Mientras El Mundo Desaparece - Alejandra Laurencich
Mientras El Mundo Desaparece - Alejandra Laurencich
Mientras El Mundo Desaparece - Alejandra Laurencich
Alejandra Laurencich
En el sueño había visto la carta. Con los ojos abiertos, quieta en su cama, trató de
hilvanar los detalles. Un cielo rojo, de tormenta bíblica, asomando por la ventana de una
casa precaria; una ola enorme que nacía desde el fondo y avanzaba. Paseó la mirada por
la penumbra del cuarto. La ola, y después de la ola, la carta. En el piso, frente a ella. Un
sobre mojado borroneando la letra generosa de él: María Puértole. Hacía trece años que
esperaba esa carta. Desde el 23 de junio de 1977. La noche después de haber
encontrado revuelto el departamentito que alquilaban. Libros y papeles en el suelo y los
cajones abiertos. Y el miedo, por primera vez, aflojándole las rodillas. Miedo de colegiala a
punto de hacerse pis cuando la llaman al frente, pensó y cerró los ojos. Él no necesitó
más advertencias para tomar la decisión de irse. Apenas encuentre un lugar te escribo y
te venís, le había dicho.
Muchas veces había soñado con la llegada de la carta. Los sueños más comunes eran
aquellos en los que aparecía el sobre blanco, afuera, entre las hojas secas del pasillo.
Sólo el sobre, nunca así como hoy, la letra de él nombrándola. Pensó qué significaría en
un sueño ver un nombre borroneado por el agua.
Se dio vuelta en la cama. Miró la hora. Faltaban diez minutos para levantarse. Tuvo ganas
de ir a ver el pasillo de baldosas, pero desde que había muerto su padre no se levantaba
antes de que sonara el despertador. Nada podía sacarla de su cama. Aquello pertenecía a
otras épocas. Años de sobresaltos, de corridas por las baldosas frías en medio de la
noche, de dolor.
Volvió a pensar en la letra borroneada y en la ola. Tal vez se había dormido impresionada
por la novela que daban en la televisión. Podía ser. El mar bajo la piel tenía una
presentación de olas golpeando un barco hundido. El capítulo de ayer la había conmovido
hasta las lágrimas.
Sintió la nariz fría y volvió a taparla. Pensó en aquella noche de hacía trece años, en el
bar al que habían ido a tomar un último café con ginebra, después de haber entregado las
llaves del departamento. Él le había dicho: Vos esperá mi carta porque va a llegar aunque
desaparezca el mundo. Le había secado las lágrimas con los pulgares helados, le había
dado un beso largo, húmedo, en los labios, y ella lo había mirado irse, la espalda fuerte, el
pelo rubio, los pitucones de cuero en la campera. Nunca más lo había vuelto a ver.
Juntó las piernas contra el cuerpo. Aquella noche se había quedado quieta. Se había
aguantado las ganas de salir corriendo detrás de él, de colgarse de esa espalda. Como
tantas otras veces. Una chica de pelo largo que corre por la calle y se trepa a un
muchacho y lo besa. Ella lo abrazaba y con la lengua le recorría la oreja. Él le acariciaba
el pelo. Recorrían cuadras enteras así, a babucha, riéndose; subían al subte, iban a
manifestaciones. Un calor perfumado subió desde dentro de las cobijas. Era bueno el
acondicionador que usaba para la ropa. Campo de lavandas. Cinco días de fragancia
decía el aviso. Debía podar las margaritas sin falta. Si no, en la primavera no florecerían.
Ocho minutos para levantarse. Se quedó mirando las franjas de luz que entraban por las
persianas. Haría frío, seguro, porque los vidrios estaban empañados. María Puértole. Mi
María. Era el único que no la llamaba María José. Cerró los ojos. A quién podía ocurrírsele
poner una puerta de chapa en una casa en el mar. A veces los sueños eran tan estúpidos.
Eran las siete y cinco cuando María José, como todos los días, se ajustó la bata y fue
hasta el pasillo de baldosas. Tenía la costumbre de ir a buscar el diario como primera
actividad de la mañana, después de pasar por el baño y encender la estufa. El hábito del
diario había sobrevivido a su padre. Era el pretexto para salir a ver si había un sobre
esperándola. Recordó la voz del viejo: Cuando te llegue la carta, le decía, como quien
dice cuando termine el invierno, te vas con él y me dejás morir tranquilo. Pensó que el
viento en el invierno era una maldición. Arremolinaba las hojas de los plátanos contra los
bordes del pasillo y la puerta de entrada. Caminó hacia allá y levantó el diario. Una
mancha blanca sobre el piso la paralizó. Era un sobre, boca abajo, sin remitente. Así
habían quedado. Adentro estaría el lugar del reencuentro, la cita puesta en alguna clave
que sólo ellos dos entenderían. Cuando se agachó a recoger el sobre estaba temblando.
Como tantas otras veces, apenas lo giró supo que no era de él. Srta. María José Puértole
decía. Y estaba abierto. Adentro una tarjeta le informaba: Ud. votaen la mesa 3147. El
registro en el padrón. Propaganda electoral. Srta. María José Puértole, y al lado, como si
no hubiera distinción entre el pasado y el presente, aquella palabra que María José volvía
a ver cada vez que buscaba su nombre en el padrón: estudiante.
El viento le agitó la bata. Hacía trece años que había dejado la facultad. Lo había decidido
la misma noche del bar, después de que él se había ido, después de haber cruzado la
ciudad para llegar ahí, a la casa de su padre. Recordaba aún el llanto inacabable contra la
puerta. Aquella noche había dejado de ser una estudiante.
Sintió frío en las piernas. Caminó hacia la casa. El living empezaba a entibiarse. Dejó el
diario sobre la mesade la cocina. Puso la pava sobre el fuego, bajó al mínimo la llama y
envuelta en la manta chilena que esperaba junto a la puerta, salió a barrer las hojas de los
plátanos. Un rato después, justo cuando colgaba la escoba en el armario de la limpieza
escuchó el leve sonido de la pava. El agua estaba a punto para el mate. Precisión
matemática. Él no la reconocería si viera eso. Siempre se había burlado de sus olvidos,
sus llegadas tarde, el manejo del tiempo. Los genios suelen ser impuntuales. Una genia.
Pensó cuánto hacía que no escuchaba esa palabra. Descorrió la cortina y el sol iluminó la
mesada. Un escenario donde cada día representaba la misma obra. Sacudió el mate con
movimientos seguros, perfeccionados por años. Le encantaba ver el polvillo de la yerba
reverberar al sol como una pequeña nube. Apretó la tecla del grabador y las guitarras de
Simon & Garfunkel irrumpieron en el silencio de la cocina. Nunca se cansaría de escuchar
El boxeador. Era como hacer el amor con él, todos los días. Recordar sus ojos claros
mirándola justo antes del final. ¿Qué podía significar la letra borroneada en el sueño?
Sintió una melancolía extraña. Abrió el cajón. La bombilla esperaba ahí, junto al abridor de
latas y el pelapapas, en el compartimento de los utensilios únicos o de formas extrañas.
Le gustaba encontrar las cosas en su sitio, los frascos etiquetados, el orden. De reojo
miró el diario. Paro de metalúrgicos y un pronóstico de buen tiempo para el fin de semana.
En el departamento siempre tenían la cama deshecha, la pava en el suelo, entre los libros
y las carpetas. Cómo podía estar de buen humor en medio de ese desorden. El mate de
loza roja, todo cascado, en el suelo, con alguna hormiga que venía a llevarse su comida.
Una cucharadita de azúcar cada dos mates. Qué exagerado. La glucosa te mantiene
alerta, ¿no sabías? María José se encontró sacudiendo la cabeza con el mismo gesto que
veía en la gente cuando recordaba una travesura de sus hijos. Chupó el mate y el gusto
amargo de la yerba le invadió la boca. No podría volver al mate dulce por nada del
mundo. Me acostumbré por el viejo, le diría a él cuando llegara la carta. Se volvió
diabético, sabés. Y no hubo forma de que le amputaran la pierna. Era duro el viejo. Él se
pondría orgulloso, claro. Resistir, compañera, es la única forma de vencer. Acercó el
diario. Pasó las páginas de política, economía, policiales. Vencer. Cuántas pavadas se
decían en aquellos años. Buscó la parte de espectáculos, lo demás le interesaba poco. Ya
no necesitaba devorar información para discutirla con nadie. Antes era distinto. Él amaba
las polémicas. Era tan lindo ver el énfasis con que defendía una estrategia estudiantil. En
las asambleas levantaba el brazo para pedir silencio. Y el silencio llegaba. O sería ella,
que, pendiente de su opinión, no podía prestar atención a otra cosa. Vio el anuncio del
capítulo de la novela que darían esa noche. Se detuvo a mirarlo. Eva y Marlon abrazados.
Tan jóvenes. Capítulos culminantes. Miró el reloj del pasillo. Doce horas exactas. Repasó
mentalmente todo lo que debía hacer ese día. Poda de margaritas, cambio de sábanas,
patio, las camisas planchadas para las once y media cuando pasaría la señora de la
lavandería (por suerte en un par de semanas podría decirle que ya no había necesidad de
la changa). ¿Y de almuerzo? Tal vez unas empanadas, así a la noche se las llevaba en
una bandeja frente al televisor. Muy buena idea. A la tarde venían sus alumnos. Cristian le
pagaba tres horas de historia, una de geografía. Sacó cuentas. Le alcanzaba justo para el
impuesto municipal. Un mate más y empezaba. Estaba contenta. No veía la hora de que
llegara la noche para estar frente al televisor escuchando la música de El mar... Qué
hermosa melodía. Eva y Marlon se reencuentran después de la tragedia que los separó.
Hoy a las 20. Empanadas de atún. Y un gancia. Con el mate en la mano caminó hasta el
pasillo de baldosas y echó una mirada. Sólo algunas hojas secas. Malditos plátanos, se
dijo, y cerró la puerta sin hacer ruido.
María José miró la noche oscura por la ventana. Podía ver cómo se sacudían las ramas
más altas de los plátanos de la calle. La hora en el reloj digital de Cristian señalaba las
19:47. Pensó aprovechar los últimos minutos de la clase para sacar la bolsa con las hojas
antes de que pasara el camión recolector. Pero se quedó mirando el cielo detrás de los
árboles. Algo en esas ramas contra la profundidad de la noche le hizo recordar el sueño
de la carta. El detalle apareció con nitidez: cuando veía el sobre con la letra borroneada
era de noche. El cielo rojo se había vuelto de una negrura escalofriante. Tuvo ganas de
fumar, de llorar un rato. Otro día se iba sin que la carta llegase. Volvió a mirar el reloj. En
minutos nomás empezaba la novela.
María José abrió la caramelera y sacó un chicle de los gordos. Lo puso sobre el libro
abierto frente a Cristian.
—Un extra de glucosa y te apurás. A las ocho empieza El mar y no me lo voy a perder.
—Mi vieja también lo ve.
—Vos no, claro —dijo ella acercándole el libro abierto.
Cristian le echó una mirada al último párrafo, se metió el chicle en la boca y alzó la vista:
—El resumen —dijo, y se levantó para tirar a la basura el contenido del cenicero.
Sin esperar a que Cristian guardara sus cosas, salió al pasillo de baldosas. Vio la bolsa
con las hojas de los plátanos sin cerrar y prefirió no detenerse a recogerla. Quería
despedir a Cristian primero. Abrió la puerta de chapa y la mantuvo abierta mientras
esperaba a Cristian que se acercaba despacio, arrastrando las zapatillas. Lo vio
detenerse antes de llegar y agacharse a recoger algo semitapado por las hojas. Era un
sobre. Cristian se lo acercó a los ojos:
Ella no le contestó. Cerró la puerta tras él sin saludarlo y se desplomó contra la chapa.
Lentamente se dejó caer hasta quedar en cuclillas. La carta apretada contra el pecho.
Durante un largo rato permaneció así, acurrucada. La mirada detenida en la puerta abierta
del living, el reflejo luminoso del televisor. Sintió las piernas flojas. Rodillas de colegiala.
Cerró los ojos y se largó a llorar. Su espalda se sacudía contra la chapa. Entonces
escuchó el ruido del camión recolector. Las hojas, se dijo, y se puso de pie. Se apuró por
el pasillo mientras con el dorso de la mano se limpiaba la cara. La bolsa estaba aún
abierta, cerca de la puerta. María José miró un instante el sobre, lo hundió entre las hojas,
cerró la bolsa con dos nudos y la sacó a la calle.