El Matarife
El Matarife
El Matarife
FERNANDO LALANA
me con tan solo darles muerte, también se llevaba sus ojos
como sangriento trofeo. Podría habérsele conocido como
el Coleccionista de ojos, pero pasó a la historia de la Espa-
ña más negra con el justo nombre de Matarife. Y ahora,
más de medio siglo después, ha vuelto para recordar que
nadie está a salvo de las garras del mal.
TERROR + JUSTICIA
Editorial Bambú
es un sello de Editorial Casals, SA
Progeria
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Germán se incorporó con esfuerzo y con frío, hasta quedar
sentado en el borde de la cama. Una familia monoparental
de cucarachas caminaba junto a la pared. Papá cucaracho
y sus tres hijos se introdujeron por la rendija que separaba
dos de las piezas de madera del rodapié.
Las cucarachas odian el frío, así que en invierno se de-
jan ver poco. Sin embargo, ahí estaban esas cuatro, a la
vista, camino de su guarida. Germán se preguntó cuántas
cucarachas habría al otro lado de la pared para que algu-
nas de ellas salieran a pasear en pleno invierno. Tenían
que ser centenares. Miles, quizá. Al llegar el verano per-
dían la vergüenza y correteaban por toda la casa, día y no-
che. Las encontrabas por doquier: entre la ropa, en la
bañera, entre la vajilla, sobre la cama, por todas partes. Ne-
gras, pardas y rubias. Nacionales y de importación. Asque-
rosas todas. A veces, imaginaba el interior de los tabiques
abarrotado de cucarachas que ocupaban todos los intersti-
cios del ladrillo, moviéndose como un enjambre, produ-
ciendo un sonido característico al rozarse unas con otras,
una suerte de zumbido plano, como de lenta piedra de afi-
lar, que Germán creía percibir claramente en el silencio de
la noche.
A veces, escuchando el siseo de las cucarachas, pensaba
en lo fácil que sería acabar con alguien de una manera ho-
rrenda en aquella casa. Bastaría inmovilizarlo de algún
modo y, con un golpe de mazo, ocasionar un boquete en la
pared. Un boquete que vomitaría todo un torrente de cuca-
rachas que invadirían la habitación y se abalanzarían so-
bre la víctima haciéndola enloquecer. Devorándola muy
10 poquito a poco.
Al pensar en ello, sintió un escalofrío y la sacudida le
produjo un doloroso pinchazo en la espalda.
¿Por qué le dolía tanto el cuerpo, el cuerpo entero?
Se asustó al mirarse las manos. ¿Qué le ocurría? La piel
ajada, las arrugas, las uñas amarillentas, los dedos retorci-
dos. Artritis. Artrosis. Algo así. Pero ¿por qué? Esa era una
enfermedad de viejos. En realidad, casi todas las enferme-
dades matan a los viejos, aunque..., no siempre es así. De
vez en cuando, alguien aún joven muere como un viejo.
Incluso hay una enfermedad que consiste, precisamente,
en hacerse viejo siendo joven. Progeria.
Pero no, eso no podía ocurrirle a él. Claro que no.
Se levantó y se acercó al espejo situado sobre el lavabo.
Con alivio, vio su cara, la cara que esperaba. Su cara de
doce años y no otra. Por alguna razón misteriosa, sin em-
bargo, sus manos sí parecían pertenecer a otra persona,
alguien mucho más viejo; pero su cara aún era su cara.
Germán se vistió lentamente, con dificultad, como un
viejo, lanzando de cuando en cuando vistazos de reojo a la
grieta de las cucarachas, que no se atrevieron a asomar ni
las antenas. Después, hizo la cama con no mucho empeño
y salió del cuarto en busca de su madre para descubrir que
su madre no estaba en la cocina ni en el cuarto de baño ni
en su habitación.
Germán contempló con cierta perplejidad la cama va-
cía de su madre. Una cama intacta. Sin deshacer. Nadie
había dormido en ella. Se preguntó dónde habría pasado
su madre la última noche.
En la nevera encontró leche que no olía demasiado mal
y se calentó el contenido de un tazón en un cazo eléctrico, 11
de esos que no se ponen al fuego sino que se enchufan.
Luego, sumergió en la leche un mendrugo de pan duro,
seco, que flotaba en el líquido blanco como el corcho. Ni a
tiros se reblandecía el maldito corrusco.
Desayunó solo, como tantas veces.
La noche
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