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El Matarife

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FERNANDO LALANA

En 1964 un asesino en serie convirtió Zaragoza en el esca-


lofriante escenario de sus horrendos crímenes. Mataba a
sus víctimas clavándoles un punzón de matarife en el cue-
llo, entre la tercera y la cuarta vértebras. Pero no confor-

FERNANDO LALANA
me con tan solo darles muerte, también se llevaba sus ojos
como sangriento trofeo. Podría habérsele conocido como
el Coleccionista de ojos, pero pasó a la historia de la Espa-
ña más negra con el justo nombre de Matarife. Y ahora,
más de medio siglo después, ha vuelto para recordar que
nadie está a salvo de las garras del mal.

Si creías que los asesinos en serie eran exclusivos de la li-


teratura norteamericana, tienes que leer la primera nove-
la de terror de Fernando Lalana. Te dejará sin aliento.

«No elegimos nuestras pesadillas;


ellas nos eligen a nosotros.»

TERROR + JUSTICIA
Editorial Bambú
es un sello de Editorial Casals, SA

© 2017, Fernando Lalana, por el texto


© 2017, Editorial Casals, SA, por esta edición
Casp, 79 – 08013 Barcelona
Tel.: 902 107 007
editorialbambu.com
bambulector.com

Ilustración de la cubierta: Martín Romero


Diseño de la colección: Estudi Miquel Puig

Primera edición: febrero de 2017


ISBN: 978-84-8343-513-7
Depósito legal: B-1254-2017
Printed in Spain
Impreso en Anzos, SL
Fuenlabrada (Madrid)

Cualquier forma de reproducción, distribución,


comunicación pública o transformación de esta
obra solo puede ser realizada con la autoriza-
ción de sus titulares, salvo excepción prevista
por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de
Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si ne-
cesita fotocopiar o escanear algún fragmento de
esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 /
/ 93 272 04 45).
UNO

No elegimos nuestras pesadillas. Ellas nos


eligen a nosotros.

G ermán despertó, sediento, de un sueño agitado en el


que se sentía morir ahogado en el mar de los Sargazos,
mar de piratas del que había sabido de niño leyendo nove-
las de Emilio Salgari: El corsario negro, La reina de los ca-
ribes, Honorata de Wan-Guld...
Los sargazos. Algas que crean praderas inmensas, tupi-
dísimas, cerca de la superficie. Se reproducen por esque-
jes, así que, si los cortas en trozos, se multiplican. Si
intentas nadar entre los sargazos, ellos te atrapan, te arro-
pan, te seducen, se enredan a tu cuerpo, te inmovilizan y
mueres. Mueres en una muerte horrenda, lenta, por asfi-
xia; esa muerte a la que ves venir pero no puedes esqui-
var; esa muerte que todos hemos temido alguna vez, que
todos hemos imaginado en nuestras peores pesadillas.
Esa muerte de la que escapamos en el último instante, al 7
despertar en medio de un sudoroso escalofrío y de un gri-
to que te araña la garganta.
Germán no gritó ni se agitó. Simplemente, abrió los
ojos. El corazón se le había encabritado, pero él se mantuvo
inmóvil, apretando los dientes, hasta que su ritmo cardiaco
menguó y dejó de sentirlo como un redoble en las sienes.
Ya era de día. La luz que se filtraba por la ventana era
pobre, gris. Luz de estaño, a causa de la niebla.
Enseguida fijó la vista en el techo de la habitación. Allí
estaba, todavía, también hoy, el rostro de la mujer. Seguía
creciendo.
Desde hacía una semana, una extraña mancha de hume-
dad había aparecido en el techo de su habitación. Lo hizo
justo el mismo día en que la niebla, la maldita niebla, se
precipitó sobre la ciudad para ya no levantar. Al principio,
Germán no le concedió importancia. Solo era una mancha.
Pinceladas de moho verdinegro dibujadas aparentemente
al azar sobre el lienzo invertido del cielorraso de escayola.
Culpa de una gotera en el tejado, tal vez. De un poro en una
cañería, quizá. El agua siempre busca un camino y, final-
mente, emerge en el lugar más insospechado. En esta oca-
sión, justo encima de su cama. Exactamente sobre su
cabeza, así que, desde hacía siete días, era lo primero que
veía cada mañana al abrir los ojos. Creciendo con rapidez,
extendiéndose como una epidemia en miniatura.
A partir del tercer día, Germán se percató de que la
mancha lo miraba. De algún modo, lo observaba. La man-
cha iba dibujando en el techo del cuarto de Germán un
rostro cada vez más completo. Un rostro esquemático, pe-
8 ro delicado; un rostro Boticelli; un rostro Modigliani; un
rostro que lo miraba, que parecía velar su sueño. O amena-
zar su vigilia.
Al principio, pensó que era su imaginación, como el
que descubre figuras en las nubes. Pero ahora ya no. Las
nubes cambian y donde ahora hay un toro, diez minutos
más tarde puede haber un torero. La mancha, en cambio,
no cambiaba. Se iba perfilando, definiéndose, ganando
precisión; pero siempre mostraba el mismo rostro. Cada
mañana, al despertar, la mirada de la mancha se había
vuelto más intensa e inquietante. Y seguía creciendo, día
tras día, incorporando nuevos detalles. Era un rostro de
mujer. Una mujer hermosa pero atormentada; una mujer
enérgica; una mujer en busca de venganza. Pero siempre
la misma mujer.
Esa noche, Germán intentaría hablar con ella, lo había
decidido. De día no era posible porque permanecía inmó-
vil, la mirada fija y quietos los labios. Sin embargo, de no-
che, iluminada por la llama temblorosa de una única vela,
el rostro cobraba vida. Palpitaba. Germán estaba seguro de
que ella intentaba hablarle, revelarle su secreta desgracia.
Su amargura.
Él haría lo posible por escucharla, ya que no la conocía.
No podía conocerla, porque hasta unos años más tarde no
se asomaría a las pantallas de cine de todo el mundo. Aun-
que Germán no lo supiera, aquel era el rostro de Lauren
Bacall.

Progeria
9
Germán se incorporó con esfuerzo y con frío, hasta quedar
sentado en el borde de la cama. Una familia monoparental
de cucarachas caminaba junto a la pared. Papá cucaracho
y sus tres hijos se introdujeron por la rendija que separaba
dos de las piezas de madera del rodapié.
Las cucarachas odian el frío, así que en invierno se de-
jan ver poco. Sin embargo, ahí estaban esas cuatro, a la
vista, camino de su guarida. Germán se preguntó cuántas
cucarachas habría al otro lado de la pared para que algu-
nas de ellas salieran a pasear en pleno invierno. Tenían
que ser centenares. Miles, quizá. Al llegar el verano per-
dían la vergüenza y correteaban por toda la casa, día y no-
che. Las encontrabas por doquier: entre la ropa, en la
bañera, entre la vajilla, sobre la cama, por todas partes. Ne-
gras, pardas y rubias. Nacionales y de importación. Asque-
rosas todas. A veces, imaginaba el interior de los tabiques
abarrotado de cucarachas que ocupaban todos los intersti-
cios del ladrillo, moviéndose como un enjambre, produ-
ciendo un sonido característico al rozarse unas con otras,
una suerte de zumbido plano, como de lenta piedra de afi-
lar, que Germán creía percibir claramente en el silencio de
la noche.
A veces, escuchando el siseo de las cucarachas, pensaba
en lo fácil que sería acabar con alguien de una manera ho-
rrenda en aquella casa. Bastaría inmovilizarlo de algún
modo y, con un golpe de mazo, ocasionar un boquete en la
pared. Un boquete que vomitaría todo un torrente de cuca-
rachas que invadirían la habitación y se abalanzarían so-
bre la víctima haciéndola enloquecer. Devorándola muy
10 poquito a poco.
Al pensar en ello, sintió un escalofrío y la sacudida le
produjo un doloroso pinchazo en la espalda.
¿Por qué le dolía tanto el cuerpo, el cuerpo entero?
Se asustó al mirarse las manos. ¿Qué le ocurría? La piel
ajada, las arrugas, las uñas amarillentas, los dedos retorci-
dos. Artritis. Artrosis. Algo así. Pero ¿por qué? Esa era una
enfermedad de viejos. En realidad, casi todas las enferme-
dades matan a los viejos, aunque..., no siempre es así. De
vez en cuando, alguien aún joven muere como un viejo.
Incluso hay una enfermedad que consiste, precisamente,
en hacerse viejo siendo joven. Progeria.
Pero no, eso no podía ocurrirle a él. Claro que no.
Se levantó y se acercó al espejo situado sobre el lavabo.
Con alivio, vio su cara, la cara que esperaba. Su cara de
doce años y no otra. Por alguna razón misteriosa, sin em-
bargo, sus manos sí parecían pertenecer a otra persona,
alguien mucho más viejo; pero su cara aún era su cara.
Germán se vistió lentamente, con dificultad, como un
viejo, lanzando de cuando en cuando vistazos de reojo a la
grieta de las cucarachas, que no se atrevieron a asomar ni
las antenas. Después, hizo la cama con no mucho empeño
y salió del cuarto en busca de su madre para descubrir que
su madre no estaba en la cocina ni en el cuarto de baño ni
en su habitación.
Germán contempló con cierta perplejidad la cama va-
cía de su madre. Una cama intacta. Sin deshacer. Nadie
había dormido en ella. Se preguntó dónde habría pasado
su madre la última noche.
En la nevera encontró leche que no olía demasiado mal
y se calentó el contenido de un tazón en un cazo eléctrico, 11
de esos que no se ponen al fuego sino que se enchufan.
Luego, sumergió en la leche un mendrugo de pan duro,
seco, que flotaba en el líquido blanco como el corcho. Ni a
tiros se reblandecía el maldito corrusco.
Desayunó solo, como tantas veces.

La noche

De pronto, justo a la hora de salir, recordó que no había


hecho los deberes. Lo invadió una angustia insoportable.
¿Cómo había podido olvidarlos? ¿Cómo? ¿En qué había
perdido las últimas horas de ayer, la tarde entera? No lo-
graba recordar a qué se había dedicado en lugar de hacer
los deberes. Le iba a caer una buena bronca de don Satu-
rio. Posiblemente, incluso un bofetón; a don Saturio se le
veía últimamente muy crispado y, con frecuencia, lo paga-
ban sus alumnos.
En fin, ahora ya la cosa no tenía remedio, pues carecía
de tiempo. El tiempo es infinito antes de la noche, pero
tiende a cero tras el amanecer. Con toda una noche por
delante es posible afrontar cualquier tarea, por ardua que
sea, por interminable que parezca. Si eres capaz, de algún
modo, de permanecer despierto durante toda una noche,
puedes hacer los deberes, puedes estudiar para cualquier
examen, puedes encontrar la solución a cualquier proble-
ma. Puedes escribir un diccionario de jerga criminal, in-
cluso, si sabes lo bastante del tema. En cambio, agotada la
noche, en el momento en que el cielo empieza a clarear,
12 ya no hay tiempo para nada. La noche consume las horas
como consume las velas, y te deja exhausto, sin capacidad
de reacción.
Se dio cuenta de que tenía que salir ya de casa si no
quería que Matías, el portero del colegio, le cerrase la puer-
ta trasera, la del cementerio, y tuviese que buscar la princi-
pal, la del matadero, y pasar por el despacho del director
para llevarse una bronca.
Dio un mordisco al pan duro, se bebió el resto de la le-
che de un trago, se abrigó, cogió los libros y se los echó a la
espalda, sujetos por una correa. Tenían mal aspecto sus li-
bros, viejos, con las puntas arrugadas. Era lo que pasaba si
no tenías cartera: que los libros envejecían rápido, como
las personas sin hogar.
La niebla había espesado cuando salió a la calle y pre-
sentaba la consistencia de una buena bechamel.
Es curiosa, la niebla. Amortigua los sonidos próximos pe-
ro parece amplificar ecos lejanos. La niebla distorsiona las
distancias y nos lleva a caminar de más para alcanzar nuestro
destino. Nos obliga a tomar malas decisiones. Nos vuelve len-
tos y estúpidos. Los días de niebla hay que prestar atención a
cuanto se agazapa entre ella y apretar los dientes para que el
miedo no nos domine. Y eso es algo enormemente trabajoso,
mucho más que caminar bajo un cielo limpio y protector.
Sin embargo, esa mañana ocurrió todo lo contrario.
Tras apenas alejarse un centenar de pasos, Germán per-
dió de vista su casa, que fue engullida por la niebla. Luego,
en un tiempo brevísimo, adivinó ya, frente a sí, el perfil de
la tapia del cementerio. En días como aquel, le servía de re-
ferencia para llegar al colegio porque las puertas traseras de
ambos se hallaban frente a frente. 13
¿De qué idiota habría sido la estúpida idea de construir
el colegio en aquel solar, justo entre el cementerio y el ma-
tadero? No era de extrañar que todos los alumnos sufrie-
sen pesadillas. Y que ni uno solo de ellos hubiese llegado a
la Universidad. Estudiar todo el bachillerato rodeado por la
muerte a diestra y siniestra marca a cualquiera.
Germán giró a la izquierda y caminó paralelo a la tapia,
separado apenas un par de metros de la pared. Enseguida,
pasó ante la zona de los fusilamientos. Treinta metros de
tapia acribillada a balazos; treinta metros donde, apenas
unos meses atrás, al comienzo de la guerra, se ejecutaba
cada noche a los traidores. Por descontado, nadie había re-
parado los impactos de los proyectiles sobre los ladrillos
rojos; así servían de recordatorio y escarmiento.
Germán, como cada día, recorrió aquel trecho mirando
al suelo.
Por fin, tras doblar la esquina, avanzó junto a la tapia
sur, manteniendo la distancia, al encuentro de la entrada
trasera del camposanto. Al llegar a ella, se hallaría frente a
la puerta del colegio y ya solo tendría que cruzar la calle
evitando ser arrollado por alguno de aquellos automovilis-
tas que venían de la capital y cruzaban apuestas a ver
quién se llevaba por delante a más peatones.
Al llegar ante la puerta del cementerio, Germán descu-
brió tras ella a los hermanos Castejón, los hijos del sepultu-
rero. Se llamaban Hernán, Iván y Julián. Hernán, que era el
mayor, se llamaba así por Hernán Cortés, aunque sus pa-
dres pensaban que Hernán Cortés era un boxeador cubano.
Los tres hermanos permanecían inmóviles, al otro lado
14 de la verja, mirándolo a través de los barrotes de hierro,
pálidos y ojerosos, como siempre. Los labios, morados, co-
mo si estuviesen próximos a morir de frío.
Germán los saludó con un gruñido amistoso.
–Hola, Goitia –dijo Iván, el mediano de los hermanos–.
Lamentamos mucho lo de tu madre.
Germán se detuvo y volvió hacia él una mirada inquisi-
tiva. Con el rostro suavizado por la niebla, Julián Castejón
parecía algo menos feo de lo habitual.
–¿Qué dices de mi madre?
–Digo que mis hermanos y yo sentimos mucho que ha-
ya muerto.
Germán no se inmutó. Sabía que los hermanos Caste-
jón no estaban demasiado bien de la cabeza. Siempre ro-
deados de cadáveres, en ocasiones veían muertos donde
no los había.
–¿Qué demonios estás diciendo? Mi madre no ha
muerto.
–¡Claro que sí! La hemos enterrado esta mañana. Mis
hermanos y yo hemos cavado la tumba. Una tumba enor-
me. Yo odio cavar, pero hay que echarle una mano a mi
padre que, últimamente, no da abasto. Cada día hay más
muertos. Más trabajo por el mismo sueldo miserable. Cada
muerto necesita una tumba, ya sabes: rico o pobre, todos
tienen su agujero. Como tu madre.
–No era la madre de él, idiota –intervino entonces el her-
mano mayor, de súbito, como si cobrase vida repentinamente.
–Sí que lo era, mendrugo.
–Que no.
–Que sí.
–¡Basta ya! ¡Mi madre no está muerta! –gritó Germán–. 15
Acabo de desayunar con ella, apenas hace unos minutos
–mintió.
–¿Lo ves, inútil?
–¡Déjame! Sería la madre de otro, pues –replicó Julián,
con total indiferencia–. La de Pallás. O la de Iturmendi.
¡Qué sé yo! Han muerto tantas madres que igual me con-
fundo...
Eso era cierto. Había muerto en el pueblo tanta gente
en los últimos meses que Germán encontró el error perfec-
tamente disculpable.
–¿No venís al colegio? Ya es hora de entrar.
Hernán Castejón señaló con la mirada las tres vueltas
de cadena, aseguradas mediante un enorme candado, que
unían las dos hojas de la puerta de hierro.
–No, no podemos. Tenemos que ayudar a nuestro pa-
dre. Tenemos que permanecer de este lado de la tapia.
–Dentro de los límites del cementerio, ya sabes –aclaró
Hernán.
–Además, mi padre ha perdido la llave de este candado
y dar la vuelta para salir por la puerta grande es toda una
caminata.
Germán miró a los tres hermanos. Eran raros, los Cas-
tejón, muy raros.
–Bueno..., pues yo sí voy a clase. Hasta luego.
–Agur –dijo el pequeño Julián. Y esa fue la única pala-
bra que pronunció.

Ojos que gritan


16
Cuando Germán atravesó la puerta del colegio, el portero
Matías había empezado ya a cerrarla. Por suerte, el porta-
lón de madera maciza tenía tales dimensiones que la ope-
ración le llevaba un tiempo larguísimo y, gracias a ello, el
chico echó a correr y logró pasar por la abertura en el últi-
mo instante, como una carta por la boca de un buzón.
Se dirigió a su aula sabiendo que la clase ya estaría em-
pezada y le iba a caer un buen rapapolvo de don Silvestre,
el profesor de Ciencias Naturales. No fue así, sin embargo.
Tres circunstancias lo dejaron perplejo al entrar en el aula
sin llamar, como establecía la norma del colegio. La prime-
ra fue que don Silvestre no estaba de pie en el estrado. Eso
resultaba insólito. Don Silvestre era extremadamente pun-
tual. Hoy, sin embargo, no estaba allí. Ni de pie ante el es-
trado ni sentado tras su mesa ni en ninguna otra parte. No
estaba.
La segunda circunstancia sorprendente fue que, pese a
la ausencia del profesor, los alumnos guardaban silencio y
permanecían tranquilamente sentados en sus pupitres do-
bles.
El tercer detalle, quizá el que más sorprendió a Ger-
mán, fue que, de sus treinta y siete compañeros de curso,
solo había dieciséis. Y ninguno de ellos se volvió a mirarle
cuando abrió la puerta de la clase.
Todos ellos estaban sentados, inmóviles, callados.
Germán avanzó con pasos cautelosos hacia su pupitre,
uno de los cuatro situados junto a las ventanas. Se hallaba
vacío porque Pepín Artal, su compañero, era uno de los au-
sentes. Antes aún de ocupar su asiento, Germán alzó la tapa
del cajón y metió en él los libros y el plumier de madera. 17
Solo entonces se sentó y lanzó una mirada de reojo hacia
los demás. Al hacerlo, sintió que se le erizaba el espinazo.
El más cercano era Martín Esquiroz, que se sentaba en el
pupitre de delante, en el lado del pasillo. Esquiroz permane-
cía inmóvil, de perfil, con la piel de un color ceniciento que
no presagiaba nada bueno. Pero lo más escalofriante era
aquel objeto extraño, de apariencia metálica, que sobresalía
de la parte trasera de su cuello y también del cuello de todos
los demás. Como el extremo de un enorme clavo de cabeza
redonda.
En un gesto reflejo, Germán se llevó la mano derecha a
la nuca. Le sorprendió que sus dedos no tropezasen con
algo parecido.
–Oye, ¿qué es eso que todos lleváis ahí? –le susurró
Germán a Martín; y ante la falta de respuesta de este, insis-
tió–. Lo del cuello. ¿Qué es? Me refiero a eso que os sale
por detrás, como, como...
Entonces Martín se volvió hacia él. Y al contemplar su
rostro, sintió Germán que todo el aire que contenían
sus pulmones escapaba de golpe, provocándole un mareo.
Solo tras unos segundos de horror, logró aspirar una nue-
va bocanada que utilizó para lanzar un grito corto mien-
tras retrocedía trastabillando hasta golpearse de espaldas
con la ventana.
Donde Esquiroz debía tener los ojos, ahora solo mostra-
ba dos cavidades que parecían destilar hacia las mejillas
sangre oscura y espesa.
Con el grito de Germán, el resto de los alumnos se vol-
vieron hacia él. Todos ellos habían perdido los ojos. Sus
18 cuencas vacías eran como pequeñas bocas gritando en si-
lencio.
Entonces, Germán despertó de nuevo.
DOS

De todos es bien sabido que un verdadero


asesino no necesita motivos; tan solo vícti-
mas.

G ermán Goitia abrió los ojos en una sala de paredes


blancas. Respiraba agitadamente, tumbado sobre un catre.
Se incorporó trabajosamente mientras trataba de concluir si
la mancha del techo, la niebla, los hijos del sepulturero y las
cuencas vacías de los ojos de sus compañeros de colegio
constituían un sueño o un recuerdo.
«Demasiado vívido para ser un sueño –pensó–. Las pe-
sadillas se desdibujan en la memoria de inmediato. Apenas
despiertas, lo soñado se desmenuza, se hace añicos y ya no
puedes volver a componer con ello una escena coherente.
Esto no ha sido un sueño. Tiene que tratarse de un recuerdo,
por tanto. Un recuerdo lejano, de cuando era un niño. Pero
ya no lo soy. No soy un niño».
Se miró las manos; manos de viejo. Antebrazos de vie-
jo. 19
¿Por qué vestía un pijama grueso, de aquel color tan
extraño, ni gris ni verde ni marrón?
La sala estaba vacía, salvo por el catre, de jergón metá-
lico encarcelado en la pared. Carecía de ventanas y tan solo
una puerta metálica, como la de una celda, interrumpía la
continuidad de los cuatro tabiques enfoscados de cal.
Oyó sonido de cerrojos y la puerta se abrió, con un la-
mento de bisagras.
Entró ella. La reconoció. Sus labios, tan rojos; sus ojos,
tan grandes; y aquel busto inverosímil, desafiando siempre
la ley de la gravedad. Sabía que se llamaba Dolores.
–Tiene visita, Germán –dijo la mujer.
No era una pregunta, así que no esperó respuesta. Do-
lores salió y entraron al momento dos sujetos. Uno era alto
y delgado. El otro, no. El otro era un tipo normal, ni alto ni
bajo, ni delgado ni grueso. Germán giró lentamente sobre su
trasero hasta quedar sentado en el borde del catre y con los
pies, descalzos, apoyados en el suelo de terrazo. Frío.
El más alto de los dos hombres avanzó hacia él, mientras
su compañero, el hombre normal, permanecía en segundo
plano.
–Soy el inspector Arcusa, Manuel Arcusa. Y él es el ins-
pector Ramón de la Calva.
–¿Inspectores? ¿Inspectores de qué? ¿De la compañía del
gas?
Arcusa sonrió.
–Esa es una buena broma. Mejor que la del Dúo Dinámi-
co, que es la que todo el mundo nos hace. Somos inspec-
tores de policía, señor Goitia. Seguro que usted ya se había
20 dado cuenta.
Pues claro. Los recién llegados vestían como visten los
inspectores de policía cuando visten de paisano, así que
Germán ya había deducido que eran inspectores de policía
vestidos de paisano.
–Usted también lo fue, hace años –dijo el poli más bajo–.
¿Lo recuerda?
–Claro que lo recuerdo –respondió Germán, adoptando
un aire ofendido mientras trataba de encontrar en su memo-
ria, sin éxito, algún indicio de que semejante cosa pudiera
haber sido cierta–. ¿Qué es lo que quieren de mí, compañe-
ros? No habrán venido a arrestarme, ¿verdad?
No había una sola silla en la habitación, así que el policía
alto se acuclilló frente a Germán para poder mirarle directa-
mente a los ojos.
–Me dejaré de rodeos, señor Goitia: el Matarife ha vuelto.
Germán Goitia se sacudió en un breve escalofrío al oír
aquello. Cerró los ojos y contó hasta veinte. En esos veinte
segundos, una avalancha de imágenes antiguas y nada agra-
dables cayeron en cascada sobre los pliegues de su cerebro.
Seguía sin recordar quién era y quién había sido, pero sí
recordaba quién era el Matarife. Y eso arrastró consigo, poco
a poco, todo lo demás.
–No es posible –musitó después de la pausa–. ¿Se refiere
al Matarife que...? No, no, no. Es imposible. Imposible.
–Lo sabemos –admitió el inspector De la Calva, que per-
manecía en pie en el centro de la sala–. Sabemos que no
puede tratarse del mismo sujeto. Han pasado más de cin-
cuenta años y, suponiendo que aún viviera, el Matarife sería
un hombre muy anciano. Hay casos de criminales longevos,
desde luego, pero lo más probable es que nos hallemos ante 21
un imitador. Un imitador muy bueno, que utiliza los mismos
métodos que aquel asesino, hasta un punto que nos tiene
desconcertados. Usted fue el policía que logró identificar y
capturar al Matarife en mil novecientos sesenta y cuatro.
Quizá pueda ayudarnos ahora a detener al suplantador.
Germán bajó la vista. Negó con un movimiento leve de
la cabeza.
–No creo que pueda serles de ayuda, inspectores. ¿Saben
cuántos años tengo?
–Según su ficha personal, nació usted en mil novecientos
veintiséis. Noventa años, por tanto.
Germán se miró las manos, de nuevo. Primero, por las
palmas y, luego, por el dorso. Tenía las uñas largas y sucias.
Y, desde luego, eran las manos de un anciano. Temblorosas
y ajadas; salpicadas de manchas cutáneas.
–En realidad, no cumplo los noventa hasta septiembre, de
modo que soy todavía un joven octogenario. Pero incluso a esta
temprana edad, la maldita cabeza te empieza a jugar malas pa-
sadas. No es fácil de entender hasta que te ocurre. Incluso hay
gente a la que le ocurre y no lo entiende. Pero yo sí. Yo sé que
algo no funciona bien aquí dentro –admitió Germán, tocándose
repetidamente la frente–. Sin ir más lejos, hace un momento
soñaba que era niño y que acudía al colegio. Uno de esos maldi-
tos sueños de los que resulta difícil despertar. De hecho, ahora
mismo podría ser que aún siguiera soñando. En ocasiones, no
logro distinguir si estoy viviendo, si estoy soñando, si estoy
inventando lo que vivo o viviendo lo que invento o inventando
lo que sueño. Ustedes dos podrían no ser sino fruto de mis
desvaríos. Resulta desconcertante..., y aterrador, se lo aseguro.
22 –Le garantizo que el inspector De la Calva y yo somos
de verdad –dijo Arcusa, tratando de adoptar un tono de
convicción.
–Eso es justo lo que diría su personaje ahora si yo lo
hubiese inventado –replicó Germán.
Los dos policías se miraron de reojo.
–Nos hacemos cargo de sus limitaciones, Germán –admi-
tió De la Calva–, pero lo necesitamos. Tendrá que hacer un
esfuerzo.
Goitia se rascó la nuca largamente antes de volver a ha-
blar.
–Y ¿por qué no consultan el expediente del caso? –les
propuso–. Los expedientes policiales suelen tener mejor me-
moria que las personas de mi edad.
Arcusa se incorporó. Ya no aguantaba más en cuclillas y,
al ponerse en pie, le crujieron escandalosamente las rodillas.
Y solo aparentaba cuarenta y cuatro años.
–Por desgracia, del expediente del Matarife no queda
gran cosa por culpa del incendio de los archivos de la Di-
rección General de Seguridad de mil novecientos setenta y
dos. En aquellos tiempos no había ordenadores. Todo se
guardaba en papel. Los originales quedaron destruidos y
la copia que quedó en los archivos del ministerio es prác-
ticamente ilegible. Por lo visto, la DGS andaba escasa de
fondos y apuraban el papel carbón hasta que ya casi no
servía. El paso del tiempo ha convertido las palabras en una
mera sombra gris sobre papel amarillento.
–Hemos tenido que recurrir a recuperar la información
aparecida en los periódicos de la época –continuó De la
Calva–, siempre incompleta. Más aún, la de aquellos años
en que el gobierno todo lo filtraba. Había un ministerio que 23
decidía lo que los españoles podían conocer y lo que no a
través de los medios de comunicación.
–Lo recuerdo –admitió Germán–. Ministerio de Informa-
ción y Turismo, se llamaba. Una rara mezcla de competencias.
–También hemos encontrado algunos datos en los docu-
mentos relativos al juicio que se celebró al año siguiente y
en el que se condenó a muerte al Matarife. Pero son confu-
sos. Confiábamos en que usted nos podría aportar informa-
ción de primera mano.
–Lo necesitamos, Germán –concluyó Arcusa–. El Matarife
acabó en el sesenta y cuatro con la vida de nueve adolescentes.
–De diez.
–¿Ah, sí? Bueno..., sea como sea, no podemos consentir
que semejante cosa se repita. Hemos de atrapar a ese imi-
tador lo antes posible. No podemos quedarnos de brazos
cruzados esperando que las pistas de cada nuevo crimen
nos permitan avanzar en la investigación. Necesitamos recor-
tar la distancia que nos lleva el asesino o lo más probable
es que, dentro de unas semanas, tengamos la morgue llena
de cadáveres de adolescentes con un punzón de matarife
metido entre la tercera y la cuarta vértebras.
Germán alzó lentamente las cejas.
–Tan preciso, ¿eh?
–En efecto. Era así como actuaba el Matarife original,
¿verdad?
Goitia asintió de nuevo, muy lentamente.
–Exactamente así: entre la tercera vértebra y la cuarta.
Como hacían los buenos matarifes de mi pueblo para sa-
crificar a los terneros. De un único martillazo les hundían
24 un clavo triangular, grande y afilado, justo en ese punto. Si
lo hacían correctamente, el animal caía muerto al instante.
Seco. Pero los más torpes o inexpertos a veces fallaban el
golpe y, entonces..., la cosa se complicaba de un modo muy
desagradable.
De repente, el discurso de Germán se interrumpió y sus
ojos perdieron momentáneamente su brillo.
–¿A qué se refiere con eso, Germán? –le preguntó Arcusa.
El anciano respiró lentamente dos veces antes de seguir.
–Estaba recordando... A los veteranos del matadero les en-
cantaba gastar novatadas a los recién llegados y podían llegar
a vivirse escenas dantescas entre las carcajadas de los mata-
rifes. En cierta ocasión, encargaron a un recién llegado sacri-
ficar a un buey enorme, pero manipularon el cajón de muerte
dejándole cierta holgura al bicho, de modo que podía remo-
verse y resultaba mucho más difícil acertar a darle la puntilla.
Como era de esperar, el novato falló. El buey herido logró
romper el cajón y escapar. Recorrió enloquecido el interior del
matadero hasta dar con la salida, cruzó la calle e irrumpió en
el edificio de las escuelas, que se encontraba justo enfrente.
–Y ¿qué pasó?
–¿Qué pasó? ¡Que lo arrasó por completo, eso pasó! Aun-
que por verdadero milagro no causó víctimas, a la mayoría de
los alumnos la imagen de aquel maldito animal entrando sin
llamar en las aulas, derribando las puertas y tirando cornadas
a diestro y siniestro mientras sangraba a chorros por el cuello
berreando su agonía les causó tal impresión que jamás lo
borraron de su memoria. Lo sé por experiencia.
Ramón de la Calva había sacado una libretita del bolsillo
y tomaba algunas notas rápidas. De pronto, se detuvo. Se le
había secado la boca. 25
–Cuenta usted esa anécdota como si la hubiera vivido –co-
mentó con toda intención–. ¿Era usted uno de aquellos niños?
–Lo era. Tenía siete años cuando ocurrió. Y el matarife al
que gastaron la novatada..., era mi madre.
–¿Su madre? –exclamaron los dos policías, al unísono.
–¿Su madre era matarife? –insistió Arcusa–. Supongo que
era un oficio muy poco habitual entre las mujeres.
–Así es. Pero a ella le venía de familia. Mi abuelo Luis le
enseñó el oficio, por si un día le hacía falta. Y claro que le hizo
falta cuando su marido, mi padre, se fue a por tabaco un día
y ya no volvió jamás. Desde entonces, ella me sacó adelante
trabajando en el matadero. Cobraba un buen sueldo, esa es
la verdad.
–Y ¿cómo acabó el incidente del buey? –quiso saber De
la Calva.
Alzó Germán al cielo una sonrisa. Luego, se levantó y ca-
minó vacilante por la sala, gesticulando mientras terminaba
de contar la historia.
–Tras atravesar de parte a parte el colegio, salió por
la puerta trasera y entró en el cementerio, que estaba al
otro lado de la calle. El animal iba dejando un reguero
de sangre ciertamente importante, así que, tras destrozar
varias sepulturas, comenzaron a fallarle las fuerzas y acabó
cayendo en una fosa preparada para acoger el ataúd de
don Nicasio Echegoyen, uno de los ricos del pueblo, cuyo
funeral debía celebrarse por la tarde. Allí lo remató de dos
tiros el cabo de puesto de la Guardia Civil. ¡Pam, pam!
Ulpiano, se llamaba.
–¿El buey?
26 –No, el cabo. El nombre del buey era Pampero.
Arcusa y De la Calva se miraron de nuevo entre sí, un
tanto perplejos, hasta que se percataron de que Goitia, a su
vez, los miraba alternativamente, con el ceño fruncido. Se
había quedado serio.
–¿A cuántos ha matado hasta ahora? –preguntó Germán
de repente.
–De momento, a tres –respondió Manuel Arcusa–. A razón
de uno por semana. Dos chicos y una chica. Los tres de ca-
torce años. Los tres muertos de igual manera: con un clavo
de matarife en la nuca.
–Y..., ¿eso es todo?
–¿Le parece poco? –preguntó Arcusa. Pero, de inmediato,
intervino su compañero.
–No, no es todo. Además, les saca los ojos.
–¡Caray! ¡Es perfecto! –exclamó el anciano, tras una pau-
sa corta.
–Y, al parecer, se los lleva consigo. Las tres víctimas te-
nían las cuencas vacías, pero no hemos encontrado por nin-
gún sitio los globos oculares.
Goitia se sentó de nuevo en el catre y se mesó los esca-
sos cabellos.
–Eso es, sí señor: se lleva los ojos de los chicos. Igual
que el verdadero Matarife. Qué interesante...
Tras eso, sobrevino un largo silencio, más de un minuto,
que acabó rompiendo el inspector De la Calva, que se había
plantado en el centro de la sala con las piernas abiertas y
las manos en los bolsillos del pantalón.
–¿Nos va a echar una mano o no, señor Goitia?
Germán extendió los brazos e inclinó la cabeza, hasta
casi parecer un cristo románico. 27
–Desde luego que sí, inspectores. ¿Cómo puedo hacer-
lo?
–De momento, cuéntenos todo lo que recuerde del caso
del sesenta y cuatro.
–Uf..., no será fácil. Hace de eso medio siglo.
–Inténtelo, señor Goitia. ¿Cómo empezó? Su primer con-
tacto con el asunto del Matarife. Desde el principio. Haga un
esfuerzo, por favor...

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