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Cuentos de Misterio - David Rosero

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Título:

HORMIGAS Y OTROS RELATOS


CUENTOS DE MISTERIO

Autor:
David Rosero E.

Diseño, diagramación e ilustraciones:


David Rosero E.

ISBN
978-9942-02-925-6

Edición:
Alba Serrano

Corrección de texto:
Estuardo Vallejo

Año de publicación: Mayo 2010

Tiraje: 1000 ejemplares

Gráficas Iberia
Tel. 2 521 529

Para pedidos y comentarios favor dirigirse a:


davidrosero44@hotmail.com
Cel. 099464110

Derechos Reservados.
2010

Permanec er
en el rayo de Tu Luz:
te confío mi oscu ridad ante-
rior,
solo tengo una hoja en
blanco
y una idea aun no conocida
para a mar.

Mi nada, mi límite,
no c uentan más;
eres palabra, manc ha,
idea, verso,
aroma del aire que respiro,
eres tú :
hoja en blanco que me es-
peras.

David Rosero E.

Con amor
para:
Juanda, Theit o,
Ale y Cec y,
luceros
que g uía n
mi ex ist encia.
DAVID M. ROSERO ENRÍQUEZ

HORMIGAS
Y OTROS RELATOS

CUENTOS DE MISTERIO

DAVID MODERO
TRANSFORMACIÓN

Danny Romero, sentado al borde de la cama, no lo-


graba conciliar el sueño y se sentía abrumado por un-
gran sentido de impotencia y frustración, de esa que
deja una amarga traición, cuando sintió un agudo dolor
en el pecho que le hizo encorvarse cada vez más… y
un poco más…

Tenía veintidós años esa noche de insomnio, en que


sufrió una terrible transformación:

Sumido bajo el peso de la congoja, sintió que


de su espalda comenzaban a brotar unas puntas
que se elevaban dibujando una dolorosa cordillera
a lo largo de toda su columna. La intensa luz de la
luna que penetraba por la ventana del pequeño
cuarto donde él vivía, dejaba ver una pálida textura
semilechosa que circundaba su rostro castigado
por la falta de sueño y cubierto por marcadas arru-
gas que poco a poco se iban tomando toda la piel,
ahora negruzca y escamosa.

Aturdido por las miles de sensaciones de dolor que


experimentaba en todo su cuerpo, giró su rostro con

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dificultad, lleno de un terror que lo mantenía casi pa-
ralizado. Más por instinto que por otra cosa se volteó
hasta quedar frente al espejo y quedó absorto, sin en-
tender lo que le estaba ocurriendo.

Al tocar su rostro sintió que se desprendía su nariz


y quedaban en sus dedos solo unas escamas secas que,
al caer, dejaron al descubiero dos fosas profundas.
Cada mañana, después del baño, Danny se miraba lar-
gos instantes en el espejo mientras se afeitaba; se con-
templaba y se admiraba, disfrutando esos instantes.
Después, seguía el peinado, meticuloso, vanidoso, y
el cepillado de dientes; con sonrisa narcisista festejaba
cada detalle de su bello rostro. Pero ahora, ese mismo
espejo, ante su asombro, reflejaba su vergonzosa des-
gracia. La sensación de extrañeza provocaba desespe-
radas preguntas que se quedaban sin respuestas.

¿Quizás volvió a ser lo que siempre fue? Se había


convertido en una asquerosa figura; en su garganta se
ahogaba un lamento brutalmente contenido, como si
la misma naturaleza le negara la libertad de gritar su
impotencia. Quiso morder con fuerza un gemido y sin-
tió que sus dientes eran como piedrecillas en su boca,
un estorbo que debía escupir.

Las cavernas que englobaban sus ojos, más bien,


parecían contener dos brasas de carbón encendido que
se negaban a seguir viendo esa extraña figura y quizás
por eso se cerraban como queriendo apagar el ardor

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que sentían. En vez de los bellos ojos de color azul
claro se dejaba ver una melancólica y rojiza mirada.

Sentía que toda la piel le quemaba y entre desespe-


rantes comezones, sus dedos se estiraban hasta termi-
nar en puntiagudas uñas. Se llevó ambas manos,
convertidas en garras, hacia su alargada y escamosa
cabeza como queriendo ocultarse ante el espejo.

Enseguida comenzó a sentir como si unos clavos


quisieran penetrar en su alargada cabeza. Su cráneo
se estiraba y un universo infinito abría su mente; ex-
perimentaba una agilidad jamás antes sentida. En los
instantes que duró aquella transformación, sus ideas
fluían velozmente y con una gran lucidez.

Danny Romero bordeó la locura; con el estilete más cer-


cano hubiese querido aplicar un tajo certero en sus retorcidas
y pronunciadas venas hasta besar la muerte.

Sus desfigurados dedos rozaban, temblorosos, los


escasos hilos de blanquísima lana que reemplazaba lo
que fue su negro y largo cabello. Sin comprender toda-
vía lo que estaba sucediéndole, en un deseo desesperado
por sobrevivir y vencer esta adversidad, su imaginación
acelerada ideó soluciones que pasaban por el uso de po-
límeros y materiales sintéticos, la aplicación de clan-
destinas cirugías y talentosos maquillajes que le
permitirían pasar desapercibido ante la gente.

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Antes que la luz de la mañana siguiente lo sorpren-
diera, imaginó huir de aquel lugar, de sí mismo y de
ese tormento de sentirse engañado.

Se imaginó viviendo el resto de su vida en total


clandestinidad y que después de mucho tiempo volvía
convertido en un hombre misterioso, un artista de baja
estatura, un tanto jorobado, amable y sonriente, todo
un personaje que aparecía de pronto en los titulares de
casi todos los periódicos. Llegaba la noche de su es-
perada exposición de escultura. Ignorando los amables
saludos de la gente, repasó todo lo que habría hecho
para asegurarse de que la invitación le llegara puntual
y oportunamente a aquella que, en esos años de exilio,
jamás había olvidado.

La noche del evento fue fantástica: brindis, halaga-


doras palabras sobre la muestra, venias y cumplidos;
sin embargo, nada atenuaba su melancólica mirada que
no encontraba a la invitada especialmente esperada.

Avanzaba la noche y la ausencia de ella ahondaba su


dolor. La gente abandonó el lugar como la razón y la
cordura. Danny caminó hacia el cuarto del elegante hotel
donde pensaba se había hospedado. La frustración anes-
tesiaba toda sensación de cansancio. Se desplomó en la
cama; el cuerpo descompuesto no le permitía descanso.
Imposible dormir; otra vez llegaba el insomnio. El si-
lencio a su alrededor le permitía escuchar su agitada res-
piración y su corazón palpitante de dolor.

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Se incorporó, por fin, y se despojó de la capa, que
depositó con delicadeza sobre la cama. Se quitó los
guantes negros y quedaron al descubierto los dedos re-
torcidos que hábilmente, comenzaron a retirar el ma-
quillaje y las prótesis mientras le rondaban por la mente
los cálidos momentos vividos en esa ciudad junto a
ella. Despojado de su apariencia humana, con un im-
pulso casi animal y sintiéndose mucho más ágil con su
actual figura, decidió salir a buscarla. De un gran salto
llegó hasta la ventana, trepó agilmente por las paredes
deslizándose hasta el techo. Brincó diestramente por
los muros volviendo a atrepar por los tejados. Sobre las
paredes podían verse las sombras de una figura entre
humana y reptil que trataba de alcanzar la ventana de
la habitación de Susy, la hija menor de los Conrado. Le
acompañó el ladrido casi sordo de un perro que con
solo percatarse de esa extraña presencia, permaneció
atrapado en el pánico que le había hecho ocultarse de-
bajo de las gradas; así permaneció sumido en un tem-
blor que ahogaba sus gemidos.

Por fin, sus pequeños ojos rojizos comenzaron a es-


cudriñar por la rendija dejada por una cortina sin ter-
minar de cerrar, hasta que distinguió por fin a la
causante de su brutal tormento.

Sus manos convertidas en garras sacudieron con


desesperación las hojas de la ventana que, ante su
asombro, cedió permitiéndole el acceso. Danny sintió
la agitada respiración de la mujer que, abriendo los

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ojos, ya se había percatado de su fantasmagórica pre-
sencia.

Las luces de un nuevo día ya despertaban a la ciu-


dad dormida. Se escuchaba, el trinar de las aves, los
ladridos de los perros y el ruido de los autos, que
anunciaban una cálida mañana.

En la elegante mansión de los Conrado, no se escu-


chó la voz de Susy durante el desayuno. Su madre, pre-
ocupada, fue la primera en ir a su habitación; decidió
entrar violentamente ante el silencio de la hija. Momen-
tos antes, esa puerta que ahora permanecía cerrada,
había guardado muda una escena de horror.

Al grito de la madre acudió toda la familia. Dos


cuerpos permanecían inertes sobre la cama; junto al
cadáver de Susy, que mostraba el cuello totalmente
destrozado sobre una mancha escarlata que cubría las
sábanas de su cama, yacía el cuerpo de un hermoso
hombre, joven, de largos y negros cabellos... Escon-
dido en el pecho, reposaba también un sangrante y
destrozado corazón.

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HORMIGAS

Max miraba de reojo a su alrededor, si fijaba bien


su mirada, en ese enfoque las podía ver: ¿una?
¿diez? No, eran cientos, quizás miles de hormigas
gigantes que en los últimos años habían invadido ya
toda la ciudad.

Al comienzo eran tan pequeñas e inofensivas que


todos las ignoraron y hasta se podría decir que pasaron
desapercibidas y sin que nadie les prestara ninguna
atención. Después, poco a poco, todo fue cambiando.
Era incómodo verlas día a día en hileras, encontrarlas
andando en masas por todo sitio. Habían rodeado los
departamentos y luego todas las casas del vecindario.

¿Cómo empezó todo? ¿Qué hizo que algo aparen-


temente sencillo se transformara en pesadilla? ¿Im-
portaba? Quizás sí, por eso ese día comenzó
reconstruyendo los hechos, tratando de dar con la
causa de la invasión y quizás, con la cura:

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Mientras Max escribía, las ideas comenzaban a
mezclarse en recuerdos cargados de impotencia. Re-
cordó que años atrás, él había sospechado del problema
que se avecinaba, cuando cada día las hormigas tenían
que ser retiradas, aplastadas y muertas, una y otra vez.
Recordó que al comienzo sus vecinos trataron de solu-
cionar esa desagradable molestia con un poco de agua
y jabón. Un día también él lo hizo, tomó un trapeador
y abundante agua con detergente: fue largo el camino
de espuma que trazó desde la cocina hasta el patio, pa-
sando por las gradas y por el garaje hasta llegar a la
calle… Mas en esta ocasión pudo darse cuenta que ya
no eran las mismas, tan pequeñas, de hasta hace algu-
nas semanas atrás. Ahora eran más grandes; incluso,
su color había cambiado del negro habitual de los ini-
cios, a un raro color gris pardo que les permitía camu-
flarse fácilmente entre muebles, paredes, corredores,
objetos y alacenas de la casa, devorándolo todo.

Lleno de iquietud se preguntaba cómo podría evitar


que esa voraz mancha que día a día crecía se propa-
gase sin fin. Mientras escribía también se preguntaba
por qué dejó de funcionar el diesel, que fue la segunda
solución al problema entre la gente del barrio pobre
donde residía: aparentemente con medio galón ya todo
se solucionaba y, al día siguiente, cada familia solo
tenía que recogerlas medio muertas con pala y escoba,
para luego tirarlas a la basura. Entonces, él todavía
podía contar los hechos aunque ya con un poco con
pavor, pues ya no eran tan pequeñas como se las había

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encontrado en su cocina algunos años atrás. Una noche,
al llegar a su apartamento y entrar en la cocina, se topó
con una enorme mancha negra en movimiento, en
torno a algún alimento que pensó había dejado fuera
por descuido. Al encender la luz, la gran mancha se
descompuso en varios puntitos negros que se esparcie-
ron en retirada buscando la hilera que, hábilmente, cru-
zaba toda la casa y la mantenía en comunicación con
millones de ellas en el exterior. Las pocas que todavía
quedaban, contorneaban los huesos de su perro que
yacía tirado entre los objetos destrozados por todo el
lugar, fruto de una loca invasión de hormigas que lo
llevó a una penosa y angustiosa muerte.

Algo parecido fue para todos los habitantes de ese


lugar. Diariamente comenzaban a encontrarlas por
cientos en sus alacenas, devoraban primero los alimen-
tos y luego las mascotas de sus casas. Recordó la pri-
mera vez que las noticias revelaron el primer cadáver
de un indigente cuyo cuerpo disfrutó su último trago
de alcohol el día anterior y ellas lo desintegraron en
pocos minutos al amanecer.

Fue por eso que tuvieron que idear una especie de


traje de buceo, una de las medidas más acertadas para
reemplazar al indefenso insecticida que poco podía
hacer frente a una plaga totalmente resistente. La ma-
yoría de la gente abandonó la ciudad, pero algunas fa-
milias que esperaban que esta molestia por fin
concluyera; por eso,sin recursos, sin aquel traje, ni los

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medios suficientes para hacerles frente decidieron
quedarse en el pueblo sin advertir la verdadera mag-
nitud del problema. La feroz plaga crecía tomándose
casas, mercados y plazas, atacando con feroces pica-
duras a quienes por desgracia o descuido pisaban
algún hormiguero o se cruzaban por sus caminos, cada
vez eran más dueñas de la ciudad.

Ahora, frente al computador, encerrado en su traje


de hule y casi asándose por el calor, Max escribía vién-
dolas pasearse por sus pies, por encima del teclado y
de sus manos, mientras comenzaba a armar el tétrico
rompecabezas con los macabros hechos sucedidos.

Por ejemplo, le vino a la mente aquel día que ata-


caron a un niño descalzo que jugaba en el césped y
que sin querer pisó un hormiguero: la gente por varios
días comentaba el incidente y muchos pensaban que
eran exageraciones de los vecinos del barrio, aunque
había sido uno de ellos quien ayudó a los padres del
niño y los acompañó hasta el hospital, más que por so-
lidaridad por curiosidad, para luego poder contar los
trasplantes que los médicos tuvieron que realizar en
los pies, extremidades inferiores, manos y parte del
rostro del niño por las feroces mordeduras que había
recibido.

Así, el número de casos comenzó a multiplicase.


No quería apartar su mirada del monitor mientras es-
cribía, aunque se sentía vigilado. Lleno de confusio-

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nes, no hacía otra cosa que seguir escribiendo frente
al ordenador, tratando de encontrar una respuesta.
¿Cuál fue la verdadera causa de la mutación? ¿Cómo
podría evitar que esa rara plaga que cual voraz man-
cha crecía día a día se propague sin fin? Para romper
con la posición estática que lo tenía paralizado, giró
su rostro cubierto con una especie de escafandra por
cuyo cristal casi cubierto por el vaho de su propia
transpiración, pudo ver borrosamente a través de la
ventana. Una gran columna de humo se elevaba pro-
ducto de la incauta acción de un vecino desesperado
y alcoholizado, quien había echado gasolina y en-
cendido fuego a uno de los nidos de hormigas y un
descuido dejó una casa en escombros y casi toda una
manzana envuelta en llamas.

Sin embargo, Max dejó escapar un profundo sus-


piro de alivio al escuchar el sonido del helicóptero que
esa mañana venía a fumigar por quinta vez el sector.

Esa misma semana un equipo de la sanidad local,


equipado con fuertes trajes, había logrado colocar en
varios de los nidos la solución más mortal probada
hasta ese momento en otros lugares con cierto éxito:
se trataba de un cebo compuesto de amidinohidrazo-
nas, en una concentración de hidrametinona que se
mostraba como un ingrediente activo y altamente efi-
caz. Santiago Quintero, que dirigía el equipo, terminó
exhausto ese día luego de cerciorarse que los cientos
de nidos localizados por toda la ciudad tuvieran su co-

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piosa ración de veneno. Esa noche no podía conciliar
el sueño pese a la agitada y fatigosa jornada por él vi-
vida, luchando en una desigual batalla contra un ene-
migo casi indestructible que se había tomado ya todo
el lugar en los últimos meses. Santiago Quintero
abrazó con fuerza a su esposa, como queriendo encon-
trar en su caluroso afecto la esperanza de que al día
siguiente esa pesadilla por fin acabase.

Revisó la cinta pegante que cubría todas las entra-


das de la casa y especialmente en el cuarto donde dor-
mitaban los dos pequeños hijos que, a la espera de la
evacuación, descansaban sin sospechar la desespera-
ción de sus padres. Al parecer tendrían que pasar otra
noche burlando con cinta adhesiva y repelente a esa
mancha de millones de hormigas que esperaban ca-
mufladas en los postes de luz, granjas, zonas residen-
ciales e industrias de toda la ciudad para atacar a
cualquier ser vivo que consideraran su enemigo.

Lo que Santiago Quintero no podía imaginar era


que mientras él cuidaba de los suyos cuando dormían,
las hormigas también lo vigilaban. Unas a otras se pa-
saban la información de que ya habían detectado a su
enemigo: gracias al contacto que tuvieron esa mañana
con sus botas lo habían seguido durante todo el día y
ahora la mancha gris obscura que acechaba desespe-
radamente para poder entrar en la casa de los Quintero.
Al día siguiente, los esqueletos en posiciones que de-
notaban el horror vivido, eran mudos testigos del cruel

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ataque de esa masa voraz y vengativa que acabó con
todos, incluso con las impotentes mascotas que no pu-
dieron defender a sus amos mientras eran devorados.

El sonido del helicóptero esperanzaba a Max. Su


rostro empapado en sudor, giraba desesperado hacia
la ventana. Mirando al cielo, nuevamente abrigaba la
esperanza. Trataba de esconder sus emociones para
que las hormigas no lo descubrieran, porque él sabía
que ellas lo observaban.

Era la sexta vez que fumigaban el sector y el ta-


maño de ellas era diferente. Les he tratado de seguir
la pista durante estos últimos meses, advirtiendo la as-
tucia y sagacidad de esta plaga que le hace infiltrarse
una y otra vez por bordes y paredes llenas de un insa-
ciable apetito. Ahora busco el modo oculto en algún
lugar de poner fin a esta pesadilla para que nunca más
se repita. Recordé el principio de esta historia, cuando
nadie prestaba atención a ese ir y venir de las hormigas
por los bordes de las aceras y dentro de las casas. Yo
mismo creí solucionar el problema sacando la basura
fuera; especulaba que todo se resolvería pronto. Por
eso, empecinado en registrar los hechos, decidí que-
darme esperando que quizá alguna de estas mañanas
todo por fin terminase… pero no fue así, me encuentro
atrapado y totalmente rodeado por ellas. Aun no me
han atacado.

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Ahora Max, rodeado de millones de hormigas gi-
gantes, las mira pasearse por todo su cuerpo, aguar-
dando en ese paisaje urbano y desolado la séptima
fumigación…

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EL TOLDO ROSA

Me contaron que en un lejano lugar vivía una mu-


chacha con su madrastra, una mujer muy mala que la
había criado desde niña dándole una vida muy triste.
Era una de las chicas más bellas de la región, tan linda
que una vez que el diablo pasó por ese lugar, se ena-
moró de ella al verla. Tomó la forma de un elegante ex-
tranjero y le propuso ser su enamorado; ella lo invitó
para la fiesta de los toldos, noche en la que, según la
tradición, las mujeres se cubrirían de pies a cabeza
ocultando su identidad mientras bailaban con sus pa-
rejas; ella llevaría un toldo color rosa. El diablo bailó
con la dama del toldo color rosa toda la noche. Ella
ignoraba su identidad pero, al bailar, se percató de una
atmósfera densa que rondaba el lugar. Entre tragos y
conversaciones lujuriosas, la jovencita le prometió que
a media noche sería suya tras la cabaña donde vivía,
con la única condición que luego se la llevara lejos del
lugar. El diablo, emocionado, aceptó.

Llegada la hora, la muchacha entró a la cabaña y


arropando a la madrastra con el toldo rosa la llevó
con falsos adulos tras la cabaña; el diablo, borracho,
fue al lugar de la cita y al ver el toldo rosa se abalanzó
al bulto; después de consumar el acto cargó a la vieja

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ante la mirada burlona de la muchacha que, oculta
tras las rendijas de las guaduas, lo veía alejarse tam-
baleante por los matorrales, mientras sacaba de entre
el busto, un labial para retocar su fresca y maliciosa
sonrisa.

¿Sabes que las mujeres somos peores que el demonio?

Santiago prefirió tomar el relato de Betty su secretaria


como una broma inoportuna. Respondió con una sonrisa
fingida y se bebió el último sorbo de café. Dejaron la ca-
fetería y caminaron tomados de la mano hacia el museo.

Al llegar, fueron notorias las miradas libidinosas de


los otros visitantes que más que dirigirse a las piezas
de arte, se desviaban a una en especial: aquella escul-
tural figura que caminaba junto a él. En verdad la
chica era muy bella, tanto que era imposible que pa-
sara desapercibida ante los concurrentes durante casi
todo el tiempo que estuvieron visitando la muestra.
Santiago tampoco pudo disimular sus oscuros deseos
al momento de despedirse de ella mientras planifica-
ban su próxima salida. Con ternura, le vio alejarse des-
apareciendo por la escalera del bus que la llevaba a
encontrarse probablemente con su otro amante.

Los pensamientos confundidos y entrecruzados de


su tranquila familia, su secretaria, el próximo encuen-
tro, se cortaron bruscamente cuando al caminar por la
calle le llamó la atención una discusión callejera entre

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una pareja de enamorados. Se interrumpió su confu-
sión interior y más aún, cuando el hombre lanzó vio-
lentamente un golpe hacia el rostro de la chica; cerca
de ellos, un indigente de aspecto demencial reía escu-
chando las feas frases de humillación, en tanto hur-
gaba en los desperdicios tirados en la esquina de la
calle jugueteando con un viejo toldo color rosa.

Una vez más la confusión acompañó a Santiago


mientras se marchaba hacia su casa. Al llegar no podía
olvidar el incidente que presenció en la calle; más que
el golpe, las palabras del agresor resonaban como la-
tigazos que volvían cada vez más pesado el ambiente.
Por un momento pensó en los años maravillosos junto
a su esposa y lo lejanas que se volvían esas escenas
para su bien instalada familia.

Fue a la mañana siguiente cuando Santiago escuchó


los gritos desesperados de la más pequeña de sus hijas,
que yacía enredada por el cuello en un toldo color rosa
que cubría su cuna. Se escucharon entonces graves
discusiones donde él y su esposa se culpaban mutua-
mente. Ahora la riña ya no era en la calle si no en su
propio hogar. En los meses siguientes no faltaron mo-
tivos sin importancia que afloraron viejos reproches y
amenazas que fueron creando un clima insoportable
nunca antes vivido en esa casa; se hicieron frecuentes
las peleas y discusiones entre el llanto de las niñas.
Graves insultos fueron envolviendo más día a día a la
acalorada pareja.

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Un día, lleno de orgullo y terquedad se marchó de-
finitivamente de su hogar, cargando un pequeño bulto
y envuelto en la pesada situación que rodeaba su pro-
blemática existencia. Encontró en Betty y en el alcohol
un absorbente refugio.

Totalmente ilusionado, durante mucho tiempo se a


encontró con Betty en su improvisado cuarto de soltero
o en algún motel de la periferia, hasta que una noche,
ella misma, mientras retocaba con labial su preciosa son-
risa, le comentó que se marcharía a la mañana siguiente
a otro pueblo buscando mejores días.

Desde entonces, el hombre deambula por los barrios


marginales de una lánguida ciudad, entre una atmósfera
cada vez más densa y pesada que llegó a quedarse con
él. Vive casi siempre embriagado, melancólico y solo.

Aun hoy, se puede ver a un indigente tirado en la


calle, que hurga en la basura buscando algo de comer,
arropado con un sucio toldo color rosa. Aún en su de-
mencia, en ocasiones le vienen momentos de lucidez
con punzantes recuerdos que lo atormentan: una bella
familia, su antigua secretaria y la claridad de su pre-
monición:

¿Sabes que las mujeres somos peores que el demonio?

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CUARTO
DE ALQUILER

Esta mañana me incomodó una mosca que entró de


repente en la habitación. Armado de aquel matamos-
cas que tantas veces me ha permitido descargar mi fas-
tidio hacia ellas cuando irrumpen zumbando en mi
cuarto y fastidian mi privacidad, me dirigí, veloz-
mente, hacia la ventana y, de un golpe certero sobre el
cristal, pude deshacerme de ella… Mi mirada se de-
tuvo en la pequeña figura que, desorientada y solitaria,
caminaba sobre los cristales de la ventana antes de
morir.

Por unos segundos, me vino un escalofrío al recor-


dar lo vivido días atrás por un amigo al que rescaté de
una horrible pesadilla.

Cuando Gilberto llegaba al pequeño cuarto de al-


quiler que había conseguido en el barrio América
hacía pocos meses, siempre se encontró con un am-
biente pesado. Al entrar en la casa, sus largos, oscuros
y fríos corredores despedían un extraño olor a encie-
rro. Le llamaba la atención que en el trayecto hacia su
cuarto, siempre revoloteaban a su alrededor, varias

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moscas grandes, negras, bastante torpes y pesadas,
que se congregaban a los lados de las cuarteadas y hú-
medas paredes. Un día cruzó la puerta del pequeño
cuarto de estudiante, dejó las pocas compras sobre
la improvisada mesa que hacía las veces de escrito-
rio y sacando el tarro de insecticida comenzó a va-
ciarlo con toda su furia apuntando a todo lo que a su
paso revoloteaba.

Muchas moscas caían ante los chorros disparados


desde el pulverizador, sin embargo, no parecían
tener fin. El lugar por el que penetraban se hizo evi-
dente cuando descubrió junto a la entrada del pe-
queño cuarto un orificio en el que se arremolinaba
una masa de muchas de ellas; el agujero se comuni-
caba con una esquina de la habitación que daba a un
pequeño patio lleno de escombros, separado tan solo
por una roída mampara. Desesperado, disparó varios
chorros de veneno dentro de aquella entrada.

¡Error! Fue el comienzo del fin.

Decenas de ellas, comenzaron a lanzarse al exte-


rior de su madriguera chocando con cuadros, lám-
paras y cristales de las ventanas que daban al
pequeño patio; ni siquiera el pedazo de madera que
servía de tapa al hueco por donde salían evitaba que
formaran un nubarrón dentro de la casa. Misteriosa-
mente, la puerta se cerró con violencia, Gilberto
entre gritos, tenía que dar manotazos al aire para im-

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pedir sus ataques desesperados. Me contó que, in-
cluso, alcanzó a oír una risa satírica que se alejaba
presurosamente por las escaleras de la vieja casa.

Los zumbidos enloquecedores crecían en la habi-


tación, las moscas se arremolinaban enloquecidas con
cada segundo que pasaba y el líquido del recipiente se
extinguía. En ocasiones, éstas se estrellaban en su
cara, se enredaban en su pelo mientras que cientos gi-
raban en el piso agonizantes.

Ahora, con el recipiente ya vacío, ensayaba golpes


al aire tratando de llegarle al menos a alguna de ellas,
pero la extraña batalla parecía no tener fin.

Lleno de angustia se lanzó con movimientos


bruscos hasta la pequeña puerta revestida de remien-
dos de maderas y clavos retorcidos. Era como si la
nube de horrorosas moscas pegadas a su cuerpo hu-
biera moldeado una masa humana que ahora, casi
impotente, buscaba una salida; sus manos llenas de
moscas llegaron hasta el picaporte sin poder conse-
guir abrir la puerta, pues, la llave atascada en la ce-
rradura, con el maniobrar angustiado, se ablandó
hasta romperse.

El piso de madera que, con esmero, había lim-


piado y lustrado esa mañana para recibir a una visita,
tan solo reflejaba el horror de una figura desespe-
rada que retrocedía hasta la esquina del pequeño

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cuartucho donde sentía que las paredes se juntaban
haciendo más angustiosa su salida mientras todo pa-
recía indicar que hasta su respiración en algún mo-
mento acabaría.

Así como apretaba el pedazo de metal de la llave


rota con su índice y pulgar derecho, así hubiese que-
rido aplastar una a una a todas sus enemigas que in-
cluso invadieron la luz del cuarto y ahora su interior,
mas, con sus ojos cerrados y las manos abiertas, se
cubrió la cara, se dejó caer de rodillas mientras que
con sus dedos apretando sus oídos trataba de apagar
los taladrantes zumbidos que parecían crecer cada
vez más y más.

Casi derrotado, arrodillado e impotente, miró con


angustia como salían unas extrañas criaturas por las ren-
dijas del entablado del solitario y viejo cuarto de alqui-
ler; casi por instinto, corrió hacia la cocina, abrió las
perillas haciendo que el gas saliera copiosamente de las
hornillas. Como pudo, se las quitaba de su rostro y
manos hasta que con desesperación pudo prender una
gran bocanada de fuego que al elevarse por los aires
chamuscó a muchas de ellas. Ahora, sudoroso y asus-
tado, permanecía cerca de su cocineta de gas buscando
refugio junto al fuego que con ansia trataba de mantener
vivo. Comenzó a alimentar el fuego con todo lo que
tenía a su alcance mientras veía como se extinguía: su
ropa, libros y hasta el poco dinero guardado en uno de
ellos para completar uno de los alquileres atrasados.

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De pronto, la sombra siniestra que furiosamente se
agitaba comienza a quedarse quieta, callada. Ese ruido
ensordecedor da paso al silencio, mientras las extrañas
criaturas comienzan a retroceder misteriosamente y a
desaparecer entre las ranuras del viejo entablado a me-
dida que las múltiples moscas sobrevivientes de esta
extraña batalla pelean entre ellas por escurrirse bus-
cando la oscuridad por entre los espacios del piso de
la casa. Ahora, solo se escuchan algunos golpes cada
vez más fuertes en la vieja puerta. Sin poder gritar,
presa del pánico, corre desesperado hacia la puerta y
con todo lo que le queda de fuerzas golpea con sus
puños cerrados mientras siente que sus sentidos lo
abandonan al momento que cae de bruces sobre el piso.

Abrí la puerta por fuera y al entrar, pude observar


entre la humareda que se despedía densa desde aden-
tro, el cuerpo semidesnudo de Gilberto que permane-
cía tirado sobre una extraña alfombra hecha de miles
y miles de moscas que yacían inertes sobre el piso.
Ventajosamente, sin dificultad, pude sacarlo y trasla-
darlo a un centro de reposo donde aún se recupera.

Al salir de esa casa, a lo lejos, en una ventana del


segundo piso, pude observar a una mujer anciana de
aspecto apergaminado, de traje oscuro y burlona
sonrisa, que acariciaba un mugriento cartel colgado
en uno de los vidrios de la ventana; decía: “Alquilo
cuarto para estudiante”. La policía identificó en el
cartel elementos de materia viva y, en el pequeño

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patio junto al cuarto de Gilberto, enterradas algunas
partes de cuerpos, probablemente, de algunos inqui-
linos a quienes la demencial anciana habría sepul-
tado algún tiempo atrás.

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