conlleve las cargas, los
beneficios, y... —había olvidado lo que deseaba agregar— ... y todo lo demás.
Pienso, sin embargo, en el día en que este Manuel y este TueBarbe —se afianzó en
ellos, porque se tambaleaba— se enfrenten por el poder. ¿Quién ganará? Que lo
haga el mejor, como es justo, pues los fuertes deben prevalecer.
Desde su retiro del tocón, y aunque no invitado a ello, Hizzoner sentenció:
—Una generación pasa y otra generación la sustituye, mas la tierra
permanece perpetuamente.
—Bien dicho —aprobó Nau, que, extrayendo de la bolsa de cuero una cadena
de oro de la cual colgaba un doblón de mayor tamaño que el que Manuel lucía, se la
puso a Justin alrededor del cuello.
Justin sonrió apenas, con condescendencia, componiendo, casi, una mueca
de nobleza obliga.
«Mocoso insoportable», dijo Maynard para sus adentros. Y le costó una
esfuerzo contenerse y no saltar para, como último acto en el mundo de los vivos,
largarle a su hijo un puñetazo en la boca.
—Ha llegado, pues, la hora —continuó L’ollonois según tomaba a Justin de
la mano— de convertirte en un hombre.
Y, conduciéndole entre los cuerpos de los que dormitaban, se paró aquí a
examinar un rostro, allá a palpar un muslo.
—Esta —dijo finalmente a la par que despertaba, usando la puntera como
acicate, a una de las prostitutas—. Arriba, amiga. Tienes quehacer.
La ramera se revolvió y tosió.
—Llévate a este mozo e instrúyele en el uso de su aparejo. Refunfuñando
entre rezongos y escupitajos, la mujer se puso en pie, no sin esfuerzo.
—Estaría más fogosa tras una noche de sueño —objetó.
—Y yo te mando que estés fogosa ahora.
La puta tomó a Justin de la mano.
—Andando, mocito.
—Mejor te valdrá que cuando le vuelva a ver no sea ya mocito. —Se encaró
Nau a Manuel—. Ve con ellos. Esa pazpuerca es capaz de dormirse sin haber
cumplido con su deber.
Cuando sus miradas se encontraron, al cruzarse, Maynard descubrió en la
de Manuel el propósito de que Justin no llegase a la edad de regir.
Uno tras otro, les había ido ganando el sueño. La primera fue Beth, que
sucumbió apurando las últimas gotas de su cántaro de barro. La siguió Windsor, de
cuya mano escapó la botella y, ladeada, se le vació en el pecho. Hizzoner dijo algo a
propósito del Reino de los Cielos, que se sumía en ronquidos. Nau, que tratara de
ganar reptando el refugio de su choza, se había desplomado a mitad de camino y
las piernas le asomaban por la puerta.
Sentado donde estaba, Maynard aguzó el oído, pero no percibió ruido
alguno que indicase vigilia.
Estaba solo y libre. Podía abandonar el calvero, dirigirse a la ensenada,
procurarse una barca y partir. No. Habría guardia junto a las pinazas. En tal caso,
podía construirse una boya y alejarse flotando. Pero la idea no le acababa de
satisfacer: demasiado sencillo. Quizá era eso lo que pretendían: que intentase la
huida a flote; o, a lo mejor, movidos por una perversa solicitud, consideraban un
favor permitirle derivar así hasta que se ahogase. Ellos mismos habían dicho que
podía elegir su propia muerte. No. No podían correr el riesgo de que sobreviviese,
cosa posible, puesto que Windsor lo había conseguido.
No: la razón era otra. Quizá supiesen que no marcharía sin Justin. Pero
¿quién iba a impedirle que se llevara al chico? La prostituta, no. ¿Manuel? Tal vez;
pero no sería difícil caer por sorpresa sobre él, silenciarlo rápidamente. ¿O le
creían incapaz de matar a Manuel? ¿Pensaban que se lo prohibiría su ética
«mundanal»? Ojalá así lo creyeran, pues le procuraría placer demostrarles lo bien
que lo habían corrompido.
Buscaría a Justin y bajarían a la ensenada. Si era posible matar al guardián y
apoderarse de una pinaza, lo haría; de no ser factible, se dirigían al otro extremo de
la isla, construirían —como y con lo que fuese— una balsa y se alejarían a favor de
la corriente. En ese momento deseó ser capaz de determinar la hora por las
estrellas, pues le hubiera gustado saber de cuánto tiempo disponía hasta que, con
el amanecer, se descubriese la huida y comenzara la persecución.
Se deslizó hasta el borde del calvero, donde los pantalones de Jack el
Murciélago pendían de un arbusto. Había un cuchillo en una funda cosida al cinto.
Lo tomó.
Bien distanciado ya del calvero, y según caminaba silenciosamente,
cuidando de no tronchar ramas secas a su paso, en presunta dirección al pabellón
de las prostitutas, se detuvo para cortar un trozo de liana que le sirviese de garrote,
supuesto que no consiguiera reducir a Manuel por otros medios, o de ataduras con
que inmovilizar fuese al propio Manuel, fuese al guardián de las pinazas.
Al contornear un recodo del camino divisó el alojamiento de las rameras. Se
detuvo y, contenido el aliento, escudriñó la oscuridad en busca de Manuel. La
explanada estaba vacía y el pabellón, sin luces y en silencio.
Atravesó corriendo la arena hasta alcanzar el aposento más próximo, a cuya
puerta, se paró, a la escucha. Estaba vacío, al igual que el segundo y el tercero.
Mientras se deslizaba junto a la pared de la cuarta casilla, percibió una respiración
profunda y, en seguida, la voz de Justin, que, enojada, decía:
—¡Vaya! Y ahora ¿qué?
Le respondió un ronquido.
Tras el doble chasquido procedente de la carga de una pistola automática,
de nuevo la voz de Justin, ahora amenazante:
—¡Despierta, maldita sea! ¡Te voy a saltar la tapa de los sesos!
El tono de su voz, glacial, determinado, causó a Maynard una sacudida. No
debía, sin embargo, detenerse en contemplaciones: la explosión de un disparo en
plena noche era un lujo que no podía permitirse. Apartando la cortina que cubría
la puerta, se arrojó al interior de la cabaña, las manos extendidas para apresar la
de Justin.
Según caía sobre él y lo derramaba, sus ojos registraron una difusa
instantánea: el desnudo trasero de su hijo alojado entre los muslos carnosos de la
ramera, que roncaba soporosa.
—¿Qué? —exclamó Justin—. ¿Quién...?
Maynard se llevó un dedo a los labios.
—¡Chitón! Soy yo.
—¿Qué haces aquí? —le interpeló la voz.
Maynard adivinó confusión en su tono, pero también rabia.
La prostituta se agitó.
—¡Silencio! Salgamos de aquí.
—¿Que salgamos? Si te has creído...
Una figura humana había surgido ante la puerta sumiendo la choza en la
mayor oscuridad. Maynard se vio derribado hacia atrás. La liana le fue arrancada
de la mano. Oyó que Justin intentaba gritar y, luego, su voz sofocada y el ruido de
su cuerpo al desplomarse en tierra.
Jadeante, arrodillado junto a Justin, Manuel le retiró la liana de en torno al
cuello.
—¿Qué te...?
—Cárguelo y sígame — le ordenó Manuel.
—¿No le pasará nada?
Dormirá un rato, pero no mucho.
—Estaba asustado.
—Iba a gritar.
—Asustado y confundido...
Habiendo localizado el ropón de la prostituta, Manuel rasgó el dobladillo y
amordazó con él a Justin.
—Eso no es necesario —intervino Maynard—. Lo que le ocurre es que...
—Crea usted lo que prefiera, pero yo no voy a correr ese riesgo. Cárguelo.
Maynard obedeció. Inanimado, el cuerpo de Justin no resultaba más
manejable que un saco de naranjas, pero sí lo bastante ligero como para
transportarlo sin dificultad sobre el hombro.
—Andando, amiguito —musitó Maynard—. Papá te va a llevar a casa.
Siguió a Manuel por los oscuros senderos confiado en su guía: en primer
lugar, porque no tenía otra opción; pero, también, porque los móviles del mestizo
eran tan evidentes como egoístas y, por tanto, dignos de crédito: ambición pura en
la que ningún elemento extraño intervenía. Cuanto antes y más sencillamente
pudiese librarse de competencia, más fácil sería su acceso al puesto de L’Ollonois.
Llegado a la playa, Manuel se dirigió a paso vivo, y sin un instante de
vacilación, hacia las pinazas. Por señas indicó a Maynard que tendiese a Justin en
la más cercana. Justin tenía cerrados los ojos, acompasada la respiración.
—¿No hay guardia? —susurró Maynard.
Manuel señaló un bulto oscuro que yacía desparramado en la arena.
—¿Lo has matado?
—Usted lo hizo —respondió Manuel—. Si algo sale mal, todo habrá sido cosa
suya: la muerte del guardia, la desaparición del chico y el golpe que me aturdió a
mí. Me encontrarán en el pabellón de las putas quejándome de espantosos dolores
en la cabeza.
—Un arreglo razonable.
Apoyado ya en la pinaza con ánimo de empujarla al agua, advirtió que, si
bien la vela estaba aparejada y plegada, no había remos en la embarcación.
—Necesitaré remos. Salir de la ensenada me va a llevar lo que queda de
noche.
—Allí —señaló Manuel y cruzó la playa a la carrera hacia el lugar en que la
palamenta había sido agrupada en forma de tienda india.
Maynard dejó la pinaza a fin de reunirse con Manuel a mitad de camino. Un
instante más tarde, Justin, que se había levantado de un salto, corría hacia la
maleza. El ruido de las pisadas hizo que Maynard se volviese; la sorpresa le forzó a
gritar:
—¡Justin!
Corrió en su pos angustiado, con todo el alma; pero, tras unas zancadas, se
detuvo. Arrancándose la mordaza, que arrojó lejos, TueBarbe rompió a gritar:
—¡Alarma! ¡Alarma! ¡Alarma! ¡Alarma!
Las voces retumbaron por todo el abra.
Manuel, conforme a lo prometido, corrió a guarecerse. Según se cruzaba con
Maynard, se detuvo lo suficiente para decir:
—¡Imbécil!
—Estaba seguro de que... —su desazón no tenía palabras.
—Marche por su cuenta.
Maynard le miró, pero nada dijo.
—O, si se queda, coja ese cuchillo y cláveselo en el vientre. Nada de lo que se
haga usted mismo le dolerá tanto como lo que le espera con nosotros.
Siguió a Manuel con la mirada hasta que se perdió en la oscuridad. Luego,
inseguro y confuso, pero súbitamente inquieto por su vida, recogió el par de remos,
los arrojó al interior de la pinaza y echo ésta al agua.
Mientras contorneaba el primer recodo del abra, protegido ya por el
espigón, le llegaron lejanos ecos de vocerío. Agarrado a los remos, bogó con
denuedo. Al salir de la ensenada divisó el haz luminoso de una linterna que,
flotante por encima de su cabeza, registraba la escollera. Tras otros cincuenta
metros de boga, hacia el norte, rodeó otro saliente poniendo una segunda barrera
entre sí y el acoso de las linternas. Las voces eran ahora más audibles y claras: la
partida había alcanzado la ensenada.
Enarboló la vela. Un viento frescachón, del sur, le impelía rumbo al
nordeste, hacia aguas profundas. La ligera pinaza cortaba rauda la superficie. Las
pequeñas olas batían contra las tablas de la proa. Sí la brisa no caía, quizá
conservase la delantera.
Ciñó la vela, para bolinear. Según la barca daba de quilla, el choque de las
olas en la proa se hizo más seco, más rápido. Hasta que, de pronto, pareció que la
proa se estabilizaba en el agua. La pinaza no avanzaba ya con el mismo brío ni era
tan imperioso el cabrilleo: las olas chocaban ahora con un sonido torpe, blando. Un
gorgoteo se hizo audible al frente, en la oscuridad.
Maynard soltó el escotín y utilizó su cabo para amarrar la caña del timón.
Apenas hubo avanzado un poco, de rodillas, se dio cuenta de que la barca hacía
agua. Buscó a tientas la brecha. Si era pequeña, podría cegarla, achicar y proseguir.
Pero, no bien hubo sondeado con un dedo bajo el banco de proa, notó un borbotón.
Las tablas de la proa se habían separado. Todas. Retiró la mano. Tenía viscosos los
dedos. Se los llevó a la nariz. Melaza.
Manuel no había dejado ningún cabo suelto: destruido el calafateado y
sustituido por melaza, aunque Justin no hubiera huido y dado la alarma, aunque él
y Maynard hubieran conseguido escapar sin persecución, la pinaza no tenía más
remedio que hundirse mientras viento y marea les empujaban hacia alta mar.
Maynard volvió la vista hacia la isla. En la oscuridad de la noche sin luna no
alcanzó a distinguir más que una delgada faja de playa. Se zambulló y nadó hacia la
costa.
15
Maynard estaba en lo alto del promontorio que dominaba el abra, que había
escalado en la oscuridad para enterrarse parcialmente, cuando despuntaba el sol
en el horizonte, sirviéndose de barro seco y malezas. Aunque acercarse tanto a la
comunidad pudiera ser temerario, había llegado a la conclusión de que buscar otro
escondite hubiese sido suicida: alejado de sus perseguidores y, por tanto, sin
noticias respecto a cuándo, cómo y dónde pensaban iniciar la búsqueda, su captura
sería inevitable. Tenía, pues, que estar cerca, donde pudiese oír y ver, anticipar
acontecimientos y escapar activamente en tanto hallaba la manera de reducir a
Justin, robar una barca (esta vez sin la ayuda de Manuel), huir con delantera
suficiente como para burlar el seguimiento y... Las requisitos eran innumerables, e
inexistentes las soluciones; pero tenía la confianza de que, con tiempo, conseguiría
forjar un plan.
Por lo que al tiempo se refería, contaba, como suprema esperanza, conque le
hubiesen dado por muerto.
Sin viento, el ataque de los mosquitos, virulento desde el amanecer, se hacía
feroz conforme el calor aumentaba. Arrancó Maynard unas cuantas bayas de un
arbusto cercano y, machacadas, se frotó la cara con su pulpa. Ignoraba qué
contenían los frutos — azúcar, que él supiera —, más lo cierto es que la aplicación
actuó de defensa contra los minúsculos dípteros. Fija la vista en la ensenada, aguzó
el oído.
Nau, Windsor y los dos muchachos aguardaban en la playa la llegada de la
pinaza que, impulsada a remos por Jack el Murciélago y Rollo, traía el mástil y la
vela de la que Maynar había abandonado.
—Sabía navegar —dijo el Murciélago mientras empujaba la barca a la playa
—. Si no se le hubiera ido a pique la pinaza, podría haberlo conseguido.
—¿Qué ha sido de él? —indagó Nau.
—Ni rastro. Debió de hundirse, después de zozobrar.
—¿No le visteis en ningún momento? —quiso saber Windsor.
—No: estaba negro como boca de lobo. Pero buscamos cuando clareó, y en el
mar no estaba.
Nau quedó satisfecho.
—Luego ha desaparecido —concluyó.
—¡No! —exclamó Windsor—. Está aquí.
Maynard le vio apuntar al suelo, luego mover el brazo hacia el promontorio; y
entonces, como para evitar un detector extrasensorial que funcionase con el
descriptivo ademán de Windsor, un reflejo le hizo agachar vivamente la cabeza.
«No os lo creáis», pensó Maynard. «¿Por qué razón iba a regresar?»
—¿Por qué razón iba a regresar? —dijo Nau—. No estaba loco, ni le atraía el
dolor.
—Tienes a su hijo —le recordó Windsor.
Nau ponderó la idea por un instante. Luego, apoyada una mano en la
espalda de Justin, dijo:
—Este ya no era su hijo, sino TueBarbe. Y él lo sabía. Sonriente, Justin
repitió:
—TueBarbe...
—Somos muchos —dijo Nau—. Él, en cambio, está solo, es débil y...
—Y un enemigo. Has de dar con él y matarle.
Nau se encaró a Justin.
—A ti se te relevará —dijo.
—No —replicó Justin —. Puedo ir en la batida.
Oyéndole decir eso Maynard lamentó por un instante haber regresado a la
isla sólo para verse acosado y muerto por su propio hijo. Pero reprimió la rabia:
jamás, mientras alentara, se plegaría a la pérdida de Justin.
—Tú ganas, doctor —dijo Nau—. Reuniremos a la gente y se dará una batida.
Comenzaremos por el roquedal, detrás del promontorio —señaló directamente
hacia Maynard— y rastrearemos toda la isla. Si está aquí, y aunque haya usado de
magia para reducirse al tamaño de un lechón, lo encontraremos.
Después de encargar a Rollo el cuidado de las barcas, dejó el abra y marchó,
con Windsor y los chicos, hacia el interior de la isla.
Momentos más tarde, Maynard percibía el hueco sonido con que el cuerno
convocaba a la comunidad a asamblea. Su plan —supuesto que llegara a
ultimarlo— tendría que aguardar: ahora se trataba de correr, esconderse, burlar a
sus perseguidores. No podrían registrar toda la isla: algo —cueva, zanja o copa de
árbol— tendría que pasarles por alto.
Oyó voces y ruido de pasos que se orientaban hacia el extremo norte de la
isla: el punto donde había ganado él la costa. Menguado que hubo la algarabía, se
sacudió la tierra y la arena que le cubrían el cuerpo, se apartó reptando del borde
del promontorio —la zona visible desde el abra—, se puso en pie de un salto y
rompió a correr hacia el sur. Dueño todavía del cuchillo de Jack el Murciélago, lo
aferró mientras forzaba la carrera.
Los rastreadores eran tan experimentados como concienzudos: envolventes,
como un incendio forestal, nada escapaba a su atención. Avanzaban codo con codo,
formando un cordón que se extendía de una a otra orilla de la isla, su paso ajustado
al del más lento: si alguien paraba para sacudir un árbol, desplazar una piedra o
registrar un matorral, los demás quedaban a la espera. Nada escaparía a ese
peinado. Pájaros, ratas, lagartos, todo lo vivo escapaba precediendo a la partida.
Maynard retrocedía limitando su delantera, sin embargo, a lo necesario
para no ser visto ni oído. No deseaba correr ciegamente hacia el extremo sur de la
isla, una ratonera sin más salida que las aguas someras de los bajíos, donde,
nadase o vadeara, se convertiría en un blanco aislado y manifiesto. Cuidaba,
entretanto, de inspeccionar cuanto hallaba al frente: matorrales, chozas y hasta los
hoyos más pequeños.
Nada hacían los batidores por guardar silencio: pisaban con fuerza, pasaban
armas de filo por los arbustos y se llamaban unos a otros. Su éxito no les inspiraba
la menor duda.
En su retroceso atravesó Maynard la explanada de los armeros. Apilados en
el interior de un chamizo, una partida de barriles de pólvora. Encima de un banco,
a la espera de compostura, fusiles y pedreñales rotos. Tras considerar, y desdeñar,
cuantos posibles escondites el claro ofrecía, Maynard reanudó la marcha.
Mientras se deslizaba por uno de los senderos oyó a su espalda, instructora, la voz
de Nau:
—Busca, primero, indicios de escarbadura. Si ves un talud, o cualquier
montón de tierra, traspásalo con el machete. ¿Y bien?
La voz de Justin:
—Nada.
—Bueno. Volvamos ahora los barriles, pongamos la mesa patas arriba y
traspasemos con la espada hasta el último matorral.
Maynard tomaba nota mental de cuanto oía: toda información podía serle
útil. Llegado al próximo calvijar, se convenció de que lo oído le había salvado,
siquiera por el momento, la vida. Se encontraba en la explanada donde se celebrara
la reunión de la víspera. Todavía quedaban ascuas bajo el caldero del ron, y, en el
extremo opuesto, eran visibles dos tumbas recién cavadas: la de Basco y la del
bujarrón. Ante los vestigios de tierra y arena removidas por doquier, ¡cuán
tentador hubiera sido añadir un nuevo, pequeño montículo a aquel desorden!
Cruel sorpresa y atroz dolor, sin embargo, cuando, ovillado y asfixiándose en la
oscuridad, la espada, en su sondeo, se le hubiera hincado en la carne.
Prosiguió la escapada dejando atrás el calvero de los bujarrones y el de las
prostitutas para, rebasadas las letrinas, avistar la choza de Beth. Allende ese punto,
el mar.
Conforme se acercaban, las voces no eran sólo más claras, sino más
concentradas también, pues, muy angosto de ese lado, el perfil de la isla comprimía
las filas y estrechaba el cerco.
Obligado a tomar una iniciativa, cortó una caña hueca. Se metería en el agua
y, sumergido boca arriba, respiraría por el carrizo al tiempo que hacía por alejarse.
Era posible que lo descubriesen, y, de ser así, le perseguirían, y, en tal caso, lo
atraparían, tras lo cual... ¡al demonio con todo! Salió en dirección a la playa.
Y, en ese instante, el cuerno: dos primeros toques, premiosos, como de
advertencia; otros dos; una pausa; y dos nuevos toques.
Pensando, por de pronto, que le habían descubierto, se dispuso a volar hacia
la playa. Mas las voces se alejaban, de improviso, hacia el norte.
Cauteloso, cuidándose de evitar las veredas, la vista atenta a los matorrales,
retrocedió en aquella dirección.
—¡Una nave!
—¿Dónde?
—Al sudoeste, con rumbo norte.
—¿Cómo es?
—De envergadura.
La voz de Nau:
—¡A los botes!
Windsor:
—No podéis dejarlo ahora.
Nau, enojado:
—¡Sujeta la lengua, si no quieres que te la corte!
Aunque nada veía, oyó Maynard las voces y las carreras de los que se
precipitaban hacia el abra. Volviendo al claro donde se levantaba la choza de Beth,
se deslizó hasta la playa y orientó la vista al sur.
Aunque el yate pasaba a una distancia de tres o cuatro kilómetros, su ola de
proa, rizada y reverberante al sol, informó a Maynard de que era grande y rápido:
demasiado grande para ser una embarcación deportiva, y demasiado rápido para
tratarse de una pesquera. Pero fue el color del casco, según la nave iba cobrando
forma sobre el verdiazul del mar, lo que llevó un ramalazo de esperanza al pecho
de Maynard: el blanco de la Guardia Costera. Y, a proa, un ancho cheurón rojo. El
barco navegaba hacia el norte costeando los bajíos y, a juzgar por su tren de
marcha, no andaba de paseo.
Sintió el impulso de correr a la orilla y hacer señales con los brazos, pero
una breve reflexión le aconsejó contenerlo. Habida cuenta de su curso, el barco
pasaría, cuando menos, a un kilómetro de la isla. El vigía del puente tendría la
vista puesta en los arrecifes, no en tierra. Quizá consiguiera, a fuerza de braceo o
de otros movimientos, o produciendo algún reflejo, llamar la atención de los
tripulantes; pero las probabilidades en contra eran demasiado numerosas y el
precio del fracaso, elevado en exceso: si erraba, el barco no volvería a pasar. Tenía
que emitir una señal inconfundible.
Rompió a correr hacía el norte siguiendo los senderos y sin cuidarse del
ruido que hacía: le animaba la loca esperanza de que todos se hubieran reunido en
la ensenada. Al aproximarse a ella, redujo la marcha y se deslizó entre la espesura.
Deteniéndose por fin, escuchó los sonidos que llegaban de la playa. Estaban
aprestando las pinazas para la zarpa. A punto de dar el paso que le permitiría
avistar el abra, oyó la voz de Nau:
—¡Hermosa captura!
Se le heló la sangre en las venas. Nau se encontraba a unos pocos pies de él,
del otro lado de un espeso matorral. Agachada la cabeza, espió entre el follaje. Nau
y Windsor estaban sentados en la ladera, examinando el navío por medio de un
catalejo de latón. De haber avanzado aquel paso, Maynard se hubiera dado de
bruces con ellos.
Windsor bajó el largavista.
—¡Es un navío de la Armada!
—Sí, y de buena planta. ¿Qué carga llevará?
—Ninguna.
—Pero sí municiones.
—No justifican el riesgo.
—No puede decirse lo mismo del barco. ¿No haría una magnífica almiranta?
—Déjate de chanzas.
—No me chanceo —replicó Nau.
—Entonces son sandeces.
—¿Qué dices que son, doctor?
Windsor aflojó:
—Eres un hombre valeroso. Un jefe que lo es no expone a su gente a una
muerte cierta.
—La sorpresa mengua la desventaja —dijo Nau, que había alzado el
catalejo—. ¡Una almiranta espléndida!
—¿Qué quieres? ¿Una guerra con los Estados Unidos?
—No guerrearán con fantasmas.
Windsor se disponía a extender sus argumentos; pero Nau lo silenció:
—Sosiégate. Navega a escape. No podría darle alcance.
—Como no se detenga —apuntó Windsor.
—¿Y por qué iban a hacerlo? ¿Para holgarse en la playa? Maynard hizo por
ver el barco, pero la espesura se lo impedía. Distinguía, en cambio, el pesado
zumbido de sus motores Diesel. Conjeturó que se hallaba a menos de dos
kilómetros. Suponiendo que navegase a razón de veinte nudos, disponía de tres
minutos.
Se alejó, sin volverse, de los matorrales, giró, luego, con cuidado de no tronchar
ninguna rama y se dirigió hacia el interior.
La señal no podía ser sonora: el runrún de los motores engulliría cualquier sonido
que no fuese el de una explosión. Había de ser visual. Una hoguera. A ser posible,
humeante. No tenía fósforos.
Ganó el calvero donde aparecían, diseminados, los despojos de la
celebración de la víspera: retazos de ropa, embalajes de licor, botellas que
conservaban la mitad de su contenido. Un delgado penacho de humo lamía el
caldero. Nada distinguió, sin embargo, capaz de inflamarse rápida,
espectacularmente. No era una fogata lo que precisaba, sino una deflagración,
como las de las fotos que daban cuenta de las algaradas callejeras de Newark.
Algaradas callejeras.
Inspirado por una imagen mental, puso manos a la obra, con eficientes
movimientos. Conseguidos una botella de ron casi intacta y un jirón de tela,
impregnó de alcohol el tejido y taponó con él la botella. Hincado de rodillas junto
al caldero del ron, removió la arena hasta encontrar ascuas. La improvisada mecha
prendió al instante. Se levantó de un salto y apretó a correr.
El zumbido de los motores era más audible: el navío debía de estar a la
altura de la isla.
Alcanzó a la carrera la explanada de los armeros. Había una mujer allí que
gritó al verle, mas él apenas se percató. Lanzado hacia el chamizo donde
almacenaban la pólvora, contrajo el brazo, arrojó la inflamada botella y se echó a
tierra, de bruces, protegiéndose la cabeza con las manos.
Oyó el chasquido de la botella y, por espacio de un angustioso instante, eso
fue todo. Su cerebro gritó: «¡Prende, maldita!» El ron se inflamó con un jush, a eso
siguió un chisporroteo indeciso y, por fin, un jump atronador y el latigazo lacerante
de la onda expansiva.
Incorporado, se encaminó, tambaleante, hacia la maleza. Y se abrió camino
hacia la ensenada.
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ISBN: 84-7178-333-9