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Abraham Valdelomar - La Mariscala - Biografia

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LA MARISCALA

BIOGRAFIA NOVELADA DE DOÑA FRANCISCA


ZUBIAGA DE GAMARRA

ESCRITA POR:

ABRAHAM VALDELOMAR PINTO


(Lima, 1914)

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TABLA DE CONTENIDO:

LA MARISCALA
Los padres, el nacimiento, las hermanas
Doña Francisca y Bolívar.- La sugestión de la gloria
La épica pareja
Las primeras victorias
Doña Francisca, Presidenta
El Vice-presidente La Fuente derrotado por la Mariscala
La jornada culminante
El último reducto, Arequipa
Un corazón español
Flora Tristán, la paria
Las dos mujeres
Muerte de la Mariscala
ANOTACIONES
FUENTES

2
LA MARISCALA

Doña Francisca de Zubiaga y Bernales de Gamarra, cuya


vida refiere y comenta Abraham Valdelomar, en la Ciudad de los
Reyes del Perú - MCMXIV.

OFRENDA:

A la Imperial Ciudad incaica, nido de cóndores y de


leyendas, hija predilecta del Sol, en cuyos palacios de
piedra y de oro se deslizó la vida de magníficos
señores; donde vive aún, a través de tantas desventuras,
junto a la dulce melancolía de las quenas, la indómita
soberbia de la Raza; a la Ciudad del Cusco, cuna de tan
gran mujer, dedica estas páginas, el autor.

A.V.

Esta Mujer nacida para grandes destinos, que en el ostracismo


entregara su espíritu a Dios, es una de las más completas figuras
en nuestra incipiente nacionalidad. Su vida fue corriente
tumultuosa de vibraciones sonoras, de inextinguibles energías.
Gobernó a hombres, condujo ejércitos, sembró odios, cautivó
corazones; fue soldado audaz, cristiana fervorosa; estoica en el
dolor, generosa en el triunfo, temeraria en la lucha. Amó la
gloria, consiguió el poder, vivió en la holgura, veló en la tienda,
brilló en el palacio y murió en el destierro. Religiosa, habría sido
Santa Teresa; hombre, pudo ser Bolívar.
¿Qué vida más hermética, qué castidad más pura, qué alma
más blanca que la suya en el Convento? ¿Qué fiereza más
arrebatadora y valor más temerario, y corazón más fuerte que el
suyo, atravesando Lima al frente de su ejército, bajo el fuego
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graneado de los orbegosistas? ¿Qué lamentaciones más femeniles
y bellas que las suyas, despidiéndose para ir al destierro? ¿Y qué
corazón más generoso que el suyo, haciendo un viaje a lejano
país, para recoger y adoptar al hijo del primer matrimonio de su
marido? En nuestra cortísima vida republicana, tan llena de
aventuras, donde se realizaron tantos hechos vituperables; donde
la historia de cada hombre es sucesión de voliciones inconexas,
sin método ni finalidad; en nuestra historia gubernativa tan llena
de desfallecimientos musulmanes y de violencias bárbaras, de
caracteres tan desiguales, de tan ilógicos métodos, tan absurdas
empresas, tan locos desvaríos; historia, que parece inspirada por
un dios inconsciente y paradójico; cuyas características han sido
la ambición frenética, el lucro temerario, la tropical molicie, la
acción prematura, la reflexión tardía y la desorientación mental,
brillan algunos espíritus grandes, y entre ellos el de esta mujer,
raro ejemplo de voluntad y de constancia, cuyos actos eran
concordes con un ideal definido, que no abandonó su fortuna a la
casualidad, que nada realizó al azar y que fue consecuente con
sus principios hasta en la hora definitiva de la muerte.

Los padres, el nacimiento, las hermanas

Don Antonio Zubiaga, español de Guipúzcoa, establecido en el


Perú, rico de hacienda y parco de carácter, contrajo matrimonio
con la dama cusqueña Doña Antonia Bemales, persona de
calidad, que brillara en su época en la capital limeña.
Viajaban, don Antonio y su mujer, camino al Cusco, cuando
ésta, fue sorprendida por los preliminares del alumbramiento y
llegando del pueblo llamado Huarcaray o Anchibamba, del
distrito de San Salvador de Oropesa, distante cinco leguas del
Cusco, dio a luz una niña que fue bautizada en Oropesa, con el
nombre de Francisca, teniendo por padrino a don Juan Pascual
Laza, paisano del padre. Esta niña nació en 1803 y tuvo más
tarde dos hermanas, Antonia y Manuela.

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A consecuencia de la guerra de emancipación, Zubiaga vióse
obligado a volver a España dejando a su joven esposa en Lima.
El salón de la señora Bernales abríase con frecuencia para cobijar
a la buena sociedad; reputáronse sus tertulias por las mejores, y
hacíanse con "música de viento", verdadero lujo en aquella
época.
Antonia, la segunda hermana de Francisca, era de un carácter
raro. Cuéntase de ella que padecía de "luna". Dominante,
irascible y altanera, las gentes de su casa la temían. Más tarde,
cuando la niña se transformó en mujer y dueña del hogar,
malgrado su misticismo, precisó su carácter altivo, orgulloso y
hasta cruel. Cuenta uno de sus nietos que para castigar a los
esclavos, hacíales amarrar desnudos junto a una escalera donde
los azotaban tan fuertemente, que sus hijas, consternadas por las
lamentaciones de los infelices, arrodillábanse ante la "señora"
para implorar, llorando, que cesase el martirio, y a veces éste era
tan inquisitorial que, cuando los azotes volvían "carne viva" el
cuerpo de los esclavos, hacíales frotar con neroniana fruición,
sobre las llagas, una mezcla de sal y orines, desesperante. Bien es
verdad —dice ingenuamente uno de sus nietos— que los criados
le hacían cosas graves. Una vez, por ejemplo, dio uno de ellos en
la rara manía de despreciar los alimentos y llenarse el estómago
con tierra. La señora le hizo poner un bozal con candado que sólo
se abría a las horas de comer.
Casó con un señor Rodríguez, y el tal debió ser de aquellos
filósofos serenos, cuyo espíritu, lejos de torturarse ante las cosas
irremediables, se conforta en la paz y la íntima contemplación.
Espíritu cristiano, débil para contrarrestar el exaltado carácter de
su mujer, concluyó por temerla. Y si al principio osó discutir,
pasado el año de matrimonio fue siervo complaciente de doña
Antonia. Un grito de ella bastaba para definir en él un estado de
alma. Por el más banal pecado de un esclavo estallaba una
tempestad doméstica; gritaba la ama, temblaban los criados,
plañía el autor de la catástrofe, atado a la escalera, bajo el
rebenque vengador, lamentábanse las chiquillas, una llama voraz
invadía la mansión. El bien marido encerrábase en su alcoba, y

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socráticamente hacíase leer "la muy loable vida de Fray Martín
de Porres", lectura que hacíale un adolescente, Miguelito Iglesias,
pupilo de ese matrimonio. Así, mientras el esclavo se retorcía con
los ardores de la sal, él conseguía un poco de paz para su corazón
de cristiano. El adolescente que leyera la vida de Fray Martín, fue
más tarde el Exmo. General don Miguel Iglesias, Presidente del
Perú.
La menor hermana de doña Francisca fue doña Manuela, que
con ser la flor más sensible del hogar de los Zubiaga, era digna
hermana de la Presidenta. Esta señora, que fue casada con don
Pedro Salmón, Administrador de la Aduana del Callao, también
dominó en su hogar como una reina, llegando a ejercer tal
imperio sobre su cónyuge, que por las mañanas, al salir a misa,
dejaba al marido encerrado y con llave, demorábase con
frecuencia más de lo que es prudente en quien, tiene en prisión a
tan importante personaje, y el pobrecillo esperaba a qué la buena
doña Manuela concluyera de conversar con las amigas y fuera a
darle libertad.
Esta ángel de Salmón murió, dejando a su viuda de sesenta
arios, la cual, según dicen, para distraerse del dolor de tan terrible
pérdida, embarcóse para Europa. En París se recluyó
voluntariamente en un convento de la rue Leonie, del cual salió
para marchar a Roma llevando un cofre con águilas de oro para
el Santo Pastor del Vaticano. El Papa recibió amablemente el
donativo, y gentes del Vaticano, a más de limosnas, le pidieron
dinero para fundar una obra pía en el norte de África. Además,
algunas onzas le costó conseguirse una zapatilla del Papa, un
vaso de cristal y unos pedazos de pan de la mesa donde Su
Santidad comía.
Creyendo que no había cumplido aún con Dios, fuése a
Palestina y Egipto. Visitó los santos lugares, e hizo largas y
penosas jornadas a lomo de camello. Fue luego a Lourdes y de
allí volvió directamente al Perú, trayendo consigo veinte o treinta
cajones de botellas de Agua de Lourdes. Esto dio lugar a que
enteradas las gentes de Lima de que en poder de la señora

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existían tales benditos recuerdos, la importunasen diariamente
con peticiones de la panacea.
Refiere miembro de su familia que doña Manuela, cuya casa
estaba en la Calle de San José, tenía una criada zamba, llamada
Fermina; y que con frecuencia se realizaba este diálogo:
—¡Fermina! ¿Quién llama a la reja?
—Vienen a pedirle a su mercé un poco de agua de Lourdes
para un enfermo grave de la vecindad...
—Y el enfermo ¿qué clase de gente es? ¿Es gente de
calidad?...
—No, niña; es un pobre del pueblo...
—Dale agua corriente del caño. La fe es la que sirve...
Tales eran las hermanas de nuestra heroína.1
Los primeros años de doña Francisca pasaron en el Cusco. En
medio de esa naturaleza espléndida, con el espectáculo perenne
de un cielo pensativo y hondo, al calor de leyendas y relatos,
oyendo las lamentaciones de la Raza, esclavizada entonces, su
espíritu fue modelándose taciturno y silencioso.
La Ciudad del Sol tiene un sello característico de recogimiento
y de melancolía. Diríase que la ciudad imperial lleva su dolor con
el mismo orgullo, noble y altivo con que muriera el último de sus
Incas. El tiempo habla en sus muros del pasado esplendoroso; el
Coricancha cobija dioses importados; toda su grandeza es ya
caduca; sobre los palacios graníticos, los templos deslumbrantes
y los jardines de oro, pasó asolador el vendaval de la conquista, y
desde entonces todo el espíritu de la Raza fue a vivir
herméticamente en cada uno de sus hijos.
Fue en este ambiente, entre los lirios que crecen sobre las
minas del Antiguo Perú, donde vivió esta rara flor, cuyas hondas
meditaciones silenciosas interrumpiera tal vez la roja violencia
del rayo, la monotonía de la lluvia y el ronco sonido trágico del
granizo. Y la niña fue meditabunda, grave, recelosa, altiva, hostil
a toda frivolidad. Zubiaga, su padre, desempeñaba un puesto de
1
El señor San Juan, escribió un artículo "Las tres Zubiagas" del cual he
tomado algunos de estos datos, era nieto de doña Antonia Zubiaga, la
hermana segunda de doña Pancha; fue poeta y escritor ameno. Murió en
1913.
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finanzas, y el Gobierno real lo hizo trasladarse a Lima. Dejó el
Cusco, fuése con su familia a la capital, y en llegando, Francisca
comenzó a recibirla educación más cuidadosa y elevada, "la
mejor que podía darse en esos tiempos". Tenía doce años en esta
época, su carácter se definía precozmente, y manifestó a sus
padres del deseo de hacerse religiosa. Ellos cedieron a la súplica
y la niña ingresó al claustro. Allí dio pruebas del más acendrado
misticismo. Parecía entonces en su verdadera ruta. El claustro
llenaba su vida, su afán espiritual placíase en ofrecerse a Dios a
tal punto que la niña empezó a martirizarse; castigando su
cuerpo, ayunando con frecuencia exagerada, imponiéndose penas
y privaciones, llegó a comprometer su salud a extremo tal, que,
por fuerza hubieron sus padres de sacarla a los diez y siete años.
La joven angélica reclusa lloró y suplicó, pero fue en vano. El
torno cerró se tras de ella una tarde, y una melancolía honda y
creciente la invadió desde entonces.
Había dejado la tranquilidad beatífica de su recogimiento, la
paz de sus blancos muros conventuales, el místico aroma de sus
jazmineros, la serenidad de sus oraciones, para ingresar a un
mundo donde campeaban, si bien la honestidad austera de su
hogar, aquel cúmulo de frivolidades que son el fondo de la vida
mundana. Su casa era visitada por lo mejor de su tiempo y el
hecho de ser Zubiaga español y su esposa criolla, hacía que en
sus salones se reuniesen, aún iniciadas las primeras campañas,
realistas y patriotas.
Mucho preocupaba a sus padres la resolución inquebrantable
de la mística criatura, de volver al convento. Para disuadirla de
tal propósito Zubiaga la pasea, da saraos, la hace viajar. Pero la
pobre flor se marchitaba, una melancolía infinita envolvía su
vida, nada le interesaba del mundo. Así pasó algún tiempo.
Zubiaga, por cuestiones de la guerra, hubo de irse a España.
Francisca y su madre volvieron al Cusco. Fue entonces cuando
comenzó a manifestarse la evolución que hacía tiempo iba
operándose en el alma de la pensativa niña. Un día Francisca
declaró a su madre que renunciaba al claustro. Alborozada la
señora volvió con ella a Lima. El General Gamarra la pidió en

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matrimonio y éste se realizó la víspera de que el patriota
cusqueño saliera para la batalla de Ayacucho. El desposado era
viudo de doña Juana Manuela Alvarado, argentina, natural de
Jujuy que muriera en 1813.
El matrimonio con doña Francisca se efectuó en 1824. Esperó
la joven desposada que el elegido volviera del campo de batalla.
Vencedor Gamarra en Ayacucho, dirigióse al Cusco, donde tuvo
un recibimiento pomposo, siendo nombrado, poco después,
prefecto de ese departamento. Entonces mandó llevar a su
esposa, la cual hizo viaje por tierra desde Lima. Salio él con
brillante comitiva a recibirla hasta Apurímac, y en el pueblo de
Zuriti, de la provincia de Anta, se velaron, pues no eran sino
desposados; allí se deshojaron las flores del naranjo y la
prometida del Señor pasó a ser la esposa del joven Gamarra.
Todos los pueblos del Cusco celebraron esta boda. Gamarra era
cusqueño como su bella esposa. Laureles de victoria ceñían su
frente, era la autoridad del departamento, y se unía con la belleza
más prestigiosa de él. Hubo pues fiestas en todas partes,
manifestación de júbilo público, entusiasmo desbordante. Y bajo
tales auspicios comenzó esta faz de la vida de Francisca Zubiaga.
Gamarra estaba orgulloso de ella.
Era doña Francisca, mujer de extraordinaria hermosura. Su tez
admirablemente blanca; una mirada de águila, intensa,
inteligente, inquisidora, salía de sus ojos pardos "en los cuales
relampagueaba el orgullo". Parece que todo su espíritu, todo su
encanto, el poder sobrenatural, la fascinación que ejercía en los
que la trataban, residía en aquellos ojos de los cuales dijo Flora
Tristán que la conociera ya en la ruina: "Como Napoleón, todo el
imperio de su belleza estaba en su mirada; cuánta fiereza, cuánto
orgullo y penetración; con aquel ascendiente irresistible ella
imponía el respeto, encadenaba las voluntades, cautivaba la
admiración!".
"Boca pequeña de blanquísimos dientes, y labios fuertemente
rojos; cabellera larga, sedeña, entre castaña y rubia y formas de
esbeltez y flexibilidad encantadoras... Su nariz era larga, la punta
ligeramente respingada; las partes huesosas y los músculos

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fuertemente pronunciados, tenía una enorme cabeza rodeada de
largos y espesos cabellos, que descendían muy abajo sobre la
frente, sus movimientos eran muy graciosos pero traicionaban
constantemente la preocupación de su pensamiento, y su toilette
de dama hacía el más extraño contraste con la dureza de su voz,
la austera dignidad de su mirada y la gravedad de su persona. El
ser a quien Dios ha dado tales miradas no tiene necesidad de la
palabra para mandar a sus semejantes". Tal era Francisca Zubiaga
por los tiempos de su destierro, cuando su belleza había sufrido
el embate de campañas y fatigas, cuando su espíritu había
probado todas las amarguras.
Don Antonio Zubiaga, su padre, volvió de España,
encontrando a su hija casada. En grave aprieto viéronse sus
parientes para darle tal nueva. Pero, después de rodeos, le
manifestaron claramente que su hija se había desposado con el
General Gamarra, un vencedor de Ayacucho, un gran patriota...
—¡Patriota! ¡Patriota! —exclamó el de Guipúzcoa, indignado
—. ¡Prefiero que me digan que se ha muerto! Y en efecto, parece
que jamás vio con buenos ojos tal enlace, ni aun en los tiempos
de la Presidencia de Gamarra, pues, según refieren, no perdía
oportunidad para renegar de su yerno, por el cual conservó
siempre aversión marcada.

Doña Francisca y Bolívar.- La sugestión de la gloria

Doña Francisca para llegar al apogeo de su grandeza, parece


que aprovechó de todas las fuerzas que pudieron serle favorables.
Alma razonadora, lógica y de clara visión, sus voliciones siempre
fueron hacia el triunfo. El más insignificante detalle era para ella
una batalla por librar y vencer. Cada uno de sus actos, era el
eslabón de una fuerte cadena tendida entre ella y su destino.
El matrimonio con Gamarra, nos lo comprueba, claramente.
No es lógico suponer que quien demostró siempre voluntad de
acero, abandonara el camino místico por una razón sentimental
extraña a su carácter. En la vida que iba a abrirse para el Perú, el
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porvenir era de los capitanes; y los elementos de triunfo, la
astucia, el valor y la ambición. Por eso cuando se resolvió a dejar
los claustros, eligió, entre sus múltiples cortejantes, a Gamarra,
general inteligente, audaz, bravo, intrigante, de pocos escrúpulos,
apuesto, y de ambición desmedida y temeraria; quién, a pesar de
todo, jamás habría culminado sin la colaboración de doña
Pancha, por muchos conceptos superior a él.
Queriendo el Libertador Simón Bolívar, conocer la ciudad de
los Incas, y habiéndosele manifestado de ella el deseo vehemente
de que hiciera tal, emprendió el viaje el héroe. Grandes y
magníficas fueron las fiestas que se organizaron en el Cusco.
Levantáronse arcos triunfales, cogiéronse todas las flores de los
huertos, y ardieron en entusiasmo los ánimos. Un día el
Libertador apareció ante la ciudad inmortal. Brillantes cabalgatas
escoltáronle, la más selecta sociedad fue a recibirle, y las gentes
más distinguidas del Cusco acordaron enviar una comisión de
damas para que lo saludase y le ofreciera una guirnalda de
brillantes. Esta comisión "de bellezas tentadoras" fue presidida
por doña Francisca Zubiaga de Gamarra; la distinguida matrona,
en el tablado especial, con tal fin levantado, saludó en un
discurso a Bolívar y puso sobre sus sienes la corona de brillantes
que la ciudad del Cusco le ofrecía.
Aquella noche se dio un baile a Bolívar, quien obsequió a doña
Francisca la corona; la llevó la dama durante la fiesta y con
discreción exquisita, terminada ésta, la devolvió al Libertador.
¿Qué extraña sugestión ejerció aquel suceso en la vida de la
dama? Aquel destello de gloria, aquellos clarines triunfales,
aquella atmósfera sobrenatural que rodeaba a Bolívar,
deslumbraron el espíritu de la joven mujer. Parece que desde
entonces su espíritu que ya había conocido los halagos del
triunfo, sintió la necesidad de la gloria y a buscarla se dedicó
aquella voluntad invencible, aquella inteligencia clarísima.
Respecto a este suceso escribe una minuciosa pluma: "La
hermosa americana señora Francisca Zubiaga de Gamarra invitó
al bello sexo para hacer una corona digna de ceñir la frente del
ilustre hijo de Caracas, cuya planta iba a tocar las baldosas de la

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Ciudad imperial; y esa invitación fue aceptada con tal ardor
patriótico, que cuatro días después el maestro platero Casso y
Contreras engastaba seiscientos brillantes en una rueda de oro".
"Las monjas de Santa Teresa enviaron mandaderas en pos de
recaudo para fabricar unos escapularios y una banda, y el Cabildo
Eclesiástico acordaba el regalo de una cruz valiosa. Las calles del
tránsito desde San Sebastían a la Ciudad, adornadas como un
verdadero altar, conservaron, según relato, por largo tiempo, el
aroma de los perfumes derramados a los pies de Bolívar. Alzóse
un tabladillo en la plaza principal donde esperaba la comitiva de
señoras presidida por la Zubiaga, quien con palabras de patriótico
afecto, puso la corona de brillantes sobre la cabeza de Bolívar,
corona que fue rodando hasta los hombros del guerrero, pues esa
cabeza, grande en ideas, era pequeña de forma, y la corona salió
excesivamente holgada".
"El Cabildo Eclesiástico cumplió, y el Canónigo Florido, de
pie en la nave principal de la Catedral, puso al cuello de Bolívar
la cruz de oro y piedras preciosas. En la noche se dio un baile
oficial en el que rivalizaron las joyas más valiosas con lo más
granado de la sociedad cusqueña. La primera contradanza que
bailó el Libertador en aquella fiesta fue con la señora Manuela
Gárate de Usandivaras, y en seguida, sacándose la corona de
brillantes que lucía en el brazo, la regaló a la cusqueña más
hermosa y más inteligente, que, sin disputa, era la Zubiaga de
Gamarra".
Después de esta escena de su vida, doña Francisca comienza a
mostrarse ella, íntegra, completa, su vida se ha definido; ya no
caben dudas en su destino. Comienza a manejar la pistola, el
florete; practica la equitación. Asiste a los espectáculos más
varoniles; se apasiona por la riñas de gallos, apuesta; le place el
trato de varones; le interesa poco el de las damas, y comienza a
ser el brazo director en los destinos de su marido. Ve de cerca el
desastre de la Patria, la anarquía la hiere, la dilapidación la
indigna, y resuelve intervenir en los destinos de su país; es
necesario que su marido sea presidente y ha de serlo. Ningún
prejuicio es bastante fuerte para detenerla. Y se lanza, viril,

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audaz, ardorosa, llena de fe y de valor, en una ruta por la cual
ninguna, antes o después de ella se lanzara. Y comienza su vida
de campaña; ya no es la monja que quiere servir al Señor en las
esterilidades apacibles de los claustros; es la capitana patriota que
desea gloria, dominio, una vida más vasta. ¡Y se lanza!

La épica pareja

Para realizar sus propósitos, Doña Francisca, necesitaba la


colaboración de un hombre capaz de secundarla. Así eligió por
compañero de su vida, "al más insignificante entre todos sus
cortejadores", según el concepto ajeno, pero el más útil según su
criterio. Había menester un hombre que hiciera reales los sueños
de su imaginación exaltada, asumiendo papeles que ella, por
razón de su sexo, no podía asumir. Realizado el matrimonio,
Gamarra fue su más leal servidor, y en ello están de acuerdo
todos los historiadores.
No era Gamarra un necio, ni un cobarde, ni un patán, como se
ha dicho y repetido tan a menudo. Lejos de eso. Hijo de don
Fernando Gamarra, y de doña Josefa Petronila Messía, había
nacido en el Cusco el 27 de agosto de 1785. A los catorce años
ingresó a la carrera de las armas, sirviendo en los Ejércitos reales
e interviniendo como tal en el levantamiento de 1814 y 1815, a
lado del General Goyeneche. En 1818 se le quitó la dirección de
su tropa, destinándosele como contador interino de Rentas en
Puno. En 1820, intentó una conspiración contra el gobierno real,
de acuerdo con los tenientes coroneles don José Miguel Velasco,
don Mariano Guillén y otros, pero "no se les pudo comprobar el
hecho" en el expediente que se les siguió. Desde entonces
Gamarra fue mirado con desconfianza por el virrey, más a pesar
de ello, poco después, el Brigadier Canterac lo llevó a Lima,
siendo Gamarra Comandante del Batallón Unión Peruana o
Cusco. Llegó a Lima con sus tropas en 3 de diciembre, y el
Virrey dando crédito a denuncias, y creyendo a Gamarra de
acuerdo con los patriotas, le quitó la dirección de aquéllas, pues
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se le acusaba de participación en el paso del "Numancia"; y, para
desagraviarlo le hizo su ayudante de campo, puesto que dejó para
ponerse francamente al lado de los patriotas, presentándose el 20
de enero de 1820 en el cuartel de Huaura donde San Martín. En
el interregno de esa fecha hasta su matrimonio en 1823, ganada
la primera faz de la campaña de la independencia, fue nombrado
General de Brigada por el presidente, Mariscal Don José de la
Riva-Agüero. Casóse la víspera de partir a la batalla de
Ayacucho. Era astuto, desconfiado, inteligente; encontraba
siempre una razón para disculpar sus actos más temerarios.
Poseía, como ninguno el arte maquiavélico. Su doctrina y
métodos eran los de San Ignacio. Para él todos los medios eran
buenos, lo que importaba era el fin. Sabía poner oídos de
mercader a los asuntos que le mortificaran. Enérgico, no se
desanimaba jamás ante la adversidad. Había conocido muy de
cerca a todos los capitanes de su época desde Bolívar hasta
Pezuela. Fue sin duda el mejor militar que tuvo el Perú
independiente. Sobre los caudillos de su tiempo tuvo una gran
ventaja: el talento y carácter de su mujer.
Doña Francisca, como he dicho, después de la entrevista con
Bolívar, entró resueltamente a la lucha. Ordenada, metódica y
lógica, para hacerse capitana comenzó por educar su cuerpo.
Dedicóse con vehemencia a la esgrima, manejó con admirable
maestría la pistola, se hizo la mejor amazona de su época, nadie
la aventajaba en el gracioso arte de la natación. Placíale el
cigarro y no tomaba jamás alcohol. Ya en el comienzo de sus
campañas vistió las ropas militares y se cubría con una capa
española. Así un día, en la vieja ciudad de sus abuelos, resuelto
su destino, la extraordinaria pareja, con los marciales atavíos y
con la capa cruzada, sobre piafantes potros de largas colas y
pródigas ancas, arrogante, magnífica, tendió su penetrante mirada
por la extensión silenciosa y honda de sus serranías. Y debió ser
épico aquel grupo. Poético símbolo del espíritu de su tiempo, que
se encarnaba en aquella pareja. Esos cóndores salían del Cusco,
iban a subyugar pueblos, a dominar voluntades, a suscitar
envidias, a castigar calumnias, a cautivar corazones, a dar la

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victoria en los combates y a ser dueños y señores de la nueva
república. Tal como en otros días la primera pareja de quechuas
bajará desde el cerro legendario para fundar el imperio más
extenso y magnífico de América. Debieron acoplarse los pumas
en la selva. Y los cóndores deslizando en el azul sus enormes alas
negras debieron girar inquietos, tejiendo fantásticas coronas
sobre las cúpulas y los muros inmortales de la ciudad de piedra,
mientras el Sol, orgulloso de los nuevos hijos, brillaba regocijado
en sus metálicos arreos.

Las primeras victorias

El Gobierno de La Mar encargó, al General Gamarra, que se


hallaba en el Cusco, marchar al Alto Perú para consolidar la
independencia de Bolivia, sobre la que pesaba la constitución
vitalicia del Mariscal de Ayacucho. En esta campaña, la señora
Gamarra resolvió acompañar a su marido. Sus hijos habían
muerto pequeños, su hogar era su esposo. Conocía perfectamente
la política del Perú y la capacidad de sus caudillos, y preveía
sucesos favorables. Necesitaba estar allí para encauzarlos. Y por
primera vez apareció la dama como guerrera. ¡Tenía veinticinco
años!
Durante la campaña fue la más admirable compañera de
Gamarra. Vigilaba el aprovisionamiento, la alimentación de los
soldados. Daba órdenes, recibía informaciones. Era la primera en
la labor y la última en el descanso. Así el ejército fue acercándose
ala frontera, y viendo que el encuentro tardaría en realizarse,
separóse unos días de Gamarra y realizó un viaje a la Argentina,
para recoger al hijo del primer matrimonio de él. De vuelta al
campamento acordóse en el ejército peruano invadir la vecina
república y, doña Francisca seguida de un batallón y veinticinco
lanceros de su escolta, tomó la plaza de Paria. Nada pudo detener
su avasallador entusiasmo. Su épica figura produjo el fanatismo
en las tropas, que la seguían, desafiando peligros. La toma de

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Paria trajo por consecuencia la capitulación de Piquiza, en la cual
el Perú impuso condiciones que aceptó Bolivia.
En ese tratado que se celebró el 6 de julio de 1828, entre don
José María Pérez de Urdinea, general en jefe del Ejército
Boliviano y encargado del mando de la República, y don Agustín
Gamarra, General de División de los Ejércitos de la República
Peruana, y Jefe del Sur, se convenía en que saliesen de Bolivia
los colombianos. Se convocaría al Congreso Constitucional en
Chuquisaca, el cual recibiría el mensaje y aceptaría la renuncia
de Sucre, nombraría un Gobierno Provisorio y una asamblea
nacional que revisara, modificara o anulara la Constitución. Esta
fue, como es sabido, la causa de la guerra con Colombia, la cual
había de dar lugar a que Gamarra surgiera, más de prisa y
fácilmente de lo que esperara.
La inspiración de este famoso tratado se atribuye en mucho a
doña Pancha, nuestra heroína, así como se le atribuye, con todo
fundamento, el haber intrigado en el ejército vencedor para que
su marido fuera, como lo fue, proclamado Gran Mariscal de los
Ejércitos Nacionales, después de la victoria. Así, fue ella quien
decidió el premio, que por otra parte, ratificara el abúlico señor
Salazar. Podía la indómita estar satisfecha, el triunfo favorecía,
esta vez, al Perú y a Gamarra. Pero aún faltaba hacerlo
Presidente. Era necesario no perder tiempo. La ocasión era
brillante. Precisaba aprovechar todas las oportunidades, vencer
todos los obstáculos, no tener muchos escrúpulos. Había ante
toda otra consideración, un compromiso que cumplir, un ideal
que realizar, satisfacer un vehemente afán. ¿Quién era
presidente? La Mar. Era necesario derrocarlo. Y doña Pancha, la
Mariscala, volvió al Cusco.
Allí ocupábase en su correspondencia. Estaba en relación con
las gentes más poderosas, con las más audaces, con las de menos
escrúpulos. La Fuente, Bermúdez, Elizalde, Eléspuru, Tristán y
todos los hombres que sólo esperaban un instante para surgir a
primera fila. Gamarra fue llamado al Norte para defender el
territorio contra Colombia. La Fuente que se hallaba en Arequipa
fue llamado a Lima, y al partir ambos, todo hace creer que

16
llevaban un acuerdo tácito, como se verá luego. En tanto doña
Pancha en el Cusco, dominaba; tenía a sus órdenes, las fuerzas de
Cuartel.
Sea por los temores que infundiera Gamarra, o por intrigas
locales, o por simple espíritu de indisciplina, una noche se
sublevó la guarnición del Cusco. La soldadesca enfurecida
bramaba en el cuartel como jauría hambrienta, pidiendo a gritos
su vida. Súpolo a tiempo doña Pancha. Sus allegados le
aconsejaron huir y hasta le facilitaron la fuga. Pero ella se resistió
con indignación. Huir era una cobardía; huir de los mismos
soldados a quienes había llevado a la victoria. Y además, perder
para siempre, tal vez, sus expectativas. Sería una caída
vergonzosa. Vistióse con sus marciales atavíos de guerra, echóse
sobre los hombros la clásica capa española, calóse su kepís, tomó
su fuete, y sola, serena, resuelta, se presentó en el cuartel
sublevado. La sorpresa hizo enmudecer el bochinche. Dio un par
de fuetazos sobre una mesa, descubrióse y se mostró tal cual era,
clavando la mirada en los oficiales y dominándolos con su coraje
y varonil apostura. Satisfecha del desconcierto que había
causado, dijo a los soldados:
—¡Cholos! ... ¿ustedes contra mí?2
La Mariscala estaba magnífica. Sobre su audacia de valiente,
triunfaba su belleza de mujer. Entonces, en el corazón de esas
bravas y sencillas gentes, hubo un momento de conmovedora
emoción. Recordaron a su heroína en el combate. Detrás de ella
fueron a la muerte y encontraron la victoria. Ella había curado a
los camaradas agonizantes, había lavado sus heridas, enterrado
sus cadáveres, vigilado su sueño. Con ella había compartido
fatigas, sed, dolores; ella era el calor en la tienda, la confianza en
las jornadas, el entusiasmo en el combate; la hermana cariñosa; la
taciturna madre que velaba, el jefe sagaz que dirigía. Y el
corazón indio y caballeresco de aquellos soldados se enterneció.
Doña Pancha miraba inmóvil, erguida, soberbia. Un grito resonó
en el cuartel:
—¡Viva la Mariscala! ¡Viva la Mariscala!

2
Textual
17
Ella sabía lo que era un ejército, conocía íntimamente a los
soldados. Aquel arranque de fidelidad nacido al fuetazo de su
mano y a la luz de su mirada, necesitaba ser regado con un poco
de oro para robustecerse. Sin agregar palabra sacó su bolsa,
arrojó muchas monedas y salió.
El motín estaba sofocado.

Doña Francisca, Presidenta

En tanto que el Mariscal Gamarra hacía, al lado del presidente


La Mar, la deplorable guerra con Colombia, doña Pancha se
radicó en Arequipa. Desde allí dirigió aquella notable intriga que
había de culminar con la expulsión de La Mar en Piura y
deposición de Salazar y Baquíjano en Lima. Tan comentada fue
la rebelión de Gamarra contra La Mar, que llegó a acusarse a
aquél, de haber permitido pérfidamente el desastre de su ejército,
para desprestigiar con la derrota al Director de la Guerra, ante los
jefes y oficiales. Además, al mismo tiempo que ocurría en Piura
la expulsión de La Mar, La Fuente echaba del poder, en Lima, al
vicepresidente Salazar y Baquíjano. Conviene recordar que la
opinión reclamaba un sucesor para La Mar, que la guerra contra
Colombia era atribuida por los más doctos, a una cuestión
personal entre éste y Bolívar, y que, por fin, los pueblos sentían
cierta aversión al afán bélico de los caudillos. Se creía que La
Mar no era propiamente peruano: estaba muy fresco el recuerdo
de Bolívar, cuya personalidad comenzaba a atacarse con descaro;
fresca estaba también la memoria de los excesos y altanería de
los soldados colombianos en el Perú y Bolivia.
El Congreso cedió a la presión y nombró Presidente de la
República al Gran Mariscal don Agustín Gamarra, y
vicepresidente al General Antonio de La Fuente, el 1° de
setiembre de 1829, disposición que ratificaron los pueblos el 19
de diciembre del mismo año. El periodo de gobierno era de
cuatro años. La Fuente comunicó a Gamarra su exaltación y el
nuevo gobernante emprendió viaje a la capital para tomar
18
posesión de su cargo. Doña Pancha, desde Arequipa, escribió a
La Fuente, ordenándole que le preparase alojamiento en Lima,
para presenciar la entrada de su marido, que era su propia
exaltación, y éste "preparole una casa regia, sin pararse en gastos.
Muchas partidas del presupuesto —dice un historiador— fueron
para comprar vajillas de plata labrada".
La sociedad de Lima recibió con los brazos abiertos a "la
presidenta" y el 25 de noviembre de 1829 a las cinco de la tarde,
entró triunfalmente en la vieja capital el nuevo gobernante. La
Ciudad de los Reyes, colmó de atenciones y honró su entrada;
acompañándole en el desfile, con una larga fila de calesas, sus
más brillantes personajes, "cortesía que se hacía no a él sino a la
Zubiaga, que había venido expresamente, de Arequipa, en la
corbeta Libertad". Gamarra se ciñó la banda y la pareja se instaló
en el palacio.
Entre las fiestas con que obsequió a la Mariscala, hubo una
función teatral cuyo programa decía:
"En celebridad del feliz ingreso a esta capital de la Exma.
señora Doña Francisca Zubiaga de Gamarra, nuestra amable
Presidenta, ha dispuesto la Empresa exhibir tres funciones cívicas
dignas del objeto a que se dedican y en los días siguientes.
Viernes 25, primero de Pascua.
Se dará principio con una Loa encomiástica desempeñada por
toda la Compañía en general, análoga, en el asunto, a tan loable
recibimiento; la que por su aparato, extraño estilo, música e
invención nada común, esperamos que merecerá el aprecio de
nuestros favorecedores.
En seguida se representará el superior drama en dos actos,
titulado: El hombre singular o Isabel 1ª de Rusia.
A continuación se desempeñará por la pareja de baile el minuet
de Corte con gavota. Seguidamente habrá un primoroso
intermedio de canto y se dará fin con el gracioso sainete:
El duelo y el baile a un tiempo".
El ideal de la infatigable dama estaba realizado. Era "la
presidenta". La única dueña del Perú. En adelante ella sería la
voluntad directriz, el único juez, el custodio más fiel de los

19
intereses de su marido. Todos los escritores están acordes en que
ella fue el alma del gobierno. El señor Vargas dice: "la voz de
Gamarra se sobrepuso a las leyes, y a Gamarra le imponía
silencio su mujer". Flora Tristán escribe: "Vino al poder después
del General La Mar, la República estaba en el más deplorable
estado; las guerras civiles deshacían el país en todas direcciones;
no había un peso en el Tesoro; los soldados se vendían a aquellos
que les ofrecían más; en una palabra, era la anarquía con todos
sus horrores. Esta mujer educada en un convento, sin gran
instrucción, pero dotada de un sentimiento recto y de una fuerza
de voluntad, poco común, supo gobernar este pueblo
ingobernable hasta para el mismo Bolívar, pues en menos de una
año, el orden y la calma reaparecieron, las facciones estaban
apaciguadas, el comercio floreciente, la armada volvía a tener
confianza en sus jefes, y si la tranquilidad no reinaba aún en todo
el Perú, al menos la mayor parte gozaba de ella. Doña Pancha
parecía, por su carácter, estar llamada a continuar la obra de
Bolívar, y lo habría hecho si su envoltura de mujer no hubiese
sido un obstáculo".
"Doña Pancha —agrega— no tenía más deferencia por el
Congreso, que Napoleón por su Senado Conservador. Ella le
enviaba con frecuencia notas de su puño y letra, sin hacerlas
siquiera firmar por su marido. Los ministros trabajaban con ella,
le sometían los actos del Congreso y de la administración; ella
leía todo, borrando los pasajes que no le parecían bien y
reemplazándolos por otros; su gobierno, pues, fue absoluto en
presencia de una organización republicana. Había hecho grandes
servicios, su amor al bien público inspiraba confianza, fundó un
orden de cosas estable, hizo prosperar al Perú, y habría sido una
reina si antes de afectar la suprema autoridad se hubiera dedicado
a asegurarse para siempre en el poder".
Una de sus raras virtudes era saber representar la comedia con
oportunidad. Así como en el claustro supo ser la primera reclusa,
y en el combate el primer soldado, así supo ser la dama
distinguida de los salones palaciegos. "El gasto anual del palacio
ascendía a 38,476 pesos y lo explicaba la soberbia mesa de doña

20
Francisca". Durante su residencia en él poníase todos los días un
nuevo par de medias de seda y otro de zapatos de raso, que luego
eran obsequiados a la servidumbre. Otro tanto hacía con su ropa
interior de finísima batista de hilo. Su guardarropa era fabuloso,
sus cofres riquísimos, y en cuanto a sus exquisiteces en el vestir,
se verá oportunamente la descripción que de ella hace Flora
Tristán, amiga suya.
En un principio la Presidenta fue recibida con entusiasmo por
la sociedad de Lima, que "veía en ella una mujer que con su
inteligencia dignificaba a su sexo y con su alta posición
aumentaba la influencia de éste en los asuntos del Estado". Pero
poco a poco fue decayendo este sentimiento hacia ella. Los que
no tuvieron la nobleza varonil de atacar al Gobierno de Gamarra,
heríanla cobardemente. Se inventaron contra la dama las más
torpes calumnias, se le señalaban amantes, hacíase circular
caricaturas deshonestas, y se levantó, al final, la muralla de la
más decidida y violenta oposición. Bien es verdad que ella, lejos
de sentirse humillada acrecentaba su orgullo, castigando con su
propia mano muchas veces a los miserables, y tan cruelmente,
que tales sanciones no hacían más que restarle simpatías. Al
terminar el tercer año de su gobierno, su despotismo había sido
tan duro y opresor, tan pesado su señorío, el yugo tan doloroso,
había humillado tantos espíritus, "herido tanto amor propio", que
una ola hirviente se levantó contra ella.
Entre las muchas anécdotas que se refieren, hay dos que dan
clara idea de una importante faz de su psicología. Ya hemos
dicho que para amores y galanteos tenía el corazón helado. Decía
una vez a uno de sus jefes, que concibiera por ella pasión
vehementísima:
—¿Para qué necesito yo su amor? Su brazo, sólo su brazo me
hace falta. Vaya Ud. con sus suspiros, sus palabras sentimentales
y sus romances donde las chiquillas. Yo no soy sensible sino a los
suspiros del cañón, a las palabras del Congreso y a los aplausos y
aclamaciones del pueblo cuando paso por las calles".
Refiérese que un día, habiendo tenido noticia de que el Castillo
del Callao estaba en malas condiciones, se dirigió a él, seguida de

21
un pelotón de su escolta y se presentó. Rindiéronsele los
acostumbrados honores presidenciales, presentáronsele las armas,
revistó la presidenta las fuerzas; mas, al pasar sorprendió la señal
equívoca que hacía uno de los jefes a otro, refiriéndose a ella con
cierto donjuanismo. Volvió la dama y cruzo con su fuete varias
veces, la cara del insolente, dándole luego un revés que lo hizo
caer entre las patas de su caballo, ante la absorta e inmóvil tropa.
Luego dijo:
—¡Así castiga la presidenta a quienes se atreven a faltarle el
respeto!
Y salió, soberbia de orgullo y de coraje. El oficial fue dado de
baja.
En otra ocasión llegó a sus oídos, por intermedio de dos
oficiales, que un tercero se vanagloriaba ante ellos de haber
merecido el afecto y favores del corazón de doña Francisca.
Sonrióse ella aparentando no dar importancia a tal suceso• y no
se habló más de ello. Algunos días después, doña Pancha invitó a
comer en su comedor privado a los tres oficiales. Durante la
comida la Presidenta estuvo más espiritual que nunca. Al llegar a
los postres, se dirigió al supuesto amante y le dijo:
—¿Es cierto, capitán, que usted ha dicho que ha sido mi
amante? Estos señores me lo han dicho y espero que usted lo
desmienta, porque si es falso, usted y yo vamos a darles el
castigo que merecen, y si no, yo y ellos se lo daremos a Ud...
Tan brusca fue la pregunta y tan poco limpia debía tener la
conciencia el capitancillo, que palideció sin tener qué responder.
Entonces la Presidenta ordenó a los otros que lo cogieran de pies
y cabeza, y desnudo el cuerpo, el presuntuoso recibió por la
propia mano de doña Pancha una regular azotaina y ella le dijo
mientras lo zurraba:
—Si no ha sido usted mi amante, lo castigo por mentiroso; y si
lo hubiera usted sido, por haberlo contado y por mal caballero...
Sabia lección para el menguado. Mas si era dura y cruel con
los malsines, era en cambio generosa y hasta pródiga con sus
leales a todos los que, generalmente militares, supo recompensar
con largueza.

22
El Vice-presidente La Fuente derrotado por la Mariscala

De las catorce revoluciones que amenazaron la estabilidad de


su gobierno, Gamarra vióse obligado cuatro veces a resignar el
poder y marchar a sofocarlas. Las dos primeras veces le sucedió,
desde el 26 de setiembre hasta el 9 de diciembre de 1829, y desde
el 4 de setiembre de 1830 al 16 de abril del 31, el vicepresidente
General Antonio Gutiérrez de La Fuente, que esta vez fue
reemplazado por don Andrés Reyes, presidente del Senado. La
tercera, don Manuel Tellería, desde el 28 de setiembre al 31 de
octubre de 1832. La cuarta, Campo Redondo, desde el 25 de julio
al 3 de noviembre de 1833.
En la segunda ausencia de Gamarra, se realizaron graves
sucesos en los que cupo toda acción y responsabilidad a la
Mariscala. Se trataba de una conspiración "del ejecutivo contra el
ejecutivo", único caso, tal vez, de la historia de América. La
Fuente quiso aprovecharse la ausencia de Gamarra y su estancia
en el Cusco, para repetir, seguramente, la poco brillante hazaña
que realizara contra Salazar y Baquíjano, y, antes y en más
vergonzosa manera, contra el Presidente Riva-Agüero. Doña
Pancha lo conocía perfectamente, sabía cuán desleal, intrigante y
ambicioso era La Fuente, puesto que había intrigado con él. Así
pues, la Mariscala resolvió no dejarse enredar en sus tramas y
antes bien, deshacerse de tan peligroso personaje. Las
disposiciones de la Presidenta fueron sin duda algunas
temerarias, pero eficaces. Del mismo manifiesto que escribiera
La Fuente se desprende la verdad de los hechos, que pasaron en
la forma que voy a relatar, tomando casi todo de la relación del
Mariscal La Fuente.
Agonizaba agosto de 1830, cuando el Presidente Gamarra fue
noticiado de haber estallado una revolución en el Cusco.
Inmediatamente hizo llamar al vicepresidente a quien informó de
los sucesos, en presencia de su esposa y varios jefes y oficiales.
Inquietábanle mucho los enemigos que tenía en Lima y prueba de
23
ello eran la excesiva vigilancia y las visitas nocturnas que hacía
de noche a los cuarteles, acompañado de la Mariscala. Partió
Gamarra dejando el poder en manos de su sucesor legal y de un
gabinete respetable. Recomendó a todos prudencia y celo y fue
acompañado por La Fuente, hasta una legua de distancia. Nada
parecía turbar la serenidad relativa del ambiente y menos aún las
relaciones que el nuevo gobernante mantuviera con la señora
Gamarra y sus partidarios.
Pero he aquí, que al día siguiente de la marcha del Jefe del
Estado, fue detenida y abierta en presencia de doña Pancha, la
correspondencia dirigida a La Fuente, de Arequipa. Fue al decir
de éste el Coronel Escudero, el ejecutor de tan punible exceso. La
Fuente protestó ante Gamarra, que no dio oídos a tal reclamo.
"En tanto —dice La Fuente— conocí que otra persona quería
tomar pare en los negocios de la administración: que le
desagradaba la línea de conducta que yo me había propuesto, y
que alucinada por las atenciones debidas a su sexo y a su rango,
pretendía someter a su influjo las decisiones del gobierno. No
pude plegarme a las complacencias que degradarían mi carácter
como hombre público: mas procuraba guardar la mejor armonía
con esta señora y evitar que trascendiesen estos nuevos motivos
de disgusto".
Afirmaba La Fuente que la señora Gamarra no lo combatía por
creerle desleal, sino por haber éste dado un decreto que destruía
un negociado de harinas cuyos ocultos especuladores eran doña
Pancha y el General don Juan Bautista Eléspuru, prefecto de
Lima, negociación que debía realizar un comerciante alemán
Pfeiffer, el cual había monopolizado la existencia del precioso
artículo que vendía a precio fabuloso, amparado por el decreto
que prohibía la importación. La Fuente derogó tal decreto y
afirmaba, con pueril ingenuidad, que ése era el motivo por el cual
se le creía conspirador y enemigo de Gamarra.
"Esparciéronse —dice— lo más absurdos rumores, sobre mis
miras ocultas de contrariar los planes del General Gamarra. No
hay un habitante de Lima que ignore las torpes maniobras de que
se echó mano con este motivo; en fin, el desorden llegó hasta el

24
extremo de obligarme a decretar la separación de la Junta
Departamental, convertida ya en ciego instrumento de las intrigas
de Eléspuru y de su aliada".— "Mi tolerancia dio nuevas armas a
mis enemigos. Eléspuru empezó a atacarme del modo más
grosero en los papeles públicos, valiéndose de la pluma del
colombiano Ayala. Nadie más que yo respeta la libertad de
imprenta. Pero en el caso presente, el abuso de la libertad de
imprenta era parte integrante de la conspiración que se fraguaba
contra mí en la Prefectura. Convencido de que allí se escribían
los artículos, se fomentaba el descontento público y se fraguaban
las calumnias más atroces contra el gobierno, tomé un partido
opuesto a mis sentimientos y a mis principios; di un golpe de
autoridad y Ayala salió del país".
"Todos estos chismes llegaban a mí por conducto del
General...... el mismo que después se alistó bajo la bandera de
mis asesinos. Un día —refiere— sin mi consentimiento y sin el
de ningún Jefe enviaron, Doña Pancha y Eléspuru, al Cusco a un
oficial del Batallón Zepita llevando pliegos. Súpelo: llamé al
Coronel Guillén y, aunque merecía un castigo severo por haber
suscrito a un acto tan inmoral, infrigiendo las leyes de la
disciplina, me limité a una simple reprensión. La señora indicada
tuvo entonces una explicación conmigo, me confesó que ella era
la única autora de tal exceso, intercedió por Guillén y respondí
con suavidad y decoro a los cargos mujeriles que me hizo y
procedían, como ella misma lo confesó, de las insinuaciones del
General Salas. Al salir de ésta hice venir a dicho general a mi
presencia; lo reconvine amargamente por su conducta pueril y
logré avergonzarle en términos que después de haberme referido
de su sobrina (Doña Pancha) hechos que nunca saldrán de mis
labios, me suplicó encarecidamente que jamás lo pusiera en
presencia de aquella señora".
No se sabría, a través de estas confesiones de La Fuente qué
condenar más, si su débil lógica o su malevolencia. Prueba de
que no era leal para con Gamarra es que la conspiración se
realizaba, que destituía a los partidarios de éste, que hostilizaba
en toda forma a los amigos del presidente, y que, por fin, negó a

25
Gamarra el auxilio de tropas que le fuera solicitado. Sin embargo,
poco después hacía una paz breve con doña Pancha. Dábale un
banquete, que la presidenta correspondió. Pero la paz no podía
alargarse demasiado. El Coronel Vidal llegó á Lima, enviado del
Cusco por el presidente, y bastó el hecho de que, como era lógico
se plegara al grupo de la presidenta para que La Fuente lo tomara
preso y lo echara de Lima. Entonces estalló doña Pancha, llamó a
La fuente y "le exigió con tono autoritario, el regreso del Coronel
Vidal a Lima, reclamándolo como individuo de su familia, por
ser edecán de su marido".
—"Sepa Ud. La Fuente —agregó— que yo no tolero
alcaldadas".
"Y reclamó tanto —dice— que no me sería posible referir la
conversación que tuvimos sin comprometer el respeto que se
debe al sexo y sin presentar en su triste desnudez los excesos a
que conducen las pasiones".
Así llegaron las cosas al 16 de abril de 1831 y para dar valor a
nuestro relato, citaremos la descripción que hace de tan notable
suceso, el historiador de Salaverry, Bilbao: "Se creía que La
Fuente procuraba, en ausencia de Gamarra, hacerse Presidente, al
menos éste fue el motivo aparente que se dio para llevar a efecto
el atentado que produjo la caída del Vicepresidente; pero
personas sensatas de hoy han demostrado lo contrario haciendo
ver que razones de una distinta especie fueron la verdadera causa,
tal como el de haberse prohibido, por la autoridad a la esposa del
Mariscal Gamarra, el uso de un poder que creía tener,
considerándose como la representante de su marido en lo
político. La obstinada y justa oposición de La Fuente a tan
extraña pretensión, dio alas a la Presidenta para forjar que el
Vicepresidente procuraba sublevarse contra Gamarra. Algunos
hombres de la administración creyeron en la farsa, creyeron
algunos militares, y animados por el espíritu varonil de la
conspiradora, se resolvieron a derribar a La Fuente.
"En efecto la noche del 16 de abril cayó repentinamente una
partida de tropa a la casa del Vicepresidente preguntando por él.
La señora de este General logró contener un momento al oficial -

26
que los mandaba, mientras que su esposo se libraba saliendo por
los techos. La partida rodeó la casa y al salir uno de los
ayudantes por las azoteas, la tropa creyó que era La Fuente y en
el acto gritó: —¡Ahí va! ¡Ahí va! y le descargaron algunos
fusilazos que produjeron la muerte del oficial".
La Fuente escapó a Chorrillos y de allí se dirigió a la corbeta
americana Saint Lewis surta en el Callao, de donde pasó una nota
al Congreso protestando de los sucesos. Pero —¡cosas de la
tierra!— el Congreso se dio a ignorante de lo que había ocurrido
en Lima y, como pasasen dos días sin Presidente de la República
eligió para ocupar la vacante al señor don Andrés Reyes,
presidente del Senado. Al día siguiente, el secretario prolijo,
pudo encontrar la nota de La Fuente, pero ya era tarde.
No pretendemos disculpar el atentado contra La Fuente. Pero
los antecedentes de aquél no le abonaban. La traición hecha a su
Presidente en Trujillo puede aceptarse hasta que fuera útil, pero
era simplemente una traición; convengamos en la vehemencia de
la dama, pero también aceptemos que La Fuente era muy capaz
de arrebatar el gobierno a Gamarra por cualquier medio. Tirantes
y muy agrias debieron ser las relaciones entre el Vicepresidente y
doña Pancha, pues al asumir el mando Reyes, Eléspuru hizo
publicar el siguiente gracioso decreto que importaba un saetazo
para la caída de La Fuente:
"El ciudadano Juan Bautista Eléspuru, General de los Ejércitos
Nacionales, prefecto del departamento de Lima, etc. Atendiendo:
1° A que la Augusta Asamblea se halla reunida conforme el
voto general de los Pueblos;
2° Que este día solemne debe celebrarse con las mayores
muestras de regocijo;
3° Que ha coincidido con este fausto suceso haberse
encargado, en cumplimiento de la ley, del mando supremo
provisorio de la República, el Excelentísimo señor Presidente del
Senado;
Decreto:
1° En las noches de este día y de los siguientes los vecinos de
esta capital iluminarán las puertas a la calle de sus respectivas

27
pertenencias, y se tocará un repique general de campanas a la
hora de costumbre;
2° En los tres predichos días se adornarán las habitaciones en
la parte exterior con colgaduras y banderas de los colores de las
repúblicas americanas, procurando la mejor y más vistosa
perspectiva;
3° Se celebrará en la Iglesia Matriz una misa solemne en
acción de gracias al Todopoderoso;
4° Se representará en el teatro de comedias, tres funciones de
buen gusto en las que se proporcionará al público un sencillo
entretenimiento.
Imprímase, etc.
J.B. Eléspuru
Mariano Antonio Zevallos

Convengamos en que la política, por aquellos días, si no era


más elevada y trascendental que ahora, por lo menos era más
interesante. ¡Mandar que la capital se volviera un fandango con
cohetes y música, repiques y colgaduras, por darle disgustos a un
individuo, es cosa espiritual que no se ve muy a menudo!...

La jornada culminante

Salvando graves obstáculos, a través de innumerables


vicisitudes, después de haberse alejado cuatro veces del gobierno
para batir a sus enemigos, llegó Gamarra los últimos días de su
gobierno constitucional. Agonizaba el año 1833 y el mandato del
Presidente; el horizonte se poblaba de nubes sombrías y
amenazadoras: por una parte estaban Gamarra y sus partidarios
—el elemento militar— y por otra el Congreso enaltecido con los
nombres de Luna Pizarro, Vigil, Quirós y Mariátegui. Gamarra
pretendía, si no quedarse en el poder, por lo menos tener un
sucesor que salvando las apariencias conservase la
preponderancia de sus elementos. La oposición, encabezada por
Orbegoso, pretendía una sucesión nacional.. Susurrábase un
28
golpe de Estado de los Gamarrrista; la oposición no se detenía en
sus ataques donde campeaba al lado de la violencia y de la
audacia, la perfidia. Más que con el Presidente, se ensañaban
contra su esposa. La calumnia imputaba los más horribles
crímenes a Doña Pancha: amantes, latrocinios, asesinatos.
Circulaban anónimamente, entre las sombras de la impunidad
más villana, caricaturas innobles.
Esta misma oposición en las postrimerías del gobierno
hicieron cavilar a los Gamarra. Convencida la Mariscala de que
había que defenderse bravamente para ser respetados aun en el
probable caso de una caída, resolvió con su marido y el Coronel
Bermúdez, llamar al Presidente del Congreso y manifestarle,
como lo hicieron, por boca de Gamarra, que él estaba cansado del
poder, que sólo el deseo de servir a la patria lo había obligado a
no abandonar antes un puesto tan delicado, que sólo por la paz
del país y la obediencia a la ley que lo nombrara Presidente había
tolerado el gobierno, y que estaba resuelto a no pasar del 18 de
diciembre —era el 1°—; que así lo haría saber a la Nación,
pasando con tal fin, una nota al Congreso. Así lo hizo
efectivamente. La Convención recibió la nota y con fecha 20 de
diciembre nombró Presidente provisional a don Luis José de
Orbegoso, quien debía jurar al día siguiente.
El nombramiento de Orbegoso fue un golpe para el gobierno
que esperaba ver nombrado, como fruto de sus maquinaciones, a
Bermúdez. Gamarra disponía del Ejército aun fuera del poder, así
pues, preparó el golpe de Estado que debiendo estallar el 3 de
enero, fue postergado, por delación, para el 4. El 3 debió ser
amarrado Orbegoso en una función teatral dada en su honor, pero
fracasado esto, el 4 en la mañana, un grupo del ejército disolvió
brutalmente la Convención Nacional, los batallones se
sublevaron y fue proclamado Jefe Supremo del Perú Don Pedro
Bermúdez. El flamante dictador era como un secretario de
Gamarra y un juguetillo dúctil, aunque inepto, de doña Pancha.
Orbegoso, que se hallaba en el palacio, salvó su gobierno por
un golpe de valor y sangre fría. Los castillos del Callao estaban a
las órdenes del Coronel Vargas, gamarrista, que debía rechazar su

29
autoridad reconociendo a Bermúdez. Orbegoso lo sabía. Mandó a
llamarlo y, ya en el palacio, le dijo que necesitaba su compañía
para ir a una empresa importante. Vargas sin peligro de ser
descubierto no podía negarse a la petición del jefe del Estado y lo
acompañó. El coche salió del palacio y a poco el cochero, muy
bien aleccionado, tomó la carretera del Callao, donde el
Presidente, sacando su pistola y poniéndola en el pecho de su
acompañante, le dijo:
—¡Usted es un miserable que me traiciona. Usted va a ir
conmigo al castillo!
Vargas no quiso responder. Llegaron al Callao y al castillo. Las
tropas viendo al Presidente con su jefe le presentaron las armas.
Entonces Orbegoso les preguntó si le reconocían como el Jefe del
Estado, nombrado por la Convención y si le prestaban
obediencia.
—¡Viva el General Orbegoso!
Tal fue la respuesta unánime. Vargas había fracasado. El
presidente le dijo:
—Este es el castigo que su traición merece. Vaya Ud. ahora a
juntarse con los miserables revolucionarios.
Y agregó a la tropa:
—Si hay alguno en las filas que no desee servir al lado mío
puede salir; le doy mi palabra de honor que lo dejaré en libertad.
Nadie respondió.
Ya Orbegoso era dueño del Callao, pero Gamarra, Bermúdez y
la Mariscala eran dueños de Lima. La dictadura estaba en plena
floración, y el 8 de enero se puso sitio al Callao por las fuerzas
del dictador.
El golpe de Estado produjo en Lima sensación honda y un
rechazo franco en la opinión. El cinco de enero se había dictado
orden de destierro contra Luna Pizarro, Presidente del Congreso,
Tenería, Zapata, Rodríguez, Piedra, Mariátegui, Macedo,
Arellano, Ramírez, Evia, Zavala, Jaramillo y otros personajes.
Lima apareció sombría y silenciosa. Desde el 4 no se tocaron las
campanas, las gentes no salían, el comercio se paralizó y un aire
de condena se respiraba. La Corte Superior que no quiso asistir al

30
recibimiento de Bermúdez ni aun reunirse en despacho, fue
amenazada por el Dictador. Los ancianos jueces amedrentados
cedieron, con la honrosa excepción del Dr. Santiago García
Paredes que se opuso tenazmente y salvó su voto. El Coronel
Vivanco, nombrado Prefecto de Lima, obligó a los Municipales a
saludarlo diciéndoles que si no iban los ponía presos. Fueron.
Respetable número de civiles a quienes se nombrara para
diversos empleos por Bermúdez, rechazaron el nombramiento,
ocultándose luego. Suspendiéronse las fiestas y paseos. No hubo
toros, "ni comedias ni fresquerías", tan grande fue la indignación
de los ciudadanos por el atentado. Al gobierno constitucional de
Gamarra sucedía una dictadura desenfrenada y bárbara, dirigida
por un militar sin valor ni derecho alguno ante la opinión. Y todo
aquel cúmulo de audacias era atribuido con fundamento a Doña
Pancha. Ella era la autora de los sucesos, ella conmovía el país,
ella quería seguir el reinado. Y la ola de indignación crecía y los
usurpadores iban quedándose aislados. Pero ni la Mariscala, ni
Gamarra, ni Bermúdez, ni Vivanco eran capaces de cejar. Antes
bien, sostenían el sitio, deportaban, perseguían, se organizaban y
no perdían un instante la vista del enemigo.
El cuartel de los sitiadores establecióse en "Chacarrilla".
Bermúdez pasaba el día en palacio conversando y discurriendo
sobre la situación con sus adeptos, pues nadie lo visitaba. Por las
tardes iba al cuartel a reunirse con Doña Pancha y Gamarra,
quienes para dirigirse allí se disfrazaban. Así —cosa curiosa—
mientras que Doña Pancha se ponía su vestido de hombre,
Gamarra, para no ser reconocido, se disfrazaba de mujer. Los tres
dormían en el campamento. Pasaron los días y se agravó la
situación para los gamarristas. Los soldados desertaban y se
pasaban a Orbegoso, la oposición rugía en Lima, el sitio era roto
a cada instante, el 24 de enero llegó a Lima la proclama del
General Nieto lanzada en Arequipa incitando a los pueblos contra
Gamarra y Bermúdez; y el 28 hubo una deserción definitiva: un
oficial Luján, se pasó con sus tropas a Orbegoso. Ya no era
posible esperar. Se pensó en la retirada. Y ésta fue heroica.

31
La Mariscala crecía con los reveses de la fortuna; el peligro la
exaltaba; el odio acrecentaba su valor, el orgullo su audacia. Es
en este momento de su vida cuando aparece más grande la
invencible luchadora. Su figura de mujer se transforma con la
bravura de su gesto; es una verdadera heroína que deja una hora
épica en nuestro pasado republicano.
Tal vez no hay en la historia de nuestras luchas íntimas, un
gesto más heroico, ni más poético, ni más hermoso. La figura de
aquella mujer extraordinaria que envuelta en su gran capa,
después de las fatigas de una larga campaña, lleva a sus soldados
bajo el fuego enemigo, que pasa ante la muerte desafiándola y
asombrándola con el cañón de su pistola, que ordena, corre, se
agita, ataca, mata, se defiende, pasa por la boca del infierno y aun
sostiene un combate para salvar sus provisiones militares,
impresiona, conmueve y entusiasma.
Aquella hora épica es digna de divulgarse con clarines de
victoria. ¡Qué importaba haber perdido un trono si quien tales
hazañas realizaba era capaz de recuperarlo! No hay en estos
tiempos figura más brillante y compleja, más legendaria y
original, más gloriosa, más íntegra, esa mujer era digna de un
trono; debió perdurar, sobre todo cuando entre los hombres que la
sucedieron no hubo muchos que usaran con más tino la autoridad
absoluta que la Presidenta.
La retirada debía hacerse a la sierra. La capital estaba perdida,
pues el pueblo esperaba minutos para atacar. Y era necesario
pasar por Lima, no sólo por ser la única retirada, sino para
proteger, librando un combate, la salida del parque que aún
poseían.
Al saber el pueblo que el sitio se levantaba y que los
gamarristas iban a retirarse, se dirigió a la Plaza de Armas en
franca actitud de desafío; se le dispersó a balazos; ocultóse
breves instantes para sacar armas, y a poco volvió batiéndose
bravamente.
En medio de esta confusión general, los disparos se sucedían
ensordecedores, caían los heridos, yacían no pocos cadáveres en
la plaza y el ejército sitiador se acercaba. Todo el pueblo se

32
preparó a la batalla. Como a las ocho de la noche llegaron
Bermúdez, Doña Pancha y Gamarra, a la cabeza de 550 hombres,
entre infantes y jinetes, sosteniendo un fuego graneado de todas
partes: torres, balcones, puertas y ventanas vomitaban fuego
contra ellos, que lo devolvían. Así llegó el ejército de Gamarra a
la Plaza de Lima, donde se distribuyó sosteniendo combate para
proteger la salida de sus cargas, hasta las 12 y 30 de la noche en
que no pudieron resistirse más pues los sitiados del Callao
llegaron. Salió entonces Doña Pancha a la cabeza de sus tropas
en medio del combate y abandonó la capital con los suyos. Poco
después entraba Orbegoso.
El combate duró en Lima desde las cuatro de la tarde hasta las
doce y media de la noche. En su retirada, iba a la cabeza de las
tropas, entre Bermúdez y el Coronel Vivanco, la Mariscala, y al
abandonar la capital, una bala dirigida al grupo, hirió a Vivanco
en el brazo. Doña Pancha iba con sus trajes de campaña, "con
gorra militar y capa de grana bordada de oro. Gamarra se les
reunió en Tarma, allí dejó a Bermúdez a la cabeza del Ejército y
partió con su esposa hacia el Cusco". Todavía quedaba por
librarse una gran batalla, la definitiva para la brava Mariscala.

El último reducto, Arequipa

La salida de la Mariscala, Gamarra y el ejército que les fuera


fiel, produjo grande entusiasmo en la capital. Los periódicos que
durante la revolución dejaran de salir, circulaban ahora,
multiplicados, y se ensañaban contra los caídos. Muchas de las
gentes que adularon a la Presidenta se convertían en los más
acerbos enemigos.
Pero, abandonada Lima por Gamarra, no todo estaba perdido.
Quedaban auxiliares poderosos, que manejados con prudencia,
podían resistir en el Sur. En el Cusco se supo la proclamación de
Bermúdez el 16 de enero y ese mismo día, el prefecto Bujanda,
fiel servidor y amigo de los Gamarra, hizo reunir a un grupo
notable de ciudadanos que firmaron un acta comprometiéndose a
33
sostener a Bermúdez. Entre otras firmas estaban las de Bujanda,
Rosell, Guevara, Torres, Mato, Cosio, Calvo, Galdos, Vargas,
Pinto, Fortón, Campana, Silva, Palomino, Calderón, Chaparro,
del Castillo, Montesinos, Orihuela, Béjar. En Arequipa Nieto se
opuso abiertamente a secundar a Bermúdez, y venció la
resistencia del General Salas. Pero Gamarra y los suyos libraron
rudo combate y Nieto fue obligado a dejar la ciudad, donde
entraron las huestes de Gamarra e127 de abril de 1834. Iban con
él Bermúdez, Doña Pancha, Escudero y todo el Estado Mayor de
la Revolución.
La estancia en Arequipa era insostenible. En tanto que
Gamarra iba hasta Arica en persecución de Nieto, su ejército
cometía en la bella y viril ciudad, toda clase ede excesos. Se
impuso a los habitantes una extraordinaria contribución; se
aprehendía a los ciudadanos por la más leve sospecha; nadie se
atrevía a transitar por la ciudad desolada. La indignación del
pueblo germinaba esperando sólo una oportunidad para
manifestarse. La soldadesca atropellaba a las gentes pacíficas por
causas fútiles, y a tal extremo, que comenzaron las más crueles
represalias. Los militares de Gamarra no podían ir solos por la
campiña sin ser asaltados y muertos por los labriegos. Un
soldado fue muerto de una cuchillada por un fraile de quien
exigía a viva fuerza, dos reales.
Un descontento general invadía todo el territorio ocupado por
los gamarristas, y se deseaba con ansia el triunfo de Orbegoso.
Por las calles, en el momento álgido de esta temeraria
imposición, llegaron a oírse los gritos amenazadores y audaces:
—¡Viva Nieto!
—¡Viva Orbegoso!
—¡Muera Gamarra!
La libertad parecía lejana. Nieto en Arica esperaba actuar
contra Gamarra, con auxilio de Orbegoso, ya en camino para
Arequipa. Los gamarristas quisieron atraerle con engaños,
asegurándole la derrota del caudillo constitucional y ofreciéndole
ventajas que rechazó indignado, y en vista de la situación,
solicitó auxilio de Santa Cruz en Bolivia.

34
Pero un suceso inesperado fue a cambiar el cariz de la
campaña. El domingo 18 de mayo dos compañías se desertaron
de parte de Bermúdez; el Mayor don Juan Lobatón, del batallón
"Ayacucho"; apoderóse de la Artillería y se pronunció en la plaza
con estos gritos:
—¡Viva Orbegoso! ¡Viva Nieto! ¡Viva la ley!
El pueblo odiaba a los soldados. El ejército era el foco de las
más viles pasiones y aunque traiciones y deslealtades, eran
moneda comente, el pueblo no creyó en la sinceridad de tal
pronunciamiento: lo tomó como una estratagema que hacían los
gamarristas para tener un pretexto y poder fusilar o deshacerse de
sus enemigos. Convencida de ello, la poblada se lanza contra los
amotinados y se produce una riña encarnizada y bárbara. Mueren
veinte entre paisanos y soldados, y con ellos el propio Lobatón.
Fue un error de los arequipeños, muy explicable. Arrepintiérosen
amargamente de su temeraria precipitación, pero tarde, porque
excitados los ánimos, deseosos de vengar tantos ultrajes, viendo
los cuerpos inertes de los civiles, obsesionados por la sangre, se
lanzaron sobre la casa que ocupaba la Mariscala, para saquearla y
matar a la dueña.
Doña Pancha ocupaba la casa de la familia Gamio. Había visto
acercarse la tempestad y serena, en tan horrible trance, no
teniendo manera de escapar, arrojóse desde los altos, por una
ventana, al patio de la casa vecina, donde se cobijó. Allí encontró
un vestido de fraile, y, disfrazada con él, pudo presenciar cómo el
populacho destruía su casa y la buscaba iracundo. Cuando el
pueblo convencido de no hallarla se dirigió a saquear otras casas,
ella atravesó la calle y buscó más seguro alojamiento. La
carnicería fue horrorosa aquel día, igualmente se mataba a los
amotinados como a los gamarristas leales, y, para perseguirlos,
según sus huellas hasta la campiña. Otras partidas se ocupaban en
buscar a doña Pancha, pues el odio se cernía más que sobre
Gamarra y Bermúdez, sobre la brava mujer.
Gamarra, sabiendo que Nieto se acercaba, entró nuevamente a
Arequipa, y allí se vio por última vez con la Mariscala, su mujer.

35
Clorinda Matto habla de que allí se produjo la escena que dio
fin al matrimonio. No tengo dato concreto sobre esta interesante
cuestión y por eso no me detengo a examinarla. Lo cierto es que
hubo ruptura definitiva. Gamarra se fue a La Paz y su mujer
convencida de que no era posible resistir en Arequipa, solicitó del
presidente de Bolivia que lo era Santa Cruz, que la acogiese en su
territorio. Santa Cruz tuvo el gesto poco generoso y caballeresco
de negarle tal permiso, conducta nada gentil en un Jefe de Estado
para con una dama prófuga y caída. En vista de ello doña Pancha
consiguió de don Pío Tristán, Jefe Militar de Arequipa, muy
amigo suyo, garantías para irse a Chile desterrada. Tristán se las
ofreció. La capitana, para librarse de las iras populares hubo de
salir oculta entre las sombras y disfrazada. Dirigióse a Islay, y allí
tomó el barco inglés William Rusthon, que la condujo al Callao y
luego a Valparaíso. Esta fue la última hazaña de la Mariscala.
Todo estaba perdido. Su hogar hecho pedazos, su porvenir
habíase esfumado, una grave y antigua enfermedad la asaltó con
inusitada violencia: la epilepsia; y el salto prodújole un tumor
interno. Así repudiada, destronada y enferma, llegó al Callao,
camino del destierro. ¡Y aún no se consideraba vencida!

Un corazón español

Cuando doña Pancha, perdido todo, se alejó de Arequipa,


dejando tras de sí muchas ilusiones deshojadas y glorias
marchitas; cuando en la desgracia definitiva probó el terrible
amargor de la ingratitud, cuando vio que de todos aquellos que la
rodearon en los momentos de grandeza, ninguno fue a agitar el
pañuelo en la orilla que se perdía; en medio de su dolor sereno,
encontró a su lado un espíritu noble, el generoso corazón de un
español, que le había dedicado gran parte de su vida, su
inteligencia, su acción. Era el Coronel don Bernardo Escudero.
Los dos iban a comer el pan en un país extraño.
¿Quién era Escudero? ¿Qué papel jugaba este caballero
español, en nuestras luchas civiles? ¿Qué amistad tan íntima, qué
36
servicios tan útiles le hicieron acreedor a la confianza de la
Presidenta, de quien era confidente y secretario? ¿A qué
sentimiento obedecía, la acción generosa y abnegada del español,
sacrificándolo todo por ser leal a la Presidenta? Nosotros
apuntaremos los datos recogidos: juzgue el lector. En tanto que
no haya una prueba definitiva y palpable, sobre esta amistad de la
cual tanto se hablara, y que fuera una de las acusaciones que se
lanzaran contra la dama, es innoble acusar y temerario emitir
opinión aunque ésta fuera razonada, si hubiese de herir en lo más
mínimo la reputación de una mujer.
Escudero era español, uno de estos tipos peninsulares en los
que el espíritu de aventura de los antiguos capitanes renacía
vehemente y cálido. Como Cervantes, manejaba la espada con
igual maestría que la pluma; como don Quijote iba a reñidas
campañas por el amor intangible de su amada; placíanle las
femeniles lides como a Quevedo; era apuesto y valiente como
don Juan; amó la aventura y el peligro como Pizarro; y supo ser
generoso y abnegado, como buen español. Periodista, soldado,
músico, comerciante; cuando no redactaba en la tienda las
órdenes de la Presidenta, o se batía al lado de ella en el combate,
cantaba seguidillas con la guitarra, en el campamento.
"Era —dice un historiador— instruido, caballeroso, despierto;
apto para la guerra como para la paz; alegre y de rica fantasía,
tenía una conversación llena de amenidad, que unida a su buena
presencia y modales finos, le atraían el afecto de los hombres y el
amor de las mujeres".
Y Flora Tristán: "Este hombre extraordinario era el secretario,
el amigo, el consejero de la señora Gamarra. Desde hacía tres
años ocupaba cerca de esta reina una posición de intimidad,
objeto de la envidia de una multitud de rivales. El estaba
dedicado a su causa, escribía para hacer prevalecer sus planes y
rechazar los frecuentes ataques dirigidos contra ella; combatía
bajo sus órdenes, la acompañaba en sus aventuras azarosas y no
retrocedía jamás ante las empresas audaces concebidas por el
genio de esta mujer y su ambición napoleónica".

37
Ligado el Coronel Escudero a doña Pancha, la siguió con la
misma lealtad en sus glorias y en sus desgracias, y sólo se separó
de ella, cuando como se verá, Dios recogió en su seno a la
heroína. Flora Tristán refiere una conversación que tuvo con
Escudero en Arequipa poco antes de la caída, y las opiniones que
éste le diera sobre la Presidenta. Por ella se juzgará del carácter y
modo de pensar de ambos.
—La señora Gamarra —dice Escudero— que es una mujer de
gran mérito, trabaja, ante todo, por consolidar el poder en sus
manos; su ambición viene constantemente a desbaratar mis
planes de bienestar general; más, devoto a su servicio, yo estoy
obligado siempre a luchar contra mí mismo.
—Yo he oído decir que usted tiene mucho ascendiente sobre
esta señora.
—Más que cualquier otro, sin duda, pero muy poco en
realidad. Cuando a fuerza de penas y de paciencia logró
modificar sus ideas, es un suceso del cual me considero dichoso.
Esta mujer tiene una voluntad de fierro, y tal, que la misma
adversidad no podría doblegarla. Toda resistencia la irrita y ella
está siempre dispuesta a triunfar por la fuerza. Debió ser una gran
reina en un país donde sus deseos no hubieran encontrado ningún
obstáculo; pero para reinar es necesario tener numerosos
partidarios; para conservar la autoridad es necesario usarla lo
menos que sea posible; mas la señora Pancha no lo siente así. No
se le puede hacer comprender que los medios empleados para
conquistar el poder, deben dejarse de lado cuando éste se ha
obtenido; y que con la anarquía de opiniones y el egoísmo que
reina en los peruanos, después de la expoliaciones de que han
sido víctimas es necesario tener por objeto especial, la protección
de las personas y propiedades, y conciliarse con todos los
partidos sin unirse con uno de ellos de unas manera exclusiva.
¡Ah, señorita Flora, yo me arrepiento de haberme comprometido
tanto! Hace tres años que sirvo a doña Pancha con mi pluma y
con mi cerebro y no he conseguido aún obligarla a adoptar
alguno de mis planes. Eso me desespera; y aunque su carácter
altivo y déspota me hace desgraciado, lo soportaría con

38
resignación si pudiera llegar a hacer el bien. No obstante, esta
mujer tiene mucha necesidad de mí para que yo pueda pensar en
abandonarla; yo debo trabajar hasta hacerla obtener una
autoridad incontestable; y si yo lo consigo, os juro que cambio la
pistola y la pluma por la guitarra, y tocaré sin miedo de ninguna
especie.
Caída doña Pancha, Escudero recibió proposiciones de Santa
Cruz que conocía sus méritos, pero el hecho de haber rechazado
éste en su Estado a doña Pancha, le indignó a tal punto que
desechó altivamente los ofrecimientos de quién, en su castellano
criterio, no era buen caballero. Nieto vencedor, lo solicitó para
que sirviese a su lado pero Escudero no era mercenario. Sin estar
desterrado iba al destierro y uníalo su destino al de aquella dama,
a la cual ligábalo un afecto hondo, sincero, inefable. ¿Amistad,
simpatía, admiración, amor?

Flora Tristán, la paria

Muy a menudo aparece en este relato el nombre de Flora


Tristán y es menester dar algunos datos sobre quien nos diera
tantos en su libro de la Presidenta. Gracias a Flora Tristán, que la
trató y observó con curiosidad, como a un rarísimo caso, se
conservan hoy multitud de detalles sobre la Mariscala. Ella nos
habla de su aspecto, de su voz, de sus trajes, de sus audacias, de
sus infortunios. Ella nos comunica cómo la Presidenta sufría
ataques violentos de epilepsia, cómo era amable y altiva, sensible
y domante, de original belleza y de aristocrático porte. Flora que
se encontró en Arequipa hasta pocos días antes de la caída de
Gamarra, refiere curiosos sucesos que dan idea de la época de
nuestro caudillaje, y en general es amena, clara y verídica,
aunque exagerada en sus escritos. Con frecuencia se equivoca al
hablar de determinadas personas, pero aquello es disculpable en
quien debió recibir muchas informaciones de personas
interesadas en desfigurarlas.

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Flora Tristán, sobrina de don Pío Tristán, nació en París; su
madre fue una dama francesa que durante la invasión huyó a
España, donde conoció a don Manuel Tristán, hermano mayor de
Don Pío. Enamoróse don Manuel de la gentil francesa y solicitó
su mano, pidiendo, al propio tiempo, permiso al rey, el cual le fue
negado. Optó por casarse sin él, privadamente; y en tal virtud su
unión fue nula en España; marchóse a Francia con su joven mujer
y allí el matrimonio por la Iglesia no tenía valor alguno.
Preparábanse a legalizarlo cuando murió dejando dos hijos, y
siendo Flora la mayor.
Creció la niña y, muerta su madre, separada de su esposo, con
el cual se casara contra su voluntad, quedóse con una hija.
Pensando en darle una dote, se propuso reclamar de su tío don
Pío, la fortuna que le correspondía, y con tal objeto vino al Perú y
a Arequipa. Tristán se portó villanamente con ella, pues aunque
la recibió en su casa y la tuvo a su lado algunos meses, el día en
que la sobrina le habló de sus derechos se los negó de plano.
Flora se indignó, tratólo duramente y abandonó la casa de su tío
para volverse a Europa. En Arequipa conoció a Escudero y a
muchos hombres de la época. De allí pasó a Lima donde tuvo
amistad con las más distinguidas gentes de su tiempo, y volvió
luego a París a reunirse con su hija que era aún muy niña.
Tenía Flora un gran talento, cultura sólida, exquisita
sensibilidad. Venía al Perú desde París, y aunque el cambio fuera
brusco, le gustó su patria, y apuntó los más insignificantes
detalles de su viaje. Vuelta a Francia, publicó su libro
Pérégrinations d'une paria, en dos tomos. Tierna, dolorosa y
sugestiva es la lectura de ese libro sincero y ameno; aunque un
tanto exagerado, cuyo estilo sencillo y la narración salpicada de
descripciones, comentarios, semblanzas y anécdotas, lo hace
agradable y de gran importancia. El libro publicado en francés es
la historia de su vida. Fue una Paria que jamás tuvo una hora de
alegría; juventud rodeada de privaciones; matrimonio infeliz;
viajes llenos de aventuras; perdida la fortuna que con derecho
reclamaba. Fue sin embargo un gran carácter y una férrea
voluntad.

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Doña Pancha que había llegado a saber de ella por. Escudero,
deseaba conocerla con vehemencia. En Arequipa no pudo
realizarse la entrevista pues Flora salió para Lima la víspera que
llegara doña Pancha con su marido, y, como veremos, se realizó
poco después. La pláctica de esas dos originales y tan distintas
mujeres es una de las más sabrosas notas de aquellas dos vidas.
Doña Pancha, varonil, guerrera, desterrada; Flora,
completamente, francesa y femenil, delicada, espiritual. Eran dos
flores de distinto perfume y clima; una era la flor roja,
espléndida, de aroma capitoso, de nuestras montañas milenarias y
exuberantes; la otra era la frágil flor de invernadero; ambas eran
sensibles a su manera, ambas luchaban por un fin determinado,
ambas habían caído; para las dos el matrimonio estaba
destrozado. Las dos deseaban verse, y se presentían; así en la
primera ocasión juntáronse esos dos polos. ¿Cuál sufrió más?
Doña Pancha fue atacada dos veces por un extraño y doloroso
mal y Florita salió enferma de la entrevista.

Las dos mujeres

Cuando el William Rusthon ancló en el Callao, llevando al


destierro a doña Pancha el primer deseo de ésta fue escribir por
intermedio de Escudero a Florita, manifestándole ambos que
fuese a bordo, ya que la Presidenta no podía ir a visitarla. Flora
se dirigió inmediatamente al Callao y al barco que llevaba la
preciosa carga. En la escala fue recibida por Escudero, quien le
manifestó una gran satisfacción al verla.
—Querido Coronel —le dijo en francés— ¿cómo se entiende
que después de haberos dejado hace dos meses vencedor y Jefe
en Arequipa os encuentre prisionero a bordo de esta nave y
arrojado de esa ciudad?
Escudero le explicó todo. Le dijo que él no estaba desterrado;
Santa Cruz, que no quisiera recibir en sus estados a doña Pancha,
le había rogado que fuese él, ofreciéndole facilidades; Nieto, por

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su parte lo había solicitado para que sirviese a su lado; estaba
libre, y agregaba:
—Usted comprende Florita, que la señora Gamarra, en su
desgracia, tiene derecho a mi lealtad; mientras que esta mujer
esté prisionera, desterrada, rechazada de todos, yo debo seguirla
en su prisión y en su destierro...
Conmovióse la Tristán y celebró su caballerosidad. A poco las
dos mujeres se encontraban frente a frente. Doña Pancha habló a
Flora con gran sencillez y serenidad, no parecía una mujer que
iba al destierro, sino a un viaje de placer.
"Prisionera, doña Pancha —dice la escritora— era todavía
Presidenta. Lo espontáneo de su gesto manifestaba la conciencia
que tenía de su superioridad. Como la cubierta estuviera llena de
gente, doña Pancha hizo un ademán, significando que deseaba
estar sola, y, como por encanto, se quedó desierta la toldilla".
¡Todavía la temían! He aquí cómo relata "la francesita" los
preliminares de la entrevista: "Ella me examinaba con una gran
atención y yo la miraba con no menos interés. Todo en ella
anunciaba a una mujer excepcional y tan extraordinaria por el
poder de su voluntad cuanto por lo elevado de su inteligencia.
Tendría 34 ó 36 años, era de mediana talla y fuertemente
constituida, a pesar de haber sido muy delgada; su figura, ante las
reglas con las cuales se pretende medir la belleza no era en
verdad bella, pero juzgando por el efecto que producía en todo el
mundo, sobrepasaba a la mejor belleza. Como Napoleón, todo el
imperio de su belleza estaba en su mirada; cuánta fiereza, cuánto
orgullo y penetración; con aquel ascendiente irresistible, ella
imponía el respeto, encadenaba las voluntades, cautivaba la
admiración!".
"Su voz tenía un sonido sordo, duro, imperativo; hablaba de
manera brusca. Tenía un traje en gros de la India, color ave del
paraíso y bordado en seda blanca; bajos de seda rosa de la más
grande riqueza y zapatos de satín blanco. Un gran chal de crepé
de China bordado de blanco, el más bello que yo he visto en
Lima y que caía negligentemente en sus espaldas. Tenía sortijas
en todos los dedos, aretes de diamantes, un collar de perlas finas

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de la más gran belleza, y debajo, pendiendo, un escapulario
pequeñito, sucio y muy usado. Viendo la sorpresa que yo
experimentaba examinándola, ella me dijo con tono brusco:
—Estoy segura, que usted, cuyo vestido es tan sencillo, me
encontrará bien ridícula en mi grotesco vestir, pero yo pienso que
habiéndome ya juzgado, ha de comprender que estos vestidos no
son para mí. Usted ve allí a mi hermana tan gentil, la pobre niña
no sabe sino llorar. Ha sido ella la que me ha traído la ropa esta
mañana; me ha suplicado que me la ponga y he accedido por no
disgustarla ni a ella ni a mi madre. Estas buenas criaturas se
imaginan que mi fortuna podría rehacerse si yo quisiera ponerme
trajes venidos de Europa. Cediendo a sus instancias me he puesto
esta ropa entre la cual estoy fastidiada, estos bajos son fríos para
mis piernas, y este gran chal me parece que se fuera a quemar o a
ensuciar con la ceniza de mi cigarro. Yo amo los vestidos
cómodos para montar a caballo, soportar las fatigas de una
campaña, visitar los campamentos, los cuarteles, los buques; ésos
son los únicos que me convienen. Hace tiempo que recorro el
Perú en todas direcciones, vestida con un largo pantalón de
gruesa tela fabricado en el Cusco, mi ciudad natal, con una
amplia chaqueta de la misma tela bordada en oro y con botas de
espuelas de oro. El oro me gusta, es el más bello adorno del
peruano, es metal precioso al cual mi país debe su reputación.
Tengo también una gran capa, un poco pesada, pero muy
caliente, que me viene de mi padre y que me ha sido muy útil en
medio de las nieves de nuestras montañas. Usted admira mis
cabellos—agrega esta mujer de mirada águila— querida Florita,
en la carrera donde me ha conducido mi audacia, la fuerza
muscular, ha sido menos fuerte que mi valor; mi posición ha
estado muchas veces comprometida; yo he debido, para suplir la
debilidad de nuestro sexo, conservar mis atractivos y servirme de
ellos, para armar, según la necesidad, los brazos de los hombres.
—También, grité yo involuntariamente, esta alma fuerte, esta
alta inteligencia, ha debido para dominar ceder a la fuerza brutal.
—Niña —me dice la expresidenta apretándome la mano hasta
hacerme sufrir, y con una expresión que no olvidaré nunca—

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niña, debe usted saber que es por no haber podido someter mi
indomable fiereza a la fuerza brutal, que usted me ve aquí
prisionera, expatriada, por aquellos mismos que durante tres años
me han obedecido.
Se indignó recordando la lucha. Un ataque de epilepsia cortó
momentáneamente la entrevista, y luego continuaron:
—Doña Pancha, los jesuitas han dicho: quien quiere el fin
quiere los medios, y los jesuitas han dominado la tierra...
Ella me mira largamente sin responderme y buscando también
de penetrar en mi pensamiento. Rompe luego el silencio con el
acento de la desesperación y la ironía, y dice:
—¡Ah Florita, su orgullo la hace abusar. Usted se cree más
fuerte que yo; insensata! Usted ignora las luchas cada vez más
fuertes que yo he tenido que sostener durante ocho años, las
humillaciones ¡oh! ¡las sangrientas humillaciones que he
soportado! Yo he rogado, adulado, mentido; he usado de todo; no
he retrocedido ante nada; y sin embargo, yo no he hecho
bastante! Yo creía haber llegado al fin donde debía cosechar los
frutos de ocho años de tormentos, de penas y de sacrificios, mas
por un golpe infernal yo me he visto derribada, perdida! ¡Perdida,
Florita! Yo no volveré jamás al Perú: ¡Ah! gloria, cuestas muy
caro. ¡Qué locura es sacrificarla felicidad de la existencia, la vida
entera por obtenerte, tú no eres más que un relámpago, humo,
nube, decepción fantástica, nada!... Y sin embargo, Florita, el día
que yo haya perdido toda esperanza de vivir, envuelta en esta
nube, en este humo, aquel día ya no habrá sol para alumbrarme ni
aire para que mi pecho respire y moriré.
Tal desolación, tanta amargura, dolor tan grande había en esta
mujer al pronunciar tales palabras, que Flora no pudo contenerse
y las lágrimas cayeron de sus ojos. Entonces Doña Pancha, le
lanzó el siguiente doloroso reproche:
—¿Tú lloras? ¡Ah! Bendito sea Dios. Tú eres joven, tienes aún
vida. Llora por mí que no tengo más lágrimas, por mí que ya no
soy nada, por mí que estoy muerta...
Y luego agregó, retorciéndose de dolor y de angustia:

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—¿Me crees exiliada para siempre? ¿perdida? ¿muerta tal
vez?...
No pudo concluir, un segundo ataque de epilepsia más fuerte
que el primero, la hizo desvanecerse, acudió Escudero,
trasladáronla a su camarote y, a poco volvió éste diciendo que era
imposible seguir hablando con ella. Tenía uno de los más fuertes
ataques de su vida. Flora Tristán bajó la escala, enferma, y así
terminó aquella entrevista de las dos mujeres más originales e
inteligentes que tuviera el Perú de aquellos días.
Al siguiente, trasladóse doña Pancha con Escudero y su
servidumbre al Jeune Henriette, que a poco levó anclas
llevándola camino del destierro, Flora vio como la nave se
alejaba en la vaguedad azul hacia un país extraño, y la siguió con
la mirada hasta que se perdió en el horizonte, para siempre, la
blanca vela tersa, como una ala de gaviota, llevándose aquel
espíritu genial que se desvanecía como una vaga nube de verano.

Muerte de la Mariscala

Hay un instante en nuestra existencia precaria, de máxima


sinceridad: la hora de la muerte. Cuando nuestro espíritu
presiente el insondable misterio, cuando el infinito se muestra a
nuestros ojos inexorable y sombrío, cuando la fe es el único
punto de apoyo en el naufragio de todas las cosas tangibles,
desaparecen los prejuicios que nos ataran a un mundo del cual
somos excluidos y con el cual ya no tendremos vínculos
ostensibles. Es la hora de las grandes claudicaciones. Los
espíritus más fuertes flaquean, se rebelan los débiles; en unos
vence el amor a la vida; otros son amargados por los recuerdos;
la mayoría se va entre pavorosos temores. Es la única hora en la
cual el espíritu se detiene ante la verdad, esgrime todas sus
armas, lucha en una batalla decisiva y fatal. Bastaría para
conocer el espíritu de los hombres, presenciar o saber los detalles
de su muerte. Casi siempre las últimas palabras, los últimos
gestos, son la historia lacónica y exacta de las vidas que pasan.
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La muerte de la Mariscala es la digna coronación de su vida.
La manifestación suprema de aquel espíritu fuerte, indómito y
sincero. Ningún temor fue a turbar el ánimo viril de la admirable
capitana. Sus ojos que lloraron de coraje no se enturbiaron con el
temor. Aceptó la lucha definitiva como un combate irremediable.
Sola, desoladamente sola, entregó su espíritu a la Eternidad. El
dolor fue su único amigo, pero lo llevó en un silencio sereno y
noble. Su generoso corazón evitó a sus leales un doloroso trance.
Cesó el póstumo latido y la heroína dejó de ser bajo un cielo
extraño. Su cuerpo frío e inerte fue a descansar bajo un suelo
donde no sonarían para ella ni los clarines de sus huestes ni los
gritos de victoria, ni las duras frases enemigas.
El Jeune Henriette que la condujera desde el Callao, al exilio,
llegó a Valparaíso. Allí instalóse la bella desterrada en una casa
regia. Acompañábanla el Coronel Escudero y su servidumbre.
Comprometióse su salud violentamente. El salto que diera en
Arequipa, habíale producido un mal, interno, grave. A sus dolores
físicos uníanse las torturas morales. El recuerdo de sus pasadas
glorias asaltábale en su aislamiento. La triste verdad irreparable
de su caída amargaba sus últimos días. La sociedad chilena la
recibió con desdén. Los peruanos residentes en Valparaíso no
quisieron verla, temiendo sin duda indisponerse con el nuevo
poderoso. Fue menester que la dama, cuando su dolencia
anunciaba un fin inmediato, se trasladase a Quillota, pero tal, en
vano. Sintió que se moría y a poco volvió a Valparaíso. Así
pasaron seis semanas. Un día, el 4 de mayo de 1835, el Mariscal
La Fuente tuvo la generosa acción de ofrecerle el médico de una
fragata peruana que acababa de fondear en el puerto. La
Mariscala lo aceptó, exigiéndole que le dijera cuántos días podía
vivir aún. El médico quiso resistirse, pero ella agregó:
—¿Podré vivir tres días más?
El médico no pudo engañarla y, obligado, repúsole que sólo un
día le restaba. Entonces la Mariscala sin mostrar turbación le
dijo:

46
—Bien. Hágame usted traer el Viático, sin lujo ni ostentación
alguna, porque ahora soy una pobre penitente y no la Presidenta
del Perú.
Ordenó que no se dijera nada a la servidumbre ni a Escudero.
El sacerdote llegó y puso en sus labios la divina forma. La
Presidenta dijo que nadie entrara en su alcoba hasta el día
siguiente, que se sentía mal y deseaba descansar aquella noche.
Sola, cambióse de ropa, vistióse toda de blanco, redactó un
lacónico testamento en el cual declaraba ser cristiana, y ordenaba
que su corazón fuese extraído y enviado donde su esposo, sin aún
vivía, y si no al Cusco donde su tío don Pedro Bernales, deán de
la Catedral; y que sus joyas se obsequiasen a su servidumbre.
Terminado que hubo, perfumó su habitación. Peinó con gracia
su cabellera, recostóse en un diván, cerró sus ojos serenamente, y
su espíritu voló hacia el hondo misterio como el último perfume
de una gran flor que se marchitara... Así mismo murió quien supo
hacer de la vida una página gloriosa. Las lágrimas no
enrojecieron sus pupilas ágiles, el temor no arrebató su sonrisa, la
agonía no deshizo los pliegues de su blanco ropaje ni la angustia,
despeinó aquella hermosa cabellera.
Fue un espíritu completo. Una voluntad fecunda. Una
inteligencia clara. Tuvo una ambición y un ideal y los realizó con
exceso: supo cumplir con su destino. Su corazón fue llevado al
Cusco por el Mayor don Luis La Puerta. Más tarde se exhibió en
los funerales del Gran Mariscal, su marido, en 1841. Muerto
Bernales, su custodio, fue depositado en el Monasterio de Santa
Teresa, en el Cusco, de donde ha desaparecido.
Sobre la vida de tan gran mujer se han forjado mil leyendas.
Sus audacias exaltaron la fantasía criolla. Hay todavía abuelitas
que relatan sus hazañas, haciendo revivir, con plácida fruición,
aquellas horas lejanas de sangre y de victoria, cuando la realidad
dolorosa de la Patria las hace recordar la vida de tantos capitanes
sepultos, de tantos heroísmos estériles, de tantos corazones
legendarios. Y en el desfile luminoso y áureo: los vibrantes
nombres de San Martín, Bolívar, Gamarra, Orbegoso, Salaverry,
Castilla y Piérola, pasa la Mariscala, deslumbradora, en su corcel

47
pujante, desplegada la capa y tendida sobre los paisajes de
nuestras cordilleras su mirada que tenía aquel fulgor extraño de
los ojos que han visto de cerca la Victoria.

ANOTACIONES

Doña Francisca Zubiaga de Gamarra. La notable escritora


cusqueña doña Clorinda Matto de Turner, insinuaba en su
biografía de la señora Gamarra, un deseo que mi trabajo no ha
podido llenar, deseo que, a mi vez manifiesto, haciéndolo
extensivo a que se escriba no sólo la vida de la Mariscala, sino la
de Clorinda Matto, joya de la literatura peruana.
Decía así la ilustre autora de Aves sin nido: "El narrar la
biografía de la señora que me ocupa, es pues una tarea muy
superior a mis fuerzas, por lo que dejando este cometido a otra
pluma más feliz, me honraré iniciando tan importante obra y daré
sólo breves apuntes históricos que pueden servir para la biografía
de la señora Zubiaga, tantos años esperada y deseada por los
hijos del Cusco y desgraciadamente por ninguno emprendida".
Los padres, el nacimiento, las hermanas. Tuvo la Mariscala, a
más de las dos mujeres, un hermano varón, que llegó a ser el
Coronel Zubiaga, del cual, por desgracia, no he podido conseguir
datos. Habla de él incidentalmente refiriéndose a la revolución de
Bermúdez, el Dr. M. N. Vargas.
La infancia, el monasterio, el matrimonio. A propósito de la
entrada al Cusco de la joven esposa de Gamarra, cuenta la señora
Matto un incidente que marca la evolución que se iba operando
en la rara dama: "La Villa de Urubamba convidó al señor
Prefecto [Gamarra] y esposa, a pasar unos días, y entre otras
fiestas se dio una corrida de toros. La falta de tropas de línea hizo
que los nacionales de Urubamba participasen del entusiasmo y se
hizo un despejo en el que emplearon en lugar de flores, escudos
de oro y plata. Terminada la corrida, la señora Gamarra hizo
llamar al Capitán que mandó el despejo, pues encontró en él un
joven digno del Ejército y no se equivocó. Se llamaba Mariano
48
de la Torre, quien no obstante la resistencia de su anciano padre
fue destinado en clase de Teniente al Regimiento del Coronel
Frías. Fue más tarde el Coronel La Torre, víctima de los
vencedores de Yanacocha y fusilado por Cerdeña en el pueblo de
San Sebastián siendo prisionero de guerra".
Refiere, en sus Memorias, el General Miller, un hecho curioso:
Gamarra entró en la ciudad del Cusco, el día de la Natividad del
Señor, de 1824, y fue recibido con vivas y aclamaciones. En una
gran comida dada por el clero de San Antonio en obsequio de los
generales peruanos, La Mar, Gamarra y Miller, al proponerse un
brindis por el último lo anunciaron haciendo una aplicación
atenta y obsequiosa, procurando probar que su llegada ala
antigua capital de los Incas realizaba, en parte, una antigua
tradición de la profecía recordada por el inca Garcilaso de la
Vega nacido en el Cusco ocho años después de la Conquista, así
como por Calancha autor de las Crónicas de San Agustín y por
Herrera en sus Décadas: "Deun ego testor mihi, á don Antonio de
Berreo afirmatum quemadmodud etiant et allis cognovi, quod in
praecipuo ipsorum templo inter alia vaticinia quae amissione
regni loquuntur et reges Peruaviae, ab diquo populo qui ex
regione quadam quae Inclaterra vocetur, in regnum suum rursus
introducantur".
O sea: "Declaro ante Dios que me aseguró don A. de B., así
como otras personas a quienes conocí que entre otras profecías
conservadas en su templo principal que hablaban de la
destrucción del Imperio, había una que aseguraba que en lo
venidero los incas o Emperadores o reyes del Perú serían
restablecidos en su trono por una cierta gente que vendría de una
país llamado Inglaterra".
Doña Francisca y Bolívar. Bolívar salió de Lima, para el
Cusco el 10 de abril de 1825, llegando a Arequipa el 15 de mayo,
donde se detuvo hasta el 10 de junio, llegando al Cusco el 26; allí
estuvo hasta el 26 de julio, fecha en la cual dejó a la Ciudad de
los Incas para dirigirse a La Paz, donde llegó el 18 de agosto de
1825. Tenía entonces el Cusco cuarenta mil habitantes.

49
La épica pareja. No siendo mi objeto escribir la historia de
aquellos días, sino relatar sucintamente la vida de la Mariscala,
no me he detenido a analizar las imputaciones que se hace a los
personajes, que por otra parte son contradictorias. El General
Mendiburu dice, en su Dicccionario histórico biográfico, de
Gamarra: "Fue uno de los personajes más distinguidos del Perú
como militar y como administrador muy honrado". Y el señor
Vargas en su Historia del Perú: "era bajo, intrigante, rastrero,
lleno de ambición y de envidia, las glorias de Sucre y Córdova no
le dejaban dormir". Y da, sobre su origen paterno, datos que
puede ver en la citada obra quien por ello se interese.
Las primeras victorias. - Doña Francisca Presidenta. No cabe
duda de que el golpe de Estado que diera La Fuente en Lima, y,
el de Gamarra en Piura, obedecían a un plan preconcebido.
Bastaría leer la correspondencia dirigida por Gamarra a La
Fuente, que existe publicada en la Biblioteca Nacional de Lima.
Cuando Gamarra volvía de Bolivia, después de la campaña
contra los colombianos, que sostenía en ese país la constitución
vitalicia, fue recibido en triunfo por La Fuente, en Arequipa;
poco después llegaba y era recibida con igual pompa, Doña
Pancha. La Fuente ofrecióles un banquete despidiendo a Gamarra
y su división que debían ir a reunirse con La Mar en el norte; allí
La Fuente, ofreció la fiesta con este brindis: "Brindó señores, por
el ilustrísimo General Gran Mariscal Don Agustín Gamarra, el
único y primer general peruano que puede hacer nuestra
felicidad; que con su presencia en el norte y a la cabeza del
Ejército nos traiga la paz". Como se ve, la actitud de Gamarra
para con La Mar no fue hija de una situación del momento,
puesto que el ejército que iba a guerrear con Colombia quería la
paz y que "volviera al frente de él", Gamarra.
Como se increpara a Gamarra que por negligencia o maldad no
había evitado el desastre del Portete, publicó un manifiesto
sincerándose. Decía entre otras cosas: "Cuatro mil testigos en el
Portete y aún mis propios enemigos son la salvaguardia de mi
reputación".

50
Dice un biógrafo de Gamarra hablando de su generosidad: "No
habría quien no recuerde que juzgados en consejo de guerra dos
capitanes como acusados de haber querido dar muerte al
Presidente de la República el año 32 la circunstancia gravante de
hallarse el uno de ellos de guardia en palacio y condenados a ser
pasados por las armas, el presidente les conmutó la pena en
destierro temporal alegando que por el mismo hecho de haber
atenido contra su persona debía y quería tratarlos con clemencia".
El historiador Vargas, cuya sinceridad comprueban en su libro,
a veces hasta la dureza, los adjetivos, y poco dado al elogio
injustificable, dice de la señora Gamarra: "Su honestidad difundía
a su alrededor la consideración y el respeto. En más estimación
tenía los honores del cuartel que las reverencias de los salones;
prefería una revista a un baile; un simulacro a una función lírica;
un banda a una orquesta. Ella impuso a la oficialidad la pulcritud
y la elegancia del uniforme, la finura del trato y los modales; y
para sentarse a su mesa tenían que pulirse más que para
presentarse al Estado Mayor".
La jornada culminante. Caída la Mariscala, todos los labios
que su presencia sellara abriéronse para anatematizarla. Los
periódicos de la época, que callaran durante la revolución,
desencadenaban sus iras viendo alejarse a la Capitana. Los
ataques eran al par que grotescos e innobles, calumniosos. Por
los siguientes sueltos tomados de los periódicos más autorizados
de la época se podrá juzgar. "Se dice que la Pancha se halla en el
puerto con su Escudero y en compañía de su Edecán; el asesino
Arrisueño. Este es el último ultraje que puede recibir esta
benemérita Capital si a semejante canalla se le deja ir
impunemente. ¡¡Venganza, venganza claman los manes de las
heroicas víctimas de Huailacucho y Porongoche!!".
"¡La Zubiaga, Escudero y Arrisueño entre nosotros!... ¿Y no se
ha empezado su juzgamiento? ¿Y no se ha dicho a la Nación
infamada, anarquizada, combatida y saqueada por ese infernal
lodo del que estos personajes hacen la parte más interesante: Van
a recibir el fallo de las leyes?".

51
"¡¡¡La Zubiaga!!! ¡Esa hidra horrible que recorría el 28 de
enero las rebeldes filas para excitarlas a la matanza del
indefenso pueblo!".
"¡Escudero, el español rapaz, el bárbaro mercenario".
"Arrisueño, el asesino aleve".
"Se remata en pública subasta los artículos que a continuación
se expresan pertenecientes a doña Francisca Zubiaga de Gamarra
en la casa de don Juan Elizalde, calle antes de la Pelota; a saber:
doce baúles que contienen un surtido de ropa riquísimo, unos
ricos mantos reales y diademas, sofáes, cómodas, mesas de
arrimo, silletas, mesas de cuadra, fanales, espejos, floreros, y
otros varios adornos exquisitos; un servicio completo de plata
labrada, un cofre de alhajas, tres retratos de Gamarra, etc.".
"Don Juan Elizalde, camarero de la Pancha Gamarra tiene en
su poder el equipaje y demás útiles de su pestilencia".
"Se dice que el ropero de Pancha Gamarra está metido en El
Chorrillo para que se olviden de él y también se dice que se
engaña cuando piensa así pues cada día se le tiene más presente y
se recuerda su finchazón con las charreteras mal adquiridas que
se puso".
"Se dice que de una casa arzobispal se ha sacado un cofre de
alhajas de bastante consideración".
En una información de El Telégrafo, uno de estos periódicos,
se lee: "Junio 19 (de 1834) — Bergantín inglés Guillermo
Ruston, procedente de Islay. — Conduce de pasajeros a doña
Francisca Zubiaga y don Bernardo Escudero con destino a
Valparíso; cuyo buque queda incomunicado por conducir a
Escudero y la Zubiaga hasta resolución del supremo gobierno".
En el mismo periódico se publica el 6 de marzo de 1834, la
siguiente burla canallesca para con la dama desterrada:

"Diálogo de Agustín Gamarra, Doña Pancha y Escudero:

Celos de Agustín Gamarra


con su adorada costilla
porque ahora de San Cordeles

52
ésta se muestra propicia".

Y al lado de estas innoblezas, se adulaba al nuevo amo:

"Yaravíes al triunfo de los limeños".

"Al día más memorable


que tuvo el Perú en su historia
cantemos himnos de honor
cantemos himnos de gloria".

"Por el héroe invicto


que hoy mandando está
que de los tiranos
nos supo librar".

"Por el pueblo augusto


que baña el Rímac
que arrojó valiente
al déspota audaz,
¡Patriotas, el mate
de chicha tomad!".

Si los versos eran malos, las intenciones no podían ser peores,


ni el servilismo más doloroso. Se llegó al extremos de atacar
hasta a las personas de familia de doña Francisca. Publicaba un
diario: —"Se dice que doña Antonia Bernales de Zubiaga (madre
de la Mariscala) ha tenido el atrevimiento de hacer agarrar a un
muchacho que vendía el papel titulado El testamento de Pando, y
diciéndole: —¡Ah pécaro. Yo te voy dar testaminto del Pando!,
lo amarró en el interior de su casa seguramente para no darle
chuño y que a merced de haber entrado uno de los Roquitos de
veseta, hizo largar al muchacho que daba grandes gritos. ¿Qué
tal, señores? ¿Puede darse mayor insolencia?".
Otro día: "Se dice que el señor Cónsul de las Provincias
Unidas del Río de La Plata fue en días pasados a bordo de la

53
barca inglesa "Henriette" a hacerle una visita de despedida a
Mesalina Emperatriz de Guatanay, Francisca Zubiaga de
Gamarra, acompañada de las señoras doña Natividad Pinillos de
Elésburro (Eléspuru) y la Duquesita doña Antuca Zubiaga y
también se dice que fue recibido con la mayor burla y tratado con
tanta grosería como insolencia por aquella mujerzuela".
El último reducto, Arequipa. Gamarra salió para Bolivia en la
noche del 27 de mayo de 1834.
Respecto de la ruptura de Gamarra con la Mariscala, me
refiere persona de insospechable veracidad, que la causa fue un
asunto privado y el responsable, Gamarra. En aquel incidente
definitivo la señora de éste fue tal vez, la que por una infidelidad
del Mariscal, provocó la ruptura.
Flora Tristán, la paria. Si la Mariscala fue la más notable
dama de su tiempo, no fueron pocas las mujeres de presidentes y
de políticos que en el Perú de esos días se ocuparan con
vehemencia de asuntos de Estado. Dice Flora Tristán: "Chaque
fois que je suis alleé á la séance (de las Cámaras) j'ai vu un grand
nombre de dames; toutes étaint en saya, lisaien un pournel, ou
causaient entre elles sur la politique".
El feminismo francés coloca a Flora Tristán en un lugar
prominente; se ha escrito mucho sobre ella y en una ciudad de
Francia —no recuerdo el nombre— tiene, la escritora peruana, un
sencillo monumento.3
La muerte de la Mariscala. Como se sabe, Gamarra murió
algunos años más tarde que su esposa, defendiendo el honor
nacional gloriosamente en la batalla de Ingavi, el 18 de
noviembre de 1841. Cuando se exhibieron sus restos púsose en el

3
El monumento se halla erigido en la ciudad de Burdeos. Una descripción
de él se hace en La Mujer Mesiánica: "una columna quebrada, a la que
rodea una guirnalda de hojas de encina, sostenida por una mano: la fuerza de
las clases trabajadoras... Al pie de esta columna grabadas en oro sobre
mármol blanco, se lee estas palabras: A la memoria de Madame Flora
Tristán, autora de la "Unión Obrera".—Los trabajadores reconocidos.
"Libertad, Igualdad, Fraternidad, Solidaridad".— La Mujer Mesiánica:
Flora Tristán, por Catalina Recavarren de Zizold, p. 17, Ediciones "Hora del
Hombre", 1946.— Nota del Editor: Luis Alberto Sánchez, 1988.
54
catafalco el frasco que contenía el corazón de la Mariscala. Sus
restos reposan en el Cementerio General de Lima en un mausoleo
frente al cual se eleva el de La Mar.
Una persona, cuyo nombre no me es dado publicar y que
nunca ha dicho mentira, privada, pública, política ni social, me
ha referido estos curiosísimos datos: "Hace más o menos veinte
arios, que me encontraba en una hacienda entre Lurín y Cañete,
donde conocía a un señor..., indio rico, ganadero, respetado por
allí, el cual comió conmigo, y a los postres me dijo: —Voy a
referirle a Ud. una cosa que jamás he contado a nadie: ¿Usted ha
oído hablar de Gamarra, el General? —Sí; murió en Ingavi... —
Pues bien, debe Ud. saber que no fue bala boliviana la que lo
mató. —¿Y Ud. cómo lo sabe?. —Porque fui yo quien le mató.
—¿Por qué? —Porque siendo joven, Gamarra me apresó, en una
leva que hizo para buscarse gente y como yo me negara a servir
en su facción me martirizó hasta dejarme exánime. Yo juré
vengarme cuando pudiera. Y el día de Ingavi, al comenzar la
batalla, y a los primeros disparos, yo, que estaba cerca, le
disparé".
Repárese en que fue muy comentada la muerte de Gamarra, y
el hecho de que éste muriera antes de entrar en la refriega. Y hay
personas que recuerdan haber oído el rumor, aún después, de que
Gamarra había sido asesinado por la espalda. Quien desee saber
el nombre del asesino, que por otra parte es perfectamente
desconocido, puede recogerlo en la misma fuente que yo lo he
recogido. El sujeto murió hace algunos años.

FUENTES

Clorinda Matto de Turner: Apuntes y biografías.


Flora Tristán: Pérégrinations d'une paria.
M. N. Vargas: Historia del Perú.
El Mercurio Peruano.
El Telégrafo.
55
Deán Valdivia: Revoluciones de Arequipa.
Bilbao: Historia de Salaverry.
M. A. San Juan: Las tres Zubiagas. (En El Ateneo).
Vivero y Lavalle: Gobernantes del Perú.
Mendiburu: Diccionario histórico biográfico.
Pruvonena: Apuntes para la Historia del Perú.
La Fuente: Manifiesto al Congreso de 1831.
Clorinda Matto de Turner. Tradiciones cusqueñas.
General Miller: Memorias.
El Genio del Rímac, El Veterano y La Revista Militar.
Del señor don José Carlos Bernales, Gerente de la Compañía
Nacional de Recaudación, es senador de la República y
descendiente de la madre de la Mariscala.
Del señor Don Manuel Vargas Quintanilla y Gamarra,
descendiente directo del Mariscal don Agustín Gamarra.
Del señor Dr. Don Nemesio Vargas, historiador.
Del señor don Emilio Gutiérrez de Quintanilla, Director del
Museo Histórico.
Del señor Don Andrés Avelino Aramburú, Director de La
Opinión Nacional, decano de los periodistas del Perú.
Del señor Enrique Gamarra Hernández, descendiente del
Mariscal Gamarra.
De la señora Doña Antonia Moreno de Cáceres, expresidenta
del Perú.
Del señor Don Carlos A. Romero, Conservador de la
Biblioteca Nacional de Lima.
De la señora Doña Carmen de La Puente y Cortez.

Algunos descendientes de los Gamarra. El Coronel don


Andrés Gamarra, único hijo del Mariscal tuvo larga
descendencia. Los datos referentes a esta rama de los Gamarra
me han sido ofrecidos de una parte por don Manuel Vargas
Quintanilla y Gamarra y de otra por don Enrique Gamarra. Don
Andrés Gamarra y Alvarado tuvo tres hijos: el Coronel Manuel
Florentino Gamarra, muerto en la Batalla de San Juan durante la
guerra con Chile; doña Ernestina Gamarra y Saravia, casada con

56
el coronel don Manuel M. Vargas Quintanilla, muertos ambos; y
don Agustín Gamarra y Saravia. Hijos del primero fueron
Manuel, Esther, Enrique, Alberto, Víctor, Alejandro, José y
Consuelo. Hijos de la señora Doña Ernestina de Vargas
Quintanilla: María Rosa, Manuela, Luis Felipe, Blanca, Graciela
y Juan Vargas Q. y Gamarra. Hijos de don Agustín Gamarra y
Saravia: Carlos, Eduardo, María Teresa, Manuela, Juana Rosa,
Teodomira, Luis, César, Jorge y Alfredo.

57
Gran Mariscal del Perú
Don Agustín Gamarra

58
SCG
2009

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