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Sangre Del Brazo

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Sangre del Brazo

Emilia Pardo Bazán

textos.info
Libros gratis - biblioteca digital abierta

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Texto núm. 5269

Título: Sangre del Brazo


Autor: Emilia Pardo Bazán
Etiquetas: Cuento

Editor: Edu Robsy


Fecha de creación: 27 de octubre de 2020
Fecha de modificación: 27 de octubre de 2020

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Maison Carrée
c/ Ramal, 48
07730 Alayor - Menorca
Islas Baleares
España

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Sangre del Brazo
El lunes de Pascua de Resurrección, con un sol esplendente y un aire tibio
y perfumado, que provocaba impaciencias y fervorines primaverales en los
retoños frescos de los árboles y en los senderos que deseaban florecer y
donde a las últimas violetas descoloridas hacían competencia las primeras
campánulas blancas y las margaritas de rosado cerco, unieron sus
destinos en la capilla del restaurado castillo señorial la linda heredera de la
noble casa y estados de Abencerraje y el apuesto y galán marquesito de
Alcalá de los Hidalgos.

Todo sonreía en aquella boda, lo mismo la naturaleza que el porvenir de


los desposados. Al cuadro de su juventud, del amor del novio, que
revelaban mil finezas y extremos, y a la cándida belleza de la novia,
servían de marco de oro y rosas la cuantiosa hacienda, la ilustre cuna, el
respeto y cariño de la buena gente campesina y hasta la venturosa
circunstancia de verse enlazadas por ella, ante el Cielo y ante el mundo,
las dos casas más ricas y nobles de la provincia, las que la representaban
en la historia nacional.

A la puerta de la capilla aguardaban el coche familiar que había de


conducir a los esposos a la estación del camino de hierro. Iban a
emprender uno de esos viajes que son la realidad de un sueño divino:
Italia y sus ciudades—museos; Suiza y sus lagos, trozos de la bóveda azul
del firmamento caídos sobre la nieve; Alemania con sus ríos, en que las
ondinas nadan al rayo de la luna; después el Oriente, Grecia,
Constantinopla y, por último, el invierno en París, entre los prestigios del
lujo y la magia de refinadísima civilización; París con sus fiestas y sus
elegancias exquisitas, sus nidos de coquetería y de molicie para la dicha
renovada… La perspectiva de tantos días risueños y venturosos; más que
todo la del amor puro, noble, legítimo, constante regocijo y secreta y dulce
efusión del alma, hacía latir de gozo el corazón de la novia, de la rubia y
tierna María de las Azucenas, cuando el coche arrancó al trote largo de los
cuatro fogosos caballos que lo arrastraban, llevándosela a ella, al que ya
era su dueño y a la doncella, Luisilla, aldeana viva y fiel, elegida y

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designada para acompañar y servir a María durante el viaje…

Por espacio de algunos meses fueron llegando al castillo faustas nuevas


de los novios. Aun cuando la escondida aldea de Abencerraje distaba
tanto de esas lejanas tierras por donde ellos paseaban la ufanía de su
felicidad, por mil no sospechados conductos —cartas, sueltos de
periódicos, referencias de otros viajeros, de cónsules, de amigos, de
desconocidos quizá— en Abencerraje se sabía confusamente que el viaje
era feliz, alegre, fecundo en incidentes gratos y que marido y mujer
disfrutaban de salud y contento. Corrió así el verano, pasose el otoño y se
averiguó que, cumpliendo estrictamente el programa, se encontraban ya
en la capital de la República francesa los marqueses, divertidos,
festejados, girando en el torbellino del placer. Hacia febrero o marzo se
habló de que la recién casada sufría una grave enfermedad; pero casi se
supo el mismo tiempo el mal y la mejoría. Y pocas semanas después, el
lunes de Pascua de Resurrección, a la caída de una tarde admirable por lo
serena, cuando las últimas violetas descoloridas exhalaban su delicado
aroma y los árboles desabrochaban su flor de primavera, el país vio
asombrado que el coche familiar regresaba de la estación con mucho
repique de cascabeles, y las gentes que se asomaban curiosas a las
puertas de las cabañas, no divisaron dentro del coche más que a María de
las Azucenas, tan descolorida como las últimas violetas de los senderos, y
a Luisilla, sentada a su lado, también desmejorada y amarillenta,
sosteniendo en el hombro la fatigada cabeza de su señora; ambas mudas,
ambas tristes, ambas con la huella del padecimiento en el rostro. Y ni
aquel día, ni los siguientes, ni nunca más, asomó el marqués de Alcalá por
el castillo de su mujer, ni por la comarca siquiera, y María y Luisilla vivieron
solas, siempre juntas, más que como ama y criada, como hermanas
amantísimas e inseparables.

Repicaron las lenguas y se fantasearon historias de ilícitas pasiones y


desvaríos del marqués, tragedias horribles, duelos, conatos de
envenenamiento y otras mil invenciones novelescas que prueban la
ardorosa imaginación de los naturales de Abencerraje. La verdad no se
supo hasta que corrieron algunos años, cuando el marqués de Alcalá
comisionó a un sacerdote para lograr de su esposa que le perdonase y
consintiese en vivir a su lado. Habiendo fracasado por completo la
diplomacia del sacerdote, en los primeros momentos de contrariedad éste
se espontaneó con el párroco de Abencerraje, éste con el boticario, éste
con el médico, el notario, el alcalde… . y así llegó a conocer la comarca la

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siguiente aventura.

Después de un viaje idealmente hermoso, llegaron a París los enamorados


esposos en busca de alguna quietud, pues la reclamaba el estado
interesante de María, expuesta a percances en fondas y trenes. A pesar
del cuidado y del método que observó la marquesa, hacia el sexto mes del
embarazo cayó en cama, con síntomas de parto prematuro. Acaeció la
temida desgracia, y fue lo peor que una hemorragia violenta puso en
peligro inminente la vida de la señora. «Se desangra; se nos va», había
dicho el médico, un español ilustre, después de ensayar los recursos de su
ciencia, luchando denodadamente con la muerte, que se aproximaba
silenciosa. Y entonces, el marido que veía a su esposa desfallecer en
síncope mortal, blanca como la almohada donde apoyaba su frente de
cera, preguntó al doctor:

—Pero ¿no hay algún medio de salvarla? ¿No hay alguno?

—Hay uno todavía —respondió el médico—. Si se encuentra una persona


sana, robusta, joven y que quiera lo bastante a esta señora para dar su
sangre de las venas de su brazo… . verificaremos la transfusión y verá
usted a la enferma resucitar.

Al hablar así el doctor miraba afanosamente al marqués, clavándole en el


rostro, y mejor aún en el espíritu, sus ojos interrogadores y desengañados
de hombre que ha presenciado en este pícaro mundo muchas miserias; y
al notar que el marqués no contestaba y se volvía tan pálido como si ya le
estuviesen extrayendo de las venas la sangre que le pedía de limosna el
amor, el médico se encogió de hombros, murmurando vagamente:

—Pero es difícil… muy difícil. Hay que renunciar a esa esperanza.

En aquel punto mismo se levantó una mujer que permanecía acurrucada a


los pies del lecho de la moribunda, y, sencillamente, presentando su brazo
izquierdo desnudo, blanco, grueso, surcado de venas azules, exclamó:

—Ahí tiene, señor… ; ahí tiene… Sangre no me falta, y sana estoy como
las propias manzanas en el árbol… Ahí tiene, y ojalá que la sangre de una
pobre aldeana sirva para resucitar a la señora.

Ni un minuto tardó el doctor en aceptar la oferta de Luisilla. Aplicando la


cánula, sangró copiosamente el recio brazo, pues se necesitaba mucha,

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mucha sangre, setecientos gramos, para reparar las pérdidas sufridas. La
muchacha, sonriente, no pestañeaba, repitiendo a cada paso:

—Saque señor; tengo yo la mar de sangre buena que ofrecer a mi ama.

El marqués había huido de la habitación. Cuando la sutil jeringuilla empezó


a inyectar el precioso licor en el cuerpo de la agonizante, y ésta a notar el
calor delicioso que de las venas pasaba al corazón reanimándolo; cuando
su rostro de mármol se coloreó y sus ojos se abrieron lentamente, lo
primero que buscaron fue al amado, a la mitad de su ser, pues había
comprendido al revivir que alguien le daba su sangre en compensación de
la que había perdido, y creía que sólo podía ser él, el esposo, el
compañero, el adorado, el ídolo de su alma. Y al no encontrarle, al ver a
Luisa, a quien vendaban y hacían beber café puro para reanimarla del
desfallecimiento, la esposa comprendió y volvió a cerrar los ojos, como si
aspirase al desmayo del cual sólo se despierta en los brazos de la
muerte…

Apenas pudo ponerse en camino, María partió sin más compañera que la
aldeanita, cuya humilde sangre llevaba en las venas y a quien debía el
existir. Todas las gestiones del marqués de Alcalá se estrellaron contra la
invencible repugnancia o más bien el horror de su mujer. Demasiado altiva
para buscar consuelo de aquel desengaño, vivió con Luisilla, haciendo
caridades y llorando a solas muchas veces, sobre todo en Pascua de
Resurrección, cuando la implacable naturaleza reflorecía.

«El Imparcial», 2 marzo 1896.

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Emilia Pardo Bazán

Emilia Pardo Bazán (La Coruña, 16 de septiembre de 1851-Madrid, 12 de


mayo de 1921), condesa de Pardo Bazán, fue una noble y aristócrata
novelista, periodista, ensayista, crítica literaria, poeta, dramaturga,
traductora, editora, catedrática y conferenciante española introductora del
naturalismo en España. Fue una precursora en sus ideas acerca de los
derechos de las mujeres y el feminismo. Reivindicó la instrucción de las
mujeres como algo fundamental y dedicó una parte importante de su
actuación pública a defenderlo. Entre su obra literaria una de las más

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conocidas es la novela Los Pazos de Ulloa (1886).

Pardo Bazán fue una abanderada de los derechos de las mujeres y dedicó
su vida a defenderlos tanto en su trayectoria vital como en su obra literaria.
En todas sus obras incorporó sus ideas acerca de la modernización de la
sociedad española, sobre la necesidad de la educación femenina y sobre
el acceso de las mujeres a todos los derechos y oportunidades que tenían
los hombres.

Su cuidada educación y sus viajes por Europa le facilitaron el desarrollo de


su interés por la cuestión femenina. En 1882 participó en un congreso
pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza celebrado en Madrid
criticando abiertamente en su intervención la educación que las españolas
recibían considerándola una "doma" a través de la cual se les transmitían
los valores de pasividad, obediencia y sumisión a sus maridos. También
reclamó para las mujeres el derecho a acceder a todos los niveles
educativos, a ejercer cualquier profesión, a su felicidad y a su dignidad.

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